«Mascarada»: Henry Kuttner; relato y análisis.


«Mascarada»: Henry Kuttner; relato y análisis.




«Tendrá una mirada burlona cuando le hable de vampiros.
No es que crea en esas cosas, pero…»



Mascarada (Masquerade) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Henry Kuttner (1915-1958), publicado originalmente en la edición de mayo de 1942 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por August Derleth en la antología de 1947: Los durmientes y los muertos (The Sleeping and the Dead).

Mascarada, uno de los cuentos de Henry Kuttner menos conocidos, relata la historia de una pareja durante su segunda luna de miel. Una tormenta los obliga a detener la marcha y buscar refugio. Lo encuentran entre una familia de degenerados endógamos [que pueden o no ser vampiros], quienes viven en un antiguo manicomio abandonado.

Para mi asombro, Mascarada es un buen relato. Acierta en todos los blancos hacia los que apunta. No pretende ser otra cosa que un comentario [o crítica] sobre las historias de vampiros «modernas» [en 1942]. En el camino efectúa una autopsia sobre los clichés del género en clave humorística.

Han pasado algo más de ochenta años desde 1942, por lo que buena parte de los códigos que desbarata Henry Kuttner ya no forman parte del imaginario del lector del género. En otras palabras, el giro final es previsible en 2025. De modo tal que, cuando se nos revela que esta pobre pareja en realidad son dos vampiros, y la familia de locos y degenerados son la presa, no hay asombro ni consternación. Sin embargo, Mascarada es más que un plot twist.

En la apertura, el protagonista, que además es el narrador de la historia, sugiere que podría tratarse de un escritor. De entrada, justo antes de pedir asilo en el manicomio abandonado, Charlie le dice a su esposa, Rosamond: «Si yo empezara una historia como esta, cualquier editor la rechazaría de un plumazo». Es decir, comenta que lo que les está sucediendo parece sacado de un cuento por debajo de lo genérico. Por supuesto, Charlie y Rosamond son Henry Kuttner y su esposa, Catherine L. Moore, otra prolífica escritora.

Todo participa de este gran cliché al que se refiere en la apertura: en su segunda luna de miel, durante una fuerte tormenta, Charlie y Rosamond llaman a la puerta de un manicomio cerrado y son recibidos por una familia desquiciada, los Carta, quienes se comportan como caníbales. Disfrutan mucho hablando de la leyenda de chupasangres locales: los vampiros Henshawe, sugiriendo que podrían ser ellos mismos. El giro final es que el narrador y su esposa son los vampiros Henshawe, y lo que nosotros, los lectores, interpretamos como miedo y recelo a los idiotas rurales es, de hecho, cierto desagrado por tener que beber sangre humana para sobrevivir [ver: mitos y leyendas de vampiros]

Queda claro que Henry Kuttner elaboró cuidadosamente los diálogos para mantener esta revelación a salvo hasta el final, sin inducir información falsa en el proceso. Charlie, el narrador, parece demasiado bromista para la situación en la que está, incluso se burla de los Carta, pero, siendo un personaje bidimensional, no estorba demasiado y, al final, funciona. De hecho, el humor exacerbado de Charlie es como un caballo de Troya que relaja las defensas de los Carta y los vuelve presas fáciles.

En cuanto a los vampiros, no cuentan con atributos particulares, salvo el hecho de que Charlie menciona que el whisky alivia la sed [de sangre], y que Rosamond parece algo asqueada de por sus hábitos alimenticios, sin llegar a la depresión de un Louis de Pointe du Lac. Por lo demás, deben evitar las corrientes de agua y, quizás, dormir en la tierra donde se convirtieron en vampiros. Afortunadamente para ellos, son de la zona, por lo que pueden descansar en el manicomio. Ya al final de la historia, Charlie hace algunas comparaciones con el Drácula de Bram Stoker [ver: Drácula visita Salem's Lot]

Mascarada se aleja de la faceta de Henry Kuttner como acólito de H. P. Lovecraft, y apunta en la dirección opuesta de sus anteriores colaboraciones a los Mitos de Cthulhu. De hecho, esta historia parece estar en la vena de Ray Bradbury, que también aportó algunos vampiros bastante inusuales [ver: Los Mitos de Khut-N’hah]




Mascarada.
Masquerade, Henry Kuttner (1915-1958)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


—Mira —le dije a Rosamond con amargura—. Si yo empezara una historia como esta, cualquier editor la rechazaría de un plumazo…

—Eres demasiado modesto, Charlie —dijo—. Es la típica broma de que el rechazo no implica necesariamente falta de mérito, pero que la historia huele mal. Así que aquí estamos. De luna de miel. Se avecina una tormenta. Relámpagos cruzan el cielo. La lluvia cae a cántaros. Y esa casa a la que nos dirigimos es, obviamente, un manicomio abandonado. Cuando llamemos a la puerta, se oirán pasos arrastrados y un viejo cascarrabias de aspecto repugnante nos abrirá. Se alegrará mucho de vernos, pero tendrá un brillo burlón en los ojos cuando empiece a hablar de una leyenda de vampiros que rondan por aquí. No es que crea en esas cosas, pero…

—¿Pero qué hace que sus dientes sean tan afilados?

Rosamond sonrió.

Entonces estábamos en el porche destartalado golpeando el panel de roble que el relámpago nos había mostrado. Lo hicimos de nuevo. Rosamond dijo:

—Prueba con el llamador. No debemos usar la fórmula equivocada.

Así que llamé a la puerta con un golpe seco y oí pasos arrastrados. Rosamond y yo nos miramos, incrédulos, y sonreímos. Es muy guapa. Nos gustan las mismas cosas —sobre todo las poco convencionales— y por eso nos llevamos bien.

En fin, la puerta se abrió y allí estaba un viejo cascarrabias de aspecto repugnante, con una lámpara de aceite en una mano nudosa. No parecía muy sorprendido. Pero su rostro estaba tan lleno de arrugas que era difícil descifrar cualquier cambio en su expresión. Tenía una nariz aguileña que sobresalía como una cimitarra, y sus pequeños ojos eran verdosos en la penumbra. Curiosamente, tenía el pelo negro, grueso y áspero. Del tipo que le quedaría bien a un cadáver, pensé.

—Visitantes —dijo con voz ronca—. Aquí recibimos pocas visitas.

—Debes de tener mucha hambre entre visita y visita —bromeé, y llevé a Rosamond al pasillo.

Olía a humedad. El anciano también.

Cerró la puerta para protegerse del viento y nos hizo señas para que entráramos en un salón. Rozamos unas cortinas de cuentas antiguas y nos encontramos de nuevo en la época victoriana. El abuelo tenía sentido del humor.

—Nosotros no nos comemos a las visitas —comentó—. Simplemente las matamos y les robamos el dinero. Pero hoy en día hay poca comida —rió como una gallina triunfante con quintillizos en ciernes—. Yo —dijo—, soy Jed Carta.

—¿Carter?

—Carta, siéntense, pónganse cómodos mientras preparo la chimenea.

Estábamos empapados.

—¿Podemos pedir prestada algo de ropa? Llevamos años casados, por si te lo preguntabas. Pero aún nos sentimos pecadores. Nos llamamos Denham, Rosamond y Charlie.

—¿No son recién casados? —Carta pareció decepcionado.

—Es nuestra segunda luna de miel. Más divertida que la primera. ¡Qué romántico! —le dije a Rosamond.

Carta asintió.

Mi esposa es la única mujer más inteligente que yo a la que no odio. Es muy guapa, incluso cuando parece un gatito mojado.

Carta estaba encendiendo la chimenea.

—Mucha gente vivió aquí antes —comentó—. Solo que no querían. Estaban locos. Pero ya no es un manicomio.

—Esa es tu historia —dije.

Terminó de avivar el fuego y se dirigió a la puerta.

—Les traeré algo de ropa —dijo por encima del hombro—. Eso sí, si no les importa quedarse solos aquí.

—¿No crees que estamos casados? —preguntó Rosamond—. De verdad, no necesitamos un chaperón.

Carta mostró algunos dientes torcidos.

—Oh, no es eso. La gente de por aquí tiene ideas raras. Como... —rió entre dientes—. ¿Han oído hablar de vampiros? Dicen que últimamente ha habido muertes en esta región.

—El rechazo no implica necesariamente falta de mérito —dije débilmente.

—¿Eh?

—No importa. —miré a Rosamond y ella me devolvió la mirada.

—No es que crea en esas cosas —dijo Carta.

Sonrió de nuevo, se humedeció los labios y salió dando un portazo. También cerró la puerta con llave.

—Sí, cariño —dije—. Tenía los ojos verdes. Me fijé.

—¿Tenía los dientes afilados?

—Solo tenía uno. Y estaba destrozado hasta el hueso. Quizá algunos vampiros tienen problemas de caries, aunque no suena convencional.

—Quizá los vampiros no siempre son convencionales.

Rosamond miraba fijamente al fuego. Las sombras danzaban por la habitación. Un relámpago iluminó el exterior.

El rechazo no siempre es inevitable.

Encontré unas mantas afganas polvorientas y las sacudí. Colgamos nuestras prendas junto al fuego, envolviéndonos en las mantas hasta parecer indigentes.

—Quizá no sea una historia de fantasmas —dije—. Quizá sea una historia de sexo.

—No si estamos casados —replicó Rosamond.

Simplemente sonreí. Pero me quedé pensando en Carta. No creo en las coincidencias. Era más fácil, de alguna manera, creer en vampiros.

La puerta se abrió y el hombre que entró no era Carta. Parecía el tonto del pueblo: un hombre obeso y grotesco, con labios gruesos y babeantes y pliegues de grasa alrededor del cuello desabrochado. Se subió el mono, se rascó y nos sonrió con sorna.

—También tiene los ojos verdes —comentó Rosamond.

El recién llegado tenía paladar hendido, pero pudimos entender lo que decía.

—Todos nuestros parientes tienen los ojos verdes. El abuelo está ocupado. Me mandó con esto. Soy Lem Carta.

Lem llevaba un bulto al hombro y me lo lanzó. Ropa vieja. Camisas, mono, zapatos; bastante limpios, pero con el mismo olor a humedad.

Lem se acercó pesadamente al fuego y dejó caer su monstruoso cuerpo en cuclillas. Tenía la misma nariz aguileña que el abuelo Carta, pero medio enterrada entre almohadillas de grasa flácida. Soltó una risita ronca.

—Nos gustan las visitas —anunció—. Mamá ya viene a saludarlos. Se está cambiando.

—¿Poniéndose una mortaja limpia, eh?

—Vete, Lem —amenacé—. Y no mires por el ojo de la cerradura.

Refunfuñó, pero salió arrastrando los pies, y nos pusimos esas prendas mohosas. Rosamond se veía muy guapa del tipo campesina, dije, lo cual era mentira. Me dio una patada.

—Guarda tus fuerzas, cariño —dije—. Podríamos necesitarlas contra los Carta. Una familia horrible. Probablemente esta sea su mansión ancestral. Solían vivir aquí cuando era un manicomio. Huéspedes de pago. Ojalá tuviera una copa.

Me miró fijamente.

—Charlie, ¿empiezas a creer que...?

—¿Que los Carta son vampiros? ¡Ni hablar! Son unos idiotas que intentan asustarnos.

—Te quiero, cariño.

Casi le rompo las costillas al abrazarla. Estaba temblando.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Tengo frío —dijo—. Eso es todo.

—Claro.

La llevé hacia el fuego.

—¿Qué te parece si vamos a explorar? —dije

—Quizás deberíamos esperar a Lem.

Un murciélago revoloteó contra la ventana. Rara vez vuelan durante una tormenta. Rosamond no lo vio.

—No, no esperaremos —dije—. Vamos.

Me detuve en la puerta, porque mi esposa se había arrodillado. No estaba rezando, sin embargo. Miraba fijamente la tierra del suelo. La levanté con la mano libre.

—Claro. Es moho de cementerio. El Conde Drácula anda por ahí con los Hardy. Vamos a echar un vistazo al manicomio. Seguro que hay algunos esqueletos por ahí.

Salimos al pasillo y Rosamond se dirigió rápidamente a la puerta principal e intentó abrirla. Me miró con ojos sabios.

—Cerrada. Y las ventanas tienen rejas.

Dije: «Vamos», y la arrastré tras de mí. Regresamos por el pasillo, deteniéndonos a observar las habitaciones polvorientas y silenciosas, sumidas en la oscuridad. Ni un esqueleto. Nada. Solo un olor a moho, a humedad, como una casa deshabitada durante años. Pensé con desesperación: el rechazo no implica necesariamente...

Salimos a la cocina y vimos una luz tenue que se filtraba por una puerta. Un curioso susurro me intrigó. Un bulto oscuro se transformó en el joven Lem, la esperanza de los Kallikak.

El chapoteo cesó. La voz quebrada de Jed Carta dijo:

—Parece afilado ahora.

Algo salió volando y golpeó a Lem en la cara. Lo agarró y, mientras lo rodeábamos, vimos que estaba royendo un trozo de carne cruda.

—Bien —babeó, con sus ojos verdes brillando hacia nosotros—. ¡Buenísimo!

—Fortalece los dientes —le informé, y entramos en el cobertizo.

Jed Carta estaba afilando un cuchillo en una piedra. Quizás era una espada. En cualquier caso, era lo suficientemente grande como para batirse a duelo. Parecía algo desconcertado. Le pregunté:

—¿Preparándote para la invasión?

—Nunca termino mis tareas —murmuró—. Cuidado con esa lámpara. Este lugar está más seco que la yesca. Una chispa y arderá como pólvora.

—El fuego es una muerte tan limpia —murmuré, y gruñí cuando Rosamond me dio un codazo en las costillas. Dijo dulcemente:

—Señor Carta, tenemos muchísima hambre. Me pregunto si…

—Qué gracioso. Yo también tengo hambre —dijo él con una voz extrañamente baja y ronca.

—¿Seguro que no tienes sed? —pregunté—. A mi, en cambio, me vendría bien un whisky. Sangre para acompañar —añadí, y Rosamond me volvió a golpear.

—Hay veces —dijo con acidez— que uno se busca problemas.

—Es un disfraz —le dije—. Estoy muerto de miedo, señor Carta. De verdad. Lo tomo muy en serio. Dejó el cuchillo y esbozó una sonrisa.

—No estás habituado a las costumbres del campo, eso es todo.

—Eso es todo —dije, escuchando a Lem roer y babear sobre su carne cruda en la cocina—. Debe ser genial vivir una vida sana y limpia.

—Oh, sí, claro —rió entre dientes—. El condado de Henshawe es un buen lugar. Todos hemos vivido aquí mucho tiempo. Claro que nuestros vecinos no nos visitan mucho…

—Me sorprende —murmuró Rosamond. Parecía haber superado su recelo.

—Pero somos una comunidad antigua. Muy antigua. Tenemos nuestras costumbres, que se remontan a la época de la Revolución, incluso tenemos nuestras leyendas. —miró un trozo de carne que colgaba de un gancho—. Tenemos una leyenda sobre vampiros: los vampiros de Henshawe. Pero ya lo mencioné, ¿no?

—Sí —dije, balanceándome sobre los talones—. Dijiste que no le dabas importancia.

—Algunos sí —sonrió—. Pero no me creo esos cuentos de demonios de cara blanca con capas negras que vuelan por las grietas y se convierten en murciélagos. Me parece que un vampiro debería adaptarse a los tiempos, ¿sabes? Un vampiro del condado de Henshawe no sería como uno europeo. Incluso podría tener sentido del humor.

Carta soltó una carcajada y nos sonrió, radiante.

—Apuesto a que, si actuara como cualquier otra persona, nadie sospecharía lo que es. Y entonces podría seguir siendo como era antes de… —Carta miró sus manos curtidas por el trabajo—. Antes de morir.

—Si intentas asustarnos... —empecé.

—Solo bromeaba —dijo Carta. Se giró hacia el trozo de carne que colgaba del gancho—. Olvídalo. Dijiste que tenías hambre. ¿Te apetece un filete?

—He cambiado de opinión —dijo Rosamond apresuradamente—: Soy vegetariana —lo cual era mentira, pero secundé la moción de mi esposa.

Carta soltó una risita desagradable.

—¿Quizás te apetezca algo caliente para beber? ¿Qué tal un whisky?

—¡Claro! ¡Lem! —gritó el viejo—. ¡Trae un poco de licor antes de que te dé una buena reprimenda!

En ese momento, sostenía dos tazas rotas y una botella de bourbon barato cubierta de telarañas.

—Siéntanse como en casa —invitó Carta—. Se encontrarán con mi hija por ahí. Habla sin parar —algún pensamiento secreto pareció divertirlo, pues soltó una risita en esa rejilla grasienta y desagradable—. Lleva un diario, sí. Le dije que no era lo más sensato, pero Ruthie es muy terca.

Regresamos a la sala, nos sentamos frente a la chimenea y bebimos bourbon. Las tazas estaban sucias, así que levantamos la botella. Le dije:

—Hace mucho que no hacemos esto. ¿Te acuerdas de cuando íbamos en coche al parque con una botella...?

Rosamond negó con la cabeza, pero su sonrisa era curiosamente tierna.

—Éramos tan jóvenes, Charlie. Parece que fue hace tanto tiempo.

—Nuestra segunda luna de miel. Te quiero, cariño —dije en voz baja—. Nunca lo olvides.

Le pasé la botella.

—No está mal.

Un murciélago revoloteó contra el cristal de la ventana.

La tormenta no amainaba. Los truenos y relámpagos seguían formando el telón de fondo habitual. El licor me calentó. Dije:

—Exploremos un poco. Me quedo con el primer esqueleto.

Rosamond me miró.

—¿Qué era ese cadáver colgado en el cobertizo?

—Un costillar de res —expliqué con cuidado—. Vamos, o te parto la cara. Trae la botella. Yo llevo la lámpara. Cuidado con las trampillas, los paneles secretos y las manos que te agarran.

—¿Y los vampiros de Henshawe?

—Trampas —dije con firmeza.

Subimos por unas escaleras destartaladas y crujientes hasta el segundo piso. Algunas puertas tenían rejas con barrotes. Ninguna estaba cerrada con llave. El lugar había sido un manicomio, sin duda.

—Piensa —dijo Rosamond, bebiendo whisky— en todos los pacientes que estuvieron aquí. Todos locos.

—Sí —asentí—. Y a juzgar por los Carta, la enfermedad persiste.

Nos detuvimos, mirando a través de una reja una celda ocupada. Una mujer estaba sentada en silencio en un rincón, esposada a la pared, vestida con una camisa de fuerza. Una lámpara estaba cerca de ella. Tenía el rostro plano y achatado, cetrino y feo; sus ojos eran grandes y verdes, y una mueca torcida se dibujaba en sus labios.

Empujé la puerta; se abrió con facilidad. La mujer nos miró sin curiosidad.

—¿Usted es... una paciente? —pregunté débilmente.

Se quitó la camisa de fuerza, se liberó de las cadenas y se puso de pie.

—Oh, no —dijo, con la misma sonrisa torcida y congelada—. Soy Ruth Carta. Jed me dijo que estaban aquí.

Sintiendo, al parecer, que debía dar alguna explicación, miró la camisa de fuerza.

—Estuve internada en un manicomio durante algunos años, hace ya bastante tiempo. Me dieron el alta, curada. Solo que a veces siento nostalgia.

—Sí —dije con desdén—. Lo entiendo. Como un vampiro que desea volver a su antiguo hogar cada mañana.

Se quedó paralizada, con sus ojos vacíos como cristal verde.

—¿Qué te ha estado diciendo Jed?

—Solo chismes del pueblo, señora Carta.

Le extendí la botella.

—¿Un trago?

—¿De eso? —su sonrisa se volvió amarga—. ¡No, gracias!

Parecía que estábamos en un punto muerto. Ruthie nos miraba fijamente, con esos ojos verdes e indescifrables y esa sonrisa fija, y el olor a humedad me asfixiaba. ¿Qué seguía? Rosamond rompió el silencio.

—¿Es usted la señora Carta? —preguntó—. ¿Cómo es que se llaman igual que…?

—Silencio —dije en voz baja—. Que estemos casados no significa que todos lo estén.

Pero Ruth Carta no pareció molesta.

—Jed es mi padre. Lem es mi hijo —explicó—. Me casé con Eddie Carta, mi primo. Lleva muerto años. Por eso me internaron en un psiquiátrico.

—¿Shock? —sugerí.

—No —dijo—. Lo maté. Todo se volvió rojo —su sonrisa no cambió, pero vi en ella una burla sardónica—. Eso fue mucho antes de que semejante defensa fuera ridiculizada en los tribunales. Aun así, fue cierto en mi caso. La gente se equivoca cuando cree que los clichés no son ciertos.

—Me parece que tienes mucha más educación que Lem o Jed —comenté.

—Cuando era joven estudié en un internado para señoritas. Quería quedarme allí, pero Jed no podía pagarlo. Me amargó bastante estar atada a esta rutina monótona. Pero ahora no me importa el tedio.

Ojalá Ruthie dejara de sonreír. Rosamond tomó la botella. Dijo:

—Sé cómo te sientes.

La señora Carta se recostó contra la pared, apoyando las palmas de las manos sobre ella. Sus ojos brillaban de una forma sobrenatural. Y su voz era un quejido ronco.

—No puedes saberlo. Una jovencita como tú… No puedes saber lo que es vislumbrar el glamour, la emoción, la ropa bonita y los hombres, y luego tener que volver aquí, encerrada, a fregar suelos y cocinar repollo, casada con un patán estúpido con la mente de un mono. Solía sentarme junto a la ventana de la cocina, mirar afuera y odiar todo y a todos. Eddie nunca lo entendió. Le pedía que me llevara al centro, pero decía que no podía permitírselo. Y de alguna manera, ahorré lo suficiente para un viaje a Chicago. Soñaba con eso. Pero cuando llegué allí, ya no era una niña. La gente en la calle me miraba la ropa. Tenía ganas de gritar.

Bebí bourbon.

—Sí —dije—. Lo sé… supongo.

La voz se elevó. Le caía saliva de los labios.

—Así que regresé y un día vi a Eddie besando a una chica que trabajaba aquí. Tomé el hacha y le corté la cabeza. Cayó al suelo y se convulsionó como un pez, y me sentí como una niña otra vez. Todos me miraban y decían lo maravillosa y bonita que era.

Su voz era como un fonógrafo. Gritaba monótonamente. Se deslizó contra la pared hasta quedar sentada, y la espuma le corría por los labios. Se estremecía por completo. Empezó a gritar histéricamente, pero fue menos agradable cuando empezó a reír.

Tomé a Rosamond del brazo y la empujé hacia el pasillo.

—Vamos a buscar a los chicos —dije—. Antes de que Ruthie encuentre un hacha.

Así que bajamos a la cocina y se lo contamos a Lem y Jed. Lem se rió entre dientes, con la cara gorda temblando, y se dirigió al pasillo. Jed sacó una jarra de agua y lo siguió.

—Ruthie tiene esos episodios —dijo por encima del hombro—. No suelen durar mucho.

Desapareció. Rosamond aún tenía la lámpara. Se la quité, la dejé con cuidado sobre la mesa y le di la botella. La terminamos. Luego fui a la puerta trasera y probé la cerradura. Estaba, por supuesto, cerrada.

—La curiosidad siempre ha sido mi debilidad —dijo Rosamond. Señaló una puerta en la pared—. ¿Qué te imaginas...?

—Podemos averiguarlo.

El licor estaba haciendo efecto. Armado con la lámpara, tiré del panel y nos quedamos mirando hacia la oscuridad de un sótano. Olía, como todo en esta casa, a humedad.

Bajé las escaleras delante de Rosamond. Estábamos en una cámara oscura, como una bóveda. Estaba completamente vacía. Pero a nuestros pies había una robusta trampilla de roble. El candado abierto yacía cerca, y el pestillo se había soltado. Bueno, continuamos nuestro camino alegremente por una escalera. Bajaba en línea recta unos tres metros. Luego nos encontramos en un pasadizo con paredes de tierra. El ruido de la tormenta había quedado aislado.

En un estante a nuestro lado había una libreta raída, con un lápiz atado por un trozo de cuerda mugrienta. Rosamond la abrió, mientras yo miraba por encima de su hombro.

—El libro de visitas —comentó.

Había una lista de nombres y, debajo de cada uno, anotaciones importantes. Como esta: «Thomas Dardie. 57,53 $. Reloj de oro. Anillo». Rosamond soltó una risita, abrió el libro por la última entrada y escribió: «Señor y señora Denham».

—Tu sentido del humor me mata, cariño —dije con frialdad—. Si no te quisiera, te estrangularía.

—A veces es más seguro bromear —susurró.

Seguimos adelante. Al final del pasillo había una pequeña celda con un esqueleto encadenado a la pared. En el suelo había una tapa circular de madera con un anillo. Levanté el disco, bajé la lámpara y miramos hacia las negras profundidades de un pozo. El olor no era de Chanel.

—¿Más esqueletos? —preguntó Rosamond.

—No lo sé —dije—. ¿Quieres bajar y averiguarlo?

—Odio los lugares oscuros —dijo casi sin aliento, y de repente cerré la tapa de golpe, dejé la lámpara y abracé a Rosamond con fuerza. Se aferró a mí como una niña asustada en una habitación a oscuras.

—No, cariño —murmuré, con los labios rozando su cabello. —Está bien.

—No lo está. Esto es horrible... Ojalá estuviera muerta. ¡Ay, te quiero, Charlie! ¡Te quiero muchísimo!

Nos separamos entonces, pues se oían pasos en la bóveda. Aparecieron Lem, Jed y Ruthie. Ninguno pareció sorprenderse al encontrarnos allí. Lem tenía la mirada fija en el esqueleto; se humedeció los labios y soltó una risita nerviosa. Ruthie miraba fijamente, con esa misma sonrisa fija y retorcida. Jed Carta nos lanzó una mirada verde y maliciosa, y dejó la lámpara que llevaba.

—Hola, chicos —dijo—. Así que lograron llegar hasta aquí, ¿eh?

—Nos preguntábamos si tenían un refugio antibombas —dije—. Uno se siente un poco más seguro con la situación mundial como está.

Soltó una carcajada.

—No te asustas fácilmente. Toma, Ruthie. —tomó un látigo de la pared y se lo puso en las manos a la mujer. Al instante, se puso en acción. Caminó hacia aquel esqueleto encadenado y comenzó a azotarlo. Su rostro era una horrible máscara sonriente.

—Es lo único que la calma cuando le dan esos ataques —dijo Jed—. Ha empeorado desde que murió Bess.

Miró el esqueleto.

—¿Bess? —preguntó Rosamond débilmente.

—Ella... era una sirvienta. Creemos que esto ya no le hace daño y, al menos, mantiene a Ruthie tranquila.

La señora Carta dejó caer el látigo. Su rostro seguía congelado, pero, cuando habló, su voz era completamente normal.

—¿Subimos? Debe ser desagradable para nuestros invitados.

—Sí —dije—. Vamos. ¿Tal vez tengas otra botella por ahí, Jed?

Asintió hacia el disco de madera en el suelo.

—¿Quieres mirar ahí abajo?

—Ya lo hice.

—Lem es bastante fuerte —dijo el anciano, aparentemente al azar—. Demuéstrales, Lem. Usa la cadena de Bessie. No importará si ahora está rota, ¿verdad?

Todos los Carta parecían muy divertidos. Lem se acercó pesadamente y rompió la cadena con facilidad.

—Bueno —dije—, eso es todo. El pequeño aquí usa las manos. Tú tienes un cuchillo. ¿Qué usa Ruthie? Un hacha, supongo.

Sonrió.

—¡No creerás que de verdad matamos a la gente que pasa por aquí! O, si tienen coche, los metemos en el estanque grande que hay detrás de la casa.

—No si son los vampiros Henshawe —dije—. Los mataría el miedo al agua corriente.

—No corre —dijo—. Está estancada. No deberías creer en esas cosas.

Rosamond dijo en voz baja:

—Todas las puertas están cerradas con llave y las ventanas tienen rejas. Encontramos tu libro de visitas. Revisamos tu calabozo. Todo cuadra, ¿verdad?

—Olvida esas ideas —aconsejó Carta—. Dormirás mejor si lo haces.

—No tengo sueño —dijo Rosamond.

Tomé la lámpara y la sujeté del brazo. Nos adelantamos a los demás por el pasillo, subimos la escalera hasta el sótano y de allí a la cocina. Noté que una enorme tina llena de agua se alzaba en un rincón oscuro. Podíamos oír la tormenta con toda su furia. Carta dijo:

—Les preparé una cama. ¿Quieren ir ya?

Agité la lámpara.

—¿Podrías echarle más queroseno? Mi esposa se asustaría muchísimo si se apagara en la noche.

Jed asintió a Lem, quien se alejó arrastrando los pies y regresó con un chorro de agua que chapoteaba. Llenó la lámpara.

Subimos todos. Jed fue primero, una figura de espantapájaros con una tosca peluca negra. Tras nosotros, Lem, con su sonrisa grosera, y al final Ruthie, con su sonrisa fija y sus grandes y vacíos ojos verdes.

—Oye —dije—, vas a tener que arrastrar nuestros cuerpos hasta el sótano, Jed. ¿Para qué complicarte la vida?

—Supuse que estarías cansado —rió entre dientes—. En fin, tengo algunas cosas que hacer, pero nos vemos luego.

Fue una procesión infernal escaleras arriba, un clamor de protesta bajo nuestros pies. Rosamond frunció los labios.

—Un poco melodramático.

—Deberían ser trece escalones —recordé—. Eso sería un toque sutil. Trece escalones hasta la horca —le expliqué a Jed, que nos miraba con el ceño fruncido.

Soltó una carcajada.

—Te imaginas cosas que no son ciertas. Si crees que somos asesinos, ¿por qué no te vas?

—La puerta está cerrada.

—Podrías pedirme que la abra.

No respondí, porque la burla en su voz era desagradable. Lem babeaba alegremente a nuestros talones. Recorrimos el pasillo hasta una habitación al fondo. Olía a humedad. Ramas arañaban la ventana enrejada. Un murciélago se lanzó frenéticamente contra el cristal. En la habitación, esperamos. Dejé la lámpara sobre una polvorienta mesilla de noche. Lem, Jed y Ruthie estaban junto a la puerta. Parecían tres lobos de ojos observándonos.

—¿Alguna vez se pararon a pensar —pregunté— que quizá no seamos ovejas? Ni siquiera nos han preguntado de dónde venimos ni cómo llegamos aquí.

Jed nos obsequió con una sonrisa desdentada.

—Supongo que no conoce bien el condado de Henshawe, señor. Hace mucho que no tenemos ley aquí. Hemos sido muy precavidos; dudo que el gobierno federal nos preste atención. Y el condado de Henshawe no puede mantener a un sheriff competente. No intente engañarnos, porque no le funcionará.

Me encogí de hombros.

—¿Parecemos preocupados?

Había una admiración a regañadientes en el tono de Jed.

—No te asustas fácilmente. Bueno, tengo que hacer mis tareas antes de irme a dormir. Nos vemos luego.

Desapareció en la oscuridad. Ruthie hizo un gesto brusco con la mano. Lem se humedeció los labios y desapareció. La sonrisa de la mujer se convirtió en una mueca congelada.

—Sé lo que estás pensando. A qué le tienes miedo —dijo—. Y tienes razón.

Entonces dio un paso atrás y cerró la puerta de golpe. Oímos el clic de la cerradura.

—Jed olvidó darme otra botella —observé—. Pronto estaré sobrio. Y sediento. Mucha sed.

Noté que mi voz cambiaba un poco.

—Está bien, cariño. Ven aquí.

Los labios de Rosamond estaban fríos; pude sentirla estremecerse.

—Esta habitación es como un congelador —murmuró—. No me acostumbro al frío, Charlie. ¡No me acostumbro al frío!

No pude hacer nada más que abrazarla con todas mis fuerzas.

—Intenta recordar —le dije en voz baja—. No es de noche. No hay tormenta. No estamos aquí. Estamos en el parque, y es por la tarde. ¿Recuerdas, cariño?

Escondió la cara en mi hombro.

—Es difícil recordar, de alguna manera. Parece que ha pasado una eternidad desde que vimos la luz del día. Esta horrible casa... ¡Ay, ojalá estuviéramos muertos, mi amor!

La sacudí un poco.

—¡Rosamond!

—Lo siento, cariño. Es que... ¿por qué nos tuvo que pasar esto?

Me encogí de hombros.

—Llámalo suerte. Obviamente, no somos los primeros en este lugar. Cierra los ojos y recuerda.

—¿Crees que... sospechan?

—¿Cómo podrían? Están demasiado ocupados con su jueguito asesino.

Sentí el escalofrío de repulsión que la recorrió.

—No podemos cambiar lo que se avecina —tuve que recordarle—. No podemos cambiarlos ni a nosotros.

Lentas lágrimas se deslizaron bajo sus pestañas. Y nos aferramos el uno al otro como niños con miedo a la oscuridad. No se me ocurría ningún chiste. La lámpara parpadeó y se apagó. No tenía cerillas. Claro que ya daba igual.

—Ojalá Lem se hubiera acordado de la otra botella —murmuré al rato—. El whisky ayuda.

La tormenta amainaba rápidamente. La luz de la luna ya se filtraba débilmente por las ventanas. Recordé a Drácula y las formas que se habían materializado en los rayos de luna. Hacían que incluso las rejas de las ventanas parecieran diáfanas. Pero, me dije, los Carta no eran vampiros. Solo eran asesinos. Locos, de sangre fría, sin remordimientos. No, me recordé, si los Carta hubieran sido vampiros, no habrían fingido. Los vampiros de verdad no fingen... ¡mira a Drácula!

Abracé a Rosamond y cerré los ojos. En algún lugar, un reloj dio las doce. Y entonces...

Bueno, eran cerca de las dos cuando la llave que esperaba tintineó en la cerradura. La puerta se abrió y Jed Carta estaba en el umbral, temblando de pies a cabeza, con la lámpara temblando en su mano. Su voz se quebró al intentar hablar. No podía. Solo nos hizo señas para que lo siguiéramos. Lo hicimos. Podía oír a Rosamond gimotear muy suavemente:

—¡Ojalá estuviéramos muertos! ¡Ojalá estuviéramos muertos!

Jed nos llevó a una habitación al otro lado del pasillo. Ruthie Carta yacía en el suelo. Estaba muerta. Tenía dos pequeñas perforaciones rojas en su delgada garganta, y surcos hundidos marcaban el recorrido de los vasos sanguíneos drenados.

A través de una puerta abierta pude ver la habitación contigua y el cuerpo grotesco e inmóvil que yacía allí. Era Lem, y él también era un cadáver. Jed Carta casi gritó:

—Algo vino y…

Su rostro era una máscara temblorosa y contraída por el miedo.

—¡Los vampiros Henshawe! —dijo con dificultad, apenas capaz de articular.

—La ley del más fuerte —dije.

Miré a Rosamond. Ella me sostuvo la mirada con la repulsión que ya conocía tan bien, y tras ella, un ansia avergonzada. Sabía que era hora de volver a bromear; cualquier cosa con tal de borrar esa mirada de los ojos de Rosamond.

—Tengo una sorpresa para ti, Jed —dije, y me acerqué a él, cada vez más—. Sé que no te importan estas cosas, pero, aunque no lo creas, somos los vampiros Henshawe.

Henry Kuttner (1915-1958)


(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Henry Kuttner.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Henry Kuttner: Mascarada (Masquerade), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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