El extraño plan de Kurt Barlow.


El extraño plan de Kurt Barlow.




«¡Yo no soy la serpiente,
soy el padre de las serpientes!»

(Kurt Barlow)



La gran mayoría de los personajes de la novela de vampiros de Stephen King: Salem's Lot, son memorables. Dicho esto, la muerte del antagonista principal, Kurt Barlow, parece anticlimática. Es cierto, Matt Burke sostiene que su arrogancia terminará siendo su perdición, pero el vampiro simplemente se acuesta en su ataúd esperando que todo salga bien. Podemos deducir que Kurt tuvo muchos enemigos en el curso de su existencia [antinaturalmente larga], razón por la cual su escasa planificación resulta difícil de digerir.

Siendo Salem's Lot un homenaje a Drácula, el final podría ser una versión aproximada del final del novela de Bram Stoker, donde los perseguidores llegan al castillo del Conde y lo matan fácilmente [en un párrafo]; sin embargo, para llegar hasta ese punto los protagonistas han viajado durante días por barco y tren desde Londres a Transilvania, siguiendo y descartando una serie de pistas falsas hasta que se separan en dos grupos [Van Helsing y Mina llegan primero]. En resumen: todos viven una gran aventura para matar a Drácula, y esto sólo fue posible porque el vampiro fue interceptado justo antes de entrar al castillo [ver: Drácula visita Salem's Lot]

Al final de Salem's Lot, Barlow es destruido en el sótano de la pensión de Eva Miller, donde Ben Mears tiene una habitación. Es como si Drácula se escondiera en la casa de Jonathan Harker: una jugada audaz, tal vez demasiado. Esconderse a plena vista es un plan elegante, pero en términos prácticos no funciona ni siquiera en La carta robada de E. A. Poe.

Otro punto debatible: ¿cómo pudo Kurt Barlow entrar en la casa de los Petrie sin ser invitado?

El tema de la invitación es un motivo importante en la novela: ningún vampiro puede entrar en una casa sin invitación; y ésta incluso puede ser retirada, como sucede con Matt Burke, quien invita y expulsa a Mike Ryerson. Kurt Barlow simplemente irrumpe por la ventana de la casa de los Petrie y mata a los padres de Mark.

Podría argumentarse que Barlow es más que un vampiro «común» [si es que existe tal cosa]. Él mismo le dice al padre Callahan: «Yo era viejo cuando tu iglesia era joven», y habla de «tradiciones» [como el crucifijo] como cosas que la humanidad simplemente inventó. En su batalla dialéctica con Callahan, Barlow sugiere que, en teoría, el sacerdote podría haber luchado contra él sin el crucifijo. Sin embargo, su fe falla y el crucifijo se vuelve inútil. Podemos asumir que la idea de seguridad dentro de la propia casa es en sí misma otra «tradición», es decir, algo que no funciona sin el poder de la fe [ver: ¿Por qué los vampiros necesitan ser invitados a entrar?]

También vale señalar que, anteriormente, Mark le da permiso a un vampiro para entrar a su casa. ¿Es posible que este permiso se extienda hacia arriba en la jerarquía?

Aunque se desconoce su verdadera edad, Barlow afirma ser muy viejo En la serie La Torre Oscura se revela que Barlow es un vampiro Tipo Uno, capaz de hibernar durante siglos y poseedor de una inteligencia superior, pero esa adición posterior no debería eximirlo de las reglas que, aparentemente, rigen sobre los demás vampiros de la novela [ver: 4 tipos de vampiros en el Multiverso de Stephen King]

Por momentos, Barlow parece parecer más humano que los otros vampiros. Su apariencia física incluso cambia, hacia el final de la novela, en una versión de aspecto más joven; y en varios pasajes es capaz de contenerse y jugar psicológicamente con sus víctimas antes de atacarlas. En otras ocasiones se comporta como cualquier otro vampiro. Después de que Mark Petrie hiere a Straker durante su huida de la Casa Marsten, Barlow no puede resistirse y se alimenta de la sangre de su sirviente. Se muestra furioso por este giro en los acontecimientos, ya que considera a Straker el mejor «familiar» que jamás ha tenido. A pesar de toda su sofisticación y experiencia, Barlow sigue estando bajo el dominio de sus impulsos.

El problema con el «plan» de Barlow es que comienza siendo demasiado meticuloso como para terminar durmiendo en el sótano de Eva Miller sin ninguna protección adicional, excepto la de otros vampiros menores, y por lo tanto más vulnerables que él. Según los registros gubernamentales obtenidos por el comisario de Jerusalem's Lot [Parkins Gillespie], Barlow utilizó anteriormente el nombre de Kurt Breichen bajo la fachada de un noble austríaco. Con este nombre mantuvo una correspondencia de doce años con Hubert Marsten, quien asesinó a su esposa y se suicidó [después de quemar sus cartas con Breichen]. La novela de Stephen King implica fuertemente que Hubie Marsten consolidó una especie de acuerdo [¿invitación?] con Breichen, la cual le permitiría al vampiro entrar en Jerusalem's Lot unas décadas después [ver: «The Bad Place»: análisis de la Casa Marsten]. En 1938, Breichen huye de Alemania y se establece en Londres, donde adopta el apellido Barlow.

La logística de Drácula es desconocida. Bram Stoker sólo habla de sus fieles «gitanos», quienes preparan todo para el viaje del vampiro a bordo del Deméter, incluídas sus cajas llenas de tierra del castillo [ver: El misterio del «Deméter»: análisis de un capítulo de «Drácula»]. Realmente no se sabe si Drácula posee «familiares», pero ciertamente cuenta con colaboradores humanos. Sus asuntos inmobiliarios en Londres dependen de R. M. Renfield y, luego, de Jonathan Harker [ver: el caso Renfield]. Kurt Barlow sí posee un «familiar» declarado: Richard Throckett Straker, quien funciona como debería haber funcionado Renfield de no haber perdido la cordura. Todos los asuntos comerciales de Barlow son representados por Straker: compra la Casa Marsten y organiza los ritos necesarios para preparar el arribo de su amo [ver: Los «espíritus familiares»]

En otras palabras, el «plan» de Kurt Barlow comienza a diseñarse [al menos] en 1938, demasiado tiempo como para no contemplar la posibilidad de encontrar resistencia en Jerusalem's Lot. El sótano de Eva Miller evidentemente no es parte del plan original, sino más bien una improvisación, algo inaceptable en un sujeto que ya era viejo cuando los primeros cristianos «se escondían en las catacumbas de Roma y se pintaban peces en el pecho para poder reconocerse».

Stephen King se inspiró para escribir Salem’s Lot después de su experiencia como profesor en una escuela secundaria donde dio varias clases sobre Drácula. Descubrió que, a pesar de que la novela de Bram Stoker es un producto de su época [en el vampirismo confluye la sexualidad victoriana reprimida, la xenofobia y el homoerotismo], la trama aún resonaba en los estudiantes. Salem’s Lot es una historia bastante diferente de Drácula. Podría decirse que, en esencia, es la historia de un escritor que regresa a su ciudad natal y descubre que sus pesadillas de la infancia son demasiado reales. Sin embargo, el modelo de Bram Stoker está presente. Incluso los residentes de Jerusalem’s Lot lo han leído.

De hecho, es la fama del Drácula de Bram Stoker lo que le da cierta ventaja a los protagonistas de Salem's Lot. Mark Petrie, aficionado al género, conoce las «reglas», y es el primero en darse cuenta de la amenaza sobrenatural que ha llegado a la Casa Marsten. En cierto modo, Mark es una especie de Van Helsing. Proporciona una visión general de las costumbres de los vampiros, así como de sus puntos fuertes y debilidades. Van Helsing, en cambio, primero estudia y descarta cuestiones médicas conocidas antes de resolver que está enfrentando a un ser sobrenatural. Stephen King no tuvo que molestarse en llevar de la mano al público. Mark sabe lo que Van Helsing comprende más adelante. En la década de 1970, la erudición en materia de vampirismo se ha devaluado lo suficiente como para formar parte de la cultura popular.

En otros aspectos, Salem’s Lot invierte algunos puntos centrales de Dracula. En la novela de Bram Stoker, la tecnología, sobre todo los avances en las comunicaciones, son herramientas contra las que Drácula no puede luchar. Los telegramas viajan de un lado a otro a través de Europa, dándoles a los «buenos» una ventaja que quizás no ha sido debidamente contemplada por el Conde. Sin embargo, casi un siglo después, los personajes de Salem’s Lot parecen varados, aislados en un pequeño pueblo. Después de todo, Ben Mears es un escritor bastante reconocido. ¿Por qué nunca se evalúa la posibilidad de obtener ayuda externa? No es necesario denunciar la presencia de vampiros; bastaría mencionar las desapariciones, asesinatos y muertes inexplicables para despertar la atención de las autoridades.

Todo esto devalúa un poco el plan de Kurt Barlow. La estratégica adquisición de propiedades de Drácula sugiere que el Conde deseaba, como mínimo, conquistar Londres [el ombligo del mundo en el pensamiento victoriano]; y a partir de allí quizás extenderse. ¿Cuál era el plan de Kurt Barlow? Convertir en vampiros a todos los habitantes de Jerusalem´s Lot y esperar que ningún agente externo metiera las narices?

Digamos, por afán de teorizar, que Kurt Barlow sí tiene un plan maestro. Hay evidencias en la novela que respaldan esto, como el contacto con Hubie Marsten cuatro décadas antes, la profanación de la Casa Marsten [haciéndola habitable para el mal], entre otras cosas. Cómo este plan maestro fue desbaratado por un chico de doce años, un escritor traumatizado [por su infancia y la reciente muerte de su esposa], un sacerdote alcohólico [en medio de una crisis de fe] y un profesor de secundaria con una afección cardíaca, sin hacer otra cosa que apelar a la lógica, es una pregunta difícil de responder.

Tal vez estas diferencias en el planeamiento residen en el punto de comparación más interesante entre Drácula y Salem’s Lot: el estatus social de los vampiros. El Conde es un aristócrata que planea atacar en el seno de la alta sociedad londinense, y en parte lo logra al convertir a Lucy Westenra. Barlow y su familiar se presentan como dos anticuarios europeos que buscan retirarse [Straker encanta a los habitantes con sus aires sofisticados]. De ningún modo parecen interesados en las clases sociales de sus víctimas; de hecho, una de las primeras víctimas de Barlow es Dud Rogers, el encargado del basurero local, un hombre de pocas luces.

Los vampiros de Salem's Lot tienen puntos en común con las tradiciones medievales. Por ejemplo, los vampiros convertidos por Barlow parecen ir primero en busca de sus familiares y amigos, como el pequeño Ralphie Glick, que primero bebe la sangre de su hermano, Danny, y este, una vez convertido, bebe la de su madre, Marjorie, y así sucesivamente [ver: Danny Glick y los niños-vampiro de Stephen King]. En Drácula no ocurre lo mismo. Lucy Westenra, por ejemplo, sale de la bóveda familiar y comienza a llevarse niños pequeños con los que no tiene ninguna relación previa [ver: Bloofer Lady: la transformación de Lucy Westenra]. Sin embargo, en la novela de Stephen King se alude a Drácula específicamente, siempre en ocasión de describir el comportamiento de los vampiros. Una de ellas es cuando Matt y Ben sospechan que Mike Ryerson, el encargado del cementerio, se ha convertido en un no-muerto. Mike tenía dos marcas en el cuello que han desaparecido al día siguiente. Matt y Ben discuten el tema:


»—De acuerdo con el folclore, las marcas desaparecen —dijo Matt de repente—. Cuando las víctimas muere, las marcas desaparecen.

»—Lo sé —dijo Ben. Recordó que tanto al Drácula de Stoker como a las películas de Hammer protagonizada por Christopher Lee.


Hay otra mención a Drácula cuando Ben debe matar a Susan:


«De pronto le vino a la mente un fragmento de Drácula, esa divertida ficción que ya no le hacía ninguna gracia. Era el discurso de Van Helsing a Arthur Holmwood cuando este último se enfrentó a esa misma terrible tarea: Debemos atravesar aguas amargas antes de llegar a las dulces


Barlow es diferente de Drácula en un aspeto fundamental: su psicología. El Conde no tiene demasiado interés en los humanos, pero cuida a sus vampiros, sobre todo a sus tres «novias», a quienes provee sustento [ver: La verdad sobre las tres Vampiresas de Drácula]. Barlow, por el contrario, muestra un vivo interés por las personas, le gusta conocer a la gente, hablar con ellas, y observa detalladamente a sus víctimas. Ambos comparten el orgullo y la arrogancia alimentadas a través de siglos de existencia, pero sus actitudes hacia sus víctimas son diferentes. Drácula es más distante, pero posee un mayor grado de control sobre sus impulsos. Cuando Harker se corta al afeitarse, el rostro del Conde se contorsiona en un gesto de avidez, pero no lo ataca. Cuando Barlow percibe la sangre de Straker, después de ser atacado por Mark, no puede resistir el impulso de beber.

El «plan» de Barlow, cualquiera haya sido, se deshilacha por completo en la carta que deja a los cazadores en la Casa Marsten [una improvisación y, por lo tanto, no planeada] cuando estos intentan rescatar a Susan:



***

4 de octubre.
Queridos jóvenes amigos:


¡Qué amable de su parte haber pasado por aquí!

Nunca me disgusta la compañía; ha sido una de mis grandes alegrías en una vida larga y a menudo solitaria. Si hubieran venido por la tarde, los habría recibido en persona con el mayor placer. Sin embargo, como sospechaba que elegirían llegar durante el día, pensé que sería mejor estar fuera.

Les he dejado una pequeña muestra de mi agradecimiento: alguien muy cercano y querido para uno de ustedes se encuentra ahora en el lugar donde yo ocupaba mis días hasta que decidí que otro podría ser más agradable. Ella es muy encantadora, señor Mears, muy sabrosa, si me permite una pequeña broma. Ya no la necesito, así que la he dejado para que usted... ¿cómo se dice su idioma?, se prepare para el evento principal. Para abrir su apetito, si lo desea. Veamos qué tanto disfruta el aperitivo del plato principal que está considerando, ¿de acuerdo?

Maestro Petrie, me ha robado al sirviente más fiel y hábil que he conocido. Me ha hecho participar, de manera indirecta, en su ruina; ha hecho que mis propios apetitos me traicionen. Se ha acercado sigilosamente, sin duda. Voy a disfrutar tratando con usted. Con sus padres primero, creo. Esta noche... o mañana por la noche... o la siguiente. Y luego usted. Pero entrará en mi iglesia como castratum.

Y, padre Callahan, ¿lo han convencido para que se una? Eso pensé. Lo he observado durante algún tiempo desde que llegué a Jerusalem’s Lot… de la misma manera que un buen jugador de ajedrez estudia las partidas de su oponente, ¿no es así? ¡Pero la Iglesia Católica no es el más antiguo de mis oponentes! Yo era viejo cuando ella era joven, cuando sus miembros se escondían en las catacumbas de Roma y se pintaban peces en el pecho para reconocerse. Yo era fuerte cuando este club de comedores de pan y bebedores de vino que veneran al salvador de las ovejas era débil. Mis ritos eran viejos cuando los de su iglesia eran desconocidos. Sin embargo, no subestimo. Soy sabio en los caminos del bien así como en los del mal. No estoy hastiado.

Y yo venceré. ¿Cómo?, dicen. ¿No lleva Callahan el símbolo de la Blancura? ¿No se mueve tanto de día como de noche? ¿No hay hechizos y pociones, tanto cristianas como paganas, que mi buen amigo Matthew Burke piensa utilizar tanto en mí como en mis compatriotas? Sí, sí y sí. Pero yo he vivido más que ustedes. Soy astuto. No soy la serpiente, soy el padre de las serpientes.

Pero, dicen, esto no es suficiente. Y no lo es. Al final, “Padre” Callahan, terminará destruyéndose. Su fe en la Blancura es débil y blanda. Sus palabras de amor son presunción. Sólo cuando habla de la botella está bien informado.

Mis buenos amigos, señor Mears, señor Cody, maestro Petrie y padre Callahan, disfruten de su estancia. El Médoc es excelente, me lo consiguió especialmente el difunto propietario de esta casa, de cuya compañía personal nunca pude disfrutar. Les ruego que sean mis invitados si aún tienen gusto por el vino después de haber terminado el trabajo que tienen entre manos. Nos volveremos a encontrar en persona y les transmitiré mis felicitaciones a cada uno de ustedes de una manera más personal.

Hasta entonces, adieu.


BARLOW.

***



El tono de la carta de Barlow dista mucho de ser solemne; de hecho, es más humoristica que otra cosa. Uno a uno amenaza a los cazadores, revelando sus debilidades personales; excepto a Mark, a quien llama master [del lat. magister, alguien que posee control o autoridad sobre determinado tema], aunque luego sostiene que formará parte de su «iglesia» como castratum, un niño cantor sometido a una castración para conservar su voz aguda.

La carta de Barlow, además, revela algunos detalles de lo que podría ser su «plan». Habla de «mi iglesia», lo cual podría inferir que forma parte de un culto a una entidad superior. De hecho, Stephen King [a través de Matt] menciona de pasada que Barlow tiene, o tuvo, un Amo, pero nunca vuelve a hablar de ello:


«Bueno, creo que he juntado algunas piezas. Straker debe ser el perro guardián, el guardaespaldas humano de esta cosa... una especie de familiar. Debe haber estado en la ciudad mucho antes de que apareciera Barlow. Había ciertos ritos que realizar, en propiciación del Padre Oscuro. Incluso Barlow tiene su Amo, ¿sabes?»


Cuando Matt hace referencia a que Barlow tiene un «Amo», creo que no está hablando de un personaje específico, sino más bien de una abstracción: el Mal absoluto, con mayúsculas, quizás Satanás o, posteriormente, el Rey Carmesí en la mitología de Stephen King. Quizás el «Amo» es el Gusano [del cuento Jerusalem's Lot] No está muy claro, pero si Boon está vinculado con Barlow, entonces su plan podría ser traer a su «Amo» [el Gusano] de vuelta al mundo.

En el capítulo XII, Mark y Susan encuentran en la Casa Marsten un libro escrito en latín. Mark lo abre al azar y ve «un hombre desnudo sosteniendo el cuerpo destripado de un niño ante algo que no se podía ver». Mark se alegra de cerrar el libro. La encuadernación le resulta incómoda y familiar en sus manos. ¿Stephen King está sugiriendo que la encuadernación del libro está hecha de piel humana? En Jerusalem's Lot, Charles y Calvin también encuentran un libro escrito en latín en el púlpito de la iglesia abandonada. Su título es De Vermis Mysteriis [«Los misterios del gusano»]. Cuando Charles toca el libro, la iglesia tiembla y algo gigantesco mueve bajo el suelo [ver: Reconstruyendo el «De Vermis Mysteriis»]

Los Misterios del Gusano [apócrifo] de Ludwig Prinn apareció por primera vez en el cuento de Robert Bloch de 1935: El secreto en la tumba (The Secret in the Tomb); y luego con mayor fuerza en El vampiro estelar (The Shambler from the Stars). H. P. Lovecraft acuñó el título en latín [De Vermis Mysteriis], que el propio Bloch nunca utilizó. Prinn fue un alquimista que «se jactaba de haber alcanzado una edad milagrosa» hasta que fue capturado «en las ruinas de una tumba prerromana» y quemado en la hoguera a finales del siglo XV. Si bien Stephen King cita directamente al De Vermis Mysteriis en Jerusalem's Lot, el libro que encuentra Mark en la Casa Marsten nunca es nombrado [ver: De Vermis Misteriis y la biología extradimensional de los Mitos de Cthulhu].

En términos prácticos, el propio Barlow es el centro de la adoración de los vampiros. Si esto es así, su «plan» podría estar relacionado con establecer su culto en Jerusalem's Lot. No es una posibilidad completamente descabellada. A la luz de las acciones que va tomando en el curso de la novela, Barlow no es selectivo con sus víctimas, de hecho, su único objetivo parece ser transformar a todo pueblo en vampiros, que le servirán de esclavos y/o adoradores. El único que podría conservar cierta autonomía es Straker [después de todo, uno siempre necesita que alguien lo cuide mientras duerme].

Entonces, la «iglesia» de la que habla Barlow podría ser simplemente el resultado de convertir a las personas en vampiros. Seguir y adorar al lider, aún cuando este no haya planificado demasiado las cosas, es quizás un impulso natural en los no-muertos [ver: «No-Muertos» en el folclore y la psicología]




Vampiros. I Taller gótico.


Más literatura gótica:
El artículo: El extraño plan de Kurt Barlow fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El castillo»: Robert Graves; poema y análisis.


«El castillo»: Robert Graves; poema y análisis.




«Morir y despertar sudando a la luz de la luna,
en el mismo patio, sin dormir como antes.»



El Castillo (The Castle) es un poema gótico del escritor inglés Robert Graves (1895-1985), publicado en la antología de 1940: No más fantasmas (No More Ghosts).

El Castillo, uno de los mejores poemas de Robert Graves, describe un espacio dantesco, deprimente, repleto de imágenes macabras, que acaso representa un tipo de encierro más psicológico que físico.

El Orador enumera las experiencias que lo afligen en este lugar y describe sus intentos de escapar. Al final, no hay escape, porque el Castillo es, de hecho, su propia mente. A pesar de todos sus intentos, se ve obligado a repetir una y otra vez su experiencia traumática:


«Morir y despertar sudando a la luz de la luna,
en el mismo patio, sin dormir como antes.»


El autor luchó en la Primera Guerra Mundial, y El Castillo, publicado un par de décadas después, evoca sus recuerdos de las trincheras. Al igual que muchos adolescentes traumatizados en la Gran Guerra, Robert Graves sólo deseaba no ver más fantasmas —de ahí el título de la antología—, pero eso rara vez es concedido. Al igual que para Sigmund Freud, los «fantasmas» de Robert Graves son manifestaciones del trauma; o más específicamente, la intrusión no deseada de sentimientos y recuerdos asociados con traumas personales.

Los seres humanos nos apoyamos en la experiencia de continuidad, es decir, en la sensación de que vivimos en una relación continua, rítmica y predecible con el mundo: actividad/descanso, obligaciones/ocio, obtener/gastar, sociabilizar/soledad, etc. Si decidimos desviarnos un poco de estos ciclos, por ejemplo, durante las vacaciones, estos cambios no representan ninguna amenaza. Sin embargo, si la continuidad de la vida se ve alterada por causas que no son predecibles ni están bajo nuestro control, serguramente reaccionaremos con una buena dosis de ansiedad y estrés. El «trauma», en su forma más genérica, podría definirse como una violación grave del ritmo y la continuidad esperados en la vida del individuo.

Siendo adolescente, Robert Graves fue arrancado de la vida que conocía y llevado, como millones de muchachos, a la inimaginable miseria de la guerra de trincheras. Ante una situación de peligro extremo, el instinto humano se debate entre luchar o huír, pero la guerra de trincheras prohibía estas acciones. Avanzar o retroceder [luchar o huir] no eran opciones. El soldado estaba atrapado, como un niño que no puede accionar el mecanismo de lucha o huída ante la agresión de un adulto.

Robert Graves se encuentra entre los muchos soldados sobrevivientes sufrieron secuelas emocionales. Desde 1919 en adelante [al menos hasta 1928], experimentó ensoñaciones que, según él, «persistieron como una vida alternativa». En estos episodios, los rostros de personas desconocidas en la calle adquirían las facciones de amigos que habían muerto en las trincheras. No podía utilizar el teléfono [por miedo a escuchar la voz de sus compañeros fallecidos], se sentía mal si viajaba en tren y ver a más de dos personas en un día le impedía conciliar el sueño. En su autobiografía menciona algunos síntomas adicionales:


«El miedo al gas me obsesionaba tanto que incluso el aroma de las flores del jardín era suficiente para hacerme temblar, mientras que el ruido del motor de un coche me hacía caer de bruces o correr a esconderme.»


Todas estas anomalías son equivalentes a los «fantasmas» [recuerdos traumáticos] que perturban el «castillo» [la mente], llevándolo al extremo opuesto del concepto de Hogar [en términos de espacio seguro y pensamientos ordenados]. En cierto modo, los «fantasmas» [recuerdos traumáticos] están desvinculados del tiempo lineal que experimentamos en la «normalidad». Son fragmentos del pasado a los que no sólo se puede acceder a través de la memoria, sino que irrumpen en el presente, avasallando todo a su paso. Por supuesto, Robert Graves sabía que sus amigos habían muerto en las trincheras, pero sus «fantasmas» seguían apareciendo en los rostros de personas desconocidas, y él mismo, como alguien que vive en una casa embrujada y nada puede hacer para evitar que sus entidades se manifiesten, estaba indefenso ante sus intrusiones [ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror]

Toda historia de fantasmas nos aleja del tiempo tradicional [donde el presente es el presente, el pasado el pasado y cada uno permanece dentro de sus propios límites] y nos transporta a un espacio donde el pasado irrumpe violentamente en el presente. Las analogías que pueden establecerse entre esto y la experiencia traumática son claras: atrapado en un pasado del que no puede escapar [trastorno de estrés postraumático], Robert Graves está encerrado en un bucle de apariciones fantasmales:


No hay escapatoria,
no hay tal cosa; soñar con nuevas dimensiones,
burlar el jaque mate pintando la túnica del rey
para que se deslice como una reina;
o gritar: «¡Pesadilla, pesadilla!»
como un cuerpo en el pozo del cólera,
bajo una carga de cadáveres;
o golpear la cabeza contra esas paredes ciegas,
entrar en la mazmorra, atormentar los ojos
con duplicadas apariciones encadenadas,
y volverse frenético de miedo...
Morir y despertar sudando a la luz de la luna
en el mismo patio, sin dormir como antes.


Robert Graves poseía un humor extraordinario, a tal punto solía bromear con su apellido, sugiriendo que él mismo funcionaba como una especie de «tumba» itinerante de recuerdos desagradables. Esa pequeña distancia ganada con el humor le permitió tomar en serio a los fantasmas, dándoles diferentes usos y resonancias a lo largo de su obra. El Castillo es una de ellas.




El Castillo.
The Castle, Robert Graves (1895-1985)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Muros, montículos, apretadas corrugaciones de oscuridad,
luz de luna sobre la hierba seca.
Caminando por este patio, sin dormir, afiebrado;
planeando usar —pero por definición
no hay salida, no hay salida—
escaleras de cuerda, vigas de madera, poleas,
un cohete zumbando sobre los muros y el foso,
máquinas fáciles de improvisar.

No hay escapatoria,
no hay tal cosa; soñar con nuevas dimensiones,
burlar el jaque mate pintando la túnica del rey
para que se deslice como una reina;
o gritar: «¡Pesadilla, pesadilla!»
como un cuerpo en el pozo del cólera
bajo una carga de cadáveres;
o golpear la cabeza contra esas paredes ciegas,
entrar en la mazmorra, atormentar los ojos
con duplicadas apariciones encadenadas,
y volverse frenético de miedo...
Morir y despertar sudando a la luz de la luna
en el mismo patio, sin dormir como antes.


Walls, mounds, enclosing corrugations
Of darkness, moonlight on dry grass.
Walking this courtyard, sleepless, in fever;
Planning to use — but by definition
There’s no way out, no way out —
Rope-ladders, baulks of timber, pulleys,
A rocket whizzing over the walls and moat —
Machines easy to improvise.

No escape,
No such thing; to dream of new dimensions,
Cheating checkmate by painting the king’s robe
So that he slides like a queen;
Or to cry, ‘Nightmare, nightmare!’
Like a corpse in the cholera-pit
Under a load of corpses;
Or to run the head against these blind walls,
Enter the dungeon, torment the eyes
With apparitions chained two and two,
And go frantic with fear —
To die and wake up sweating by moonlight
In the same courtyard, sleepless as before.


Robert Graves (1895-1985)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Poemas góticos. I Poemas de Robert Graves.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del poema de Robert Graves: El Castillo (The Castle), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El Símbolo»: May Sinclair; relato y análisis.


«El Símbolo»: May Sinclair; relato y análisis.




«Donald abrió los brazos y vi al fantasma deslizarse entre ellos.
Por un segundo permaneció allí, contra su pecho;
luego se desplomó en un montón brillante, un destello de luz en el suelo.»



El símbolo (The Token) es un relato de fantasmas de la escritora inglesa May Sinclair —seudónimo de Mary Amelia St. Clair (1863-1946)—, publicado originalmente en la edición de marzo de 1922 de la revista Hutchinson's Magazine, y luego reeditado en la antología de 1923: Historias siniestras (Uncanny Stories).

El Símbolo, uno de los grandes cuentos de May Sinclair, relata la historia de una mujer que muere antes de responder la pregunta más importante de su vida, y regresa de la tumba para determinar si su esposo alguna vez la amó.

Donald Dunbar, un escocés parco y testarudo, de profundos intereses intelectuales, ha suprimido toda demostración de afecto hacia su esposa enferma, Cicely [a pesar de amarla con locura], disfrazando perversamente sus sentimientos bajo la máscara de la indiferencia. Desterrada de la biblioteca familiar, donde Donald pasa la mayor parte del día, Cicely se convence de que no es amada, y muere creyendo que su esposo se preocupa menos por ella que por un pisapapeles dorado con la forma de un Buda, al que llama el Símbolo. Por intercesión de su hermana, Helen [una psíquica involuntaria], Donald eventualmente reconoce la presencia de su esposa muerta en la biblioteca y la apacigua confesando su amor, aunque sin decir una sola palabra: rompe el pisapapeles, aquel objeto preciado que Cicely consideraba de mayor valor para su esposo que ella misma.

La trama de El Símbolo es cursi, empalagosa, pero su desarrollo es brillante; tanto es así que H. P. Lovecraft lo incluyó como uno de los grandes ejemplos del género en su ensayo de 1927: El horror sobrenatural en la literatura (Supernatural Horror in Literature).

Aquellas personas que, como Donald Dunbar, se niegan a reconocer y compartir sus sentimientos, devalúan sus vínculos emocionales; y al final se privan de la posibilidad de disfrutar formas no racionales de conocimiento. Helen, que es la que primero nota el fantasma de Cicely, estudia su comportamiento y finalmente entiende que su regreso tiene que ver con la necesidad de saber si su marido la amaba o no. En su papel de medium [lit. «mediadora», «intercesora»], Helen también cumple el papel de psicoanalista aficionada; rompiendo la barrera de los sentimientos reprimidos de su hermano. Esto resulta oportuno en una serie de siete historias de fantasmas inspiradas en el concepto de unheimliche [lo siniestro] popularizado por Sigmund Freud [ver: Freud, el Hombre de Arena, y una teoría sobre el Horror]

El Símbolo a menudo se entiende como la historia del fantasma de una mujer hambrienta de amor, pero en realidad es la crónica de un hombre intelectual cuya vida se ve empobrecida por su incapacidad para reconocer sus propias emociones.

En casi todos los relatos de fantasmas, los espíritus de los muertos regresan para revivir o resolver un trauma; incluso podría decirse que los fantasmas de la ficción son la representación simbólica del trauma que se niega a permanecer enterrado [reprimido] en el pasado, y amenaza con regresar a la superficie para atormentar el presente. Estos muertos [trauma] no pueden ser olvidados hasta que se resuelva el motivo por el que fueron enterrados [reprimidos]. En el microcosmos de la psique humana, el tiempo no es secuencial y el pasado puede regresar al presente para hacernos daño [ver: El ABC de las historias de fantasmas]

En su papel de medium, Helen puede ver claramente el fantasma de Cicely [trauma], e interpreta su «mirada de súplica»: el fantasma [trauma] busca una resolución: de modo que comienza a interceder ante su hermano en una especie de terapia aficionada para que este acepte sus sentimientos reprimidos y valide su amor por su esposa. Es interesante notar que el fantasma [trauma] sabe perfectamente qué necesita para resolverse. El espíritu de Cicely merodea por la biblioteca, como si buscara algo, hasta que Helen comprende que está buscando el Símbolo, aquel objeto por el que Donald profesaba un apego enfermizo. En otras palabras, el fantasma [trauma] ni siquiera solicita que Donald hable con él, tampoco que le manifieste su amor con palabras; sólo busca reconocimiento, dejar de ser algo enterrado [reprimido] para existir en la esfera de la consciencia.

Significativamente, Donald no puede ver su trauma, es ciego a la presencia de Cecily, y ella lo mira fijamente, noche tras noche, mientras Donald se sienta pasivamente en su silla sin hacer nada. Es Helen quien logra romper esa dinámica al decirle a su hermano que Cecily está presente, lo que lo obliga a reconocer su amor por ella. Hay una clara implicación de que la sangre celta de Helen le ha conferido el don ver a los espíritus, un don que se ha atrofiado en su hermano, quizás a causa de su racionalismo.

Lo unheimliche no es un sentimiento claramente definible. Se relaciona más con situaciones y relaciones, y posee la interesante cualidad de llevarnos de vuelta a lo que conocemos desde hace mucho tiempo, a lo familiar, pero en un marco de incertidumbre intelectual. Lo unheimliche parece nuevo, pero no lo es, nos recuerda a algo, algo que fue familiar alguna vez pero que hemos reprimido. En cierto modo, podríamos decir que es un aspecto de nuestro pasado que retorna al presente, como un fantasma, para atormentarnos. En el modelo psicoanalitico de Sigmund Freud, lo unheimliche es la acción de algo reprimido en el subconsciente que retorna a la superficie de la consciencia. Por supuesto, su aparición produce sentimientos de inquietud y ansiedad; después de todo, ese contenido fue reprimido por una razón importante, y ahora ha logrado romper la barrera que lo mantenía aislado de nuestra consciencia [ver: Lo Siniestro en la ficción]

El Símbolo de May Sinclair coquetea con estas ideas, sobre todo con la idea freudiana de que todo impulso reprimido se transforma en ansiedad. Lo unheimliche, entonces, no es el miedo a lo desconocido que planteaba H. P. Lovecraft, sino más bien lo contrario: un vago sentimiento de familiaridad por algo que fue enterrado y ahora ha regresado con una nueva máscara [ver: Miedo a lo Desconocido: Lovecraft y «la emoción más antigua de la humanidad»]

Al final, Donald demuestra su amor por Cicely de la manera más dramática y conveniente. Nunca dice «te amo», pero destruye al Buda, y Helen puede descansar en paz. Incluso en el clímax de la historia, él sólo es consciente de la presencia de su esposa por un momento, lo suficiente como para abrazarla antes de desaparecer «en un destello de luz». Al destruir al Buda, Donald también ejemplifica que las emociones valen más que las posesiones materiales. El libro en el que estaba trabajando [«Desarrollo de la economía social»], sigue inacabado al final de la historia, tal vez sugiriendo que los asuntos terrenales ahora tienen poca importancia para él.

El título de este cuento requeriría un artículo aparte. La palabra inglesa token puede traducirse al español como «símbolo», «signo», «evidencia», esencialmente un objeto o prenda que sirve de recordatorio. Proviene del Inglés Antiguo tacen [«símbolo», «muestra»], el cual hunde sus raíces en los oportunos verbos tæcan [«mostrar», «enseñar»] y teon, «acusar». El sentido original de la palabra, y probablemente el motivo por el cual fue elegida por May Sinclair, apunta a un objeto físico que conserva en sí mismo un recordatorio, una muestra. En este caso, el Buda cumple todos esos requisitos. Es una «muestra» o «evidencia» del destrato de Donald hacia su esposa, cuya sola presencia actúa como una acusación y recordatorio de su muerte.

El Símbolo, y todos los cuentos de Uncanny Stories, no tienen nada que envidiarle a los cuentos de fantasmas de M. R. James y Edith Wharton. De hecho, por su innata comprensión de la psique humana no sería inapropiado situar a las historias de May Sinclair en una instancia de sofisticación todavía superior.




El símbolo.
The Token, May Sinclair (1863-1946)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Sólo he conocido a una mujer absolutamente adorable, y esa fue la esposa de mi hermano, Cicely Dunbar.

Creo que las cuñadas no siempre se adoran entre sí, y sé que mi principal mérito a los ojos de Cicely era el de ser hermana de Donald; pero para mí no se trataba de una cualidad ajena.

Pero claro, como todos los Dunbar, Donald sufre por ser escocés, de modo que, si tiene algún sentimiento, se toma como cuestión de honor fingir que no lo tiene. Me atrevo a decir que se dejó llevar un poco durante su noviazgo, cuando no era, estrictamente hablando, él mismo; pero después de casarse con ella creo que hubiera preferido morir antes que decirle a Cicely que la amaba. Y Cicely quería que se lo dijeran. ¿Dices que debería haberlo sabido? No conoces a Donald. No puedes concebir la perversa ingenuidad que podía poner en ocultar su afecto. Tiene ese temperamento peculiar que se deleita en desairar, criticar y frustrar las expectativas. Si sabe que quieres que haga algo, eso por sí solo es razón suficiente para que Donald no lo haga. Y mi cuñada, que era transparente como el cristal blanco, nunca fue capaz de ocultar un deseo. De modo que Donald podía, como decíamos, «tenerla» a cada paso.

Y, además, no creo que mi hermano supiera realmente lo enferma que estaba. No quería saberlo. Estaba tan enfrascado en tratar de terminar su «Desarrollo de la economía social» (que, por cierto, aún no ha terminado) que no tenía ojos para ver lo que todos veíamos: tal como estaba su pobre corazoncito, a Cicely no le quedaba mucho tiempo de vida.

Por supuesto, comprendió que esa era la razón por la que, en esos últimos meses, tuvieron que vivir en habitaciones separadas. Y eso en el primer año de su matrimonio, cuando él todavía estaba perdidamente enamorado de ella.

Mantengo esos dos hechos firmemente en mi mente cuando trato de disculpar a Donald, porque fue la causa principal de esa crueldad y perversidad que me resulta tan difícil perdonar. Incluso ahora, cuando pienso en cómo solía descargarse con la pobrecita, como si hubiera sido culpa suya, tengo que recordarme que la inocencia de la corderita la hacía un poco molesta.

No podía entender por qué Donald ya no quería tenerla con él en su biblioteca mientras leía o escribía. Me parecía una absoluta crueldad dejarla afuera ahora que estaba enferma, ya que, antes de enfermarse, siempre había tenido su silla junto a la chimenea, donde se sentaba con su libro o su bordado durante horas sin hablar, sin atreverse apenas a respirar por temor a interrumpirlo. Ahora era el momento, pensó, en que podía esperar un poco de indulgencia.

¿Crees que Donald compartiría sus sentimientos? No. Eran sus sentimientos, y él no hablaba de ellos; y nunca explicaba nada que no entendieras.

El día antes de morir, tuvieron una terrible pelea por eso (su deseo de sentarse con él en la biblioteca): por eso y por el pisapapeles, el precioso pisapapeles que él no dejaba que nadie tocara porque se lo había regalado George Meredith. Era un bloque de latón, coronado por un Buda de alabastro blanco y dorado. Y tenía una inscripción: «Para Donald Dunbar, de George Meredith. Con cariño».

Mi hermano sentía un gran apego por ese pisapapeles, en parte, me temo, porque proclamaba su intimidad con el gran hombre. Por eso en la familia se lo conocía irónicamente como El Símbolo.

Estaba sobre la mesa de escribir de Donald, a su lado, tan cerca del tintero que el Buda blanco había recibido una o dos salpicaduras. Y esa tarde Cicely había venido a vernos a la biblioteca y había molestado a Donald al quedarse allí cuando él quería que se fuera. Había tomado El Símbolo y lo estaba limpiando para tener un pretexto.

Ella murió después de la pelea que se desató entonces.

Comenzó con Donald gritándole.

—¿Qué estás haciendo con ese pisapapeles?

—Solo estoy sacando la tinta.

Ahora puedo verla, pobre. Había mojado la esquina de su pañuelo con su lengüita rosada y estaba frotando al Buda. Sus manos habían comenzado a temblar cuando él le gritó.

—Déjalo. Te dije que no toques mis cosas.

—Lo entintaste —dijo. Estaba frotando una última vez cuando él se levantó, amenazante.

—Déjalo.

Y, pobre niña, lo dejó. De hecho, lo dejó caer a sus pies.

—¡Oh! —gritó, y se agachó rápidamente y lo recogió. Sus grandes ojos llenos de lágrimas lo miraron, asustados.

—No está roto.

—No gracias a ti —gruñó.

—¡Bestia! Sabes que preferiría morir antes que romper algo que te importa.

—Algún día se romperá, si sigues viniendo a entrometerte.

No pude soportarlo. Dije:

—No debes gritarle así. Sabes que no lo puede soportar. La harás enfermar de nuevo.

Eso lo tranquilizó por un momento.

—Lo siento —dijo; pero lo hizo sonar como si no lo sintiera.

—Si lo sientes —insistió ella—, puedes dejar que me quede contigo. Seré tan silenciosa como un ratón.

—No, no te quiero aquí. No puedo trabajar contigo en esta habitación.

—Pero puedes trabajar con Helen.

—No eres Helen.

—Sólo quiere decir que no está enamorado de mí, querida.

—Quiere decir que no le sirvo de nada. Sé que no. Ni siquiera puedo sentarme sobre sus manuscritos y mantenerme en silencio. Le importa más ese maldito pisapapeles que yo.

—Bueno, George Meredith me lo dio.

—Y nadie me dio a ti. Me entregué a mí misma.

Eso volvió a enfurecer a su demonio. Tuvo que atormentarla.

—No debe haberte costado mucho —dijo—. Y debo recordarte que el pisapapeles tiene un valor intrínseco.

Dicho esto, se fue.

—¿A qué se ha ido? —me preguntó.

—Se avergüenza de sí mismo, supongo —dije. —Oh, Cicely, ¿por qué le respondes? Tú sabes lo que siente.

—¡No! —dijo apasionadamente—. Eso es lo que no sé. Nunca lo he sabido.

—Al menos sabes que está enamorado de ti.

—Entonces tiene una extraña manera de demostrarlo. Nunca hace nada más que patalear, gritar y criticarme, ¡todo por un viejo pisapapeles!

Mientras hablaba ella acariciaba al Buda de alabastro como si fuera un ser vivo.

—Su pobre Buda. ¿Crees que se romperá si lo acaricio? Mejor que no... Honestamente, Helen, preferiría morir antes que romper algo que realmente le importa. Sin embargo, mira cómo él me lastima a mí.

—Algunos hombres lastiman las cosas que les importan.

—No me importaría que él sufriera un poco, si tan solo supiera que le importo. Helen... Daría cualquier cosa por saberlo.

—Creo que lo sabes.

—¡No lo sé! ¡No lo sé!

—Bueno, lo sabrás algún día.

—¡Nunca! No me lo dirá.

—Es escocés, querida. Lo mataría decírtelo.

—¡Entonces cómo voy a saberlo! Si muero mañana, moriré sin saberlo.

Y esa noche, sin saberlo, ella murió.


II

Nunca hablamos de ella. No era el estilo de mi hermano. Las palabras lo lastimaban, tanto decirlas como escucharlas.

Se había vuelto más malhumorado que nunca, pero menos irritable, pues la fuente de su irritación había desaparecido. Aunque se sumergió en el trabajo como otro hombre podría haberse sumergido en la disipación, para ahogar el pensamiento de ella, se podía ver que ya no tenía ningún interés. Pasaba la mayor parte del día y las largas tardes encerrado en su biblioteca, y sólo salía a dar un paseo una hora antes de la cena. Se notaba que pronto todos los impulsos espontáneos se apagarían y él se convertiría en una criatura de hábitos y rutina.

Intenté despertarlo, sacudirlo para que saliera de su rutina mortal, pero fue inútil. El primer esfuerzo (porque hacía esfuerzos) lo agotó y volvió a hundirse.

Pero le gustaba tenerme con él, y todo el tiempo que podía ahorrar de mis tareas domésticas y de jardinería lo pasaba en la biblioteca. Creo que no le gustaba que lo dejaran solo allí, en el lugar donde tuvieron la pelea que la mató, y noté que la causa, El Símbolo, había desaparecido de su mesa.

Y todas sus cosas, todo lo que pudiera recordarle a ella, habían sido guardadas. Era como un muerto enterrando a su muerto.

Sólo la silla que tanto amaba permanecía en su lugar junto a la chimenea: su silla, si se podía llamar así cuando no le permitían sentarse en ella. Siempre estaba vacía, pues por consentimiento tácito ambos la evitábamos.

Nos sentábamos durante horas sin hablar, mientras él trabajaba y yo leía o cosía. Nunca me atreví a preguntarle si a veces, como yo, sentía la presencia de Cicely, allí, en esa habitación en la que ella tanto había ansiado entrar, y de la que había sido tan cruelmente excluida. No se podía saber lo que sentía o no sentía. El rostro de mi hermano era una máscara pesada y sombría; su espalda, inclinada sobre el escritorio, era una pared tras la cual se escondía.

Debes saber que dos veces en mi vida he sentido estas presencias. Puede deberse a que soy celta de las Tierras Altas por ambos lados, y mi madre tenía el mismo don. Nunca le había hablado de estas apariciones a Donald porque las habría atribuido a lo que él llama mi fantasía histérica. Y estoy segura de que si alguna vez sintió o vio algo, nunca lo reconocería.

Debo explicar que la visión era premonitoria de una muerte (en el caso de Cicely no tuve tal advertencia), y cada vez duraba sólo un segundo; también que, aunque estoy segura de que estaba completamente despierta, cualquiera puede decir que estaba dormida y lo soñé. Lo curioso es que no me asusté ni me sorprendí.

Así que tampoco me sorprendí ni me asusté la primera noche que la vi.

Era el crepúsculo de principios de otoño, alrededor de las seis. Yo estaba sentada en mi lugar frente a la chimenea; Donald estaba en su sillón a mi izquierda, fumando una pipa, como de costumbre, antes de que la luz de la lámpara lo empujara afuera, a la oscuridad.

Había tenido una sensación tan fuerte de que Cicely estaba en la habitación que no sentí nada más que una repentina punzada cuando miré hacia arriba y la vi sentada en su sillón a mi derecha.

El fantasma era perfecto y vívido, como si hubiera sido de carne y hueso. Habría pensado que era la propia Cicely si no hubiera sabido que estaba muerta. No me notó; tenía la cara vuelta hacia Donald con esa mirada anhelante y perpleja que solía tener, buscando en su rostro el secreto que le ocultaba.

Miré a Donald. Tenía la barbilla un poco hundida, la pipa colgando de la comisura de la boca. Estaba pesado, absorto en su hábito de fumar. Estaba claro que no veía lo que yo veía.

Y mientras que los otros fantasmas de los que hablé desaparecieron de inmediato, éste duró un poco más, y siempre con los ojos fijos en Donald. Duró incluso mientras Donald se movía, mientras se inclinaba hacia delante, golpeando las cenizas de su pipa contra el cenicero, mientras suspiraba, se desperezaba, se daba la vuelta y salía de la habitación. Luego, cuando la puerta se cerró detrás de él, toda la figura se atenuando, como una luz que se apaga.

La volví a ver la noche siguiente y la siguiente, a la misma hora y en el mismo lugar, y con la misma mirada vuelta hacia Donald. Y otra vez estuve segura de que él no la veía. Pero pensé, por su suspiro incómodo, que percibía algo allí.

No; no estaba asustada. Estaba contenta. Verás, amaba a Cicely. Recuerdo que pensé: «Por fin, por fin, pobrecita, has entrado. Y ahora puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Él no puede rechazarte».

Las primeras veces que la vi fue exactamente como dije. Levantaba la vista y encontraba al fantasma allí, sentado en su silla. Y desaparecía de repente cuando Donald salía de la habitación. Entonces me quedaba sola.

Pero a medida que me fui acostumbrando a su presencia, o tal vez cuando ella se fue acostumbrando a la mía y descubrió que no le tenía miedo, que de hecho me encantaba tenerla allí, creo que empezó a confiar, de modo que me di cuenta de todos sus movimientos. La veía cruzar la habitación desde la puerta, ir directo al lugar deseado y acomodarse en una postura un poco acurrucada, de satisfacción, apaciguada, como si hubiera esperado una oposición que ya no encontraba. Sin embargo, por su mirada podía ver que no estaba feliz. Eso nunca cambió. Estaba tan insegura de él como lo había estado durante su vida.

Hasta entonces, la sexta o séptima vez que la había visto, no tenía ni idea del secreto de su aparición; y sus movimientos me parecían misteriosos y sin propósito. Sólo dos cosas estaban claras: era Donald a quien buscaba; y en cuanto él se iba, desaparecía. Nunca la vi estando sola. Y siempre elegía esta habitación y esta hora antes de que se encendieran las luces, cuando él estaba sentado sin hacer nada. También estaba claro que él nunca la notaba.

Pero sabía que a veces estaba allí con él cuando yo no estaba; porque, más de una vez, las cosas que estaban en el escritorio de Donald, libros o papeles, se movían de su lugar, aunque nunca estaban fuera de su alcance; y él me preguntaba si las había tocado.

—O mientes —decía él—, o estoy loco. Podría haber jurado que puse esas notas en el lado izquierdo; y ahora no están allí.

Eso fue maravilloso, sí. La vi venir y empujar el objeto perdido bajo su mano. Y todo lo que dijo fue:

—Bueno, yo... podría haber jurado...

Pues, ya sea porque había adquirido una sensación de seguridad o porque su propósito ya estaba fijado, empezó a moverse regularmente por la habitación, y sus movimientos tenían una razón y un objetivo.

Buscaba algo.

Una tarde estábamos todos allí en nuestros lugares, Donald en silencio en su silla y yo en la mía, y ella sentada en su actitud de asombro y espera, cuando de repente vi a Donald mirándome.

—Helen —dijo—, ¿qué miras de esa manera?

Me sobresalté. Había olvidado que la dirección de mis ojos me traicionaría, tarde o temprano.

Me oí balbucear:

—¿Qué?

—Sí. Ojalá dejaras de hacerlo.

Sabía lo que quería decir. No quería que siguiera mirando esa silla; no quería saber que estaba pensando en ella. Incliné la cabeza sobre mi costura, de modo que ya no tenía al fantasma a la vista.

Entonces me di cuenta de que se había levantado y cruzaba la alfombra de la chimenea. Se detuvo a la altura de las rodillas de Donald y se quedó allí, mirándolo con una mirada tan intensa y fija que no pude dudar de que esto tenía algún significado. Vi que extendía la mano y lo tocaba; y, aunque Donald suspiró y cambió de posición, no había visto ni sentido nada.

Entonces se volvió hacia mí —y era la primera vez que daba señales de ser consciente de mi presencia— y me dirigió una mirada de súplica, una súplica como la que había visto en el rostro de mi cuñada en toda su vida, cuando no podía hacer nada con él y me imploraba que intercediera. Al mismo tiempo, una palabra se formó en mi cerebro con un impulso repentino y rápido, como si la hubiera oído gritar.

«¡Háblale!»

Ahora sabía lo que quería. Intentaba hacerse ver, hacerse sentir, y se angustiaba al descubrir que no podía.

Entonces supo que yo lo veía, y se le ocurrió la idea de que podía utilizarme para llegar a él.

Creo que ya entonces debí adivinar para qué había venido.

Dije:

—Me preguntaste qué estaba mirando, y mentí. Estaba mirando la silla de Cicely.

Vi que se estremecía al oír el nombre.

—Porque —continué—, no sé cómo te sientes, pero yo siempre siento como si ella estuviera allí.

No dijo nada, pero se levantó, como para sacudirse la opresión del recuerdo que yo había evocado, y se quedó apoyado en la repisa de la chimenea, dándome la espalda.

El fantasma se retiró a su lugar, donde mantuvo los ojos fijos en él.

Estaba decidida a derribar sus defensas, a hacerle decir algo que pudiera oír, a darle alguna señal de que lo entendería.

—Donald, ¿crees que es bueno, amable, no hablar nunca de ella?

—¿Amable? ¿Amable con quién?

—Contigo mismo, en primer lugar.

—Puedes dejarme al margen.

—Conmigo entonces.

—¿Qué tiene que ver contigo? —Su voz era tan dura y cortante como podía ser.

—Todo —dije—. Olvidas que yo la amaba.

Se quedó callado. Al menos respetaba mi amor por ella.

—Pero eso no era lo que ella quería.

Eso le dolió. Pude sentir que se ponía rígido.

—Verás, Donald —insistí—, me gusta pensar en ella.

Fue cruel de mi parte, pero tenía que quebrantarlo.

—Puedes pensar todo lo que quieras —dijo—, siempre que dejes de hablar.

—De todos modos, es tan malo para ti —dije—, como lo es para mí, no hablar.

—No me importa si es malo para mí. No puedo hablar de ella, Helen. No quiero hacerlo.

—¿Cómo sabes —dije—, que no es malo para ella?

—¿Para ella?

Pude ver que lo había despertado.

—Sí. Si ella realmente está aquí, todo el tiempo.

—¿Qué quieres decir?

—Aquí... en esta habitación. Te digo que no puedo superar esa sensación de que ella está aquí.

—Ya veo, una sensación —dijo —¡No seas ridícula!

Y salió de la habitación, furioso. Al instante su llama se apagó.

Pensé: «¡Cuánto daño le habrá hecho!».

Era lo mismo de siempre: yo tratando de derribarlo, de obligarlo a que se lo demostrara; él nos golpeaba a las dos, castigándonos a las dos. Verás, ahora sabía para qué había vuelto: había vuelto para averiguar si él la amaba. Con un anhelo que la muerte no había saciado, había vuelto para tener certezas. Y ahora, como siempre, mi torpe interferencia sólo lo había vuelto más duro, más obstinado. Pensé: «¡Si pudiera verla!».

Aun si no la veía… si pudiera hacerle creer que ella estaba allí...

Decidí que la próxima vez que viera el fantasma se lo diría.

Las dos noches siguientes su silla estuvo vacía, y supuse que se mantenía alejada, dolida por lo que había oído la última vez.

Pero la tercera noche apenas nos habíamos sentado cuando la vi.

Estaba sentada, alerta y observadora, no mirando a Donald como solía hacerlo, sino mirando alrededor de la habitación, como si buscara algo que se le escapaba.

—Donald —dije—, si te dijera que Cicely está en la habitación ahora, supongo que no me creerías.

—¿Es probable?

—La veo tan claramente como te veo a ti.

El fantasma se levantó y se movió a su lado.

—Está de pie junto a ti.

Y ahora se movió y fue hacia el escritorio. Me di vuelta y seguí sus movimientos. Deslizó sus manos abiertas sobre la mesa, tocándolo todo, sin lugar a dudas buscando algo que creía que estaba allí.

Continué:

—Está en el escritorio ahora. Está buscando algo.

Se quedó atrás, desconcertada y angustiada. De repente, empezó a abrir y cerrar los cajones, sin hacer ruido, buscando en cada uno de ellos.

Dije:

—¡Oh, ahora está probando los cajones!.

Donald se puso de pie. No miraba el lugar donde estaba. Me miraba fijamente, con ansiedad y una especie de miedo. Supuse que por eso no se dio cuenta de que se abrían y cerraban los cajones.

Continuó su búsqueda desesperada.

El cajón de abajo se quedó atascado. Vi que tiraba de él y lo sacudía, y que retrocedía de nuevo, desconcertada.

—Está cerrado —dije.

—¿Qué está cerrado?

—El cajón de abajo.

—¡Tonterías!

—Te digo que sí. Dame la llave. ¡Oh, Donald, dámela!

Se encogió de hombros, pero de todos modos buscó la llave en sus bolsillos y me la entregó con un pequeño gesto burlón, como si estuviera complaciendo a una niña.

Abrí el cajón, lo saqué hasta el final y allí, empujado hacia atrás, fuera de la vista, encontré el Símbolo.

No lo había visto desde el día de la muerte de Cicely.

—¿Quién lo puso ahí? —pregunté.

—Yo.

—Bueno, eso es lo que estaba buscando —dije.

Le tendí el Símbolo en la palma de mi mano, como si fuera la prueba de que la había visto.

—Helen —dijo con gravedad—, creo que debes estar enferma.

—¿Tú crees? No estoy tan enferma como para no saber para qué lo guardaste —dije—. Fue porque ella pensó que te importaba más que a ella.

—Debe haber algo muy malo en tu cabeza, Helen —dijo.

—Tal vez. Tal vez sólo quiero saber qué quería ella... ¿Te importaba, Donald?

Ahora no podía ver el fantasma, pero podía sentirlo, muy cerca, vibrando, palpitando.

—¿Importante? —gritó—. ¡Estaba loco por ella! Y ella lo sabía.

—No lo sabía. No estaría aquí ahora si lo supiera.

En ese momento se apartó de mí y se dirigió a su puesto junto a la repisa de la chimenea. Lo seguí hasta allí.

—¿Qué vas a hacer al respecto? —dije.

—¿Hacer?

Le acerqué el Símbolo. Se apartó y lo miró con una expresión de odio y aversión concentrados.

—¿Qué hacer con él? —dijo—. ¡Esa maldita cosa la mató! Esto es lo que voy a hacer con él.

Me lo arrebató de la mano y lo arrojó con todas sus fuerzas contra los barrotes de la reja. El Buda cayó, hecho pedazos, entre las cenizas.

Entonces lo oí dar un grito breve y quejumbroso. Dio un paso adelante, abrió los brazos y vi al fantasma deslizarse entre ellos. Por un segundo permaneció allí, doblado contra su pecho; luego, de repente, ante nuestros ojos, se desplomó en un montón brillante, un destello de luz en el suelo, a sus pies.

Luego eso también se apagó.


III

Nunca volví a verla.

Tampoco mi hermano. Pero no lo supe hasta algún tiempo después, porque, por alguna razón, no nos habíamos molestado en hablar de ello. Y al final fue él quien habló primero.

Estábamos sentados juntos en esa habitación, una noche de noviembre, cuando de repente y sin venir a cuento dijo:

—Helen, ¿no has vuelto a verla?

—No —dije—, nunca.

—¿Crees, entonces, que ya no vendrá?

—¿Por qué debería hacerlo? —dije—. Encontró lo que buscaba. Sabe lo que quería saber.

—¿Qué cosa?

—Que la amabas.

Sus ojos tenían una mirada extraña, sumisa y melancólica.

May Sinclair (1863-1946)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de May Sinclair.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de May Sinclair: El símbolo (The Token), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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