«Lamia»: John Keats; poema y análisis


«Lamia»: John Keats; poema y análisis.




Lamia (Lamia) es un poema del romanticismo del escritor inglés John Keats (1795-1821), compuesto en 1819.

Lamia, uno de los mejores poemas de John Keats, nos introduce en la mitología a través del encuentro entre Hermes y una Lamia, atrapada bajo la forma de una serpiente. El poema explora las tensiones y conflictos entre la razón y el amor, y cómo estos se resuelven mediante la poesía.

Aquí John Keats recurre a la figura de Lamia, una especie de vampiresa de los mitos griegos. En este sentido, Lamia de John Keats puede ser considerado como uno de los primeros poemas de vampiros de la poesía inglesa, y ciertamente uno de los mejores poemas de vampiros del romanticismo.




Lamia.
Lamia, John Keats (1795-1821)

Hace tiempo, antes de que la estirpe de las hadas
Expulsara a Ninfas y Sátiros de los prósperos bosques,
Antes de que la resplandeciente diadema del rey Oberon,
Su cetro y su manto, tapizados de brillantes gemas,
Ahuyentasen a las Dríadas y los Faunos
De los verdes campos y prados de prímulas,
El siempre cautivante Hermes dejó vacío
Su trono dorado,
Del alto Olimpo secuestró la luz,
De este lado de las nubes de Júpiter, para escapar de la mirada
De este gran constructor, y huyó hacia
A un bosque en las costas de Creta.
Pues en algún lugar de esa isla sagrada habitaba
Una ninfa, ante la cual todos los Sátiros se arrodillaban,
Ante cuyos níveos pies los lánguidos Tritones echaban perlas,
Mientras en la tierra se marchitaban y adoraban.
Acosada por los manantiales donde solía bañarse,
y en aquellas planicies donde ocasionalmente deambularía,
había entregado deliciosos obsequios, desconocidos para cualquier Musa,
aunque el pequeño cofre de los caprichos estaba abierto para poder elegir,
Oh, qué mundo lleno de amor se encontraba a sus pies!
Y Hermes pensó, y un calor celestial
Subía desde sus talones alados hasta sus orejas,
Que de una blancura pálida como el lirio
Entre sus dorados cabellos se sonrojaron como las rosas,
Que caían en encantadores bucles sobre sus desnudos hombros.
De bosque en bosque voló,
Respirando sobre las flores su nueva pasión,
Y siguiendo serpenteantes ríos hasta su inicio,
Para encontrar donde esta dulce ninfa tejía su secreto lecho:
Inútil fue; pues la dulce ninfa no se hallaba en ningún sitio,
Entonces reposó sobre el solitario suelo,
Pensativo, y atormentado por dolorosos celos
De los dioses del bosque, y hasta de los mismos árboles.
Mientras allí se encontraba, escuchó una voz que lloraba,
Tal como una vez oyó, que en el noble corazón destruye,
Todo el dolor excepto la piedad: así hablaba la voz:

¡Cuándo me levantaré de esta tumba de flores,
Cuándo me moveré en ágil cuerpo apto para la vida,
Para el amor, el placer y la lucha vigorosa
De los corazones y los labios! ¡Oh, pobre de mi!

El dios de pies alados, se deslizó sigilosamente
Entre hojas y arbustos, peinando suavemente en su rápido avance,
Los altos pastos y las hierbas en flor,
Hasta que encontró una serpiente palpitante,
Brillante y enroscada sobre un negruzco helecho.

Era una figura gordiana de color radiante
Con manchas en bermellón, dorado, verde y azul
Rayada como una cebra, manchada como el tigre,
Sus ojos como los del pavo real, y todo ornado en carmesí;
Y llena de lunas plateadas que, cuando respiraba,
Se desvanecían o brillaban aún más o entretejían
Sus brillos en los tapices más umbríos,
Y del lado del arco iris, teñida de desdichas,
Parecía, al mismo tiempo, una sufriente dama élfica,
Una especie de amante del demonio, o el demonio mismo.
Sobre su cresta brillaba una tenue llama
Salpicada de estrellas como la diadema de Ariadna:
Su cabeza era de serpiente pero, ¡Oh, tan agridulce!
Tenía la boca de una mujer entera con sus perlas:
Y en cuanto a sus ojos: ¿qué podían hacer esos ojos
Excepto llorar y lamentar haber nacido tan bellos?
Así como Proserpina aún derrama lágrimas por su Sicilia
Su cuello era de serpiente, pero las palabras que emitía
brotaban como burbujeante miel, por amor al Amor,
Y así, Hermes se apoyaba en la punta de sus alas,
Como el halcón que se abate sobre su presa.

Dulce Hermes, coronado de plumas, que vuelas suavemente,
Anoche he tenido un maravilloso sueño:
Te veía sentado, en un trono de oro,
Entre los dioses, en el viejo Olimpo,
El único triste; pues no habías oído
Cantar a las suaves Musas de largos dedos,
Ni siquiera Apolo cuando cantaba solo,
Sordo a la amplia y rítmica lamentación de su temblorosa garganta.
Soñé que te veía arropado entre copos de púrpura,
Asomándote amoroso entre las nubes, así como nace el día,
Y velozmente, como un brillante dardo de Febo,
Te diriges a la isla cretense; ¡y aquí estás!
Gentil Hermes, ¿has encontrado a la doncella?

A lo cual la estrella de Leteo no demoró
Su alegre elocuencia, e inquirió:

Tú, serpiente de suaves labios, ¡seguramente de gran inspiración!
Tú hermosa corona de flores, de ojos tristes,
Posees cualquier dicha en la que puedas pensar,
Con sólo decirme adónde ha huido mi ninfa,
¡Dónde respira!

Brillante planeta, así has hablado, respondió la serpiente,
¡pero haz un juramento, mi tierno dios!

¡Lo juro, dijo Hermes, por mi báculo de serpiente,
Y por tus ojos, y por tu corona tachonada de estrellas!

Rápidas volaron sus cándidas palabras, sopladas entre los pétalos.
Y una vez más la femenina brillantez:
¡Muy débil de corazón! pues esta pobre ninfa tuya,
Deambula libre como el aire, invisible,
En estas praderas sin espinas; sus placenteros días
Disfruta sin ser vista; invisibles son sus ligeros pies,
Dejan rastros sobre la hierba y las tiernas flores;
De los agotados zarcillos y las verdes ramas torcidas,
Invisible recoge los frutos, invisible se baña:
Y gracias a mis poderes su belleza se oculta
Para que no sea ultrajada, atacada
Por las miradas amorosas de los ojos poco amables
De los Sátiros, los Faunos, y los oscuros suspiros de Sileno.
Descolorida su inmortalidad, por su aflicción
Ante estos amantes se lamentaba
Entonces de ella tuve piedad,
Su cabello etéreo, que mantendrían
Oculto su encanto, pero libre
Para andar como desee, en libertad.
Tú la contemplarás, Hermes, sólo tú,
¡Si concedes, como has jurado, mi dádiva!

Y una vez más, el encantado dios lanzó
Su juramento, y a los oídos de la serpiente sonó
Cálido, tembloroso, ardiente, como un salmo.
Arrebatada, levantó su cabeza de Circe,
Ruborizada, casi morada, y en rápido balbuceo afirmó,

Yo era una mujer, déjame tener una vez más
La forma y el encanto de mujer que una vez tuve.
Amo a un joven de Corinto. ¡Oh, que felicidad!
Devuélveme mi silueta humana, y llévame con él
Inclínate, Hermes, déjame soplar sobre tu frente,
Y verás a tu dulce ninfa

El dios alado descendió sereno,
Ella exhaló sobre sus ojos, y pronto vio
A la ninfa apenas sonriendo sobre el verde.
No era un sueño; o digamos que era un sueño
Real, como los sueños de los dioses, y que delicadamente suceden
Sus placeres en un largo sueño inmortal.
Un instante cálido, intenso, puede desvanecerse
Ante la belleza de la ninfa del bosque, entonces creó
Un rayo sobre el sacro verdor, se volvió
Hacia la agonizante serpiente, y con trémulo brazo,
Delicadamente, puso a prueba su caduceo.
Hecho esto posó sus ojos sobre la ninfa,
Llenos de lágrimas de adoración,
Y hacia ella se dirigió: ella, como la luna menguante,
Se desvaneció ante él, encogiéndose, no pudo contener
Sus lágrimas de temor, doblándose como una flor
Que se recoge sobre sí misma al ocaso:
Pero al tomar el dios su helada mano,
Ella sintió el calor, sus párpados de abrieron,
Y como las jóvenes flores ante el zumbido matinal de las abejas,
Floreció y dio su miel hasta la última gota.
Hacia los verdes bosques huyeron;
Y no palidecieron como lo hacen los amantes mortales.

Allí abandonada, la serpiente empezó
A cambiar; su sangre mágica enloqueció,
Creció espuma en su boca, y sobre el pasto cayó,
Marchitándolo con un rocío tan dulce y venenoso;
Sus ojos fijos en la tortura, un lóbrego tormento,
Cálidos, espejados y abiertos, con las pestañas ardiendo,
Lanzaban luces y chispas, sin una lágrima refrescante.
Todos los colores encendidos en todo su cuerpo,
Se retorcían convulsos con un dolor escarlata:
Un profundo ambar volcánico ocupó el espacio
De toda la suave gracia lunar de su cuerpo;
Y, como la lava arrasa la pradera,
Arruinó su plateada cota de malla y dorado manto;
Oscureció todas sus pecas, sus manchas y rayas,
Eclipsó sus lunas, arrasó con sus estrellas:
Y en pocos momentos fue despojada
De todos sus zafiros, esmeraldas y amatistas,
Y brillantes rubíes: de todos ellos privada,
Todavía brillaba su corona; que se deshizo, también ella
Se derritió y desapareció repentinamente;
Y en el aire, su nueva voz sonando suave como un laúd,
Llamó, “¡Lucio, gentil Lucio!”...

Abandonada en lo alto
Con las brillantes nieblas
Entre la blancura de los montes
Estas palabras se deshicieron:
Los bosques de Creta no escucharon más.


Upon a time, before the faery broods
Drove Nymph and Satyr from the prosperous woods,
Before King Oberon’s bright diadem,
Sceptre, and mantle, clasp’d with dewy gem,
Frighted away the Dryads and the Fauns
From rushes green, and brakes, and cowslip’d lawns,
The ever-smitten Hermes empty left
His golden throne, bent warm on amorous theft:
From high Olympus had he stolen light,
On this side of Jove’s clouds, to escape the sight
Of his great summoner, and made retreat
Into a forest on the shores of Crete.
For somewhere in that sacred island dwelt
A nymph, to whom all hoofed Satyrs knelt;
At whose white feet the languid Tritons poured
Pearls, while on land they wither’d and adored.
Fast by the springs where she to bathe was wont,
And in those meads where sometime she might haunt,
Were strewn rich gifts, unknown to any Muse,
Though Fancy’s casket were unlock’d to choose.
Ah, what a world of love was at her feet!
So Hermes thought, and a celestial heat
Burnt from his winged heels to either ear,
That from a whiteness, as the lily clear,
Blush’d into roses ’mid his golden hair,
Fallen in jealous curls about his shoulders bare.
From vale to vale, from wood to wood, he flew,
Breathing upon the flowers his passion new,
And wound with many a river to its head,
To find where this sweet nymph prepar’d her secret bed:
In vain; the sweet nymph might nowhere be found,
And so he rested, on the lonely ground,
Pensive, and full of painful jealousies
Of the Wood-Gods, and even the very trees.
There as he stood, he heard a mournful voice,
Such as once heard, in gentle heart, destroys
All pain but pity: thus the lone voice spake:
“When from this wreathed tomb shall I awake!
“When move in a sweet body fit for life,
“And love, and pleasure, and the ruddy strife
“Of hearts and lips! Ah, miserable me!”
The God, dove-footed, glided silently
Round bush and tree, soft-brushing, in his speed,
The taller grasses and full-flowering weed,
Until he found a palpitating snake,
Bright, and cirque-couchant in a dusky brake.

She was a gordian shape of dazzling hue,
Vermilion-spotted, golden, green, and blue;
Striped like a zebra, freckled like a pard,
Eyed like a peacock, and all crimson barr’d;
And full of silver moons, that, as she breathed,
Dissolv’d, or brighter shone, or interwreathed
Their lustres with the gloomier tapestries—
So rainbow-sided, touch’d with miseries,
She seem’d, at once, some penanced lady elf,
Some demon’s mistress, or the demon’s self.
Upon her crest she wore a wannish fire
Sprinkled with stars, like Ariadne’s tiar:
Her head was serpent, but ah, bitter-sweet!
She had a woman’s mouth with all its pearls complete:
And for her eyes: what could such eyes do there
But weep, and weep, that they were born so fair?
As Proserpine still weeps for her Sicilian air.
Her throat was serpent, but the words she spake
Came, as through bubbling honey, for Love’s sake,
And thus; while Hermes on his pinions lay,
Like a stoop’d falcon ere he takes his prey.

“Fair Hermes, crown’d with feathers, fluttering light,
“I had a splendid dream of thee last night:
“I saw thee sitting, on a throne of gold,
“Among the Gods, upon Olympus old,
“The only sad one; for thou didst not hear
“The soft, lute-finger’d Muses chaunting clear,
“Nor even Apollo when he sang alone,
“Deaf to his throbbing throat’s long, long melodious moan.
“I dreamt I saw thee, robed in purple flakes,
“Break amorous through the clouds, as morning breaks,
“And, swiftly as a bright Phoebean dart,
“Strike for the Cretan isle; and here thou art!
“Too gentle Hermes, hast thou found the maid?”
Whereat the star of Lethe not delay’d
His rosy eloquence, and thus inquired:
“Thou smooth-lipp’d serpent, surely high inspired!
“Thou beauteous wreath, with melancholy eyes,
“Possess whatever bliss thou canst devise,
“Telling me only where my nymph is fled,—
“Where she doth breathe!” “Bright planet, thou hast said,
Return’d the snake, “but seal with oaths, fair God!”
“I swear,” said Hermes, “by my serpent rod,
“And by thine eyes, and by thy starry crown!"
Light flew his earnest words, among the blossoms blown.
Then thus again the brilliance feminine:
“Too frail of heart! for this lost nymph of thine,
“Free as the air, invisibly, she strays
“About these thornless wilds; her pleasant days
“She tastes unseen; unseen her nimble feet
“Leave traces in the grass and flowers sweet;
“From weary tendrils, and bow’d branches green,
“She plucks the fruit unseen, she bathes unseen:
“And by my power is her beauty veil’d
“To keep it unaffronted, unassail’d
“By the love-glances of unlovely eyes,
“Of Satyrs, Fauns, and blear’d Silenus’ sighs.
“Pale grew her immortality, for woe
“Of all these lovers, and she grieved so
“I took compassion on her, bade her steep
“Her hair in weird syrops, that would keep
“Her loveliness invisible, yet free
“To wander as she loves, in liberty.
“Thou shalt behold her, Hermes, thou alone,
“If thou wilt, as thou swearest, grant my boon!”
Then, once again, the charmed God began
An oath, and through the serpent’s ears it ran
Warm, tremulous, devout, psalterian.
Ravish’d, she lifted her Circean head,
Blush’d a live damask, and swift-lisping said,
“I was a woman, let me have once more
“A woman’s shape, and charming as before.
“I love a youth of Corinth—O the bliss!
“Give me my woman’s form, and place me where he is.
“Stoop, Hermes, let me breathe upon thy brow,
“And thou shalt see thy sweet nymph even now.”
The God on half-shut feathers sank serene,
She breath’d upon his eyes, and swift was seen
Of both the guarded nymph near-smiling on the green.
It was no dream; or say a dream it was,
Real are the dreams of Gods, and smoothly pass
Their pleasures in a long immortal dream.
One warm, flush’d moment, hovering, it might seem
Dash’d by the wood-nymph’s beauty, so he burn’d;
Then, lighting on the printless verdure, turn’d
To the swoon’d serpent, and with languid arm,
Delicate, put to proof the lythe Caducean charm.
So done, upon the nymph his eyes he bent,
Full of adoring tears and blandishment,
And towards her stept: she, like a moon in wane,
Faded before him, cower’d, nor could restrain
Her fearful sobs, self-folding like a flower
That faints into itself at evening hour:
But the God fostering her chilled hand,
She felt the warmth, her eyelids open’d bland,
And, like new flowers at morning song of bees,
Bloom’d, and gave up her honey to the lees.
Into the green-recessed woods they flew;
Nor grew they pale, as mortal lovers do.

Left to herself, the serpent now began
To change; her elfin blood in madness ran,
Her mouth foam’d, and the grass, therewith besprent,
Wither’d at dew so sweet and virulent;
Her eyes in torture fix’d, and anguish drear,
Hot, glaz’d, and wide, with lid-lashes all sear,
Flash’d phosphor and sharp sparks, without one cooling tear.
The colours all inflam’d throughout her train,
She writh’d about, convuls’d with scarlet pain:
A deep volcanian yellow took the place
Of all her milder-mooned body’s grace;
And, as the lava ravishes the mead,
Spoilt all her silver mail, and golden brede;
Made gloom of all her frecklings, streaks and bars,
Eclips’d her crescents, and lick’d up her stars:
So that, in moments few, she was undrest
Of all her sapphires, greens, and amethyst,
And rubious-argent: of all these bereft,
Nothing but pain and ugliness were left.
Still shone her crown; that vanish’d, also she
Melted and disappear’d as suddenly;
And in the air, her new voice luting soft,
Cried, “Lycius! gentle Lycius!”—Borne aloft
With the bright mists about the mountains hoar
These words dissolv’d: Crete’s forests heard no more.


John Keats
(1795-1821)




Poemas góticos. I Poemas de John Keats.


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