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«El observador de caracoles»: Patricia Highsmith; relato y análisis.


«El observador de caracoles»: Patricia Highsmith; relato y análisis.




«Por cada cien que desprendía, miles se deslizaban sobre él.
Había caracoles arrastrándose sobre sus ojos.»



El observador de caracoles (The Snail-Watcher) es un relato de terror de la escritora norteamericana Patricia Highsmith (1921-1995), escrito en 1948 y publicado en la antología de 1966: Más allá de la cortina de oscuridad (Beyond the Curtain of Dark).

El observador de caracoles, uno de los cuentos de Patricia Highsmith menos conocidos, relata la historia de Peter Knoppert, un financiero exitoso que se obsesiona con la observación de caracoles, particularmente durante el apareamiento.

Knoppert es el típico hombre de negocios, gris y aburrido, hasta que descubre una peculiar afición: caracoles. Está obsesionado con ellos, aunque su esposa lo considera «un pasatiempo inusual y vagamente repelente». Encuentra un «sabor esotérico» en sus observaciones. Su mayor interés está dirigido al apareamiento, una especie de danza extraña a través de la cual los caracoles conectan sus cabezas mediante apéndices y permanecen unidos durante días.

Poco a poco, Knoppert observa cómo los caracoles depositan sus huevos y estos eclosionan. El ciclo reproductivo continúa sin control hasta que la población de caracoles en el estudio crece hasta ocupar treinta terrarios en dos meses.

Esta obsesión parece tener beneficios prácticos. Si bien Knoppert incomodaba a la gente con sus charlas sobre la sexualidad de los caracoles, su trabajo prospera; realiza eficientes transacciones bursátiles, se vuelve «más audaz en sus movimientos, más brillante en sus cálculos, incluso un poco más cruel en sus planes». En este punto, el estudio de Knoppert queda vedado para su esposa. La última vez que ella revisa el lugar, los caracoles están arrastrándose por las estanterías y el techo.

El éxito laboral empieza a demandarle más tiempo, por lo que Knoppert no visita su estudio durante unas semanas. Su esposa, un poco preocupada por el olor a pescado que proviene de ella, sugiere que vaya a echar un vistazo. Lo que Knoppert encuentra, debido al crecimiento exponencial de la población, son decenas de miles de caracoles: se arrastran por el techo, cuelgan de la lámpara de araña, se amontonan en los muebles, las paredes; el suelo está vivo, ondula en varias capas. Todo el estudio parece una masa en movimiento.

Cuando intenta rasparlos del techo, se produce una reacción en cadena. Resbala en la mucosidad viscosa y kilos de caracoles caen sobre él. Cubren todo su cuerpo, reptan por sus ojos, por sus fosas nasales, por su boca, hasta que Knoppert muere por asfixia. Lo último que alcanza a ver, «por la rendija de un ojo», es un par de caracoles que «hacían el amor tranquilamente».

El observador de caracoles termina siendo una historia de terror involuntaria. No creo que Patricia Highsmith haya tenido la intención de infundir miedo. De hecho, amaba a los caracoles, tanto o más que el señor Knoppert; hasta podría decirse que estaba obsesionada con ellos. Además de este cuento, escribió La búsqueda de Blank Claveringi (The Quest for 'Blank Claveringi), donde un científico viaja a una isla en los Mares del Sur y descubre una población de caracoles carnívoros gigantes.

La propia Patricia Highsmith comenta que, en 1946, mientras pasaba por un mercado de la ciudad de Nueva York, vio dos gasterópodos trabados en un abrazo sexual. Fascinada, se los llevó a casa, los colocó en una pecera y observó el proceso de cópula, que duró alrededor de un día. «Me dan una especie de tranquilidad», escribió. «Es casi imposible distinguir cuál es el macho y cuál es la hembra, porque su comportamiento y apariencia son exactamente iguales». Su obsesión por los caracoles solo creció a partir de ahí. Se dice que tenía unos trescientos en su jardín de Suffolk, Inglaterra, y en una ocasión llevó un puñado de ellos escondidos en una lechuga en su bolso. Como el señor Knoppert, disfrutaba mostrando sus caracoles a los otros invitados.

La obsesión [o el amor, a menudo lo mismo] de Patricia Highsmith por los caracoles queda demostrada en la siguiente anécdota: al mudarse de Inglaterra a Francia, se enteró que, por ley, no podía entrar los caracoles al país, de modo que colocó todos los ejemplares jóvenes que pudo entre sus tetas.

Peter Knoppert no es el tradicional científico loco cuyas investigaciones lo llevan a la locura o la muerte. El hombre estudia caracoles. Disfruta viéndolos comer, aparearse y reproducirse. ¿Qué tan peligroso puede ser? Tampoco procede como el típico protagonista lovecraftiano, obsesionado con el conocimiento a punto tal que abandona todas las demás actividades. De hecho, la obsesión de Knoppert es menos dramática. No se comporta como una obsesión en absoluto. No se recluye en su estudio; su vida laboral y social florece, y de poco esto comienza a restarle tiempo para la diligente cría de caracoles [y al control de su número]. Hasta podría decirse que el hecho de ser distraído de su obsesión por el éxito laboral es lo que termina condenándolo.

El interesante notar que, al principio, Knoppert se siente fascinado por el orgiástico ritual de apareamiento de los caracoles, pero de un modo romántico [«sus caras se unieron en un beso de voluptuosa intensidad»]; y eventualmente deja de interesarse en este aspecto [ver: Vermifobia: gusanos y otros anélidos freudianos en la ficción]

Podemos encontrar relatos de terror de prácticamente cualquier animal: abejas, hormigas, pulpos, primates, osos, serpientes, gusanos, ratas, gatos, lobos, perros, pájaros, cucarachas, ¡mariposas!. Si agitamos la biblioteca del género saldrán muchas cosas más; pero, ¿caracoles? Y no los caracoles carnívoros del otro relato de Patricia Highsmith, sino caracoles comunes, lentos, inofensivos, ligeramente repulsivos al tacto; caracoles que podrías pisar accidentalmente en el pasto después de una noche de lluvia; o comer à la bourguignonne, si te gustan esas cosas [ver: Tentáculos «por default»].

Por otro lado, si el estudio del señor Knoppert estuviera cubierto de cucarachas, ¿la historia tendría el mismo efecto? En cuanto a factor «asco», probablemente sí. Una cucaracha en la boca como clímax de una historia habría sido igual de repugnante, pero menos improbable. ¿Criar caracoles? Un oficio respetable. ¿Cucarachas? No tanto [ver: Black Goo y otras monstruosidades amorfas en la ficción]

No creo que haya un mensaje codificado en el relato. Patricia Highsmith simplemente está divirtiéndose al imaginar [tal vez a sí misma] a alguien siendo devorado por la criatura menos agresiva posible. No es una historia de venganza de la naturaleza ni de un científico que trasciende algún tipo de tabú. A lo sumo, es la historia de una excentricidad que termina siendo ridículamente fatal. Es cierto, las practicas comerciales de Knoppert mejoran en la medida en que sus especímenes se aparean y reproducen descontroladamente. Sin embargo, no creo que eso tenga una importancia profunda. Es solo un dispositivo para distraer al protagonista del estudio.

Knoppert continúa observando el apareamientos de los caracoles hasta su último aliento. La ironía final es que se convierte en el alimento de su propia obsesión.




El observador de caracoles.
The Snail-Watcher, Patricia Highsmith (1921-1995)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Cuando el señor Peter Knoppert empezó a aficionarse a la observación de caracoles, no imaginaba que su puñado de especímenes se convertiría en cientos en un abrir y cerrar de ojos. Tan solo dos meses después de que los caracoles originales fueran llevados su estudio, una treintena de peceras y peceras de cristal, todas repletas de caracoles, cubrían las paredes, descansaban sobre el escritorio y los alféizares de las ventanas, e incluso empezaban a cubrir el suelo. La señora Knoppert lo desaprobaba rotundamente y ya no entraba en la habitación. Olía mal, dijo, y además, una vez había pisado un caracol por accidente, una sensación horrible que jamás olvidaría.

Pero cuanto más deploraban su esposa y sus amigos su inusual y vagamente repelente pasatiempo, más placer parecía encontrarle al señor Knoppert.

—Nunca me había interesado la naturaleza —comentaba a menudo, era socio de una financiera, un hombre que había dedicado toda su vida a la ciencia del dinero—, pero los caracoles me abrieron los ojos a la belleza del mundo animal.

Si sus amigos comentaban que los caracoles no eran realmente animales, y que sus hábitats viscosos no eran precisamente el mejor ejemplo de la belleza de la naturaleza, el señor Knoppert les respondía con una sonrisa de superioridad que simplemente desconocían todo lo que él sabía sobre los caracoles.

Y era cierto. Había presenciado una exhibición que no se describía, y menos adecuadamente, en ninguna enciclopedia o libro de zoología que hubiera podido encontrar. Una noche, el señor Knoppert entró en la cocina a comer algo antes de cenar y se dio cuenta de que un par de caracoles en el cuenco de porcelana sobre el escurridor se comportaban de forma muy extraña. De pie, prácticamente sobre sus colas, se balanceaban uno frente al otro como un par de serpientes hipnotizadas por un flautista. Un instante después, sus rostros se unieron en un beso de voluptuosa intensidad. El señor Knoppert se acercó y los estudió desde todos los ángulos. Algo más estaba sucediendo: una protuberancia parecida a una oreja aparecía en el lado derecho de la cabeza de ambos caracoles. Su instinto le decía que estaba presenciando algún tipo de actividad sexual.

La cocinera entró y le dijo algo, pero el señor Knoppert la silenció con un gesto impaciente de la mano. No podía apartar la mirada de las encantadoras criaturas del cuenco. Cuando las excrecencias, parecidas a orejas, estuvieron perfectamente unidas borde con borde, una varilla blanquecina, como otro pequeño tentáculo, salió disparada de una oreja y se arqueó hacia la oreja del otro caracol. La primera suposición se desvaneció cuando un tentáculo también salió disparado del otro caracol. Qué peculiar, pensó. Los dos tentáculos se retiraron, luego volvieron a salir y, como si hubieran encontrado una marca invisible, permanecieron fijos en cada caracol. El señor Knoppert los observó atentamente. La cocinera también.

—¿Ha visto alguna vez algo así? —preguntó el señor Knoppert.

—No. Deben estar peleándose —dijo la cocinera con indiferencia y se marchó.

Eso era una muestra de la ignorancia sobre los caracoles que más tarde descubriría por todas partes.

El señor Knoppert continuó observando a la pareja de caracoles de vez en cuando durante más de una hora, hasta que primero las orejas, luego las varillas, se retiraron, y los caracoles relajaron sus posturas y dejaron de prestarse atención. Pero para entonces, otra pareja de caracoles había comenzado a coquetear y se preparaban lentamente para besarse. El señor Knoppert le dijo a la cocinera que no servirían caracoles esa noche. Se llevó el cuenco a su estudio.

Nunca más se sirvieron caracoles en casa de los Knoppert.

Esa noche, buscó en sus enciclopedias y algunos libros de ciencias generales que tenía, pero no encontró absolutamente nada sobre los hábitos reproductivos de los caracoles, aunque el aburrido ciclo reproductivo de la ostra se describía con detalle. Quizás no había sido un apareamiento lo que había visto después de todo, decidió el señor Knoppert después de uno o dos días.

Su esposa, Edna, le dijo que se comiera los caracoles o se deshiciera de ellos —fue en ese momento cuando pisó un caracol que se había arrastrado hasta el suelo—, y el señor Knoppert podría haberlo hecho de no haber encontrado una frase en El origen de las especies de Darwin, en una página dedicada a los gasterópodos. La frase estaba en francés, un idioma que el señor Knoppert desconocía, pero la palabra «sensualité» lo tensó como un sabueso que de repente ha encontrado el rastro. Estaba en la biblioteca pública en ese momento, y laboriosamente tradujo la frase con la ayuda de un diccionario francés-inglés. Era una afirmación de menos de cien palabras, que decía que los caracoles manifestaban una sensualidad en su apareamiento que no se encontraba en ningún otro lugar del reino animal. Eso era todo. Era de los cuadernos de Henri Fabre. Obviamente, Darwin había decidido no traducirla para el lector promedio, sino dejarla en su idioma original para los pocos eruditos a quienes realmente les interesaba. El señor Knoppert se consideraba ahora uno de los pocos eruditos, y su rostro redondo y rosado irradiaba autoestima.

Había aprendido que sus caracoles eran de agua dulce y ponían sus huevos en arena o tierra, así que puso tierra húmeda y un pequeño plato con agua en un barreño grande y metió allí a los caracoles. Luego esperó a que algo sucediera. Ni siquiera hubo otro apareamiento. Recogió los caracoles uno por uno y los observó, sin ver nada que indicara un embarazo. Pero no pudo levantar un caracol. La concha podría haber estado pegada a la tierra. El señor Knoppert sospechó que el caracol había enterrado la cabeza para morir. Pasaron dos días más, y en la mañana del tercero, el señor Knoppert encontró un trozo de tierra desmenuzada donde había estado el caracol.

Curioso, examinó las migajas con la punta de una cerilla y, para su deleite, descubrió un hoyo lleno de huevos nuevos y brillantes. ¡Huevos de caracol! No se había equivocado. El señor Knoppert llamó a su esposa y a la cocinera para que los vieran. Los huevos se parecían mucho al caviar grande, solo que eran blancos en lugar de negros o rojos.

—Bueno, naturalmente tienen que reproducirse de alguna manera —comentó su esposa.

El señor Knoppert no podía entender su falta de interés. Tenía que ir a mirar los huevos cada hora que estaba en casa. Los miraba cada mañana para ver si había algún cambio, y los huevos eran su último pensamiento cada noche antes de acostarse.

Además, otro caracol estaba cavando un hoyo. ¡Y otra pareja de caracoles se estaba apareando! La primera tanda de huevos se volvió grisácea, y se distinguieron minúsculas espirales de conchas en un lado de cada huevo. La anticipación del señor Knoppert aumentó. Por fin llegó una mañana —la decimoctava después de la puesta, según el cuidadoso recuento del señor Knoppert— en la que miró hacia abajo en el hoyo de los huevos y vio la primera cabecita en movimiento, las primeras antenas rechonchas explorando el nido con incertidumbre.

El señor Knoppert estaba tan feliz como el padre de un recién nacido.

Cada uno de los setenta o más huevos del hoyo cobró vida milagrosamente. Había visto cómo todo el ciclo reproductivo había evolucionado hasta su feliz conclusión. Y el hecho de que nadie, al menos nadie que él conociera, comprendiera una fracción de lo que él sabía, le daba a su conocimiento la emoción del descubrimiento, el toque picante de lo esotérico. El señor Knoppert tomaba notas sobre los sucesivos apareamientos y eclosiones de los huevos. Narró la biología de los caracoles a amigos e invitados fascinados, y más a menudo escandalizados, hasta que su esposa se retorció de vergüenza.

—¿Adónde va a parar esto, Peter? ¡Si siguen reproduciéndose a este ritmo, se apoderarán de la casa! —le dijo su esposa después de que quince o veinte hoyos hubieran eclosionado.

—No hay forma de detener la naturaleza —respondió con buen humor—. Solo se han apoderado del estudio. Hay mucho espacio allí.

Así que se instalaron cada vez más tanques y cuencos de vidrio. El señor Knoppert fue al mercado y eligió varios de los caracoles de aspecto más vivaz, y también una pareja que encontró apareándose, sin que nadie más los observara.

Aparecieron cada vez más hoyos de huevos en el suelo de tierra de los tanques, y de cada hoyo salieron finalmente de setenta a noventa caracoles bebés, transparentes como gotas de rocío, deslizándose hacia arriba en lugar de hacia abajo por las tiras de lechuga fresca que el señor Knoppert se apresuró a darles. Los apareamientos eran tan frecuentes que ya no se molestaba en observarlos. Un apareamiento podía durar veinticuatro horas. Pero la emoción de ver cómo el caviar blanco se convertía en conchas y comenzaba a moverse nunca disminuyó, por mucho que lo presenciara.

Sus colegas de la oficina notaron un nuevo entusiasmo por la vida en Peter Knoppert. Se volvió más audaz en sus movimientos, más brillante en sus cálculos, incluso un poco perverso en sus planes, pero trajo dinero para su empresa. Por unanimidad, su salario base se elevó de cuarenta a sesenta mil dólares anuales. Cuando alguien lo felicitaba por sus logros, el señor Knoppert atribuía todo el mérito a sus caracoles y al beneficioso relax que obtenía observándolos.

Pasaba todas las tardes con sus caracoles en la habitación que ya no era un estudio, sino una especie de terrario. Le encantaba cubrir los recipientes con lechuga fresca y trozos de patata y remolacha hervidas, y luego encender el sistema de riego que había instalado para simular la lluvia natural. Entonces todos los caracoles se animaban y comenzaban a comer, aparearse o simplemente a deslizarse por las aguas poco profundas con evidente placer. El señor Knoppert solía dejar que un caracol se subiera a su dedo índice (creía que a sus caracoles les gustaba ese contacto humano) y le daba de comer un trozo de lechuga con la mano, observaba al caracol desde todos los lados y encontraba tanta satisfacción estética como cualquier otro hombre al contemplar una estampa japonesa.

Para entonces, el señor Knoppert no permitía que nadie entrara en su estudio. Demasiados caracoles tenían la costumbre de arrastrarse por el suelo, de dormirse pegados a las patas de las sillas y a las tapas de los libros de las estanterías. Los caracoles pasaban gran parte del tiempo durmiendo, sobre todo los más viejos. Pero había menos indolentes que preferían hacer el amor. El señor Knoppert calculó que unas doce parejas de caracoles debían de estar besándose constantemente. Y, sin duda, había una multitud de caracoles bebés y adolescentes. Era imposible contarlos. Pero el señor Knoppert sí contó a los que dormían y se arrastraban por el techo, y llegó a una cifra de entre mil y mil doscientos. Los terrarios, los cuencos, la parte inferior de su escritorio y las estanterías seguramente debían de contener cincuenta veces esa cifra. Tenía la intención de raspar los caracoles del techo. Algunos llevaban semanas allí arriba, y temía que no se alimentaran lo suficiente. Pero últimamente había estado demasiado ocupado y necesitaba con urgencia la tranquilidad que le proporcionaba sentarse en su sillón favorito del estudio.

Durante el mes de junio estuvo tan ocupado que a menudo trabajaba hasta altas horas de la noche en su oficina. Los informes se acumulaban al final del ejercicio. Hizo cálculos, detectó media docena de posibilidades de ganancia y reservó las decisiones más audaces y menos obvias para sus operaciones privadas. Para estas fechas, el año que viene, pensó, sería tres o cuatro veces más rico que ahora. Veía que su cuenta bancaria se multiplicaba con la misma facilidad y rapidez que sus caracoles. Se lo contó a su esposa, y ella se alegró muchísimo. Incluso le perdonó el destrozo del estudio y el olor rancio y a pescado que se extendía por todo el piso de arriba.

—Aun así, me gustaría que echaras un vistazo, Peter, a ver si pasa algo —le dijo con cierta ansiedad una mañana—. Puede que se haya volcado un tanque o algo así, y no quiero que se estropee la alfombra. Hace casi una semana que no vas al estudio, ¿verdad?

El señor Knoppert llevaba casi dos semanas sin ir. No le dijo a su esposa que la alfombra ya casi había desaparecido.

—Subo esta noche —dijo.

Pero pasaron tres días más antes de que encontrara tiempo.

Entró una noche, justo antes de acostarse, y se sorprendió al encontrar el suelo cubierto de caracoles, con tres o cuatro capas. Le costó cerrar la puerta sin aplastar ninguno. Los densos grupos en las esquinas hacían que la habitación pareciera redonda, como si estuviera dentro de una enorme piedra de conglomerado. El señor Knoppert hizo crujir los nudillos y miró a su alrededor con asombro. No solo habían cubierto todas las superficies, sino que miles de caracoles colgaban de la lámpara de araña en una masa grotesca.

El señor Knoppert buscó el respaldo de una silla para estabilizarse. Solo sintió un montón de conchas bajo la mano. Esbozó una leve sonrisa: había caracoles en el asiento, apilados unos sobre otros, como un cojín abultado. Tenía que hacer algo con el techo, y de inmediato. Tomó un paraguas de la esquina, apartó algunos caracoles y despejó un espacio en su escritorio para ponerse de pie. La punta del paraguas arrancó el papel tapiz, y luego el peso de los caracoles desprendió una larga tira que colgaba casi hasta el suelo.

El señor Knoppert se sintió repentinamente frustrado y enojado. Los aspersores los harían moverse.

Tiró de la palanca.

Los aspersores se activaron en todos los terrarios, y la actividad frenética de toda la habitación aumentó al instante. El señor Knoppert deslizó los pies por el suelo, entre conchas de caracol que rodaban y hacían un ruido como el de guijarros en la playa, y dirigió un par de aspersores hacia el techo. Fue un error, lo comprendió al instante. El papel reblandecido empezó a rasgarse, y esquivó una masa que caía lentamente, solo para ser golpeado por una guirnalda de caracoles que se balanceaban; en realidad, recibió un golpe bastante fuerte en la cabeza. Cayó de rodillas, aturdido.

Debería abrir una ventana, pensó; el aire era sofocante. Y había caracoles arrastrándose por sus zapatos y subiendo por las perneras de sus pantalones.

Sacudió los pies con irritación.

Fue hasta la puerta, con la intención de llamar a uno de los sirvientes para que lo ayudara, cuando la lámpara de araña le cayó encima. El señor Knoppert se dejó caer pesadamente en el suelo. Ahora veía que no podría abrir una ventana, porque los caracoles estaban pegados, gruesos y profundos, sobre los alféizares.

Por un momento sintió que no podía levantarse, que se asfixiaba. No era solo el olor a humedad de la habitación, sino que, dondequiera que mirara, largas tiras de papel tapiz cubiertas de caracoles le impedían la visión como si estuviera en una prisión.

—¡Edna! —gritó, asombrado por el sonido apagado e ineficaz de su voz.

La habitación podría haber estado insonorizada.

Se arrastró hasta la puerta, sin prestar atención al mar de caracoles que aplastaba con las manos y las rodillas. No podía abrirla. Había tantos caracoles, cruzando y volviendo a cruzar la rendija por los cuatro lados, que incluso resistían su fuerza.

—¡Edna!

Un caracol se le metió en la boca. Lo escupió con asco.

El señor Knoppert intentó quitárselos de los brazos. Pero por cada cien que desprendía, cuatrocientos parecían deslizarse sobre él y volver a adherirse, como si lo buscaran deliberadamente por ser la única superficie relativamente libre en la habitación.

Había caracoles arrastrándose sobre sus ojos.

Entonces, justo cuando se tambaleaba al ponerse de pie, algo más lo golpeó; el señor Knoppert ni siquiera pudo ver qué era. ¡Se estaba desmayando! En cualquier caso, estaba en el suelo. Sentía los brazos como pesos de plomo mientras intentaba alcanzar sus fosas nasales, sus ojos, para liberarlos de los cuerpos de caracoles asesinos que lo sellaban.

—¡Ayuda!

Se tragó un caracol.

Ahogándose, abrió la boca buscando aire y sintió un caracol deslizarse por sus labios hasta su lengua. ¡Estaba en el infierno!

Podía sentirlos deslizándose sobre sus piernas como un río pegajoso, clavándolas al suelo.

—¡Uf!

La respiración del señor Knoppert se convirtió en jadeos débiles. Su visión se volvió negra, una oscuridad horrible y ondulante. No podía respirar en absoluto porque no podía alcanzar sus fosas nasales, no podía mover las manos. Entonces, por la rendija de un ojo, vio directamente frente a él, a solo unos centímetros, lo que había sido, él sabía, la planta de caucho que estaba en su maceta cerca de la puerta. Un par de caracoles hacían el amor tranquilamente en ella. Y justo a su lado, diminutos caracoles, puros como gotas de rocío, emergían de un pozo como un ejército infinito hacia su mundo cada vez más amplio.

Patricia Highsmith (1921-1995)


(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Patricia Highsmith.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Patricia Highsmith: El observador de caracoles (The Snail-Watcher), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Mimic»: Donald A. Wollheim; relato y análisis.


«Mimic»: Donald A. Wollheim; relato y análisis.




Mimic (Mimic) es un relato de terror del escritor norteamericano Donald A. Wollheim (1914-1990), publicado originalmente en la edición de diciembre de 1942 de la revista Astonishing Stories, y desde entonces reeditado en numerosas antologías. El cuento fue adaptado al cine por Guillermo del Toro en 1997.

Mimic, uno de los mejores cuentos de Donald A. Wollheim, relata la historia del sujeto extraño en el barrio, alguien silencioso, reservado, que nunca tiene problemas con nadie pero que nadie llega a conocer realmente, alguien que, en realidad, es algo.

SPOILERS.

Mimic de Donald A. Wollheim consigue vislumbrar todo un mundo escondido con una narración notablemente sucinta y eficaz. La premisa de la historia es simple: algunos insectos han evolucionado para sobrevivir a través del camuflaje, como aquellas mariposas que imitan a las hojas y los escarabajos que imitan a las hormigas, llegando a pasar completamente desapercibidos. Pero, ¿qué tal si los insectos desarrollaran una forma de imitar a la criatura en la cima de la cadena alimentaria de nuestro planeta: los seres humanos?


[«Pero en medio de las hormigas guerreras también viajan muchas otras criaturas, criaturas que no son hormigas en absoluto, y que las hormigas guerreras matarían si las descubrieran. Pero no saben de ellas porque estas otras criaturas están disfrazadas. Algunas son escarabajos que parecen hormigas. Tienen marcas falsas como tórax de hormigas y corren imitando la velocidad de las hormigas. ¡Incluso hay uno que es tan largo que parece tres hormigas en una sola fila! Se mueve tan rápido que las hormigas reales nunca le dan una segunda mirada.»]


En Mimic, Donald A. Wollheim utiliza un número reducido de elementos. Al principio, el narrador describe brevemente a un hombre que vive en su misma calle, y que conoce desde su infancia. Es un tipo reservado, que viste una amplia capa negra, y que parece tener una particular aversión por las mujeres. De hecho, nadie lo ha visto hablar con una. El narrador crece y lo olvida. Cursa sus estudios y consigue trabajo como asistente del curador de un museo en el área de entomología. Allí aprende todo sobre cómo ciertos insectos utilizan el camuflaje para esconderse, mimetizarse, y pasar desapercibidos en un contexto que sería sumamente hostil si fuesen descubiertos [ver: Relatos de terror de insectos]

El narrador tiene muchas ganas de hablar sobre las hormigas guerreras, esos feroces depredadores que viajan «en enormes columnas de cientos de miles». Son temibles e implacables, nos dice el narrador, pero también hay otras cosas viajando en esas columnas, disfrazadas, apoyándose en el mimetismo para aprovechar la protección que supone la fuerza superior de las hormigas. En este punto, es imposible para el lector no advertir que hay una conexión entre el interés del narrador por los insectos y su descripción del hombre de negro, «siempre vestido con una capa larga y negra que le llegaba hasta los tobillos, […] y un sombrero de ala ancha que le cubría la cara». Como un escarabajo, se podría pensar. También puede ser, como sugiere el narrador, que sea pura casualidad que el hombre de negro haya estado en la calle cuando la historia comienza a desarrollarse, mientras el conserje de la pensión sale corriendo pidiendo ayuda [ver: La biología de los Monstruos]

El caso es que aún queda mucho por descubrir para la ciencia, y dado que el camuflaje y la imitación parecen ser recursos eficaces para estos insectos, es lícito preguntarse si el ser humano, el máximo depredador sobre la faz de la tierra, acaso no tiene sus propios imitadores viviendo junto a él. Desde luego, una vez que el narrador expresa esta pregunta filosófica, vuelve a encontrarse casualmente con el hombre de la capa negra. En cierto momento, lo sigue hasta su habitación en la pensión, donde el hombre siempre se ha comportado como un inquilino intachable, irrumpe en ella y lo encuentra tirado en el suelo, muerto.


[«Durante varios instantes no vimos nada malo y luego, gradualmente, horriblemente, nos dimos cuenta de algunas cosas que estaban mal.»]


Cuando el narrador inspecciona el rostro y la ropa del hombre de negro descubre no es humano:


[«Lo que pensábamos que era un abrigo era una enorme funda de ala negra, como la que tiene un escarabajo. Tenía un tórax como un insecto, solo que la vaina del ala lo cubría y no podías notarlo cuando usaba la capa. El cuerpo sobresalía por debajo, reduciéndose a las dos patas traseras largas y delgadas. Sus brazos salían por debajo de la parte superior del abrigo. Tenía un pequeño par de brazos secundarios, cruzados con fuerza sobre su pecho. Había un agujero redondo y afilado recién perforado en su pecho, justo encima de estos brazos, todavía rezumando un líquido acuoso.»]


Este hombre-escarabajo de Donald A. Wollheim es una mezcla particularmente inquietante de Gregor Samsa, el hombre-cucaracha de Kafka, y Wilbur Whateley, aquel personaje de El horror de Dunwich (The Dunwich Horror) de Lovecraft, con órganos y apéndices alienígenas bajo una fachada semihumana [ver: La Biblia de Yog-Sothoth: análisis de «El horror de Dunwich»]. Sin embargo, a diferencia de Samsa, el hombre de negro no se ha transformado en un ser grotesco a partir de un ser humano normal: es un insecto, un escarabajo que imita a los seres humanos para sobrevivir el tiempo suficiente para poner sus huevos. Al parecer, en este punto de la historia el hombre de la capa negra ha llegado al fin de su ciclo de vida.

Mimic nos reserva algunos horrores más. Cuando el narrador abre una curiosa caja de metal que también estaba en la habitación, un enjambre de diminutos escarabajos escapa volando por la ventana:


[«Debe haber habido docenas de ellos. Tenían unas dos o tres pulgadas de largo y volaban sobre anchas alas diáfanas de escarabajo. Parecían hombrecitos, extrañamente aterradores mientras volaban, vestidos con sus trajes negros, con sus rostros inexpresivos y sus ojos azules llorosos. Volaron con alas transparentes que salían de debajo de sus negros abrigos de escarabajo.»]


«Es un hecho curioso de la naturaleza que aquello que está a simple vista suele ser lo que mejor está escondido», reflexiona el narrador de Mimic. C. Auguste Dupin estaría de acuerdo, como lo demuestra La carta robada (The Purloined Letter) de Edgar Allan Poe, donde el ladrón esconde la carta robada en el lugar más obvio, el portacartas, en cierto modo, camuflándola como una simple carta más. Mimic de Donald A. Wollheim parte de una premisa similar. Porque el hombre de negro es, en efecto, un insecto enorme que ha aprendido a coexistir con los humanos imitando su apariencia y, hasta cierto punto, su comportamiento. Pero, incluso después de descubrir la verdad, el hombre de negro no es lo que parece. De hecho, es una hembra. En este punto, Donald A. Wollheim trata de explicar que la aversión del hombre de negro por las mujeres era simplemente un recurso evolutivo. El narrador especula que la criatura tenía miedo de las mujeres porque ellas observan más cuidadosamente que los hombres, sobre todo a los hombres, y que por esa razón era más probable que su camuflaje sea detectado por una hembra. En cualquier caso, no es un elemento particularmente feliz.

Mimic podría haber sido un relato mediocre si todo hubiese terminado aquí, pero hay más. En el cadáver del hombre de negro hay un «agujero redondo y afilado, recién perforado en su pecho, justo por encima de los brazos, que todavía rezumaba un líquido acuoso.» El narrador no explica qué ha ocurrido, y nos invita a buscar en los eventos al final de la historia una pista sobre la identidad del asesino [ver: Vermifobia: gusanos y otros anélidos freudianos en la ficción]

Cuando la horrorosa cría del hombre de negro sale volando, ya liberada de su confinamiento en la caja de metal, el narrador mira por la ventana para seguir su vuelo y ve algo más acechando en un techo cercano, camuflado. Su observación transforma la escena urbana en un paisaje digno del horror cósmico de H.P. Lovecraft. De un plumazo, la ciudad, la antítesis de la naturaleza, se convierte en un lugar salvaje:


[«Chimeneas, paredes y tendederos vacíos formaban el escenario sobre el que pasaba la diminuta masa de horror. Y luego vi una chimenea, a menos de diez metros de distancia en el siguiente techo. Era achaparrada, de ladrillo rojo, y tenía dos extremos de tubos negros al ras de la parte superior. La vi vibrar de repente, de forma extraña. Su superficie de ladrillo rojo parecía despegarse, y las aberturas de las tuberías negras se volvieron repentinamente blancas. Vi dos grandes ojos mirando al cielo. Una gran cosa con alas planas se desprendió silenciosamente de la superficie de la chimenea real y salió disparada tras la nube de cosas voladoras. Observé hasta que todas se perdieron en el cielo.»]


Al contrario de lo que sucede con Lovecraft, no me atrevería a ser definitivo con el racismo subyacente en Mimic de Donald A. Wollheim, pero tampoco podemos eludir esa interpretación. Después de todo, el relato está ambientado en Nueva York, la puerta de entrada a los Estados Unidos donde los inmigrantes llegaban con la esperanza de pasar la inspección en Ellis Island y establecerse para empezar una nueva vida. En este contexto, el comentario del narrador: «la evolución creará un ser para cualquier nicho que se pueda encontrar, por improbable que sea», nos obliga a preguntarnos qué es lo que realmente está pasando aquí, porque el punto es que el hombre-escarabajo nunca ha encajado, nunca se ha mimetizado exitosamente. Podemos recordar que, cuando el narrador era niño, se burlaba de él por su miedo a las mujeres. De hecho, más que un imitador exitoso, perfectamente diseñado por la evolución, parece un extranjero que sencillamente trata de adaptarse, alguien que no pertenece del todo, alguien que despierta cierta inquietud pero que es lo suficientemente inteligente como para soportar las burlas de los demás y no despertar demasiada incomodidad [ver: Atrapado en el cuerpo equivocado]

Es tentador especular sobre lo que está pasando en Mimic en términos de racismo no muy bien solapado, porque, vamos, el hombre de negro parece un ser humano, pero cuando miras más de cerca...

Al flaco de Providence le hubiese gustado [ver: «La Sombra sobre Innsmouth»: del odio racial a la empatía]




Mimic.
Mimic, Donald A. Wollheim (1914-1990)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Hace menos de doscientos años desde el descubrimiento del último continente. Las ciencias de la química y la física se remontan apenas a un siglo. La ciencia de la aviación se remonta a cuarenta años. La ciencia de la atómica está naciendo. Y, sin embargo, creemos que sabemos mucho. En realidad, sabemos poco o nada.

Algunas de las cosas más sorprendentes son desconocidas para nosotros. Cuando se descubren, pueden impactarnos hasta los huesos. Buscamos secretos en las lejanas Islas del Pacífico y entre los campos del gélido Norte mientras bajo nuestras propias narices, codeándose cada día con nosotros, puede andar lo desconocido. Es un hecho curioso de la naturaleza que aquello que está a simple vista suele ser lo que mejor está escondido.

Siempre he sabido del hombre de la capa negra. Desde que era niño ha vivido en mi calle, y sus excentricidades son tan familiares que no se mencionan excepto entre los visitantes ocasionales. Aquí, en el corazón de la ciudad más grande del mundo, en la bulliciosa Nueva York, lo excéntrico y lo extraño pueden florecer sin obstáculos.

Cuando éramos niños, nos divertíamos mucho burlándonos del hombre de negro cuando mostraba su miedo a las mujeres. Vigilábamos, a nuestra manera malévola e infantil, esos momentos; tratábamos de hacer que mostrara ira. Pero nos ignoró por completo, y pronto no le prestamos más atención, al igual que nuestros padres. Lo veíamos sólo dos veces al día. Una vez temprano en la mañana, cuando su figura de seis pies salía del sucio y oscuro pasillo de la vivienda al final de la calle, y cuando regresaba por la noche. Iba siempre vestido con una larga capa negra que le llegaba a los tobillos y llevaba un sombrero negro de ala ancha que le cubría la cara.

Era un espectáculo de una extraña historia de viejas tierras, pero lo cierto es que nunca dañó a nadie. Tampoco prestaba atención a nadie; excepto, quizás, a las mujeres. Cuando una mujer se cruzaba en su camino, se detenía en seco. Podíamos ver que cerraba los ojos hasta que ella pasaba de largo. Entonces abría de golpe esos grandes y acuosos ojos azules y seguía caminando como si nada hubiera pasado.

Nunca se supo que hablara con una mujer.

Compraba algunos comestibles, tal vez una vez a la semana, en lo de Antonio, pero solo cuando no había otros clientes. Antonio dijo una vez que nunca hablaba, solo señalaba las cosas que quería y las pagaba con billetes que sacaba de un bolsillo debajo de su capa. A Antonio no le caía bien, pero nunca tuvo ningún problema con él.

Ahora que lo pienso, nadie nunca tuvo ningún problema con él.

Nos acostumbramos a él. Crecimos en la calle; lo veíamos de vez en cuando llegaba a casa y volvía al pasillo oscuro del departamento donde vivía.

Nunca tuvo visitas, nunca habló con nadie.

Una vez, recuerdo, construyó algo de metal en su habitación. Había arrastrado unas largas láminas planas de metal, de estaño o hierro, y durante varios días se oyeron muchos martillazos y golpes en su habitación. Pero pronto todo eso se detuvo y nadie pensó demasiado en el asunto.

No sé dónde trabajaba y nunca lo supe. Tenía dinero, porque tenía fama de pagar el alquiler con regularidad cuando el conserje se lo pedía.

Bueno, gente así habita en las grandes ciudades y nadie conoce la historia de sus vidas hasta que se acaban. O hasta que algo extraño sucede.

Crecí, fui a la universidad, estudié.

Finalmente conseguí un trabajo como asistente del curador de un museo. Pasé mis días montando escarabajos y clasificando exhibiciones de animales disecados y plantas preservadas, y cientos y cientos de insectos de todas partes.

La naturaleza es una cosa extraña, aprendí. Eso lo aprendes muy rápido cuando trabajas en un museo, te das cuenta de cómo la naturaleza utiliza el arte del camuflaje. Hay insectos ramita que se ven exactamente como una hoja o una rama de un árbol. Exactamente.

La naturaleza es extraña y perfecta de esa manera. Hay una polilla en América Central que parece una avispa. Incluso tiene un aguijón falso hecho de pelo, que retuerce y riza como el aguijón de una avispa. Tiene los mismos colores y, aunque su cuerpo es suave y no blindado como el de una avispa, tiene un color que parece brillante y blindado. Incluso vuela de día cuando lo hacen las avispas, y no de noche como las demás polillas. Se mueve como una avispa. De algún modo sabe que no tiene miel y que sólo puede sobrevivir fingiendo ser tan letal para otros insectos como lo son las avispas.

Aprendí sobre las hormigas guerreras y sus extraños imitadores.

Las hormigas armadas viajan en enormes columnas de miles y cientos de miles. Se mueven a lo largo de una corriente que fluye de varios metros de ancho y acarician todo lo que encuentran en su camino. Todo en la selva les tiene miedo. Avispas, serpientes, otras hormigas, pájaros, lagartijas, escarabajos, incluso los hombres huyen o son devorados.

Pero en medio de las hormigas guerreras también viajan muchas otras criaturas, criaturas que no son hormigas en absoluto, y que las hormigas guerreras matarían si las descubrieran. Pero no saben de ellas porque estas otras criaturas están disfrazadas. Algunas son escarabajos que parecen hormigas. Tienen marcas falsas como tórax de hormigas y corren imitando la velocidad de las hormigas. ¡Incluso hay uno que es tan largo que parece tres hormigas en una sola fila! Se mueve tan rápido que las hormigas reales nunca le dan una segunda mirada.

Hay orugas débiles que parecen escarabajos acorazados. Hay todo tipo de cosas que parecen animales peligroso, porque estos no tienen enemigos. Las hormigas guerreras y las avispas, los tiburones, el halcón y los felinos. Así que hay una gran cantidad de cosas débiles que intentan esconderse entre ellos, para imitarlos.

Y el hombre es el mayor asesino, el mayor cazador de todos. Todo el mundo de la naturaleza conoce al hombre como el amo irresistible. El rugido de su arma, la astucia de su trampa, la fuerza y agilidad de su brazo colocan todo lo demás debajo de él.

¿Debe entonces el hombre ser tratado por la naturaleza de manera diferente a los otros animales dominantes, como las hormigas guerreras y las avispas?

Fue, como suele ser el caso, pura suerte que me encontrara en la calle a la hora del amanecer cuando el conserje salió corriendo de la vivienda de mi calle pidiendo ayuda a gritos. Había estado trabajando toda la noche montando nuevas exhibiciones.

El policía de ronda y yo fuimos los únicos que molestaron al conserje al ver la cosa que encontramos en las dos sucias habitaciones ocupadas por el extraño de la capa negra.

El conserje explicó, mientras el oficial y yo subíamos corriendo las estrechas y desvencijadas escaleras, que lo había despertado el sonido de fuertes golpes y gritos estridentes. Había salido al pasillo a escuchar.

Cuando llegamos, el lugar estaba en silencio. Una luz tenue brillaba debajo de la puerta. El policía llamó, no hubo respuesta. Puso su oído en la puerta y yo también.

Oímos un ligero susurro, un susurro lento y continuo como el de un papel que sopla la brisa.

El policía llamó de nuevo, pero tampoco no hubo respuesta.

Entonces, juntos, arrojamos nuestro peso a la puerta. Dos fuertes golpes y la vieja cerradura podrida cedió. Irrumpimos.

La habitación estaba sucia, el piso estaba cubierto de pedazos de papel roto, detritus y basura. La habitación no estaba amueblada, lo que me pareció extraño.

En una esquina había una caja de metal, de unos cuatro pies cuadrados. Una caja hermética, unida con tornillos. Tenía una tapa, que se abría en la parte superior (estaba hacia abajo) y se sujetaba con una especie de sello de cera.

El extraño de la capa negra yacía en el suelo, muerto.

Todavía llevaba la capa. El gran sombrero holgado estaba tirado en el suelo a cierta distancia. Del interior de la caja procedía un leve crujido.

Le dimos la vuelta al extraño, le quitamos la capa. Durante varios instantes no vimos nada malo y luego, gradualmente —horriblemente— nos dimos cuenta de algunas cosas que estaban mal.

Su cabello era castaño, corto y rizado. Se erizó en su longitud de una pulgada de largo. Sus ojos estaban abiertos y mirando. Lo primero que noté fue que no tenía cejas, sólo una curiosa línea oscura en la carne sobre cada ojo.

Fue entonces cuando me di cuenta de que no tenía nariz. Pero nadie lo había notado antes. Su piel estaba extrañamente moteada. Donde debería haber estado la nariz, había sombras oscuras que parecían una nariz. Como el trabajo de un artista hábil en una pintura.

Su boca era como debería ser y estaba ligeramente abierta, pero no tenía dientes. Su cabeza estaba encajada sobre un cuello delgado.

El traje era... bueno, no era un traje. Era parte de él. Era su cuerpo.

Lo que pensábamos que era un abrigo era una enorme funda de ala negra, como la que tiene un escarabajo. Tenía un tórax como un insecto, solo que la vaina del ala lo cubría y no podías notarlo cuando usaba la capa. El cuerpo sobresalía por debajo, reduciéndose a las dos patas traseras largas y delgadas. Sus brazos salían por debajo de la parte superior del abrigo. Tenía un pequeño par de brazos secundarios, cruzados con fuerza sobre su pecho. Había un agujero redondo y afilado recién perforado en su pecho, justo encima de estos brazos, todavía rezumando un líquido acuoso.

El conserje huyó balbuceando. El oficial estaba pálido pero cumpliendo con su deber. Lo escuché murmurar por lo bajo un torrente interminable de Avemarías, una y otra vez.

El tórax inferior, el «abdomen», era muy largo y parecido a un insecto. Ahora estaba arrugado como los restos del fuselaje de un avión. Recordé el aspecto de una avispa hembra que acababa de poner huevos, su tórax había tenido esa apariencia vacía.

La vista fue un shock. La mente lo rechaza, y es sólo en el último momento que uno puede sentir el tenue estremecimiento del horror.

El susurro aún procedía de la caja. Le hice señas al policía de cara blanca, nos acercamos y nos paramos frente a ella. Tomó su bastón y tiró el sello de cera. Luego tiramos y abrimos la tapa.

Una ola de vapor nocivo nos asaltó. Retrocedimos tambaleándonos cuando de repente una corriente de cosas voladoras salió disparada del enorme contenedor de hierro. La ventana estaba abierta y volaron directamente hacia el primer resplandor del amanecer.

Debe haber habido docenas de ellos. Tenían unas dos o tres pulgadas de largo y volaban sobre anchas alas diáfanas de escarabajo. Parecían hombrecitos, extrañamente aterradores mientras volaban, vestidos con sus trajes negros, con sus rostros inexpresivos y sus ojos azules llorosos. Volaron con alas transparentes que salían de debajo de sus negros abrigos de escarabajo.

Corrí hacia la ventana, fascinado, casi hipnotizado. El horror no había llegado a mi mente de inmediato. Después tuve espasmos de terror al pensar en todo eso y tratar de unir las piezas. Todo el asunto fue tan completamente inesperado…

Sabíamos de las hormigas guerreras y sus imitadores, pero nunca se nos ocurrió que nosotros también éramos una especie de hormigas guerreras. Sabíamos de los insectos palo y nunca se nos ocurrió que pudiera haber otros que se disfrazan para engañar, no a otros animales, sino al mismo animal supremo, el hombre.

Luego encontramos algunos huesos en el fondo de esa caja de hierro, pero no pudimos identificarlos. Quizás no nos esforzamos mucho. Podrían haber sido humanos.

Supongo que el extraño de la capa negra no temía tanto a las mujeres como desconfiaba de ellas. Las mujeres notan a los hombres, quizás, más que otros hombres. Las mujeres podrían sospechar antes de la inhumanidad, del engaño. Y entonces, tal vez, podría haber habido alguna reacción instintiva. El extraño estaba disfrazado de hombre, pero su sexo seguramente era femenino. Las cosas en la caja eran sus crías.

Pero es la otra cosa que vi, cuando corrí hacia la ventana, lo que más me ha sacudido. El policía no lo vio. Nadie más lo vio excepto yo, y yo solo por un instante.

La naturaleza practica engaños en todos los ángulos. La evolución creará un ser para cualquier nicho que se pueda encontrar, por improbable que sea.

Cuando me acerqué a la ventana, vi la pequeña nube de cosas voladoras que se elevaban hacia el cielo y navegaban hacia la distancia púrpura. Estaba amaneciendo y los primeros rayos del sol caían sobre los techos de las casas.

Conmocionado, desvié la mirada de esa habitación de vecindad del cuarto piso sobre los techos de los edificios más bajos. Chimeneas, paredes y tendederos vacíos formaban el escenario sobre el que pasaba la diminuta masa de horror.

Y luego vi una chimenea, a menos de diez metros de distancia en el siguiente techo. Era achaparrada, de ladrillo rojo, y tenía dos extremos de tubos negros al ras de la parte superior. La vi vibrar de repente, de forma extraña. Su superficie de ladrillo rojo parecía despegarse, y las aberturas de las tuberías negras se volvieron repentinamente blancas.

Vi dos grandes ojos mirando al cielo.

Una gran cosa con alas planas se desprendió silenciosamente de la superficie de la chimenea real y salió disparada tras la nube de cosas voladoras.

Observé hasta que todas se perdieron en el cielo.

Donald A. Wollheim (1914-1990)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Donald A. Wollheim.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Donald A. Wollheim: Mimic (Mimic), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El gusano»: David H. Keller; relato y análisis


«El gusano»: David H. Keller; relato y análisis.




El gusano (The Worm) es un relato de terror del escritor norteamericano David H. Keller (1880-1966), publicado originalmente en la edición de marzo de 1929 de la revista Amazing Stories, y luego reeditado por August Derleth en la antología de: Extraños puertos de escala (Strange Ports of Call).

El gusano, uno de los mejores cuentos de David H. Keller, relata la historia de un hombre solitario que vive en un molino, completamente aislado de la sociedad, quien empieza a experimentar una serie de sucesos extraños —vibraciones en el suelo, temblores—, que finalmente terminan siendo el preludio de la aparición de una criatura subterránea que viene royendo las entrañas del mundo desde tiempos inmemoriales (ver: Vermifobia: gusanos y otros anélidos freudianos en la ficción)

SPOILERS.

A medida que los temblores se intensifican en el molino de John Staples, un gusano descomunal emerge de las profundidades devorándolo todo a su paso. El protagonista, un hombre extremadamente racional, deduce que las vibraciones del molino, el cual comenzó a funcionar hace unos doscientos años, atrajo la atención del Gusano, quien habría tardado dos siglos devorando tierra y roca hasta llegar a la superficie.

El gusano de David H. Keller pertenece a una larga y venerable tradición de anélidos gigantes en la ficción. Tal vez el ejemplo más brillante sea Negotium Perambulans (Negotium Perambulans, 1922) de E.F. Benson, donde un grupo de aldeanos sacrílegos son desangrados por un enorme gusano nocturno. También podemos pensar en La guarida del gusano blanco (The Lair of the White Worm, 1911) de Bram Stoker, e incluso en las Criaturas sin Nombre de J.R.R. Tolkien en El Señor de los Anillos como otros ejemplos notables (ver: Criaturas sin Nombre: ¿la Tierra Media y los Mitos de Cthulhu pertenecen al mismo universo?)

Si bien David H. Keller habla de un gusano de proporciones colosales, su descripción de la criatura dista bastante de representar con exactitud las características típicas de estos seres. Tal vez el autor juegue aquí con la etimología de la palabra Worm, «gusano», la cual se origina en el Inglés Antiguo Wyrm, el cual estaba relacionado con los dragones, básicamente serpientes gigantes y sin alas. En la Edad Media la zoología era una ciencia notablemente imprecisa, de manera tal que la palabra Wyrm tenía una amplia variedad de aplicaciones: parásitos, larvas, gusanos, orugas, ciempiés... y dragones. Por otro lado, El gusano de David H. Keller describe a una criatura con ojos y dientes. ¿Estamos entonces ante un dragón? No necesariamente.

La ficción tiende a representar a las criaturas más simples con una forma más evolucionada, otorgándoles ojos y dientes, entre otros atributos que no poseen naturalmente. Esto reduce la simpleza del gusano y lo hace más amenazante como depredador. Al carecer de columna vertebral, mandíbula, o por tal caso de sentido visual, un verdadero gusano tiene una constitución mucho más primitiva que una serpiente. Sin embargo, esto no significa que un gusano sea menos aterradador. De hecho, los ojos y los dientes del gusano en el relato de David H. Keller no le aportan demasiado a la historia; y hasta son un poco inconsistentes con el argumento. Después de todo, esta criatura viene royendo las raíces del mundo desde hace siglos; y los ojos, más que una herramienta, serían una desventaja evolutiva en condiciones subterráneas.

Es curioso que este detalle haya pasado desapercibido por un autor sagaz como David H. Keller. Biológicamente hablando, un gusano es un tubo digestivo móvil envuelto en una piel viscosa y segmentada. No necesita ojos, ni beber, por tal caso. El camino de su vida es el que él mismo se abre a través de su alimento: estiercol, tierra, hongos y materia en descomposición. En esto es similar al gusano de David H. Keller, sin embargo, hay otra diferencia sustancial. El gusano del relato se abre paso hacia la superficie creyendo que las vibraciones del molino son señales de una hembra. Los gusanos reales, por su lado, son hermafroditas, lo cual permite una forma de reproducción más eficiente aunque también más aburrida.

El gusano de David H. Keller combina los atributos físicos del dragón medieval con una versión enorme de la lombriz de tierra, aunque parece preferir una dieta más variada, incluida la roca sólida, el concreto, la madera y la maquinaria grande. A pesar de la descripción naturalista del monstruo, El gusano es un relato simbólico, pero no necesariamente en un sentido psicoanalítico —recordemos que David H. Keller era psiquiatra—. Si este anélido gigantesco es o no un símbolo fálico, no podemos saberlo con certeza, pero el autor nos deja algunas pistas. El protagonista, John Staples, pasa sus noches leyendo a Rabelais, y durante un peligroso encuentro con el monstruo le grita a una mujer ausente —una tal Eleonora—, que puede ser una novia o esposa perdida hace mucho tiempo. En cualquier caso, y a riesgo de quedar atrapado en el resbaladizo charco freudiano, el Gusano de David H. Keller no está penetrando en la tierra, sino emergiendo de sus profundidades, como un viejo recuerdo, o un remordimiento (ver: Lo Subterráneo en la ficción)

El escenario de El gusano enfatiza el aislamiento, la soledad y la existencia sencilla del protagonista, quien vive entre los restos del antiguo molino de sus antepasados, evitando toda compañía humana, y acaso esperando la muerte. En todo caso, parece más un hombre que ha elegido la reclusión como forma de castigo autoinflingido. El autor describe cuidadosamente la disposición física del lugar, que consiste en un gran sótano lleno de maquinaria de molienda —literalmente la base de la riqueza de la familia—, encima del cual hay dos niveles más que sirven como viviendas. No sería ilógico que David H. Keller esté describiendo aquí los distintos compartimientos de la psique del protagonista (ver: El Horror siempre viene desde el Sótano)

El monstruo emerge gradualmente, destripando lentamente la casa de Staples, nivel por nivel. Consume todo a su paso, tan implacable como una enfermedad terminal, pero John Staples se niega obstinadamente a irse. Cerca del final, se da cuenta de que el sonido que hace el gusano es muy similar al que hace el molino cuando está en funcionamiento. De este modo llega a la conclusión de que la criatura ha sido atraída hacia la superficie. El ruido producido por la insignificante tecnología humana ha convocado inadvertidamente a una criatura antigua en busca de pareja.

Este aspecto en particular de El gusano de David H. Keller posiblemente haya inspirado el relato de Ray Bradbury: El cuerno de niebla (The Fog Horn, 1953), donde dos hombres se encuentran al cuidado de un faro durante la noche cuando una misteriosa criatura emerge del mar, atraída sensualmente por el sonido de las sirenas de niebla, o foghorns, utilizadas por los faros para alertar a las embarcaciones de la proximidad de un banco de niebla.




El gusano.
The Worm, David H. Keller (1880-1966)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


El molinero le dio unas palmaditas en la cabeza a su perro mientras susurraba:

—Nos quedaremos aquí. Nuestros padres, tus antepasados y los míos, han estado aquí durante casi doscientos años, y sería extraño irse ahora por miedo.

El molino estaba en pie, una sólida estructura de piedra en un aislado valle de Vermont. Años atrás, todos los días habían sido ajetreados para el molino y el molinero, pero ahora solo la rueda estaba ocupada. No había molienda para el molino y nadie vivía en el valle. Las moras y el avellano crecían donde antes los pastos eran verdes. La mano del tiempo había pasado sobre las granjas y las únicas personas que quedaban dormían en el cementerio.

Una familia de ardillas anidaba en el púlpito, mientras que en las lápidas silenciosos caracoles dejaban sus crípticos mensajes en franjas plateadas. El Valle de Thompson estaba siendo devuelto a la naturaleza. Sólo quedaba el viejo molinero solterón, John Staples. Era demasiado orgulloso y terco para hacer otra cosa.

El molino era su hogar, incluso cuando había servido a toda su familia como hogar durante los últimos doscientos años. El primer Staples lo había construido para quedarse y seguía siendo tan resistente como el día en que se terminó. Había un sótano para la maquinaria, el primer piso era el lugar de molienda y almacenamiento y los dos pisos superiores servían como casa. El edificio era cálido en invierno y fresco en verano. En el pasado, había albergado una docena de Staples a la vez; ahora proporcionaba un hogar para John Staples y su perro.

Allí vivió con sus libros y sus recuerdos. No tenía amigos y no deseaba socios. Una vez al año iba al pueblo más cercano y compraba suministros de todo tipo, pagándolos en oro. Se suponía que era rico. Los rumores le atribuían el mérito de ser un avaro. Se ocupaba de sus propios asuntos y le pedía al mundo que hiciera lo mismo. En una noche de invierno se rió silenciosamente de Burton y Rabelais, mientras su perro perseguía conejos en su sueño acalorado sobre la chimenea.

El invierno de 1935 comenzaba a amenazar el valle, pero con abundancia de comida y madera en el molino, el recluso esperaba con ansias un cómodo período de desuso. No importaba lo frío que fuera el clima, estaba cálido y contento. Con la habilidad inherente de su familia, pudo convertir la energía del agua en electricidad. Cuando la rueda se congeló, utilizó la electricidad almacenada en sus baterías. Todos los días se movía entre la maquinaria que tenía el orgullo de mantener en perfecto orden.

Fue el día de Navidad de ese invierno cuando escuchó por primera vez el ruido. Bajando al sótano para comprobar que todo anduviese bien después del amargo frío de la noche anterior, su atención fue atraída, incluso mientras descendía los escalones de piedra, por un peculiar chirrido que parecía provenir del suelo. Sus antepasados, que construían para la permanencia, no solo habían puesto cimientos sólidos, sino que habían pavimentado todo el sótano con losas de un metro de ancho y tantas pulgadas de espesor. Entre estos se había acumulado y endurecido el polvo de dos siglos.

Una vez que sus pies estuvieron en este pavimento, Staples descubrió que no solo podía escuchar el ruido, sino que también podía sentir las vibraciones que lo acompañaban a través de las losas. Incluso a través de sus pesadas botas de cuero podía sentir las pulsaciones rítmicas.

Se quitó los guantes, se agachó y puso la punta de los dedos sobre la piedra. Para su sorpresa, hacía calor a pesar de que la noche anterior la temperatura había estado por debajo de cero. La vibración era más clara en la punta de sus dedos que en sus pies. Desconcertado, se arrojó sobre la losa y acercó la oreja a la cálida superficie.

El sonido que ahora oía le hizo pensar en el triturado de las piedras del molino cuando era niño. No se había molido harina de maíz allí durante cincuenta años, sin embargo, se oía el sonido de la piedra raspando lenta y regularmente. No pudo entenderlo. De hecho, pasó algún tiempo antes de que intentara explicarlo. Con el hábito nacido de años de pensamiento solitario, primero recopiló todos los datos disponibles sobre este ruido. Sabía que durante las largas tardes de invierno tendría tiempo suficiente para pensar.

En su sala de estar aseguró un bastón de fresno y regresó al sótano. Sosteniendo ligeramente el mango, colocó el otro extremo en cien puntos diferentes del suelo, y cada vez lo sostuvo el tiempo suficiente para determinar la presencia o ausencia de vibración. Para su sorpresa, descubrió que, si bien variaba en fuerza, estaba presente en todo el sótano con la excepción de las cuatro esquinas. La intensidad máxima estaba en el centro.

Esa noche se concentró en el problema que tenía ante sí. Su abuelo le había dicho que el molino estaba construido sobre roca sólida. Cuando era joven, había ayudado a limpiar un pozo cerca del molino y recordaba que, en lugar de ser excavado en grava o tierra, tenía la apariencia de haber sido perforado en granito sólido. No era difícil creer que la tierra debajo del molino también era roca sólida. No había ninguna razón para pensar de otra manera. Evidentemente, algunos de estos estratos de piedra se habían aflojado. La explicación más simple era la más razonable: era simplemente un fenómeno geológico. Sin embargo, el comportamiento del perro no se explicaba tan fácilmente. Se había negado a ir con su amo al sótano, y ahora, en lugar de dormir cómodamente frente al fuego, estaba en una actitud de tensa expectativa. No ladró, ni siquiera gimió, sino que se arrastró silenciosamente hasta la silla de su amo, mirándolo con ansiedad.

A la mañana siguiente, el ruido fue más fuerte. Staples lo escuchó en su cama, y al principio pensó que algún aventurero había entrado en el bosque y estaba cortando un árbol. Así es como sonaba, solo que más suave y más largo en su ritmo: Buzzzzzz-Buzzzzzzzzz-Buzzzzzzzzz.

El perro, claramente infeliz, saltó sobre la cama y gateó inquieto para poder acariciar la mano del hombre.

A través de las cuatro patas de la cama, Staples podía sentir la misma vibración que le había llegado a través del mango de su bastón el día anterior. Eso le hizo pensar. La vibración era ahora lo suficientemente poderosa como para ser apreciada, no a través de un bastón, sino a través de las paredes del edificio. El ruido se podía escuchar tanto en el tercer piso como en el sótano.

Trató de imaginarse cómo era lo que causaba el ruido. La primera idea fue que parecía una sierra atravesando un roble; luego vino la idea de un enjambre de abejas, solo que estas eran abejas grandes y millones de ellas: pero finalmente todo lo que pudo pensar fue en el triturado de piedras en un molino, la piedra superior contra la inferior; y ahora el sonido era Grrrrrrrrr-Grrrrrrrrr en lugar de Bzzzzzzzzz o Hummmmmmm.

Esa mañana tardó más de lo habitual en afeitarse y fue más metódico al preparar el desayuno para él y su perro. Parecía como si supiera que en algún momento tendría que bajar al sótano, pero quería posponerlo tanto como pudiera. De hecho, finalmente se puso el abrigo, el sombrero de castor y las manoplas y caminó al aire libre antes de ir al sótano. Seguido por el perro, que parecía feliz por primera vez en horas, salió al suelo helado e hizo un círculo alrededor del edificio que llamaba su hogar. Sin saberlo, estaba tratando de alejarse del ruido, de ir a algún lugar donde pudiera caminar sin sentir ese peculiar hormigueo.

Finalmente entró en el molino y empezó a bajar los escalones del sótano. El perro vaciló en el escalón superior, bajó dos escalones y luego saltó al escalón superior, donde comenzó a gemir. Staples bajó con paso firme, pero el comportamiento del perro no contribuyó a su tranquilidad. El ruido era mucho más fuerte que el día anterior y no necesitaba un bastón para detectar la vibración; todo el edificio temblaba.

Se sentó en el tercer escalón desde abajo y pensó en el problema antes de aventurarse en el suelo. Estaba especialmente interesado en un barril vacío que bailaba en medio del piso.

El poder de la rueda de molino se transfería a través de una serie simple de ejes, engranajes y correas de cuero a los elementos de molienda en el primer piso. Toda esta maquinaria para transmitir energía estaba en el sótano. La molienda real se había realizado en el primer piso. El peso de toda esta maquinaria, así como de las pesadas muelas del primer piso, era soportado íntegramente por el piso del sótano. El techo del primer piso se construyó sobre largas vigas de pino que se extendían por todo el edificio y se hundían en las paredes de piedra a ambos lados.

Staples comenzó a caminar sobre las losas cuando observó algo que le hizo quedarse en los escalones. El piso comenzaba a hundirse en el medio; no mucho, pero lo suficiente para hacer que algunos de los ejes se separen del techo, que pareció hundirse. Vio que objetos ligeros como el barril vacío se estaban congregando en medio del sótano. No había mucha luz, pero pudo ver fácilmente que el piso ya no estaba nivelado; que se estaba volviendo en forma de platillo. El chirrido se hizo más fuerte. Los escalones eran de mampostería sólida, firmemente conectados con una parte de la pared. Estos compartieron la vibración general. Todo el edificio comenzó a vibrar como un violonchelo.

Un día había estado en la ciudad y escuchó la actuación de una orquesta. Le habían interesado los violines grandes, especialmente el que era tan grande que el músico tenía que mantenerse de pie para tocarlo. La sensación del escalón de piedra debajo de él le recordó las notas de este violín las pocas veces que lo había tocado solo.

Se sentó allí.

De repente se sobresaltó, dándose cuenta de que en unos minutos más estaría dormido. No estaba asustado, pero de alguna manera sabía que no debía dormir, no aquí. Silbando, subió corriendo los escalones para tomar su linterna eléctrica. Recién entonces volvió a los escalones. Ayudado por la luz, vio que habían aparecido varias grietas grandes en el piso y que algunas de las piedras, desprendidas de sus compañeras, se movían lentamente de una manera ebria y sin sentido.

Miró su reloj. Eran poco más de las nueve.

Y luego el ruido cesó.

¡No más ruido! ¡No más vibraciones! Solo un piso roto y toda la maquinaria del molino inutilizada y retorcida. En medio del suelo había un agujero por donde había caído una de las piedras. Staples fue con cuidado y arrojó la luz por este agujero. Luego se acostó y se colocó en una posición tal que pudiera mirar por el agujero. Empezó a sudar. ¡No parecía tener fondo!

De vuelta en los sólidos escalones, trató de darle a ese agujero su valor adecuado. No podía entenderlo, pero no necesitaba el lloriqueo del perro para decirle qué hacer. Esa puerta debía cerrarse lo antes posible.

Como un relámpago, se le ocurrió el método para hacerlo.

En el piso de arriba tenía cemento. Había cientos de sacos de grano. El agua abundaba en la carrera del molino.

Todo ese día trabajó, cerrando con cuidado el agujero con un gran tapón de bolsas y alambre. Luego colocó maderos encima y finalmente lo cubrió todo con cemento. Llegó la noche y todavía trabajaba. Llegó la mañana y seguía bajando por los escalones, cada vez con una bolsa de piedra triturada o cemento en el hombro o con dos baldes de agua en las manos. Al mediodía del día siguiente, el suelo ya no era cóncavo sino convexo. Encima del agujero había cuatro pies de madera, sacos y hormigón. Entonces, y sólo entonces, fue a prepararse un café. Lo bebió, taza tras taza, y se durmió.

El perro se quedó a sus pies.

Cuando el hombre despertó, el sol entraba a raudales por las ventanas. Era un nuevo día. Aunque el fuego se había extinguido hacía mucho tiempo, la habitación estaba caliente. Esos días en Vermont se llamaban criadores del tiempo. Staples escuchó. No había ningún sonido excepto el tic tac de su reloj. Sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, se arrodilló junto a la cama, agradeció a Dios por su misericordia, saltó a la cama de nuevo y durmió otras veinticuatro horas.

Esta vez despertó y escuchó. No había ruido. Estaba seguro de que para entonces el cemento se había endurecido. Esa mañana se quedó despierto y compartió una comida gigantesca con el perro. Entonces le pareció lo correcto ir al sótano. No cabía duda de que la maquinaria estaba destrozada, pero el agujero estaba cerrado. Satisfecho de que el problema estuviese terminado, tomó su pistola y su perro y se fue a cazar.

Cuando regresó, no tuvo que entrar al molino para saber que la molienda había comenzado nuevamente. Incluso antes de empezar a bajar los escalones reconoció demasiado bien la vibración y el sonido. Esta vez era una melodía de notas, una armonía de discordias, y se dio cuenta de que la cosa que antes había atravesado roca sólida ahora se abría paso a través de un cemento en el que había sacos, maderos y piezas de hierro. Cada una de ellas daba un tono diferente, como lamentándose por su disolución.

Staples vio, incluso a primera vista, que no pasaría mucho tiempo antes de que su «corcho» de cemento fuera destruido. ¿Qué había que hacer a continuación? Todo ese día, mientras cazaba, su mente había estado trabajando vagamente en el problema. Ahora tenía la respuesta. No podía tapar el agujero, por lo que lo llenaría con agua. Las paredes del molino eran sólidas, pero podía hacer un agujero a través de ellas y convertir la carrera del molino en el sótano. La carrera, alimentada por el río, tomaría solo una parte de lo que podría tomar, si su nivel se bajara rápidamente. Fuera lo que fuese lo que se estaba derrumbando en el suelo del molino, podría ahogarse. Si estuviera vivo, podría morir. Si fuera fuego, se podría apagar. No tenía sentido esperar hasta que el agujero se abriera de nuevo. El mejor plan era tenerlo todo listo.

Regresó a la cocina y preparó huevos con jamón. Comió todo lo que pudo. Hirvió una taza de café. Luego empezó a trabajar. El muro llegaba a un metro por debajo de la superficie. Una carga de pólvora, lo bastante pesada como para atravesarla, destrozaría todo el edificio, así que empezó a picotear la pared, como un pájaro picoteando una nuez. Primero un período de perforación y luego un poco de pólvora y una explosión amortiguada. Algunos cubos de piedra suelta. Luego más perforaciones y otra explosión. Por fin supo que sólo había unos centímetros de roca entre el agua y el sótano.

Todo este tiempo había habido una sinfonía de ruidos, una falta de armonía de sonidos. El constante chirrido venía del suelo, interrumpido por el sonido de un trineo o una palanca, una explosión sorda de pólvora y un choque de rocas, fragmentos en el suelo. Staples trabajó sin parar salvo para beber su café. El perro se paró en los escalones superiores.

Luego, sin previo aviso, todo el piso se derrumbó. Staples saltó a los escalones. Estos aguantaron. El primer día había un agujero de unos pocos pies de ancho. Ahora la abertura ocupaba casi toda el área del piso. Staples, con náuseas, miró hacia abajo. Allí, a unos seis metros por debajo de él, una masa de rocas y maderas se agitaba de una manera peculiar, pero todo desaparecía gradualmente en un segundo agujero, de cuatro metros y medio de ancho.

La abertura que había estado rompiendo en la pared estaba directamente enfrente de los escalones. Allí había una carga de pólvora, pero no había forma de cruzar para encender la mecha. No había tiempo que perder y tenía que pensar rápido. Corriendo hacia el piso de arriba, recogió su rifle y fue al pie de los escalones. Pudo lanzar el rayo de su luz de búsqueda directamente al agujero en la pared. Luego disparó, una vez, dos veces y la tercera vez la explosión le dijo que había tenido éxito.

El agua empezó a correr hacia el sótano. No rápido al principio, pero más a medida que se despejaba el lodo y las malas hierbas. Finalmente, una corriente de veinte centímetros fluyó de manera constante hacia el agujero sin fondo. Staples se sentó en los escalones inferiores. Pronto tuvo la satisfacción de ver cómo el agua llenaba el agujero más grande y luego cubría el piso, lo que quedaba de él. En otra hora tuvo que dejar los escalones inferiores. Salió a la carrera del molino y vio que todavía había suficiente agua para llenar cien de esos agujeros. Una profunda satisfacción llenó su mente cansada.

Y nuevamente, después de comer, buscó dormir.

Cuando se despertó, escuchó la lluvia golpeando furiosamente las ventana. El perro estaba en la alfombra tejida al lado de la cama. Seguía inquieto y parecía complacido de que su amo estuviera despierto. Staples se vistió más abrigado de lo habitual y pasó media hora extra haciendo panqueques para comer con miel. Las salchichas y el café ayudaron a calmar su hambre.

Luego, con botas de goma y un chubasquero pesado, salió al valle. Lo primero que notó fue la carrera del molino. Estaba prácticamente vacía. El pequeño chorro de agua en el fondo se vertía en el agujero que había hecho en la pared de piedra horas antes. La carrera había contenido dos metros y medio de agua. Ahora apenas quedaban quince centímetros, y el hombre sintió el temor de que el agujero en el sótano no solo estaba vaciando la carrera, sino que también estaba drenando el pequeño río que durante miles de años había atravesado el valle. Nunca se había secado.

Se apresuró a llegar a la presa y sus peores temores se hicieron realidad. En lugar de un río, había simplemente una franja de barro con tortas de hielo sucio, todo bañado por el torrente de lluvia. Con alivio pensó en esta lluvia. Millones de toneladas de nieve se derretirían y llenarían el río. Al final, el agujero se llenaría y el agua volvería a subir en la carrera del molino.

Pero aún estaba inquieto. ¿Y si el agujero no tuviera fondo?

Cuando miró hacia el sótano, se sintió un poco tranquilo. El agua seguía bajando, aunque lentamente. Estaba subiendo en el sótano y esto significaba que ahora entraba más rápido de lo que bajaba.

Dejando su abrigo y botas en el primer piso, subió corriendo los escalones de piedra hasta el segundo piso, encendió un fuego en la sala de estar y comenzó a fumar, y a pensar.

La maquinaria del molino estaba en ruinas. Por supuesto que se podía arreglar, pero como ya no era necesario, lo mejor era dejarla. Tenía oro guardado por sus antepasados. No sabía cuánto, pero podía vivir de ello. La idea del oro se quedó en su mente y el resultado final fue que volvió a ponerse las botas y el abrigo y llevó todo el tesoro a una pequeña cueva seca en el bosque a media milla del molino. Luego regresó y comenzó a cocinar su cena. Pasó tres veces más allá de la puerta del sótano sin mirar hacia abajo.

Justo cuando él y el perro habían terminado de comer, escuchó un ruido. Esta vez era diferente, más como una sierra atravesando madera, pero el ritmo era el mismo: Hrrrrrr, Hrrrrrr. Echó a andar hacia el sótano pero esta vez tomó su rifle, y mientras el perro lo perseguía, aulló lúgubremente con el rabo entre las piernas, tiritando.

Tan pronto como Staples llegó al primer piso, sintió la vibración. No solo podía sentirla, también podía verla. Parecía que el centro del suelo estaba siendo empujado hacia arriba. Linterna en mano, abrió la puerta del sótano. Ahora no había agua, de hecho, ¡no quedaba ningún sótano! Frente a él había una pared negra en la que la luz jugaba en ondas singulares. Era una pared y se movía. La tocó con la punta de su rifle. Era dura y, sin embargo, cedía.

Al sentir la roca, pudo sentir que se movía. ¿Estaba viva? ¿Podría haber una roca viva? No podía ver a su alrededor, pero sintió que la mayor parte de la cosa llenaba el sótano y estaba presionando contra el techo. La cosa había destruido y llenado el sótano. ¡Se había tragado el río! Ahora estaba en el primer piso. Si esto continuaba, el molino estaba condenado a desaparecer. Staples sabía que era algo vivo y tenía que detenerlo.

Estaba agradecido de que todos los escalones del molino fueran de piedra, sujetos y empotrados en la pared. A pesar de que el suelo se cayó, todavía podía ir a las habitaciones superiores. Se dio cuenta de que a partir de ahora la pelea debía librarse desde los pisos superiores. Subió los escalones y vio que se había hecho un pequeño agujero en el suelo de roble. Incluso mientras miraba, este se hizo más grande. Tratando de mantener la calma, dándose cuenta de que solo así podría preservar su cordura, se sentó en una silla y midió el ritmo de la ampliación. No había necesidad de usar un reloj: el agujero se hizo más grande, y más y más grande, y ahora comenzó a ver el agujero oscuro que había succionado el río hasta secarlo. Ahora tenía tres pies de diámetro, ahora cuatro pies, ahora seis.

No solo molía, sino que comía.

Staples se echó a reír. Quería ver qué haría cuando los grandes molinos de piedra se deslizaran silenciosamente hacia esas fauces. Eso sería un espectáculo raro. La cosa quizás podía tragar algunas piedras, pero cuando se tratara de un molinillo de veinte toneladas, sería un tipo diferente de bocado.

—¡Espero que te ahogues! —gritó—: ¡Maldito seas! ¡Espero que te ahogues!

Las paredes hicieron retroceder el eco de sus gritos y lo callaron. Luego, el suelo empezó a inclinarse y la silla a deslizarse hacia la abertura. Staples saltó hacia los escalones.

—¡Aún no! —chilló—. ¡Hoy no, Elenora! ¡Algún otro día, pero no hoy!

Y luego, desde la seguridad de los escalones, fue testigo de la destrucción final de ese piso y todo lo que había en él. Las piedras se deslizaron, los tabiques, las vigas, y luego, como satisfecho con el trabajo y la comida, la Cosa cayó, bajó, bajó y dejó a Staples mareado en los escalones mirando hacia un agujero oscuro, profundo, fríamente sin fondo, rodeado por las paredes del molino, y debajo de ellas un agujero circular excavado en la roca sólida. A un lado, una pequeña corriente de agua atravesó la pared arruinada y cayó, como una pequeña cascada.

Staples no pudo oírlo salpicar en la parte inferior.

Con náuseas, subió los escalones hasta el segundo piso, donde lo esperaba el perro. Yacía en el suelo, sudando y temblando de muda miseria. Le tomó horas cambiar de un animal asustado a uno medianamente recompuesto, pero finalmente logró incluso esto. Cocinó algo más de comida, se calentó y durmió.

Y mientras soñaba, el perro se mantuvo desvelado a sus pies.

Se despertó a la mañana siguiente. Seguía lloviendo y Staples sabía que la nieve se estaba derritiendo en las colinas y pronto convertiría el pequeño río del valle en un torrente. Se preguntó si todo era un sueño, pero una mirada al perro le mostró la realidad de la última semana.

Volvió al segundo piso y preparó el desayuno. Después de haber comido, bajó lentamente los escalones. Es decir, empezó a irse, pero se detuvo al ver el agujero. Los escalones se habían mantenido y terminaban en una amplia plataforma de piedra. Desde allí, otro tramo de escalones descendía hasta lo que había sido el sótano. Estos dos tramos pegados a las paredes tenían el sólido molino de piedra en un lado, pero en el interior se enfrentaban a un abismo de contorno circular y aparentemente sin fondo; pero el hombre sabía que había un fondo, que de ese pozo había venido la Cosa, y que volvería a hacerlo.

¡Ese fue el horror! Estaba seguro de que volvería. A menos que pudiera detenerlo. ¿Pero cómo? ¿Podría destruir una cosa capaz de perforar un agujero de diez metros a través de roca sólida, tragarse un río y digerir piedras de moler como si fueran caramelos?

De una cosa estaba seguro: no podía lograr nada sin saber más al respecto. Y, para saber más, tenía que mirar. Decidió hacer un agujero en el suelo. Entonces podría ver a la Cosa cuando apareciera. Se maldijo a sí mismo por su confianza, pero estaba seguro de que aparecería.

Lo hizo. Estaba en el suelo mirando por el agujero que había cortado a través de la tabla y lo vio venir, pero primero lo oyó. Era un sonido lleno de deslizamientos, furiosos golpes de roca contra roca, ¡pero no! Eso no podía ser, porque esta Cosa estaba viva. ¿Podría ser esto piedra y moverse y moler y comer y beber? Luego lo vio entrar al sótano y finalmente al nivel del primer piso, y luego vio su cabeza y su rostro.

El rostro miró al hombre y Staples se alegró de que el agujero en el suelo fuera tan pequeño como era. Había una boca central que ocupaba la mitad del espacio. La boca tenía quince pies de diámetro y los lados eran de un gris ceniciento y temblaban. No tenía dientes.

Eso aumentó el horror: una boca sin dientes, sin ningún medio visible de masticación y, sin embargo, Staples se estremeció al pensar en lo que había entrado en esa boca, en lo profundo de los recovecos de esa boca.

El labio circular parecía hecho de escamas de acero.

A cada lado de esta boca gigantesca había un ojo, sin párpados, sin cejas, sin piedad. Se retiraron ligeramente hacia la cabeza para que la Cosa pudiera perforar la roca sin lastimarlos. Staples trató de calcular su tamaño: todo lo que pudo hacer fue evitar su mirada siniestra. Luego, mientras observaba cómo se cerraba la boca y la cabeza comenzaba un movimiento semicircular, tantos grados hacia la derecha, tantos grados hacia la izquierda y hacia arriba, y hacia arriba, finalmente la parte superior tocó la parte inferior de la tabla en la que estaba Staples y luego Hrrrrrr – Hrrrrrr.

Así comenzó la destrucción del segundo piso.

No podía ver ahora como había podido ver antes, pero tuvo la idea de que después de moler un rato la Cosa abrió la boca y se tragó los escombros. Miró alrededor de la habitación. Aquí era donde cocinaba y lavaba y aquí estaba su provisión de leña para el invierno.

Se le ocurrió una idea.

Trabajando frenéticamente, empujó el quemador central hacia el medio de la habitación, justo sobre el agujero que había hecho en el piso. Luego encendió un fuego en él, comenzando con un abundante suministro de carbón y aceite. Pronto tuvo la estufa al rojo vivo. Abriendo la puerta, volvió a llenar la estufa con roble y luego corrió hacia los escalones. Llegó justo a tiempo. El piso, cortado, desapareció en las fauces de la Cosa y con él la estufa al rojo vivo. Staples gritó en su regocijo:

—¡Una pastilla caliente para ti esta vez, un pastilla caliente!

Si su plan hizo algo fue aumentar el deseo de la Cosa de destruir, porque continuó hasta que hizo un agujero en este piso del mismo tamaño que los agujeros en los pisos debajo de él. Staples vio desaparecer su comida, sus muebles, las reliquias ancestrales en la misma abertura que había consumido la maquinaria y los suministros del molino.

En el piso superior el perro aulló.

El hombre subió lentamente al piso superior y se unió al perro, que había dejado de aullar y comenzaba a gemir inquieto. Había una estufa en este piso, pero no había comida. Eso no supuso ninguna diferencia para Staples: por alguna razón, ya no tenía hambre: no parecía haber ninguna diferencia, ya nada parecía importar ni hacer ninguna diferencia. Aún tenía su arma y más de cincuenta cartuchos, y sabía que, al final, incluso una cosa como esa reaccionaría a las balas en sus ojos; simplemente sabía que nada podría resistir eso.

Encendió la lámpara y se paseó por el suelo en un estado de ánimo frío y descuidado.

—Esta es mi casa. Ha sido el hogar de mi familia durante doscientos años. Ningún diablo, bestia o gusano puede obligarme a dejarlo.

Lo dijo una y otra vez. Sentía que si lo decía con suficiente frecuencia, lo creería, y si tan solo pudiera creerlo, podría hacer que el Gusano lo creyera.

Ahora sabía que era un gusano, al igual que los reptiles nocturnos que había usado tan a menudo como cebo, solo que mucho más grande. Sí, eso era todo. Un gusano parecido a un reptador nocturno, solo que mucho más grande, de hecho, mucho más grande. Eso le hizo reír, pensar cuánto más grande era este gusano que los que había usado para pescar.

Durante toda la noche caminó y murmuró:

—Esta es mi casa. ¡Ningún gusano puede obligarme a dejarla!

Varias veces bajó los escalones, solo unos pocos, y gritó el mensaje en el pozo como si quisiera que el Gusano escuchara y entendiera:

—¡Esta es mi casa! ¡NINGÚN GUSANO PUEDE HACER QUE LA DEJE!!

A la mañana, subió por la escalera que conducía a la trampilla del techo y la abrió. La lluvia golpeaba. Aun así, ese podría ser un lugar de refugio. Llorando, tomó su Burton y su Rabalais, los envolvió en su impermeable y los colocó en el techo, debajo de una caja. Tomó las fotos pequeñas de su padre y su madre y las puso con los libros. Luego, con amorosa bondad, cargó al perro y lo envolvió en una manta de lana. Se sentó y esperó, y mientras lo hacía, recitaba poesía, cualquier cosa que se le ocurriera, todo mezclado.

—Ven al jardín donde hay un hombre tan maravillosamente sabio, el Rey del Amor es mi Pastor.

Luego escuchó el deslizamiento y supo que el Gusano había vuelto.

Esperó hasta que el Hrrrrr-Hrrrrr le dijo que el piso de madera estaba siendo atacado y luego subió la escalera. Fue idea suya esperar hasta que la Cosa hiciera una gran abertura, lo suficientemente grande para que se pudieran ver los ojos y luego usar las cincuenta balas. Entonces, en el techo, al lado del perro, esperó.

No tuvo que esperar mucho. Primero apareció un pequeño agujero y luego se hizo más y más ancho hasta que finalmente todo el piso y los muebles habían caído en la boca, y toda la abertura, de treinta pies de ancho y más, se llenó con la cabeza, cuya boca cerrada llegó a unos pocos pies del techo. Con la ayuda de la luz de la trampilla. Staples podía ver el ojo del lado izquierdo. Hizo una hermosa diana, un magnífico objetivo para su rifle y estaba a solo unos metros de distancia. No podía fallar.

Decidido a aprovechar al máximo su última oportunidad para alejar a su enemigo, decidió dejarse caer sobre la criatura, caminar hacia el ojo y poner el extremo del rifle contra el ojo antes de disparar. Si el primer disparo funcionaba bien, podía retirarse al techo y usar los otros cartuchos. Sabía que existía algún peligro, pero era su última esperanza.

Después de todo, sabía que cuando se trataba de cerebros, él era un hombre y esta cosa era solo un Gusano.

Caminó sobre la cabeza, mientras tanto, el ojo seguía mirando hacia el techo. Si vio al hombre, no dio señales de verlo. Staples fingió apretar el gatillo y luego dio un salto corriendo hacia la trampilla. Fue fácil. Lo hizo una y otra vez. Luego se sentó en el borde de la puerta y pensó.

De repente vio lo que significaba todo. Doscientos años antes, sus antepasados habían comenzado a moler en el molino. Durante más de ciento cincuenta años, el molino había funcionado continuamente, a menudo de día y de noche. Las vibraciones se habían transmitido hacia abajo a través de la roca sólida. Cientos de pies por debajo, el Gusano los había escuchado y sentido, tal vez creyendo que era otro de su especie.

Había comenzado a perforar en la dirección del ruido. Le había llevado doscientos años hacerlo, pero había terminado la tarea, había encontrado el lugar donde debería estar su pareja. Durante doscientos años se había abierto paso lentamente a través de la roca primitiva. ¿Por qué debería preocuparse por un molino y las cosas que contiene?

Staples vio entonces que el molino no había sido más que un leve incidente en su vida.

Era probable que ni siquiera supiera que estaba allí; el agua, las piedras de molino, la estufa al rojo vivo no significaban nada; los habían tomado como parte del trabajo del día. Solo había una cosa en la que el Gusano estaba realmente interesado: una idea que había llegado a su conciencia y había permanecido allí durante dos siglos, y era encontrar a su pareja.

El ojo miró hacia arriba.

Staples, al final, perdió el valor y decidió disparar desde una posición sentada en la trampilla.

Apuntando con cuidado, apretó el gatillo.

Luego miró detenidamente para ver qué daño había causado. No hubo ninguno. O la bala había entrado en el ojo y la abertura se había cerrado o había rebotado.

Disparó una y otra vez.

Luego la boca se abrió, amplia, más ancha, hasta que no hubo nada debajo de Staples salvo un enorme vacío de oscuridad.

El Gusano eructó una nube de vapor negro y nauseabundo. El hombre, envuelto en la nube, perdió el conocimiento y cayó.

La boca se cerró sobre él.

En el techo, el perro aullaba.

David H. Keller (1880-1966)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de David H. Keller.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de David H. Keller: El gusano (The Worm), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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