«El observador de caracoles»: Patricia Highsmith; relato y análisis.


«El observador de caracoles»: Patricia Highsmith; relato y análisis.




«Por cada cien que desprendía, miles se deslizaban sobre él.
Había caracoles arrastrándose sobre sus ojos.»



El observador de caracoles (The Snail-Watcher) es un relato de terror de la escritora norteamericana Patricia Highsmith (1921-1995), escrito en 1948 y publicado en la antología de 1966: Más allá de la cortina de oscuridad (Beyond the Curtain of Dark).

El observador de caracoles, uno de los cuentos de Patricia Highsmith menos conocidos, relata la historia de Peter Knoppert, un financiero exitoso que se obsesiona con la observación de caracoles, particularmente durante el apareamiento.

Knoppert es el típico hombre de negocios, gris y aburrido, hasta que descubre una peculiar afición: caracoles. Está obsesionado con ellos, aunque su esposa lo considera «un pasatiempo inusual y vagamente repelente». Encuentra un «sabor esotérico» en sus observaciones. Su mayor interés está dirigido al apareamiento, una especie de danza extraña a través de la cual los caracoles conectan sus cabezas mediante apéndices y permanecen unidos durante días.

Poco a poco, Knoppert observa cómo los caracoles depositan sus huevos y estos eclosionan. El ciclo reproductivo continúa sin control hasta que la población de caracoles en el estudio crece hasta ocupar treinta terrarios en dos meses.

Esta obsesión parece tener beneficios prácticos. Si bien Knoppert incomodaba a la gente con sus charlas sobre la sexualidad de los caracoles, su trabajo prospera; realiza eficientes transacciones bursátiles, se vuelve «más audaz en sus movimientos, más brillante en sus cálculos, incluso un poco más cruel en sus planes». En este punto, el estudio de Knoppert queda vedado para su esposa. La última vez que ella revisa el lugar, los caracoles están arrastrándose por las estanterías y el techo.

El éxito laboral empieza a demandarle más tiempo, por lo que Knoppert no visita su estudio durante unas semanas. Su esposa, un poco preocupada por el olor a pescado que proviene de ella, sugiere que vaya a echar un vistazo. Lo que Knoppert encuentra, debido al crecimiento exponencial de la población, son decenas de miles de caracoles: se arrastran por el techo, cuelgan de la lámpara de araña, se amontonan en los muebles, las paredes; el suelo está vivo, ondula en varias capas. Todo el estudio parece una masa en movimiento.

Cuando intenta rasparlos del techo, se produce una reacción en cadena. Resbala en la mucosidad viscosa y kilos de caracoles caen sobre él. Cubren todo su cuerpo, reptan por sus ojos, por sus fosas nasales, por su boca, hasta que Knoppert muere por asfixia. Lo último que alcanza a ver, «por la rendija de un ojo», es un par de caracoles que «hacían el amor tranquilamente».

El observador de caracoles termina siendo una historia de terror involuntaria. No creo que Patricia Highsmith haya tenido la intención de infundir miedo. De hecho, amaba a los caracoles, tanto o más que el señor Knoppert; hasta podría decirse que estaba obsesionada con ellos. Además de este cuento, escribió La búsqueda de Blank Claveringi (The Quest for 'Blank Claveringi), donde un científico viaja a una isla en los Mares del Sur y descubre una población de caracoles carnívoros gigantes.

La propia Patricia Highsmith comenta que, en 1946, mientras pasaba por un mercado de la ciudad de Nueva York, vio dos gasterópodos trabados en un abrazo sexual. Fascinada, se los llevó a casa, los colocó en una pecera y observó el proceso de cópula, que duró alrededor de un día. «Me dan una especie de tranquilidad», escribió. «Es casi imposible distinguir cuál es el macho y cuál es la hembra, porque su comportamiento y apariencia son exactamente iguales». Su obsesión por los caracoles solo creció a partir de ahí. Se dice que tenía unos trescientos en su jardín de Suffolk, Inglaterra, y en una ocasión llevó un puñado de ellos escondidos en una lechuga en su bolso. Como el señor Knoppert, disfrutaba mostrando sus caracoles a los otros invitados.

La obsesión [o el amor, a menudo lo mismo] de Patricia Highsmith por los caracoles queda demostrada en la siguiente anécdota: al mudarse de Inglaterra a Francia, se enteró que, por ley, no podía entrar los caracoles al país, de modo que colocó todos los ejemplares jóvenes que pudo entre sus tetas.

Peter Knoppert no es el tradicional científico loco cuyas investigaciones lo llevan a la locura o la muerte. El hombre estudia caracoles. Disfruta viéndolos comer, aparearse y reproducirse. ¿Qué tan peligroso puede ser? Tampoco procede como el típico protagonista lovecraftiano, obsesionado con el conocimiento a punto tal que abandona todas las demás actividades. De hecho, la obsesión de Knoppert es menos dramática. No se comporta como una obsesión en absoluto. No se recluye en su estudio; su vida laboral y social florece, y de poco esto comienza a restarle tiempo para la diligente cría de caracoles [y al control de su número]. Hasta podría decirse que el hecho de ser distraído de su obsesión por el éxito laboral es lo que termina condenándolo.

El interesante notar que, al principio, Knoppert se siente fascinado por el orgiástico ritual de apareamiento de los caracoles, pero de un modo romántico [«sus caras se unieron en un beso de voluptuosa intensidad»]; y eventualmente deja de interesarse en este aspecto [ver: Vermifobia: gusanos y otros anélidos freudianos en la ficción]

Podemos encontrar relatos de terror de prácticamente cualquier animal: abejas, hormigas, pulpos, primates, osos, serpientes, gusanos, ratas, gatos, lobos, perros, pájaros, cucarachas, ¡mariposas!. Si agitamos la biblioteca del género saldrán muchas cosas más; pero, ¿caracoles? Y no los caracoles carnívoros del otro relato de Patricia Highsmith, sino caracoles comunes, lentos, inofensivos, ligeramente repulsivos al tacto; caracoles que podrías pisar accidentalmente en el pasto después de una noche de lluvia; o comer à la bourguignonne, si te gustan esas cosas [ver: Tentáculos «por default»].

Por otro lado, si el estudio del señor Knoppert estuviera cubierto de cucarachas, ¿la historia tendría el mismo efecto? En cuanto a factor «asco», probablemente sí. Una cucaracha en la boca como clímax de una historia habría sido igual de repugnante, pero menos improbable. ¿Criar caracoles? Un oficio respetable. ¿Cucarachas? No tanto [ver: Black Goo y otras monstruosidades amorfas en la ficción]

No creo que haya un mensaje codificado en el relato. Patricia Highsmith simplemente está divirtiéndose al imaginar [tal vez a sí misma] a alguien siendo devorado por la criatura menos agresiva posible. No es una historia de venganza de la naturaleza ni de un científico que trasciende algún tipo de tabú. A lo sumo, es la historia de una excentricidad que termina siendo ridículamente fatal. Es cierto, las practicas comerciales de Knoppert mejoran en la medida en que sus especímenes se aparean y reproducen descontroladamente. Sin embargo, no creo que eso tenga una importancia profunda. Es solo un dispositivo para distraer al protagonista del estudio.

Knoppert continúa observando el apareamientos de los caracoles hasta su último aliento. La ironía final es que se convierte en el alimento de su propia obsesión.




El observador de caracoles.
The Snail-Watcher, Patricia Highsmith (1921-1995)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Cuando el señor Peter Knoppert empezó a aficionarse a la observación de caracoles, no imaginaba que su puñado de especímenes se convertiría en cientos en un abrir y cerrar de ojos. Tan solo dos meses después de que los caracoles originales fueran llevados su estudio, una treintena de peceras y peceras de cristal, todas repletas de caracoles, cubrían las paredes, descansaban sobre el escritorio y los alféizares de las ventanas, e incluso empezaban a cubrir el suelo. La señora Knoppert lo desaprobaba rotundamente y ya no entraba en la habitación. Olía mal, dijo, y además, una vez había pisado un caracol por accidente, una sensación horrible que jamás olvidaría.

Pero cuanto más deploraban su esposa y sus amigos su inusual y vagamente repelente pasatiempo, más placer parecía encontrarle al señor Knoppert.

—Nunca me había interesado la naturaleza —comentaba a menudo, era socio de una financiera, un hombre que había dedicado toda su vida a la ciencia del dinero—, pero los caracoles me abrieron los ojos a la belleza del mundo animal.

Si sus amigos comentaban que los caracoles no eran realmente animales, y que sus hábitats viscosos no eran precisamente el mejor ejemplo de la belleza de la naturaleza, el señor Knoppert les respondía con una sonrisa de superioridad que simplemente desconocían todo lo que él sabía sobre los caracoles.

Y era cierto. Había presenciado una exhibición que no se describía, y menos adecuadamente, en ninguna enciclopedia o libro de zoología que hubiera podido encontrar. Una noche, el señor Knoppert entró en la cocina a comer algo antes de cenar y se dio cuenta de que un par de caracoles en el cuenco de porcelana sobre el escurridor se comportaban de forma muy extraña. De pie, prácticamente sobre sus colas, se balanceaban uno frente al otro como un par de serpientes hipnotizadas por un flautista. Un instante después, sus rostros se unieron en un beso de voluptuosa intensidad. El señor Knoppert se acercó y los estudió desde todos los ángulos. Algo más estaba sucediendo: una protuberancia parecida a una oreja aparecía en el lado derecho de la cabeza de ambos caracoles. Su instinto le decía que estaba presenciando algún tipo de actividad sexual.

La cocinera entró y le dijo algo, pero el señor Knoppert la silenció con un gesto impaciente de la mano. No podía apartar la mirada de las encantadoras criaturas del cuenco. Cuando las excrecencias, parecidas a orejas, estuvieron perfectamente unidas borde con borde, una varilla blanquecina, como otro pequeño tentáculo, salió disparada de una oreja y se arqueó hacia la oreja del otro caracol. La primera suposición se desvaneció cuando un tentáculo también salió disparado del otro caracol. Qué peculiar, pensó. Los dos tentáculos se retiraron, luego volvieron a salir y, como si hubieran encontrado una marca invisible, permanecieron fijos en cada caracol. El señor Knoppert los observó atentamente. La cocinera también.

—¿Ha visto alguna vez algo así? —preguntó el señor Knoppert.

—No. Deben estar peleándose —dijo la cocinera con indiferencia y se marchó.

Eso era una muestra de la ignorancia sobre los caracoles que más tarde descubriría por todas partes.

El señor Knoppert continuó observando a la pareja de caracoles de vez en cuando durante más de una hora, hasta que primero las orejas, luego las varillas, se retiraron, y los caracoles relajaron sus posturas y dejaron de prestarse atención. Pero para entonces, otra pareja de caracoles había comenzado a coquetear y se preparaban lentamente para besarse. El señor Knoppert le dijo a la cocinera que no servirían caracoles esa noche. Se llevó el cuenco a su estudio.

Nunca más se sirvieron caracoles en casa de los Knoppert.

Esa noche, buscó en sus enciclopedias y algunos libros de ciencias generales que tenía, pero no encontró absolutamente nada sobre los hábitos reproductivos de los caracoles, aunque el aburrido ciclo reproductivo de la ostra se describía con detalle. Quizás no había sido un apareamiento lo que había visto después de todo, decidió el señor Knoppert después de uno o dos días.

Su esposa, Edna, le dijo que se comiera los caracoles o se deshiciera de ellos —fue en ese momento cuando pisó un caracol que se había arrastrado hasta el suelo—, y el señor Knoppert podría haberlo hecho de no haber encontrado una frase en El origen de las especies de Darwin, en una página dedicada a los gasterópodos. La frase estaba en francés, un idioma que el señor Knoppert desconocía, pero la palabra «sensualité» lo tensó como un sabueso que de repente ha encontrado el rastro. Estaba en la biblioteca pública en ese momento, y laboriosamente tradujo la frase con la ayuda de un diccionario francés-inglés. Era una afirmación de menos de cien palabras, que decía que los caracoles manifestaban una sensualidad en su apareamiento que no se encontraba en ningún otro lugar del reino animal. Eso era todo. Era de los cuadernos de Henri Fabre. Obviamente, Darwin había decidido no traducirla para el lector promedio, sino dejarla en su idioma original para los pocos eruditos a quienes realmente les interesaba. El señor Knoppert se consideraba ahora uno de los pocos eruditos, y su rostro redondo y rosado irradiaba autoestima.

Había aprendido que sus caracoles eran de agua dulce y ponían sus huevos en arena o tierra, así que puso tierra húmeda y un pequeño plato con agua en un barreño grande y metió allí a los caracoles. Luego esperó a que algo sucediera. Ni siquiera hubo otro apareamiento. Recogió los caracoles uno por uno y los observó, sin ver nada que indicara un embarazo. Pero no pudo levantar un caracol. La concha podría haber estado pegada a la tierra. El señor Knoppert sospechó que el caracol había enterrado la cabeza para morir. Pasaron dos días más, y en la mañana del tercero, el señor Knoppert encontró un trozo de tierra desmenuzada donde había estado el caracol.

Curioso, examinó las migajas con la punta de una cerilla y, para su deleite, descubrió un hoyo lleno de huevos nuevos y brillantes. ¡Huevos de caracol! No se había equivocado. El señor Knoppert llamó a su esposa y a la cocinera para que los vieran. Los huevos se parecían mucho al caviar grande, solo que eran blancos en lugar de negros o rojos.

—Bueno, naturalmente tienen que reproducirse de alguna manera —comentó su esposa.

El señor Knoppert no podía entender su falta de interés. Tenía que ir a mirar los huevos cada hora que estaba en casa. Los miraba cada mañana para ver si había algún cambio, y los huevos eran su último pensamiento cada noche antes de acostarse.

Además, otro caracol estaba cavando un hoyo. ¡Y otra pareja de caracoles se estaba apareando! La primera tanda de huevos se volvió grisácea, y se distinguieron minúsculas espirales de conchas en un lado de cada huevo. La anticipación del señor Knoppert aumentó. Por fin llegó una mañana —la decimoctava después de la puesta, según el cuidadoso recuento del señor Knoppert— en la que miró hacia abajo en el hoyo de los huevos y vio la primera cabecita en movimiento, las primeras antenas rechonchas explorando el nido con incertidumbre.

El señor Knoppert estaba tan feliz como el padre de un recién nacido.

Cada uno de los setenta o más huevos del hoyo cobró vida milagrosamente. Había visto cómo todo el ciclo reproductivo había evolucionado hasta su feliz conclusión. Y el hecho de que nadie, al menos nadie que él conociera, comprendiera una fracción de lo que él sabía, le daba a su conocimiento la emoción del descubrimiento, el toque picante de lo esotérico. El señor Knoppert tomaba notas sobre los sucesivos apareamientos y eclosiones de los huevos. Narró la biología de los caracoles a amigos e invitados fascinados, y más a menudo escandalizados, hasta que su esposa se retorció de vergüenza.

—¿Adónde va a parar esto, Peter? ¡Si siguen reproduciéndose a este ritmo, se apoderarán de la casa! —le dijo su esposa después de que quince o veinte hoyos hubieran eclosionado.

—No hay forma de detener la naturaleza —respondió con buen humor—. Solo se han apoderado del estudio. Hay mucho espacio allí.

Así que se instalaron cada vez más tanques y cuencos de vidrio. El señor Knoppert fue al mercado y eligió varios de los caracoles de aspecto más vivaz, y también una pareja que encontró apareándose, sin que nadie más los observara.

Aparecieron cada vez más hoyos de huevos en el suelo de tierra de los tanques, y de cada hoyo salieron finalmente de setenta a noventa caracoles bebés, transparentes como gotas de rocío, deslizándose hacia arriba en lugar de hacia abajo por las tiras de lechuga fresca que el señor Knoppert se apresuró a darles. Los apareamientos eran tan frecuentes que ya no se molestaba en observarlos. Un apareamiento podía durar veinticuatro horas. Pero la emoción de ver cómo el caviar blanco se convertía en conchas y comenzaba a moverse nunca disminuyó, por mucho que lo presenciara.

Sus colegas de la oficina notaron un nuevo entusiasmo por la vida en Peter Knoppert. Se volvió más audaz en sus movimientos, más brillante en sus cálculos, incluso un poco perverso en sus planes, pero trajo dinero para su empresa. Por unanimidad, su salario base se elevó de cuarenta a sesenta mil dólares anuales. Cuando alguien lo felicitaba por sus logros, el señor Knoppert atribuía todo el mérito a sus caracoles y al beneficioso relax que obtenía observándolos.

Pasaba todas las tardes con sus caracoles en la habitación que ya no era un estudio, sino una especie de terrario. Le encantaba cubrir los recipientes con lechuga fresca y trozos de patata y remolacha hervidas, y luego encender el sistema de riego que había instalado para simular la lluvia natural. Entonces todos los caracoles se animaban y comenzaban a comer, aparearse o simplemente a deslizarse por las aguas poco profundas con evidente placer. El señor Knoppert solía dejar que un caracol se subiera a su dedo índice (creía que a sus caracoles les gustaba ese contacto humano) y le daba de comer un trozo de lechuga con la mano, observaba al caracol desde todos los lados y encontraba tanta satisfacción estética como cualquier otro hombre al contemplar una estampa japonesa.

Para entonces, el señor Knoppert no permitía que nadie entrara en su estudio. Demasiados caracoles tenían la costumbre de arrastrarse por el suelo, de dormirse pegados a las patas de las sillas y a las tapas de los libros de las estanterías. Los caracoles pasaban gran parte del tiempo durmiendo, sobre todo los más viejos. Pero había menos indolentes que preferían hacer el amor. El señor Knoppert calculó que unas doce parejas de caracoles debían de estar besándose constantemente. Y, sin duda, había una multitud de caracoles bebés y adolescentes. Era imposible contarlos. Pero el señor Knoppert sí contó a los que dormían y se arrastraban por el techo, y llegó a una cifra de entre mil y mil doscientos. Los terrarios, los cuencos, la parte inferior de su escritorio y las estanterías seguramente debían de contener cincuenta veces esa cifra. Tenía la intención de raspar los caracoles del techo. Algunos llevaban semanas allí arriba, y temía que no se alimentaran lo suficiente. Pero últimamente había estado demasiado ocupado y necesitaba con urgencia la tranquilidad que le proporcionaba sentarse en su sillón favorito del estudio.

Durante el mes de junio estuvo tan ocupado que a menudo trabajaba hasta altas horas de la noche en su oficina. Los informes se acumulaban al final del ejercicio. Hizo cálculos, detectó media docena de posibilidades de ganancia y reservó las decisiones más audaces y menos obvias para sus operaciones privadas. Para estas fechas, el año que viene, pensó, sería tres o cuatro veces más rico que ahora. Veía que su cuenta bancaria se multiplicaba con la misma facilidad y rapidez que sus caracoles. Se lo contó a su esposa, y ella se alegró muchísimo. Incluso le perdonó el destrozo del estudio y el olor rancio y a pescado que se extendía por todo el piso de arriba.

—Aun así, me gustaría que echaras un vistazo, Peter, a ver si pasa algo —le dijo con cierta ansiedad una mañana—. Puede que se haya volcado un tanque o algo así, y no quiero que se estropee la alfombra. Hace casi una semana que no vas al estudio, ¿verdad?

El señor Knoppert llevaba casi dos semanas sin ir. No le dijo a su esposa que la alfombra ya casi había desaparecido.

—Subo esta noche —dijo.

Pero pasaron tres días más antes de que encontrara tiempo.

Entró una noche, justo antes de acostarse, y se sorprendió al encontrar el suelo cubierto de caracoles, con tres o cuatro capas. Le costó cerrar la puerta sin aplastar ninguno. Los densos grupos en las esquinas hacían que la habitación pareciera redonda, como si estuviera dentro de una enorme piedra de conglomerado. El señor Knoppert hizo crujir los nudillos y miró a su alrededor con asombro. No solo habían cubierto todas las superficies, sino que miles de caracoles colgaban de la lámpara de araña en una masa grotesca.

El señor Knoppert buscó el respaldo de una silla para estabilizarse. Solo sintió un montón de conchas bajo la mano. Esbozó una leve sonrisa: había caracoles en el asiento, apilados unos sobre otros, como un cojín abultado. Tenía que hacer algo con el techo, y de inmediato. Tomó un paraguas de la esquina, apartó algunos caracoles y despejó un espacio en su escritorio para ponerse de pie. La punta del paraguas arrancó el papel tapiz, y luego el peso de los caracoles desprendió una larga tira que colgaba casi hasta el suelo.

El señor Knoppert se sintió repentinamente frustrado y enojado. Los aspersores los harían moverse.

Tiró de la palanca.

Los aspersores se activaron en todos los terrarios, y la actividad frenética de toda la habitación aumentó al instante. El señor Knoppert deslizó los pies por el suelo, entre conchas de caracol que rodaban y hacían un ruido como el de guijarros en la playa, y dirigió un par de aspersores hacia el techo. Fue un error, lo comprendió al instante. El papel reblandecido empezó a rasgarse, y esquivó una masa que caía lentamente, solo para ser golpeado por una guirnalda de caracoles que se balanceaban; en realidad, recibió un golpe bastante fuerte en la cabeza. Cayó de rodillas, aturdido.

Debería abrir una ventana, pensó; el aire era sofocante. Y había caracoles arrastrándose por sus zapatos y subiendo por las perneras de sus pantalones.

Sacudió los pies con irritación.

Fue hasta la puerta, con la intención de llamar a uno de los sirvientes para que lo ayudara, cuando la lámpara de araña le cayó encima. El señor Knoppert se dejó caer pesadamente en el suelo. Ahora veía que no podría abrir una ventana, porque los caracoles estaban pegados, gruesos y profundos, sobre los alféizares.

Por un momento sintió que no podía levantarse, que se asfixiaba. No era solo el olor a humedad de la habitación, sino que, dondequiera que mirara, largas tiras de papel tapiz cubiertas de caracoles le impedían la visión como si estuviera en una prisión.

—¡Edna! —gritó, asombrado por el sonido apagado e ineficaz de su voz.

La habitación podría haber estado insonorizada.

Se arrastró hasta la puerta, sin prestar atención al mar de caracoles que aplastaba con las manos y las rodillas. No podía abrirla. Había tantos caracoles, cruzando y volviendo a cruzar la rendija por los cuatro lados, que incluso resistían su fuerza.

—¡Edna!

Un caracol se le metió en la boca. Lo escupió con asco.

El señor Knoppert intentó quitárselos de los brazos. Pero por cada cien que desprendía, cuatrocientos parecían deslizarse sobre él y volver a adherirse, como si lo buscaran deliberadamente por ser la única superficie relativamente libre en la habitación.

Había caracoles arrastrándose sobre sus ojos.

Entonces, justo cuando se tambaleaba al ponerse de pie, algo más lo golpeó; el señor Knoppert ni siquiera pudo ver qué era. ¡Se estaba desmayando! En cualquier caso, estaba en el suelo. Sentía los brazos como pesos de plomo mientras intentaba alcanzar sus fosas nasales, sus ojos, para liberarlos de los cuerpos de caracoles asesinos que lo sellaban.

—¡Ayuda!

Se tragó un caracol.

Ahogándose, abrió la boca buscando aire y sintió un caracol deslizarse por sus labios hasta su lengua. ¡Estaba en el infierno!

Podía sentirlos deslizándose sobre sus piernas como un río pegajoso, clavándolas al suelo.

—¡Uf!

La respiración del señor Knoppert se convirtió en jadeos débiles. Su visión se volvió negra, una oscuridad horrible y ondulante. No podía respirar en absoluto porque no podía alcanzar sus fosas nasales, no podía mover las manos. Entonces, por la rendija de un ojo, vio directamente frente a él, a solo unos centímetros, lo que había sido, él sabía, la planta de caucho que estaba en su maceta cerca de la puerta. Un par de caracoles hacían el amor tranquilamente en ella. Y justo a su lado, diminutos caracoles, puros como gotas de rocío, emergían de un pozo como un ejército infinito hacia su mundo cada vez más amplio.

Patricia Highsmith (1921-1995)


(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Patricia Highsmith.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Patricia Highsmith: El observador de caracoles (The Snail-Watcher), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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