«Ninguna voz viva»: Thomas Street Millington; relato y análisis.


«Ninguna voz viva»: Thomas Street Millington; relato y análisis.




«—¿Cómo lo explica?
—No lo explico en absoluto. No pretendo entenderlo.
—¿Cree, entonces, que fue sobrenatural?»



Ninguna voz viva (No Living Voice) es un relato de fantasmas del escritor inglés Thomas Street Millington (1821-1906), escrito en 1872, y luego reeditado en la antología de 1991: Historias victorianas de fantasmas: una antología de Oxford (Victorian Ghost Stories: An Oxford Anthology).

Ninguna voz viva, tal vez uno de los cuentos de Thomas Street Millington más conocidos, nos sitúa en una reunión alrededor del fuego donde un hombre cuenta su propia experiencia sobrenatural en Nápoles, Italia, al alojarse en una casa de campo embrujada por un... lamento, un jadeo incorpóreo, un sonido humano que no llega a ser una voz:


«No vi nada, no sentí nada; pero un sonido resonaba en mis oídos. No podía imaginar que produjera tal revulsión o inspirar un horror tan intenso como el que experimenté entonces. No fue un grito de terror —que me habría impulsado a la acción— ni el gemido de alguien sufriendo, que me habría angustiado y provocado compasión en lugar de aversión. Cierto, era como el gemido de alguien angustiado y desesperado, pero no como una voz mortal: parecía demasiado espantoso, demasiado intenso, para ser expresado por un ser humano.»


El señor Browne se ve obligado a relatar cuando quedó varado cerca de Nápoles, lejos de su hotel y sin papeles, y encontró refugio en una especie de posada rural [con aspecto de granja]. Lamentablemente, el señor Browne no pudo tener su noche de descanso. En cambio, su habitación fue acosada por un lamento inarticulado que, al final, termina siendo la expresión sonora de un asesinato ocurrido tiempo atrás.

Ninguna voz viva tiene todos los ingredientes del relato victoriano de fantasmas, y eso incluye una atmósfera opresiva, un aura de tristeza, y no mucho para contar salvo un hecho excepcional que trae consigo una moraleja. Supongo que Thomas Street Millington adquiere aquí una deuda con El corazón delator (The Tell-Tale Heart) de Edgar Allan Poe, pero la función del cuento es educativa, no artística [ver: ¿El protagonista de «El corazón delator» era mujer?]. Millington fue un clérigo y, como muchos autores religiosos del siglo XIX, su producción enmarca el concepto de «fantasma» dentro de una tranquilizadora estructura teológica. Tal vez por eso Ninguna voz viva se ahorra la apertura y comienza in media res con una pregunta: «¿Cómo lo explica?»

El señor Browne reúne en su figura los atributos del científico y el sacerdote, y concluye que la naturaleza es infinitamente extraña, por lo que «apenas podemos hablar de algo que está más allá o por encima de ella». Para él, lo sobrenatural es simplemente información incompleta de un suceso natural; y hasta podría decirse que toda historia de fantasmas es una reafirmación de la continuidad de la consciencia después de la muerte, una especie de testimonio en crudo de las afirmaciones cristianas. Es por eso que, antes de contar su experiencia, el señor Browne le pide a su público «una escucha respetuosa, una creencia implícita y una compasión ilimitada». En otras palabras, demanda silencio de iglesia porque lo que está a punto de contar prueba que seguimos existiendo después de la muerte [ver: ¿Los fantasmas saben que están muertos?]

El proceder del señor Browne es un poco ridículo. Sus exigencias rechazan la interpretación psicológica de la experiencia paranormal, y el público, con tal de escuchar la historia, promete aceptarla sin cuestionamientos. Suena más a un dogma revelado [en el marco del sobrio protestantismo inglés] que a una historia inquietante contada alrededor del fuego [ver: El ABC de las historias de fantasmas]

El señor Browne es el «bueno» de la historia, o al menos el autor pretende que lo sea. Sin embargo, deambula por Italia ilegalmente saqueando «reliquias de las ruinas de las antiguas fortalezas pelásgicas», en otras palabras, roba el patrimonio cultural de la zona. Después de la experiencia paranormal es encontrado por el jefe de policía local, quien le explica que la posada embrujada es un refugio para bandidos. Lo curioso es que el señor Browne no se considera un bandido, tampoco lo piensa el jefe de policía, a pesar de que las actividades del inglés como saqueador lo llevaron a alojarse en una pensión rural a la cual solo podría acceder alguien que realiza actividades ilícitas.

La explicación final es convencional, El policía y Browne regresan a la posada y descubren en la habitación de abajo un parche de ladrillos desiguales, donde se encuentra el cuerpo del hijo del posadero, privado de los ritos sacramentales. Al final, el encuentro con el fantasma es una experiencia [religiosa] positiva: salva la vida de Browne y refuerza la moraleja del purgatorio. No se trata de una irrupción herética, sino de una prueba de que las estructuras religiosas siempre han tenido razón.

Todo esto suena viejo, pasado de moda, pero todavía hoy nos encontramos con historias donde los fantasmas se definen como entidades que no han «pasado la página» y se encuentran atados a este plano. Esto, además de absurso, es fundamentalmente optimista. Deja implícita la existencia de un plano más elevado, perfecto, un destino final. El fantasma de Millington ni siquiera obra sinceramente, solo quiere reparar sus faltas del pasado:


«Ese intento jadeante de hablar, y ese horrible gemido (...) solo diré que fue la manera de salvar mi vida y, al mismo tiempo, poner fin a la serie de actos sangrientos que se habían cometido en esa casa.»




Ninguna voz viva.
No Living Voice, Thomas Street Millington (1821-1906)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


—¿Cómo lo explica?

—No lo explico en absoluto. No pretendo entenderlo.

—¿Cree, entonces, que fue realmente sobrenatural?

—Sabemos tan poco de lo que comprende la Naturaleza, cuáles son sus poderes y límites, que apenas podemos hablar de nada que ocurra como si estuviera más allá o por encima de ella.

—¿Y está seguro de que esto ocurrió?

—Completamente seguro; de eso no tengo la menor duda.

Estas frases se cruzaron entre dos caballeros en el salón de una casa de campo donde se reunía una pequeña familia después de cenar; y debido a un silencio en la conversación que se produjo en ese momento, fueron oídas con claridad por casi todos los presentes. Se despertó la curiosidad y se insistió en las preguntas sobre la naturaleza o lo sobrenatural del suceso en cuestión. «¡Una historia de fantasmas!», exclamó uno; «¡Oh! ¡Qué delicia! «¡Oh! ¡Por favor, no!», dijo otro; No podría pegar ojo en toda la noche, y sin embargo me muero de curiosidad.

Otros parecían inclinados a abordar el asunto desde un punto de vista más racional o psicológico, y habrían iniciado una discusión sobre fantasmas en general, cada uno contando su propia experiencia; pero la voz de la anfitriona los reavivó, gritando: «¡Pregunta, pregunta!», y los primeros oradores fueron apremiados a explicar qué suceso en particular había constituido el tema de su conversación.

—Fue usted, señor Browne, quien dijo que no podía explicarlo; y es una persona tan práctica que nos llena de ansias saber cuál fue ese maravilloso suceso.

—Gracias —dijo el señor Browne—. Soy una persona práctica, lo confieso; y estaba hablando de un hecho; aunque debo pedir disculpas por seguir hablando de ello. Es una vieja historia; pero nunca pienso en ella sin sentirme angustiado. Y no quisiera despertar recuerdos tan intensos y atormentadores solo por satisfacer la curiosidad. Le contaba al señor Smith, en pocas palabras, una aventura que me ocurrió en Italia hace muchos años, explicándole los hechos con toda crudeza, refutando una teoría que él mismo había estado proponiendo.

—Hoy no queremos teorías ni hechos escuetos; no son apropiados, y en esta época del año, con nieve en el suelo, serían de lo más inoportuno; pero necesitamos que nos cuente esa historia completa y con sentimiento, y prometemos escucharla con respeto, creerla sin reservas y brindarle una compasión ilimitada. Así que, todos alrededor del fuego, y que comience el Sr. Browne.

El pobre señor Browne palideció, sus labios temblaron, sus súplicas se volvieron lastimeras; pero su buen carácter y quizás también la conciencia de que realmente podía interesar a sus oyentes, lo llevaron a superar su reticencia; y tras exigir la solemne promesa de que no habría bromas ni frivolidades en lo que tenía que contar, se aclaró la garganta dos o tres veces, y con un tono vacilante y nervioso comenzó así:


Fue en la primavera de 18.... Había estado en Roma durante la Semana Santa y me habían asignado un puesto en la diligencia para Nápoles. Había dos rutas: una por Terracina y otra por la Vía Latina, más al interior. La diligencia, que solo hacía el viaje dos veces por semana, seguía estas rutas alternativamente, de modo que cada camino se recorría solo una vez en siete días. Elegí la ruta del interior y, tras un largo día de viaje, llegamos a Ceprano, donde hicimos noche.

A la mañana siguiente partimos de nuevo muy temprano, y apenas amanecía cuando llegamos a la frontera napolitana, a poca distancia de la ciudad. Allí examinaron nuestros pasaportes y, para mi gran consternación, me informaron que el mío no estaba en regla. En efecto, estaba lleno de sellos y firmas, ninguna de las cuales se había conseguido sin algún coste ; pero aún faltaba un visado, importantísimo, sin el cual nadie podía entrar en el reino de Nápoles. Así que me vi obligado a bajar y enviar mi miserable pasaporte de vuelta a Roma, condenado a permanecer bajo vigilancia policial en Ceprano hasta que la diligencia me lo devolviera ese mismo día de la semana, como muy pronto.

Me alojé en el hotel donde había pasado la noche anterior, y allí recibí la visita del Capo di Polizia, quien me dijo muy cortésmente que debía presentarme, incluso mañana y tarde, en su oficina, pero que podría tener libertad para «circular» por los alrededores durante el día. Me cansé tanto de este lugar aburrido que, después de explorar las inmediaciones del pueblo empecé a extender mis paseos a una mayor distancia, y como siempre me presentaba a la policía antes del anochecer, no encontré ninguna objeción por su parte.

Un día, sin embargo, cuando ya había llegado a Alatri y regresaba a pie, me sorprendió la noche. Me había perdido y no podía calcular la distancia a mi destino. Estaba muy cansado y llevaba una pesada mochila sobre los hombros, llena de piedras y reliquias de las ruinas de la antigua fortaleza pelásgica que había estado explorando, además de varias monedas antiguas y una o dos lámparas que había comprado allí. No distinguía señales de asentamiento humano, y las colinas, cubiertas de árboles, parecían encerrarme por todos lados. Empezaba a pensar seriamente en buscar un lugar resguardado bajo un matorral para pasar la noche, cuando oí el grato sonido de unos pasos a mis espaldas. Enseguida me alcanzó un hombre vestido con el habitual abrigo largo y peludo de pastor, y al enterarse de mi dificultad se ofreció a llevarme a una casa a poca distancia del camino, donde podría alojarme. Antes de llegar al lugar, me dijo que la casa en cuestión era una posada y que él era el dueño. Dijo que no tenía muchos clientes, así que se dedicaba a pastorear durante el día; pero podía hacerme sentir cómodo y también darme una buena cena. Sin embargo, había estado en circunstancias diferentes, había servido en buenas familias y sabía cómo hacer las cosas y a qué estaba acostumbrado un signore como yo.

La casa a la que me llevó había visto mejores tiempos. Era un lugar amplio y destartalado, pero bastante cómodo por dentro; y mi anfitrión, después de quitarse el abrigo de piel de oveja, me preparó una comida buena y sabrosa, y se sentó a mirarme y conversar conmigo mientras comía. No me gustó mucho el aspecto del tipo; pero parecía ansioso por ser sociable y me contó mucho sobre su vida anterior cuando estaba en servicio, esperando recibir confidencias similares de mí. No le complací mucho, pero de algo hay que hablar, y parecía considerar apropiado mostrar interés por sus invitados y enterarse de todo lo que le contaran de sus preocupaciones.

Me acosté temprano, con la intención de reanudar mi viaje en cuanto amaneciera. Mi posadero tomó mi mochila y la llevó a mi habitación, observando al hacerlo que era un gran peso para mí. Respondí bromeando que contenía grandes tesoros, refiriéndome a mis monedas y reliquias; por supuesto, no me entendió, y antes de que pudiera explicarme, me deseó una muy feliz noche y me dejó.

La habitación en la que me encontraba estaba situada al final de un largo pasillo; había dos habitaciones a la derecha y una ventana a la izquierda, que daba a un patio o jardín. Tras observar el exterior de la casa mientras fumaba mi cigarro, con la luna en lo alto, comprendí con exactitud la ubicación de mi habitación: la última de un ala larga y estrecha que se proyectaba en ángulo recto desde el edificio principal, con el que solo estaba conectada por el pasillo y las dos habitaciones laterales ya mencionadas. Les ruego que tengan presente esta descripción mientras sigo adelante.

Antes de acostarme, clavé en el suelo, cerca de la puerta, una pequeña barrena que formaba parte de una complicada navaja de bolsillo que siempre llevaba conmigo, para que nadie pudiera entrar en la habitación sin mi conocimiento. La puerta tenía cerradura, pero la llave no giraba; también había un cerrojo, pero no entraba en el agujero previsto, pues la puerta parecía haberse hundido. Sin embargo, me aseguré de que la puerta estuviera bien cerrada con mi barrena y pronto me quedé dormido.

¿Cómo puedo describir la extraña y horrible sensación que me oprimió al despertar de mi sueño? Había estado durmiendo profundamente, y antes de recobrar el conocimiento, me levanté instintivamente y me agaché hacia adelante, con las rodillas dobladas, las manos cruzadas ante la cara y todo mi cuerpo temblando de horror. No vi nada, no sentí nada; pero un sonido resonaba en mis oídos. No podía imaginar que un simple sonido, de cualquier naturaleza, pudiera producir tal revulsión o inspirar un horror tan intenso como el que experimenté entonces. No fue un grito de terror lo que oí —que me habría impulsado a la acción— ni el gemido de alguien sufriendo, que me habría angustiado y provocado compasión en lugar de aversión. Cierto, era como el gemido de alguien angustiado y desesperado, pero no como una voz mortal: parecía demasiado espantoso, demasiado intenso, para ser expresado por un ser humano.

El sonido había comenzado mientras dormía profundamente, cerca de la cabecera de mi cama, junto a mi almohada; continuó después de despertarme por completo: un gemido largo, fuerte, hueco y prolongado, que reverberó en el aire de medianoche y luego se apagó gradualmente hasta cesar por completo.

Pasaron varios minutos antes de que pudiera recuperarme de la terrible impresión que paralizó mis extremidades. Finalmente comencé a mirar a mi alrededor, pues la noche no era del todo oscura y podía distinguir los contornos de la habitación y los diversos muebles. Entonces me levanté de la cama y grité:

—¿Quién anda ahí? ¿Qué ocurre? ¿Hay alguien enfermo?

Repetí estas preguntas en italiano y en francés, pero nadie respondió.

Por suerte, tenía cerillas en el bolsillo y pude encender la vela. Examiné entonces cuidadosamente cada rincón de la habitación, y especialmente la pared de la cabecera de mi cama, tanteándola con los nudillos; era firme, sólida, como en todos los demás lugares. Abrí la puerta y exploré el pasillo y las dos habitaciones contiguas, que estaban desocupadas y casi sin muebles; evidentemente no habían sido utilizadas durante algún tiempo. Por mucho que busqué, no pude encontrar ninguna pista del misterio.

Al regresar a mi habitación, me senté en la cama, perplejo, y comencé a darle vueltas a la posibilidad de que me hubieran engañado, de que los sonidos fueran producto de algún sueño o pesadilla; pero no pude llegar a esa conclusión, por mucho que lo deseara, pues el gemido siguó resonando en mis oídos mucho después de haberme despertado. Mientras reflexionaba, con la puerta abierta, oí unos pasos suaves a lo lejos, y al instante apareció una luz al final del pasillo. Entonces vi la sombra de un hombre, en la pared opuesta; se movía muy lentamente y al instante se detuvo. Vi la mano levantada, como si le hiciera una señal a alguien, y supe, por el hecho de que la sombra se proyectaba con antelación, que debía haber una segunda persona detrás.

Tras una breve pausa, parecieron desandar sus pasos, sin que yo los viera, solo la sombra que los precedía al alejarse. Era poco más de la una, y supuse que se retiraban tarde a descansar, ansiosos por no molestarme, aunque desde entonces he pensado que fue la luz de mi habitación la que los hizo retirarse. Sentí ganas de llamarlos, pero, sin saber por qué, me resistí, y mientras dudaba, se fueron; así que volví a cerrar la puerta y decidí sentarme y vigilar. Pero ahora mi vela empezaba a consumirse, y me encontré en este dilema: o la apagaba de inmediato, o me quedaría sin luz si me volvían a molestar. Lamenté no haber pedido otra vela mientras aún había gente en la casa, pero no podía hacerlo sin dar explicaciones. Así que agarré mi caja de cerillas, apagué la luz y me acosté, no sin un escalofrío, en la cama.

Durante una hora o más permanecí despierto pensando en lo ocurrido, y para entonces casi me había convencido de que solo podía atribuir la alarma a mi propia imaginación morbosa.

«Es una pared exterior», me dije; «todas son paredes exteriores, y la casa es de piedra; es imposible que se oiga ningún sonido a través de semejante espesor. Además, parecía estar en mi habitación, cerca de mi oído. ¡Qué idiota debo ser para estar excitado y alarmado por nada! No pienso más en ello».

Así que me giré de lado, con una sonrisa (más bien forzada) ante mi propia estupidez, y me dispuse a dormir.

En ese instante oí, con más claridad que ningún otro sonido en mi vida, un jadeo, un jadeo sordo, como si alguien estuviera a punto de respirar, mordiendo el aire o intentando con desesperación gritar o hablar. Se repitió una segunda y una tercera vez; luego hubo una pausa, y de nuevo ese horrible jadeo; una respiración profunda, una audible aspiración de aire en la garganta, como la que se produce al exhalar un profundo suspiro.

Sonidos como estos no podrían haber sido oídos a menos que hubieran estado cerca; parecían provenir de la pared junto a mi cabecera o surgir de mi almohada. Ese jadeo aterrador y esa inhalación, en la oscuridad y el silencio de la noche, parecían estremecer cada nervio de mi cuerpo con una terrible expectación. Inconscientemente, me aparté, agachándome como antes, con la cara sobre las rodillas. Cesó, e inmediatamente comenzó un gemido, que se alargó hasta convertirse en un lamento espantoso y prolongado, cada vez más fuerte, como si estuviera bajo una agonía creciente, y luego se desvaneció lenta y gradualmente, pero audible hasta el final.

En cuanto logré despertar del horror gélido que parecía penetrarme hasta las articulaciones y la médula, me alejé sigilosamente de la cama y, en el rincón más apartado de la habitación encendí la vela con mano temblorosa, mirando ansiosamente a mi alrededor, esperando alguna terrible revelación. Sin embargo, si me creen, no me sentí alarmado ni asustado; más bien oprimido, embargado por un sobrecogimiento sobrenatural y abrumador. Me parecía estar en presencia de un misterio enorme y horrible, una profundidad insondable de dolor, miseria o crimen. Me repelía con una sensación de asco y suspenso intolerables. Fue una sensación similar la que me impidió llamar a mi casero. No me atrevía a hablarle de lo sucedido, sin saber hasta qué punto él mismo podía estar involucrado. Solo ansiaba escapar lo más silenciosamente posible de la habitación y de la casa. La vela empezaba a parpadear en su portalámparas, pero afuera brillaban las estrellas, y allí había espacio y aire para respirar, algo que parecía faltar en mi habitación; así que abrí la ventana, até las sábanas con una cuerda y me bajé al suelo.

Había una luz aún encendida en la parte baja de la casa; pero avancé sigilosamente, tanteando con cuidado entre los árboles, y a su debido tiempo encontré un sendero que me condujo a un camino, el mismo que había recorrido la noche anterior. Seguí caminando, sin saber adónde, ansioso solo por alejarme de la maldita casa, hasta que empezó a amanecer, cuando casi lo primero que pude ver con claridad fue un pequeño grupo de hombres que se acercaban. Con no poco placer reconocí a la cabeza a mi amigo, el Capo di Polizia.

—¡Ah! —gritó—: ¡Inglés desdichado, cuántos problemas me has causado! ¿Dónde ha estado? ¡Alabado sea Dios por verlo sano y salvo! ¿Pero cómo? ¿Qué pasa? Parece un poseso.

Le conté cómo me había extraviado y dónde me había alojado.

—¿Y qué le pasó allí? —exclamó con una expresión de ansiedad.

—Me turbé por la noche. No pude dormir. Escapé y aquí estoy. No puedo contarle más.

—Pero debe hacerlo, querido señor; perdóneme; debe contármelo todo. Necesito saber lo que pasó en esa casa. La hemos tenido bajo vigilancia durante mucho tiempo, y cuando supe en qué dirección se había ido ayer y no había regresado, temí que se hubiera metido en algún lío allí, y ahora mismo estábamos en camino a buscarlo.

No pude entrar en detalles, pero le dije que había oído ruidos extraños y, a petición suya, volví con él al lugar. De paso, me dijo que la casa era conocida por ser lugar de reunión de bandidos; Que el casero los albergó, recibió sus bienes ilícitos y les ayudó a deshacerse del botín.

Al llegar al lugar, desplegó a sus hombres en las inmediaciones e inició un registro riguroso, obligando al casero y al hombre que se encontró en la casa a acompañarlo. La habitación donde había dormido fue examinada cuidadosamente; el suelo era de yeso o cemento, por lo que no se oía ningún ruido; las paredes eran sólidas, y no se veía nada que pudiera explicar la extraña perturbación que había experimentado. A continuación, se inspeccionó la habitación de la planta baja, debajo de mi dormitorio; contenía paja, heno, leña y madera. Al remover la paja amontonada en un rincón se observó que los ladrillos estaban desnivelados, como si hubieran sido removidos recientemente.

—Caven aquí —dijo el oficial—, supongo que encontraremos algo escondido aquí.

El posadero estaba evidentemente muy perturbado.

—¡Alto! —gritó—. Les diré lo que hay ahí; salgan y lo sabrán todo.

—¡Caven, les digo! Lo averiguaremos nosotros mismos.

—¡Dejen que los muertos descansen! —gritó el posadero con voz temblorosa—. ¡Por el amor de Dios, salgan y escuchen lo que les diré!

—Sigan con su trabajo —dijo el sargento a sus hombres, que ahora manejaban el pico y la pala.

—No puedo quedarme aquí, viéndolo —exclamó el posadero una vez más—. ¡Escuche! Es el cuerpo de mi hijo, mi único hijo; déjenlo descansar, si es que puede descansar. Fue herido en una pelea y lo trajeron aquí para morir. Pensé que se recuperaría, pero no había ni médico ni sacerdote a mano, y a pesar de todo lo que pudimos hacer por él, murió. Déjenlo en paz, o que primero llamen a un sacerdote; murió sin confesar, pero no fue mi culpa; puede que aún no sea demasiado tarde para que se reconcilie.

—¿Pero, por qué está enterrado en este lugar?

—No queríamos armar un revuelo. Nadie sabía de su muerte, y lo enterramos en silencio; un lugar me pareció tan bueno como cualquier otro. Somos gente pobre y no podíamos pagar ceremonias.

La verdad finalmente salió a la luz. Padre e hijo eran miembros de una banda de ladrones; Bajo este suelo ocultaron su botín, y allí también yacía más de un cadáver en descomposición, víctimas que habían ocupado la habitación donde dormí y que allí encontraron la muerte. El hijo, en efecto, fue enterrado en ese lugar; había sido herido de muerte en una escaramuza con viajeros, y había vivido lo suficiente para arrepentirse de sus actos y suplicar la absolución sacerdotal que, según su credo, era necesaria para asegurar su perdón. En vano había instado a su padre a que trajera al confesor a su lecho; en vano le había suplicado que rompiera con la banda asesina a la que estaba aliado y que viviera honestamente en el futuro; sus oraciones fueron desatendidas, y sus últimas advertencias fueron inútiles. De no ser por la extraña y misteriosa advertencia que me despertó y me obligó a salir de la casa esa noche, otro crimen se habría añadido a la historia de culpabilidad del anciano.

Ese jadeo al intentar hablar, y ese horrible gemido, ¿de dónde vinieron? No era una voz viva. Más allá de eso, no opinaré al respecto. Solo diré que fue la manera de salvar mi vida y, al mismo tiempo, poner fin a la serie de hechos sangrientos que se habían cometido en esa casa.

Recibí mi pasaporte esa misma tarde en la diligencia de Roma y a la mañana siguiente partí hacia Nápoles. Al cruzar la frontera, se acercó una figura alta, vestida con la larga y tosca cappoua de los frailes mendicantes, con capucha sobre el rostro y agujeros para los ojos. Llevaba una hucha de hojalata en la mano, que ofreció a los pasajeros, haciendo tintinear unas monedas y gritando con voz monótona:

¡Anime in purgatorio! ¡Anime in purgatorio!*

No creo en el purgatorio ni en las súplicas por los muertos; Pero aun así dejé caer una pieza de plata en la caja, mientras pensaba en esa tumba impía en el bosque, y mi oración subió al cielo con toda sinceridad: ¡Requiescat in pace!.

Thomas Street Millington (1821-1906)


«Almas en el purgatorio», un concepto de la tradición católica referido a los difuntos que necesitan purificación final antes de entrar al Cielo.


(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de fantasmas.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Thomas Street Millington: Ninguna voz viva (No Living Voice), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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