«Ooze»: Anthony M. Rud; relato y análisis.
«Es mejor no pensar en ese último salto,
ni en la lucha de un hombre demente
en las garras del monstruo moribundo.»
Ooze (Ooze) es un
relato de terror del escritor norteamericano
Anthony M. Rud (1893-1942), publicado originalmente en la edición de marzo de 1923 de la revista
Weird Tales.
Ooze, uno de los grandes
cuentos de Anthony M. Rud, fue la primera historia de tapa de la primera entrega de
Weird Tales. En cierto modo, el relato funciona como un manifiesto: una definición y una guía de las intenciones de la revista a sus lectores: aquí encontrarán este tipo de historias.
Ooze es una historia no lineal. El protagonista, cuyo nombre no se revela, investiga la muerte de su antiguo compañero de universidad y poco a poco reconstruye lo sucedido. Comienza con el científico John Corliss Cranmer, que sitúa sus experimentos con microorganismos y división celular en una zona rural de Alabama. Su objetivo es aprovechar biología del «crecimiento protozoario» y trasladarla a los animales superiores, de tal forma que resulte posible «criar cerdos del tamaño de elefantes» y «novillos cuyas cabezas podrían chocar contra el tercer piso de un rascacielos». ¿Qué podría salir mal?
El hijo del científico, escritor de ciencia ficción, Lee Cranmer, aparece de visita y observa «una ameba del tamaño de un hígado de res grande». Su padre, respetuoso de los protocolos, le dice a su hijo que la destruya, pero su Lee, en cambio, la arroja a un pozo de barro y tiene la brillante idea de cultivarla en secreto. El proyecto no se interrumpe cuando Lee viaja a Cuba; antes hace arreglos con el borracho local, Rori Pailleron, para mantener a la ameba alimentada con carne de cerdo.
La ameba sigue creciendo. Atrapa a Peggy, la esposa de Lee, con sus pseudópodos, y la devora. Lee corre para intentar salvarla y también es devorado. Las descripciones de los cuerpos engullidos, fundidos en esa masa amorfa y gelatinosa, se anticipa a muchas historias posteriores. El mayor de los Cranmer idea un plan para matar a la ameba. La alimenta constantemente para que permanezca en el pozo y construye un muro alrededor de él. Una vez contenida, intenta quemarla, pero no funciona, así que simplemente deja de alimentarla y espera que muera de hambre. La ameba destruye la casa [aledaña al pozo] en su intento de encontrar comida.
John Corliss Cranmer, enloquecido por el dolor, se lanza al pozo de barro, creyendo que la criatura está lo suficientemente debilitada. El científico termina vagando por el pantano, vestido con andrajos y balbuceando incoherencias. Al enterarse de todo esto, la policía local tortura al hombre negro más cercano para averiguar qué ha sucedido. Al no funcionar, buscan a Cranmer y lo encierran en un manicomio.
Esto deja a Elsie, la nieta del científico, sin familia, por lo que queda al cuidado del narrador, antiguo compañero de cuarto de la universidad de Lee Cranmer, quien finalmente decide investigar lo sucedido para limpiar el nombre de la familia. El narrador va reconstruyendo lo sucedido, lo que nos da la oportunidad de entender algunos detalles espeluznantes. El final de la ameba es un poco decepcionante: ha muerto de hambre y es solo un montón de lodo con olor a pescado podrido.
Ooze es uno de esos
cuentos que da la impresión de ya haber sido leído; sin embargo, fue el primero de su especie en
Weird Tales. El
deja vu se debe, quizás, a que cada elemento del relato vuelve a aparecer en muchísimas otras historias.
Ooze también anticipa algunos rasgos del protagonista lovecraftiano promedio: torpe, estudioso, «desgarbado y dispéptico».
El punto más oscuro de la historia es un comentario al pasar, intrascendente para el autor pero que impacta al lector moderno: el narrador está enamorado de Peggy, la esposa de Lee. Cuando estos últimos son devorados por la ameba, dejan a una hija huérfana, Elsie. El narrador se encarga de criarla con la esperanza de que «Elsie volviera a ser Peggy», y añade, «que llegara a quererme como algo más que un padre adoptivo era mi mayor deseo». Estos comentarios perturbadores aparecen justo después de que la niña lo llama «papá» por primera vez.
Fremte a estas insinuaciones perversas, la carga de racismo en la historia es casi candorosa. Por ejemplo, un «negro de campo» es sometido a doce horas de tortura por la policía local, creyéndolo involucrado en las muertes. Pero, ¿por qué debemos suponer que el autor está a favor de esto?
Ooze sólo muestra una reacción común en las historias de este tipo: gente normal que se lanza a la caza de brujas ante la primera oportunidad. En muchas novelas modernas [zombis/postapocalúpticas], la principal amenaza no son los «monstruos», sino personas normales que entran en pánico ante el colapso social y llevan las cosas demasiado lejos [ver:
Zombis: la clase baja en la sociedad de los monstruos]
La ciencia detrás de
Ooze se inspira en cuestiones simples como cultivos de laboratorio, y quizás algunas teorías genéticas tempranas. Un siglo después, todo esto suena tan anticuado para nosotros que es difícil calcular su impacto sobre el lector de la época. La ciencia ficción tiene su prehistoria, y esta podría definirse como historias con un tipo de ciencia cuyos parámetros han demostrado ser falsos. Por supuesto, todavía podemos disfrutar de estas reliquias, pero no con el elemento de plausibilidad que tuvieron en su tiempo. Tampoco quiero decir que lo único que hace
Ooze es tomar una ameba y hacerla inmensamente grande y voraz, porque es más que eso [ver:
Black Goo y otras monstruosidades amorfas en la ficción]
Anthony M. Rud inaugura una mecánica muy extendida en los relatos de
Weird Tales posteriores: muchos rumores al principio, luego el protagonista investiga esos rumores y, al final, se hace una reconstrucción de los hechos. Es sencillo criticar este método en 2025, pero en 1923 era novedoso. Y no sólo eso: funciona, a pesar de las repeticiones y detalles que obstaculizan la progresión de la historia. El mayor desacierto de
Ooze, creo, es revelar demasiado. Lo ideal sería brindar la información justa para despertar nuestra imaginación, sin acorralarnos con certezas. La ameba gigante de
Anthony M. Rud no brinda demasiado espacio para eso [ver:
Vermifobia: gusanos y otros anélidos freudianos en la ficción]
H. P. Lovecraft comenta en una de sus cartas que admiraba este
cuento de Anthony M. Rud. Parece lógico porque
Ooze insinúa muchos elementos lovecraftianos. Por ejemplo, la forma en que Lee Cramner alimenta a una criatura hasta que crece demasiado y pierde el control sobre ella resuena en
El Horror de Dunwich (The Dunwich Horror), donde se atrapa a una entidad relacionada con
Yog-Sothoth en una granja. Año tras año, la entidad crece hasta alcanzar proporciones monstruosas, lo que obliga a los Whateley a realizar frecuentes modificaciones [ver:
La Biblia de Yog-Sothoth: análisis de «El horror de Dunwich»]
Podríamos aislar varios elementos dee
Ooze y encajarlos perfectamente en la ficción de Lovecraft. Mencionemos cuatro:
a- Una cosa amorfa requiere cantidades cada vez mayores de alimento, hasta que ya no se la puede contener [
El Horror de Dunwich]
b- Un nativo ofrece información clave [en dialecto] después de ser emborrachado por el narrador [
La sombra sobre Innsmouth (The Shadow Over Innsmouth)]
c- Un colaborador del [científico] protagonista es asesinado por un miembro de una secta tras compartir sus conocimientos [
La Llamada de Cthulhu (The Call of Cthulhu)]
d- Arrogancia científica, extralimitación en los métodos de investigación, etc [el 80% de los cuentos de HPL]
Evidentemente,
Anthony M. Rud y
Lovecraft son espíritus afines pero con destrezas diferentes. Ambos se apoyan en un tipo de horror atávico, primoridial, anterior a la humanidad.
Cthulhu representa una etapa temprana de la evolución, cuando la vida orgánica aún estaba en su infancia y los reyes del mundo habitaban en el limo de las profundidades oceánicas. La ameba de
Ooze se inspira en el mismo principio: es algo más antiguo que el cerebro humano [ver:
Cthulhu: anatomía de un Primigenio]
El estilo de
Ooze, hay que admitirlo, es confuso; pero esto es propio de las investigaciones realizadas
a posteriori. El investigador descubre información sobre los hechos pero no en el orden en que ocurrieron, de modo que la reconstrucción es laboriosa y, por momentos, tediosa.
En cierta manera,
Ooze es una metaficción. La definición «weird tales» aparece dentro del relato [se aplica a las historias que cuentan los lugareños], señal de que
Anthony M. Rud está trabajando con plena consciencia de lo que la revista necesitaba en su primer cuento de tapa: un enfoque científico o periodístico, recopilación de relatos insólitos, sucesos extraños, etc. En este sentido,
Ooze es autoconsciente. Funciona simultáneamente como una declaración de intenciones, un perfil de estilo, así como introducción, bienvenida y guía para los lectores.
Entonces, ¿
Ooze fue escrito específicamente para
Weird Tales?
No lo sabemos. Las investigaciones transcurren en 1913, una década antes de la publicación de ese primer número.
Anthony M. Rud era bastante joven entonces, pero podría ser una historia contemporánea. Sabemos que pasó el invierno y la primavera de 1921 en Alabama, donde recopiló material para un par de cuentos. Tal vez
Ooze date de este período.
*La palabra
ooze presenta algunos problemas al ser traducida al español, de modo que decidimos dejarla en paz. Originalmente aludía a la emisión de humedad, algo que rezuma, segrega o supura. Proviene del Inglés Antiguo
wos, que significa «jugo» [o «savia»].
Ooze.
Ooze, Anthony M. Rud (1893-1942)
I
EN EL CORAZÓN de una jungla de pinares del sur de Alabama, una región escasamente poblada por negros y cajanos de zonas rurales —ese pueblo extraño y semisalvaje descendiente de exiliados acadianos de mediados del siglo XVIII— se alza una extraña y enorme casa en ruinas.
Interminables racimos de rosales cherokee, cubiertos de blanco durante un solo mes de primavera, trepan por las tres paredes restantes. Abanicos de palmito se alzan hasta la rodilla sobre la base. Una docena de robles vivos dispersos, que ahora desmienten su nombre debido a las asfixiantes matas de musgo y círculos de sesenta centímetros de parásitos del muérdago que han despojado de follaje las ramas nudosas y retorcidas, apoyan sus fantásticas barbas contra el ladrillo desmoronado.
Justo más allá, donde el suelo se vuelve húmedo y bajo, descendiendo sin hacia la maraña de cornejos, acebos, y plantas carnívoras que constituyen el Pantano Moccasin, la maleza ha formado una muralla protectora impenetrable, salvo para los furtivos. Unos pocos marginados utilizan las apestosas profundidades de ese siniestro pantano, destilando licor para el comercio ilícito.
La tradición afirma que así es, al menos, una tradición que antecede a la de la ruina prematura por muchas décadas. Lo creo, pues, durante las tardes, entre las exploraciones del imponente lugar, a menudo me abordaban como posible cliente los leñadores, que no entendían cómo alguien se atrevía a acercarse sin una abundante dosis de líquido para fortalecer su ánimo. Conozco el licor. Una docena de veces compré un cuarto o dos, simplemente para ganarme la confianza de los Cajanos, tirando la vil sustancia de inmediato. Parecía entonces que solo filtrando y condensando sus docenas de cuentos extraños sobre la Casa Daid podía llegar a comprender el misterio y el peso del horror que se cernía sobre el lugar.
Lo cierto es que de todas las advertencias supersticiosas, los gestos de incredulidad y los susurros absurdos, solo obtuve dos hechos indiscutibles. El primero fue que ni el dinero ni ninguna batería de escopetas cargadas con munición fría podrían inducir ni a los Cajanos ni a los negros de la región a acercarse a menos de quinientos metros de ese muro florido. Sobre el segundo hecho me detendré más adelante.
Quizás sea bueno, ya que solo soy un portavoz en esta crónica, relatar brevemente por qué vine a Alabama en esta misión.
Soy un escritor de artículos de hechos generales, no un escritor de ficción como Lee Cranmer, aunque la confesión es superflua. Lee fue mi compañero de cuarto durante la universidad. Conocía bien a su familia; admiraba a John Corliss Cranmer aún más que a su hijo y amigo, y casi tanto como a Peggy Breede, con quien Lee se casó. Peggy me apreciaba, pero nada más. Atesoro su recuerdo precisamente por eso, como ninguna otra mujer, antes o después, le ha concedido a este desgarbado dispéptico un atisbo de intimidad, alegre y triste.
El trabajo me mantuvo en la ciudad. Lee, en cambio, proveniente de una familia adinerada —y, desde el principio, ganando más con sus relatos y regalías de novelas de lo que yo obtenía de las arcas editoriales— no necesitaba ningún tipo de refugio. Él y Peggy hicieron un viaje de luna de miel de cuatro meses a Alaska, visitaron Honolulu el invierno siguiente, pescaron salmón en el río Cain, Nuevo Brunswick, y en general disfrutaron del aire libre en todas las estaciones.
Tenían un apartamento en Wilmette, cerca de Chicago; sin embargo, durante las pocas temporadas de primavera y otoño que pasaban en casa, preferían alquilar una suite en uno de los clubes de campo a los que pertenecía Lee. Supongo que gastaban tres o cinco veces más de lo que Lee realmente ganaba, pero, por mi parte, solo honraba que ambos encontraran tanta felicidad en la vida y, aun así, alcanzaran el éxito artístico.
Eran jóvenes estadounidenses honestos y entusiastas, el tipo —casi el único tipo— que dos millones de dólares no pueden echar a perder. John Corliss Cranmer, padre de Lee, tan diferente de su hijo como un microscopio de un cuadro de Remington, estaba aún más lejos de ser consciente del dinero. Vivía en un mundo limitado únicamente por el horizonte cada vez mayor de la ciencia biológica y su amor por los dos que perpetuarían su apellido. Muchas veces me preguntaba cómo era posible que un caballero tan gentil, puro y amable se hubiera aventurado tanto en la investigación científica sin alcanzar un ateísmo de menor calibre. Pocos lo hacen. Creía tanto en Dios como en la humanidad. Acusarlo de asesinar a su hijo y a su esposa, a quien había llegado a amar como madre de la pequeña Elsie —además de sangre y carne de su propia familia—, ¡era un absurdo espantoso y terrible! Sí, ¡incluso cuando John Corliss Cranmer fue declarado inequívocamente loco!
A falta de parientes en el mundo, la pequeña Elsie me fue entregada a mí, y a la pareja de mediana edad que los había acompañado como sirvientes. Elsie volvería a ser Peggy. La veneraba, sabiendo que si mi gestión de sus intereses podía convertirla en una mujer de la belleza y el valor de Peggy, no habría vivido en vano. A los cuatro, Elsie me extendió los brazos tras un vano intento de arrancarle la cola a Lord Dick, mi tolerante y viejo Airedale, y me llamó «papá». Sentí una profunda opresión... sí, esas pestañas negras, extrañamente largas, algún día podrían caer en broma o coquetería, pero ahora la pequeña Elsie albergaba una seriedad melancólica y confiada en la profundidad de sus ojos ultramarinos; esa misma seriedad que solo Lee había infundido en Peggy.
En un instante, la responsabilidad se duplicó. Que llegara a quererme como algo más que un padre adoptivo era mi mayor deseo. Aun así, por egoísmo, no podía despojarla de su legítima herencia; debía saberlo años después. ¡Y la historia que le contaría no debía ser la horrible sospecha que se había extendido en la conversación!
Me fui a Alabama, dejando a Elsie en las competentes manos de la señora Daniels y su esposo, quienes la habían cuidado desde su nacimiento. Antes del viaje, poseía los escasos datos que las autoridades conocían al momento de la fuga y desaparición de John Corliss Cranmer. Eran bastante increíbles. Para realizar investigaciones biológicas sobre formas de vida protozoaria, John Corliss Cranmer había dado con esta región de Alabama. Cerca de un gran pantano repleto de organismos microscópicos, y situado en una zona semitropical donde las heladas rara vez endurecían las ciénagas, el lugar parecía ideal para su propósito.
A través de Mobile podía conseguir suministros diariamente en camión. El aislamiento le convenía. Con solo un hombre para servir de cocinero, encargado de la limpieza y ayuda de cámara cuando recibía visitas, llevó aparatos científicos y se instaló temporalmente en el pueblo de Burdett's Corners mientras se construía su casa en el bosque.
Según todos los informes, la Cabaña, como él la llamaba, era un conjunto considerable de ocho o nueve habitaciones, construidas con troncos y madera comprada en Oak Grove. Se esperaba que Lee y Peggy pasaran una parte del año con él; abundaban las codornices, los pavos salvajes y los ciervos, lo que hacía que esas vacaciones fueran un placer para la pareja. En otras ocasiones, todas las habitaciones, salvo cuatro, estaban cerradas.
Esto fue en 1907, el año del matrimonio de Lee. Seis años después, cuando estuve allí, no quedaba rastro de la casa, salvo ciertas vigas retorcidas y podridas que sobresalían de la tierra viscosa, o lo que parecía tierra. ¡Y se había construido un muro de ladrillo de tres metros y medio para cerrar la casa por completo! ¡Una parte se había derrumbado hacia adentro!
II
Desperdicié semanas de tiempo entrevistando a funcionarios del departamento de policía de Mobile, a los alguaciles y sheriffs de los condados de Washington y Mobile, y a funcionarios del hospital psiquiátrico del que Cranmer escapó. En esencia, la historia trataba sobre una manía homicida sin fundamento. Cranmer, padre, había estado ausente hasta finales del otoño, asistiendo a dos congresos científicos en el norte, y luego viajó al extranjero para comparar algunos de sus hallazgos con los del doctor Gemmler, de la Universidad de Praga. Desafortunadamente, Gemmler fue asesinado poco después por un fanático religioso. El fanático expresó su virulenta objeción a toda la investigación mendeliana, considerándola blasfema. Esta fue su única defensa. Fue ahorcado.
La búsqueda de las notas y los efectos personales de Gemmler no reveló nada, salvo una inmensa cantidad de datos de laboratorio sobre cariocinesis: el proceso de ordenación cromosómica que ocurre en las primeras células en crecimiento de embriones de animales superiores. Al parecer, Cranmer esperaba encontrar algunas similitudes o señalar diferencias entre los factores hereditarios presentes en formas de vida inferiores y los que se manifestaban a medias en el gato y el mono. Las autoridades no encontraron nada que me ayudara. Cranmer se había vuelto loco; ¿no era esa una explicación suficiente?
Quizás lo fuera para ellos, pero no para mí, ni para Elsie.
Pero, en cuanto a la escasa base de datos que pude desenterrar, expongo lo siguiente: Nadie se extrañó cuando pasaron dos semanas sin que apareciera ningún habitante de la Cabaña. ¿Por qué preocuparse? Un vendedor de provisiones de Mobile llamó dos veces, pero simplemente se encogió de hombros. Los Cranmer se habían ido de viaje. En una semana, un mes, un año, volverían. Mientras tanto, él perdía comisiones, ¿pero qué importaba? No tenía ninguna responsabilidad por esos locos allá arriba, en los pinares. ¿Locos? ¡Claro! ¿Por qué un tipo con millones para gastar se encerraría entre los Cajanos y dibujaría en su cuaderno, ampliadas con microscopio, imágenes de lo que el vendedor llamaba «gérmenes»?
Al final de la quincena se armó un revuelo, pero la conmoción se limitó a los círculos de la construcción. Veinte vagones llenos de ladrillos, cincuenta albañiles y un cuarto de acre de alambre de malla fina —del tipo que se usa para apantallar corrales de roedores y pequeños marsupiales en un zoológico— fueron encargados por un hombre sin afeitar y andrajoso que se identificó con dificultad como John Corliss Cranmer.
Su aspecto era extraño, incluso entonces. Sin embargo, un cheque certificado por el importe total, entregado por adelantado, y otro cheque de un tamaño absurdo lanzado a un empresario laboral, acallaron las objeciones. Estos millonarios eran propensos a ser volubles. Cuando querían algo, lo querían al instante. Un hombre pobre habría sido desalojado en un día. El oro líquido de Cranmer lo protegió de las críticas.
Se construyó el muro circundante y se techó con una malla de alambre que se extendía alrededor del terreno bajo de la Cabaña. Las preguntas de los obreros quedaron sin respuesta hasta el último día.
Entonces Cranmer, que se mostró más andrajoso que un vagabundo del muelle, reunió a todos los obreros. En una mano sostenía un fajo de billetes. En la otra sostenía una Luger automática.
—¡Ofrezco mil dólares a cada uno por silencio! —anunció—. Como alternativa: ¡la muerte! Saben poco. ¿Consienten todos en jurar por su honor que nada de lo ocurrido aquí se mencionará en otro lugar? ¡Con esto me refiero a silencio absoluto! No volverán aquí a investigar nada. No se lo dirán a sus esposas. ¡No abrirán la boca ni siquiera en el estrado de los testigos si los llaman! Mil dólares por persona. ¡En caso de que uno de ustedes me traicione, les doy mi palabra que este hombre morirá! Soy rico. Puedo contratar hombres para cometer asesinatos. Bueno, ¿qué dicen?
Los hombres miraron con aprensión a su alrededor. La amenazante Luger los decidió. Aceptaron el dinero, y, salvo un testigo que perdió todo sentido de miedo y moralidad por la bebida, ninguno de los cincuenta y seis ha roto su promesa, que yo sepa. Ese albañil murió más tarde en pleno
delirium tremens.
Podría haber sido diferente si John Corliss Cranmer no hubiera escapado.
III
Lo encontraron murmurando frases sin sentido sobre una ameba, una de las diminutas formas de vida protoplásmica que había estudiado. Se llenó de autoacusaciones histéricas. ¡Había asesinado a dos inocentes! La tragedia fue su crimen. ¡Los había ahogado en el cieno! ¡Ay, Dios! Por desgracia para todos los implicados, Cranmer, aturdido y completamente loco, decidió realizar una extraña farsa pescando a cuatro millas al oeste de su cabaña, en el otro extremo del Pantano Moccasin. Su ropa estaba hecha jirones, su sombrero había desaparecido y estaba cubierto de pies a cabeza con un lodo pegajoso. No era de extrañar que la buena gente de Shanksville, que nunca había visto al excéntrico millonario, no lo asociara con Cranmer.
Lo recogieron, le registraron los bolsillos, sin encontrar rastro alguno salvo una suma desorbitada de dinero, y luego lo pusieron bajo atención médica. Transcurrieron dos semanas antes de que el doctor Quirk reconociera que no podía hacer nada más por este paciente y notificara a las autoridades competentes. Entonces se perdió tiempo. Transcurrieron el caluroso abril y la mitad de un mayo aún más caluroso antes de que se ataran los cabos sueltos. De poco sirvió saber que este delirante era Cranmer, o que las dos personas a las que gritaba en un delirio inconexo habían desaparecido. Los alienistas lo absolvieron de responsabilidad. Fue confinado en una celda reservada para violentos.
Mientras tanto, sucedían cosas extrañas en la Cabaña, que ahora, con razón, se estaba convirtiendo en la Casa de los Muertos entre los habitantes del bosque. Sin embargo, hasta que uno de los muros se derrumbó, no había habido posibilidad de ver, a menos que uno tuviera la temeridad de trepar a uno de los altos robles o subirse a la propia barrera. ¡No se habían colocado puertas ni aberturas de ningún tipo en ese muro construido a toda prisa!
Para cuando cayó el lado oeste del muro, no quedaba ningún nativo en kilómetros a la redonda que temiera el lugar más que a las ciénagas insondables e infestadas de serpientes que se extendían al oeste y al norte.
Esta simple declaración fue todo lo que John Corliss Cranmer dio al mundo. Resultó suficiente. Se inició una búsqueda inmediata. Demostró que menos de tres semanas antes del día del ajuste de cuentas inicial, su hijo y Peggy habían ido a visitarlo por segunda vez ese invierno, dejando a Elsie en compañía de la pareja Daniels. Habían alquilado un par de Gordons para cazar codornices y habían salido. Esa fue la última vez que se los vio. El negro del bosque que los vio acechando una bandada detrás de sus dos perros no supo nada más, ni siquiera después de doce horas de sudar la gota gorda. Ciertas circunstancias sospechosas (relacionadas únicamente con su búsqueda habitual de transporte) hicieron que cayera bajo sospecha al principio. Lo descartaron.
Dos días después, el propio científico fue aprehendido: un idiota farfullante que dejó caer su caña, agarrado al anzuelo con cebo, en un pantano donde solo caimanes errantes o anfibios podrían haber sido atrapados. Su mente estaba casi muerta. Cranmer se encontraba entonces en el estado del drogadicto que se despierta y se sienta para preguntar seriamente cuántos bolcheviques mató Julio César antes de ser apuñalado por Bruto, o por qué los canarios solo cantaban los miércoles por la noche. Sabía que una tragedia lo había acechado en la vida, pero poco más, al principio.
Más tarde, la policía obtuvo la declaración de que había asesinado a dos seres humanos, pero nunca se pudo determinar el motivo ni los medios. La hipótesis oficial sobre los medios no era más que una conjetura descabellada; mencionaba haber atraído a las víctimas a las fétidas profundidades del Pantano Moccasin para que se hundieran.
Eran su hijo y su nuera, ¡Lee y Peggy!
IV
Fingiendo un coma —despertando para atacar a tres asistentes con increíble ferocidad y fuerza— John Corliss Cranmer escapó del Hospital Elizabeth Ritter. Cómo se escondió, cómo logró recorrer más de sesenta millas y aun así evitar ser detectado, sigue siendo un misterio que solo se explica suponiendo que su astucia maníaca bastó para burlar a mentes más sensatas.
Se suponía que había escapado como polizón en uno de los barcos bananeros o que se había enterrado en algún lugar de los bosques cercanos donde era desconocido. La verdad debería ser bienvenida por los habitantes de Shanksville, Burdett's Corners y alrededores, esos excusablemente prudentes que hasta el día de hoy mantienen a mano escopetas cargadas y atrincheran sus puertas al anochecer.
Los primeros diez días de mi investigación pueden ser resumidos brevemente. Establecí mi cuartel general en Burdett's Corners y salía cada mañana, llevando el almuerzo y regresando por mi sémola y mi cerdo o cordero antes del anochecer. Mi primer plan fue acampar al borde del pantano, pues rara vez me encontraba con la oportunidad de disfrutar del aire libre. Sin embargo, tras un rápido vistazo a las instalaciones, descarté la idea. No quería acampar solo allí. Y soy menos supersticioso que un agente inmobiliario. Fue, quizás, una advertencia psíquica; más probablemente, el extraño y tenue olor a sal, como a pescado en descomposición, que flotaba en las ruinas, causó una impresión demasiado desagradable en mi olfato. Sentía un escalofrío cada vez que las sombras que se alargaban me alcanzaban cerca de la Casa Muerta.
El olor me impresionó. En los artículos periodísticos sobre el caso se había encontrado una ingeniosa explicación. Detrás del lugar donde se alzaba la Casa Muerta, dentro del muro, había un hueco pantanoso de forma circular. Ahora solo quedaba un poco de barro en el fondo de la depresión con forma de cuenco, pero un reportero del equipo de
The Mobile Register supuso que durante la ocupación del albergue había sido un estanque para peces. La desecación del agua había matado a los peces, que ahora impregnaban el lodo restante con este olor nauseabundo. La posibilidad de que Cranmer hubiera necesitado tener pescado fresco a mano para algunos de sus experimentos silenció la objeción natural de que, en una región donde cada arroyo alberga lucio, lubina, bagre y muchas otras variedades comestibles, a nadie se le ocurriría repoblar un charco estancado.
Después de recorrer el recinto, examinando la frágil y reseca capa superior de tierra, y especulando sobre el posible propósito del muro, corté una rama larga y sondeé el barro. Un fragmento de espina dorsal de pescado confirmaría la suposición de aquel imaginativo reportero. No encontré nada parecido a un esqueleto de piscal, pero establecí varios hechos. Primero, este cráter de lodo tenía un fondo definido a solo tres o cuatro pies por debajo de la superficie del lodo restante. Segundo, el hedor a pescado se intensificaba al removerlo. Tercero, en algún momento el lodo, el agua, o lo que fuera que compusiera el resto del contenido, había alcanzado el borde del cuenco. Esto último se notaba con ciertas marcas bastante evidentes al desprenderse la costra de cinco centímetros de la capa superior. Era desconcertante.
La naturaleza de ese efluvio delgado y desecado que parecía cubrirlo todo, incluso hasta los primeros treinta o sesenta centímetros de ladrillo, fue objeto de una nueva inspección. Era una materia extraña, diferente a cualquier tierra que hubiera visto, aunque sin duda se trataba de algún tipo de espuma que se drenó del pantano durante las crecidas de los ríos o los chaparrones (que en esta zona son bastante comunes en primavera y otoño). Se desmoronaba bajo los dedos. Al caminar sobre ella, crujía huecamente. También poseía un leve olor a pescado.
Tomé algunas muestras donde el suelo era más espeso, y otras donde parecía tener solo el grosor de una hoja de papel. Más tarde, haría un análisis de laboratorio. Aparte de cualquier posible relación que el material pudiera tener con la desaparición de mis tres amigos, sentí la atracción del interés por el artículo: esa curiosidad por cualquier cosa extraña o aparentemente inexplicable que confiere a la búsqueda de la verdad un encanto y un romanticismo propios. Tarde o temprano, me preguntaba por qué esta capa cubría todo el espacio interior de las paredes y no era perceptible en el exterior. Sin embargo, el enigma podía esperar, o eso decidí.
Mucho más interesantes eran las huellas de violencia en la pared y en lo que una vez fue una casa. Esta última parecía haber sido arrancada de sus cimientos por una mano gigante, aplastada hasta dejar de parecer una vivienda, y luego destrozada en fragmentos alrededor de la base de la pared, principalmente en el lado sur, donde abundaban montones de vigas retorcidas y rotas. En el lado opuesto hubo montones similares, pero ahora solo quedaban palos carbonizados, cubiertos con esa omnipresente capa negruzca de desecación. Las autoridades habían tamizado y examinado cuidadosamente estos montones de carbón, ya que se había propuesto la teoría de que Cranmer había quemado los cuerpos de sus víctimas. Sin embargo, no se encontró evidencia de restos humanos.
El incendio, sin embargo, reveló un hecho curioso que contradecía las reconstrucciones realizadas por los detectives. Estos, al sugerir que la escoria seca se había filtrado desde el pantano, creían que la madera de la casa había flotado hacia los lados del muro para apilarse allí. Lo absurdo de tal teoría se hacía aún más evidente al ver que, si la escoria se había filtrado en semejante inundación, ¡la madera seguramente había sido apilada previamente! Algunas se habían quemado, ¡y la escoria cubría sus superficies carbonizadas!
¿Qué fuerza había destrozado la cabaña como si estuviera envuelta en una furia rencorosa? ¿Por qué se quemaron sólo algunas partes de los restos?
Sentí que ahí estaba la clave del misterio, pero no podía imaginar ninguna explicación. Era difícil creer que el propio John Corliss Cranmer —físicamente sano, pero un hombre que durante décadas había llevado una vida sedentaria— hubiera podido llevar a cabo tal destrucción sin ayuda.
V
Volví mi atención hacia el muro, esperando encontrar evidencia que me indicara otra teoría. Ese muro había sido un ejemplo de la peor construcción. Aunque tenía poco más de un año, las partes que quedaban en pie mostraban indicios de que habían empezado a deteriorarse el día en que se colocó el último ladrillo. El mortero se había desprendido de los intersticios. Aquí y allá, algún ladrillo se había agrietado y desprendido. Las fibras de las enredaderas se habían infiltrado en las grietas, propiciando una destrucción prematura. Y un lado ya se había derrumbado.
Fue entonces cuando me asaltó la primera sospecha de la terrible verdad. Los ladrillos esparcidos, incluso los que habían rodado hacia el saliente de los cimientos, ¡no estaban cubiertos de escoria! Era curioso, pero podía explicarse con la suposición de que la propia inundación había socavado la parte más débil del muro. Retiré un montón de ladrillos del lugar donde se alzaba la estructura; para mi sorpresa, ¡la encontré excepcionalmente firme! ¡Debajo yacía arcilla roja y dura! La idea de la inundación era errónea; solo una gran fuerza, ejercida desde dentro o desde fuera, pudo haber causado tal destrucción.
Cuando una cuidadosa medición, análisis y deducción me convencieron —principalmente por el hecho de que las capas inferiores de ladrillo se habían derrumbado hacia afuera, mientras que las superiores se derrumbaron—, comencé a relacionar esta misteriosa y aterradora fuerza con la que había destrozado la Cabaña. Parecía como si un tifón o una gigantesca centrifugadora hubiera necesitado espacio para derribar la estructura de madera.
No llegué a ninguna parte con la teoría, aunque en la vida cotidiana se me considera un hombre con demasiadas tendencias imaginativas. Al menos tres editores me han advertido sobre este punto. Quizás fue la influencia limitante de una gran compasión personal —sí, y del amor—. No pongo excusas, aunque más allá de una vaga comprensión de que alguna fuerza terrible e implacable debió haber actuado, terminé mi noveno día de toma de notas e investigación casi tan a oscuras como lo había estado a mil millas de distancia, en Chicago.
Entonces empecé a trabajar entre los negros y los Cajanos. Escuché durante todo el día las historias de los días que precedieron a la fuga de Cranmer del Hospital Elizabeth Ritter; días en que hombres furtivos olfateaban aire envenenado a kilómetros de la Casa de los Muertos, encontrando el olor intolerable. Días en que parecía que nadie tenía el valor suficiente para acercarse. Días en que se contaban los cuentos más fantasiosos de supersticiones medievales. No contaré estos cuentos; la verdad es bastante increíble.
Al mediodía del undécimo día me encontré con Rori Pailleron, un Cajano, y uno de los menos atractivos de todos con quienes había tenido contacto. «Casualmente» quizás sea una mala palabra. Había enumerado a todos los habitantes del bosque en un radio de ocho kilómetros. Rori estaba en el decimosexto lugar de mi lista. Acudí a él después de entrevistar a los cuatro Crabber y a dos familias enteras de Pichon. Rori me miró con la mayor sospecha hasta que le regalé los dos cuartos de galón de licor que le había comprado a los Pichon.
Como la larga práctica me ha perfeccionado en la técnica de aparentar beber el horrible licor de otro —no, no soy un prohibicionista; el buen vino o el bourbon de doce años en barrica despiertan mi interés—, engañé a Pailleron desde el principio. Omitiré los preliminares y me lanzaré a la primera confesión suya: sabía más sobre la Casa Muerta y sus antiguos residentes que cualquiera de los otros negros o Cajanos de la zona.
—... Pero no hablo. ¡Sacre! Si abriera la boca, ¿qué podría salir? ¡Es por callar, con toda razón!...
Estuve de acuerdo. Era un hombre sabio, educado hasta cierto punto en las extrañas escuelas e iglesias mantenidas exclusivamente por Cajanos en lo más profundo del bosque, pero aun así ingenuo.
Bebimos. Y nunca tuve que hacerle otra pregunta capciosa. El licor le hacía querer interesarme; y lo único extraordinario en toda esta zona era la Casa de los Muertos. Tres cuartos de pinta de un fluido acre y nauseabundo, y él insinuó oscuramente. Una pinta, y me dijo algo que apenas podía creer. Otra media pinta... Pero daré su confesión de forma resumida.
Había conocido a Joe Sibley, el cocinero, criado y ayuda de cámara de los Cranmer. A través de Joe, Rori había proporcionado ciertos alimentos indispensables a la familia Cranmer. Al principio, estos artículos vendibles habían sido exclusivamente vegetales: nabo blanco y amarillo, batatas, maíz y frijoles, pero más tarde, ¡carne! Sí, carne sobre todo: corderos enteros, sacrificados y descuartizados, la variedad más basta de cerdo y ternera de los bosques de pino, ¡todo en inmensas cantidades!
VI
En diciembre del fatídico invierno, Lee y su esposa se alojaron en la Cabaña durante unos diez días. Iban de camino a Cuba, con la intención de estar fuera cinco o seis semanas. Su plan original había sido esperar un día o dos en el bosque de pinos, pero algo cambió el plan. Los dos se entretuvieron. Lee parecía estar absorto en algo, tanto que solo cuando Peggy insistió en continuar el viaje pudo irse. Fue durante esos diez días que empezó a comprar carne. Al principio, pocos trozos: un conejo, un par de ardillas, o quizás unas cuantas codornices, además de las que él y Peggy cazaron. Rori proporcionaba la carne, sin importarle nada más que el doble de precio que Lee pagaba, e insistía en mantener las compras en secreto para los demás miembros de la familia.
—¡Se lo voy a decir al gobernador, Rori! —dijo una vez con un guiño—. Le voy a dar el susto de su vida. Así que no debes revelarle, ni siquiera a Joe, lo que quiero que hagas. Quizás no funcione, pero si funciona... ¡Papá tendrá al mundo científico a sus pies! No se precia lo suficiente, ¿sabes?
Rori no lo sabía. No tenía ni la menor idea de lo que hablaba Lee. Aun así, si este joven rico e idiota quería pagarle medio dólar por una codorniz que cualquiera, incluido él mismo, podría derribar con munición de cinco centavos. Rori se conformaba con callarse. Cada noche traía algo de caza menor. Y cada día Lee Cranmer parecía necesitar una codorniz más o menos...
Cuando estaba listo para partir hacia Cuba, Lee le hizo la más extraña de las propuestas. ¡Casi susurró su vehemencia y su deseo de secreto! Se lo diría a Rori y le pagaría al Cajano quinientos dólares —la mitad por adelantado y la otra mitad al cabo de cinco semanas, cuando Lee regresara de Cuba—, ¡siempre que Rori accediera a adherirse estrictamente a cierto programa secreto! El dinero era más que una fortuna para Rori; una riqueza inimaginable. El Cajano accedió.
—Me estaba contando entonces cómo el viejo había criado una mascota —confesó Rori—, y quería librarse de ella. Así que se la dio a Lee, diciéndole que la matara, pero Lee se empeñó en engañarlo. Lo que te pregunto es, ¿qué clase de mascota es esa que vive en un pozo de barro y se come un par de salchichas cada noche?
No me lo podía imaginar, así que le presioné para que me diera más detalles. ¡Por fin había algo que parecía una pista!
Realmente sabía muy poco. El acuerdo con Lee estipulaba que si Rori cumplía con las disposiciones al pie de la letra, se le pagaría un extra, según su exorbitante escala de gastos adicionales, a su regreso. El joven le dio un horario diario que Rori le mostró. Cada noche debía conseguir, sacrificar y cortar una cantidad definida —y creciente— de carne. Cada artículo era revisado, ¡y vi que variaban desde cinco libras hasta cuarenta!
—¡Qué demonios hiciste con la carne! —pregunté, ahora excitado, y le serví otro trago por temor a que volviera a la cautela.
—La llevé por los arbustos de atrás y la tiré al lodo. ¡Y algo subió y se la llevó!
—¿Un caimán?
—¡Diablos! ¿Cómo voy a saberlo? Estaba oscuro. No me acercaría —se estremeció, y los dedos que levantaron su vaso temblaron como si sintieran un frío repentino—. Quizás lo hubieras hecho tú, ¿eh? ¡Yo no! El joven me dijo que lo tirara, y lo tiré. Un par de veces me acerqué con la luz, pero no se veía nada. Solo barro y un poco de agua. Quizás no salía de día…
—Quizás no —asentí, esforzándome por imaginar qué podría haber sido la siniestra mascota de Lee—. ¿Pero dijiste algo sobre dos cerdos al día? ¿Qué quisiste decir con eso? Este papel prueba que dices la verdad hasta ahora, dice que al trigésimo quinto día debías echar 20 kilos de carne, de cualquier tipo. ¡Dos cerdos, incluso los de pino, pesan mucho más de 20 kilos!
—¡Eso fue después… después de que regresara!
A partir de ese momento, el relato de Rori se enredó cada vez más con las divagaciones propias del mal licor. Relataré su historia sin intentar reproducir más barbaridades verbales ni las ocasionales insistencias que tuve que darle para evitar que divagase en jerga absurda.
Lee había pagado generosamente. Su única objeción a la forma en que Rori había cumplido sus órdenes era que estas habían sido deficientes. La mascota, dijo, había crecido enormemente. Tenía hambre. El propio Lee había complementado la comida con enormes cubos de sobras de la cocina. Desde ese día, Lee le compró a Rori ovejas y cerdos enteros. El Cajano siguió trayendo los cadáveres al anochecer, pero Lee ya no le permitía acercarse al estanque. El joven parecía eternamente excitado. Tenía un secreto tremendo, uno cuya magnitud ni siquiera su padre adivinaba, ¡y que asombraría al mundo! Solo una o dos semanas más y lo revelaría. Primero tendría que organizar ciertos datos.
Entonces llegó el día en que todos desaparecieron de la Casa de los Muertos. Rori regresó varias veces, pero concluyó que todos los ocupantes habían plegado sus tiendas y se habían marchado, sin duda llevándose consigo a su misteriosa «mascota». Solo cuando vio desde lejos a Joe, el sirviente rojizo, regresando a pie por el camino hacia la Cabaña, sus lentos procesos mentales comenzaron a fermentar. Esa tarde, Rori visitó el extraño lugar por penúltima vez.
No fue a la Cabaña en persona, y había razones para ello. ¡A cientos de metros del lugar, un grito terrible y prolongado llegó a sus oídos! Era una voz débil, pero inconfundible. Rori metió un par de cartuchos en la recámara de su escopeta y se apresuró a seguir su camino habitual entre la maleza. Vió —y, como me contó, incluso la borrachera más leve desapareció de su parloteo— a Joe, el octogenario. Sí, estaba en el patio, lejos del charco donde Rori había arrojado los cadáveres, ¡y Joe no podía moverse!
Rori no pudo explicarlo con detalle, pero algo, una cosa viscosa y amorfa, que brillaba a la luz del sol, ¡ya lo había envuelto hasta los hombros! Se quedó sin aliento. El rostro contorsionado de Joe se retorcía de horror y asfixia. Una mano —¡lo único que le quedaba libre!— golpeó débilmente la cosa gomosa y translúcida que envolvía su cuerpo.
Entonces desapareció de la vista...
VII
Pasaron cinco días de excesos antes de que Rori, solo en su miserable choza, se convenciera de haber visto una fantasía nacida del alcohol. Regresó la última vez, ¡y se encontró con un alto muro de ladrillo que rodeaba la Cabaña, incluyendo el charco de barro donde había arrojado la carne!
Mientras dudaba, dando vueltas alrededor del lugar sin descubrir una abertura —que no se habría atrevido a usar, incluso de haberla encontrado—, un crujido de vigas, un persistente sonido de sobrecogedora destrucción provenía del interior. Se subió a uno de los robles cerca del muro. ¡Y llegó justo a tiempo de ver cómo los últimos puntales de la Cabaña cedían!
Toda la estructura se derrumbó. El techo también, ¡pero pareció moverse después de caer!
Eso fue todo. Borracho como una cuba, Rori murmuró más frases, dándome la idea de que otro día, cuando recuperara la sobriedad, podría añadir más cosas, pero a mí, atontado hasta el alma, me daba igual. Si lo que contaba era cierto, ¡qué pesadilla de locura se habría consumado allí!
Ahora podía imaginar algunas cosas que concernían a Lee y Peggy, cosas horribles. Solo el recuerdo de Elsie me mantuvo con la vista puesta en la búsqueda; pues ahora parecía casi preferible la obra de un loco a lo que Rori afirmaba haber visto. ¿Qué había sido esa cosa siniestra y translúcida? ¿Esa cosa brillante que saltaba alrededor de un hombre, asfixiándolo, envolviéndolo?
Curiosamente, aunque la teoría que ahora me venía con más facilidad, me habría ultrajado la razón si se hubiera referido a completos desconocidos, me pregunté únicamente qué detalles de la revelación de Rori habían sido exagerados por el miedo y los vapores del alcohol. Y mientras estaba sentada en el banco crujiente de su choza, mirándolo sin ver cómo se tambaleaba hacia el suelo, buscando a tientas una caja de hojalata verde que yacía debajo de su catre: ¡murmurando la respuesta a todas mis preguntas estaba al alcance de la mano!
Sin embargo, no fue hasta el día siguiente que lo descubrí. Con el corazón abatido, reexaminé el lugar donde había estado la Cabaña y luego me dirigí de nuevo a la choza del Cajano, buscando una confirmación seria de lo que me había dicho durante la borrachera. Pero, al imaginar que semejante juerga terminaría en una sola noche, me equivoqué. Yacía despatarrado casi como lo había dejado. Solo dos factores cambiaron. No quedaba nada, y abierta, con su contenido esparcido por todas partes, estaba la caja de hojalata. Rori, de alguna manera, había logrado abrirla con la llavecita aún aferrada en la mano.
Solo la preocupación por su seguridad fue lo que me hizo fijarme en la caja. Era un receptáculo para pequeños aparejos de pesca, como los que cualquier deportista llevaba de vez en cuando. Marañas de pececillos Dowagiac, anzuelos de carrete de distintos tamaños hasta anzuelos de 8 con dorso plateado; tres carretes con sedal de diferentes pesos, cucharillas, cañas de pescar, señuelos flotantes, todo estaba desparramado sobre el suelo de tablones rugosos. Los recogí para evitarle un accidente.
Sin embargo, me detuve en seco. Algo me había llamado la atención: ¡algo que yacía al ras del fondo de la caja! Me quedé mirando y luego, rápidamente, arrojé los ganchos y demás impedimentos sobre la mesa. ¡Lo que había vislumbrado allí en la caja era un cuaderno de hojas sueltas, de esos que se usan para registrar datos de laboratorio! ¡Y Rori apenas sabía leer, y mucho menos escribir!
Febrilmente, con un torbellino de reconocimiento, conjeturas, esperanza y miedo bullendo en mi cerebro, agarré el libro y lo abrí. Supe al instante que era el final. Las páginas estaban garabateadas a lápiz, pero la caligrafía era tan precisa que la reconocí como la de John Corliss Cranmer, el científico.
«... ¿Cómo no habría obedecido mis instrucciones? ¡Dios mío! Esto... »
Estas fueron las palabras en la parte superior de la primera página que vi.
Dado que el conocimiento de las circunstancias, cuyo relato le sonsaqué al reticente Rori solo unos días después, cuando lo tuve en Mobile como testigo policial para la reivindicación de mi amigo, es necesario para comprenderlo, voy a interpolar.
Rori no me lo había contado todo. En su última visita a las inmediaciones de la Casa Muerta, vio más. Una figura agachada, sentada a la turca sobre la pared, parecía escribir con diligencia. Rori reconoció al hombre como Cranmer, pero no lo saludó. No tuvo oportunidad. Justo cuando el Cajano se acercó, Cranmer se levantó, metió el cuaderno, que había descansado sobre sus rodillas, en la caja. Luego se giró y arrojó fuera de la pared tanto la caja cerrada como una cinta a la que estaba sujeta la llave. Entonces, sus brazos se alzaron hacia el cielo. Durante cinco segundos, pareció invocar la misericordia de un Poder que estaba más allá de toda introspección científica humana. ¡Y finalmente saltó, dentro...!
Rori no subió a investigar. ¡Sabía que justo debajo de esa porción de pared se encontraba el pozo de barro en el que había arrojado los trozos de carne!
VIII
Esta es una transcripción fiel de la declaración que escribí, que relata la secuencia de los hechos reales en la Casa de la Muerte. El original se encuentra ahora en los archivos del departamento de detectives.
El cuaderno de Cranmer, aunque escrito con letra precisa, delataba la locura del hombre por su incoherencia y frecuentes repeticiones. Mi declaración ha sido aceptada tanto por alienistas como por detectives que habían barajado diferentes teorías sobre el caso. Desmiente las insinuaciones y sospechas sobre tres de los mejores estadounidenses de todos los tiempos, y también una extraña suposición sobre las presuntas tendencias criminales del pobre Joe, el octogenario.
¡John Corliss Cranmer perdió la razón!
Como bien saben los lectores de ficción popular, la especialidad de Lee Cranmer era escribir lo que se conoce —entre los expertos— como la historia pseudocientífica. En pocas palabras, se trata de una historia basada en hechos concretos en el campo de la astronomía, la química, la antropología y demás, que lleva a su conclusión lógica teorías no demostradas de hombres que dedican sus vidas a la búsqueda de nuevos puntos débiles.
En cierto modo, estos hombres son aliados de la ciencia. A menudo visualizan algo que ni siquiera los mejores hombres han imaginado, abriendo así nuevos horizontes de posibilidades. En gran medida, Julio Verne fue uno de estos hombres en su época; Lee Cranmer se comprometió a continuar la obra con dignidad; una obra que un inglés llamado Wells retomó pero abandonó por historias de un tipo diferente y, en mi humilde opinión, menos absorbente.
Lee escribió tres novelas, todas publicadas, que abordaron estos temas: dos de ellas provenientes de la labor de su padre, y la otra especulando sobre el descubrimiento y los posibles usos de la energía interatómica. Tras el regreso de John Corliss Cranmer de Praga aquel invierno fatal, su padre le informó a Lee que se podía explorar un tema más trascendental que cualquiera de los que el joven había abordado hasta entonces. Cranmer, padre, había ideado una forma de anular los factores limitantes de la vida y el crecimiento protozoario; con el tiempo, y con la colaboración de biólogos especializados en cariocinesis y embriología de formas superiores, esperaba —para expresar la teoría en términos pragmáticos— poder criar cerdos del tamaño de elefantes, codornices o becadas con pechugas de las que se pudiera extraer un quintal de carne blanca, y novillos cuyas cabezas descornadas podrían chocar contra el tercer piso de un rascacielos.
Este resultado revolucionaría los métodos de suministro de alimentos, por supuesto. También representaría una esperanza para todos los especímenes humanos de tamaño inferior al normal, siempre y cuando, si se pudieran eliminar los factores que inhiben el crecimiento.
Cranmer, padre, mediante el uso de un cultivo no descrito (en el cuaderno), uno de cuyos componentes era agar y emanaciones de radio, había logrado un crecimiento aparentemente sin restricciones en el protozoo paramecio, en algunos de los crecimientos vegetales (entre ellos, bacterias) y en la célula amorfa de protoplasma conocida como ameba; esta última, una sola célula que contiene únicamente núcleo y un espacio conocido como vacuola contráctil, que de alguna manera ayudaba a expulsar partículas imposibles de asimilar directamente. Este punto puede recordarse con respecto a los montones de madera abandonados cerca de los muros exteriores que rodean la Casa de los Muertos.
Cuando Lee Cranmer y su esposa vinieron al sur de visita, John Corliss Cranmer le mostró a su hijo una ameba —normalmente un organismo visible con un microscopio de baja potencia— a la que había liberado de las inhibiciones naturales de crecimiento. Esta ameba, una masa gomosa y amorfa de protoplasma, tenía entonces el tamaño de un hígado de res grande. Podría haberse sostenido con dos manos ahuecadas, una al lado de la otra.
—¿Cuánto podría crecer? —preguntó Lee, con los ojos abiertos e interesado.
—Que yo sepa —respondió su padre—, ¡ahora no hay límite! ¡Podría, si se alimentara lo suficiente, llegar a ser tan grande como el Templo Masónico!
—Pero sáquenla y mátenla. Destruyan el organismo por completo, quemando los fragmentos; de lo contrario, no hay forma de saber qué podría pasar. La ameba, como ya he explicado, se reproduce por simple división. Cualquier fragmento restante podría ser peligroso.
Lee tomó la célula gigante, gomosa y translúcida, pero no obedeció las órdenes. En lugar de destruirla como le había indicado su padre, ideó un plan. ¿Y si lograba que este organismo creciera hasta alcanzar un tamaño descomunal? ¿Y si, al difundirse la historia del logro de su padre, aparecía una ameba de muchas toneladas? Lee, de mentalidad algo sensacionalista, decidió al instante mantener en secreto que no estaba destruyendo el organismo, sino fomentando su crecimiento. Ni siquiera se le pasó por la cabeza la idea de un posible peligro.
Se las arregló para que lo alimentaran, permitiendo así el crecimiento normal de un ser anormal. Lo engañó solo porque creció mucho más rápido. Cuando regresó de Cuba, la ameba prácticamente llenó la cavidad del lodo. Tuvo que proporcionarle muchos más suministros...
La célula gigante llegó a absorber hasta dos cerdos en un solo día. Sin embargo, durante el día, mientras el hambre aún estaba saciada, nunca emergía. Eso se mantuvo mientras no pudiera conseguir más alimento a mano. para saciar su voraz y creciente apetito.
Solo su instinto sensacionalista impidió que Lee le contara a Peggy, su esposa, todo el asunto. Lee esperaba dar un golpe que inmortalizara a su padre y sorprendiera a su esposa de forma espectacular. Por lo tanto, se guardó sus secretos y llegó a un acuerdo con el Cajano, Rori, quien proveía de comida diariamente al monstruo informe de la piscina.
La tragedia misma llegó repentina e inesperadamente. Peggy, alimentando a los dos setters Gordon que Lee y ella usaban para cazar codornices, estaba en el patio de la cabaña antes del atardecer. Correteaba sola, mientras Lee se vestía. ¡De repente, sus gritos cortaron el aire quieto! Sin que ella lo supiera, seudópodos de tres metros —esos tentáculos de protoplasma fluidos lanzados por el siniestro ocupante de la piscina— se deslizaron alrededor de sus tobillos enfundados en polainas.
Por un momento, al principio, no comprendió. Luego, ante la horrible sospecha de la verdad, sus gritos rasgaron el aire. Lee, que en ese momento luchaba por atarse los zapatos, se enderezó, palideció y agarró un revólver mientras salía corriendo. En otra habitación, un científico, absorto en sus notas, levantó la vista, frunció el ceño y, al reconocer la voz, se quitó la bata blanca y salió. Era demasiado tarde para hacer otra cosa que jadear de horror.
En el patio, Peggy estaba medio envuelta en una sustancia escamosa y gomosa que al principio no pudo analizar. Lee, su hijo, luchaba con los pliegues pegajosos y, lenta pero seguramente, ¡perdía el contacto con la tierra!
IX
John Corliss Cranmer no era en absoluto un cobarde; se quedó mirando, gritó y luego corrió, apoderándose de las dos primeras armas que tuvo a mano: una escopeta y un cuchillo de caza que yacía envainado en un cinturón. El cuchillo medía veinticinco centímetros de largo y era afilado como una navaja. Cranmer salió corriendo de nuevo. Vio un fluido indecente, algo que aún no había tenido tiempo de clasificar, amontonado en un centro de dos metros de altura. ¡Parecía uno de los microorganismos que había estudiado! Uno que había alcanzado dimensiones aterradoras. ¡Una ameba!
Allí, asfixiados durante unos minutos entre los pliegues gomosos, pero aún visibles bajo el reluciente exudado de este monstruo, había dos cuerpos. Estaban muertos. Lo sabía. Sin embargo, atacó al monstruo fluido e insensible con su cuchillo. Disparar no serviría de nada. Y descubrió que incluso los profundos y terribles cortes de su cuchillo se cerraban en un instante y sanaban. ¡El monstruo era invulnerable a un ataque común!
Un par de seudópodos buscaron sus tobillos, intentando derribarlo. Los cercenó y escapó. ¿Por qué lo intentó? No lo sabía. Los dos a quienes había intentado rescatar estaban muertos, enterrados bajo los pliegues de esa cosa horrible que sabía que era su propio descubrimiento e invención.
Entonces fue cuando la repulsión y la locura lo invadieron.
Así terminaba la historia de John Corliss Cranmer, salvo por un párrafo garabateado a toda prisa, evidentemente escrito cuando Rori lo vio en lo alto del muro.
¿No podemos asegurar los pasos intermedios?
Se sabía que Cranmer compró un corral entero de cerdos uno o dos días después de la tragedia. Nunca más se volvió a ver a estos animales. Durante la construcción del muro, ¿no es razonable suponer que alimentó al gigantesco organismo interior para acallarlo? Su mente científica debió visualizar con claridad los estragos y el horror que podría causar esa repugnante criatura si el hambre la impulsaba a huir de la Cabaña y a depredar el campo.
Una vez construido el muro, evidentemente imaginó que la inanición o cualquier otro medio que pudiera proporcionar lo mataría. Uno de los medios había sido prender fuego a varias pilas de madera desprendida; probablemente esto no tuvo ningún efecto. La ameba iba a causar aún más destrucción. En medio del hambre, lanzó su gigantesca e informe fuerza contra los muros desde el interior; entonces, cada bocado comestible del interior fue asimilado por la casa, y los troncos, vigas y otros fragmentos fueron extraídos a través de la vacuola contráctil.
Durante algunos de sus últimos esfuerzos, sin duda, el muro lateral de ladrillo se debilitó, pero no se derrumbó hasta que la ameba gigante ya no pudo aprovechar la brecha. En el letargo final, la ameba se extendió formando una fina capa sobre el suelo. Allí sucumbió, aunque no hay forma de calcular cuánto tiempo transcurrió.
El último párrafo del cuaderno de Cramer, tan mal garabateado que es posible que no haya descifrado bien algunas palabras, dice así:
«En mi trabajo he encontrado la manera de crear un monstruo. Lo antinatural, a su vez, ha destruido mi trabajo y a mis seres queridos. Es en vano que me afirme en mi inocencia de espíritu. El mío es el delito de la presunción. Ahora, como expiación, por inútil que sea, me entrego.»
Es mejor no pensar en ese último salto, ni en la lucha de un hombre demente en las garras del monstruo moribundo.
Anthony M. Rud (1893-1942)
Relatos góticos. I
Relatos de Anthony M. Rud.
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análisis, traducción al español y resumen del cuento de Anthony M. Rud:
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