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«Eso camina de noche»: Henry Kuttner; relato y análisis.


«Eso camina de noche»: Henry Kuttner; relato y análisis.




Eso camina de noche (It Walks by Night) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Henry Kuttner (1915-1958), publicado originalmente en la edición de diciembre de 1936 de la revista Weird Tales.


«Había historias de una cosa que caminaba de noche entre las tumbas; de modo que, a veces, cuando los hombres iban a buscar a plena luz del día, encontraban fosas abiertas, ataúdes destrozados sin piedad y cadáveres desaparecidos.»


Eso camina de noche, uno de los cuentos de Henry Kuttner menos conocidos, relata la historia de Johann, un aldeano del siglo XVIII de la región de Westfalia, Alemania [se menciona la localidad de Kruschen], quien recupera el conocimiento después de haber sufrido una fiebre terrible. Se nos informa que su esposa, Elsa, falleció mientras Johann estaba inconsciente, y que los aldeanos la enterraron en un cementerio alejado, con reputación de estar embrujado, por temor a la plaga.

Hay historias escalofriantes sobre este cementerio maldito. Se dice que «en el año de la gran peste», cuando los cuerpos eran quemados «por temor a que se propagara la pestilencia», algo, quizás un Vampiro, quizás un Ghoul, «había salido de entre las tumbas y había irrumpido en las casas de las afueras de la aldea». Se calcula que, al menos, doce personas desaparecieron sin dejar rastro.

A través de esta leyenda local, Henry Kuttner establece un trasfondo muy interesante: debido a que los entierros cesaron durante la epidemia, los Ghouls, seres necerófagos que viven en las criptas y catacumbas, dejaron de recibir regularmente nuevos cadáveres de los cuales alimentarse, de modo que debieron empezar a aventurarse en las aldeas para llevarse personas vivas. Sin embargo, esas desapariciones hicieron que los cuerpos infectados por la peste dejaran de ser incinerados, y comenzaran a ser enterrados en un cementerio en desuso. Desde entonces, la aldea durmió en paz, «aunque de vez en cuando desaparecía algún viajero solitario o vendedor ambulante». Aún así, los ancianos consideraban que «era una suerte que no sucedieran cosas peores».

En El Espejo Gótico hemos hablado muchas veces sobre el Ghoul, que se remonta al folclore árabe. Su origen, sin embargo, podría estar en la Mesopotamia, de donde lo habrían incorporado los nómadas árabes [ver: Ghouls: la historia secreta de los Necrófagos]. En la Antigua Mesopotamia existía un monstruo llamado Gallu, que podría considerarse como uno de los orígenes del Ghoul árabe. Gallu era un demonio acadio del inframundo. Al igual que Hades con Perséfone, Gallu secuestra al dios de la fertilidad, Tammuz. En cuanto al Ghoul, su raíz árabe es ghâl que significa «matar», y también «apoderarse». La historia de Gallu [que se apodera de Tammuz y lo lleva al inframundo] explica la conexión etimológica con Ghoul [seres que se apoderan de los vivos y los llevan a sus tumbas].

Volvamos a Eso camina de noche.

Todavía delirante por la fiebre, Johann parte hacia el cementerio, solo. No es un escéptico; de hecho, es un creyente en la leyenda local, pero la idea de que la tumba de Elsa pueda ser profanada le resulta insoportable.

Johann tampoco parece ser un aristócrata, pero su esposa, Elsa, es «hija del antiguo Clan Auber», el cual podía reclamar descendencia de «Thurn y Taxis»; es decir, de la Casa de Thurn y Taxis, una antigua familia aristócrata alemana que, en 1695, gracias al favor del emperador Leopoldo I, recibió el privilegio de usar el título de príncipes. Henry Kuttner no profundiza demasiado en esto, apenas nos deja un par de referencias para establecer que Elsa pertenece a una familia antigua y poderosa. Esto será importante más adelante en la historia.

Al llegar al cementerio, Johann es interceptado por su primo, Karl, que trata de convencerlo de regresar. En ese momento descubre que la tumba de su esposa ha sido profanada:


«La luz de su lámpara cayó sobre la lápida cubierta de líquenes y la superficie carcomida y desgastada de las losas y cruces de madera. Tropezó con una lápida caída, medio enterrada, y se habría caído si Karl no lo hubiera atrapado. Este inició una frenética protesta que su primo no escuchó. Johann miraba fijamente hacia la oscuridad. Dio algunos pasos apresurados y a sus pies se alzó el negro abismo de una tumba abierta. Envió el haz de la linterna hacia allí y vio que la tapa del ataúd estaba destrozada, y que el sarcófago estaba vacío. Incluso antes de que la luz buscara la inscripción en la losa de la tumba profanada, supo lo que leería allí.»


Armado con una pistola y una linterna, Johann decide investigar un «mausoleo que se alza sobre el montículo, pálido y siniestro a la luz de las estrellas». Evidentemente es la construcción más antigua del cementerio. El mausoleo está «cubierto por una gruesa capa de musgo», pero hay una extraña inscripción en la puerta de metal oxidado, ilegible excepto por una palabra: «maranatha». Johann no presta demasiada atención a esto y sigue su camino, quizás porque la referencia es demasiado sutil. Maranatha es la transcripción griega de un término arameo que significa «el Señor viene». Pablo la utiliza en la primera Epístola a los Corintios en relación a la Segunda Venida de Cristo, a su vez, presagiada por la resurrección de los muertos.

Johann irrumpe en el mausoleo. Aparentemente está vacío, pero al final de «las paredes desnudas de granito» encuentra otra puerta, que está abierta.


«Se encontraba en un pasillo vacío, pavimentado con grandes losas de piedra, que descendía hacia la ladera de la pequeña colina. Se oyó un leve susurro, como el del agua deslizándose sobre rocas irregulares, y Johann avanzó con cautela. El pasaje giraba y serpenteaba en la roca, pero continuaba descendiendo abruptamente y Johann pasó dos veces por las bocas negras de los túneles laterales. Ahora el débil susurro era más fuerte. Reconoció el sonido de voces, pero hubo un curioso chirrido y gruñido que lo desconcertó: un sonido como el que podría originarse en un nido de ratas.»


Desde ese murmullo demoníaco se alza una voz «distinta», una voz «áspera y chirriante» que posee un tono grave, profundo, «como si viniera de muy lejos bajo tierra». Johann distingue las palabras: «hace mucho que se fue». Se oye entonces un crujido, cada vez más fuerte, que pasa junto a Johann. Un «hedor abrumador» satura sus fosas nasales. El murmullo estalla de nuevo, «esta vez con una inquietante nota de decepción».


«—¡Debes cumplir! Cada uno de nosotros alimentó a nuestros antepasados cuando no podían hacerlo por sí mismos. Es tu deber encontrarnos comida. Cuando, con el tiempo, también te vuelvas como nosotros, incapaz de salir a buscar nuevas tumbas, esperarás que el próximo heredero cumpla con su deber.»


Todo sucede muy rápido a partir de aquí: Johann advierte que la gran puerta de la tumba ya no está abierta. Aquella presencia que había pasado junto a él en la oscuridad la cerró para impedirle escapar. Johann forcejea, pero en vano, la puerta es simplemente «una placa de metal oxidado, desnuda y tachonada de remaches». La única opción es seguir avanzando en esa «cueva cimmeria» [ver: Lo Subterráneo en la ficción]

Eventualmente, Johann se encuentra con lo que parece ser «un conjunto de momias, marchitas y secas». Los cuerpos están tumbados contra los muros «en posturas grotescas». Hay por lo menos una docena. Algunos están tan desmejorados que son apenas «esqueletos con la piel oscura estirada sobre los huesos». El suelo es como un osario. Los huesos desmenuzados tienen «evidentes marcas de dientes».

Como Frodo en el cubil de Shelob, Johann utiliza la luz de su linterna. Una calavera le sonríe «en una sombría burla de alegría». Hay una agitación entre los Ghouls, que «se arrastran como gusanos alejándose ciegamente de la luz». Unos «ojos fríos y brillantes» lo observan fijamente. A lo lejos, al final del corredor, «una figura vaga» avanza hacia él, «lenta e implacablemente». Detrás se oye «un estallido de abominables chirridos y silbidos». La forma sigue avanzando. Más que caminar parece deslizarse silenciosamente, «salvo por el leve susurro de las prendas». Johann retrocede, pero algo se aferra a sus tobillos. Presa del pánico, se libera de una patada, pero la figura principal ya está sobre él. No tiene tiempo de sacar la pistola. La linterna es su única arma.

El final de Eso camina de noche es bastante previsible, lo cual no significa nada en sí mismo. A veces, lo previsible es lo más congruente con la historia. En este caso, Elsa se ha convertido en la última integrante de esta familia de Ghouls [ver: Bloofer Lady: la transformación de Lucy Westenra]. La sugerencia es que el Clan Auber ha degenerado tanto que sus miembros existen más allá de la muerte, o no encuentran descanso en ella. Tal es así que son incapaces de procurarse el sustento, de modo que utilizan a los muertos más jóvenes para proveer a los más decrépitos. El destino de Elsa es previsible, pero congruente.

Eso camina de noche es un buen relato, sobre todo si tenemos en cuenta que fue escrito cuando Henry Kuttner tenía apenas veintiún años. Las descripciones del mausoleo y las criaturas subterráneas que lo habitan son económicas y eficaces. Robert Bloch, al referise a esta historia, menciona que la influencia de Lovecraft es evidente. Supongo que esto es cierto, también que las diferencias con Lovecraft son más importantes. Eso camina de noche está escrito en un estilo sencillo y directo. No encontramos ninguna digresión académica sobre antiguas maldiciones familiares ni recursos esotéricos. Johann no es un erudito. Está impulsado por el amor, el dolor y la ira. Está buscando a su esposa [muerta], para evitar el oprobio de que su tumba sea profanada, una motivación muy poco lovecraftiana.

Henry Kuttner maneja a la excelencia el recurso de los cementerios, pero Eso camina de noche está a años luz de otro relato publicado algunos meses antes: Las ratas del cementerio (The Graveyard Rats), donde un macabro cuidador de un cementerio de Salem, Nueva Inglaterra, llamado Masson, se arrastra por interminables túneles infestados de ratas para recuperar un cuerpo recién enterrado. El desenlace es increíblemente físico, describe la amplia gama de repugnancia y asco que experimenta Masson. Eso camina de noche le presenta a Henry Kuttner una posibilidad análoga, sobre todo con esos dedos cadavéricos aferrándose a los tobillos de Johann y los cuerpos decrépitos en el mausoleo, pero, al contrario de lo que ocurre en Las ratas del cementerio, el autor se inclina por la economía y el decoro. No estoy seguro de que haya sido la decisión más acertada [ver: Masson, el profanador: análisis de «Las Ratas del Cementerio»]

Si uno se dispone a escribir sobre cementerios, mausoleos, túneles y cadáveres animados por la compulsión de roer viejos cuerpos, es esperable que se intente tocar una fibra sensible, física, donde predomine la repulsión por encima de todo. Sin embargo, Henry Kuttner es más sutil aquí, quizás porque Las ratas del cementerio despertó muchos elogios, pero también dudas y cuestionamientos de los lectores de Weird Tales. En resumen, nadie creía que tamaño relato hubiese sido escrito por un novato. De hecho, el editor de la revista, Farnsworth Wright, debió publicar una respuesta a un comentario publicado en la edición de mayo de 1936, donde se especulaba que Henry Kuttner seguramente era el seudónimo de un autor consagrado, quizás del propio H.P. Lovecraft. Farnsworth Wright lo desmintió tajantemente:


«No, Henry Kuttner no es un seudónimo. Es un escritor joven, para quien auguramos logros reales; porque posee mérito genuino.»


En años posteriores, Henry Kuttner llegó a odiar Las ratas del cementerio. Le molestaban las solicitudes de derechos de reimpresión y, sobre todo, el comentario unánime de que era lo mejor que había escrito. Su rechazo fue tan radical que eventualmente abandonó el horror por la ciencia ficción, sobre todo en colaboración con su esposa, Catherine L. Moore. Antes de eso hubo una etapa intermedia. El lector interesado en la faceta lovecraftiana de Henry Kuttner, donde incluso amplió el universo de los Mitos de Cthulhu, puede encontrar algunas piezas muy interesantes como El secreto de Kralitz (The Secret of Kralitz), El horror de Salem (The Salem Horror), La Rana (The Frog), Los Invasores (The Invaders) y Las Campanas del Horror (The Bells of Horror). El mismo tema de Eso camina de noche se encuentra [un poco mejorado] en El devorador de almas (The Eater of Souls), donde un hombre que descubre que su antepasado es un Ghoul.




Eso camina de noche.
It Walks by Night, Henry Kuttner (1915-1958)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Johann se apoyó pesadamente contra un alto obelisco de mármol descolorido. Su cuerpo, debilitado por la fiebre, temblaba de cansancio. El cementerio era un mar negro, con losas pálidas y monolitos colocados alrededor en filas irregulares. Buscó a tientas la corredera de su linterna y un rayo blanco surgió vívidamente, grabando la figura demacrada del hombre con gran detalle.

Sombras profundas yacían en los huecos de sus mejillas y debajo de sus ojos dilatados y ardientes. Su rostro tenía un tinte de ira que delataba la fiebre que ardía en su cerebro, una fiebre que había quemado las barreras del miedo de toda la vida y lo había conducido a este antiguo cementerio donde pocos se habrían aventurado después de la puesta del sol. Porque, como todos los hombres sabían, entre aquellas tumbas habitaba un horror antiguo que había llegado a través de generaciones.

Había historias de una cosa que caminaba de noche entre las tumbas; de modo que, a veces, cuando los hombres iban a buscar a plena luz del día, encontraban fosas abiertas, ataúdes destrozados sin piedad y cadáveres desaparecidos.

De vez en cuando, uno de los aldeanos enterraba a sus parientes en el cementerio de Kruschen, treinta kilómetros al norte. Pero esto rara vez se hacía, ya que el horror había habitado en el cementerio más tiempo que el anciano de barba gris, y una especie de desesperada apatía flotaba sobre el pueblo como un manto sombrío.

Además, se contaba que, hace mucho tiempo, en el año de la gran peste, cuando todos los cuerpos eran quemados por temor a que se propagara la pestilencia, algo había salido de entre las tumbas y había irrumpido en las casas de las afueras de la aldea. Una docena de personas habían desaparecido sin dejar rastro y, por fin, ante la desesperación, los cadáveres infectados por la peste habían sido enterrados en el antiguo cementerio. A partir de entonces el pueblo durmió en paz, aunque de vez en cuando algún viajero solitario o vendedor ambulante desaparecía y nunca más se le volvía a ver. Aun así, como los hombres mayores susurraban entre ellos, era una suerte que no sucedieran cosas peores.

Pero ahora Johann se sentía empujado por un impulso feroz que le hacía ignorar la antigua amenaza que acechaba entre las tumbas. Había venido por su esposa.

Elsa, su esposa desde hacía apenas un año, había sido enterrada mientras Johann yacía delirando con la misma fiebre que había resultado fatal para ella. Creyéndolo dormido, la esposa de su primo había hablado con demasiada libertad y Johann se enteró de que Elsa había sido enterrada en el cementerio embrujado más allá de las afueras del pueblo. Su amada Elsa, hija del antiguo clan Auber que podía rastrear a sus padres a través de Thurn y Taxis: ¡presa del demonio!

El horror le había dado fuerzas a Johann para levantarse de la cama y salir desapercibido de la casa de su prima, deteniéndose sólo para tomar su pistola y una linterna. Sacó el arma de su camisa cuando de repente se oyeron pasos cerca.

Un hombre apareció a la luz de las estrellas, abriéndose camino con cautela entre las tumbas. Cuando Johann reconoció a Karl, su primo, se guardó la pistola y dejó que la luz de su linterna se encendiera. El recién llegado lanzó un grito de sorpresa, rápidamente ahogado.

***


Karl entró en el charco de luz y el alivio se reflejó en su pálido rostro.

—¡Johann! Pensé… ¿qué estás haciendo aquí? No puedes ayudar a Elsa ahora.

Johann apartó la mirada bruscamente y movió la boca. Karl puso una mano en el hombro de su primo, pero Johann la apartó con impaciencia.

—Es tu culpa, Karl —acusó, con los ojos oscuros por la ira —. Dejaste que enterraran a Elsa aquí, en este lugar plagado de demonios.

Karl hizo un gesto apaciguador.

—¿Qué querías que hiciera? Les dije que no...

—Lo sé —el resentimiento desapareció de la voz de Johann. Estaba muy amargado ahora—. Nuestras cabezas han estado inclinadas bajo el yugo durante mucho tiempo. Demasiado, Karl. Elsa no...

—Ya hace una semana que la enterraron. Y tú... no tienes pala.

Eso era cierto. Johann no había tenido tiempo de conseguir una durante su escape. Dijo lentamente:

—Pero puedo hacer guardia en su tumba. Y tú puedes volver al pueblo y conseguir dos palas.

Karl guardó silencio. Al cabo de un momento, Johann rió sin alegría.

—Entonces tráelas mañana —se burló—. No tendrás miedo de venir aquí durante el día.

Molesto, Karl respondió:

—Vuelve a casa, Johann. Podemos venir mañana. Una noche más no es tanto. ¡Es peligroso, Johann! Dicen que... dicen que ha estado caminando de nuevo.

Johann se encogió de hombros con una indiferencia que no sentía. Estaba temblando por el viento helado que soplaba sobre las tumbas abandonadas. Sus miedos, olvidados en el delirio, regresaban lentamente para atormentarlo; pero él los apartó resueltamente.

—No tengo miedo —gruñó, y avanzó entre las tumbas.

Su linterna enviaba un rayo de luz amarilla que descansaba sobre la piedra manchada de líquenes y la superficie carcomida y desgastada de las losas y cruces de madera. Una vez tropezó con una lápida caída, medio enterrada en el suelo, y se habría caído si Karl no lo hubiera atrapado.

Karl inició una frenética protesta que su primo no escuchó. Johann miraba fijamente la oscuridad; Dio algunos pasos apresurados y a sus pies se alzó el negro abismo de una tumba abierta.

Envió el haz de la linterna hacia allí y vio que la tapa del ataúd estaba destrozada, y que el sarcófago estaba vacío. Incluso antes de que la luz buscara la inscripción en la losa de la tumba profanada, supo lo que leería allí.

A su lado, Karl contuvo el aliento con un grito de miedo. Pero Johann simplemente permaneció en silencio. El viento húmedo soplaba fríamente sobre su rostro mojado, y sus pensamientos eran un remolino caótico en el que se mezclaban el horror, el dolor y la ira. Debido a su conmovedor pena y su espanto, una ira feroz atormentó su cerebro febril con oleadas de rabia roja que lo sacudieron con su intensidad. Debajo de la camisa sintió el peso de la pistola y la agarró con fuerza. ¡Elsa! ¡Su delgado cuerpo blanco es presa del ghoul!

De repente, todo el miedo de Johann quedó olvidado en su ira cegadora.

Karl le tiraba del brazo. Se giró para encontrarse con la mirada asustada de su primo.

—¡Johann! ¿Que estas esperando? No podemos quedarnos aquí. Él… ¡Ha vuelto a caminar!

—¡No! —Johann gritó la palabra con fiereza y sus ojos ardían—. Elsa…

—¡Es demasiado tarde, Johann! Elsa se ha ido.

—¿Es demasiado tarde para la venganza? —preguntó Johann en voz baja y, ante sus palabras, Karl retrocedió con una mirada de asombro.

—¿Venganza? —susurró la palabra con miedo y un escalofrío lo recorrió. Lanzó una mirada aprensiva a la penumbra que los rodeaba. Luego dijo, todavía susurrando—: Estás loco, Johann.

Deliberadamente, Johann sacó su pistola.

—Muy bien, estoy enojado. Pero… Karl, si fuera tu esposa... —se interrumpió, sus labios temblaron y, cuando continuó, su voz era fría, con un propósito inflexible—. Escúchame, Karl, voy a hacer pagare a alguien (dios, hombre o diablo) por este crimen.

Miró el negro abismo de la tumba profanada.

—Así que vete a casa, Karl. No puedes ayudarme ahora.

Karl abrió la boca, pero las palabras se le ahogaron en la garganta. Sus ojos pasaron rápidamente por el hombro de Johann, y en ellos surgió una mirada de pánico y miedo. Con un grito ahogado, se dio la vuelta y salió corriendo. Sus pasos resonaron inquietantemente en el frío silencio.

***


Johann se volvió rápidamente. Al principio no vio nada a la tenue luz de las estrellas. Luego, a lo lejos, notó un leve movimiento entre las tumbas. Hubo un destello de agitación en la distancia, donde un antiguo mausoleo se alzaba, solo, en la ladera de un pequeño montículo. Esperó un rato, apenas respirando, pero no hubo más movimiento en la lejana tumba.

Los pasos de Karl se habían apagado y no se oía ningún sonido. Johann tocó la pistola con vacilación. Luego se la guardó dentro de la camisa y se apresuró a caminar entre las tumbas hasta el mausoleo que se alzaba sobre el montículo, pálido y siniestro a la luz de las estrellas. La tumba era increíblemente antigua y erosionada, cubierta por una gruesa capa de musgo como telarañas grises. Había una inscripción encima de la puerta, pero salvo la palabra maranatha era ilegible. Johann no se detuvo a examinarla cuando vio que el gran portal de piedra estaba abierto. Con una fría ira surgiendo dentro de él, cruzó el umbral y envió la luz a toda velocidad alrededor de la tumba.

Estaba vacía. Las paredes desnudas de granito encontraron su mirada, pero había una puerta de metal oxidado en la pared más alejada, y ésta estaba entreabierta. Johann se coló por el hueco y sostuvo la linterna en alto.

Se encontraba en un pasillo vacío, pavimentado con grandes losas de piedra, que descendía hacia la ladera de la pequeña colina. Se oyó un leve susurro, como el del agua deslizándose sobre rocas irregulares, y Johann avanzó con cautela. El pasaje giraba y serpenteaba en la roca, pero continuaba descendiendo abruptamente y Johann pasó dos veces por las bocas negras de los túneles laterales. Ahora el débil susurro era más fuerte. Reconoció el sonido de voces, pero hubo un curioso chirrido y gruñido que lo desconcertó: un sonido como el que podría originarse en un nido de ratas.

La fría marea de cordura estaba aumentando lentamente en el cerebro de Johann, y los recelos comenzaban a asaltarlo; pero el pensamiento de la tumba saqueada de Elsa le permitió sacarlos de su mente. Volvió a colocar la corredera en la linterna y avanzó en completa oscuridad, tanteando el camino y esforzándose por distinguir una palabra inteligible del murmullo de charlas y susurros que escuchaba. Avanzó lentamente, deslizando su mano por la pared. Y de repente una voz sonó distinta y clara por encima de los murmullos.

Era áspera y chirriante, poseía una curiosa cualidad de profundidad, como si viniera de muy lejos bajo tierra. Y decía claramente:

Hace mucho que se fue.

Una ola de miedo se apoderó de Johann. Se aferró desesperadamente al pensamiento de Elsa y su venganza. Luchando contra su horror, avanzó. Como ante una señal, se hizo un repentino silencio.

Johann captó un susurro.

… Volveré. Para traernos comida.

Detrás de él se escuchó un crujido que se hizo cada vez más fuerte. En la oscuridad no se veía nada, pero Johann se arrojó contra la pared. El crujido pasó a su lado y, por un momento, un hedor abrumador llenó sus fosas nasales. Era consciente de que algo había pasado cerca de él, algo que no podía ver por la oscuridad, aunque se sentía mareado por su proximidad. Se apoyó contra la pared, agradecido, y los susurros y chillidos estallaron de nuevo, esta vez con una inquietante nota de decepción.

Una nueva voz habló, una voz tranquila y sin emociones con un espantoso ronroneo felino.

—No pude encontrar comida, mis antepasados. Nada de comida ni bebida.

—¿Debemos pasar hambre? —gimió otra voz, y una serie de gritos quejumbrosos surgieron de la oscuridad que palpitaba con una vida invisible y horrible—. ¡Debes alimentarnos!

—¡Es tu deber!

—No podemos…

Habló una voz más profunda.

—¡Debes cumplir! Cada uno de nosotros alimentó a nuestros antepasados que no podían alimentarse por sí mismos. Es tu deber encontrarnos comida. Cuando, con el tiempo, vosotros también os volváis como nosotros, incapaces de salir a buscar nuevas tumbas, esperaréis que el próximo heredero cumpla con su deber.

—Encontré comida para ti hace dos noches —ronroneó la otra voz, y Johann contuvo el aliento y se estremeció en la oscuridad protectora.

—¡Es tu deber y tu privilegio! —interrumpió la voz profunda, quebradiza y áspera—. Esta es la maldición y la bendición de nuestra sangre, que no conoce otra vida después de la muerte.

—¡Pero hay tantos! —gritó el otro, y un aullido ahogado, de miedo, salió de los rígidos labios de Johann.

Se hizo un tenso silencio.

A su lado se escuchó un suave crujido, que casi rozó su cuerpo entumecido y se apagó rápidamente. Entonces no hubo ningún sonido, sólo la oscuridad sepulcral que lo envolvía. Y detrás de él escuchó un ruido sordo.

***


Johann volvió a la vida, se dio la vuelta y, presa del miedo, volvió corriendo por el retorcido corredor de regreso al aire libre y a la limpia luz de las estrellas.

Sintió un fuerte golpe en el pecho y se tambaleó hacia atrás, casi cayendo; la linterna se le resbaló de las manos y cayó al suelo con un ruido sordo. Mientras se tambaleaba en la oscuridad, oyó el abominable crujido pasar de nuevo a su lado y desvanecerse en el silencio. Jadeando, cayó sobre manos y rodillas y buscó frenéticamente la linterna.

Por un momento la linterna eludió sus dedos, y Johann sintió que se le erizaba la piel de la espalda ante la expectativa de un ataque. Luego, con un sollozo de alivio, encontró la linterna y arrancó la corredera, rezando para que no se hubiera apagado.

No fue así. Un rayo de luz amarilla iluminó despiadadamente lo que había detenido la huida de Johann: la gran puerta de la tumba, la puerta por la que había entrado en esta cueva cimmeria de noche y horror. Pero ahora ya no estaba entreabierta.

Se dio cuenta de lo que había sucedido. ¡El crujido que había pasado a su lado, el ruido sordo! La criatura (Johann no se atrevió a darle un nombre) pasó junto a él y cerró la puerta para impedirle escapar.

Respirando pesadamente, Johann dejó la lámpara y examinó la puerta. No había manijas ni pomos; era una placa de metal oxidado, desnuda y tachonada de remaches. Apoyó el hombro contra ella y se esforzó hasta que la cabeza le dio vueltas, pero no pudo mover la puerta.

De nuevo la ira creció dentro de él, y el pensamiento de Elsa alimentó la chispa de su furia. Con la rabia y el miedo luchando en su interior, sacó su pistola, la examinó para ver si la humedad de la bóveda había amortiguado la carga y lentamente comenzó a desandar sus pasos. De vez en cuando se detenía para iluminar detrás de él, pero nada acechaba allí, sólo las bocas de túneles negros que parecían observarlo siniestramente. Y entonces vio que estaba en el umbral de un arco que conducía a una oscuridad silenciosa e inquietante.

Dos veces Johann avanzó y dos veces retrocedió, asustado. Por fin levantó la pistola y cruzó el umbral, iluminando rápidamente la gran bóveda en la que se encontraba.

Por un momento pensó que se enfrentaba a un conjunto de momias, marchitas y secas. Estaban tumbadas contra las paredes en posturas grotescas, una docena de cuerpos marrones y arrugados, algunos de ellos simplemente esqueletos con la piel oscura estirada sobre los huesos. El suelo estaba enterrado bajo una alfombra de huesos, de colores que variaban desde el negro desmenuzado hasta huesos blancos brillantes en los que las marcas de dientes eran terriblemente evidentes. A los pies de Johann, una calavera le sonrió en una sombría burla de alegría.

Cuando la luz brilló a través de la tumba, un espantoso crujido y una agitación recorrieron los cuerpos marchitos. Hubo un movimiento y un retorcimiento monstruosos, y Johann vio moverse lo que nunca debería moverse, lo que siempre debería permanecer silencioso, quieto y muerto bajo la tapa del ataúd. Las cosas se arrastraban como gusanos alejándose ciegamente de la luz, y Johann seguía allí, con la linterna en una mano y la pistola en la otra, sin mover un músculo ni apartar la vista del osario que tenía ante él. La luz brilló en unos ojos fríos y brillantes que lo miraban especulativamente.

Detrás de él se oyó un crujido y Johann se giró y su luz atravesó la oscuridad. A lo lejos, al final del pasillo, una figura vaga avanzaba hacia él, lenta e implacablemente. Detrás de él se oyó un estallido de abominables chirridos y silbidos.

Johann levantó su pistola, pensando en Elsa para estabilizar su mano. Esperaría hasta que la cosa estuviera casi encima de él, y entonces...

Pero su miedo lo traicionó. El estrépito de la explosión envió ecos agudos a través de la bóveda.

La espantosa forma no se detuvo. Se deslizó hacia adelante, silenciosamente salvo por el leve susurro de las prendas. Johann dio un paso atrás. Algo se aferró a su tobillo y, en un frenesí de miedo, se liberó de una patada. Por un segundo le había dado la espalda a la figura medio vista que inexorablemente se acercaba, y cuando se giró, ya casi estaba sobre él. No hubo tiempo para recargar la pistola; Johann levantó el brazo como si la linterna fuera un arma.

Dos cosas sucedieron casi simultáneamente. Una voz ronroneante salió de la forma oscura, y dijo triunfalmente:

¡No pasaremos hambre!

La luz reveló el rostro del horror que se acercaba. Johann dejó caer la linterna y comenzó a gritar una y otra vez:

—¡Elsa! ¡Elsa!

Henry Kuttner (1915-1958)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Henry Kuttner.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Henry Kuttner: Eso camina de noche (It Walks by Night), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El secreto de Kralitz»: Henry Kuttner; relato y análisis.


«El secreto de Kralitz»: Henry Kuttner; relato y análisis.




El secreto de Kralitz (The Secret of Kralitz) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Henry Kuttner (1915-1958), publicado originalmente en la edición de octubre de 1936 de la revista Weird Tales.

El Secreto de Kralitz, tal vez uno de los cuentos de Henry Kuttner menos conocidos, es además uno de los primeros aportes de este autor a los Mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft [ver: Los Mitos de Khut-N’hah]

En su lecho de muerte, el barón Kralitz le revela a su hijo, Franz, una terrible malición familiar que recae sobre el primer hijo varón de cada generación. Cuenta la leyenda que el primer barón de Kralitz persiguió a una joven hasta un monasterio cercano, donde había solicitado refugio. Cuando los monjes se negaron a entregarla, el barón quemó el monasterio hasta sus cimientos. Antes de morir, el abad lanzó una maldición sobre la Casa Kralitz, la cual afectó a todos los primogénitos a partir de entonces.


«Desperté de un sueño profundo para encontrar dos formas envueltas en negro, de pie, en silencio, a mi lado, con sus rostros pálidos y borrosos recortados contra la penumbra. Mientras parpadeaba para aclarar mis ojos nublados por el sueño, uno de ellos me hizo señas con impaciencia, y de repente me di cuenta del propósito de esta convocatoria de medianoche. Durante años la había estado esperando, desde que mi padre, el barón Kralitz, me había revelado el secreto y la maldición que se cernía sobre nuestra antigua casa. Y así, sin decir una palabra, me levanté y seguí a mis guías mientras me conducían por los lúgubres pasillos del castillo que había sido mi hogar desde que nací.»


El Secreto de Kralitz es un relato gótico clásico: tenemos un castillo ancestral, una antigua maldición que pesa sobre una familia aristocrática, y al hijo mayor de cada generación que descubre su infausto destino al alcanzar la madurez. La historia de fondo incluye a un ancestro diabólico [con trato con seres subterráneos] que comete un espantoso crimen.

El Narrador de la historia es un barón alemán, el vigésimo primero de la Casa de Kralitz, llamado Franz. Por supuesto, Franz sabe que está atado a una maldición familiar. Sabe que, hace siglos, el primer barón de Kralitz asesinó a todos los monjes de un monasterio cercano porque la mujer que deseaba se había refugiado allí; y sabe que el abad lanzó una maldición transgeneracional. Sin embargo, Franz no sabe en qué consiste exactamente esta maldición, solo que algún dia será visitado por unos hombres y que deberá seguirlos.

El Secreto de Kralitz comienza en el lecho de muerte del padre de Franz, la noche en la que el joven finalmente adquiere el pleno conocimiento del alcance de la maldición del abad. Franz despierta y encuentra dos figuras misteriosas junto a su cama. Lo conducen por un pasadizo secreto y descienden por una larga escalera debajo del castillo. Eventualmente llegan a una vasta caverna subterránea con un lago. Franz observa «formas oscuras, medio vislumbradas (...) y grandes sombras vagas» revoloteando sobre su cabeza:


«¡Demonios, monstruos, cosas innombrables! Colosos de pesadilla caminaban rugiendo a través de la oscuridad, y cosas grises y amorfas, como babosas gigantes, andaban erguidas sobre patas rechonchas. Criaturas de pulpa blanda e informe, seres con ojos llameantes esparcidos sobre cuerpos deformes como el legendario Argus, se retorcían en el resplandor maligno. Cosas aladas que no eran murciélagos revoloteaban en el aire tenebroso, susurrando… susurrando… con voces humanas.»


Cerca hay «una larga mesa rectangular de piedra, y en ella estaban sentadas dos veintenas de hombres» de aspecto cadavérico. Son los veinte barones anteriores, los antepasados de Franz, que han sido condenados a existir como no-muertos [ver: Ghouls: historia de los Necrófagos en la ficción]. Henry Kuttner no utiliza la palabra «vampiro», pero el «licor rojo en las copas enjoyadas» con «un sabor ligeramente salobre» sugiere que los Kralitz beben sangre. Además, «al acercarse el amanecer», los barones «regresan a sus ataúdes de piedra para yacer en un trance parecido a la muerte» hasta que el ocaso vuelve a despertarlos.

Aunque están condenados a no morir, los Kralitz parecen estar divirtiéndose. Celebran un gran festín, incluso tienen sirvientes [algo parecido a un niño desollado llena la copa de Franz]. También están en comunicación con Yuggoth y conocen la existencia de Cthulhu, Yog-Sothoth y otros secretos lovecraftianos:


«Aprendí sobre los seres fungoides e inhumanos que habitan en el lejano y frío Yuggoth, sobre las formas ciclópeas que acompañan al insomne Cthulhu en su ciudad submarina, sobre los extraños placeres de los seguidores del leproso y subterráneo Yog-Sothoth, y también aprendí sobre la adoración de Iod, la Fuente, más allá de las galaxias exteriores.»


Iod es el principal aporte de Henry Kuttner al panteón de los Mitos de Cthulhu, y El Secreto de Kralitz es su primera aparición. Iod es un Dios Exterior [Outer God] de constitución, digamos, integral. Es parte vegetal, animal y mineral. Descendió a la Tierra en la juventud de nuestro mundo. Fue adorado en Mu, y los etruscos y los griegos lo conocieron con los nombres de Vediovis y Trofonio, sus respectivas divnidades del inframundo. Fuera de la Tierra, los otros Dioses Exteriores consideran que Iod es la «Fuente» [no sabemos de qué], y en calidad de tal lo veneran. Algunos nigromantes han intentado invocarlo, pero no se conoce ninguna ceremonia completa, ni siquiera en El Libro de Iod (The Book of Iod), escrito en una mezcla de copto y griego, obra que pondera una filosofía proto-gnóstica.

Ahora bien, después del banquete en las catacumbas del Castillo Kralitz, los barones se retiran a sus respectivas criptas. El giro final, muy previsible, establece que Franz ya es un no-muerto cuando desciende acompañado de sus guías. No puede regresar a la superficie y tiene que descansar en una tumba con su nombre tallado [ver: El Horror siempre viene desde el Sótano]

Solo podemos especular sobre las actividades de los no-muertos durante las horas de oscuridad, aunque las catacumbas parecen estar a resguardo de la luz del sol. El primer Kralitz sostiene que deben permanecer en sus tumbas durante el día, de modo que hay poco para discutir al respecto. Más interesante es conjeturar por qué en las catacumbas proliferan estas espantosas criaturas interdimensionales. ¿Hay alguna relación entre estos seres y la maldición del abad? Definitivamente no son carceleros, de hecho, parece haber una relación cordial con los barones. ¿Acaso la prolongada existencia subterránea de los Kralitz les ha permitido adquirir increíbles conocimientos esotéricos y tener trato con los seguidores de Yog-Sothoth [quienes, se nos dice, están familiarizados con «placeres extraños»]. No suena como una maldición ordinaria, de hecho, no suena como una maldición en absoluto si tenemos en cuenta el evidente disfrute de los Kralitz. Si el abad maldijo al barón, así como a sus descendientes, a ser no-muertos, la maldición se convirtió en una bendición para ellos. Esta gente esta pasándolo genial ahí abajo [ver: Lo Subterráneo en la ficción]

Todo esto nos lleva a considerar la malevolencia de la Casa Kralitz. Sabemos que el primer barón fue un asesino que quemó a docenas de monjes simplemente porque estaban resguardando a la mujer que él deseaba. Pero, ¿qué tal sus descendientes? ¿Son todos malévolos por naturaleza? ¿Todos llevan en su sangre el mismo germen de maldad? ¿O acaso fueron adquiriendo su malevolencia durante su estancia en las catacumbas? El propio Franz parece ser un individuo sensato, sin embargo, cede demasiado rápido a las crueldades de ultratumba [«No puedo hablar de las cosas innombrables que vi... ¡y que hice!»], aunque en este punto ya no es humano. Indudablemente hay un fuerte componente judeo-cristiano en esta historia, un motivo bíblico que podríamos resumir como «los pecados del padre que recaen sobre el hijo».

El Secreto de Kralitz pertenece a la vena lovecraftiana de Henry Kuttner, una etapa de su obra pre-Catherine L. Moore / ciencia ficción. La progresión del relato es sorprendentemente cercana a la secuencia de sonetos XVI, XVII y XVIII de Hongos de Yuggoth (Fungi from Yuggoth); titulados: La ventana (The Window), Un recuerdo (A Memory) y Los jardines de Yin (The Gardens of Yin). En estos tres sonetos de Lovecraft, el Narrador penetra en el secreto de su mansión ancestral y comulga con la vida [o no-muerte] de sus ancestros, quienes celebran toda clase de ritos blasfemos. Sin embargo, la semejanza es fortuita. Lovecraft todavía estaba trabajando en Hongos de Yuggoth cuando Henry Kuttner le envió el manuscrito de El Secreto de Kralitz. ¿Acaso Lovecraft fue influenciado por este cuento de un joven Henry Kuttner?

En cualquier caso, Lovecraft se mostró gratamente sorprendido por El Secreto de Kralitz. En una carta a Henry Kuttner, fechada el 15 de octubre de 1936, escribe:


«A pesar de un exceso de color juvenil en algunas partes, me gustó inmensamente. Tiene ese toque de atmósfera gótica que disfruto muchísimo: un elemento intangible que hace que una historia extraña sea realmente potente y fascinante a mis ojos. Es una lástima que la mayoría de los cuentos extraños pierdan esta cualidad fundamental en un esfuerzo por ser modernos y vivaces.»


Después de El Secreto de Kralitz, Henry Kuttner escribiría algunos cuentos más en su vena lovecraftiana: El Devorador de Almas (The Eater of Souls), Hidra (Hydra), Las campanas del horror (The Bells of Horror) y Los invasores (The Invaders), entre otros, donde utiliza algunos nombres y conceptos de los Mitos de Cthulhu, pero pronto abandonaría este marco para dedicarse a la ciencia ficción. En cualquier caso, la filosofía de Lovecraft está prácticamente ausente de su obra. Henry Kuttner utiliza los nombres de Yuggoth, Cthulhu y Yog-Sothoth, pero de forma marginal. Lo que parece atraer a la mayoría de los autores del Ciclo de Cthulhu no es tanto el estilo y la filosofía de Lovecraft, sino su intrigante mitología [ver: Tentáculos «por default»]

Seguramente era una tentación para los amigos por correspondencia de Lovecraft ampliar el panteón de los Mitos de Cthulhu, quizás añadir unos cuantos libros prohibidos a las estanterías de la Universidad de Miskatonic, y Henry Kuttner no fue inmune.

Pero incluso estas referencias marginales terminaron teniendo cierto arraigo en el desarrollo posterior de los Mitos. En El Secreto de Kralitz, por ejemplo, Henry Kuttner hace una sola referencia al «leproso y subterráneo Yog-Sothoth», que no vuelve a retomar jamás en su obra. Es solo una frase. Nunca sabemos por qué Yog-Sothoth es «leproso y subterráneo»; sin embargo, esta nota marginal podría ser el origen de la posterior categorización de Yog-Sothoth [fabricada por August Derleth] como un elemental de la tierra [ver: August Derleth: el creador de los Mitos de Cthulhu]




El secreto de Kralitz.
The Secret of Kralitz, Henry Kuttner (1915-1958)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Desperté de un sueño profundo para encontrar dos formas envueltas en negro, de pie, en silencio, a mi lado, con sus rostros pálidos y borrosos en la oscuridad. Mientras parpadeaba para aclarar mis ojos nublados por el sueño, uno de ellos me hizo una seña con impaciencia y de repente me di cuenta del propósito de esta convocatoria de medianoche. La esperaba desde hacía años, desde que mi padre, el barón Kralitz, me reveló el secreto y la maldición que se cernía sobre nuestra antigua casa. Y así, sin decir palabra, me levanté y seguí a mis guías mientras me conducían por los lúgubres pasillos del castillo que había sido mi hogar desde mi nacimiento.

Mientras avanzaba apareció en mi mente el rostro severo de mi padre, y en mis oídos resonaron sus solemnes palabras mientras me hablaba de la legendaria maldición de la Casa de Kralitz, el secreto desconocido que le era impartido al hijo mayor de cada generación.

—¿Cuándo? —le había preguntado a mi padre mientras yacía en su lecho de muerte, luchando contra la proximidad de la disolución.

—Cuando seas capaz de entender —me había dicho, observando mi rostro atentamente desde debajo de sus espesas cejas blancas—. A algunos se les cuenta el secreto antes que a otros. Desde el primer barón Kralitz, el secreto se ha transmitido de generación en generación...

Se agarró el pecho y se detuvo. Pasaron cinco minutos antes de que reuniera fuerzas para hablar de nuevo con su voz poderosa y ondulante. ¡Nada de confesiones jadeantes en el lecho de muerte para el barón Kralitz!

Dijo finalmente:

—Has visto las ruinas del antiguo monasterio cerca del pueblo, Franz. El primer barón lo quemó y pasó a espada a los monjes. El abad interfirió con demasiada frecuencia en los caprichos del barón. Una muchacha buscó refugio y el abad se negó a entregarla ante la exigencia del barón y su paciencia estaba llegando a su fin; ya conoces las historias que todavía se cuentan sobre él.

»Mató al abad, quemó el monasterio y se llevó a la chica. Antes de morir, el abad maldijo a su asesino y a sus hijos durante generaciones no nacidas. La naturaleza de esta maldición es el secreto de nuestra casa.

»Puede que no te diga cuál es la maldición. No busques descubrirla antes de que te la revele. Espera pacientemente y, a su debido tiempo, los guardianes del secreto te llevarán escaleras abajo hasta la caverna subterránea. Entonces aprenderás el secreto de Kralitz.

Cuando la última palabra salió de los labios de mi padre, murió, con su rostro severo todavía marcado por sus líneas duras.

Sumido en lo profundo de mis recuerdos, no había notado el camino, pero ahora las formas oscuras de mis guías se detuvieron junto a un hueco en la losa de piedra, donde una escalera que nunca había visto durante mis paseos por el castillo conducía a profundidades subterráneas. Me condujeron escaleras abajo y pronto me di cuenta de que había una especie de luz: un resplandor tenue y fosforescente que no provenía de ninguna fuente reconocible, y que parecía ser menos luz real que el acostumbramiento de mis ojos a la oscuridad.

Descendí durante mucho tiempo. La escalera giraba y se retorcía en la roca, y las formas que se balanceaban delante eran mi único alivio de la monotonía del interminable descenso. Por fin, en las profundidades del subsuelo, la escalera terminó y miré por encima de los hombros de mis guías hacia la gran puerta que cerraba mi camino. Estaba toscamente cincelada en piedra sólida, y sobre ella había grabados curiosos y extrañamente inquietantes, símbolos que no reconocí. Se abrió, pasé y me detuve, mirando a mi alrededor a través de un mar gris de niebla.

Me encontraba en una suave pendiente que se perdía en la distancia oculta por la niebla, de la que surgía un pandemonium de gritos ahogados y chillidos agudos y estridentes, vagamente parecidos a una risa obscena. Formas oscuras, medio vislumbradas, aparecieron a través de la bruma y desaparecieron de nuevo, y grandes sombras vagas pasaron sobre nuestras cabezas con alas silenciosas. Casi a mi lado había una larga mesa rectangular de piedra, y en ella estaban sentadas dos veintenas de hombres, mirándome con ojos que brillaban apagadamente desde sus profundas cuencas.

Mis dos guías ocuparon silenciosamente sus lugares entre ellos.

De repente la espesa niebla empezó a disiparse. Fue arrastrada irregularmente por el soplo de un viento helado. Los confines más lejanos y oscuros de la caverna quedaron revelados cuando la niebla se disipó, y me quedé en silencio, presa de un miedo poderoso y, extrañamente, de un estremecimiento de deleite igualmente potente e inexplicable. Una parte de mi mente parecía preguntar: «¿Qué horror es este?» Y otra parte susurraba: «¡Conoces este lugar!»

Pero nunca podría haberlo visto antes. Si me hubiera dado cuenta de lo que había debajo del castillo nunca podría haber dormido por la noche. Porque, de pie, en silencio, mientras oleadas contradictorias de horror y éxtasis corrían a través de mí, vi a los extraños habitantes del mundo subterráneo.

¡Demonios, monstruos, cosas innombrables! Colosos de pesadilla caminaban rugiendo a través de la oscuridad, y cosas grises y amorfas, como babosas gigantes, caminaban erguidas sobre patas rechonchas. Criaturas de pulpa blanda e informe, seres con ojos llameantes esparcidos sobre sus cuerpos deformes como el legendario Argus, se retorcían en el resplandor maligno. Cosas aladas que no eran murciélagos se abalanzaban y revoloteaban en el aire tenebroso, susurrando… susurrando… con voces humanas.

A lo lejos, al pie de la pendiente, podía ver el frío brillo del agua, un mar escondido y sin sol. Formas afortunadamente casi ocultas por la distancia y la penumbra jugueteaban y lloraban, perturbando la superficie del lago, cuyo tamaño sólo podía conjeturar. Una cosa aleteante, cuyas alas coriáceas se extendían como una tienda de campaña sobre mi cabeza, se abalanzó y flotó por un momento, mirándome con ojos llameantes, y luego salió disparada y se perdió en la oscuridad.

Y todo el tiempo, mientras me estremecía de miedo y odio, dentro de mí estaba este júbilo maligno, esta voz que susurraba: «¡Conoces este lugar! ¡Perteneces aquí! ¿No es bueno estar en casa?»

Miré detrás de mí. La gran puerta se había cerrado silenciosamente y escapar era imposible. Entonces el orgullo vino en mi ayuda. Yo era un Kralitz. ¡Y un Kralitz no reconocería el miedo ante el mismísimo diablo!

Di un paso adelante y me enfrenté a los guardias, que todavía estaban sentados, mirándome atentamente con ojos en los que parecía arder un fuego latente. Luchando contra un miedo loco de encontrar ante mí una serie de esqueletos descarnados, me acerqué a la cabecera de la mesa, donde había una especie de tosco trono, y miré de cerca a la figura silenciosa a mi derecha.

No era un cráneo desnudo lo que miraba, sino un rostro barbudo y de una palidez mortal. Los labios curvos y voluptuosos eran carmesí, casi parecían pintados de rojo, y los ojos apagados me miraban sombríamente. Una agonía inhumana se había grabado en profundas líneas en el rostro pálido, y una angustia persistente ardía en los ojos hundidos. No creo que pueda transmitir la absoluta extrañeza, la atmósfera sobrenatural que lo rodeaba, casi tan palpable como el fétido hedor a tumba que brotaba de sus ropas oscuras.

Agitó un brazo envuelto en negro hacia el asiento vacío en la cabecera de la mesa y yo me senté.

¡Pesadilla de irrealidad! Parecía estar en un sueño, con una parte oculta de mi mente despertando lentamente del sueño a la vida malvada para tomar el mando de mis facultades. La mesa estaba puesta con copas y platos anticuados que no se habían utilizado durante cientos de años. Había carne en las bandejas y licor rojo en las copas enjoyadas. Una fragancia embriagadora y abrumadora nadó hasta mis fosas nasales, mezclada con el olor a tumba de mis compañeros y el olor a humedad de un lugar sin sol.

Todos los rostros blancos se volvieron hacia mí, rostros que me parecían extrañamente familiares, aunque no sabía por qué. Cada rostro era parecido en sus labios sensuales, de color rojo sangre, y en su expresión de agonía. Ojos negros, ardientes como los abismales pozos del Tártaro, me miraron fijamente hasta que sentí erizarse los pelos de mi nuca. Pero... ¡yo era un Kralitz! Me levanté y dije con audacia en un alemán arcaico que de alguna manera salió familiarmente de mis labios:

—Soy Franz, el vigésimo primer barón Kralitz. ¿Qué quieren de mí?

Un murmullo de aprobación recorrió la larga mesa. Hubo un gran revuelo. De la cabecera de la mesa se levantó un hombre enorme y barbudo, un hombre con una cicatriz espantosa que convertía el lado izquierdo de su rostro en un horror de tejido blanco. De nuevo me recorrió el extraño escalofrío de familiaridad. Había visto ese rostro antes, vagamente, en la penumbra del crepúsculo.

El hombre habló en un viejo alemán gutural.

—Te saludamos, Franz, barón Kralitz. Te saludamos y juramos, Franz... ¡Juramos por la Casa de Kralitz!

Dicho esto, tomó la copa que tenía delante y la sostuvo en alto. A lo largo de la mesa se levantaron los vestidos de negro, y cada uno levantó su copa enjoyada y me saludó. Bebieron profundamente, saboreando el licor, y yo hice la reverencia que exigía la costumbre. Dije, con palabras que surgieron casi espontáneamente de mi boca:

—Os saludo a vosotros, que sois los guardianes del secreto de Kralitz.

A mi alrededor, hasta los confines más lejanos de la oscura caverna, se hizo el silencio. Ya no se oían los bramidos, los aullidos ni las risitas dementes de los seres voladores. Mis compañeros se inclinaron hacia mí, expectantes. Levanté mi copa y bebí. El licor era embriagador, estimulante y con un sabor ligeramente salobre.

De repente supe por qué el rostro atormentado por el dolor de mi compañero me había parecido familiar. Lo había visto a menudo entre los retratos de mis antepasados, el rostro desfigurado y ceñudo del fundador de la Casa de Kralitz que miraba desde la penumbra del gran salón. En esa feroz luz blanca de la revelación, reconocí a mis compañeros tal como eran. Los reconocí, uno por uno, recordando sus homólogos de lienzo. ¡Pero había un cambio! Como un velo impalpable, el sello de un mal indestructible yacía en los rostros torturados de mis anfitriones, alterando extrañamente sus rasgos, de modo que no siempre podía estar seguro de reconocerlos. Un rostro pálido y sardónico me recordó a mi padre, pero no podía estar seguro, tan monstruosamente alterada estaba su expresión.

Estaba cenando con mis antepasados: ¡la Casa de Kralitz!

Mi copa todavía estaba en alto y la apuré, porque de alguna manera la sombría revelación no fue del todo inesperada. Un extraño brillo corrió por mis venas y me reí a carcajadas por el maligno deleite que había en mí.

Los demás también se rieron, una alegría ahogada como el ladrido de los lobos: risas torturadas de hombres tendidos en el potro, risas locas en el infierno. ¡Y por toda la brumosa caverna llegó el clamor de la prole del diablo! Grandes figuras que se alzaban a muchos metros de altura se balanceaban con atronadora alegría, y las cosas voladoras reían disimuladamente en lo alto. Y por la vasta extensión se esparció una ola de espantosa alegría, hasta que las cosas medio visibles en las aguas negras lanzaron fuelles que desgarraron mis tímpanos, y el techo invisible, muy arriba, devolvió los ecos rugientes del clamor.

Y me reí con ellos, me reí como un loco, hasta que me dejé caer, exhausto, en mi asiento, y observé al hombre con cicatrices al otro extremo de la mesa mientras hablaba.

—Eres digno de estar en nuestra compañía y digno de comer en la misma mesa. Nos hemos comprometido mutuamente y tú eres uno de nosotros; comeremos juntos.

Y desgarrando como bestias hambrientas la suculenta carne blanca en los platos enjoyados. Monstruos extraños nos sirvieron, y al sentir un toque helado en mi brazo, me volví y encontré una cosa espantosa de color carmesí, como un niño desollado, llenando mi copa. Extraña, extraña y absolutamente blasfema fue nuestra fiesta. Gritábamos, reíamos y nos alimentamos bajo la luz brumosa, mientras a nuestro alrededor tronó la horda maligna. Había un infierno debajo del castillo Kralitz, y esa noche se celebraba un gran carnaval.

Luego cantamos una feroz canción de bebida, balanceando las copas hacia adelante y hacia atrás al ritmo de nuestro canto. Era una canción arcaica, pero las palabras obsoletas no fueron un obstáculo, porque las pronuncié como si las hubiera aprendido en las rodillas de mi madre. Y al pensar en mi madre, un temblor y una debilidad me invadieron bruscamente, pero los disipé con un trago de aquel licor embriagador.

Gritamos, cantamos y nos divertimos durante mucho tiempo en la gran caverna, y después de un tiempo nos levantamos y nos dirigimos en tropel hacia donde un puente estrecho y de altos arcos cruzaba las tenebrosas aguas del lago. No puedo hablar de lo que había al otro extremo del puente, ni de las cosas innombrables que vi... ¡y que hice!

Aprendí sobre los seres fungoides e inhumanos que habitan en el lejano y frío Yuggoth, sobre las formas ciclópeas que acompañan al insomne Cthulhu en su ciudad submarina, sobre los extraños placeres de los seguidores del leproso y subterráneo Yog-Sothoth, y también aprendí sobre la adoración de Iod, la Fuente, más allá de las galaxias exteriores. Sondeé los pozos más negros del infierno y regresé riendo. Yo era uno con el resto de esos guardianes oscuros, y me uní a ellos en las saturnales de horror hasta que el hombre con cicatrices nos habló de nuevo.

—Nuestro tiempo se acorta —dijo, con su rostro blanco, barbudo y lleno de cicatrices, como el de una gárgola en la penumbra—. Pronto debemos partir. Pero eres un verdadero Kralitz, Franz, y volveremos a encontrarnos, a festejar y divertirnos durante más tiempo del que crees. ¡Un último saludo!

Se lo dí a él.

—¡A la Casa de Kralitz! ¡Que nunca caiga!

Y con un grito exultante apuramos el licor ardiente.

Entonces me invadió una extraña lasitud. Con los demás le di la espalda a la caverna y a las formas que hacían cabriolas, bramaban y se arrastraban por allí, y subí a través del portal de piedra tallada. Subimos las escaleras en fila, subiendo y subiendo, sin cesar, hasta que al fin salimos por el enorme agujero en las losas de piedra y continuamos, una compañía oscura y silenciosa, de regreso a través de esos interminables pasillos. Los alrededores comenzaron a volverse extrañamente familiares y de repente los reconocí.

Estábamos en las grandes criptas situadas debajo del castillo, donde fueron enterrados ceremoniosamente los barones Kralitz. Cada barón había sido colocado en su ataúd de piedra en su cámara separada, y cada cámara estaba, como cuentas en un collar, adyacente a la siguiente, de modo que procedíamos desde las tumbas más alejadas de los primeros barones Kralitz hacia las bóvedas desocupadas. Según una costumbre inmemorial, cada tumba permanecía desnuda, como un mausoleo vacío, hasta que llegaba el momento de su uso, cuando el gran ataúd de piedra, con la inscripción conmemorativa tallada en él, era llevado a su lugar. De hecho, era apropiado que el secreto de Kralitz estuviera escondido aquí.

De repente me di cuenta de que estaba solo, salvo por el hombre barbudo con la cicatriz. Los demás habían desaparecido y, en lo más profundo de mis pensamientos, no los había echado de menos. Mi compañero extendió su brazo envuelto en negro y detuvo mi avance. Me volví hacia él inquisitivamente. Dijo con su voz sonora:

—Debo dejarte ahora. Debo regresar a mi propio lugar.

Y señaló el camino por donde habíamos venido.

Asentí, porque ya había reconocido a mis compañeros tal como eran. Sabía que cada barón Kralitz había sido enterrado en su tumba, sólo para levantarse como una cosa monstruosa, ni muerta ni viva, para descender a la caverna de abajo y participar en las malvadas saturnales. También me di cuenta de que al acercarse el amanecer habían regresado a sus ataúdes de piedra, para yacer en un trance parecido a la muerte hasta que el sol poniente les trajera una breve liberación. Mis propios estudios ocultistas me habían permitido reconocer estas terribles manifestaciones.

Hice una reverencia a mi compañero y habría seguido mi camino hacia las partes superiores del castillo, pero él me cerró el paso. Sacudió la cabeza lentamente, su cicatriz era horrible en la oscuridad fosforescente.

—¿Puedo irme ahora? —dije.

Me observó con ojos torturados y ardientes que habían mirado al mismísimo infierno, y señaló lo que había a mi lado. En un alucinado destello de comprensión supe el secreto de la maldición de Kralitz.

Llegó a mí el conocimiento, la terrible comprensión que cada barón Kralitz había recibido al ser iniciado en la hermandad de sangre. Supe… supe que jamás se había colocado ningún ataúd desocupado en las tumbas. Leí en el sarcófago de piedra a mis pies la inscripción que me hizo conocer mi destino: mi propio nombre: «Franz, vigésimo primer barón Kralitz».

Henry Kuttner (1915-1958)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Henry Kuttner.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Henry Kuttner: El secreto de Kralitz (The Secret of Kralitz), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El Horror del Cementerio»: Thorp McClusky; relato y análisis.


«El Horror del Cementerio»: Thorp McClusky; relato y análisis.




El Horror del Cementerio (The Graveyard Horror) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Thorp McClusky (1906-1975), publicado originalmente en la edición de marzo de 1941 de la revista Weird Tales.

El Horror del Cementerio, uno de los mejores cuentos de Thorp McClusky, relata la historia de una aldea acechada por una singular entidad vampírica.

El Horror del Cementerio parece conducirnos hacia la fórmula clásica del relato de vampiros: una muerte misteriosa, seguida de la extraña enfermedad de alguien cercano al difunto que desafía los diagnósticos médicos, la organización de un grupo de hombres valientes y determinados, una expedición al cementerio, la apertura del ataúd [del sujeto de la muerte misteriosa]... pero aquí Thorp McClusky da un giro interesante: en el ataúd hay un cadáver común y corriente, descomponiéndose de acuerdo a lo esperado.

La acción se centra en un cementerio en el que están enterrados los cuerpos de Karl Maercklein y Jorma Nurmi. El encargado de la funeraria local, Chris Petersen, que ha dispuesto los cuerpos para su entierro, sospecha que hay algo anormal en esas muertes. Además, la joven Hildur evidencia los síntomas clásicos de estar siendo atacada por un vampiro. Petersen es un sujeto persuasivo. No necesita demasiados argumentos para convencer al médico local, Kurt Singer, para que lo acompañe a una expedición al cementerio, probablemente porque este último ya tuvo un encuentro con lo sobrenatural en una historia anterior: El Caos Reptante (The Crawling Horror).

Petersen y Kurt sospechan que están ante un caso típico de vampirismo, de modo que visitan el cementerio de noche, armados con las herramientas convencionales: crucifijos, estacas, palas. Con la participación de un tercero [Wilfrid Andersen], cuya tarea es embriagar al encargado del cementerio, exhuman el cuerpo de Karl Maercklein. Sin embargo, no parece haber nada extraño en el cadáver, o al menos nada que se asemeje a lo que dicen las leyendas de vampiros. Petersen toma un bisturí y realiza una pequeña incisión hasta llegar a una arteria. De allí rezuma una mezcla de fluidos cadavéricos y formaldehído, utilizado en la funeraria. Karl Maercklein simplemente está muerto.

Los dos hombres tratan de ocultar la profanación lo mejor que pueden, y al regresar a casa de Wilfrid Andersen descubren que la joven Hildur ha empeorado. Se le practica una transfusión de sangre de emergencia que habría enorgullecido a Van Helsing. También descubren que los crucifijos que habían colocado estratégicamente en la habitación de la chica fueron movidos, tal vez por la propia Hildur para facilitar la entrada de su atacante [ver: Por qué los crucifijos no funcionan contra los vampiros]. En este punto se produce algo inaudito: los hombres deciden regresar al cementerio para clavar debidamente el cuerpo de Maercklein.

Intentar describir la confusa sucesión de exhumaciones que se producen en El Horror del Cementerio es una labor ingrata. Baste decir que dos tercios de la historia ocurren en el cementerio, cavando tumbas, examinando cadáveres, clavándolos a sus ataúdes y volviendo a cubrir todo con tierra. La determinación de Petersen y Kurt solo rivaliza con la fuerza de sus músculos.

Eventualmente nos enteramos que los vampiros logran salir de sus tumbas de forma espiritual a través de dos pequeños agujeros en los montículos. Chris Petersen y Kurt Singer logran despachar sin problemas al vampiro masculino, Maercklein, pero la vampiresa es más elusiva. Logran desenterrar su ataúd y clavar una estaca en su tórax, pero el espíritu maligno que la anima ha abandonado su caparazón y ahora merodea por el cementerio, riéndose triunfalmente de los inútiles esfuerzos de sus perseguidores. Estas entidades que ocupan cadáveres y los reaniman brevemente parecen inspirados en los vampiros astrales de la teosofía; no en los de las leyendas tradicionales. De hecho, Thorp McClusky nunca utiliza la palabra «vampiro» [a pesar de las cruces, las estacas, las transfusiones] para referirse a las entidades demoníacas, pero sí emplea recurrentemente el término «ghoul» para referirse a Petersen y Kurt, quienes, hay que aceptarlo, han profanado una y otra vez la misma tumba [ver: Ghouls: historia de los Necrófagos en la ficción]

Chris Petersen y el doctor Kurt soportan con estoicismo el ataque psicológico de la vampiresa porque saben que ella debe regresar al cuerpo antes del amanecer. Horrorizados, observan cómo una niebla gris entra en el cadáver por las fosas nasales. La estaca que han clavado comienza a emerger del tórax, y la herida que ha producido empieza a cerrarse.


«¡La estaca de dos pulgadas de grosor que Chris Petersen había clavado en el esternón y la columna vertebral de Jorma Nurmi se elevaba lentamente desde su pecho destrozado! Con un movimiento lento e inexorable, suave e irresistible como el émbolo de un ariete hidráulico, estaba siendo expulsado de su cuerpo. Centímetro a centímetro estaba emergiendo de su vaina de carne. Y una salpicadura de líquido embalsamador brotaba de los labios de la herida y se extendía por el vestido de raso blanco.»


Pero los hombres vuelven a clavarla hasta que la estaca perfora la madera del ataúd. Esta vez, el trabajo se hace correctamente y la vampiresa es derrotada.


«Osciló de manera incierta, errática, mientras con golpes cortos y débiles clavé la estaca en el cuerpo de Jorma Nurmi. Cuántas veces la barra de hierro subió y cayó ante la gruesa estaca contra la sólida madera del ataúd, nunca lo sabré; tal vez tres golpes, tal vez seis. Solo recuerdo la sangre roja y limpia que manaba de la herida y se espesaba y extendía sobre el vestido de satén blanco... Cuando terminé, oí la voz de Jorma, ya no malvada, sino limpia y dulce de nuevo, la voz de la niña que había conocido, agradeciéndome. Sentí la abrumadora convicción, mientras esa voz se perdía en el infinito, de que había ido a ese lugar donde la esperaba Karl Maercklein.»


Hay demasiados puntos ciegos en El Horror del Cementerio. Thorp McClusky no proporciona información adicional sobre la entidad vampírica, y menos aún sobre quién facilitó su acceso a los cuerpos a través de los orificios en las tumbas. Podemos pensar que se ha visto atraída por el suicidio de Jorma, y que de algún modo esto le ha permitido alojarse en su cadáver, pero no lo sabemos con seguridad.

Todas las pequeñas deficiencias de El Horror del Cementerio quedan exoneradas por la escena final, donde suceden muchas cosas simultáneamente: mientras la entidad intenta reingresar en el cadáver de Jorma a través de sus fosas nasales, los hombres luchan para volver a clavar la estaca. Al mismo tiempo, un Wilfrid influenciado hipnóticamente por la Cosa ataca para tratar de cerrar el ataúd, y hasta la joven Hildur, enferma y demacarada, se presenta en el cementerio bajo los mismos influjos para presionar psicológicamente sobre Petersen y Kurt. De algún modo, Thorp McClusky se las arregla para salir bien parado de todo esto y entregarnos una historia de vampiros con ingredientes que hemos visto con mayor frecuencia en el cine que en la literatura.




El Horror del Cementerio.
The Graveyard Horror, Thorp McClusky (1906-1975)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


1. Dos muertes extrañas.

Fue en mayo cuando Karl Maercklein se anudó un peso de acero en los tobillos y saltó desde el puente, a tres millas al sur de nuestro pueblo, para ahogarse en las rápidas y frías aguas del Little Stony, y todavía era el mes de mayo cuando enterraron a Jorma Nurmi en la parcela de la familia, a unos escasos metros de la cerca blanca que separa la sección holandesa de nuestro cementerio de las otras denominaciones protestantes. La gente susurraba que Karl se había quitado la vida debido al juramento del viejo Sven Nurmi de que nunca una hija suya se casaría con un holandés de Pensilvania. Decían también que Jorma había muerto de un infarto, y en su momento estuve de acuerdo con ellos:

No asistí al funeral de Jorma. Ningún holandés lo hizo, porque todos conocíamos bien el odio de Sven hacia nosotros, un odio cuya génesis él mismo había olvidado. Pero pasé por la casa por la mañana, razonablemente seguro de que Sven se retiraría durante esas horas. Los amigos holandeses de Jorma podrían presentarle sus últimos respetos a su pobre cuerpo inmóvil. Y así fue: Sven no estaba.

Chris Petersen me recibió en la puerta y me hizo pasar con esa untuosidad sigilosa que los empresarios de pompas fúnebres parecen capaces de ponerse y quitarse a voluntad.

—Por el amor de Dios, Chris —recuerdo haberle susurrado mientras salía al pasillo—, no seas tan mojigato. Sven no me quiere. Ya me siento lo suficientemente nervioso.

Entonces me miró. Y en ese instante me recorrió un extraño escalofrío de desconcierto. porque el horror absoluto estaba en sus ojos.

—¿Qué pasa, Chris?

—Nada —murmuró—. Nada.

Ya estábamos en la puerta de la sala. De repente, su mano enguantada se soltó de mi brazo.

—Ella está ahí.

Avancé hacia el ataúd con un ramo de flores.

Incluso muerta, Jorma Nurmi era hermosa. No la había visto desde el funeral de Karl Maercklein, y entonces su rostro estaba demacrado y pálido, pero ahora su belleza juvenil era impresionante. Yacía como si estuviera ligeramente dormida, sus esbeltas manos cruzadas sobre sus pechos, su cabello finamente hilado como oro reluciente sobre la almohada de raso.

La miré durante un largo momento mientras mi mente se agolpaba con recuerdos: ella corriendo a la escuela, en las fiestas, saludándome con la mano, pasando por mi casa en el viejo y decrépito sedán de Karl Maercklein. Entonces, con un nudo en la garganta y una penumbra ante mis ojos, entré en el comedor y hablé brevemente. Mis palabras exactas se han escapado de mi memoria. Me entristeció demasiado la doble tragedia.

Había olvidado el horror que había visto acechando en los ojos de Chris Petersen. Pero cuando salí de la casa me detuvo. Estábamos solos en el porche, él de pie junto a la barandilla, yo deteniéndome en el último escalón.

—Por el amor de Dios, Chris —dije—, dime qué pasa. No te pareces a ti mismo.

Se humedeció los labios y asintió.

—Son ellos —murmuró, casi con vergüenza. Su cabeza se sacudió hacia las ventanas de la sala de estar—. Karl Maercklein, en su tumba estas dos semanas, y Jorma, siguiéndolo tan pronto.

Volví a mirarlo a los ojos y contuve el impulso de sonreír; porque me había dado cuenta de que lo que sea que había puesto el miedo en el alma de este impasible empresario de pompas fúnebres era algo que no se podía despreciar.

—No entiendo, Chris —dije con seriedad—. Estás hablando en acertijos.

Sus dedos enguantados se estiraron y tocaron mi brazo. Podía sentir la tensión y el temblor en ellos.

—Hay algo extraño en la muerte de Jorma. He estado hablando con el doctor Strom.

Escuché atentamente. El doctor Strom es un médico joven y capaz.

—Kurt, viejo amigo, existe una antigua creencia entre nuestros pueblos del norte de que el alma de un suicida no puede descansar hasta que el mal que causó que el desafortunado se quitara la vida sea exorcizado, una creencia de que el alma atormentada del suicida debe permanecer cerca de su ultrajado cuerpo, arrastrando a sus seres queridos a una muerte que no es la muerte, sino una impía suspensión.

Lo miré fijamente.

—Eres un viejo tonto —dije después de un momento.

Me miró fijamente, con las mandíbulas tensas.

—¿Sí? —dijo en voz baja—. Kurt, no es normal que una niña muera con el corazón roto. Dudo que alguien, en cualquier lugar, haya muerto realmente de angustia, y no digo esto simplemente para ser cínico. La angustia, por supuesto, puede hacer que una persona se descuide tanto que la muerte sobrevenga por causas secundarias. Pero Jorma Nurmi no murió de hambre, ni de sed, ni de infección. Simplemente murió, en dos semanas.

—¡Oh! —dije sin rodeos—. He escuchado suficiente. Tengo que irme.

Puso su mano en mi brazo.

—Escucha, Kurt. El cuerpo de Karl Maercklein estuvo en el fondo del Little Stony durante una noche y medio día antes de que lo encontraran. Sin embargo, en esa noche suicida, cuando nadie en la tierra podía saber que ya estaba muerto, Jorma Nurmi soñó que él acudía a ella. Ese sueño fue tan extraordinariamente vívido que por la mañana lo contó a su madre: Kurt, ¿cómo diablos Jorma Nurmi supo que Karl Maercklein se había suicidado horas antes de que encontraran su cuerpo?

A pesar de mí mismo estaba impresionado por su convicción. Inquieto, me encogí de hombros.

—Telepatía, tal vez —sugerí—. En el último momento antes de la extinción, la mente de un hombre puede realizar cosas increíbles. Sabemos que las visiones telepáticas son fenómenos reconocidos.

Sacudió la cabeza.

—Los sueños de Jorma Nurmi sobre su amante se repetían una y otra vez, noche tras noche. Kurt, he hablado con su familia y con el doctor Strom. las pupilas de sus ojos ya no reaccionaban a la luz; sus reflejos motores habían desaparecido. Sin embargo, Strom la estaba llenando de estimulantes. ¡Kurt, ella era como una máquina abandonada voluntariamente por su conductor!

—Oh, tonterías —dije con impaciencia—. Estás imaginando cosas.

Me miró fijamente y no había más expresión en sus ojos azules que en los de una muñeca de porcelana. Se rió, entonces, con dureza.

—Si vienes al cementerio conmigo esta noche, Kurt —dijo—, te mostraré pruebas.

Entonces, bruscamente, hizo una pausa, porque dos dolientes, un marido y una mujer de mediana edad, subían lentamente por el camino. Instantáneamente, como un actor que asume el papel que interpreta, se enderezó, se convirtió de nuevo en funerario. Solo quedaba el horror en sus ojos.

—Muy bien, Chris. Iré contigo.

Me di la vuelta lentamente, inclinándome ante el marido y la mujer cuando los pasé en el camino bañado por el sol.


2. La tumba de Karl Maercklein.

—¡Chris, creo que estamos actuando como un par de viejos tontos!

Nuestros músculos protestaban contra el aire frío de la noche. Me paré en el estrecho camino de grava que atraviesa la sección holandesa del cementerio. Estaba abismalmente oscuro, porque no había luna. A nuestro alrededor sentimos, más que vimos, las lápidas de esbeltas astas y los montículos cubiertos de hierba debajo de los cuales dormían los muertos. Luego, el rayo amarillo de la linterna de Chris partió la penumbra, reveló una pequeña lápida nueva y una tumba que aún mostraba el tosco patrón rectangular en el que las losas de tierra vegetal habían sido cuidadosamente removidas y reemplazadas. La tumba de Karl Maercklein.

Casi con resentimiento bajé la vista hacia la tumba nueva. Media docena de marcos de alambre llenos de musgo y los jirones marchitos de flores muertas aún cubrían el montículo, y vi que alguien había colocado una pequeña cornucopia de zinnias, ásteres y dedaleras. Se me ocurrió la desagradable idea de que dentro de una veintena de años, como máximo, yo también me convertiría en un habitante permanente de este cementerio.

Chris había dirigido la linterna hacia la tumba y estaba registrando, con una lentitud cuidadosa y esmerada, cada centímetro del césped. Por fin se arrodilló y comenzó a partir la hierba marchita con la mano izquierda.

—¡Kurt!

Agachándome, escudriñé atentamente el círculo de césped, ubicado aproximadamente en la mitad del montículo, sobre el cual había enfocado la luz. Pero no pude ver nada digno de interés, sólo una joroba de hierba marchita y los restos secos de las flores funerarias. Sin embargo, vi dos pequeños agujeros, muy juntos, apenas visibles entre las briznas de hierba, agujeros que parecían haber sido hechos por los gordos gusanos nocturnos que los niños usan como cebo.

Chris había puesto su mano izquierda en mi brazo.

—¿Ves ahí, Kurt? —exclamó con voz ronca—. ¿Esos pequeños agujeros? Los noté hace días.

Me enderecé rígidamente.

—Eres un idiota —dije con impaciencia—. Esos agujeros fueron hechos por gusanos o lombrices de tierra, y lo sabes. Ven, está haciendo frío.

Apagó la linterna, y la súbita irrupción de oscuridad me afectó mucho más desagradablemente que todas sus vagas y salvajes alusiones. En la penumbra lo escuché respirar pesadamente. Luego, después de un momento, cuando nos alejamos lentamente de la tumba, sus palabras me llegaron.

—Kurt, puedo sentirlo: antes de que pasen muchos días desearás con todo tu corazón haberme ayudado a limpiar la tumba de Karl Maercklein.


3. Las alas de la muerte.

Durante los días siguientes encontré difícil borrar de mi mente el recuerdo de las insinuaciones de Chris. Parecía tan convencido y, al mismo tiempo, tan cuerdo, que me descubrí preguntándome si no estaría dentro del ámbito de la posibilidad que ocurran fenómenos como el que él insinuó, fenómenos de una naturaleza mitad oculta, mitad física. Inquieto, recordé las leyendas, algunas de las cuales incluso fueron afirmadas por la iglesia medieval, leyendas que negaban el cielo, el infierno e incluso el limbo, ese reino sombrío que muchos estudiantes de ocultismo creen que realmente existe, al alma de un suicida. Y, sin embargo, confieso que pensaba en estas cosas con indulgencia y, a medida que pasaban los días, con mayor y mayor infrecuencia.

Y entonces, temprano en la noche, Wilfrid Andersen me llamó a su casa. Hildur, su esposa, estaba enferma. Y mientras me subía a mi auto y arrojaba mi bolso en el asiento a mi lado, recordé con un sobresalto extraño e incómodo que Jorma Nurmi e Hildur Andersen eran hermanas.

Wilfrid me recibió en la puerta principal y me hizo pasar a su casa. Nos dimos la mano agradablemente; no tenía ninguno de los prejuicios del viejo Sven Nurmi contra los holandeses. Encontré a Hildur acostada en un sofá en el salón. Me sonrió levemente cuando entré en la habitación. Después de unas pocas palabras sin importancia, Wilfrid nos dejó solos.

La aparición de Hildur fue un claro shock para mí. Los Nurmi son normalmente una familia sana; hasta la enfermedad de Jorma. Las chicas eran rubias, altas, de miembros rectos y pechos altos, y habían conocido muy pocas enfermedades. ¡Pero Hildur! La última vez que la vi pesaba un poco más de ciento veinte libras, cada gramo de su brazo era carne radiante. Y ahora parecía poco más que una bolsa de huesos. La piel estaba tan apretada sobre sus sienes que parecía casi transparente; los contornos de su cráneo y pómulos eran afilados como cuchillos.

La examiné a fondo, la interrogué con particular atención sobre su dieta. Al concluir mi examen, estaba completamente perplejo. Porque la chica era orgánicamente sana y no había rastro de enfermedad en ella. Sus ojos estaban ligeramente vidriosos.

Asumí mi actitud más jovial.

—¡Vamos, Hildur! —dije con reproche—. ¡Una niña grande como tú tirada por la casa! Deberías controlarte. Trata de olvidar lo que ha sucedido y pon sus pensamientos en cosas más agradables. Lo has pasado mal, lo sé, pero en realidad no hay nada malo contigo.

Ella me sonrió, una sonrisa de pura diversión.

—No, doctor Kurt —dijo en voz baja—. Realmente no hay nada malo conmigo. Dentro de unos días estaré muerta; pero tienes razón, estoy bien.

—¿Muerta? —dije estúpidamente.

Por un instante, el brillo pareció desaparecer de sus ojos mientras me miraba. La sonrisa divertida en sus labios se profundizó.

—Muerta —repitió en voz baja—. E indescriptiblemente feliz. Y no pasará mucho tiempo antes de que Wilfrid me siga. Jorma era mi hermana favorita —Volvió la cara hacia la pared—. La gente práctica como usted, doctor Kurt, a veces es terriblemente estúpida. Váyase y déjeme dormir y soñar.

Su voz se apagó en el silencio.


4. Para clavar una estaca.

—Y esa es la esencia de este asunto, Chris. Le he dejado medicinas a Wilfrid, y Hildur parece dispuesta a tomarlas. Pero en el fondo de mi corazón sé que no le harán ningún bien. La niña quiere morir, Chris. y Dios sabe qué la aqueja.

Había ido directamente de la casa de los Andersen a la de Chris Petersen, y ahora estábamos sentados en la oficina-salón de la funeraria, con sus plantas de caucho, su mesa de mármol y sus sillas formales de respaldo recto.

Chris se puso las manos en las rodillas huesudas y me miró.

—Te lo advertí, Kurt —dijo con gravedad—. Algo maldito está pasando en nuestro pueblo, que comenzó con el suicidio de Karl Maercklein. No tenemos precedentes para estudiar, solo leyendas. Pero sabemos que este fenómeno debe ser detenido y tan pronto como sea posible. Obviamente, el alma de Karl Maercklein no está en reposo. Obviamente, también, el alma de Karl Maercklein debe ser liberada de los lazos que la obligan a permanecer cerca de los vivos antes de que podamos esperar poner fin a esta cadena de muerte.

Había humildad en mí ahora, mientras escuchaba al empresario de pompas fúnebres de mediana edad. Porque con el fracaso de mis conocimientos médicos había llegado el desconcierto.

—Sí —dije—, ¿pero cómo vamos a saber en qué consisten esos lazos?

Sacudió la cabeza con impaciencia.

—Solo pueden consistir en carne y sangre, de la carne y la sangre de la que su alma fue separada antes del tiempo apropiado. El suicidio de Karl Maercklein fue, en cierto modo, peculiar. Su cuerpo no fue mutilado. Las viejas leyendas hablan de estacas a través del corazón, y de las quemaduras. Debemos hacer inhabitable el cuerpo de Karl Maercklein.

—Y el de Jorma Nurmi —susurré.

—Sí. Y el de Jorma Nurmi.

Un silencio opresivo cayó entre nosotros. Mi mirada estaba fija, con una especie de sorda fascinación, en un punto gastado en una esquina de la alfombra. Hablé, entonces, con inquietud.

—Ni los Maercklein ni Sven Nurmi permitirían manipular esas tumbas. Existe la posibilidad de que nos atrapen. ¡No tengo ningún deseo de ser sentenciado a la prisión estatal como un ghoul.

Me miró por un momento. Una curiosa y obstinada opacidad se profundizaba en sus ojos azules.

—Gustav Wendt, el cuidador, vive en el pequeño albergue detrás de la capilla del cementerio. Que yo sepa, nunca en su vida ha rechazado un trago de whisky. Y dudo que alguien desee visitar el cementerio tarde en la noche en esta época del año. Las tumbas son nuevas; podríamos restaurarlas a su aspecto actual sin dificultad.

Observé el punto desgastado de la alfombra.

—Necesitaríamos otro hombre.

—Sí. He hablado con Wilfrid Andersen. Está dispuesto a ayudar.

Esa tranquila declaración me sorprendió.

—Wilfrid no me dijo nada hoy —observé, perplejo.

Chris asintió.

—Le hablé de tu... duda. Pero él cree lo que yo creo. Me ha mantenido informado sobre el estado de Hildur. Solo hemos esperado el tiempo necesario para estar seguros.

Entonces, de repente, se puso de pie, fue a su pequeño escritorio y sacó un sobre largo y plano que aparentemente contenía varios objetos metálicos angulares.

—Ven —dijo en voz baja.

Sin comentarios, deslizó el sobre en el bolsillo del pecho.


5. Incubar una conspiración.

Cuando salimos de la casa y caminábamos hacia el jardín, no pude evitar preguntarle a Chris qué había en el sobre que acababa de guardar en su bolsillo. Su respuesta fue lacónica.

—Crucifijos.

—¡Crucifijos! —exclamé—. Pero, no somos católicos romanos, Chris, Jorma y Karl tampoco.

Puso su mano en mi brazo.

—Vamos a entrar en esto casi a ciegas, Kurt. Y es posible, como insinúas, que estos crucifijos no tengan eficacia. Pero seríamos tontos si dejáramos alguna arma sin probar. Y en cuanto a que no somos católicos romanos, el significado de la cruz se extiende mucho más allá de los confines del catolicismo. A veces me pregunto, Kurt, si los protestantes no somos imprudentes al dar tan poca importancia a los grandes símbolos de la religión. Pero aquí estamos.

La casa se cernía ante nosotros, una mancha negra contra la noche. Chris desapareció dentro. Escuché el repiqueteo sordo del metal contra la madera, y luego reapareció, con los brazos cargados con una lona doblada, dos palas, una palanca y dos estacas cortas, cada una de unas diez pulgadas de largo y afiladas en los extremos. Aparentemente habían sido aserradas del mango de una pala de madera.

Metódicamente, entonces, distribuyó esas horribles herramientas entre nosotros, y caminamos hasta su auto, donde las pusimos en la parte trasera. Nos dirigimos a casa de Wilfrid Andersen.

Wilfrid no pareció sorprendido de verme. Agarró mi mano por un momento, con fuerza, cuando entramos en la casa, pero no dijo nada. Entramos en el salón y nos sentamos. El diván en el que Hildur se había acostado más temprano esa noche estaba desocupado.

—La llevé arriba y la acosté —dijo Wilfrid, en respuesta a nuestra pregunta no formulada.

—¿Le diste los sedantes? —pregunté.

Chris estaba de pie junto a la mesa del salón, sus manos delgadas se perfilaban nítidamente a la brillante luz de la lámpara de mesa. Había abierto el sobre y encima de la mesa había una variedad de pequeños crucifijos. Me preguntaba, ociosamente, cómo y dónde los había obtenido.

—Wilfrid —dijo entonces lentamente—, lleva estos crucifijos arriba y fíjalos en las persianas. Coloca uno en el camisón de Hildur y ata otro al pomo de la puerta. Mira que las ventanas estén bien cerradas y la puerta cerrada con llave.

Con una reverencia curiosa e infantil, Wilfrid Andersen tomó los crucifijos y salió de la habitación. Esperamos de pie, en silencio, en el centro de ese salón anticuado. Desde arriba escuchamos el ruido sordo de una ventana al cerrarse, luego el crujido de las escaleras bajo los pasos descendentes de Wilfrid.

—Está profundamente dormida.

Juntos salimos de la casa. Hicimos una pausa en el paseo marítimo mientras Chris describía brevemente lo que debíamos hacer.

—Wilfrid, en el baúl de mi auto hay tres pintas de whisky. Toma ese whisky, derrama un poco en tu ropa y enjuágate la boca. El doctor Kurt te dará algo para poner en la bebida de Gustav; ten mucho cuidado de que no te detecte. Esperaremos una hora antes de seguir, y no conduciremos hasta el cementerio; tu trabajo es simplemente mantener ocupado a Gustav. Si es posible, drógalo, pero si no puedes darle la droga, embriágalo. Cuando hayamos terminado, caminaremos hasta mi automóvil y tocaremos la bocina, muy brevemente, en intervalos de cinco minutos. ¿Lo entiendes?

Muy gravemente, entonces, Wilfrid nos miró.

—Sí, entiendo —dijo en voz baja y firme—. Haré exactamente lo que dices.

Chris apoyó su mano en el brazo del joven.

—Wilfrid, si alguien se acerca a la puerta de la capilla, evita que entre al cementerio. Solo Dios y nosotros tres debemos saber lo que sucederá esta noche.


6. Un cadáver exhumado.

Se acercaba la noche cuando Chris puso en marcha el motor y nos llevó tranquilamente por las calles del pueblo dormido. La distancia no era grande; en ese momento estábamos pasando la larga valla de hierro forjado detrás de la cual había lápidas en medio de sombríos árboles de hoja perenne podados de manera convencional. Pasamos por delante de la entrada arqueada, más allá de la pequeña capilla de piedra y la cabaña del cuidador. Dos rectángulos de luz amarilla nos miraban a través de las persianas corridas, y el sedán de Wilfrid Andersen estaba negro e inmóvil junto a la carretera, pegado a la alta verja de hierro.

Suavemente, el coche de Chris se deslizó por el estrecho camino de grava, cien, doscientos metros. Entonces, con cuidado, Chris sacó el coche de la carretera y lo metió en la maleza, apagó el motor y las luces. En la espesa penumbra, salimos del coche y buscamos a tientas los espantosos implementos que habíamos traído. Atravesamos a tientas el camino y bordeamos la cerca de hierro forjado hasta que llegamos al pilar de arenisca que marcaba su final. Aquí, retrocediendo desde la carretera, comenzaba una cerca de alambre de púas de tres hilos que delimitaba este lado del cementerio. Inclinándonos entre las hebras, nos encontramos en terreno sagrado.

Aquí la oscuridad era palpable, casi opaca, yacía como una manta sobre la hierba bien cortada y los pequeños montículos desagradablemente sugestivos con los que tropezamos. La noche era fría, pero no había olor en el aire; sabía que antes de que pasaran muchas horas caería llovizna. No nos atrevimos a usar la linterna de Chris.

No estábamos lejos de la sección holandesa del cementerio. Deslizando nuestras macabras herramientas por debajo de la cerca, saltamos la barrera que llegaba a la altura del pecho. De repente, Chris se detuvo. Sentí que buscaba a tientas los trozos de alambre y musgo que marcarían la tumba de Karl Maercklein. En ese momento gruñó.

—Está bien, Kurt. Extiende la lona aquí. Tendremos que tener cuidado al quitar el césped; la tumba debe verse intacta. Creo que será seguro arriesgarse a la luz cuando reemplacemos el césped; será muy tarde para entonces.

Empezamos a cavar.

Era un trabajo lento y espeluznante. Solo con el sentido del tacto cortamos el césped superior y lo amontonamos con cuidado en una esquina de la lona. Luego atacamos la tierra y la arena que aún estaban sueltas. Pero aunque trabajábamos tenazmente, sin pausa, mientras el sudor nos corría por la espalda y el montón de tierra suelta sobre la lona crecía hasta la cintura, pasaron dos horas antes de que la pala de Chris rozara la bóveda de acero que encerraba el ataúd. Luego transcurrieron momentos oscuros mientras raspamos el metal liso para limpiarlo.

Un pequeño círculo de luz rubí tocó el acero. Estábamos seis pies debajo del borde de la tumba, y esa tenue luz no podía ser vista excepto por alguien en las inmediaciones. Chris había cubierto la lente de la linterna con papel de seda carmesí. Estaba de rodillas, manipulando las abrazaderas que sellaban la bóveda.

La tapa de la bóveda yacía suelta sobre el ataúd. Usando una palanca y una pala la levantamos y la colocamos junto al montículo de tierra. El ataúd gris, cubierto de tela, que aún no había sido tocado por la filtración de agua, yacía al descubierto, de un rojo pálido bajo el resplandor de la linterna.

Con habilidad profesional, aunque con manos temblorosas, Chris soltó los sellos plateados que cerraban la tapa del ataúd. Con cuidado, la inclinó hacia atrás. Estábamos arrodillados precariamente en los bordes del ataúd y la bóveda, en los extremos opuestos de la tumba. Entre nosotros, bajo nuestros ojos, yacía el cuerpo de Karl Maercklein.

El cuerpo yacía exactamente como había estado después de que Chris lo preparara para el entierro. Las manos estaban cruzadas sobre el pecho, los ojos estaban cerrados. Había un crecimiento de barba de un cuarto de pulgada en la cara, y las uñas habían crecido considerablemente. Las mejillas estaban hundidas, pero el cuello estaba hinchado y en la frente la carne se había oscurecido. La ropa que rodeaba el torso estaba muy estirada y el cadáver exudaba un olor perceptible mezclado con el inconfundible miasma de la descomposición.

Miré el cuerpo de Karl Maercklein, apenas visible en el brillo rojizo de la linterna apagada de Chris, y sentí que se me puso la piel de gallina.

—Chris —susurré—, ¡hemos cometido un terrible error! Ese cuerpo está completamente muerto; ya ha comenzado a descomponerse. Hemos dejado que nuestros delirios nos controlen. ¡Hemos tratado de inyectar lo sobrenatural en la muerte humana normal! ¡Dios! ¡Rellenemos la tumba y dejémoslo en paz!

A través de los minutos que se arrastraron pesadamente, Chris se agazapó sobre la cabeza del ataúd, mientras el húmedo silencio de la noche enviaba escalofríos de miedo y horror recorriendo mi cuerpo. Entonces su voz me llegó en un susurro extraño y ronco.

—¡Sí, sí! Pero primero debo estar seguro...

Vi su mano derecha hurgar dentro de su abrigo, emerger agarrando un pequeño bisturí. La mano se movió hacia abajo, el bisturí cortó la carne sobre una arteria podrida. Entonces los dedos de Chris presionaron suavemente contra la carne muerta. De la pequeña incisión rezumaba un fino hilo de líquido embalsamador.

—Muerto —susurró—. Totalmente muerto. Debo haber estado loco.


7. Hildur.

Cuarenta minutos más tarde, con los músculos rígidos y doloridos, los nervios aullando por la tensión, apisonamos el último trozo de césped sobre la tumba de Karl Maercklein y reemplazamos los marcos de alambre que alguna vez habían sostenido coronas de flores y la cornucopia de flores marchitas. Muertos de cansancio, moviéndonos como autómatas, doblamos la lona y nos quedamos un largo rato en la oscuridad, escuchando atentamente. Luego, por un instante, Chris lanzó el rayo de la luz, brillante ahora que había quitado el papel rojo, a través de la tumba.

—Lloverá en algunas horas —murmuró—. ¡Gracias a Dios por eso!

Tropezando con cansancio, nos alejamos. Minutos después, que parecieron años, nos subimos al auto de Chris y regresamos por el camino de grava pasando por el albergue del cuidador. Las luces aún brillaban en las ventanas, y el auto de Wilfrid Andersen aún permanecía discretamente junto a la carretera. Condujimos cien metros y tocamos la bocina. A los pocos minutos oímos el zumbido del motor de arranque de Wilfrid y el entrechocar de los engranajes. Seguimos conduciendo, entonces, y Wilfrid nos siguió hasta su casa.

Entramos los tres sin hablar. Wilfrid nos dejó dentro de la casa. «Hildur», dijo con voz espesa. Como en sueños escuché sus pasos subiendo las escaleras. ¡Y luego, rompiendo el silencio, vino su grito agonizante!

Por un instante, Chris y yo nos miramos fijamente. Luego nos sumergimos por las estrechas escaleras.

La puerta de la habitación de Hildur estaba abierta y de allí salía un rectángulo de luz brillante. Como enloquecidos irrumpimos en la habitación. Wilfrid Andersen estaba de pie en el centro de la alfombra, junto a la cama, su joven figura tensa, sus ojos demacrados clavados en el cuerpo laxo e inmóvil de su esposa, acurrucado allí entre las sábanas como una increíble figura de cera.

¡Dios! Cuando la visité más temprano estaba delgada, demacrada casi más allá de lo creíble, pero ahora estaba literalmente irreconocible. Era un esqueleto sobre el cual se había extendido un pergamino delgado. Su mano derecha, que colgaba lánguidamente sobre el borde de la cama, parecía casi transparente. He visto pacientes tuberculosos rondando a las puertas de la muerte, pero nunca antes ni después he visto un cuerpo tan demacrado que todavía tuviera vida. Porque ella estaba viva. Todavía tenía pulso, aunque débil como el parpadeo de una vela, y supe que solo una transfusión inmediata la salvaría.


8. Los tres crucifijos.

El amanecer se abrió paso en la habitación. Hildur estaba cansada como un perro y mis nervios estaban destrozados. Tenía la sensación de que si alguien disparaba un revólver junto a mi oreja, o si el mismísimo Satanás entraba en la habitación, no me sobresaltaría.

La habitación estaba con una quietud espantosa. Wilfrid, con el rostro pálido por la pérdida de sangre, no había dicho una palabra desde que le extraje el tubo del brazo y le vendé la incisión. Chris Petersen estaba de pie frente a la ventana, de espaldas a la habitación, contemplando el gris claro. Estaba reflexionando, lo sabía; había estado reflexionando así durante mucho tiempo.

Y luego se giró, y sus cejas se estrecharon mientras miraba alrededor de la habitación.

—Tenía razón, Kurt —murmuró lentamente—. Deberíamos haber hecho con el cuerpo de Karl Maercklein lo que dicen las viejas leyendas; debimos haber cortado los lazos que aún encadenan su alma. Me engañó el hecho de que su cuerpo estuviera en tal estado de descomposición. Era contrario a los cuentos que había escuchado. Pero ahora tenemos pruebas adicionales. Esta muerte que alcanzó a Hildur anoche no fue una dolencia que encontrarás en tus libros de medicina, Kurt. Tenemos que hacerlo todo de nuevo.

Levanté mi mano derecha y miré por un momento las ampollas desconocidas que se habían formado en la base de mis dedos, luego dejé que la mano cayera nuevamente.

—Sí, Chris —dije sin tono—. Tenemos que hacerlo todo de nuevo.

Dio un paso hacia mí. El ceño desconcertado todavía se arrugaba en su frente.

—Yo esperaba que los crucifijos… —dijo con incertidumbre. Luego miró la forma delgada y exhausta de Hildur.

Una pequeña rasgadura triangular se veía en el amarillo pálido de su camisón. Ella había arrancado el crucifijo de su pecho en la noche. Mis ojos siguieron los de Chris hasta la puerta. El crucifijo que Wilfrid había atado al pomo de la puerta todavía colgaba allí al final de su cordel. Y luego escuché la ronca exclamación de Chris cuando rápidamente se inclinó a los pies de la cama y recuperó un segundo crucifijo, atado a un andrajoso trozo de tela.

—¡Se lo tiró! —susurró—. ¡Incluso en su sueño drogado se lo arrojó! ¡Pero había un crucifijo en la ventana!

Miró por un instante sin comprender. Luego alzó la mirada y se centró en la persiana de la parte superior de la ventana. Rápidamente se acercó, agarró el cordón anillado y bajó la persiana. Todavía clavado a la sombra estaba el tercer crucifijo.

—Entiendo —murmuró—. Entiendo.

Yo también lo entendí. Hildur se había levantado de la cama y se había acercado a la ventana, quizás con el impulso infernal de arrancar el crucifijo. Pero este se había apartado de sus manos debilitadas, enrollándose en el rodillo.

Y luego Chris tiró de la cuerda, soltando la persiana. Corrió hasta la mitad y se detuvo abruptamente. El crucifijo, enrollado alrededor del rodillo, había aumentado el volumen de la pantalla para que no se enrollara más. Podía ver claramente la forma del crucifijo donde había detenido el rodillo: ¡una pequeña protuberancia angular e invertida! Entonces, en silencio, Chris reunió los crucifijos y salió de la casa. Supe que los iba a poner en las tumbas.


9. La cosa en la tumba.

El largo día había pasado, y de nuevo era cerca de la medianoche cuando, por segunda vez, nos paramos en la oscuridad junto a la tumba de Karl Maercklein y organizamos nuestras herramientas. La lluvia que habíamos estado esperando había comenzado: ráfagas ocasionales de humedad fina, como aguanieve, nos golpeaban la cara y se posaban en forma de niebla sobre nuestra ropa. Poca probabilidad, nos dijimos, de que Spooner se acercara al cementerio esta noche.

Chris sacó los dos crucifijos de la cabecera y los pies de la tumba de Karl Maercklein y los guardó con cuidado dentro de su abrigo.

A pesar de la desacostumbrada tensión de nuestros músculos, una vez que comenzamos a cavar trabajamos mucho más rápido que veinticuatro horas antes. Teníamos menos miedo a la interrupción y, además, la tierra a través de la cual ya habíamos cavado era más fácil de manejar. En menos de una hora el ataúd estaba abierto y el rostro de Karl Maercklein nos miraba fijamente, espantoso bajo el haz rojizo y opaco de la linterna con pantalla de Chris. Y era espantoso, también, por otra razón, una razón que bombeó hielo por mis venas, una razón que absorbió la fuerza de mis piernas y se arremolinó en mi cerebro con un vértigo temporal.

¡El rostro de Karl Maercklein había cambiado! Las mejillas enrojecidas ya no estaban hundidas y la hinchazón había desaparecido del cuello. Y la barba apenas se notaba. La decoloración ya no era evidente en la frente. ¡El torso era normal y las uñas estaban más cortas! Y, aunque el olor a desinfectante permanecía, golpeándonos desde el ataúd, ¡esa otra horrible miasma de descomposición había desaparecido!

Escuché la voz de Chris, jadeando, susurrando:

—Querido Dios, Kurt, es como si esta noche esos crucifijos impidieran que la vida infernal que habita en este cadáver escapara, ¡la vida infernal que estaba en otro lugar anoche! ¡Pues la cosa ha regresado y expulsado de sí misma todo rastro de descomposición! ¡Dios, Kurt, de día se pudre y de noche deambula y rejuvenece!

Por un instante, su mano tocó el bolsillo en el que descansaban los pequeños crucifijos que había recogido de la tumba antes de que empezáramos a cavar. Y supe que la cosa estaba viva. ¡Los crucifijos lo habían atado a su tumba!

Inseguro, Chris se puso de pie y hurgó en el borde de la tumba. Cuando volvió a agacharse, sostenía en la mano derecha una de las gruesas estacas de madera dura, una estaca que había afilado hasta lograr la punta de una aguja.

—Está bien, Kurt —dijo entonces—. Sostén esto sobre su corazón y sujétalo firmemente.

Me entregó la estaca.

En ese espantoso momento fui consciente de mí mismo como dos entidades: yo mismo estaba viviendo una pesadilla, y yo estaba observando mi propio sueño como quien ve una obra de teatro. Pero puse la estaca contra el pecho del cadáver. Tuve que inclinarme hacia adelante y colocar mi mano izquierda en el borde para mantener el equilibrio. El acero suave estaba frío contra mi carne.

Chris levantó la palanca. Había clavado la linterna en un rincón de la tumba; bajo sus rayos rojos parecíamos demonios de uno de los infiernos de Doré. ¡Y entonces, como un relámpago abrasador en mi cerebro, escuché las silenciosas súplicas de la cosa! ¡Y las palabras que parecían cobrar vida dentro de mi cerebro, palabras de pensamiento que nunca pasaron por labios mortales, estaban en la voz de Karl Maercklein!

Vi temblar la palanca, vi torcer los labios de Chris momentáneamente y supe que había oído aquello. Y luego la palanca se balanceó hacia abajo describiendo un torpe arco, y la estaca se hundió hasta la mitad de su longitud en el cadáver. Sangre roja y brillante, mezclada con una cantidad de líquido embalsamador, saltó a chorros sobre mis manos desde la herida. Y de nuevo la palanca se elevó y cayó, y ahora la estaca se había hundido en el cadáver, para rozar el suelo del ataúd.

Miré la cosa, la sangre que brotaba de la gran herida. Miré su rostro y un grito brotó de mis labios, un grito que no habría reconocido como ningún sonido humano.

La decoloración se había extendido una vez más por su rostro. Una vez más, las mejillas estaban hundidas y la hinchazón había regresado al cuello. Las uñas, que brotaban de las manos ahora bañadas en sangre fresca, se habían alargado bruscamente y el torso estaba hinchado. En las mandíbulas se veía un crecimiento de barba de un cuarto de pulgada; el olor repugnante de la descomposición golpeó mis fosas nasales. Y, sin embargo, agachado a seis pies bajo la superficie, rodeado y bañado por el horror, de repente me sentí en paz. Porque como desde una distancia increíble me pareció escuchar la voz de Karl Maercklein volviendo a mí, agradeciéndome por lo que había hecho e instándome a hacer más.


10. Las voces en el cementerio.

Trabajando con cuidado bajo los inquietantes destellos de la linterna de Chris, restauramos la tumba de Karl Maercklein tan bien como pudimos para lograr una apariencia de naturalidad. Las breves ráfagas de lluvia venían con una frecuencia cada vez mayor, y nuestros corazones estaban casi ligeros mientras reemplazábamos los rectángulos de césped y los restos marchitos de coronas florales. Sin embargo, sabíamos que la parte más terrible de nuestra tarea quedaba por hacer. Debíamos hacer para Jorma Nurmi lo que ya habíamos realizado para su amado, y el tiempo era corto. El amanecer estaba a sólo dos horas de distancia.

Rápidamente reunimos nuestras herramientas llenas de tierra y nos detuvimos para una última y breve inspección de la tumba. Luego, arrastrando nuestras extremidades de plomo a través de los acres de túmulos ondulantes, nos abrimos paso desde la parte holandesa del cementerio hasta la parcela de Nurmi. Aquí, en la más absoluta oscuridad, nos detuvimos.

Podía escuchar la respiración de Chris mientras se movía, tratando de localizar la tumba de Jorma. ¡Y luego, con una brusquedad inesperada y angustiosa, maldijo en un susurro! Simultáneamente se encendió la luz, iluminando rojizamente el suelo a sus pies. ¡El cuerpo de Hildur Andersen yacía sobre la tumba llena de flores de Jorma Nurmi!

Exclamé algo, con voz ronca. Luego avancé, caí de rodillas junto a esa forma tranquila. Mecánicamente mis manos se dedicaron a su trabajo. Vagamente me di cuenta de que no había pulso perceptible, que el cuerpo de Hildur estaba frío.

—Está muerta, Chris.

Respiró hondo. Cuando habló, sus palabras fueron sombrías.

—Lo que Karl Maercklein había hecho de Jorma la llamó, y con sus últimas fuerzas ella vino. ¿Pero por qué? ¡Ah, para sacar los crucifijos de la tumba!

Se inclinó sobre la tumba y vi que no quedaba ningún crucifijo sobre el montículo cubierto de flores. Hildur Andersen los había arrojado a la oscuridad.

Chris estaba mirando la tumba.

—Ha salido del cuerpo de Jorma —murmuró—. Pero creo que está cerca. Debe saber lo que estamos haciendo y debe tener miedo.

Se interrumpió abruptamente, casi parecía estar escuchando. Y yo también escuché, aunque no tenía la menor idea qué. Y, sin embargo, lo oí, o, más bien, lo sentí, allí en la noche que nos rodeaba, llenándola con un júbilo inmundo, inhumano y macabro. Era Jorma, una distorsión infernal de la Jorma que había conocido. Era como si una segunda individualidad, más vaga, ensombreciera la presencia invisible que era Jorma. También me pareció sentir que Hildur estaba allí, preguntando ansiosamente.

—¡Dios, Chris! —murmuré—. Puedo sentir cosas… ¡observándonos!

—Sí —dijo por fin—. Jorma está mirando. y Hildur. Puedo sentir la fuerza y la suciedad en Jorma, pero Hildur parece algo ansioso y perdido. Me pregunto si…

Escudriñé la oscuridad, como si forzando la vista pudiera vislumbrar lo intangible, lo invisible. Sentí, entonces, que había levantado suavemente el cuerpo de Hildur Andersen de la tumba de Jorma y lo había dejado con la misma suavidad. Porque el tiempo voló, esa noche, en alas de sable.

Comenzamos a cavar, apartando primero las piezas florales apenas marchitas y retirando los bloques de césped con minucioso cuidado. El suelo arenoso debajo de la delgada capa de hierba todavía estaba suelto, y ahora cavamos con una eficiencia espantosa y sin sentido; era como si nuestros músculos hubieran aprendido gradualmente, por sí mismos, cómo cavar en la oscuridad.

Tengo un recuerdo fragmentario de quitarme la chaqueta y colocarla sobre el cuerpo inmóvil de Hildur. La niebla intermitente se había convertido en una lluvia fina y fría.

Mientras trabajábamos, la extraña convicción volvió a mí, una y otra vez, que el espíritu de Jorma Nurmi de alguna manera ya no era el alma dulce y limpia que había conocido, sino un alma distorsionada, como si se viera en el reflejo de un espejo encantado que lo dejó como una gárgola. Una cosa de maldad alienígena se cernía sobre nosotros y se reía mientras cavábamos.

—Dios, Chris —recuerdo haber dicho, cuando nos acercábamos a la tapa de la bóveda—, no creo que lo que sea que esté flotando sobre nosotros, observándonos, tenga el menor miedo. ¡Parece divertirse!

Chris no respondió porque en ese momento la pala rechinó contra la tapa de acero liso de la bóveda, y hubo que abrirla y levantarla a un lado, soltar las abrazaderas y abrir el ataúd.

Una vez más contemplé el dulce rostro joven que había conocido y amado, extraño ahora bajo el brillo rojizo de la linterna de Chris, silenciosamente tranquilo y sereno en medio de los horribles atavíos de la muerte. Agradecí, en ese momento, que la tumba aún no hubiera tenido tiempo de avanzar mucho en su terrible tarea de disolución. El rostro de Jorma, excepto por una ligera hinchazón debajo de los ojos y la mandíbula, era tan hermoso como en vida. Y, sin embargo, su fino cabello rubio yacía sobre una pequeña almohada de satén. Apoyé mi cuerpo precariamente equilibrado contra una pared de seis pies de tierra fría y húmeda. Ya una fina película de lluvia cubría su rostro, su vestido blanco virginal, sus manos cruzadas.

—La estaca —dijo Chris, su voz era terriblemente tranquila, y con la misma calma mi mano derecha se estiró, agarró la sección gruesa del mango de la pala que había afilado hasta la punta de un estoque. Vi la palanca levantarse.

Cayó pesadamente, se levantó de nuevo y, bajo mi mano, la estaca se había hundido siete centímetros en el pecho aún joven. Cuando sentí que se movía hacia abajo entre mis dedos, me estremecí, porque había encontrado más resistencia que en el cuerpo putrefacto de Karl Maercklein. ¡Sin embargo, ningún chorro de sangre brotó a través del vestido desgarrado!

Una y otra vez caía la palanca, y con el tercer golpe pude sentir que la punta de la estaca se clavaba firmemente en el lecho del ataúd.

Sin embargo, alrededor de la herida no había aparecido sangre, solo un ligero rezumar de líquido de embalsamamiento. No se había producido ningún cambio fantástico en el cadáver; yacía inmóvil bajo nuestros ojos, el cuerpo de un muerto. Me limpié la frente. Chris miraba el cadáver.

—¡Extraño! —murmuró—. Ya casi amanece.

Empezó a inclinar la tapa sobre el cadáver. Y luego, desde la oscuridad, nos golpeó: la risa de la cosa diabólica, triunfal, exultante, la risa silenciosa de una entidad que no podíamos ver, sentir ni oír, pero que no dejaba de ser una risa real. Chris hizo una pausa brusca, sus palabras me llegaron a través de la tapa del ataúd: deliberadas, mesuradas, seguras.

—Se rió demasiado pronto, Kurt —dijo en voz baja—. Cree que el peligro ha pasado.

—No estaba en el cadáver, Kurt. Cuando Hildur tomó los crucifijos de la tumba, ella permitió que escaparan. Clavamos una estaca en algo tan muerto como un trozo de tierra. Pero... liberamos a Karl Maercklein porque la cosa estaba en él cuando atacamos. Muy bien. ¡Esperaremos hasta el amanecer!

Por un instante hubo silencio. Más que silencio, porque incluso la risa silenciosa del mal que se había deformado y enredado alrededor y en medio del alma de Jorma Nurmi había cesado de repente. Me sorprendí mirando hacia el cielo negro, preguntándome cuándo llegaría el amanecer.

—No pasará mucho tiempo —murmuró Chris sombríamente—. Tal vez una hora. Debemos esperar; es la única oportunidad que nos queda. Sabemos menos sobre este horror que los niños pequeños sobre metafísica. Sin embargo, sabemos que vagamente, las leyendas siguen la verdad.

Prosaicamente, en ese momento me sentí agradecido de que la lluvia cayera con más y más violencia, y que Nurmi yaciera detrás de una fina capa de abetos.

Salimos de la tumba abierta y nos dispusimos a esperar. La espera parecía interminable. Las presencias, la vengativa de Jorma y la vaga y desconcertada de Hildur, aparentemente se habían ido. Y, sin embargo, estaba aprensivo. Luego, de repente, sentí a Chris, acurrucado a mi lado en una esquina de la lona empapada, tenso.

—¡Shh!

Pasó un momento. Y luego escuché los sonidos húmedos, tropezando y apresurándose. Alguien corría hacia nosotros, a través de la oscuridad entre las tumbas.

—¡Dios!

Mi puño se cerró con fuerza alrededor del mango de la pala mientras me erguía. Si esa persona se acercaba, ¡si nos descubrían! Golpeé el mango de la pala entre mis manos, con la punta de hierro hacia mí y la madera lisa extendida. Tal vez, si el hombre tropezaba sobre nosotros un fuerte golpe lo aturdiría antes de que nos reconociera.

Entonces mis manos soltaron su agarre, y la pala cayó sin ser escuchada en la tierra húmeda. Porque el hombre murmuraba, balbuceaba locamente para sí mismo, y yo había reconocido su voz. ¡Era Wilfrid Andersen!

Tropezaba en su camino hacia el cuerpo de su esposa, agachado sobre ella.

—¡Wilfrid! —el brillo rojo de la linterna apuñaló el rostro vuelto hacia arriba. ¡Él estaba acariciando su frente, sus sienes!— ¡Wilfrid! —Chris hablaba con dulzura, tratando de calmar al hombre—: Está muerta, Wilfrid.

—¿Muerta? —se volvió hacia nosotros lentamente—. ¿Muerta?

Gotas de humedad brillaban rojas en su rostro demacrado.

—¡Ella no está muerta!

Su voz estaba llena de una convicción salvaje e insana.

—¡Jorma vino a mí, allí en la cabaña de Gustav, y me dijo que estaba aquí y qué debía hacer para recuperarla!

Sus labios se curvaron hacia atrás mostrando los dientes, y sus músculos, mientras se agachaba allí, se tensaron.

—¡Llenen esa tumba, malditos ghouls! ¡Llenen esa tumba, o los mataré a ambos, aquí y ahora, con mis propias manos!

Estaba agachado como un animal acorralado sobre el cuerpo inmóvil de su esposa. Jóvenes, poderosos, enloquecidos por el dolor, frente a nosotros, dos viejos.

—¡Escuchen, malditos ghouls! ¿No pueden oírla hablándome, hablándonos a todos? ¿No pueden oír a Jorma y a Hildur?

¡Querido Dios! Como si desde lo más profundo de nuestras propias mentes escucháramos esas voces silenciosas hablándonos mediante una telepatía espantosa que los ocultistas tal vez puedan explicar, pero que yo no puedo.

—¡Doctor Kurt! ¡Doctor!

Era la voz de Jorma, juraría que era la voz de Jorma Nurmi, reconocible sin lugar a dudas y, sin embargo, horrible, horriblemente cambiada, como si una cortina de maldad oscureciera parcialmente un alma que una vez había sido hermosa. No puedo describirlo, ningún hombre podría describir la intensidad progresiva de ese momento. Porque antes solo había habido la convicción de esas presencias, observando. Pero ahora...

No sé por qué Jorma parecía hablarme; tal vez porque siempre había sido como masilla vieja y fatua en sus manos.

—¡Doctor Kurt! ¡Doctor Kurt! Soy Jorma, ¿no me reconoces? ¿No me recuerdas? Vete y déjame en paz, y yo dejaré a Hildur.

—¿Oíste? —dijo Wilfrid Andersen. Su voz era un gruñido creciente—. ¿Oyes?

Y luego, débilmente, como si ella no entendiera del todo, me pareció escuchar una segunda voz: la voz de Hildur:

—Haz que hagan lo que dice Jorma, Wilfrid Jorma sabe lo que hace.

Y supe que el mal que había sido Jorma Nurmi se reía de júbilo al oírla. De repente Chris Petersen habló. El sonido de su voz me sobresaltó: era tan diferente de esas increíbles imágenes mentales que parecían originarse en mi propio cerebro, y tan tranquila y cuerda después de los balbuceos atormentados de Wilfrid.

—Deberías estar con Karl, Jorma —dijo lentamente, y mi carne se arrugó, viéndolo hablar como si hablara al espacio vacío—. Esta existencia nunca debería ser. Hay maldad en ti ahora, Jorma, sin culpa tuya. Deberías dejar que te liberemos.

La cosa se rió.

—Cuando viví entre vosotros amaba vuestra forma de vida. Ahora que vivo como yo no cambiaría.

De repente, entonces, sus palabras se debilitaron. Rápidamente se dirigió a Wilfrid:

—Tengo que irme, Wilfrid, no dejes que toquen mi tumba. Y a cambio te devolveré a Hildur.

Como un sueño que se desvanece, la voz se había ido. Por un momento me quedé allí bajo la lluvia, desconcertado. Y entonces, como a través de ojos que habían estado cegados por alguna extraña hipnosis, vi que la negrura de la noche se había convertido en gris. Vi las lápidas que se extendían en la niebla y la larga hilera de abetos empapados por la lluvia. En el este, el alba se cernía sobre el borde del mundo.


11. Liberación.

Un gruñido simiesco me despertó. Wilfrid Andersen se había puesto de pie sobre el cuerpo de Hildur, con los hombros ligeramente encorvados, entrelazando y abriendo lentamente sus fuertes manos. Dio un paso hacia nosotros.

—¡Llenen la tumba!

Chris negó con la cabeza. Podía ver el rastrojo canoso de la barba en sus mandíbulas empapadas de niebla.

—No.

Y luego, agitando los puños con fuerza, los ojos azules enloquecidos y la determinación implacable, Wilfrid Andersen cargó como una bestia herida. Chris, al encontrarse con esa primera embestida, cayó bajo un golpe que habría derribado a un buey. Como por instinto, caí de rodillas y busqué a tientas la pala.

Solo recuerdo vagamente que me puse de pie, balanceando el mango de la pala en un arco corto. Desconcertado, escuché el crujido de la madera contra el hueso, vi a Wilfrid caer grotescamente.

Sé que salté a la tumba, iluminada ahora por el gris que cubría la tierra; sé que por un momento me horroricé al mirar la humedad que se había acumulado en pequeños charcos en el vestido de Jorma, en su almohada de satén blanco. Recuerdo el grito ahogado que estalló de mis labios repentinamente inertes. Una niebla pareció acumularse en el fondo de la tumba y dentro del ataúd, una niebla tan evasiva y vaga que en ese primer momento no me di cuenta de su presencia. ¡Y esa niebla se derramaba, como atraída por una succión interna, en las fosas nasales del cadáver!

¡La estaca de dos pulgadas de grosor que Chris Petersen había clavado en el esternón y la columna vertebral de Jorma Nurmi se elevaba lentamente desde su pecho destrozado! Con un movimiento lento e inexorable, suave e irresistible como el émbolo de un ariete hidráulico, estaba siendo expulsado de su cuerpo inmóvil. Centímetro a centímetro estaba emergiendo de su vaina de carne. Y una salpicadura de líquido embalsamador brotaba de los labios de la herida y se extendía por el vestido de raso blanco. Las cuerdas gemelas de humo grisáceo se vertieron en las fosas nasales de Jorma Nurmi.

La estaca sobresalía casi en toda su longitud. Había comenzado a tambalearse, a oscilar. Mojada por la lluvia, reluciente por el líquido de embalsamamiento, se inclinó lentamente y cayó de la herida, rodó hasta el costado del ataúd y quedó allí.

¡Y Dios! ¡La herida había desaparecido! Debajo del agujero dentado en el vestido de raso blanco vi carne nueva: ¡la carne intacta y ligeramente rosada de una niña!

Las últimas volutas de humo se habían enroscado en las fosas nasales de Jorma Nurmi. Y luego, en ese instante final de horror acumulativo, sentí la risa triunfante de la cosa, soñolienta, completamente malvada.

Con esa risa infernal vino una liberación abrupta del éxtasis de horror. La vida que había estado suspendida en mis venas se movió de repente; casi sin querer, mi brazo barrió el ataúd y agarró la estaca sombría y resbaladiza.

Se hizo en un instante. Acurrucado sobre mis talones en el borde del ataúd como una gárgola vieja y desgarbada, con la espalda presionada contra la tierra que goteaba, levanté la pesada palanca con la mano derecha.

Osciló de manera incierta, errática, mientras con golpes cortos y débiles clavé la estaca en el cuerpo de Jorma Nurmi. Cuántas veces la barra de hierro subió y cayó ante la gruesa estaca contra la sólida madera del ataúd, nunca lo sabré; tal vez tres golpes, tal vez seis. Solo recuerdo la sangre roja y limpia que manaba de la herida y se espesaba y se extendía sobre el vestido de satén blanco, y la niebla suplicante que parecía aferrarse a mis manos, y la hinchazón que volvía rápidamente a la garganta de Jorma Nurmi. Cuando terminé, oí la voz de Jorma, ya no malvada, sino limpia y dulce de nuevo, la voz de la niña que había conocido, agradeciéndome. Sentí la abrumadora convicción, mientras esa voz se perdía en el infinito, de que había ido a ese lugar donde la esperaba Karl Maercklein.

Entonces no miré el cadáver. No me atreví. Solo trepé por las paredes de la tumba. Ahora que había terminado, mi cuerpo había comenzado a temblar.

Me pasé la mano derecha por los ojos y miré a través de la lluvia brumosa con total asombro. Porque Hildur Andersen se ponía de pie a tropezones, alta, fuerte, hermosa, rubia, con una expresión de horror aturdido e incomprensible creciendo en su rostro. Y supe que había despertado de pesadilla en pesadilla, y que si iba a salvarla para Wilfrid, debía consolarla ahora.

Se detuvo junto a la cabaña de Gustav Wendt y miró hacia atrás, por encima del mar de tumbas, al silencio y la paz que habíamos dejado atrás. Por un momento nos quedamos quietos. Entonces Wilfrid, pasándose la mano izquierda con ternura por el bulto a un lado del cráneo, con el brazo derecho sobre los hombros de Hildur, miró hacia la puerta abierta de la cabaña e hizo una mueca. Porque la puerta estaba entreabierta, y dentro aún ardía la luz. Y el olor inconfundible del whisky se extendió hacia el amanecer bañado por la lluvia.

Rápidamente, entonces, dimos la espalda a la cabaña y caminamos hacia nuestros autos que esperaban.

Thorp McClusky (1906-1975)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Thorp McClusky.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Thorp McClusky: El Horror del Cementerio (The Graveyard Horror), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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