Cómo terminar con la adicción al trabajo.


Cómo terminar con la adicción al trabajo.




Entró al bar con un aire de orgulloso abatimiento, como si el cansancio de una jornada de trabajo solo pudiese expresarse con gestos de extenuada suficiencia.

—¿Cómo anda, Masticardi? —preguntó el profesor Lugano, normalmente ajeno a la cortesía.

—Aquí me ve. Cansado.

—Ya veo. ¿Mucho trabajo?

—Afortunadamente, sí.

Masticardi se dedicaba al comercio clandestino de sebo y, en sus horas libres, a la ginecología. Bebió un sorbo de caña sin permitir que se aloje ociosamente en su paladar y se retiró del establecimento dando largas zancadas.

Durante varias horas debatimos sobre asuntos trascendentales, luego nos dividimos en varios grupos. El primero se inclinó por el billar, otros por el ajedrez y el truco; y el resto, entre los que estaba el profesor Lugano y yo, nos encaminamos a la barra para libar elegantemente bípedos y así formular ácidas observaciones sobre los transeúntes.

Como una lengua descomunal las escaleras del subterráneo vomitaban manadas de humanos a intervalos regulares.

Hombres trajeados se apresuraban a ganar un peldaño de ventaja, un centímetro, lo que se pueda, para no sentir siquiera por un instante que estaban inactivos. Las mujeres, en cambio, prescindían de esas corajeadas; aunque adelantaban valiosa información geoestratégica a través de sus teléfonos móviles.

—Me pregunto si no estaremos equivocados, profesor.

—No sé a qué se refiere puntualmente, pero suscribo: estamos equivocados.

—Me refiero al trabajo. ¿No le parece extraño que pasemos largas horas enfrascados en el ocio?

—Si tomamos como referencia a ese caballero de allí, capaz de atropellar a su abuela con tal de no perder su transporte, sí; posiblemente.

—El trabajo es importante, profesor.

—Desde luego. Si hay algo importante en esta vida es hacer cosas que detestamos para comprar objetos que otros nos imponen como imprescindibles.

—Sin ir más lejos, ayer seguí atentamente un debate televisivo donde...

—¡Ah, la televisión! La democracia en su estado más puro: accesible para todos, en cualquier momento, y regulado por lo que la gente quiere ver. El único problema, me temo, es lo que la gente quiere ver.

—... se hablaba de la importancia del trabajo intelectual.

—¡Por supuesto! ¿Qué haríamos sin los intelectuales?

—Supongo que tendríamos un mundo sin libros.

—Al contrario, los escritores rara vez son intelectuales. Le digo más, la función del intelectual es hablar sobre lo que han escrito otros.

—¿Me parece a mí u hoy está particularmente pesimista, profesor?

—Le parece a usted. Esta marea de transhumantes me vivifica, satura el aire con el perfume desgastado del trabajo, del sudor, de flatos en cubículos utilitarios, de las angustias, de los anhelos que nunca se cumplen, de los esfuerzos atroces por concluir la jornada laboral y luego sumirse en los abismos del entretenimiento de masas.

—Lo dicho. Hoy tiene un día de epicúreo pesimismo, profesor. Ahora lo dejo, debo ir al trabajo. Me toca reemplazar a un compañero pedicuro en la guardia.

El acólito se perdió en la masa de trabajadores.

—Otra caña —pidió el profesor.

El hombre de la barra, solícito, le dejó la botella.

—¿De qué trabajaba usted profesor Lugano? —preguntó alguien desde la mesa de billar.

—Jamás trabajé. Nadie que tenga memoria es capaz de trabajar.

—¿Memoria?

—Lo que oye. La mayoría trabaja para no recordar que no tiene absolutamente nada que hacer.




La filosofía del profesor Lugano. I Egosofía.


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