E.A. Poe por H.P. Lovecraft


Edgar Allan Poe por H.P. Lovecraft.




¿Quién mejor que H.P. Lovecraft para hablar sobre Edgar Allan Poe?

Si estuviésemos buscando un acercamiento académico quizás no sea el maestro de Providence la mejor elección; pero cuando hablamos de sensibilidad literaria, de afinidades intelectuales, de ese gusto particular por lo macabro y lo siniestro, H.P. Lovecraft se convierte en la mejor opción para comprender la profundidad de la obra de E.A. Poe.

A continuación compartimos un breve fragmento de El horror sobrenatural en la literatura (Supernatural Horror in Literature), de H.P. Lovecraft, donde nos deja sus opiniones sobre E.A. Poe.


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La tercera década del siglo pasado fue testigo de un amanecer literario que afectó no solo la historia del cuento fantástico, sino la del cuento corto en su totalidad, y moldeó indirectamente las tendencias y fortunas de una gran escuela estética europea.

Tenemos la buena suerte, como americanos, de poder reclamar como propio ese despertar, ya que estuvo encarnado en la figura de nuestro más ilustre y desventurado compatriota, Edgar Allan Poe.

La fama de Poe ha sido objeto de las más curiosas ondulaciones, y ahora está de moda entre la "vanguardia" minimizar su importancia de artista, y su influencia; pero le sería difícil a un critico maduro y reflexivo negar el tremendo valor de su obra y la persuasiva potencia de su intelecto como creador de visiones artísticas. La verdad es que algunas de sus concepciones pudieron ser anticipadas, pero él fue el primero en concretar esas posibilidades e impartirles una forma suprema y una expresión sistemática. También es cierto que sus discípulos pudieron haberlo superado en algunos textos aislados; pero debemos insistir en que fue él quien les enseñó, por medio del ejemplo y el precepto, el arte que ellos pudieron perfeccionar al tener el camino abierto y a Poe como su guía.

Cualquiera fueran sus limitaciones, Poe logró lo que nadie había o podría haber realizado, y a él le debemos el cuento de terror moderno en su forma final y perfecta.

Antes de Poe, la mayoría de los escritores fantásticos trabajaban casi a ciegas, sin la debida comprensión de los fundamentos psicológicos del horror (ver: Psicología de Edgar Allan Poe), y con la rémora de un conformismo ante ciertas convenciones literarias, tales como el final feliz, la recompensa a la virtud y, en general, a un falso moralismo, de una aceptación de los valores populares y un retaceo de las emociones propias, tomando partido con los defensores de las ideas artificiales del vulgo.

Por el contrario, Poe percibió la esencial impersornalidad del verdadero artista y supo que la función de la literatura creativa era la de expresar e interpretar los acontecimientos y las sensaciones tal como son, sin importar lo que prueban —bueno o malo, atractivo o repulsivo, estimulante o deprimente—, con el artista actuando siempre como un atento e impersonal cronista, lejos del tendencioso profesor o el vendedor de opiniones. Poe observó lúcidamente que todas las fases de la vida y el pensamiento eran un tema válido para el artista, y al estar su espíritu inclinado hacia lo extraño y tenebroso, decidió ser el intérprete de esos poderosos sentimientos que acarrean más dolor que placer, más ruina que prosperidad, más terror que sosiego, y que son fundamentalmente adversos o indiferentes al sentir común de la humanidad, lo mismo que a la salud, cordura o bienestar general de la especie (ver: E.A. Poe y la Locura como sublime forma de la inteligencia).

Los espectros de Poe adquirieron así una convincente malignidad que no poseían los de ninguno de sus antecesores, y estableció un nuevo grado de realismo en los anales del horror literario (ver: Cómo funciona el Horror, y por qué pocos autores saben utilizarlo). Por otra parte, sus intenciones de impersonalidad artística se apoyaban en una postura científica casi desconocida hasta entonces, por medio de la cual Poe estudiaba la mente humana más que los usos de la novela gótica, y trabajaba con un conocimiento analítico de las genuinas fuentes del terror que duplicaba la fuerza de sus narraciones y lo emancipaba de los absurdos inherentes en la mera producción convencional de estremecimientos.

Con este ejemplo a la vista, los autores posteriores estaban naturalmente obligados a seguirlo, si es que deseaban competir de alguna manera; de tal modo que un cambio radical comenzó a producirse en la literatura de lo macabro. Poe, además, consagró un nuevo estilo de perfección técnica; y aunque hoy en día algunos de sus textos nos parezcan ligeramente melodramáticos y poco sofisticados, podemos rastrear su indudable impronta en cosas tales como la constante presencia de una atmósfera única, y el objetivo de un sólo efecto, lo mismo que la rigurosa selección de incidentes relacionados al argumento o al clímax. Con toda justicia puede decirse que Poe inventó el cuento moderno.

Su influencia, al elevar la enfermedad y la perversidad a un nivel de temas artísticamente expresables fue de largo alcance, pues ávidamente recibido e intensificado por su famoso admirador francés Charles Baudelaire, se convierte en el núcleo de los principales movimientos estéticos en Francia, haciendo de Poe, en cierto sentido, el padre de los decadentes y los simbolistas.

Poeta y crítico por naturaleza y talento, lógico y filósofo por inclinación y manierismos, Poe no era, ni mucho menos, un hombre sin defectos. Sus pretensiones de profundo y oscuro humanista, sus erróneos intentos en un humor forzado y sus muy frecuentes arranques de crítica vitriólica y prejuiciosa, todo eso es conocido y se le puede perdonar. Más allá y por encima de todo ello, rebajándolo hasta lo insignificante, estaba la visión magistral del terror que merodea alrededor y dentro nuestro, y del gusano que se agita en el espantosamente cercano abismo. Perfilando todos los horrores de esa parodia colorinche llamada existencia y en esa solemne mascarada que denominamos pensamiento y sentimiento humano, esa visión tiene el poder de proyectarse en oscuras y mágicas transmutaciones y cristalizaciones; y en la América estéril de mediados del siglo pasado surgió de pronto un espléndido jardín de hongos ponzoñosos alimentados por la luna, que jamás pudieron lucir ni siquiera las infernales laderas de Saturno. Los poemas y los cuentos sustentan la esencia del pánico cósmico.

El cuervo cuyo pico se clava en el corazón, los vampiros que redoblan las campanas en torres pestilentes, la tumba de Ulalume en la oscura noche de octubre, los majestuosos capiteles bajo las olas, de la región salvaje y misteriosa que descansa, sublime, más allá del Tiempo y del Espacio; todo ello y mucho más nos observa entre el repiquetear maníaco y la febril pesadilla de la poesía.

Y en la prosa, se abren frente a nosotros las mismas bocas del infierno -anormalidades inauditas levemente insinuadas por el poder de unas palabras de cuya inocencia apenas dudamos, hasta que la voz quebrantada y sonora del narrador, tensa de emoción, nos revela las temibles implicaciones; siluetas y presencias demoníacas adormecidas, que despiertan súbitamente en un instante fóbico acarreando la locura, o retumbando en memorables y cataclísmicos ecos. Un aquelarre brujeril del horror que desgarra los mantos del decoro, una visión tanto más monstruosa debido a la destreza científica que hace que cada detalle se ubique, con aparente facilidad, en relación con las conocidas miserias de la vida material.

Los cuentos de Poe son, por supuesto, de diferentes clases; algunos de ellos contienen una esencia más pura de horror espiritual que otros. Los relatos de raciocinio, precursores del moderno relato de detectives, no cabe incluirlos en la literatura sobrenatural; ciertas narraciones, acaso influidas por E.T.A Hoffmann, poseen una extravagancia que las relegan al límite de lo grotesco.

Otro grupo de cuentos se sumergen en la psicología anormal, y la monomanía; su efecto es de horror, pero no fantástico. Una parte substancial de ellos, no obstante, representa a la literatura del terror sobrenatural en sus formas más agudas, y confieren a su autor un lugar permanente e inamovible como deidad, y manantial de toda la literatura diabólica moderna.

¿Quién puede olvidar al terrible e imponente navío suspendido al borde de las olas abismales en el Manuscrito hallado en una botella? La sombría sugerencia de sus monstruosas dimensiones e incalculable antigüedad, la siniestra tripulación de inauditos ancianos, y su temible e inexorable viaje hacia las regiones del sur, a través de los hielos de la noche antártica, impulsado por una corriente irresistible y demencial hacia el torbellino insondable que será su perdición.

Luego tenemos al inexpresivo Señor Valdemar, en estado hipnótico durante siete meses después de muerto, dejando escapar sonidos frenéticos un momento antes de que el fin del experimento lo deje convertido en "una masa casi líquida de horrible, detestable podredumbre".

En La narración de Arthur Gordon Pym los viajeros llegan, en primer lugar, a una extraña región del polo sur habitada por terribles salvajes y en donde no existe el color blanco. Enormes barrancos rocosos tienen la forma de titánicos caracteres egipcios que deletrean siniestros arcanos de la Tierra. Luego visitan una región de mayores misterios en donde todo es de color blanco: los extraños pájaros, las figuras colosales que vigilan una inmensa catarata de niebla que desde inconmensurables alturas se precipita en un tórrido mar lechoso.

El relato titulado Metzengeratein nos horroriza con sus malignas intimaciones de una monstruosa metempsicosis, el demencial hidalgo que incendia los establos de su enemigo hereditario; el colosal caballo que escapa del edificio en llamas después de la muerte de su dueño, el fragmento perdido del antiguo tapiz donde aparecía el gigantesco caballo del antepasado de la víctima durante las Cruzadas; el salvaje y constante cabalgar del loco sobre el gran corcel y su odio y temor de la bestia; las necias profecías que pesan sobre las familias enemigas; y finalmente, el incendio del palacio del demente y su muerte en medio de las llamas. Luego, el humo que brota de las ruinas calcinadas toma la forma de un caballo gigantesco.

El hombre de la multitud nos cuenta la historia de un individuo que recorre incansablemente las calles durante el día y la noche buscando mezclarse entre la muchedumbre, como si le espantara estar solo. El relato posee efectos más discretos, pero no implica otra cosa que el más puro terror cósmico. La mente de Poe jamás se alejaba del terror y la decadencia; y en cada cuento, poema, o diálogo filosófico descubrimos una tensa impaciencia por penetrar los abismos insondables de la noche, rasgar el velo de la muerte e imperar en la fantasía como amo y señor de los misterios del tiempo y del espacio.

Algunos relatos de Poe poseen una perfección casi absoluta, de estructura artística que los convierten en verdaderos faros en el terreno del cuento. Cuando se lo proponía, Poe sabía darle a su prosa un exquisito molde poético; empleando ese arcaico estilo oriental de frases enjoyadas, de reiteraciones bíblicas, tan exitosamente utilizado por escritores posteriores tales como Oscar Wilde y Lord Dunsany; y cuando esto sucedía, el resultado era un efecto de fantasía lírica casi narcótico en esencia, los arabescos oníricos del opio en el lenguaje de los sueños, en donde cada color sobrenatural e imágenes grotescas se encarnan en una sinfonía de acordes similares.

La máscara de la muerte roja, Silencio, La sombra, son indudablemente poemas en todo el sentido de la palabra, excepto en la métrica, y logran su fuerza y efecto mediante cadencias auditivas e imaginería visual. Sin embargo, es en dos de sus relatos menos conscientemente poéticos, Ligeia y La caída de la casa Usher —especialmente el último— donde encontramos esas cumbres artísticas en donde Poe reina como el supremo miniaturista literario.

De argumento simple y directo, esos cuentos deben su brillante magia al hábil desarrollo que se manifiesta en la selección y ubicación de cada pequeño incidente. Ligeia narra la historia de una mujer de alta alcurnia y misterioso origen, que regresa después de muerta para tomar posesión del cuerpo de la segunda esposa de su marido, logrando incluso imponer su apariencia física en el cadáver temporalmente reanimado de su víctima. A pesar de cierta fastidiosa prolijidad y lentitud, el cuento alcanza su desenlace con inexorable poder. Usher, cuya superioridad en detalle y proporción es muy marcada, sugiere estremecedoramente la vida oscura, de las cosas inorgánicas, y despliega una trinidad de entidades anormalmente entrelazadas en el ocaso una historia familiar -un hermano, su hermana gemela, y su mansión increíblemente antigua, todos compartiendo un alma, única y una muerte simultánea (ver: Ligeia y Lady Rowena: dos arquetipos femeninos en la obra de Edgar Allan Poe).

Estas concepciones bizarras, que podrían ser torpes en manos inexpertas, se transforman bajo la magia de Poe en terrores vívidos y convincentes que embrujan nuestras noches; y todo ello a causa de la perfecta comprensión por parte del autor de la mecánica y fisiología del miedo y la extrañeza —el énfasis en los detalles esenciales, la exacta selección de las discordancias que anteceden al horror, los incidentes y alusiones que se insinúan como símbolos o heraldos del siniestro desenlace, las brillantes modulaciones del clima opresivo y el perfecto ensamble que otorga una infalible continuidad a todo el relato hasta el momento del inexorable y estremecedor clímax, los delicados matices de paisaje y escenario que otorgan vitalidad a la atmósfera e ilusión que se pretende lograr— y otros principios de esta índole, algunos demasiado sutiles y que escapan a la mera comprensión de un simple comentarista.

Es posible que en sus cuentos encontremos melodrama e ingenuidad —según dicen, existía un fastidioso caballero francés que no podía soportar la lectura de Poe excepto en la traducción elegante y modulada de Baudelaire—, pero esas fallas están totalmente eclipsadas por el poderoso e innato sentido de lo espectral, lo morboso y lo horrible que surge de cada célula de la mente creativa del artista, sellando sus obras macabras con la marca imperecedera del genio más sublime.

Los cuentos fantásticos de Poe están vivos, mientras el olvido arrastra a tantos otros.

Al igual que sus colegas en el género, Poe sobresalía en el manejo de incidentes y los efectos narrativos más que en el retrato de personajes. Su típico protagonista es, por lo general, un caballero de vieja alcurnia y circunstancias opulentas, sombrío, elegante, orgulloso, melancólico, intelectual, de exacerbada sensibilidad, caprichoso, introspectivo, solitario y, en ocasiones, algo demente; muy versado en conocimientos extraños y oscuramente ambicioso por penetrar en los oscuros misterios del universo. Salvo su nombre altisonante, este personaje tiene ya poco que ver con los de las primeras novelas góticas, pues no es ni el acartonado héroe ni el villano diabólico del romance Ludoviciano. Sin embargo, posee indirectamente una especie de relación genealógica, dado que sus cualidades sombrías, antisociales y ambiciosas tienen el fuerte sabor del característico héroe byroniano, quien a su vez es un retoño de los góticos Manfredos, Montonis y Ambrosios.

Muchos de sus rasgos parecen derivar de la propia psicología de Poe, quien por cierto tiempo poseía mucho de la depresión, sensibilidad, aspiraciones sublimes, soledad y extravagancia que él atribuye a sus solitarias y arrogantes víctimas del Destino.

H.P. Lovecraft (1890-1937)




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