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El secreto de Madeline: análisis de «La Casa Usher» de E.A. Poe.


El secreto de Madeline: análisis de «La Casa Usher» de E.A. Poe.




En El Espejo Gótico hoy analizaremos el relato de Edgar Allan Poe: La caída de la Casa Usher (The Fall of the House of Usher), publicado originalmente en la edición de septiembre de 1839 de la revista Burton’s Gentleman’s Magazine, y luego reeditado en la antología de 1840: Cuentos de lo grotesco y lo arabesco (Tales of the Grotesque and Arabesque).


[«Sacudiendo de mi espíritu eso que tenía que ser un sueño, examiné más de cerca el verdadero aspecto del edificio. Su rasgo dominante parecía ser una excesiva antigüedad. Grande era la decoloración producida por el tiempo. Hongos se extendían por toda la superficie, suspendidos desde el alero en una fina y enmarañada tela de araña. Pero esto nada tenía que ver con ninguna forma de destrucción. No había caído parte alguna de la mampostería, y parecía haber una extraña incongruencia entre la perfecta adaptación de las partes y la disgregación de cada piedra.»]


El narrador anónimo comienza su viaje a caballo un aburrido día de otoño hacia «una extensión de país singularmente lúgubre». Su destino es una antigua casa solariega, cubierta de hongos pero curiosamente intacta. Árboles decrépitos y juncos rancios la rodean, al igual que un Tarn, un oscuro lago de montaña. Su atmósfera de «insoportable tristeza» infecta al Narrador con este mismo sentimiento. Ha llegado a la melancólica Casa Usher, hogar ancestral de su amigo de la infancia, Roderick Usher.


[«La estirpe de los Usher, siempre venerable, no había producido, en ningún periodo, una rama duradera; en otras palabras, que toda la familia se limitaba a la línea de descendencia directa y siempre, con insignificantes y transitorias variaciones, había sido así. Esta ausencia, pensé, mientras revisaba mentalmente el perfecto acuerdo del carácter de la propiedad con el que distinguía a sus habitantes, reflexionando sobre la posible influencia que la primera, a lo largo de tantos siglos, podía haber ejercido sobre los segundos, esta ausencia, quizá, de ramas colaterales, y la consiguiente transmisión constante de padre a hijo, del patrimonio junto con el nombre, era la que, al fin, identificaba tanto a los dos, hasta el punto de fundir el título originario del dominio en el extraño y equívoco nombre de Casa Usher, nombre que parecía incluir, entre los campesinos que lo usaban, la familia y la mansión familiar.»]


Así, Edgar Allan Poe nos informa que los varones Usher, de padre a hijo, podrían justificadamente considerarse a sí mismos como hijos de esta extraña y lúgubre morada [ver: Psicología de las Casas Embrujadas]. Sin embargo, de esta madre simbólica, a medida que el Narrador se aproxima a la Casa Usher, va surgiendo un aura cadavérica:

La descripción de la Casa Usher, la palidez mortal de su superficie cubierta con su «tejido de hongos», y la decadencia interior que contrasta con su aspecto exterior intacto, bien podría hacernos pensar en un cadáver conservado casi intacto en alguna bóveda olvidada. La «grieta» que corre de arriba-abajo vuelve a subrayar el simbolismo femenino de esta Casa-Madre [ver: La Casa Embrujada como representación del cuerpo de la mujer]

Dejemos esto de lado por un momento y examinemos más de cerca al último hijo que la Casa Usher dio a luz: Roderick, a quien el Narrador encuentra después de largas caminatas por pasillos tortuosos y escaleras oscuras. Los muebles del cuarto en el que Roderick espera a su invitado son «profusos, incómodos, antiguos y andrajosos». Hay muchos libros e instrumentos musicales, «pero no logran dar vitalidad a la escena». Desde las ventanas, «largas, estrechas y puntiagudas, débiles destellos de luz carmesí» caen sobre la figura de Roderick.

Cuando E.A. Poe escribió La Caída de la Casa Usher, poco tiempo después de casarse, era claro que Virginia Clemm, su esposa [y prima], no viviría mucho tiempo. Toda esta situación se desparrama en los primeros párrafos del relato para crear una atmósfera intensamente depresiva:


[«Me vi forzado a caer en la conclusión insatisfactoria de que, aunque hay combinaciones de objetos naturales muy simples que tienen el poder de afectarnos, todavía el análisis de este poder se encuentra entre consideraciones más allá de nuestra profundidad.»]


Roderick le ha suplicado al Narrador que lo visite para animarlo un poco, ya que sufre varios trastornos nerviosos comunes en su familia: es hipersensible a la mayoría de los estímulos, hipocondríaco y ansioso; además, está recluido en una cámara elevada acompañado únicamente por libros, instrumentos musicales y sombras.

Al ver a su amigo después de muchos años, el Narrador queda impresionado por la palidez y el brillo de sus ojos. La alegría de Roderick al ver al Narrador parece genuina, aunque exagerada. Confiesa que su estado de ánimo cambia radicalmente de «febrilmente vivaz» a «hosco y agitado». Roderick diserta sobre su enfermedad. También describe la «agudeza mórbida de sus sentidos», de modo que «solo la comida más insípida» le resulta soportable. Solo puede usar prendas de textura delicada; los olores de las flores le resultan opresivos y sus ojos no soportan la luz más tenue. Pero su mayor fobia es el MIEDO, el cual. cree, lo matará. También lo oprime la idea supersticiosa de que alguna afinidad espiritual lo une a la Casa Usher [ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror]

Es evidente que Roderick padece una mezcla de ansiedad y paranoia que sin duda ya es familiar para su amigo. En cuanto a la Casa Usher, siendo él su «hijo», Roderick revela que está «encadenado por ciertas impresiones supersticiosas (...) por la influencia que algunas peculiaridades en la mera forma y sustancia de la mansión». Evidentemente, Roderick teme este misterioso rasgo hereditario que se desprende de la mortífera Casa-Madre. En otras palabras, Roderick nos dice que la Casa Usher tiende a hacer que sus dueños sean como ella [ver: La Casa como entidad orgánica y consciente en el Gótico]

El amigo de Roderick Usher, como el marido de Ligeia, intuye así este misterioso «acorde» entre las personas y las cosas que emana del inconsciente [ver: Mi esposa nigromante: análisis de «Ligeia»].

El Narrador observa a su viejo amigo con una mezcla de lástima y asombro debido a «su tez cadavérica; los ojos, grandes, líquidos, incomparablemente luminosos; los labios, un tanto finos y muy pálidos, el sedoso cabello cuya desordenada textura de telaraña flotaba más que caía alrededor del rostro». Roderick se encuentra en un estado de intensa excitación nerviosa, lo cual no sorprende al Narrador, preparado por las oscuras insinuaciones de la carta:


[«Su voz varió rápidamente de una trémula indecisión a esa pronunciación gutural, plomiza, perfectamente modulada, que puede observarse en el borracho perdido o en el irrecuperable consumidor de opio.»]


Roderick habla de su única y «tiernamente amada» hermana, y de su «grave y prolongada enfermedad», la cual evidentemente juega un papel importante en su melancolía. Los médicos están desconcertados por sus síntomas de apatía y ataques catalépticos. Su posible muerte, cree Roderick, lo dejaría solo y desesperado, «el último de la antigua raza de los Usher». En este momento, Lady Madeline «pasa lentamente por una parte remota del apartamento» y desaparece sin notar la presencia del visitante.

La enfermedad de Lady Madeline, como la de todas las heroínas de Edgar Allan Poe, desconcierta a los médicos; del mismo modo en que la ciencia médica fue impotente para ayudar a la esposa del autor, Virginia Clemm, así como lo fue para asistir a su madre, Elizabeth Arnold, treinta años antes. Aquí, Edgar Allan Poe le atribuye a Madeline la «creciente apatía y debilidad» que observaba a diario en Virginia. A esto, sin embargo, agrega el síntoma premonitorio de ese último atributo que su inconsciente le otorgaba a cada mujer que amaba: trances catalépticos que simulan los signos externos de la muerte.

Lady Madeline, que hasta ahora había «soportado la presión de su enfermedad», se acuesta esa noche para no volver a levantarse.

Durante los próximos días, Roderick y el Narrador ni siquiera mencionan su nombre. Pintan y leen juntos, o se entregan a las «salvajes improvisaciones» de la guitarra de Roderick. La actitud de los dos es desconcertante, pero no para Edgar Allan Poe. Como él mismo, Roderick y el Narrador buscan aliviar su dolor en el arte. Sin embargo, las improvisaciones de Roderick son extrañas, «fantasmagóricas», como el cuadro que ha pintado. Parece una especie de expresionista abstracto, un pintor de ideas cuyos lienzos asombran como los de Fuseli [ver: Los secretos de «La pesadilla» de Henry Fuseli]


[«Una bóveda o túnel inmensamente largo, con paredes bajas, lisas, blancas, sin interrupción ni adorno alguno. Ciertos elementos accesorios del diseño servían para dar la idea de que esa excavación se hallaba a mucha profundidad bajo la superficie de la tierra. No se observaba ninguna saliencia en toda la vasta extensión, ni se discernía una antorcha o cualquier otra fuente artificial de luz; sin embargo, flotaba por todo el espacio una ola de intensos rayos que bañaban el conjunto con un espectral esplendor inapropiado».]


Roderick recita un poema de su propia cosecha [convenientemente proporcionado por Edgar Allan Poe como El palacio encantado (The Haunted Palace]. El Narrador interpreta estos versos sobre la disolución de un monarca y su corte como una representación subconsciente de que la propia razón de su amigo se tambalea.


[«Recuerdo bien que las sugestiones nacidas de esta balada nos lanzaron a una corriente de pensamientos donde se manifestó una opinión de Usher que menciono, no por su novedad (pues otros hombres han pensado así), sino para explicar la obstinación con que la defendió. En líneas generales afirmaba la sensibilidad de todos los seres vegetales. Pero en su desordenada fantasía la idea había asumido un carácter más audaz e invadía, bajo ciertas condiciones, el reino de lo inorgánico. Me faltan palabras para expresar todo el alcance, o el vehemente abandono de su persuasión.»]


El Narrador continúa:


[«La creencia, sin embargo, se vinculaba (como ya lo he insinuado) con las piedras grises de la casa de sus antepasados. Las condiciones de la sensibilidad habían sido satisfechas, imaginaba él, por el método de colocación de esas piedras, por el orden en que estaban dispuestas, así como por los numerosos hongos que las cubrían y los marchitos árboles circundantes, pero, sobre todo, por la prolongación inmodificada de este orden y su duplicación en las quietas aguas del estanque. Su evidencia —la evidencia de esa sensibilidad— podía comprobarse, dijo (y al oírlo me estremecí), en la gradual pero segura condensación de una atmósfera propia en torno a las aguas y a los muros. El resultado era discernible, añadió, en esa silenciosa, mas importuna y terrible influencia que durante siglos había modelado los destinos de la familia, haciendo de él eso que ahora estaba yo viendo, eso que él era. Tales opiniones no necesitan comentario, y no haré ninguno.»]


Así expresa Roderick la verdad interna de todo el asunto: su maldición no es más que la «transferencia» de alguien que una vez existió, un rasgo hereditario. En términos de Sigmund Freud, Roderick evoca a la madre muerta que aún sobrevive en la memoria inconsciente de su hijo. Aquí también nos enteramos que Roderick, como era de esperar, se deleita «en la lectura de un libro extremadamente raro y curioso», el manual de una iglesia olvidada: el Pigilite Mortuorum secundum Chorum Ecclesite Maguntinte.

Una noche, Roderick le informa a su amigo que Lady Madeline ha muerto, y declara su intención de «preservar su cadáver durante quince días», antes de su entierro final, en una de las bóvedas principales de la Casa. Su intención, afirma, es proteger el cuerpo de su hermana de «la curiosidad de los médicos que, intrigados por el carácter misterioso de la enfermedad, podían aventurarse a violar el panteón familiar». El Narrador no discute y está de acuerdo en que sus médicos parecían poco confiables y que sus síntomas eran «singulares».


[«A pedido de Usher, lo ayudé personalmente en los preparativos de la sepultura temporaria. Ya en el ataúd, los dos solos llevamos el cuerpo a su lugar de descanso. La cripta donde lo depositamos (por tanto tiempo clausurada que las antorchas casi se apagaron en su atmósfera opresiva, dándonos poca oportunidad para examinarla) era pequeña, húmeda y desprovista de toda fuente de luz; estaba a gran profundidad, justamente bajo la parte de la casa que ocupaba mi dormitorio. Evidentemente había desempeñado, en remotos tiempos feudales, el siniestro oficio de mazmorra, y en los últimos tiempos el de depósito de pólvora o alguna otra sustancia combustible, pues una parte del piso y todo el interior del largo pasillo abovedado que nos llevara hasta allí estaban cuidadosamente revestidos de cobre. La puerta, de hierro macizo, tenía una protección semejante. Su inmenso peso, al moverse sobre los goznes, producía un chirrido agudo, insólito.»]


Aquí, en esta «región del horror», Roderick y el Narrador colocan su «carga lúgubre sobre los caballetes», y luego corren parcialmente la tapa del ataúd para mirar, una vez más, el rostro de Madeline:


[«Un sorprendente parecido entre el hermano y la hermana fue lo primero que atrajo mi atención, y Usher, adivinando quizá mis pensamientos, murmuró algunas palabras, por las cuales supe que la muerta y él eran mellizos y que entre ambos habían existido simpatías de una naturaleza apenas inteligible. Nuestros ojos, sin embargo, no se detuvieron mucho en la muerta, porque no podíamos mirarla sin espanto. El mal que llevara a Madeline a la tumba en la fuerza de la juventud había dejado, como es frecuente en todas las enfermedades de naturaleza estrictamente cataléptica, la ironía de un débil rubor en el pecho y la cara, y esa sonrisa suspicaz, lánguida, que es tan terrible en la muerte.»]


Al igual que Lady Rowena y Ligeia, Madeline parece estar viva en la muerte [ver: Ligeia y Lady Rowena: dos arquetipos femeninos]. Los dos hombres vuelven a colocar la tapa del ataúd, lo atornillan y regresan a los apartamentos superiores.


[«Habiendo transcurrido algunos días de amargo dolor, se produjo un cambio observable en las características del trastorno mental de mi amigo. Su manera ordinaria se había desvanecido. Sus ocupaciones cotiianas fueron descuidadas u olvidadas. Deambulaba de cámara en cámara con paso desigual y sin objeto. La palidez de su semblante había adquirido, si acaso es posible, un matiz más espantoso... y un temblor, como de un terror extremo, caracterizaba habitualmente su pronunciación... Lo vi contemplando el vacío durante mucho tiempo; horas, en una actitud de la más profunda atención, como si escuchara un sonido imaginario.»]


El Narrador teme que los delirios de su amigo comiencen a «infectarlo» a él también. Una noche tempestuosa, el Narrador está demasiado inquieto para dormir. Roderick se une a él, conteniendo la histeria, y señala la extraña iluminación gaseosa que rodea la casa. Un fenómeno eléctrico, dice el Narrador. Este intenta distraer a su amigo leyendo en voz alta un romance sobre Ethelred, pero los sonidos parecen acentuarse, e incluso provenir desde las profundidades de la Casa: el crujir de la madera, un chirrido, un sonido metálico.


[«Un temblor incontenible invadió gradualmente mi cuerpo; y, finalmente, se posó en mi corazón un íncubo de alarma sin motivo alguno. Me levanté sobre las almohadas y, mirando con seriedad dentro de la intensa oscuridad de la cámara, escuché ciertos sonidos bajos e indefinidos que venían, a través de las pausas de la tormenta, a largos intervalos, no sabía de dónde.»]


Meciéndose en su silla, Roderick balbucea en voz baja. El Narrador se inclina para distinguir sus palabras. Roderick murmura que ha estado escuchado a Madeline revolviéndose en su ataúd durante días, pero no se atrevió a hablar de eso. Ahora ha escapado, y viene a castigar a Roderick.

Roderick se pone de pie de un salto y grita que no está loco. De repente, las puertas se abren. Ahí está Madeline, tambaleándose en el umbral, con su vestido de entierro ensangrentado por la terrible lucha por librarse. En agonía, se derrumba sobre Roderick y lo lleva al suelo, un cadáver él mismo. El MIEDO que temía finalmente lo ha matado.

El Narrador huye hacia la tormenta, justo a tiempo. Un extraño resplandor lo hace mirar hacia atrás: proviene de la luna roja como la sangre que se eleva detrás de la mansión, visible a través de una grieta que zigzaguea en la fachada. La grieta se ensancha hasta que toda la Casa Usher se derrumba en el tarn, que se cierra hoscamente sobre sus fragmentos.


El estilo de Edgar Allan Poe en La Caída de la Casa Usher puede describirse de muchas maneras, pero la moderación no influye en ninguna de ellas. Como Lovecraft en su momento más maníaco, E.A. Poe parece deleitarse en sus excesos góticos. Si La caída de la Casa Usher fuese un relato de Lovecraft diríamos que las telarañas de hongos que envuelven la Casa le han dado una especie de sensibilidad vegetal, o incluso la han convertido en una entidad fúngica consciente; pero como es un cuento de E.A. Poe, la Casa Usher solo muestra signos de depresión clínica, y Roderick Usher un trastorno de integración sensorial bastante extremo [ver: E.A. Poe por Lovecraft]

Todo en La Caída de la Casa Usher, desde los árboles podridos hasta piedras cubiertas de líquenes y las aguas fosforescentes del lago, comparten la penumbra de la Casa y sus habitantes. A propósito, usher significa «ujier», especie de encargado o portero de un palacio. No es caprichoso que E.A. Poe le diese este apellido a los habitantes de la Casa, casi como si fuesen personajes secundarios o subsidiarios de la mansión que son infectados por su atmósfera, generando una tendencia hereditaria a la hipocondría, manía, melancolía y diversas filias [ver: Lo Siniestro en los relatos de Edgar Allan Poe]

No es asombroso que Lovecraft se haya sentido profundamente atraído por este relato de Edgar Allan Poe, ya que ahonda en varias de sus fijaciones: la casa enferma [o embrujada] como metáfora del cuerpo/mente enfermo; el debilitamiento de la consanguinidad; el poder del lugar y del pasado sobre el individuo; entre otras. De hecho, El Extraño (The Outsider) bien puede ser visto como una secuela lovecraftiana de La Caída de la Casa Usher [ver: «El Extraño» de Lovecraft como secuela de «La Casa Usher»]

La forma en que Edgar Allan Poe habla de Madeline parece dejar en claro que, en general, representa a Virginia. Por ejemplo, Madeline es la hermana gemela de Roderick, como a Edgar Allan Poe le gustaba imaginar que Virginia [en realidad, su prima] era su hermana [solía llamarla sissy]. Por otro lado, las «simpatías de una naturaleza apenas inteligible» de las que habla el Narrador al referirse a la extraña relación entre Roderick y Madeline, también unen a Edgar Allan Poe a su [muy] joven esposa. Este sentimiento de inexplicabilidad tal vez se debió a la transferencia de los primeros amores reprimidos de E.A. Poe haciaa Virginia: fue el apego reprimido a su madre lo que debe haber ayudado a dar este carácter «apenas inteligible» a la misteriosa «simpatía» que Edgar Allan Poe sentía por su esposa.

El tema del incesto es el núcleo de La Caída de la Casa Usher, tal vez no en términos explícitos sino más bien a través de lo reprimido. E.A. Poe nos dice que los Usher nunca se han «ramificado», insinuando varios matrimonios entre primos, y acaso otros todavía más cercanos. Es fácil ver que en la prolongada y exclusiva intimidad entre Roderick y Madeline hay algo más que devoción filial [ver: Casa Tabú]. Al ver a su hermana enferma, Roderick derrama lágrimas «apasionadas»; y de todas sus pinturas, una se aventura más allá de la abstracción, y es la de un largo túnel, blanco y de paredes lisas, de significado inequívocamente vaginal. Además, este túnel o bóveda está iluminado con un esplendor «inapropiado» [ver: El Horror siempre viene desde el Sótano]

Cada vez más perturbado, Roderick entierra a la cataléptica Madeline en una especie de tumba-matriz de la que violentamente nacerá de nuevo. Esta bóveda es una réplica negra de la cámara subterránea blanca pintada por Roderick, la cual sugiere la mansión uterina de la que salió Madeline y él mismo [ver: Horror Uterino]. En términos psicoanalíticos, esto podría describirse como una fantasía de regreso al útero materno, pero transformado en una especie de cloaca al terminar la vida.

La blancura de la bóveda del cuadro de Roderick puede compararse con el paisaje blanco que cierra La narración de Arthur Gordon Pym, siendo ambos ejemplos del mismo simbolismo materno [ver: ¡Tekeli-li!: análisis de «La narración de Arthur Gordon Pym»]. Sin embargo, la negrura de la bóveda real de la Casa Usher [no la de la pintura de Roderick], con su revestimiento de metal, sugiere esas regiones intestinales de las que los niños, en sus teorías infantiles, imaginan que emergen.

Con una crueldad que puede sorprender a quienes no están familiarizados con el funcionamiento del inconsciente, el hermano relega a su hermana a estas regiones prenatales. Pero Madeline, hay que recordarlo, no solo es la hermana de Roderick, sino que también es el doble de la madre que antes representaba la Casa. Sin embargo, habiendo demostrado ser infiel a la madre, al ser capaz de amar a otra, Roderick debe recibir su castigo.

Al escuchar los movimientos desesperados de Madeline tratando de liberarse [o de renacer], Roderick se niega a ir a investigar. Afirma sentir pavor, pero su actitud se asemeja más a la ansiedad, la expectativa. Entonces Madeline regresa, renacida. En una inversión de los roles de género tradicionales en la literatura gótica, es ella quien irrumpe en la habitación, infundiendo la muerte de su aterrorizado hermano a través de un paroxismo de miedo. Nunca lo sabremos, pero probablemente hay una historia increíble desde el punto de vista de Madeline.

En este punto, la Casa Usher se derrumba. El Narrador escapa porque es casto, lo cual debería ponernos en guardia ante su visión de los ancontecimientos. En primer lugar, observa la relación de Roderick y Madeline desde una posición moral que acaso cree superior, y desde esa misma perspectiva insinúa constantemente que hay una vida oscura en las cosas inorgánicas, como si la Casa Usher y los hermanos compartieran un alma en común que se disuelve en el mismo momento.

¿Por qué Roderick «entierra» a su hermana, no en el cementerio familiar, como sería de esperar, sino en un sótano que alguna vez sirvió de mazmorra y que tiene una pesada puerta de hierro?

Quizás Roderick cree que su hermana es un Vampiro, y hay varias evidencias que apoyan esta posibilidad. Por ejemplo, Madeline es una figura espectral, distante, que se pasea por la Casa Usher; mientras que la palidez de Roderick quizás no es producto de sus «nervios», sino del hecho de estar siendo depredado por su hermana. Además, el Narrador describe su primer encuentro con Madeline como la última vez que la ve con vida; lo cual implica que la mujer NO ESTÁ VIVA cuando irrumpe por la puerta y ataca a su hermano al final de la historia.

Otro detalle a favor de la teoría del vampirismo de Madeline es su delicada y frágil condición física, sumadas al hecho de que ha pasado varios días en un estado catatónico, sin agua y comida, pero así y todo logra escapar de la mazmorra forzando una puerta de hierro que, incluso para los estándares de las puertas de hierro, cuenta como «pesada». Por otro lado, las mejillas sonrosadas post-mortem, junto con sus sonrisas espeluznantes, son cuestiones que cualquier lector de Drácula sabe cómo categorizar. Además, tenemos sus síntomas: emaciación [delgadez extrema], apatía y ataques catalépticos. En un punto, Roderick afirma que su hemana pasa largos períodos de tiempo inconsciente [¿tal vez todas las horas del día?].

La teoría del vampirismo de Madeline es interesante, pero hay otra todavía más inquietante: Roderick no confía en sus propios impulsos, en el deseo de seguir «visitando» a su hermana incluso después de muerta, de modo que coloca su cadáver en un lugar inaccesible para él. En este contexto, los síntomas que padece Madeline pueden explicarse como los de una víctima de abusos constantes.

Edgar Allan Poe es muy sutil aquí. Realmente no sabemos si Roderick y Madeline están teniendo una relación consensuada, platónica, o si Roderick la desea en secreto o incluso si está forzándola; de cualquier manera, esto desencadena su progresivo deterioro mental hasta que por fin decide deshacerse de Madeline.

Este núcleo incestuoso en el corazón de La Caída de la Casa Usher está inspirado en el poema de John Keats La víspera de Santa Inés (The Eve of St. Agnes, 1819). En ambas historias parece haber una relación no consentida, y en ambas la víctima es una mujer llamada Madeline. En el poema de John Keats, Madeline entra en una especie de trance autohipnótico [análogo a la catalepsia que experimenta la Madeline de Edgar Allan Poe] cuando este misterioso hombre, llamado Pórfiro, se acerca sigilosamente a ella y «entra en su sueño». Ahora bien, el lector no sabe si Pórfiro ha irrumpido astralmente en los sueños de Madeline o si tuvo relaciones no consensuadas con ella aprovechando su inmovilidad durante el trance autohipnótico. En La Caída de la Casa Usher, Madeline está casi paralizada por un brote nervioso que la desconecta del mundo exterior. Apenas está consciente y sus músculos están rígidos debido a «una condición similar a la catepsia».

Roderick se encuentra en un estado maníaco clásico. El Narrador nunca puede ver de primera mano qué está haciendo su amigo entre el momento en que Madeline se acuesta y el momento en que Roderick la declara muerta. Entonces, la implicación es que Rooderick podría haber estado teniendo sexo con ella mientras Madeline estaba en inmersa en un estado semicomatoso... como lo ha estado haciendo todas las noches durante la última década.

Como vemos, el tema de La Caída de la Casa Usher es peor que el vampirismo. Madeline está siendo sistemáticamente abusada por su hermano. De hecho, el problema de la lujuria descontrolada de Roderick es insinuado por Edgar Allan Poe al describir su «mentón débil», rasgo físico que, se creía, poseían los «degenerados». De hecho, es posible que Roderick incluso haya estado abusando del cuerpo «muerto» de Madeline durante los días que estuvo en la mazmorra, y que estos actos detestables hayan sido la razón por la que decidió colocar su «cadáver» allí y no en el cementerio familiar [ver: El cuerpo de la mujer en el Gótico]

Edgar Allan Poe realmente nos introduce en un territorio desconocido en La Caída de la Casa Usher. A simple vista, el horror de la historia debería provenir del entierro prematuro de Madeline [implícito en sus episodios de catalepsia]; sin embargo, esto es solo un aspecto secundario del verdadero tormento que atraviesa la muchacha. En mi opinión, Roderick asesinó a Madeline para ocultar sus repetidos abusos, pero, ¿ocultarlo ante quién? ¿Al Narrador que él mismo ha mandado a llamar? Es cierto, Roderick se rehusa a que el médico examine a su hermana porque probablemente habría encontrado señales de violencia en ella, pero la única persona a la que Madeline tiene a mano para confesar sus padecimientos es el Narrador. Aquí se abren dos posibilidades:

a- La llegada del Narrador, convocado por Roderick, despierta en Madeline la esperanza de haber encontrado alguien a quien contarle la situación; razón por la cual Roderick la despacha.

b- El Narrador es cómplice del asesinato al encubrir a Roderick en el «entierro» de Madeline sabiendo muy bien que la muchacha sufría una condición cataléptica. Muchas prácticas funerarias de la época tenían un período de vigilia, donde se velaba el cadáver. Roderick y el Narrador ignoran el protocolo y sellan a Madeline en una habitación hermética durante 15 días. Incluso si el Narrador no está al tanto de lo que ocurría, esto sólo sería suficiente para despertar sus sospechas, de modo que no es ilícito suponer que está encubriendo a su amigo.

La víspera de Santa Inés fue escrito décadas antes de que Edgar Allan Poe escribiera La Caída de la Casa Usher. El castillo en el poema de John Keats es muy parecido tanto al Palacio Encantado de los versos de Roderick como a la propia Casa Usher. Dicho esto, es tentador pensar que el Narrador anónimo de E.A. Poe es, de hecho... ¡Pórfiro!, el abusador de Madeline en el poema de Keats.

Eso explicaría muchas cosas, entre ellas, el hecho de que Roderick decida matar a su hermana justo cuando hay un testigo en la casa. En este contexto, el Narrador no sería un testigo casual, sino un cómplice, no solo en la comisión del [intento de] asesinato y su posterior encubrimiento, sino de los abusos propiamente dichos.

La palabra Pórfiro proviene del griego porphyros, que significa «violeta», y Edgar Allan Poe no es tímido a la hora de que el lector asocie al personaje de Keats con la Casa Usher, por ejemplo, utilizando un término insólito en El Palacio Encantado: porphyrogene [«porfirogéneto»], uno de cuyos múltiples significados es «hijo del violeta»; es decir, hijo de Pórfiro. Sin embargo, todo esto es simplemente especulativo.




Edgar Allan Poe. I Taller gótico.


Más literatura gótica:
El artículo: El secreto de Madeline: análisis de «La Casa Usher» de E.A. Poe fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El vampiro»: Madison Julius Cawein; poema y análisis


«El vampiro»: Madison Julius Cawein; poema y análisis.




El vampiro (The Vampire) es un poema de vampiros del escritor norteamericano Madison Julius Cawein (1865-1914), publicado en la antología de 1898: Siluetas y sombras (Shapes and Shadows).

El vampiro, uno de los poemas de Madison Julius Cawein más conocidos, versifica el encuentro de un hombre con una misteriosa mujer, la cual finalmente se revela como una vampiresa que poco a poco lo va convirtiendo en vampiro.

En este contexto, El vampiro de Madison Cawein emplea algunos recursos típicos del romanticismo —algunos de los cuales podemos identificar en el poema de John Keats: La belle dame sans merci— para dar forma a ese encuentro onírico y, en última instancia, letal.




El vampiro.
The Vampire, Madison Julius Cawein (1865-1914)

¿Un lirio en un lugar crepuscular?
¿Un resplandor de luna en la noche solitaria?
Extrañamente bello era el rostro de la mujer,
como hecho de silvestres flores blancas.

La lluvia que cuelga de la luz de las estrellas,
que se desliza sobre la fina inquietud de una hoja,
no brilla tan verde y gris
como su vestido.

Le quité el cabello oscuro de los ojos
y, en sus profundidades, contemplé por un momento
algo tan sombrío como quizás los cielos
del infierno deben brillar.

Adelantó su boca, roja y pálida,
y ardiendo fríamente, me incliné y besé
una nieve tan rosada como la bruma
de un amanecer salvaje.

¡Dios no me quitará esa hora,
cuando alrededor de mi cuello sus brazos blancos se aferraron!
¡Cuando debajo de mis labios, como una flor feroz,
su pálida garganta se agitó!

¡Oh, las palabras que murmuró mientras se inclinaba!
Palabras de bruja, mientras me abrazaba suavemente,
hechizos que me ataron a un demonio
hasta el día que muera.


A lily in a twilight place?
A moonflow'r in the lonely night?—
Strange beauty of a woman's face
Of wildflow'r-white!

The rain that hangs a star's green ray
Slim on a leaf-point's restlessness,
Is not so glimmering green and gray
As was her dress.

I drew her dark hair from her eyes,
And in their deeps beheld a while
Such shadowy moonlight as the skies
Of Hell may smile.

She held her mouth up redly wan,
And burning cold,—I bent and kissed
Such rosy snow as some wild dawn
Makes of a mist.

God shall not take from me that hour,
When round my neck her white arms clung!
When 'neath my lips, like some fierce flower,
Her white throat swung!

Or words she murmured while she leaned!
Witch-words, she holds me softly by,—
The spell that binds me to a fiend
Until I die.


Madison Julius Cawein
(1865-1914)




Poemas góticos. I Poemas de vampiros.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del poema de Madison Julius Cawein: El vampiro (The Vampire), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Cuando tengo miedo de dejar de existir»: John Keats; poema y análisis


«Cuando tengo miedo de dejar de existir»: John Keats; poema y análisis.




Cuando tengo miedo de dejar de existir (When I have Fears that I may Cease to Be) es un poema del romanticismo del escritor inglés John Keats (1795-1821), compuesto en 1818 y publicado de manera póstuma en 1848. Finalmente sería recopilado en la antología de 1899: Los poemas completos de John Keats (The Complete Poetical Works of John Keats).

Cuando tengo miedo de dejar de existir, uno de los grandes poemas de John Keats —en realidad, un soneto isabelino—, expresa los miedos de un hombre que, al menos por un momento, creyó que la muerte se aproximaba.

Podemos pensar que el narrador de Cuando tengo miedo de dejar de existir es el propio John Keats, que para el año en el que fue compuesto el poema, 1818, ya sufría los primeros síntomas de la tuberculosis que lo llevaría prematuramente a la tumba tres años después, cuando el poeta contaba con apenas veintiséis años de edad.




Cuando tengo miedo de dejar de existir.
When I have Fears that I may Cease to Be, John Keats (1795-1821)

Cuando tengo miedo de dejar de existir
antes de que mi pluma haya vaciado mi cerebro entero,
antes de que libros apilados, en orden perfecto,
preserven como cosechas el grano ya maduro;
cuando contemplo, en el rostro estrellado de la noche,
enormes símbolos nublados de un romance más alto,
y pienso que quizás nunca viva para rastrear
sus sombras con la mágica mano del azar;
y cuando siento, bella criatura de una hora,
que nunca más volveré a mirarte,
que nunca disfrutaré el poder etéreo del amor irreflexivo,
entonces, en la orilla del ancho mundo me quedo solo,
y pienso hasta que el amor y la fama en la nada se hunden.


When I have fears that I may cease to be
Before my pen has glean'd my teeming brain,
Before high-piled books, in charact'ry,
Hold like rich garners the full-ripen'd grain;
When I behold, upon the night's starr'd face,
Huge cloudy symbols of a high romance,
And think that I may never live to trace
Their shadows, with the magic hand of chance;
And when I feel, fair creature of an hour,
That I shall never look upon thee more,
Never have relish in the faery power
Of unreflecting love!—then on the shore
Of the wide world I stand alone, and think
Till Love and Fame to nothingness do sink.-


John Keats
(1795-1821)




Poemas góticos. I Poemas de John Keats.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del poema de John Keats: Cuando tengo miedo de dejar de existir (When I have Fears that I may Cease to Be), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

John Keats: poemas de amor destacados


John Keats: poemas de amor destacados.




John Keats (1795-1821) fue, sin lugar a dudas, uno de los más notables poetas ingleses de todos los tiempos, y sus poemas de amor probablemente influyeron más que cualquier otro en la poesía del romanticismo.

No obstante, y más allá de cuestiones vinculadas a los movimientos y estilos de una época en particular, es justo decir que los poemas de amor de John Keats son universales.

En esta sección de El Espejo Gótico daremos cuenta de algunos de los más destacados poemas de amor de John Keats.




Poemas de amor de John Keats:




Autores con historia. I Poetas en El Espejo Gótico.


El artículo: John Keats: poemas de amor destacados fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Liebestod: el amor por lo MÓRBIDO


Liebestod: el amor por lo MÓRBIDO.




Alguna vez Edgar Allan Poe escribió lo siguiente:


«La muerte de una mujer hermosa es el tópico más poético del mundo»
(The death of a beautiful woman is the most poetical topic in the world)


Esta sentencia, en principio, es una síntesis del Liebestod, o amor por lo mórbido, en especial si tomamos en consideración que Virginia Clemm, esposa del poeta, murió a los veinticinco años de edad.

Algunos acusan a E.A. Poe misógino, cómo mínimo, por ensayar una opinión semejante. No obstante, el Liebestod, la atracción por lo mórbido, no pasa por una elección del todo consciente. En todo caso, se trata de un instinto sumamente culposo.

El Liebestod no objetiva a la muerte, y mucho menos reduce al muerto a un simple objeto de contemplación estética. En todo caso, el Liebestod es una especie de umbral, de frontera, hacia un los sustratos más perturbadores de la psique.

No hay una palabra en nuestro idioma para definir esta fascinación por lo mórbido. El término que más se acerca a su esencia es Liebestod, forjado en el romanticismo y cuyo significado podría traducirse literalmente como «amor muerte».

El Liebestod reconcilia dos aspectos aparentemente opuestos: el amor y la muerte; pero el concepto va un poco más allá, y sostiene que el verdadero amor, el amor romántico, solo puede ocurrir cuando una persona viva ama a otra que está muerta, es decir, cuando la vida se enamora de la muerte.

En este contexto, las historias de amor que concluyen trágicamente con la muerte de uno de los amantes serían en realidad el inicio de un romance más fuerte. Este tipo de vínculo que trasciende a la muerte es visto desde afuera como algo sumamente mórbido.

Pero el sentimiento mórbido, al menos desde el concepto del Liebestod, propone que únicamente después del fallecimiento de una persona uno puede alcanzar el más puro grado de amor y devoción por ella; un sentimiento imperecedero y, sobre todo, inalterable,

Este es uno de los grandes temas de la filosofía del romanticismo: el Liebestod ocurre debido a que la muerte de una persona impide que el amor que se siente por ella se degrade, convirtiendo al ser amado en una especie de tótem, de estatua de mármol: fría, lejana e imperturbable, a la que puede amarse sin riesgo de que ese sentimiento se deteriore.

Si bien es cierto que este concepto puede resultar un tanto inquietante para algunas personas, lo cierto es que el Liebestod simplemente expresa la noción de que el amor siempre es más intenso cuando la persona amada es inaccesible.

Esta es una de las características del romanticismo más interesantes: uno puede enfrentarse contra cualquier adversidad por amor, pero el único espacio realmente inaccesible es la muerte. Aquellos que cruzan ese umbral, por mucho que sean amados desde nuestro plano, están fuera de nuestro alcance.

Y de eso se trata justamente el Liebestod: el amor por alguien que trasciende las fronteras de la muerte, pero que visto desde la perspectiva de otros puede parecer sumamente mórbido.

Cuando alguien amado atraviesa el umbral de la muerte, el fuego de la pasión, del deseo, e incluso del amor fraternal, ya no cuenta con factores externos que faciliten su combustión. El otro simplemente ya no está: su rostro, su perfume, su voz, han desaparecido. Pero el amor, en cambio, sigue vivo, y en especial hambriento.

Es en este punto en donde aparece el Liebestod; un sentimiento natural, puro en esencia, pero que puede ser interpretado como algo mórbido por los demás.

Los límites entre el Liebestod y otros sentimientos más inquietantes son difusos. Solo sabemos que puede aparecer frente a esa separación definitiva, irrevocable, que es la muerte, pero al mismo tiempo incapaz de fatigar la memoria de quien sigue vivo; precisamente porque el otro, el que ha fallecido, permanece presente en su ausencia.

De este modo definió al Liebestod el poeta John Keats:


Audaz amante, nunca, nunca podrás besarla
aunque casi la alcances; pero no desesperes:
marchitarse no puede aunque tu ansia no calmes,
¡serás por siempre su amante, y ella por siempre bella!


De eso se trata, al menos para John Keats, el Liebestod: un beso que no puede darse, unos labios que nunca pueden alcanzarse.

Pero el poeta también nos advierte sobre el peligro del Liebestod: la idea de que el ser amado «no pueda marchitarse» es menos romántica que perturbadora: el otro deja de ser un objeto amado para convertirse en un objeto de culto, de adoración.

Observado desde un cierta distancia, el Liebestod puede parecer una cuestión mórbida, o directamente siniestra, pero en realidad no lo es. De hecho, el término se anticipa a lo que Sigmund Freud estableció en su obra: Más allá del instinto del placer (Jenseits des Lustprinzips); donde describe los dos impulsos preponderantes en nuestra psique.

La llamada pulsión de muerte, o Thanatos, no tiene nada que ver con el deseo de morir, sino más bien con un impulso que ansía llegar a ese incierto estado anterior a la vida. Después de todo, si la vida es sueño, la muerte acaso sea un despertar.

Contrariamente a lo que ocurre detrás del concepto de Pothos, el Liebestod es un impulso dirigido hacia un espacio sin tiempo, que se sostiene en la creencia, consciente o no, de que existe un estado previo a la vida, al cual se regresa después de la muerte.

El Liebestod propone que, frente a la ausencia del ser amado, uno puede continuar amando de forma más idealista, precisamente porque ya no existen factores que puedan alterar ese sentimiento. Por otro lado, lo mórbido del asunto radica en que esa misma ausencia permite al amante retroceder hacia un estado más embrionario del deseo.

En otras palabras: en ausencia del ser amado el Liebestod nos permite continuar amándonos a nosotros mismos, y sustituir al otro por una relación de la que ni siquiera la muerte puede liberarnos.

Quizá por eso lo mórbido siempre termine desarrollándose en la soledad, en el aislamiento, en el sentirse rechazado e incomprendido por los demás. Las anatomías ausentes, tal vez, son simplemente una excusa.

El Liebestod no necesariamente emerge frente a alguien que ha muerto. También puede aparecer en presencia, o en ausencia, mejor dicho, de alguien que nos ha abandonado, que nos obliga a tratarlo como a un cadáver, como alguien «que está muerto para nosotros». Frente a esto solo se puede atravesar un «duelo», similar, en términos formales, al duelo por una persona fallecida.

Durante este proceso, el Liebestod nos permite advertir esa horrorosa distancia con el otro, la soledad opresiva, y la sensación, casi la certeza, de que nunca dejaremos de estar enamorados.




El lado oscuro del amor. I El lado oscuro del amor.


Más literatura gótica:
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10 grandes autores adictos a las drogas


10 grandes autores adictos a las drogas.




Las drogas y la literatura no necesariamente están vinculadas, aunque de hecho existan varios casos de notable asimilación.

Si bien el consumo de drogas no es un requisito indispensable para que un autor pueda acceder a los sótanos de su conciencia y enfrentar a los miedos primordiales que lo pueblan, tampoco una vida frugal, libre de colesterol y sobresaltos hepáticos, nos aseguran ese grado de indiscreción.

En esta sección de El Espejo Gótico daremos cuenta de 10 grandes autores adictos a las drogas. Naturalmente, podríamos citar docenas más de ellos, quizás cientos, pero difícilmente con el mismo nivel de compromiso con la adicción, la autodestrucción y el arte de escribir para socavar el infierno personal, la esclavitud que supone cualquier atadura física y emocional a las drogas.

En esta lista evitaremos la adicción al alcohol, la cual merece un capítulo aparte.


10- John Keats.


John Keats fue un notable poeta del siglo XIX. A pesar de su enorme genio, sus progresos eran muy lentos, a tal punto que publicó su primer poema apenas cuatro años antes de su muerte, que de hecho se produjo de forma prematura, a los 25 años de edad, debido a la tuberculosis.

De una lentitud pasmosa John Keats pasó a la productividad más impresionante. A comienzos de 1819, se volvió adicto al opio, lo cual le trajo aparejado un sinfín de malestares físicos pero también un ritmo de composición asombroso. En pocos meses creó sus poemas más conocidos: Oda a un ruiseñor (Ode to a Nightingale) y Oda a la indolencia (Ode to Indolence); los cuales parecen evidenciar un corte abrupto, un quiebre, con sus primeras obras.

Como a muchos niños de aquella época, a John Keats también se le administró láudano desde muy temprana edad para tratar los efectos letales de la diarrea.



9- Charles Baudelaire.


El autor francés Charles Baudelaire, creador de Las flores del mal (Les fleurs du mal), fue un miembro activo del Club de Hachichins (Hashish Club), donde entabló amistad con otros artistas de la época, como Alejandro Dumas y el pintor Eugène Delacroix.

Charles Baudelaire no solo se volvió un consumidor frecuente del hashish, sino que también escribió sobre sus virtudes terapéuticas —totalmente desacreditadas en nuestros días— y la facilidad con la que esta sustancia podía inducir estados vecinos de la inspiración.
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8- Samuel Taylor Coleridge.


Samuel Taylor Coleridge obtuvo la inmortalidad a través de dos poemas impresionantes: La balada del viejo marinero (The Rime of the Ancient Mariner) y Kubla Khan (Kubla Khan). De hecho, toda su obra poética posee un aura etérea, anhelante, como si hubiese sido construida dentro de un sueño.

Samuel Taylor Coleridge no se enorgullecía de su adicción; de hecho, la ocultaba como un secreto bastante incómodo. Por ejemplo, aseguraba que Kubla Khan había sido compuesto durante el sueño, sin aclarar que ese sueño era en realidad una ensoñación inducida por el consumo de opio, en este caso, para tratar los síntomas de la disentería.

Samuel Taylor Coleridge comenzó su adicción cuando era un estudiante, y durante cuarenta años construyó una resistencia admirable contra sus efectos, a tal punto que podía llegar a consumir dos cuartos de botella de láudano (derivado del opio) en una semana.

Para poner en perspectiva esa dosis descomunal hay que calcular que, en el siglo XVIII, las concentraciones de láudano contenían 10 mg. de morfina por mililitro; lo cual se traduce en unos 18.9 gramos de morfina por semana para la dieta de Coleridge. Solo se necesita 1.2 gramos de esta sustancia para matar a un caballo.



7- Percy Shelley.


En una época difícil para ejercer la libertad personal, Percy Shelley se volcó al opio para alterar su conciencia y ejecutar acciones consideradas totalmente inadecuadas para la sociedad.

Tanto él como su futura esposa, Mary Shelley —autora de Frankenstein (Frankenstein)—, se entregaron al abrazo devastador del dragón verde. Años después, esas experiencias se transformaron en frecuentes episodios de confusión, pesadillas, espasmos, convulsiones, y al menos un intento de suicidio.

Según sus propias observaciones, el opio era una especie de catalizador de la creatividad de Percy Shelley; sin embargo, lo esclavizaba en el resto de las áreas de su vida cotidiana, perjudicando con particular énfasis su salud mental y estabilidad emocional, al punto de conducirlo a verdaderos arrebatos de locura.



6- Elizabeth Barrett Browning.


Elizabeth Barrett Browning fue una de las más reconocidas poetisas victorianas. A su increíble productividad hay que sumarle otras ocupaciones, por ejemplo, sus campañas contra la esclavitud y varias reformas legislativas vinculadas al trabajo infantil y los derechos de la mujer.

Por prescripción médica, Elizabeth Barrett Browning empezó a consumir láudano (más precisamente, tintura de opio) a los 14 años de edad para suavizar los terribles dolores que sufría en la columna y el cuello.

Los dolores la acompañaron durante el resto de su vida, así como el láudano y la morfina. A los 20 años de edad, la adicción era una parte esencial de su rutina diaria. Elizabeth Barrett Browning consumió su última dosis el 29 de junio de 1861, cuando contaba con apenas 37 años. Horas después, su cuerpo sin vida fue hallado en la cama, según los dichos de su esposo, el poeta Robert Browning, con una sonrisa rígida tallada en el rostro.



5- Aleister Crowley.


Aleister Crowley, más conocido por sus aportes al ocultismo y el esoterismo, también fue un excelente poeta; y quizás habría llegado a ser uno realmente genial si hubiese evitado frecuentar ciertas adicciones particularmente desagradables.

Después de haber consumido heroína para tratar su asma, Aleister Crowley se convirtió en adicto. En su obra: Confesiones (Confessions), el mago realiza un minucioso repaso por sus sustancias predilectas: peyote, marihuana, morfina, mescal, ether, opio. Murió en 1947 de una complicación respiratoria producida por su primer gran amor: la heroína.



4- Robert Louis Stevenson.


Robert Louis Stevenson fue un consumidor frecuente de cocaína, por aquel entonces, una sustancia legal. Estaba enfermo de tuberculosis y las drogas servían para paliar las terribles dolencias y malestares que padecía prácticamente todo el tiempo. No obstante, el consumo trajo aparejadas otras prestaciones.

Casi inválido, incapaz de realizar las tareas más elementales, Robert Louis Stevenson llegó a escribir más de 60.000 palabras en cinco días. No cualquier tipo de palabras, como fácilmente podríamos atribuirle a un adicto fuera de control, sino las que conforman la totalidad de la novela: El extraño caso del doctor Jeckyll y mr. Hyde (The Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde); la cual menciona un polvo blanco capaz de transformar a alguien correcto y agradable en un detestable criminal.



3- William S. Burroughs.


William S. Burroughs escribió más de 18 novelas y una cifra incalculable de relatos. Su obra más famosa, sin embargo, no tiene nada que ver con la ficción: Junkie, autobiografía despiadada, relata precisamente su experiencia como adicto a las drogas, de todo tipo, clase y frecuencia.

Burroughs manifiesta un punto de vista negativo acerca del uso de drogas como forma de aumentar la creatividad. Por el contrario, opina que las drogas solo aumentan la productividad del escritor mediocre:

Ya sea si la aspiras, la fumas, la comes, o si te la metes por el culo: el resultado es el mismo.

(Whether you sniff, it smoke it, eat it, or shove it up your ass, the result is the same)



2- Philip K. Dick.


Philip K. Dick, que dicho de paso también sufría de esquizofrenia, fue un verdadero maestro de la ciencia ficción. Publicó 44 novelas y 121 relatos fantásticos, muchos de los cuales fueron escritos bajo el abuso de anfetaminas.

Buena parte de sus novelas se basan en personajes incapaces de diferenciar la realidad de la psicosis; de hecho, el propio Philip K. Dick solía tener alucinaciones frecuentes acerca de un gigantesco rostro metálico que lo observaba desde el cielo, y hasta llegó a considerar la posibilidad de que su cuerpo estuviese poseído por el espíritu del profeta Elías.

Las drogas lo convirtieron en un sujeto paranoico; lo cual se refleja en un episodio ocurrido en 1971, donde un ladrón común ingresó a su domicilio. Durante los siguientes 11 años, Philip K. Dick escribió docenas de miles de páginas acerca de una conspiración mundial. La hipótesis más interesante deduce que él mismo fue aquel ladrón, y que su cerebro habría sido lavado por una agencia gubernamental desconocida.

En 1982, a la edad de 54 años, Philip K. Dick sufrió dos derrames cerebrales y murió pocos días después. Dentro de su interminable lista de genialidades podemos mencionar: El hombre en el castillo (The Man in the High Castle), Ubik (Ubik), SIVAINVI (VALIS), Podemos recordarlo por usted (We Can Remember It for You Wholesale) y Una mirada a la oscuridad (A Scanner Darkly).



1- Thomas De Quincey.


Thomas De Quincey escribió el primer libro sobre adicciones a las drogas de occidente: Confesiones de un inglés comedor de opio (Confessions of an English Opium-Eater).

Si bien Thomas De Quincey cayó en las garras del opio al utilizar esta sustancia como tratamiento para la neuralgia, rápidamente se convirtió en un adicto. Para 1813 se encontraba totalmente obsesionado con el consumo, el cual se acentuaba durante breves pero horrorosos períodos de abstinencia.

De Quincey, en parte gracias a la traducción de Charles Baudelaire, titulada Los paraísos artificiales (Les paradis artificiels), se convirtió en un referente de la literatura más oscura del período, y en uno de los ejemplos más perturbadores de lo que la adicción a las drogas puede hacer con la integridad del hombre.




Autores con historia. I Autores en El Espejo Gótico.


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10 epitafios geniales de 10 grandes autores


10 epitafios geniales de 10 grandes autores.




La palabra epitafio proviene del griego epitaphios; de epi «sobre»; y taphos, «tumba», siendo en última instancia un breve texto acerca de una persona fallecida que normalmente se inscribe en su lápida.

Algunos epitafios poseen cualidades insólitas, por ejemplo, haber sido escritos de antemano por la persona fallecida, como en el caso de William Shakespeare, de carácter más bien admonitorio:


Bendito sea el hombre que resguarde estas piedas,
y maldito aquel que mueva mis huesos.


(Blessed be the man that spares these stones,
And cursed be he that moves my bones)


Otros epitafios adoptan un semblante solemne, como aquel epigrama de Simónides inscrito en el paso de las Termópilas, donde cayeron Leónidas y sus bravos 300:


Ve y diles: extraño que pasas, obedientes a la ley espartana, aquí yacemos.

A Simónides se le atribuye tanto la fuerza de estos versos como una tendencia a autoplagiarse. Muy cerca de allí, también en el paso de las Termópilas, usufructuó casi las mismas palabras pero esta vez para honrar a los lacedemonios que ayudaron a Leónidas:

Diles, caminante, que aquí, obedientes a su promesa, también yacemos.


Pero si hablamos de epitafios famosos hay que mencionar, además de los clásicos, a una serie de autores que lograron salirse con la suya aún después de muertos. A continuación repasaremos 10 epitafios geniales de 10 grandes autores.



1- Emily Dickinson.


Obsesionada con la muerte —algo que puede apreciarse en poemas como: Morí por la belleza (I Died for Beauty), No era la muerte (It Was Not Death) y Sentí un funeral en mi cerebro (I Felt a Funeral in My Brain)— el epitafio de Emily Dickinson refleja aquella predilección de forma bastante reservada, casi modesta, pero enormemente eficaz.


Me llaman.
(Called Back)


El epitafio de Emily Dickinson fue extraído de su última carta, dirigida a sus dos primas, Louise y Frances Norcross. Pocos días después, más precisamente el 15 de mayo de 1886, Emily Dickinson falleció a los 55 años de edad como consecuencia de una larga enfermedad.



2- John Keats.


John Keats fue uno de los más grandes poetas ingleses del romanticismo, aún cuando toda su obra fue publicada apenas tres años antes de su muerte.

El 23 de febrero de 1821, John Keats falleció en la ciudad de Roma como consecuencia de la tuberculosis. Su último deseo fue ser enterrado bajo una lápida sin nombre, pero con las siguientes palabras como epitafio:


Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua.
(Here lies One whose Name was writ in Water)


La lápida de John Keats, sin embargo, incluyó una versión extendida de aquel epitafio pronosticado:


Esta tumba contiene todo lo que fue mortal de un joven poeta inglés, quien en su lecho de muerte, en la amargura de su corazón, en el poder malicioso de sus enemigos, deseó que estas palabras se graben en su tumba: Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua.

(This Grave contains all that was Mortal of a Young English Poet, Who on his Death Bed, in the Bitterness of his Heart, at the Malicious Power of his Enemies, Desired these Words to be engraven on his Tomb Stone: Here lies One Whose Name was writ in Water)


El epitafio de John Keats, hay que decirlo, se asemeja a estos sonoros versos de Cátulo:


Lo que una mujer le confiesa a un amante apasionado debe ser escrito en el viento y en el agua que corre.
(Sed mulier cupido quod dicit amanti in vento et rapida scribere oportet aqua)



3- Henry Miller.


Si bien el proyecto nunca llegó a realizarse, en parte debido a su deseo de ser cremado y esparcido en el viento, durante una entrevista realizada en 1978 se le preguntó a Henry Miller cómo escribiría su propio epitafio.


Voy a golpear a esos bastardos.
(I’m going to beat those bastards)


Este posible epitafio de Henry Miller quizá responde a las enormes controversias que produjo su obra, prohibida a lo largo y ancho de los Estados Unidos, y cuya distribución solo fue posible al disimular las cubiertas con las portadas de Jane Eyre, de Charlotte Brontë.



4- Oscar Wilde.


El verdadero epitafio de Oscar Wilde, como no podía ser de otra manera teniendo en cuenta su obra corrosiva y su vida atravesada por numerosos escándalos, roza el sarcasmo al afirmar que:

O se va el papel tapíz o me voy yo.
(Either this wallpaper goes or I do)


Sin embargo, en un rincón particularmente visitado del Cementerio de Père-Lachaise, pueden leerse las siguientes palabras en el mausoleo de Oscar Wilde, extraídas de su poema: La balada de la cárcel de Reading (The Ballad of Reading Gaol):


Lágrimas extrañas vertidas para él, llenarán la urna imposible.
Sus deudos son los parias, y los parias siempre están tristes


(And alien tears will fill for him, Pity’s long-broken urn,
For his mourners will be outcast men, And outcasts always mourn)



5- Robert Frost.


El poeta inglés Robert Frost fue un hombre precavido; escribió su propio epitafio varios años antes de que la muerte lo encuentre:


Tuve una pelea de enamorados con el mundo.
(I had a lover’s quarrel with the world)


En realidad, el epitafio de Robert Frost es la última línea del poema: La lección del día (The Lesson for Today).


De haber escrito mi propio epitafio este hubiese sido: tuve una riña de enamorados con el mundo.
I would have written of me on my stone: I had a lover’s quarrel with the world)



6- Sylvia Plath.


En la tumba de la poetisa norteamericana Sylvia Plath, quien se suicidó asfixiándose con gas, puede leerse el siguiente epitafio:


Aún entre las llamas feroces el dorado loto puede plantarse.
(Even amidst fierce flames the golden lotus can be planted)


Algunos le asignan al epitafio de Sylvia Plath algunas similitudes con su poema: Epitafio para el fuego y la flor (Epitaph for Fire and Flower); y otros, menos proclives a asociaciones simplistas, encuentran semejanzas con ciertos versos intraducibles del Bhagavad Gita.



7- Percy Bysshe Shelley.



La tumba del poeta Percy Shelly —esposo de Mary Shelley, autora de Frankenstein— fue engalanada con el siguiente epitafio extraído de La tempestad de William Shakespeare:


Nada de él se pierde, pero el mar lo convierte en algo rico y extraño.
(Nothing of him that doth fade, But doth suffer a sea-change into something rich and strange)


Percy Shelley murió, y su cuerpo fue cremado, con la particularidad de que su corazón resistió el abrazo de las llamas. De hecho, algunos dicen que el corazón del poeta le fue devuelto a su esposa, y que por ese motivo en su lapida puede leerse, además del epitafio, estas palabras en latín:


COR CORDIUM
(Corazón de corazones)



8- F. Scott Fitzgerald.


El epitafio de F. Scott Fitzgerald rescata el magnífico cierre de su novela: El gran Gatsby (The Great Gatsby), donde el autor, e incluso el desajustado Jay Gatsby, nos invitan a seguir intentándolo una y otra vez a pesar de que nuestras mayores ambiciones, nuestros mayores anhelos, siempre nos dirigen hacia el pasado.


Y así seguimos adelante, botes contra la corriente, empujados incesantemente hacia el pasado.
(So we beat on, boats against the current, borne back ceaselessly into the past)



9- W.B. Yeats.


El epitafio del poeta W.B. Yeats reza las siguientes palabras extraídas de su poema: Bajo Ben Bulben (Under Ben Bulben).


Con frialdad observa la vida, la muerte. ¡Jinete, no te detengas!
(Cast a cold Eye on Life, on Death. Horseman, pass by!)


La elección de estos versos como epitafio de W.B. Yeats no es caprichosa; de hecho, su sencilla tumba se encuentra a la sombra de la montaña de Ben Bulben, sitio al que los mitos celtas le atribuyen propiedades mágicas; o según W.B. Yeats, nostálgicas, como cada centímetro de tierra irlandesa.



10- Primo Levi.


Tal vez no sea el mejor epitafio de todos, y ni siquiera uno de los más recordados, pero sobre la tumba de Primo Levi se cierne el mayor de los estremecimientos.

Primo Levi fue un autor italiano que luchó ferozmente contra el fascismo. Sobrevivió al Holocausto y brindó testimonio sobre los horrores que vivió durante los diez meses en los que estuvo prisionero en un campo de concentración para que ese sufrimiento, el suyo y el de millones de personas, nunca fuese olvidado.

Por esa razón en su epitafio se observa uno de los recordatorios más poderosos que puedan concebirse: un número de seis dígitos, el mismo que fue tatuado en su brazo al ingresar en el campo de concentración de Monowitz, cerca de Auschwitz:


174517.




Autores con historia. I Libros extraños y lecturas extraordinarias.


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