«Las Criaturas»: Walter de la Mare; relato y análisis.


«Las Criaturas»: Walter de la Mare; relato y análisis.




«Sus pequeños ojos azules me miraron con una expresión fugaz que no supe traducir.
—¿Y viste a alguna de las Criaturas? —me preguntó con una voz que no era del todo la suya.»



Las Criaturas (The Creatures) es un relato de fantástico del escritor inglés Walter de la Mare (1873-1956), publicado originalmente en la edición de enero de 1920 del periódico London Mercury, y luego reeditado en la antología de 1923: El enigma y otros cuentos (The Riddle and Other Stories).

Las Criaturas, como muchos cuentos de Walter de la Mare, comienza estableciendo una postura metafísica sobre la naturaleza de la realidad [el mundo que nos rodea es un sueño creado por la conciencia], y luego procede a narrar una experiencia personal que ilustra esa posición. La historia relata una experiencia del pasado del Narrador, quien se encontró por casualidad con uno de los pocos individuos que parecen ser conscientes de la naturaleza imaginativa de la realidad.

En uno de sus viajes [casi todos los personajes de Walter de la Mare son caminantes, viajeros, peregrinos], el hombre se topa con «país de ensueño». Su encuentro con los habitantes de esta región [una mujer encorvada, un hombre «oscuro», demacrado, y sus dos hijos enanos] bordea algunas ideas desarrolladas más ampliamente por J.R.R. Tolkien y Lord Dunsany: un país liminal, a medio camino entre la realidad y la imaginación, y habitado por gente que parece real. Por ejemplo, el Narrador advierte que el hombre oscuro podría pertenecer a la estirpe de los «los ermitaños, los lamas, los faquires», mientras que los enanos lucen como si «animales y ángeles hubieran conspirado en su creación». El Narrador siente que ha regresado a los límites del Edén, «mirando de un sueño a otro, nostálgico, abandonado». Por supuesto, Walter de la Mare no proporciona ninguna explicación sobre la naturaleza de las Criaturas.

Al regresar al mundo ordinario, el Narrador le pregunta a una anciana [cuyos rasgos son parecidos a los de su cerdo] sobre aquel extraño lugar. Ella primero quiere saber si ha visto a alguna de las «Criaturas». El Narrador se sorprende ante esa palabra. Eventualmente se da cuenta de que «Criaturas» es el nombre del anfitrión y que María y Christus son los nombres de los dos jardineros enanos. Pero el Narrador está interesado en «la mujer del mar», muda, que dio a luz a dos niños «naturales» [¿elementales?]. La anciana con cara de cerdo le dice que esta mujer está enterrada en el cementerio local. Cuando él lo visita, las últimas palabras de la historia [en latín] están talladas en una lápida: Femina Creature [«Criatura Femenina»].

Esta ambigüedad sobre la naturaleza de las Criaturas [no puede saberse si son seres de otro plano o personas comunes llamadas Criaturas] no se resuelve al final. Quizás la inscripción en la lápida no sólo revele el nombre de la mujer, pero también su estatus o raza.

Las Criaturas es una historia necesariamente ambigua: trata sobre la frontera entre la realidad y el sueño, la conciencia y la inconsciencia, elementos que aquí se encuentran inextricablemente entrelazados. Las Criaturas del título son, en efecto, criaturas, en el sentido de que han sido creados. Es como si el Narrador tropezara con el mundo de las historias populares y los cuentos de hadas.

Las Criaturas no es un relato para cerrar en un análisis prolijo. No hay nada que entender en él, excepto lo que es: un vistazo fragmentario e incoherente sobre la Imaginacón. Exigirle lógica y cohesión sería pedirle algo que no es.


«¿No somos nosotros quienes creamos nuestro mundo? ¿No es ésa nuestra responsabilidad? (...) ¿No son nuestras mentes disecadas y hastiadas las que continuamente se alejan de la libertad, de lo vasto y desconocido, de la presencia infinita, eligiendo un viaje estúpido de un hecho sensual a otro, a la cola de ese burro llamado Razón? Sugiero que, en esa soledad, el espíritu que hay dentro de nosotros nota que está pisando las afueras de una región llamada Imaginación.»


Nunca encontraremos un cuento o poema de Walter de la Mare que explique cabalmente los misterios que plantea, lo que hace imposible saber exactamente qué está buscando. Esto está fuera de su universo. La fantasía pierde fuerza en la medida en que se vuelve racional, y por lo tanto reducible al ejercicio intelectual. Walter de la Mare aborda la ficción como si se tratara de un sueño, no los episodios oníricos que podemos recordar en mayor o menor medida, sino el sentimiento, la emoción profunda que nos causó. A diferencia del panteísmo Arthur Machen y Algernon Blackwood, los otros dos grandes maestros de lo sobrenatural, le interesaba escribir sobre cosas que no pudieran explicarse mediante el razonamiento ordinario. En este sentido, De la Mare es un autor mucho más hermético y difícil de leer.

Las Criaturas parece darnos un vistazo fugaz a un espacio primordial, edénico, un sitio donde la naturaleza y los seres mágicos que lo pueblan resultan indistinguibles entre sí; pero en realidad es un cuento que visualiza una instancia previa, un estado pre-edénico. Algernon Blackwood también utiliza este concepto, llevándonos desde la naturaleza ordinaria a un espacio liminal, pero Walter de la Mare es más conciente de la diferencia entre el Edén [en términos de lugar idílico, mitológico, anterior a la «caída»] y el concepto de pre-edénico. Después de todo, el Edén fue hecho para los humanos en todas las mitologías, y regresar a él, o al menos echar un vistazo a su realidad, es una especie de retorno al hogar en la Edad de Oro. El pre-Edén, en cambio, fue hecho para los semidioses y seres angelicales, como los Elfos de Tolkien; y no es apto para los seres humanos; de modo que produce inquietud, intranquilidad, o directamente terror. Pensemos en los Hobbits de la Comunidad, que pasaron un tiempo en Rivendel y Lórien y fueron capaces de percibir su increíble belleza y sutileza, pero también el pavor que evocan los sitios hechos y habitados por inmortales.

El Narrador de Las Criaturas se refiere a este espacio como su «paraíso particular, un país lejano», con «un fugaz parecido con el país de los sueños». Es atraído hacia él por sonidos [«lo que parecía el tañido de un arpa»], aunque no encuentra su origen. Reflexiona: «Regresé a los límites del Edén, encorvado y cansado, mirando desde el sueño hacia el sueño». Hay un jardín, pero es una mezcla desconcertante de belleza y brutalidad. Eventualmente descubre que los seres que ha visto son reales, incluso poseen apellido [Criaturas], y son bien conocidos en los alrededores, aunque tienen una reputación misteriosa. Este extraño apellido es lo más parecido a una pista que podemos encontrar en el contexto pre-edénico: las Criaturas [en términos de «creados»] son seres humanos, pero vistos y nombrados desde la perspectiva de los seres angelicales. Tolkien también explora esta idea en el primer encuentro de los Elfos con los Hombres, a quienes se les da el título de «Segundos Nacidos».

Supongo que Las Criaturas también podría interpretarse como una alegoría, pero es más elusiva que eso. Ciertamente no es una historia alegórica en el sentido de que todos los significados y correspondencias son fijos.




Las Criaturas.
The Creatures, Walter de la Mare (1873-1956)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Fue la luz menguante de la tarde lo que me hizo salir de mi relato y tomar conciencia de mi paradero. Dejé caer el pequeño y rechoncho libro rojo sobre mis rodillas y miré por la estrecha y sucia ventana rectangular. Estábamos bordeando la costa oriental de acantilados, en cuyo borde mismo un labrador, tropezando detrás de sus dos grandes caballos, estaba abriendo el último de sus oscuros surcos. En una hendidura muy abajo entre las rocas, un mar frío y tranquilo dejaba silenciosamente sus gélidas guirnaldas de espuma. Miré fijamente la extensión plana de aguas, luego giré la cabeza y miré con una especie de brusquedad el rostro de mi único compañero de viaje.

Había subido al vagón, casi sin que nadie lo notara, en la última estación rural. Sus rasgos estaban un poco borrosos en la luz que se desvanecía entre nuestras cuatro paredes estrechas, pero aparentemente sus ojos habían estado fijos en mi rostro durante un breve tiempo.

Entrecerró los párpados ante esta inesperada confrontación, echó la cabeza hacia atrás y lanzó una mirada por su catalejo turbio al fragmento de luna verdosa que luchaba por alcanzar su máximo esplendor sobre las tierras altas, pardas y onduladas.

—Viajar en tren es una experiencia extraña —empezó en voz baja, casi despectiva, pasándose la mano por los ojos—. Uno se ve arrojado a una intimidad pasajera con un compañero desconocido y luego se va.

Era como si hubiera esperado pacientemente la atención de un oyente.

Asentí, mirándolo.

—Esa privacidad también —exclamó.

Mis ojos se volvieron hacia la ventana de nuevo: un seto desnudo, espinoso y negro de enero, una inhóspita costa salada, un páramo de agua del norte. Nuestro maquinista apagó de inmediato el vapor y nos deslizamos casi sin hacer ruido fuera de la vista del cielo y el mar hacia un desfiladero.

—Es un país desolado —me aventuré a comentar.

—Oh, sí, desolado —repitió con cierta fatiga—. Pero lo que me preocupa es la manera en que nos arrogamos los cargos de juez, jurado y abogado, todo a la vez. Como si esta tierra... Nunca lo olvido: la futilidad, la presunción. No conducen a ninguna parte. Nos adentramos en todo este silencio, este... este abandono, este sueño de un mundo entre las luces del día y la noche. Profanamos. ¡La conciencia! ¡Qué monos inquietos son los hombres! —Se recobró y se tragó la indignación—. Como si —continuó, en tono más escarmentado—, como si esa otra puerta no estuviera siempre entreabierta, hacia Dios sabe qué lugar de paz y misterio. —Se inclinó hacia adelante, delgado, oscurecido—. ¿No somos nosotros quienes creamos nuestro mundo? ¿No es ésa nuestra bendita, nuestra traicionada responsabilidad?

Asentí y me acurruqué, como un perro en la paja, en la más baja de todas las respuestas a una rara, aunque excéntrica, sinceridad: la cautela.

—Bueno —continuó, un poco cansado—, esa es la acusación. No es de extrañar que necesite una trompeta para llamarnos a esa última Oración Familiar. Entonces, tal vez, algunos solitarios, sólo unos pocos, saldrán de sus agujeros y escondites, y obtendrán misericordia de los misericordiosos, en las ciudades de la llanura. El talento enterrado no brillará peor por la larga, larga aparición de su manto tejido a partir del sueño y el deseo.

—Hace unos años, diez o quince, me topé con el ejemplar más extraño de este tipo de «talentosos». Y más o menos el mismo país. Éste —dijo, dirigiendo la mirada hacia el mar, ahora invisible— es una especie de réplica enana del mismo. ¡Más desnudo, más liso, más repentino y escarpado, más abandonado, más melancólico! Los árboles están podados allí, como con tijeras monstruosas, por los vendavales invernales. El aire es salado. Es un país de piedras y prados esmeralda, de senderos verdes, sinuosos y sin rumbo, de granjas enclavadas en sus acantilados y valles como toscas joyas empañadas por el tiempo, como si las hubiera creado un ángel de la humanidad, vagando entre la oscuridad y el amanecer.

»Yo era más joven entonces... de cuerpo: la juventud de la mente es para los hombres de cierta edad; la tuya, tal vez, y la mía. Incluso entonces, en ese momento, me asqueaban las multitudes, ese Londres inimaginable, un desierto lleno de humanidad en el que un pobre perro perdido y sediento de Otro Lugar prueba por primera vez el significado completo de esa palabra ociosa: abandonado. ¿Abandonado por quién?, es la pregunta que me hago ahora. Los visitantes de mi paraíso particular eran pocos entonces, como si, mi querido señor, no fuéramos todos visitantes, aparecidos, ansiando tiempo para contar y compartir nuestros secretos, vagando en busca de señales que demuestren que nuestra búsqueda no es vana, no es inaudita, no es una traición. Pero que así sea.

»Salía mañana tras mañana, con pan y queso en el bolsillo, de la vieja casa en la que me alojaba, rumbo a ese imprevisto lugar que anhela el corazón. Los mediodías calurosos y prolongados me encontraban tendido en un estado medio comatoso, pero vigilante, sobre el césped de los campos o los acantilados, sobre las arenas y rocas calentadas por el sol, absorbiendo el paisaje y la vida que me rodeaban como un camaleón peregrino. Me ponía en camino con la esperanza de perderme. ¿Cómo puede un hombre encontrar su camino si no lo pierde? De vez en cuando lo conseguía. Ese país es grande, y sus marcas terrestres y marítimas engañan fácilmente al extraño. Yo todavía tenía una edad, ya ves, en que mi «pequeña puerta» estaba entreabierta, y planté un pie sólido para evitar que se cerrara. Pero, ¿cómo podía saber lo que buscaba? Uno simplemente sacude el árbol de la vida y los raros frutos caen rodando para pudrirse en su mayor parte en las exuberantes hierbas.

»Lo más inquietante y provocador de ese país lejano era su fugaz parecido con el país de los sueños. Te quedas de pie, te sientas o te tumbas boca abajo en sus alturas llenas de estrellas y miras hacia abajo: un paisaje verde se extiende, disperso y sin árboles, con sus laderas cóncavas y llenas de montículos, sus granjas apiñadas y sus aldeas, todas inmóviles bajo la vasta capa de sol y azul, como el escenario de una casa de teatro encantada de siglos de antigüedad. Así también, los visionarios promontorios embrujados por los pájaros, velados débilmente en una niebla de irrealidad sobre sus piedras rotas y el enorme platillo del mar.

»Allí no puedes adivinar qué es lo que no puedes encontrar por casualidad, o con quién. Las campanas chocan, retumban y riñen huecamente al borde de la oscuridad en esas olas. Las voces vacilan a través de los vientos más débiles. Los pájaros gritan en una lengua desconocida. El cielo es de los halcones y las estrellas. Allí uno se encuentra al borde de la vida, de lo imprevisto, mientras que nuestras ciudades... ¿No son nuestras mentes disecadas y hastiadas las que continuamente se alejan cada vez más de la libertad, de lo vasto y desconocido, de la presencia infinita, eligiendo un viaje estúpido de un hecho sensual a otro, a la cola de ese burro llamado Razón? Sugiero que en esa soledad el espíritu que hay dentro de nosotros se da cuenta de que está pisando las afueras de una región que se llama la Imaginación. Afirmo que nos hemos extraviado y que en nuestra ceguera hemos abandonado...

Mi extraño se detuvo en su frenesí, me miró desde su rincón oscuro como si hubiera tenido la intención de aturdirme, de asombrarme con alguna herejía violenta. Salimos resoplando lenta y laboriosamente de un Alto en el que, en la oscuridad creciente y la luz de la luna, habíamos estado parados durante algún tiempo. Nunca un invitado estuvo más desesperadamente a merced de un viejo marinero.

—Pues bien —continuó, alzando un poco la voz para dominar los resonantes latidos del corazón de nuestra máquina de vapor—, una tarde, en mis vagabundeos sin rumbo, subí a la cima de un empinado camino de carros cubierto de hierba que serpenteaba entre setos densos y descuidados. Incluso entonces podría haber pasado por alto la casa a la que conducía, porque, como una horquilla, el camino giraba bruscamente sobre sí mismo, y sólo un sendero mucho más débil conducía a la cima de la colina. Podría, digo, haber pasado por alto la casa y... y a sus ocupantes, si no hubiera oído el sonido musical de lo que parecía el tañido de un arpa. Ese gorjeo suave, fino, brotaba sobre la hierba tupida como si surgiera del espacio. La verdad no puedo decir si era ese aire o de mi propia fantasía. Tampoco descubrí nunca qué instrumento, si del hombre o de Ariel, había emitido una melodía tan pura y, sin embargo, tan incorpórea.

»Seguí avanzando y me encontré frente a un terreno que se extendía a unos cientos de pasos a través del abrupto y repentino valle que había en medio. En una entrada en forma de V a la izquierda, y hacia el sol, se extendía una lengua azul y perezosa del mar. Y mientras mi mirada se deslizaba de allí hacia arriba y a lo largo de la nítida y verde línea del horizonte contra el turquesa transparente del espacio, capté el brillo de una chimenea cuadrada. Seguí avanzando y pronto me encontré ante la puerta de un patio de granja.

»Unas cuantas aves tomaban el sol en sus baños de polvo. Palomas blancas se acicalaban y arrullaban en el techo de un edificio anexo tan dorado por sus líquenes como si el sol del oeste hubiera esparcido su polvo durante siglos sobre las grandes losas. Sólo esa vida y el susurro del viento: nada más. Sin embargo, con sólo echar un vistazo me pareció haber traspasado una paz que había perdurado durante siglos, haber cruzado la frontera invisible que divide el tiempo de la eternidad. Me incliné, descansando, sobre la puerta, y podría haber permanecido allí durante horas, sumido cada vez más en la bendita quietud que se había apoderado de mis pensamientos.

»Una mujer encorvada apareció en la oscura entrada de un cobertizo de piedra frente a mí y, protegiéndose los ojos, se detuvo a escrutarme prolongadamente. En ese momento entré por la puerta y, explicándole que me había extraviado y que estaba cansado y sediento, le pedí un poco de leche. No respondió, pero después de mirarme con algo entre sospecha en su rostro viejo y curtido por el clima, me condujo hacia la casa que se encontraba a la izquierda en la ladera del valle, oculta hasta entonces por arbustos.

»Era una casa baja y grave, con chimeneas grises, con las paredes de piedra atravesadas por una profunda sombra proyectada por el sol poniente, las ventanas oscuras, redondeadas y sin cortinas, la puerta abierta de par en par que daba al porche. Entró y yo me detuve en el umbral. En el interior reinaba una quietud profunda, como la del agua de una cueva renovada por la marea. Sobre una mesa colgaba una corona de flores silvestres. A la derecha había un roble macizo sobre las losas. Un rayo de sol atravesaba el aire de la escalera desde una ventana superior.

»De pronto apareció un hombre moreno, de rostro alargado y demacrado, que me contemplaba mientras avanzaba con unos ojos que no parecían tanto fijar al intruso como rodear su imagen, como el mar contiene la mota lejana de un barco en su ancho seno de agua. Podrían haber sido los ojos de un ciego; las ventanas de una casa en sueños a la que el ocupante debe hacer una especie de peregrinación para contemplar la realidad. Entonces sonrió, y sus rasgos alargados y oscuros, melancólicos pero serenos, se iluminaron como un peñasco bajo un tenue rayo de sol pasajero. Con un gesto me dio la bienvenida a la gran cocina de losas oscuras, fresca como un sótano, aireada como un campanario, su aire dulce atravesado por un largo rectángulo de luz que venía del oeste.

»Los amplios estantes de la cómoda estaban cargados de vajilla. Una corona de flores recién cortadas colgaba sobre la repisa de la chimenea. Cuando entramos, una nube de pájaros pequeños, petirrojos, gorriones, pinzones revolotearon a pocos centímetros del suelo, el alféizar y el asiento de la ventana, y una vez más, con diminutos ojos oscuros como estrellas, observándome, se posaron silenciosamente. Podía oír el infinitesimal tic-tac de sus diminutas garras sobre la pizarra. Mi mirada se desvió por la ventana hacia el jardín que había más allá, una caverna de un cristal y un color más claros que los que asombraron los ojos del joven Aladino.

»Aparte de la retorcida guirnalda de flores silvestres, el metal de la estufa y el candelabro de cobre, y la vajilla brillante, no había ningún adorno en la habitación excepto un marco tosco, colgado de un clavo en la pared y que encerraba lo que parecía ser un fragmento de seda azul o lino fino con un patrón tenue. Las sillas y la mesa eran viejas y pesadas. Un gorjeo bajo y suave, un ocasional aleteo, un zumbido como de neblina de abejas y moscas: estos eran los únicos sonidos que bordeaban un silencio intensificado en su profundidad por los movimientos remotos del mar.

»La casa se quedó en silencio como por un hechizo, pero el pensamiento que había en mi interior no hacía preguntas; la especulación dormía en su perrera. Me senté a la mesa a tomar la leche y el pan, la miel y la fruta que la anciana había dispuesto, y su amo se sentó frente a mí, ya en un susurro bajo y sibilante (una lengua que ellos parecían entender), dirigiéndose a los pájaros, ya, como si hiciera un esfuerzo, alzando esos extraños ojos verdegrisáceos suyos para dedicarme una observación tranquila. Me hizo, más por cortesía que por interés activo, algunas preguntas, referidas al mundo, a sus negocios y transportes (nuestro hermoso mundo), como un astrónomo de madrugada podría murmurar unas palabras al invitado enviado por casualidad a su soledad sobre los secretos de Urano o Saturno. Hay otro lado inexplorable de la luna. Sin embargo, dijo lo suficiente para que yo comprendiera que él también pertenecía a esa pequeña tribu de los distantes y salvajes a los que se podría aplicar nuestra vieja y agrietada palabra «abandonado», ermitaños, lamas, faquires de esteras de arcilla y similares; los pájaros nevados que juegan y gritan en medio de las olas del océano; la vida de un oasis en el desierto; que comparten una realidad sólo lejanamente soñada por las congregaciones de hombres impulsadas por el tiempo y corroídas por el pensamiento.

»Sin embargo, de alguna manera me di cuenta de que el borde de la camaradería (¿debería llamarlo así?) que compartíamos, él y yo, era tan estrecho y peligroso que una y otra vez la fantasía dentro de mí parecía flotar sobre ese precipicio que la Noche conoce como miedo. Era él, al parecer, con esa contemplación abrasadora, con esa sonrisa lejana pero tranquilizadora, quien mantenía mi equilibrio. «No», parecía pronunciar una voz dentro de él, «estás a salvo; los límites están fijados; Aunque la alucinación cante su señuelo, no pasarás irremediablemente. Come y bebe, y pronto volverás a la vida». Y escuché, y, como un niño somnoliento en su cuna, mi conciencia se hundió más y más, se calmó, se apaciguó en el sueño que, según parecía, esta casa de piedra silenciosa ahora alzaba sus paredes.

»Casi había terminado mi comida cuando oí pasos que se acercaban por las losas de afuera. El murmullo de otras voces, claramente estridentes pero guturales incluso a la distancia, y a pesar de las densas piedras y vigas de la casa que habían embotado su timbre, ya habían llegado hasta mí. Entonces los pies se detuvieron. Giré la cabeza, con cautela, incluso tal vez con aprensión, y me enfrenté a dos figuras en la puerta.

»Ahora no puedo adivinar la edad de mi anfitrión. Estos niños —en cuanto a rostros, gestos y apariencia, en cuanto a figura y estatura, aparentemente, ya estaban en la última etapa de la adolescencia— eran mucho más problemáticos. Digo «figura y estatura», pero obviamente eran enanos. Tenían la cabeza clavada entre los hombros, el pelo espeso, los ojos desconcertantemente hundidos. Eran desgarbados; sus rasgos eran peculiarmente irregulares, como si dos razas venidas de los confines de la tierra hubieran mezclado en ellos su sangre y su extrañeza; como si, más bien, un animal y un ángel hubieran conspirado para crearlos.

»Pero si alguna luz interior se reflejaba en los ojos inmóviles, en el rostro demacrado, triste y quijotesco que ahora estaba total e intensamente clavado en el mío, esa luz era también la de ellos. Él les habló; ellos respondieron, en inglés, mi propia lengua; pero un inglés arrastrado, entrecortado e ininteligible para mí, aunque claro como una campana, inquietante, penetrante, anhelante como la voz de un pez o de una sirena. Mis oídos absorbieron el sonido mientras un árabe reseco por la arena del desierto se deja caer sobre su vientre seco y traga a sorbos el agua cristalina. Los pájaros se acercaban saltando como si estuvieran bajo la vara de un hechicero. Un clamor dulce y continuo surgió de sus pequeñas gargantas. Los exquisitos colores de la pluma y el pecho ardían, reverdecían, se derretían en el rayo de sol, en el aire oscuro que había más allá.

»Una especie de alegría triste, una felicidad lamentable, como los anillos en las cadencias de una vieja canción popular, inundó mi corazón. Había regresado a los límites del Edén, encorvado y cansado, mirando de un sueño a otro, nostálgico, «abandonado».

—Bueno, han pasado años —murmuró mi compañero de viaje con desdén—, pero no he olvidado los árboles primigenios y la sombra de ese Edén.

»Me sacaron, esos extraños compañeros, un él y una ella, si puedo decirlo tan crudamente como lo hizo entonces mi percepción. A través de una amplia puerta me condujeron —si se puede decir que alguien que guía es conducido— a su jardín. ¡Jardín! De una milla de largo, entre muros invisibles, se inclinaba y se estrechaba hacia un mar cuyo azul oscuro y sin espuma, incluso a esta distancia, deslumbraba mis ojos. Sin embargo, ¿cómo se puede llamar jardín a eso que no revela el más mínimo rastro de ordenación humana, de esclavitud humana, de pala o azada?

»Grandes rocas se alzaban en relieve, espolvoreadas con mil musgos y líquenes diversos, entre un verdor florido de malezas. Árboles atrofiados por el viento, de color esmeralda claro, cubiertos de líquenes, suavizaban y crujían los aires entrantes del océano con sus hojas y espinas, silbando una música tenue y apenas audible. Frutas escasas, rancias y sin cultivar colgaban cerca de las ramas nudosas, con sus mejillas de vivos colores. Era el refugio de los pájaros, la pequeña sala de estar de su casa de vida, bajo un cielo vespertino, puro y brillante como una gota de agua. Gritaba: «¡Hospital!» a los vagabundos del universo.

»Cuando miro hacia atrás, con un recuerdo cada vez más tenue y nebuloso, a mis dos compañeros, oigo sus voces guturales, dulces y estridentes, vuelvo a captar su ser, por así decirlo, me doy cuenta de que había una especie de orientalismo en su efecto. Su cortesía no era occidental; las sonrisas que me saludaban, cada vez que giraba la cabeza para mirarlos, eran infinitamente amistosas, pero infinitamente remotas. Tan desgarbados, tan alejados de nuestras nociones de belleza y simetría eran sus cuerpos y rostros, esas cabezas pesadamente hundidas entre sus hombros, sus brazos y manos desproporcionados pero gráciles, que los niños de algunos de nuestros pueblos ingleses podrían sentirse impulsados a apedrearlos, mientras sus mayores miraban y reían.

»El anochecer se acercaba; pronto llegaría la noche. Los colores del atardecer, chupando su tinte más extremo de cada hoja, brizna y pétalo, tocaron mi conciencia incluso entonces con una vaga y fugaz alarma.

»Recuerdo que pregunté a estos seres extraños y felices, repitiendo mi pregunta dos o tres veces, mientras nos acercábamos a la entrada del valle en cuyas arenas un pequeño arroyo vertía su agua fresca; les pregunté si eran ellos quienes habían plantado esta multitud de flores, muchas de una especie desconocida para mí y ajena a un país inagotablemente rico. «¡Esperamos; esperamos!», creo que gritaron. Y fue como si su grito despertara el eco de los valles verdes de la mente en los que me había extraviado. ¿Debo confesar que las lágrimas brotaron de mis ojos mientras miraba, hambriento, a mi alrededor, la cosecha de su paciencia?

»Nunca la realidad estuvo tan cerca del sueño. No era sólo un país desconocido, deslizado entre estas plácidas colinas, en el que me había topado por casualidad en mis divagaciones. Había entrado por unos breves momentos en una extraña región de la conciencia. Estaba caminando, así acompañado, en medio de un mundo de vida acogedora y sin miedo; los caminos de la imaginación del hombre, el reino del cual el pensamiento y la curiosidad, el escrutinio molesto y la lujuria habían demostrado prehistóricamente el medio insensato de su destierro. «Realidad», «Conciencia»: ¿se habían extraviado por el momento?

»Ahora especulo. En esa extraña, sí, y posiblemente siniestra compañía, siniestra sólo porque me era ajena, no especulé. En su jardín, lo familiar se había convertido en extraño, «lo extraño» que acecha en lo más íntimo del corazón, descarga sus riquezas en trance, arroja su luz y su dorado sobre el amor, da un sabor celestial al cuenco intemperante de la pasión y es el secreto de nuestra piedad incomunicable. Lo que es aún más extraño, estas cosas evidentemente se alegraban de mi compañía. Caminaban tras de mí (como hombres amarillos perseguirían a un cuadrúpedo occidental nunca antes visto) en alegre complicidad de asentimientos y sonrisas envueltas ante esta intrusión tal vez sin precedentes.

»Me quedé un momento mirando la plácida superficie del mar. Un barco a vela flotaba como un fantasma en el horizonte. Anhelaba anunciar mi descubrimiento a sus marineros. La marea se desató, se rompió, se agotó en las rocas desnudas, de repente sentí frío y me sentí solo, y me volví felizmente hacia el jardín, mis compañeros se separaron instintivamente para dejarme pasar entre ellos. Respiré el calor raro, casi exótico, el aire tenue, meloso, cargado de almendras de sus flores y pájaros: gaviota, pato silvestre, chorlito, lavandera, pinzón, petirrojo, que, como me di cuenta medio enfadado, medio tristemente, revoloteaban en un momento de consternación solo por mi presencia: el espectro encarnado de su enemigo, el hombre. ¿El hombre? Entonces, ¿quiénes eran estos?

»Me perdí de nuevo en un camino esa mañana, mientras andaba con dificultad. Llegó la oscuridad, cálida y estrellada. Estaba abatido y exhausto más allá de las palabras. Aquella noche dormí en un granero y me despertó poco después del amanecer el canto de los gallos. Salí, aturdido y parpadeando por la luz del sol, me lavé la cara y las manos en un arroyo cercano y llegué a un pueblo antes de que se moviera un alma. Así que me senté bajo un muro cubierto de espinas en un prado y una vez más me quedé dormido. Cuando me desperté de nuevo eran las diez. El reloj de la iglesia en su torre dio las campanadas y entré en una posada a comer.

»Una mujer corpulenta, rubia, amable y hospitalaria, con un rostro que se parecía cómodamente al de su propia cerda, que resopló y husmeó en la puerta abierta mientras yo estaba sentado en mi taburete, me sirvió lo que pedí. Le describí, no sin cierta vergüenza, como si fuera una traición, mi granja, su paradero.

»Sus pequeños ojos azules me miraron con una expresión fugaz que no supe traducir. El nombre de la granja, al parecer, era Trevarras.

»—¿Y viste a alguna de las Criaturas? —me preguntó con una voz que no era del todo la suya.

»—¿Criaturas?

Me recosté un instante y la miré; luego me di cuenta de que Criatura era el nombre de mi anfitrión, y María y Christus (aunque en esto su dialecto puede haberme engañado) los nombres de los dos jardineros. Ella contó una historia absurda, hasta donde pude unirla y hacerla coherente. Cosas supersticiosas sobre este hombre que había llegado a los curiosos habitantes del distrito y se había instalado en Trevarras, un extraño y peregrino, un extranjero, al parecer, de pocas palabras y modales dudosos.

»Y luego había algo (puso sus dos manos regordetas, una de ellas con un anillo de boda, sobre el cinc de la barra del bar y me miró). Dijo algo sobre una mujer «del mar». Con un «vestido azul» y muda, inarticulada o maestra de una lengua extranjera. Debía de haber vivido en pecado, además, esos ojos de cerdo parecían anhelar, ya que los niños eran «simples», «naturales», como Dios manda en estos asuntos. Era inútil. El estómago a veces puede rechazar el agua fría y sanadora y gasificada de «la mañana siguiente», y mi ridícula embriaguez me había dejado seco pero todavía no del todo sobrio.

»De todos modos, esto es lo que me dijo: mi mujer azul, tan rubia como el lino, había muerto y estaba enterrada en el cementerio vecino (el más cercano, aunque a millas de distancia de Trevarras). Me aseguró repetidamente, como si de otro modo pudiera dudar de un hecho tan sofisticado, que allí encontraría su tumba, su «lápida».

»Y así fue, lejos de los elegidos y en un rincón sombrío al noroeste de la tierra soñolienta y sin cosechas: una losa de granito, apenas redondeada, con un solo nombre grabado a mordiscos en la superficie oscura y áspera: «Femina Creature».

Walter de la Mare (1873-1956)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Walter de la Mare


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Walter de la Mare: Las Criaturas (The Creatures), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El Hombre-Polilla»: Elizabeth Bishop; poema y análisis.


«El Hombre-Polilla»: Elizabeth Bishop; poema y análisis.




«Si llegas a verlo,
acércale una linterna a los ojos. Pupilas negras,
todo noche, cuyo horizonte veteado se contrae
cuando te devuelve la mirada.»



El Hombre-Polilla (The Man-Moth) es un poema de la escritora norteamericana Elizabeth Bishop (1911-1979), escrito en 1935 y publicado en la antología de 1946: Norte y sur (North and South).

El Hombre-Polilla, uno de los mejores poemas de Elizabeth Bishop, está inspirado en un error tipográfico en un artículo del New York Times, en el que se utilizó equivocadamente el término manmoth [«hombre-polilla»] en lugar de la palabra correcta: mammoth [«mamut»]. En una entrevista, la autora mencionó que es errata «parecía estar destinada» a ella:


«Un oráculo me habló desde la página del New York Times (...) A una le ofrecen este tipo de declaraciones oraculares todo el tiempo, pero a menudo se las pasa por alto, o el significado se niega a permanecer en su lugar.»


El Hombre-Polilla nos introduce en un escenario urbano, nocturno: la luz de la luna se filtra por las grietas de los edificios, y esto atrae a una criatura humanoide, extraordinariamente delgada, que emerge de las alcantarillas. El El Hombre-Polilla no puede ver la luna, pero sí sentir su luz. Comienza a trepar por un edificio; cree que la luna es en realidad una pequeña abertura en el cielo por la cual podrá meter su cabeza. Está asustado, pero la luz lo atrae inexorablemente.


«Aquí, arriba,
las grietas de los edificios están llenas de la maltrecha luz de la luna.
La sombra del Hombre es tan grande como su sombrero.
Yace a sus pies como el pedestal circular de una muñeca,
y él es como un alfiler invertido, con la punta magnetizada hacia la luna.
No ve la luna; sólo observa sus vastas propiedades,
sintiendo la extraña luz en sus manos, ni cálida ni fría,
de una temperatura imposible de registrar en los termómetros.»


Como en otras ocasiones, el Hombre-Polilla cae y regresa a su mundo subterráneo. Abatido por una sensación general de lentitud, se sube a un vagón del metro. Por alguna razón siempre elige sentarse «al revés», es decir, de espaldas a la dirección en la que se mueve el tren. «No se atreve a mirar por la ventana» a causa del tercer raíl [siendo mitad polilla, probablemente termine siendo atraído y carbonizado por la electridad]. Temeroso, el Hombre-Polilla no se permite tocar o interactuar con su entorno [«Tiene que mantener / sus manos en los bolsillos»], limitando aún más sus oportunidades de conexión y hace que su soledad sea aún más completa. Todas las noches de luna se repite la misma escena: el ascenso por los edificios, la caída y el retorno a los túneles «a soñar los mismos sueños» [ver: El Hombre Polilla: una leyenda urbana]

Elizabeth Bishop concluye el poema con una advertencia: si el lector llega a encontrarse por casualidad con el Hombre-Polilla, debe iluminarle los ojos con una linterna. No tiene iris; todo es negro, como el cielo nocturno. Sus párpados son como el horizonte, se contraen cuando te miran. Entonces se le escapa una lágrima: lo único que tiene para ofrecer. Pero, cuidado, intentará esconderla en su mano y, si no estás atento, se la comerá.


Si llegas a verlo,
acércale una linterna a los ojos. Pupilas negras,
todo noche, cuyo horizonte veteado se contrae
cuando él te devuelve la mirada y cierra sus ojos. Entonces, de los párpados
se desliza una lágrima, su única posesión, como el aguijón de una abeja.
La recoge disimuladamente y, si no estás atento, se la traga.
Pero si la ves, te la entregará,
fresca como los manantiales subterráneos y lo bastante pura como para beberla.


Elizabeth Bishop escribió El Hombre-Polilla a los veinticuatro años, justo después de graduarse de la universidad. Es un poema diferente del resto de su obra, mucho más surrealista, casi abstracto, y que por lo tanto permite una variedad de interpretaciones. La más obvia, y debido a eso probablemente equivocada, sugiere que los intentos metódicos de esta polilla de llegar a la luna, que cree es un agujero, y meter la cabeza, son una expresión alegórica de la sexualidad masculina. El mismo argumento puede utilizarse en relación a la espiritualidad o a la ambición.

En efecto, el Hombre-Polilla cree que la luna es un agujero en el cielo, y trata repetidamente [sin éxito] de alcanzarla. Esto podría verse como un ejemplo de perseverancia; al mismo tiempo, estos intentos podrían representar un deseo [inútil] de escape que deja al Hombre-Polilla atrapado en un ciclo de esperanza y decepción.

Si el Hombre-Polilla alcanzara la luna [esta es su teoría], cree que podría ver más allá, tal vez incluso salir de su lúgubre morada en la ciudad. Nunca ha estado ni cerca de lograrlo, pero eso no importa demasiado. En cada intento, el Hombre-Polilla cree que «se las arreglará para meter su cabecita a través de esa abertura redonda y limpia» y abrirse paso hacia el otro lado. El Orador del poema señala que, «por supuesto, falla» una y otra vez, resaltando tanto el empeño como la inutilidad de sus esfuerzos. ¿Será que el Hombre-Polilla no está buscando algo exterior [a sí mismo] sino tratando de escapar del mundo ordinario que lo rodea, paradójicamente, a través de una rutina?

Elizabeth Bishop nos anima a identificarnos con el Hombre-Polilla. Después de todo, es difícil no sentir simpatía por esta criatura que existe en una soledad opresiva e intenta alcanzar un objetivo heróico. Entonces, de repente, se dirige al lector como si fuera parte de esta fábula. Donde antes invocaba nuestra identificación, ahora afirma que no sólo compartimos el mismo mundo del Hombre-Polilla: podemos encontrarlo y despojarlo de su única posesión [sus lágrimas]. Esto, de algún modo, nos hace ver como intrusos de la noche, seres que patrullan la oscuridad con la fría luz de nuestras linternas, perfectamente capaces de actuar con la mayor crueldad. De este modo, la escala sobrenatural del poema se funde con una escena familiar. Pasamos de observar desde una prudente distancia a intervenir.

Al final del poema, la imaginación es derrotada. El Hombre-Polilla se ve obligado a esconderse, a enfrentar la posibilidad de ser asesinado, aunque sea de manera incidental, mientras el ser humano saquea su único tesoro.

El Hombre-Polilla es un poema singular, casi expresionista [como el juego de sombras de Murnau], una exploración al estilo de Kafka [ver: Kafka y lo Kafkiano]. El propio Hombre-Polilla es una figura lógica dentro del mundo que esboza Elizabeth Bishop, salida desde los túneles de la imaginación; de hecho, su incomodidad durante esta «visita a la superficie» es palpable. La naturaleza de su otra vida, bajo tierra, en los túneles, es desconocida [ver: En el Metro: el horror subterráneo de lo reprimido]

Algunos asocian ciertos aspectos de El Hombre-Polilla con el alcoholismo que sufría Elizabeth Bishop. Esas asociaciones derivan de sus cuadernos de trabajo, donde se forja una relación directa entre el fatal tercer raíl y los peligros del alcohol, haciendo del poema un retrato simbólico del artista como adicto. Es una interpretación plausible, pero alejada de lo más interesante de El Hombre-Polilla, que son sus puntos ciegos. La criatura intenta repetidamente [y sin éxito] perforar los límites físicos de la realidad [«meter su cabecita a través de esa abertura redonda y limpia»], y quizás nacer a una nueva existencia. Pero, ¿por que piensa que la luna es «como un pequeño agujero en lo alto del cielo»? ¿Por qué «debe atravesar túneles artificiales y tener sueños recurrentes»? Podríamos perdernos sin remedio en este laberinto de asociaciones.

Lo único cierto es que la luna ejerce una atracción compulsiva sobre el Hombre-Polilla. Todo el poema está atravesado por un patrón de verticalidad, desde los túneles a las alturas de los edificios y de vuelta hacia abajo: ascenso imposible y caída inevitable. Todo esto acaso tiene relación con el proceso de creación artística. En este contexto, la compulsión por escalar hasta la luna es un sustituto del poeta que intenta lograr algo elevado y significativo, algo que requiere, en primer lugar, superar el miedo [«lo que el Hombre-polilla más teme es lo que debe hacer»]; y en segundo la perseverancia ante el fracaso seguro.




El Hombre-Polilla.
The Man-Moth, Elizabeth Bishop (1911-1979)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Aquí, arriba, las grietas de los edificios están llenas de la maltrecha luz de la luna.
La sombra del Hombre es tan grande como su sombrero.
Yace a sus pies como el pedestal circular de una muñeca,
y él es como un alfiler invertido, con la punta magnetizada hacia la luna.
No ve la luna; sólo observa sus vastas propiedades,
sintiendo la extraña luz en sus manos, ni cálida ni fría,
de una temperatura imposible de registrar en el termómetro.

Pero cuando el Hombre-Polilla
hace sus raras, aunque ocasionales, visitas a la superficie,
la luna le parece bastante diferente. Él emerge
de una abertura bajo el borde de una de las aceras
y nerviosamente comienza a escalar las fachadas de los edificios.
Cree que la luna es un pequeño agujero en lo alto del cielo,
lo que demuestra que el cielo es bastante inútil para protegerse.
Tiembla, pero debe descubrir hasta dónde puede escalar.

Por las fachadas,
arrastrando su sombra como el paño de un fotógrafo,
asciende, temeroso, pensando que esta vez logrará
introducir su cabecita por esa limpia abertura redonda
y que la luz lo obligará a pasar, como por un tubo, en volutas negras.
(El hombre, de pie debajo de él, no alberga tales ilusiones.)
Pero lo que más teme el Hombre-Polilla es lo que debe hacer,
aunque fracase, por supuesto, y caiga hacia atrás, asustado pero ileso.

Luego regresa
a los pálidos túneles del subterráneo que considera su hogar.
Revolotea, se agita y no logra subir a bordo de los trenes silenciosos
con la rapidez necesaria. Las puertas se cierran rápidamente.
El Hombre-Polilla siempre se sienta mirando hacia el lado equivocado
y el tren arranca de inmediato a toda su terrible velocidad,
sin cambios de marcha ni gradación de ningún tipo.
No puede calcular a qué velocidad viaja hacia atrás.

Cada noche
debe atravesar túneles artificiales y tener sueños recurrentes.
Así como los durmientes se repiten bajo su tren, éstos subyacen
bajo su mente acelerada. No se atreve a mirar por la ventana,
porque el tercer raíl, la corriente ininterrumpida de veneno,
corre a su lado. Lo considera como a una enfermedad
cuya propensión ha heredado. Tiene que mantener
las manos en los bolsillos, como otros deben usar bufandas.

Si llegas a verlo,
acércale una linterna a los ojos. Pupilas negras,
todo noche, cuyo horizonte veteado se contrae
cuando él te devuelve la mirada y cierra sus ojos. Entonces, de los párpados
se desliza una lágrima, su única posesión, como el aguijón de una abeja.
La recoge disimuladamente y, si no estás atento, se la traga.
Pero si la ves, te la entregará,
fresca como los manantiales subterráneos y lo bastante pura como para beberla.


Here, above,
cracks in the buildings are filled with battered moonlight.
The whole shadow of Man is only as big as his hat.
It lies at his feet like a circle for a doll to stand on,
and he makes an inverted pin, the point magnetized to the moon.
He does not see the moon; he observes only her vast properties,
feeling the queer light on his hands, neither warm nor cold,
of a temperature impossible to record in thermometers.

But when the Man-Moth
pays his rare, although occasional, visits to the surface,
the moon looks rather different to him. He emerges
from an opening under the edge of one of the sidewalks
and nervously begins to scale the faces of the buildings.
He thinks the moon is a small hole at the top of the sky,
proving the sky quite useless for protection.
He trembles, but must investigate as high as he can climb.

Up the façades,
his shadow dragging like a photographer’s cloth behind him
he climbs fearfully, thinking that this time he will manage
to push his small head through that round clean opening
and be forced through, as from a tube, in black scrolls on the light.
(Man, standing below him, has no such illusions.)
But what the Man-Moth fears most he must do, although
he fails, of course, and falls back scared but quite unhurt.

Then he returns
to the pale subways of cement he calls his home. He flits,
he flutters, and cannot get aboard the silent trains
fast enough to suit him. The doors close swiftly.
The Man-Moth always seats himself facing the wrong way
and the train starts at once at its full, terrible speed,
without a shift in gears or a gradation of any sort.
He cannot tell the rate at which he travels backwards.

Each night he must
be carried through artificial tunnels and dream recurrent dreams.
Just as the ties recur beneath his train, these underlie
his rushing brain. He does not dare look out the window,
for the third rail, the unbroken draught of poison,
runs there beside him. He regards it as a disease
he has inherited the susceptibility to. He has to keep
his hands in his pockets, as others must wear mufflers.

If you catch him,
hold up a flashlight to his eye. It’s all dark pupil,
an entire night itself, whose haired horizon tightens
as he stares back, and closes up the eye. Then from the lids
one tear, his only possession, like the bee’s sting, slips.
Slyly he palms it, and if you’re not paying attention
he’ll swallow it. However, if you watch, he’ll hand it over,
cool as from underground springs and pure enough to drink.


Elizabeth Bishop (1911-1979)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Poemas góticos. I Poemas de Elizabeth Bishop.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del poema de Elizabeth Bishop: El Hombre-Polilla (The Man-Moth), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El gato»: Mary E. Wilkins Freeman; relato y análisis.


«El gato»: Mary E. Wilkins Freeman; relato y análisis.




«Él y el Gato se miraron a través de esa barrera infranqueable de silencio
que se alza entre el hombre y la bestia desde la creación del mundo.»



El gato (The Cat) es un relato fantástico de la escritora norteamericana Mary E. Wilkins Freeman (1852-1930), publicado originalmente en la edición de mayo de 1900 de la revista Harper's New Monthly.

El gato, uno de los cuentos de Mary Wilkins Freeman menos conocidos, está elaborado con astucia y paciencia, atributos de su protagonista felino. Trata, fundamentalmente, sobre la necesidad de compañía y afecto, incluso por parte de aquellos que pueden sobrevivir solos en las condiciones más duras.

El cuento nos sitúa en pleno invierno en las montañas. El dueño del Gato [un anciano] abandona la cabaña que comparte con el animal y se retira al pueblo hasta el final de la estación [«el frío cruel de las montañas se aferraba a sus entrañas como una pantera»]. Cuando conocemos al Gato está hambriento pero de ningún modo desesperado: aguarda pacientemente que el conejo que ha estado rastreando salga de su madriguera. Su inmovilidad, la espera, parecen detener el tiempo [«todos los tiempos eran uno para el Gato cuando acechaba a una presa»]. Está solo en las peores condiciones, «no había ninguna voz que lo llamara; en ningún hogar había un plato esperándolo», pero el Gato es un depredador excepcional.


«Caía la nieve, y el pelo del gato estaba rígido y en punta, pero seguía imperturbable. Permanecía sentado, preparado para el último salto, y así llevaba horas.»


El Gato piensa de vez en cuando en al anciano, a quien considera un buen hombre, pero no porque fuera su fuente de sustento, sino porque ambos se brindaban compañía. Mary Wilkins Freeman hace un trabajo soberbio al retratar la psique del animal en este aspecto: «su razonamiento era siempre secuencial y tortuoso; para él siempre sería lo que había sido, y para su maravillosa paciencia era más sencillo esperar que creer que su amo volvería».

De vuelta en la cabaña, el Gato se dispone a comerse el conejo cuando escucha una voz, afuera, entre las ráfagas de viento. Responde con un maullido que admite «la duda, el aviso, el miedo y, por fin, la camaradería». Al final el extraño consigue forzar la puerta. Es un hombre demacrado, famélico, que tiembla mientras trata de encender un fuego. El Gato sale de su escondite, desde donde ha estado evaluando la situación, y salta sobre el regazo del hombre con el conejo. El extraño se sobresalta, pero el Gato insiste en compartir su presa mientras se frota contra sus piernas y sus zapatos rotos.

Mary Wilkins Freeman describe al hombre como un «Ismael», es decir, un marginado de la sociedad; pero es amable y acepta el regalo. Cocina el conejo y lo divide por la mitad para que cada uno coma su parte. Esa noche, el hombre y el Gato duermen juntos en el catre, dándose calor mutuamente.


«El Gato pensó que era un hombre excelente. Lo amaba con todo su corazón, aunque lo conocía desde hacía tan poco tiempo y tenía un rostro a la vez lastimoso y marcadamente opuesto a lo mejor de las cosas. Era un rostro con el grisáceo sucio de la edad, con las mejillas hundidas por la fiebre y los recuerdos de la injusticia en los ojos apagados, pero el Gato lo aceptó sin cuestionarlo y lo amó.»


El hombre está demasiado débil y enfermo para cazar, así que el Gato comparte con él sus presas [que a veces le toman días de acechar a la intemperie] durante todo el invierno, excepto los ratones. A cambio, el hombre mantiene la cabaña caliente. Cada noche cenan y duermen juntos.

Un día, el Gato consigue cazar tres presas [un conejo, una perdiz y un ratón], que deposita en la puerta de la cabaña en varios viajes. Maulla para que el hombre le abra, pero nadie responde. Al cabo de un rato, el animal entra por una ventana. El hombre se ha ido.

El Gato se come al ratón, recupera fuerzas, y lleva al conejo y la perdiz al interior de la cabaña. Espera, pero no viene nadie. A los dos días empieza a comer el resto. Duerme, despierta, pero el hombre no vuelve. Sale a cazar de nuevo, consigue un pájaro, y al volver ve una luz en la ventana. Se detiene en la puerta y maulla. Su amo original ha regresado.

Este hombre lo trata como un compañero, pero no le dispensa ningún gesto de afecto. «Nunca lo acarició como ese paria más gentil». De todas formas, el Gato se frota contra sus piernas, pero no comparte el pájaro. Después de cenar, el hombre nota que la cabaña está distinta. Hay cosas que faltan [leña y tabaco, sobre todo], pero esto no parece molestarle. Al final, se sienta cerca del fuego:


«Él y el Gato se miraron a través de esa barrera infranqueable de silencio que se alza entre el hombre y la bestia desde la creación del mundo.»


El Gato de Mary Wilkins Freeman es un ejemplo de los de su especie: fuerte, independiente, ingenioso y respetuoso de sí mismo. Posee, como todos los gatos, una psicología que tiene pocos puntos de contacto con la psicología humana; excepto en su anhelo [no necesidad] de compañía y afecto. Los perros de la ficción son capaces de realizar verdaderas proezas humanísticas, desde salvar bebés de un incendio a proteger a sus amos de feroces lobos, pero el comportamiento habitual de los gatos, que posee otras virtudes, no admite tales hazañas. Mary Wilkins Freeman supera por lejos a otros relatos de gatos al centrarse específicamente en este punto donde psicología humana y la felina se fusionan [ver: La verdadera diferencia entre perros y gatos]

El Gato de la historia no es un animal domesticado. Considera que la cabaña y los terrenos adyacentes son su territorio y no se siente abandonado cuando el anciano se va. Desde luego, lo aprecia, pero no lo necesita para subsistir. Tampoco se siente amenazado ante la presencia intrusiva del extraño. La cabaña es suya y no hay nada que el hombre pueda hacer para desestabilizar su dominio. De hecho, Mary Wilkins Freeman establece que es el Gato quien acoge al extraño; es él quien acepta el vínculo y retribuye su compañía con la mitad de sus presas [excepto los ratones]. En cierto sentido, es el Gato quien domestica al hombre, ofreciéndole el conejo mientras el humano demuestra su docilidad al cocinarlo para los dos [ver: Lovecraft, los gatos y un paseo por Ulthar]

El Gato comienza con la ausencia de la civilización, que se vislumbra únicamente en las elipses del texto. Por ejemplo, el extraño lleva consigo «los recuerdos del mal», algo en su pasado entre los hombres que lo ha dejado con un sentimiento de misantropía, pero nunca se arroja luz sobre esto. Nada de eso importa para el comportamiento aristocrático del Gato. Nada de lo que el hombre haya podido hacer, nada que haya sufrido, tiene ninguna influencia ni interés para el Gato. Llega a amarlo por lo que es; es decir, por la forma en la que se relaciona con él; mejor dicho, por la forma en la que el hombre va reaccionando ante el proceso de domesticación que el animal ha iniciado desde que se conocen.

El foco de este relato de Mary Wilkins Freeman se desplaza del habitual antropocentrismo y se centra en su protagonista felino. Conocemos sus frustraciones, deseos y pensamientos, mientras que el universo interior de los dos hombres está ausente. Esto, además, modifica la concepción del tiempo. Por ejemplo, la temporalidad felina se mide en términos de satisfacción pendiente de sus deseos [de comida, de compañía, de refugio], no en horas, días y semanas.

El punto de encuentro entre la naturaleza y la civilización es la cabaña y los rituales que tienen lugar en ella [como compartir la comida y dormir juntos]. En este espacio, tanto el Gato [naturaleza] como el hombre [civilización] cambian, se aproximan mutuamente. El Gato que encontramos al principio de la historia es un cazador implacable, solitario, independiente; pero cuando se aproxima a la civilización [contacto afectivo con el hombre], decide ofrecerle el conejo que acaba de matar. En unos pocos párrafos, el Gato se ha vuelto más doméstico, incluso concede que se lo acaricie, mientras que el misántropo aprende a vivir con el felino y se vuelve más «humano», curiosamente, algo que logra junto a un animal, no con sus pares.

A simple vista, el final de El Gato es decepcionantemente conservador: el felino y el antiguo amo regresan a sus posiciones iniciales. Comparten la cabaña y se miran «a través de esa barrera infranqueable de silencio que se ha establecido entre el hombre y la bestia desde la creación del mundo». El hombre renuncia a averiguar qué ha pasado en su cabaña, a pesar de percibir una atmósfera extraña, objetos que no están en su lugar, o que directamente han desaparecido. En esencia, se rehúsa a tratar de comprender el pasado; sin embargo, el lector conoce la historia del gato y puede entender que ese pasado, en el presente, constituye una pérdida para el animal.




El gato.
The Cat, Mary E. Wilkins Freeman (1852-1930)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


La nieve caía y el pelaje del Gato estaba tieso y puntiagudo, pero él permanecía imperturbable. Estaba agachado, listo para la primavera de la muerte, como lo había estado sentado durante horas.

Era de noche, pero eso no importaba: todos los tiempos eran uno para el Gato cuando acechaba a una presa. Además, no estaba sujeto a ninguna voluntad humana, porque vivía solo ese invierno. No había ninguna voz que lo llamara; en ningún hogar había un plato esperándolo. Era completamente libre, salvo por sus propios deseos, que lo tiranizaban cuando no estaban satisfechos, como ahora.

El Gato tenía mucha hambre; estaba casi famélico, de hecho. Durante días el clima había sido muy severo, y todos los animales salvajes más débiles, que eran sus presas por herencia, se habían mantenido en sus madrigueras y nidos, y la larga caza del Gato no le había servido de nada. Pero siguió esperando con la inconcebible paciencia y persistencia de su raza.

El Gato era una criatura de convicciones absolutas, y su fe en sus deducciones nunca vaciló. El conejo había entrado allí, entre aquellas ramas bajas de pino. Ahora su pequeña abertura tenía ante sí una densa cortina de nieve, pero allí estaba. El Gato lo había visto entrar, tan parecido a una veloz sombra gris que incluso sus ojos agudos habían mirado hacia atrás en busca de la sustancia que lo seguía.

Así que se sentó y esperó y esperó en la blanca noche, escuchando con enojo el viento del norte que se iniciaba en las alturas superiores de las montañas con gritos distantes, y luego se hinchaba en un terrible crescendo de rabia y descendía en furiosas alas blancas de nieve como una bandada de feroces águilas sobre los valles y barrancos.

El Gato estaba en la ladera de una montaña, en una terraza boscosa. A unos cuantos pies de distancia, por encima de él, se alzaba una pendiente rocosa tan empinada como la pared de una catedral. El Gato nunca la había escalado: los árboles eran las escaleras que conducían a las alturas de su vida. A menudo había contemplado la roca con asombro y maullado amargamente y con resentimiento, como hace el hombre ante una Providencia amenazadora.

A su izquierda estaba el precipicio. Detrás de él, con un pequeño trecho de vegetación leñosa en medio, estaba la helada pared perpendicular de un arroyo de montaña. Delante estaba el camino hacia su casa. Cuando el conejo salió, estaba atrapado; sus pequeñas patas hendidas no podían escalar pendientes tan continuas.

Así que el Gato esperó.

El lugar en el que se encontraba parecía un torbellino del bosque. La maraña de árboles y arbustos que se aferraban a la ladera de la montaña con un severo manojo de raíces, los troncos y ramas caídos, las enredaderas que lo abrazaban todo con fuertes nudos y espirales de crecimiento, tenían un efecto curioso, como si fueran cosas que hubieran girado durante siglos en una corriente de agua furiosa, solo que no era agua, sino viento, que había dispuesto todo en líneas circulares para ceder a sus puntos de ataque más feroces.

Y ahora, sobre todo este remolino de madera y roca, troncos muertos y ramas y enredaderas, descendía la nieve. Soplaba como humo sobre la cresta de la roca que había encima; se erguía en una columna giratoria como un espectro de la muerte de la naturaleza, luego se desplomaba por el borde del precipicio y el Gato se encogía ante su feroz retroceso. Era como si agujas de hielo le pincharan la piel a través de su hermoso y espeso pelaje, pero nunca vaciló y nunca lloró. No tenía nada que ganar con llorar, y todo que perder; el conejo lo oiría y sabría que lo estaba esperando.

La oscuridad se fue haciendo cada vez más espesa, con una extraña negrura blanca. Era una noche de tormenta y muerte, añadida a la noche de la naturaleza. Las montañas estaban ocultas, envueltas, intimidadas y tumultuosamente dominadas por ella, pero en medio de todo eso aguardaba, completamente invicta, esta pequeña, inquebrantable, viva paciencia y poder bajo una capa de pelo gris.

Una ráfaga más feroz barrió la roca, giró sobre un poderoso pie de torbellino y luego se desplomó sobre el precipicio.

Entonces el Gato vio dos ojos luminosos de terror, frenéticos por el impulso de huir, vio una pequeña nariz temblorosa y dilatada, dos orejas puntiagudas, y se quedó quieto, con todos sus finos nervios y músculos tensos como cables. Entonces el conejo salió, hubo una larga línea de huida y terror encarnados, y el Gato lo atrapó.

El Gato volvió a casa, siguiendo el rastro por la nieve.

El Gato vivía en la casa que su amo había construido, tan rudimentariamente como un fortín infantil, pero lo suficientemente resistente. La nieve caía pesada sobre la leve pendiente del techo, pero no se asentaba debajo. Las dos ventanas y la puerta estaban bien cerradas, pero el Gato sabía cómo entrar. Subió a un pino que había detrás de la casa, aunque era un trabajo duro con su conejo, y se metió en su abertura debajo del alero, luego bajó la habitación de abajo, y se subió a la cama de su amo con un salto y un gran grito de triunfo, con conejo y todo.

Pero su amo no estaba allí; había estado fuera desde principios de otoño y ahora era febrero. No volvería hasta la primavera, porque era un hombre viejo y el frío cruel de las montañas se aferraba a sus entrañas como una pantera. Se había ido al pueblo a pasar el invierno.

El Gato sabía desde hacía mucho tiempo que su amo se había ido, pero su razonamiento era siempre secuencial y tortuoso; para él siempre sería lo que había sido, y para su maravillosa paciencia era más sencillo esperar que creer que su amo volvería.

Cuando vio que seguía desaparecido, arrastró al conejo desde el tosco sofá hasta el suelo, puso una patita sobre el cadáver para mantenerlo firme y empezó a roer con la cabeza ladeada para apoyar sus dientes más fuertes.

En la casa estaba más oscuro que en el bosque y el frío era igual de mortal, aunque no tan feroz. Si el Gato no hubiera recibido su abrigo de piel sin cuestionarlo de la Providencia, habría estado agradecido de tenerlo. Era de un gris moteado, blanco en la cara y el pecho, y tan espeso como el pelo puede crecer.

El viento empujaba la nieve contra las ventanas con tanta fuerza que la casa temblaba un poco. De pronto, el Gato oyó un ruido y dejó de mordisquear al conejo y escuchó, con sus brillantes ojos verdes fijos en una ventana. Entonces oyó un grito ronco, un alarido de desesperación y súplica; pero sabía que no era su amo que volvía a casa, y esperó, con una pata todavía sobre el conejo.

Luego se oyó el alarido de nuevo, y entonces el Gato respondió.

Dijo todo lo que era esencial para su propia comprensión. En su grito de respuesta había pregunta, información, advertencia, terror y, por último, la oferta de camaradería; pero el hombre que estaba fuera no lo oyó, a causa del aullido de la tormenta.

Entonces se oyó un fuerte golpe en la puerta, luego otro, y otro. El Gato arrastró a su conejo debajo de la cama. Los golpes se hicieron más fuertes y más rápidos. Era un brazo débil el que los daba, pero estaba fortalecido por la desesperación. Finalmente, la cerradura cedió y el extraño entró. Entonces el Gato, mirando desde debajo de la cama, parpadeó con una luz repentina y sus ojos verdes se entrecerraron.

El extraño encendió una cerilla y miró a su alrededor. El Gato vio un rostro salvaje y azul por el hambre y el frío, y un hombre que parecía más pobre y mayor que su pobre amo, que era un paria entre los hombres por su pobreza y el misterio de sus antecedentes; y oyó un murmullo ininteligible de angustia proveniente de la boca áspera y lastimera. Había en él tanto blasfemia como plegaria, pero el Gato no sabía nada de eso.

El extraño aseguró la puerta que había forzado, recogió un poco de leña del rincón y encendió un fuego en la vieja estufa tan rápido como sus manos medio congeladas se lo permitieron. Temblaba tan lastimosamente mientras trabajaba que el Gato sintió sus espasmos. Entonces el hombre, que era pequeño y débil y estaba marcado por las cicatrices del sufrimiento, se sentó en una de las viejas sillas y se agazapó sobre el fuego como si fuera el único amor y deseo de su alma, extendiendo sus manos amarillas como garras amarillas, y gimió.

El Gato salió de debajo de la cama y saltó sobre su regazo con el conejo. El hombre lanzó un gran grito y se sobresaltó de terror, y el Gato resbaló arañando hasta el suelo. El conejo cayó inerte, y el hombre, jadeante y espantado, se apoyó contra la pared. El Gato agarró al conejo por el cuello flojo y lo arrastró hasta los pies del hombre. Entonces levantó su grito agudo e insistente, arqueó la espalda y su cola era una espléndida pluma ondulante. Se frotó con los pies del hombre, que se le salían de los zapatos rotos.

El hombre apartó al Gato con bastante suavidad y empezó a buscar por la pequeña cabaña. Incluso subió con esfuerzo la escalera hasta el desván, encendió una cerilla y miró hacia arriba en la oscuridad con ojos forzados. Temía que pudiera haber un hombre, ya que había un Gato. Su experiencia con los hombres no había sido agradable. Era un viejo Ismael errante entre los de su especie; había tropezado con la casa de un hermano, y el hermano no estaba en casa, y estaba contento.

Volvió junto al Gato, se inclinó rígidamente y le acarició la espalda, que el animal arqueó como el resorte de un arco.

Luego tomó al conejo y lo miró ansiosamente a la luz del fuego. Sus mandíbulas se movían. Casi podría haberlo devorado crudo. Buscó a tientas, con el Gato pisándole los talones, entre unas estanterías rústicas y una mesa, y, con un gruñido de satisfacción, encontró una lámpara con aceite. La encendió; luego encontró una sartén y un cuchillo, despellejó al conejo y lo preparó para cocinarlo, con el Gato siempre a sus pies.

Cuando el olor de la carne cocinándose llenó la cabaña, tanto el hombre como el Gato parecieron lobos. El hombre dio vueltas al conejo con una mano y se agachó para acariciar al Gato con la otra. El Gato pensó que era un hombre excelente. Lo amaba con todo su corazón, aunque lo conocía desde hacía tan poco tiempo y tenía un rostro a la vez lastimoso y marcadamente opuesto a lo mejor de las cosas.

Era un rostro con el grisáceo sucio de la edad, con las mejillas hundidas por la fiebre y los recuerdos de la injusticia en los ojos apagados, pero el Gato aceptó al hombre sin cuestionarlo y lo amó. Cuando el conejo estuvo medio cocido, ni el hombre ni el gato pudieron esperar más. El hombre lo sacó del fuego, lo partió exactamente en dos mitades, le dio una al Gato y tomó la otra para él.

Comieron.

Luego el hombre apagó la luz, llamó al Gato, se subió a la cama, levantó las sábanas y se durmió con el animal en su regazo.

El hombre fue huésped del Gato durante el resto del invierno, y el invierno es largo en las montañas. El legítimo dueño de la pequeña cabaña no regresó hasta mayo. Durante todo ese tiempo el Gato trabajó duro y él mismo adelgazó bastante, porque compartía todo con su huésped, excepto los ratones. A veces la caza era cautelosa, y el fruto de la paciencia de días era muy poco para dos. Sin embargo, el hombre estaba enfermo y débil, y no podía comer mucho, lo cual era una suerte, ya que no podía cazar por sí mismo. Todo el día estaba acostado en la cama, o bien sentado junto al fuego. Era una suerte que la leña estuviera a un tiro de piedra de la puerta, porque tenía que ocuparse de eso solo.

El Gato buscaba comida incansablemente. A veces se ausentaba durante días seguidos, y al principio el hombre solía aterrorizarse, pensando que nunca volvería. Entonces oía el grito familiar en la puerta, se ponía de pie, lo dejaba entrar y los dos cenaban juntos, compartiendo por igual; luego el Gato descansaba y ronroneaba, y finalmente dormía en los brazos del hombre.

Hacia la primavera, la caza se hizo abundante; más presas salvajes se vieron tentadas a salir de sus hogares en busca de amor y de comida. Un día el Gato tuvo suerte: un conejo, una perdiz y un ratón. No pudo llevarlos todos a la vez, pero finalmente los reunió en la puerta de la casa. Entonces gritó, pero nadie respondió.

Todos los arroyos de la montaña se aflojaron y el aire estaba lleno del gorgoteo de muchas aguas, atravesado ocasionalmente por el silbido de un pájaro. Los árboles susurraban con un sonido nuevo al viento primaveral; había un rubor de color rosa y verde dorado en la superficie de una montaña distante vista a través de una abertura en el bosque. Las puntas de los arbustos estaban hinchadas y brillaban de un rojo rojizo, y de vez en cuando había una flor; pero el Gato no tenía nada que ver con las flores.

Se quedó junto a su botín en la puerta de la casa y gritó y gritó con su insistente triunfo, queja y súplica, pero nadie vino a dejarlo entrar. Entonces dejó sus pequeños tesoros en la puerta y se dirigió a la parte trasera de la casa, hacia el pino, y subió al tronco con una carrera salvaje, entró por su pequeña abertura y bajó hasta la habitación.

El hombre se había ido.

El Gato gritó de nuevo, ese grito del animal por la compañía humana que es una de las notas tristes del mundo; miró por todos los rincones; saltó a la silla junto a la ventana y miró hacia afuera; pero nadie vino.

El hombre se fue y nunca volvió.

El Gato se comió su ratón en el césped; llevó el conejo y la perdiz a la casa con mucho esfuerzo, pero el hombre no vino a compartirlos. Finalmente, en el transcurso de un día o dos, se los comió él mismo. Luego durmió largo rato en la cama y cuando despertó el hombre tampoco estaba.

Luego el Gato salió a sus cotos de caza y regresó por la noche con un pájaro gordo, pensando con su incansable persistencia que el hombre estaría allí; había una luz en la ventana y cuando gritó su viejo amo abrió la puerta y lo dejó entrar.

Su amo tenía una fuerte camaradería con el Gato, pero no afecto. Nunca lo acariciaba como ese paria más gentil, pero estaba orgulloso de él y se preocupaba por su bienestar, aunque lo había dejado solo todo el invierno sin escrúpulos. Temía que alguna desgracia le hubiera sucedido, a pesar de que era un poderoso cazador. Por lo tanto, cuando lo vio en la puerta con todo el esplendor de su brillante pelaje de invierno, su pecho blanco y su rostro brillando como la nieve al sol, su propio rostro se iluminó de bienvenida y el Gato abrazó sus pies con su cuerpo sinuoso vibrante con ronroneos de regocijo.

El Gato tenía a su pájaro para él solo, porque su amo ya tenía su propia cena cocinándose en la estufa. Después de comer, el amo tomó su pipa y fue a buscar una pequeña reserva de tabaco que había dejado en la cabaña durante el invierno. Había pensado en ello a menudo; eso y el Gato le parecían algo para volver a casa en primavera. Pero el tabaco se había acabado; no quedaba ni una mota de polvo. El hombre maldijo un poco en un tono monótono y sombrío, lo que hizo que la blasfemia perdiera su efecto habitual. Había sido, y era, un bebedor empedernido; había dado vueltas por el mundo hasta que las marcas de sus esquinas afiladas se le quedaron en el alma, que por ello se había endurecido, hasta que su sensibilidad se embotó. Era un hombre muy viejo.

Buscó el tabaco con una especie de combatividad aburrida, de persistencia; luego miró con estúpido asombro alrededor de la habitación. De repente, le pareció que muchos rasgos habían cambiado. Otra tapa de estufa estaba rota; un viejo trozo de alfombra estaba clavado sobre una ventana para protegerse del frío; la leña se había acabado. Miró y no quedaba aceite en la lata. Miró las mantas de su cama; las levantó y de nuevo emitió aquel extraño ruido gutural. Luego volvió a buscar el tabaco.

Por fin abandonó la tarea. Se sentó junto al fuego, pues en las montañas hace frío en mayo; sostuvo la pipa vacía en la boca, con la frente áspera fruncida, y él y el Gato se miraron a través de esa barrera infranqueable del silencio que se alza entre el hombre y la bestia desde la creación del mundo.

Mary E. Wilkins Freeman (1852-1930)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Mary Wilkins Freeman.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Mary E. Wilkins Freeman: El gato (The Cat), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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