«Los hechos en el caso de M. Valdemar» Edgar Allan Poe: relato y análisis


«Los hechos en el caso de M. Valdemar»: Edgar Allan Poe: relato y análisis.




Los hechos en el caso de M. Valdemar (The Facts in the Case of M. Valdemar) —a veces publicado alternativamente como La verdad sobre el caso del señor Valdemar, El extraño caso del señor Valdemar o Los hechos en el caso del señor Valdemar— es un relato de terror del escritor norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849), publicado en la edición de diciembre de 1845 de la revista American Whig Review. [ver: ¡ESTOY MUERTO!: análisis del «Caso Valdemar» de E.A. Poe]

Los hechos en el caso de M. Valdemar se introduce en el tema del mesmerismo, el magnetismo y la hipnosis, temas que por entonces captaban un gran interés de los lectores. Aquí, un grupo de científicos decide utilizar la influencia del magnetismo para actuar sobre alguien que se encuentra en el umbral de la muerte, no ya para sanarlo, sino para suspender su agonía y de ese modo examinar el proceso de la muerte.

El paciente, o mejor dicho, la víctima de estas operaciones, es un hombre de apellido Valdemar; enfermo terminal de tuberculosis —al igual que la esposa de E.A. Poe, Virginia Clemm— quien acepta participar del experimento. Valdemar, ya moribundo, es llevado a un estado de trance. Después de un tiempo afirma que está muerto aunque de hecho puede comunicarse mediante una voz horrorosa que brota de su boca abierta e inarticulada. Sin pulso, sin respiración, Valdemar prolonga una agonía indescriptible a lo largo de siete meses.

Los hechos en el caso de M. Valdemar apareció casi simultáneamente en Estados Unidos e Inglaterra. Muchas personas llegaron a creer que se trataba de una historia real debido al lenguaje periodístico que utiliza Edgar Allan Poe. Incluso un investigador paranormal de Londres, llamado Robert Collyer, le envió una sentida carta a Edgar Allan Poe relatándole un caso similar en el que había participado.

Otra de las personas cautivadas por Los hechos en el caso de M. Valdemar fue nada menos que la poetisa Elizabeth Barrett Browning, quién admiró sobre todo la economía de recursos de Edgar Allan Poe para conducir al lector a un desenlace verdaderamente aterrador. Rudyard Kipling también hace referencia a Los hechos en el caso de M. Valdemar en el relato: En la casa de Suddhoo (In the House of Suddhoo).

Los hechos en el caso de M. Valdemar es, quizás, un relato de terror que se anticipa a los excesos del cine y el humor gráfico. Lo nauseabundo, lo repugnante, los jugos cadavéricos, la textura de la descomposición, del pus, de las excrecencias amarillentas y biliososa, de los humores nauseabundos, son un recurso sostenido dentro del texto.

Uno de los que más alabó este clásico fue H.P. Lovecraft, para quien Los hechos en el caso de M. Valdemar se encuentra entre los cuentos de terror de E.A. Poe que más lo influenciaron. Por cierto, en el siguiente artículo: «In Articulo Mortis»: Poe, Lovecraft y algunas opciones para retrasar la muerte, se analizan algunas similitudes con el relato de Lovecraft: Aire frío (Cool Air).

Los hechos en el caso de M. Valdemar integra una fracción de relatos fantásticos de Edgar Allan Poe que se anticipan a la ciencia ficción, o más propiamente dicho, a la pseudo-ciencia ficción; cuentos en donde se examinan distintos fenómenos paranormales aunque el propio autor no les asignaba ningún tipo de crédito. Los otros dos relatos que cierran esta especie de trilogía paranormal son: Von Kempelen y su descubrimiento (Von Kempelen and His Discovery) y Revelación mesmérica (Mesmeric Revelation).

Edgar Allan Poe realmente no dejó ningún detalle librado al azar. Incluso el nombre Valdemar, que significa "valle del mar", sugiere algún tipo de estado transitivo entre lo sólido (el cuerpo vivo) y lo líquido (el cadáver licuefacto que se deshace violentamente).



Los hechos sobre el caso de M. Valdemar.
The Facts in the Case of M. Valdemar, Edgar Allan Poe (1809-1849)

De ninguna manera me parece sorprendente que el extraordinario caso del señor Valdemar haya provocado tantas discusiones. Hubiera sido un milagro que ocurriera lo contrario, especialmente en tales circunstancias. Aunque todos los participantes deseábamos mantener el asunto alejado del público —al menos por el momento, o hasta que se nos ofrecieran nuevas oportunidades de investigación—, a pesar de nuestros esfuerzos no tardó en difundirse una versión tan espuria como exagerada, que se convirtió en fuente de muchas desagradables tergiversaciones y, como es natural, de profunda incredulidad. El momento ha llegado de que yo dé a conocer los hechos —en la medida en que me es posible comprenderlos—. Helos aquí sucintamente:

Durante los últimos años el estudio del hipnotismo había atraído repetidamente mi atención. Hace unos nueve meses, se me ocurrió súbitamente que en la serie de experimentos efectuados hasta ahora existía una omisión tan curiosa como inexplicable: jamás se había hipnotizado a nadie in articulo mortis. Quedaba por verse si, en primer lugar, un paciente en esas condiciones sería susceptible de influencia magnética; segundo, en caso de que lo fuera, si su estado aumentaría o disminuiría dicha susceptibilidad, y tercero, hasta qué punto, o por cuánto tiempo, el proceso hipnótico sería capaz de detener la intrusión de la muerte. Quedaban por aclarar otros puntos, pero éstos eran los que más excitaban mi curiosidad, sobre todo el último, dada la inmensa importancia que podían tener sus consecuencias.

Pensando si entre mis relaciones habría algún sujeto que me permitiera verificar esos puntos, me acordé de mi amigo Ernest Valdemar, renombrado compilador de la Bibliotheca Forensica y autor (bajo el nom de plume de Issachar Marx) de las versiones polacas de Wallenstein y Gargantúa. El señor Valdemar, residente desde 1839 en Harlem, Nueva York, es (o era) especialmente notable por su extraordinaria delgadez, tanto que sus extremidades inferiores se parecían mucho a las de John Randolph, y también por la blancura de sus patillas, en violento contrasté con sus cabellos negros, lo cual llevaba a suponer con frecuencia que usaba peluca. Tenía un temperamento muy nervioso, que le convertía en buen sujeto para experiencias hipnóticas. Dos o tres veces le había adormecido sin gran trabajo, pero me decepcionó no alcanzar otros resultados que su especial constitución me había hecho prever. Su voluntad no quedaba nunca bajo mi entero dominio, y, por lo que respecta a la clarividencia, no se podía confiar en nada de lo que había conseguido con él. Atribuía yo aquellos fracasos al mal estado de salud de mi amigo. Unos meses antes de trabar relación con él, los médicos le habían declarado tuberculoso. El señor Valdemar acostumbraba referirse con toda calma a su próximo fin, como algo que no cabe ni evitar ni lamentar.

Cuando las ideas a que he aludido se me ocurrieron por primera vez, lo más natural fue que acudiese a Valdemar. Demasiado bien conocía la serena filosofía de mi amigo para temer algún escrúpulo de su parte; por lo demás, no tenía parientes en América que pudieran intervenir para oponerse. Le hablé francamente del asunto y, para mi sorpresa, noté que se interesaba vivamente. Digo para mi sorpresa, pues si bien hasta entonces se había prestado libremente a mis experimentos, jamás demostró el menor interés por lo que yo hacía. Su enfermedad era de las que permiten un cálculo preciso sobre el momento en que sobrevendrá la muerte. Convinimos, pues, en que me mandaría llamar veinticuatro horas antes del momento fijado por sus médicos para su fallecimiento.

Hace más de siete meses que recibí la siguiente nota, de puño y letra de Valdemar:

Estimado P:
Ya puede usted venir. D... y F... coinciden en que no pasaré de mañana a medianoche, y me parece que han calculado el tiempo con mucha exactitud. Valdemar.

Recibí el billete media hora después de escrito, y quince minutos más tarde estaba en el dormitorio del moribundo. No le había visto en los últimos diez días y me aterró la espantosa alteración que se había producido en tan breve intervalo. Su rostro tenía un color plomizo, no había el menor brillo en los ojos y, tan terrible era su delgadez, que la piel se había abierto en los pómulos. Expectoraba continuamente y el pulso era casi imperceptible. Conservaba no obstante una notable claridad mental, y cierta fuerza. Me habló con toda claridad, tomó algunos calmantes sin ayuda ajena y, en el momento de entrar en su habitación, le encontré escribiendo unas notas en una libreta. Se mantenía sentado en el lecho con ayuda de varias almohadas, y estaban a su lado los doctores D... y F...

Luego de estrechar la mano de Valdemar, llevé aparte a los médicos y les pedí que me explicaran detalladamente el estado del enfermo. Desde hacía dieciocho meses, el pulmón izquierdo se hallaba en un estado semióseo o cartilaginoso, y, como es natural, no funcionaba en absoluto, En su porción superior el pulmón derecho aparecía parcialmente osificado, mientras la inferior era tan sólo una masa de tubérculos purulentos que se confundían unos con otros. Existían varias dilatadas perforaciones y en un punto se había producido una adherencia permanente a las costillas, Todos estos fenómenos del lóbulo derecho eran de fecha reciente; la osificación se había operado con insólita rapidez, ya que un mes antes no existían señales de la misma y la adherencia sólo había sido comprobable en los últimos tres días. Aparte de la tuberculosis los médicos sospechaban un aneurisma de la aorta, pero los síntomas de osificación volvían sumamente difícil un diagnóstico. Ambos facultativos opinaban que Valdemar moriría hacia la medianoche del día siguiente (un domingo). Eran ahora las siete de la tarde del sábado.

Al abandonar la cabecera del moribundo para conversar conmigo, los doctores D... y F... se habían despedido definitivamente de él. No era su intención volver a verle, pero, a mi pedido, convinieron en examinar al paciente a las diez de la noche del día siguiente.

Una vez que se fueron, hablé francamente con Valdemar sobre su próximo fin, y me referí en detalle al experimento que le había propuesto. Nuevamente se mostró dispuesto, e incluso ansioso por llevarlo a cabo, y me pidió que comenzara de inmediato. Dos enfermeros, un hombre y una mujer, atendían al paciente, pero no me sentí autorizado a llevar a cabo una intervención de tal naturaleza frente a testigos de tan poca responsabilidad en caso de algún accidente repentino. Aplacé, por tanto, el experimento hasta las ocho de la noche del día siguiente, cuando la llegada de un estudiante de medicina de mi conocimiento (el señor Theodore L...l) me libró de toda preocupación. Mi intención inicial había sido la de esperar a los médicos, pero me vi obligado a proceder, primeramente por los urgentes pedidos de Valdemar y luego por mi propia, convicción de que no había un minuto que perder, ya que con toda evidencia el fin se acercaba rápidamente.

El señor L.I. tuvo la amabilidad de acceder a mi pedido, así como de tomar nota de todo lo que ocurriera. Lo que voy a relatar ahora procede de sus apuntes, ya sea en forma condensada o verbatim.

Faltaban cinco minutos para las ocho cuando, después de tomar la mano de Valdemar, le pedí que manifestara con toda la claridad posible, en presencia de L.l., que estaba dispuesto a que yo le hipnotizara en el estado en que se encontraba.

Débil, pero distintamente, el enfermo respondió: «Sí, quiero ser hipnotizado», agregando de inmediato: «Me temo que sea demasiado tarde.»

Mientras así decía, empecé a efectuar los pases que en las ocasiones anteriores habían sido más efectivos con él. Sentía indudablemente la influencia del primer movimiento lateral de mi mano por su frente, pero, aunque empleé todos mis poderes, me fue imposible lograr otros efectos hasta algunos minutos después de las diez, cuando llegaron los doctores D... y F..., tal como lo habían prometido. En pocas palabras les expliqué cuál era mi intención, y, como no opusieron inconveniente, considerando que el enfermo se hallaba ya en agonía, continué sin vacilar, cambiando, sin embargo, los pases laterales por otros verticales y concentrando mi mirada en el ojo derecho del sujeto.

A esta altura su pulso era imperceptible y respiraba entre estertores, a intervalos de medio minuto.

Esta situación se mantuvo sin variantes durante un cuarto de hora. Al expirar este período, sin embargo, un suspiro perfectamente natural, aunque muy profundo, escapó del pecho del moribundo, mientras cesaba la respiración estertorosa o, mejor dicho, dejaban de percibirse los estertores; en cuanto a los intervalos de la respiración, siguieron siendo los mismos. Las extremidades del paciente estaban heladas.

A las once menos cinco, advertí inequívocas señales de influencia hipnótica. La vidriosa mirada de los ojos fue reemplazada por esa expresión de intranquilo examen interior que jamás se ve sino en casos de hipnotismo, y sobre la cual no cabe engañarse. Mediante unos rápidos pases laterales hice palpitar los párpados, como al acercarse el sueño, y con unos. pocos más los cerré por completo. No bastaba esto para satisfacerme, sin embargo, sino que continué vigorosamente mis manipulaciones, poniendo en ellas toda mi voluntad, hasta que hube logrado la completa rigidez de los miembros del durmiente, a quien previamente había colocado en la posición que me pareció más cómoda. Las piernas estaban completamente estiradas; los brazos reposaban en el lecho, a corta distancia de los flancos. La cabeza había sido ligeramente levantada.

Al dar esto por terminado era ya medianoche y pedí a los presentes que examinaran el estado de Valdemar. Luego de unas pocas verificaciones, admitieron que se encontraba en un estado insólitamente perfecto de trance hipnótico. La curiosidad de ambos médicos se había despertado en sumo grado. El doctor D... decidió pasar toda la noche a la cabecera del paciente, mientras el doctor F... se marchaba, con promesa de volver por la mañana temprano. L.l. y los enfermeros se quedaron.

Dejamos a Valdemar en completa tranquilidad hasta las tres de la madrugada, hora en que me acerqué y vi que seguía en el mismo estado que al marcharse el doctor F...; vale decir, yacía en la misma posición y su pulso era imperceptible. Respiraba sin esfuerzo, aunque casi no se advertía su aliento, salvo que se aplicara un espejo a los labios. Los ojos estaban cerrados con naturalidad y las piernas tan rígidas y frías como si fueran de mármol. No obstante ello, la apariencia general distaba mucho de la de la muerte.

Al acercarme intenté un ligero esfuerzo para influir sobre el brazo derecho, a fin de que siguiera los movimientos del mío, que movía suavemente sobre su cuerpo. En esta clase de experimento jamás había logrado buen resultado con Valdemar, pero ahora, para mi estupefacción, vi que su brazo, débil pero seguro, seguía todas las direcciones que le señalaba el mío. Me decidí entonces a intentar un breve diálogo.

—Valdemar..., ¿duerme usted? —pregunté.

No me contestó, pero noté que le temblaban los labios, por lo cual repetí varias veces la pregunta. A la tercera vez, todo su cuerpo se agitó con un ligero tem-blor; los párpados se levantaron lo bastante para mostrar una línea del blanco del ojo; moviéronse lentamente los labios, mientras en un susurro apenas audi-ble brotaban de ellos estas palabras:

—Sí… ahora duermo. ¡No me despierte! ¡Déjeme morir así!

Palpé los miembros, encontrándolos tan rígidos como antes. Volví a interrogar al hipnotizado:

—¿Sigue sintiendo dolor en el pecho, Valdemar? La respuesta tardó un momento y fue aún menos audible que la anterior:

—No sufro... Me estoy muriendo.

No me pareció aconsejable molestarle más por el momento, y no volví a hablarle hasta la llegada del doctor F..., que arribó poco antes de la salida del sol y se quedó absolutamente estupefacto al encontrar que el paciente se hallaba todavía vivo. Luego de tomarle el pulso y acercar un espejo a sus labios, me pidió que le hablara otra vez, a lo cual accedí.

—Valdemar —dije—. ¿Sigue usted durmiendo? Como la primera vez, pasaron unos minutos antes de lograr respuesta, y durante el intervalo el moribundo dio la impresión de estar juntando fuerzas para hablar. A la cuarta repetición de la pregunta, y con voz que la debilidad volvía casi inaudible, murmuró:

—Sí... Dormido... Muriéndome.

La opinión o, mejor, el deseo de los médicos era que no se arrancase a Valdemar de su actual estado de aparente tranquilidad hasta que la muerte sobreviniera, cosa que, según consenso general, sólo podía tardar algunos minutos. Decidí, sin embargo, hablarle una vez más, limitándome a repetir mi pregunta anterior.

Mientras lo hacía, un notable cambio se produjo en las facciones del hipnotizado. Los ojos se abrieron lentamente, aunque las pupilas habían girado hacia arriba; la piel adquirió una tonalidad cadavérica, más semejante al papel blanco que al pergamino, y los círculos hécticos, que hasta ese momento se destacaban fuertemente en el centro de cada mejilla, se apagaron bruscamente. Empleo estas palabras porque lo instantáneo de su desaparición trajo a mi memoria la imagen de una bujía que se apaga de un soplo. Al mismo tiempo el labio superior se replegó, dejando al descubierto los dientes que antes cubría completamente, mientras la mandíbula inferior caía con un sacudimiento que todos oímos, dejando la boca abierta de par en par y revelando una lengua hinchada y ennegrecida. Supongo que todos los presentes estaban acostumbrados a los horrores de un lecho de muerte, pero la apariencia de Valdemar era tan espantosa en aquel instante, que se produjo un movimiento general de retroceso.

Comprendo que he llegado ahora a un punto de mi relato en el que el lector se sentirá movido a una absoluta incredulidad. Me veo, sin embargo, obligado a continuarlo.

El más imperceptible signo de vitalidad había cesado en Valdemar; seguros de que estaba muerto lo confiábamos ya a los enfermeros, cuando nos fue dado observar un fuerte movimiento vibratorio de la lengua. La vibración se mantuvo aproximadamente durante un minuto. Al cesar, de aquellas abiertas e inmóviles mandíbulas brotó una voz que sería insensato pretender describir. Es verdad que existen dos o tres epítetos que cabría aplicarle parcialmente: puedo decir, por ejemplo, que su sonido era áspero y quebrado, así como hueco. Pero el todo es indescriptible, por la sencilla razón de que jamás un oído humano ha percibido resonancias semejantes. Dos características, sin embargo —según lo pensé en el momento y lo sigo pensando—, pueden ser señaladas como propias de aquel sonido y dar alguna idea de su calidad extraterrena. En primer término, la voz parecía llegar a nuestros oídos (por lo menos a los míos) desde larga distancia, o desde una caverna en la profundidad de la tierra. Segundo, me produjo la misma sensación (temo que me resultará imposible hacerme entender) que las materias gelatinosas y viscosas producen en el sentido del tacto.

He hablado al mismo tiempo de «sonido» y de «voz». Quiero decir que el sonido consistía en un silabeo clarísimo, de una claridad incluso asombrosa y aterradora. El señor Valdemar hablaba, y era evidente que estaba contestando a la interrogación formulada por mí unos minutos antes. Como se recordará, le había preguntado si seguía durmiendo. Y ahora escuché:

—Sí..., No... Estuve durmiendo... y ahora... ahora... estoy muerto.

Ninguno de los presentes pretendió siquiera negar ni reprimir el inexpresable, estremecedor espanto que aquellas pocas palabras, así pronunciadas, tenían que producir. L...l, el estudiante, cayó desvanecido. Los enfermeros escaparon del aposento y fue imposible convencerlos de que volvieran. Por mi parte, no trataré de comunicar mis propias impresiones al lector. Durante una hora, silenciosos, sin pronunciar una palabra, nos esforzamos por reanimar a L...l. Cuando volvió en sí, pudimos dedicarnos a examinar el estado de Valdemar.

Seguía, en todo sentido, como lo he descrito antes, salvo que el espejo no proporcionaba ya pruebas de su respiración. Fue inútil que tratáramos de sangrarlo en el brazo. Debo agregar que éste no obedecía ya a mi voluntad. En vano me esforcé por hacerle seguir la dirección de mi mano. La única señal de la influencia hipnótica la constituía ahora el movimiento vibratorio de la lengua cada vez que volvía a hacer una pregunta a Valdemar. Se diría que trataba de contestar, pero que carecía ya de voluntad suficiente. Permanecía insensible a toda pregunta que le formulara cualquiera que no fuese yo, aunque me esforcé por poner a cada uno de los presentes en relación hipnótica con el paciente. Creo que con esto he señalado todo lo necesario para que se comprenda cuál era la condición del hipnotizado en ese momento. Se llamó a nuevos enfermeros, y a las diez de la mañana abandoné la morada en compañía de ambos médicos y de L.l.

Volvimos por la tarde a ver al paciente. Su estado seguía siendo el mismo. Discutimos un rato sobre la conveniencia y posibilidad de despertarlo, pero poco nos costó llegar a la conclusión de que nada bueno se conseguiría con eso. Resultaba evidente que hasta ahora, la muerte (o eso que de costumbre se denomina muerte) había sido detenida por el proceso hipnótico. Parecía claro que, si despertábamos a Valdemar, lo único que lograríamos sería su inmediato o, por lo menos, su rápido fallecimiento.

Desde este momento hasta fines de la semana pasada —vale decir, casi siete meses— continuamos acudiendo diariamente a casa de Valdemar, acompañados una y otra vez por médicos y otros amigos. Durante todo este tiempo el hipnotizado se mantuvo exactamente como lo he descrito. Los enfermeros le atendían continuamente.

Por fin, el viernes pasado resolvimos hacer el experimento de despertarlo, o tratar de despertarlo probablemente el lamentable resultado del mismo es el que ha dado lugar a tanta discusión en los círculos privados y a una opinión pública que no puedo dejar de considerar como injustificada.

A efectos de librar del trance hipnótico al paciente, acudí a los pases habituales. De entrada resultaron infructuosos. La primera indicación de un retorno a la vida lo proporcionó el descenso parcial del iris. Como detalle notable se observó que este descenso de la pupila iba acompañado de un abundante flujo de icor amarillento, procedente de debajo de los párpados, que despedía un olor penetrante y fétido.

Alguien me sugirió que tratara de influir sobre el brazo del paciente, como al comienzo. Lo intenté, sin resultado. Entonces el doctor F... expresó su deseo de que interrogara al paciente. Así lo hice, con las siguientes palabras:

—Señor Valdemar... ¿puede explicarnos lo que siente y lo que desea?

Instantáneamente reaparecieron los círculos hécticos en las mejillas; la lengua tembló, o, mejor dicho, rodó violentamente en la boca (aunque las mandíbulas y los labios siguieron rígidos como antes), y entonces resonó aquella horrenda voz que he tratado ya de describir:

—¡Por amor de Dios... pronto... pronto... hágame dormir... o despiérteme... pronto... despiérteme! ¡Le digo que estoy muerto!

Perdí por completo la serenidad y, durante un momento, me quedé sin saber qué hacer. Por fin, intenté calmar otra vez al paciente, pero al fracasar, debido a la total suspensión de la voluntad, cambié el procedimiento y luché con todas mis fuerzas para despertarlo. Pronto me di cuenta de que lo lograría, o, por lo menos, así me lo imaginé; y estoy seguro de que todos los asistentes se hallaban preparados para ver despertar al paciente.

Pero lo que realmente ocurrió fue algo para lo cual ningún ser humano podía estar preparado.

Mientras ejecutaba rápidamente los pases hipnóticos, entre los clamores de: «¡Muerto! ¡Muerto!», que literalmente explotaban desde la lengua y no desde los labios del sufriente, bruscamente todo su cuerpo, en el espacio de un minuto, o aún menos, se encogió, se deshizo… se pudrió entre mis manos. Sobre el lecho, ante todos los presentes, no quedó más que una masa casi líquida de repugnante, de abominable putrefacción.

Edgar Allan Poe (1809-1849)




Más relatos góticos. I Relatos de Edgar Allan Poe. I Audio relato sobre El caso de M. Valdemar.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Edgar Allan Poe: Los hechos en el caso de M. Valdemar (The Facts in the Case of M. Valdemar) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Sin duda uno de mis relatos favoritos..no sólo de Poe, sino de toda la literatura que he tenido el placer de disfrutar.

Recuerdo que lo leí una tarde muy calurosa de verano, recostada en el jardín, a plena luz del día.
El relato me atrajo tanto que me sumergí por completo en su lectura, me resultó escalofriante. Y una vez concluído me costó volver a la realidad.Estaba casi consternada.
La verdad es que me apasionan las historias de terror, pero jamás había leído yo a un escritor que consiguiera hacerme sentir tan viva, aunque parece irónico jeje

Apasionante el caso del señor Valdemar. Y muy interesantes los datos que aportas al respecto y que hasta ahora desconocía.

La verdad, no sé por qué no tienes comentarios. Quiero creer que los eliminas, aunque me extraña, porque tienes un blog apasionante.
Disculpa el rollo :)

Un saludo.

Anónimo dijo...

En lo personal visito bastante este blog, y me sucede algo extraño cada vez que quiero dejar un comentario. Me pasa que muchas veces quiero dejar una muestra de mi admiración pero siento un poco de verguenza jajaja... Hay veces que Aelfwine escribe cosas que producen muchas sensasiones, al menos en mí, y me cuesta expresarlas bien. Entonces prefiero pasar sin comentar, aunque cada tanto (como hoy) me animo y dejo mi huella...

Sebastian Beringheli dijo...

Hola Saruxia.
Supongo que los peregrinos de este blog son un poco como yo: gente que está más interesada en la lectura que en compartir sus impresiones. En lo personal, no suelo comentar en más de 3 o 4 blogs, aunque de hecho leo muchos más.
Nunca he eliminado un comentario que sea respetuoso. Aquellos que desean expresar su desprecio hacia el Espejo Gótico también son permitidos, siempre que ese desprecio sea manifestado con cierta elegancia, desde ya.
Con Poe, al igual que con muchos otros autores, me sucede algo peculiar: por alguna ley que desconozco, sus relatos y poemas suspenden cualquier otra actividad mental que no sea la contemplación absorta del texto.
Gracias por regalarnos tu recuerdo, y esperamos que nos sigas visitando. Un saludo...

Nébula dijo...

Uno de mis relatos preferidos de Edgar Allan Poe. Saludos

Nébula dijo...

Uno de mis relatos preferidos de Poe! Escalofriante.

Saludos

Unknown dijo...

La musicalización perfecta de este poema por parte de Arcturus lo hace más bello aún.

Unknown dijo...

Me encanta este blog, esta muy completo, me inicio en la lectura y Poe y Lovecraft son de mis favoritos

nito dijo...

Mi cuento favorito de Poe!



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