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«La calle Sarandí»: Silvina Ocampo; relato y análisis.


«La calle Sarandí»: Silvina Ocampo; relato y análisis.




«No tengo el recuerdo de otras tardes
más que de esas tardes de otoño
que han quedado presas tapándome las otras.»



La calle Sarandí (La calle Sarandí) es un relato de terror de la escritora argentina Silvina Ocampo (1903-1993), publicado en la antología de 1937: Viaje olvidado. Un año antes apareció una versión prácticamente idéntica en la revista Destiempo.

La calle Sarandí, uno de los mejores cuentos de Silvina Ocampo, narra en primera persona el recuerdo de un episodio infantil tan aberrante que la Narradora todavía se encuentra atrapada en él.

La Narradora cuenta que, cuando era niña, era interceptada en la calle por un hombre «que decía palabras pegajosas» y la perseguía «con una ramita de sauce». La situación recordada es ambigua, pero con un tinte inquietante. Era imposible eludir el encuentro con este hombre: «siempre estaba allí, como un escalón o como una reja» de las casas. Esos encuentros son pequeños fragmentos de una pesadilla más grande que la Narradora recupera de su infancia en esta historia. Más adelante ella habla de una «voz enmascarada», de «pasos inmóviles» que la toman del cuello y la llevan a la fuerza a una casucha «envuelta en humo y telarañas» en la que hay «cama de fierro».

Como en Cielo de claraboyas, Silvina Ocampo presenta a una víctima infantil, una chica amenazada por un varón, pero desde la perspectiva de una mujer adulta que recuerda fragmentariamente aquel trauma. ¿Qué ocurrió aquella tarde de otoño? Evidentemente, un abuso, luego transfigurado en el recuerdo en una escena pesadillesca. Como en todo suceso traumático, la nena intenta preservarse imaginariamente; en este caso, tapándose la cara con las manos, de modo que el recuerdo posterior [el cuento] no se enfoca en lo que realmente pasó, sino en lo que ella vió en la oscuridad del espacio cerrado de sus manos:


«Cierro las ventanas, aprieto mis ojos y veo azul, verde, rojo, amarillo, violeta, blanco, blanco. La espuma blanca, el azul. Así será la muerte cuando me arranque del cuartito de mis manos.»


La Narradora recuerda su encierro en el «cuartito oscuro de mis manos» [su cara tapada], que de algún modo amplifica el horror de la situación. Pero hay más, mucho más, en La calle Sarandí. En apenas dos páginas Silvina Ocampo urde un desenlace sorpresivo.

De repente, el hijo de su hermana mayor se transforma en el hijo que fue «casi» suyo. Duerme junto a ella cuando es un bebé, gatea a su alrededor, aprende a dar sus primeros pasos, y la progresión se descompone cuando la Narradora advierte que el niño ya es un hombre. «No me di cuenta, no me dí cuenta», repite ella, desconcertada. Ya no oye los balbuceos de un niño pequeño, sino una voz más grave que la Narradora asocia con el hombre de las «palabras pegajosas». ¿Acaso el muchacho es el fruto de aquel abuso? ¿Acaso su voz, al dejar de ser la de un niño, se asemeja repentinamente a la de su victimario?

Todos los escenarios son posibles. Como menciona Alejandra Pizarnik, la magia de los cuentos de Silvina Ocampo reside en que «dicen algo más, otra cosa», que no se menciona específicamente. En definitiva, La calle Sarandí cuenta algo que la Narradora no quiso ver, que no pudo ver, y que adquiere dimensiones fantasmagóricas en sus recuerdos:


«No quiero ver más nada. Este hijo que fue casi mío, tiene la voz desconocida que brota de una radio. Estoy encerrada en el cuartito obscuro de mis manos y por la ventana de mis dedos veo los zapatos de un hombre en el borde de la cama. Ese hijo fue casi mío, esa voz recitando un discurso político debe de ser, en la radio vecina, el hombre con la rama de sauce. Y esa cuna vacía, tejida de fierro...»


Retrocedamos un poco.

Los hechos tienen lugar en la calle Sarandí, Ciudad de Buenos Aires, donde a principios del siglo XX convivían personas de distintas clases sociales. Silvina Ocampo da cuenta de eso al mencionar «quintas», habitadas por la clase alta durante los fines de semana y las vacaciones; y casas más humildes ocupadas durante todo el año por los pobladores permanentes del barrio. La Narradora pertenece a este último grupo, habida cuenta que nunca se ha alejado de su casa. Además, en los primeros párrafos se establece su vínculo emocional con el lugar, su sentido de pertenencia. Es, en definitiva, una chica pobre.

Lo más interesante de La calle Sarandí es el punto de vista, la perspectiva desde la cual accedemos parcialmente al trauma de la Narradora. Evidentemente, la historia es narrada por una mujer adulta que revive lo ocurrido, pero a su mirada madura se superpone la de la chica que fue, la cual aflora en el recuerdo y toma control de la perspectiva.

De este modo, la Narradora [adulta] es incapaz de relatar los hechos en términos directos, debe recurrir a la perspectiva infantil. La nena, por supuesto, no posee las herramientas necesarias para poner sus temores en palabras. Simplemente intuye que el Hombre puede atacarla, incluso arrebatarle «algo» que es «misterioso» [su virginidad]. Las palabras que el Hombre le decía cuando ella pasaba cerca de él, camino al almacén, se recuerdan como «pegajosas». En términos psicoanalíticos podría decirse que esto evidencia que el trauma ha quedado fijado en la memoria de la Narradora como fluidos y secreciones desagradables.

Al final, la amenaza se corporiza en un símbolo fálico que habría provocado una ceja levantada en Sigmund Freud, un objeto vinculado con el dolor y la penetración: «un invisible cuchillo». Antes de eso, la mirada infantil era completamente ingenua, a tal punto que ella creía que la rama de sauce que el Hombre utilizaba para rozar las piernas de las chicas del barrio servía «para espantar mosquitos».

Estos miedos que la Narradora experimentaba cada vez que le ordenaban ir al almacén se consolidan. De repente, un día, se convierte en una presa:


«De una de las ventanas surgió una voz enmascarada por la distancia, persiguiéndome, no me di vuelta pero sentí que alguien me corría y que me agarraban del cuello dirigiendo mis pasos inmóviles adentro de una casa.»


Este episodio de una magnitud aberrante ha determinado que toda la vida de la Narradora quede atado a aquella tarde de otoño en la calle Sarandí:


«No tengo el recuerdo de otras tardes más que de esas tardes de otoño que han quedado presas tapándome las otras.»


El horror de esta experiencia traumática es amplificado por las circunstancias. De hecho, parece casi una consecuencia natural, no un suceso excepcional. El Hombre está ahí, forma parte de la geografía del barrio, y el encuentro cotidiano con él es ineludible. Contrariamente a lo que ocurre en los cuentos de hadas, como Caperucita Roja, la amenaza no se encuentra al salirse del camino y aventurarse en lo desconocido. El Lobo está en el camino, y salirse de él es la única opción para evitarlo [ver: ¡No salgas del camino! El Modelo «Caperucita Roja» en el Horror].


«Ese hombre formaba parte de las casas, estaba siempre allí como un escalón o como una reja. A veces yo doblaba por otro camino dando una vuelta larguísima por el borde del río, pero las crecientes me impedían muchas veces pasar, y el camino directo se volvía inevitable.»


Estas circunstancias favorecen una resignada aceptación de aquella iniciación violenta, así como las consecuencias que determinarán el devenir de su vida, entre otras, el ejercicio de una maternidad forzada. Según la Narradora, las mujeres de la casa se fueron [también sometidas, habida cuenta de sus «extrañas enfermedades» y sus cuerpos cubiertos de moretones], se llevaron todo «menos el hijo de mi hermana mayor». Ella se hace cargo del niño, no por simple obligación, sino por afecto:


«Era tierno y lo creí para siempre un recién nacido cuando me lo dieron... Me despertaba por las mañanas con una risa de globitos bañada de aguas muy claras y su llanto me bendecía las noches.»


Sin embargo, este mundo idílico en el que la Narradora se refugia, encarnado en la maternidad, eventualmente colapsa bajo la presión del trauma:


«El chico de mi hermana gateaba, aprendía a caminar e iba a la escuela. No me di cuenta de que su voz se había desbarrancado de una manera vertiginosa a los dieciséis años, como la voz de ese compañero de colegio que le ayudaba a hacer los deberes. No me di cuenta hasta el día en que pronunció un discurso ensayándose para una fiesta en el colegio; hasta entonces había creído que esa voz salía de la radio de al lado.»


La voz del niño, que hasta hace poco la despertaba «con una risa de globitos», empieza a cambiar. Se convierte en la voz de un hombre, que al principio ella ni siquiera imagina, creyendo que «salía de la radio» y no de los labios de su hijo. Esto activa el retorno de lo reprimido, el regreso del trauma infantil al plano de su conciencia,  e incluso le hace ver en su hijo/sobrino un potencial agresor.




La calle Sarandí.
La calle Sarandí, Silvina Ocampo (1903-1993)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


No tengo el recuerdo de otras tardes más que de esas tardes de otoño que han quedado presas tapándome las otras. Los jardines y las casas adquirían aspectos de mudanza, había invisibles baúles flotando en el aire y presencias de forros blancos empezaban ya a nacer sobre los muebles obscuros de los cuartos. Solamente las casas más modestas se salvaban de las despedidas invernales. Eran tardes frescas y los últimos rayos del sol amarillo, de este mismo rosado–amarillo, envolvían los árboles de la calle Sarandí, cuando yo era chica y me mandaban al almacén a comprar arroz, azúcar o sal.

El miedo de perder algo me cerraba las manos herméticamente sobre las hojas que arrancaba de los cercos; al cabo de un rato creía llevar un mensaje misterioso, una fortuna en esa hoja arrugada y con olor a pasto dentro del calor de mi mano. En la mitad del trayecto, de la casa donde vivíamos al almacén, un hombre se asomaba, siempre en mangas de camisa y decía palabras pegajosas, persiguiendo mis piernas desnudas con una ramita de sauce, de espantar mosquitos. Ese hombre formaba parte de las casas, estaba siempre allí como un escalón o como una reja. A veces yo doblaba por otro camino dando una vuelta larguísima por el borde del río, pero las crecientes me impedían muchas veces pasar, y el camino directo se volvía inevitable.

Mis hermanas eran seis, algunas se fueron casando, otras se fueron muriendo de extrañas enfermedades. Después de vivir varios meses en cama se levantaban como si fuera de un largo viaje entre bosques de espinas; volvían demacradas y cubiertas de moretones muy azules. Mi salud me llenaba de obligaciones hacia ellas y hacia la casa.

Los árboles de la calle Sarandí se cubrían de oleajes con el viento. El hombre asomado a la puerta de su casa escondía en el rostro torcido un invisible cuchillo que me hacía sonreírle de miedo y que me obligaba a pasar por la misma vereda de su casa con lentitud de pesadilla.

Una tarde más obscura y más entrada en invierno que las otras, el hombre ya no estaba en el camino. De una de las ventanas surgió una voz enmascarada por la distancia, persiguiéndome, no me di vuelta pero sentí que alguien me corría y que me agarraban del cuello dirigiendo mis pasos inmóviles adentro de una casa envuelta enhumo y en telarañas grises. Había una cama de fierro en medio del cuarto y un despertador que marcaba las cinco y media. El hombre estaba detrás de mí, la sombra que proyectaba se agrandaba sobre el piso, subía hasta el techo y terminaba en una cabeza chiquita envuelta en telarañas. No quise ver más nada y me encerré en el cuartito obscuro de mis dos manos, hasta que llamó el despertador.

Las horas habían pasado enpuntas de pie. Una respiración blanda de sueño invadía el silencio; en torno de la lámpara de kerosene caían lentas gotas de mariposas muertas cuando por las ventanas de mis dedos vi la quietud del cuarto y los anchos zapatos desabrochados sobre el borde de la cama. Me quedaba el horror de la calle para atravesar. Salí corriendo desanudando mis manos; volteé una silla trenzada del color del alba. Nadie me oyó.

Desde aquel día no volví a ver más a aquel hombre, la casa se transformó en una relojería con un vendedor que tenía un ojo de vidrio. Mis hermanas se fueron yendo o desapareciendo junto con mi madre. A fuerza de lavar el piso y la ropa, a fuerza de remendar las medias, el destino se apoderó de mi casa sin que yo me diera cuenta, llevándoselo todo, menos el hijo de mi hermana mayor. No quedaba nada de ellas, salvo algunas medias y camisones remendados y una fotografía de mi padre, rodeado de una familia enana y desconocida.

Ahora en este espejo roto reconozco todavía la forma de las trenzas que aprendí a hacerme de chica, gruesa arriba y finita abajo como los troncos de los palos borrachos. La cabeza de mi infancia fue siempre una cabeza blanca de viejita. Mi frente de ahora está cruzada por surcos, como un camino por donde han pasado muchas ruedas, tantas fueron las muecas que le hice al sol.

Reconozco esta frente nunca lisa, pero ya no conozco al chico de mi hermana, era tierno y lo creí para siempre un recién nacido cuando me lo dieron todo envuelto en una pañoleta de franela celeste porque era un varón. Me despertaba por las mañanas con una risa de globitos bañada de aguas muy claras y su llanto me bendecía las noches.

Pero la ropa que me entregaban algunas familias para lavar o para coser, las vainillas de los manteles, las costuras, invadían mis días mientras que el chico de mi hermana gateaba, aprendía a caminar e iba a la escuela. No me di cuenta de que su voz se había desbarrancado de una manera vertiginosa a los dieciséis años, como la voz de ese compañero de colegio que le ayudaba a hacer los deberes. No me di cuenta hasta el día en que pronunció un discurso ensayándose para una fiesta en el colegio; hasta entonces había creído que esa voz obscura salía de la radio de al lado.

Cuántas vainillas habré hecho, vainillas de manteles y vainillas de bizcochuelo (pues no puedo desperdiciar la oportunidad de cocinar algunos bizcochuelos o dulces para vender de vez en cuando), cuántos ruedos y dobladillos habré cosido, cuánta espuma blanca habré batido lavando la ropa y los pisos. No quiero ver más nada. Este hijo que fue casi mío, tiene la voz desconocida que brota de una radio. Estoy encerrada en el cuartito obscuro de mis manos y por la ventana de mis dedos veo los zapatos de un hombre en el borde de la cama. Ese hijo fue casi mío, esa voz recitando un discurso político debe de ser, en la radio vecina, el hombre con la rama de sauce de espantarmosquitos. Y esa cuna vacía, tejida de fierro...

Cierro las ventanas, aprieto mis ojos y veo azul, verde, rojo, amarillo, violeta, blanco, blanco. La espuma blanca, el azul. Así será la muerte cuando me arranque del cuartito de mis manos.


Silvina Ocampo (1903-1993)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Silvina Ocampo.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Silvina Ocampo: La calle Sarandí (La calle Sarandí), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Cielo de claraboyas»: Silvina Ocampo; relato y análisis.


«Cielo de claraboyas»: Silvina Ocampo; relato y análisis.




«Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos,
una cabeza donde florecían rulos de sangre atados con moños.»


Cielo de claraboyas es un relato de terror de la escritora argentina Silvina Ocampo (1903-1993), publicado en la antología de 1937: Viaje olvidado.

Cielo de claraboyas, uno de los grandes cuentos de Silvina Ocampo, relata la historia de una niña [tal vez de la burguesía de Buenos Aires], que observa e interpreta los hechos escalofriantes que suceden en el piso de arriba a través de una perspectiva que distorsiona y desenfoca: una claraboya. Desde abajo del techo vidriado la Narradora observa una breve secuencia de sucesos inquietantes que conducen al asesinato de una niña.

La Narradora dispone apenas de un cuadrado de interpretación [la claraboya] y los sonidos apagados que le llegan desde el departamento superior. Pies desnudos, faldas, zapatos, van articulando la relación de los individuos que viven arriba. A través de la semitransparencia de la claraboya somos testigos de tres pares de zapatos adultos que rodean dos piecitos calzados con zapatos infantiles. Se trata, quizás, de un matrimonio con una niña, pero a esa constelación se suma la figura de una mujer amenazante, calzada con botines negros:


«Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones que al desatarse provocan accesos mortales de rabia. La falda con alas de demonio volvió a revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de saltar; los pies corrían en rondas sin alcanzarse; la falda corría detrás de los piecitos desnudos, alargando los brazos con las garras abiertas, y un mechón de pelo quedó suspendido, prendido de las manos de la falda negra, y brotaban gritos de pelo tironeado.»


La mujer con botines negros es, quizás, la nueva institutriz, una figura terrorífica para la mirada infantil de 1937. Desde la perspectiva de la Narradora, Leonor [la institutriz] se ve como «una pollera disfrazada de tía», «con los pies embotinados de institutriz perversa» y «una voz de cejas fruncidas y de pelo de alambre». Sobre Celestina [probablemente de la misma edad que la Narradora] solo vemos sus «pies desnudos», su camisón, «saltando con un caramelo guardado en la boca». La niña se encuentra en un estado de vulnerabilidad. Es víctima de violencia. Su sangre se verá a través de la claraboya en un episodio abierto a la interpretación. No sabemos si sufrió un accidente o fue asesinada, pero la perpetradora es la mujer que debía cuidarla [ver: El cuerpo de la mujer en el Horror]

Cielo de claraboyas, narrado y protagonizado por dos niñas, está repleto de símbolos y personificaciones surrealistas: la reja del ascensor tiene «flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro negro», los cables parecen «grandes serpientes» capaces de hipnotizar, lo cual genera una atmósfera de cuento de hadas en su sentido original, donde la inocencia es acechada por la oscuridad, donde la infancia y la imaginación se enfrentan contra la cruda y prosaica edad adulta [ver: Por qué los cuentos de hadas no son para chicos]

Cielo de claraboyas sigue un patrón recurrente en los cuentos de Silvina Ocampo: la infancia, el despertar de la sexualidad, la amenaza de la Muerte personificada en un adulto. Estas historias se enfocan en personajes marginados para la época: niñas, mujeres, sirvientas, por lo que el escenario predominante es lo doméstico, un ámbito de relaciones tensas, a veces crueles, desiguales, violentas [ver: Horror Doméstico]. Pero el rasgo más notable de Silvina Ocampo es la perspectiva que utiliza para observar estas realidades. Las miradas de sus narradores nunca provienen de un lugar lógico, esperado, incluso accesible para el escritor. En esta historia, por ejemplo, tenemos a una niña que dirige su mirada voyeurista a través de la claraboya para ver, pero sobre todo para interpretar a partir de elementos incompletos, a la familia que vive arriba.

Desde esa perspectiva, el lector apenas obtiene una pequeña y difusa abertura al drama. Los vínculos, actividades y emociones se perciben desde abajo, de modo que cada persona es referida a través de sus zapatos, sus faldas, o sus voces apagadas. La infancia se asoma al mundo adulto y empieza a descubrir sus peligros, como si tuvieras 8 años y escucharas una fuerte discusión entre adultos a través de una puerta cerrada. Este enfoque inusual no es caprichoso. Obliga al lector a asumir [o a recordar] la perspectiva de un niño que percibe el mundo «desde abajo», un mundo donde las personas que deberían cuidarte a menudo son las que te lastiman.

Silvina Ocampo va dejando rastros sonoros que acentúan esa perspectiva infantil, como la pianola trabada en la misma nota, la cuerda sobre la cual salta rítmicamente la niña de arriba, risas, pasos, el roce de las faldas, un reloj [«como un árbol»] que da la hora, «gritos de pelo tironeado», el golpe en la cabeza de Celestina; y un «silencio profundo, como el que precede al llanto de un chico golpeado» [ver: La Casa como representación del cuerpo de la mujer]

Cielo de claraboyas se inscribe en la tradición gótica. Sitúa el horror desde la perspectiva de los «marginados» del sistema, aquellos que no poseen autoridad, poder de decisión y libre albedrío [en este caso, mujeres y niños]. En cierto modo, la historia participa de lo Siniestro [unheimliche] propuesto por Sigmund Freud al analizar El Hombre de Arena (Der Sandmann) de E.T.A. Hoffmann, pero desviando el foco hacia un territorio novedoso. Freud se centró en el miedo a la castración, dando por sentado que la masculinidad es la síntesis del género humano. En cambio, Silvina Ocampo se centra en los miedos femeninos, sobre los cuales el psicoanálisis freudiano no se interesó en la misma medida [ver: Freud, el Hombre de Arena, y una teoría sobre el Horror]

Pero la cuestión de género es menos importante en Cielo de claraboyas que la oposición infancia/adultez. La representación de las figuras en esta historia es predominante femenina, pero lo que interesa es la relación de poder, el autoritarismo, que bien puede ser ejercido dentro del universo femenino. Silvina Ocampo nos obliga a tomar la perspectiva infantil, una estrategia que nos condena a la impasibilidad, a «no saber», a ser testigos mudos de la crueldad. Esto, además, desmitifica la noción de la inocencia infantil como una especie de estado de gracia. La «inocencia» de la Narradora de Cielo de claraboyas se traduce en no saber qué ocurre en el piso de arriba, porqué ocurre, pero también en aceptar y naturalizar la situación, al punto de no hacer nada cuando escucha: «¡Voy a matarte!», tampoco cuando la mujer persigue a Celestina.

Aunque Silvina Ocampo no describe explícitamente la mecánica de la muerte, si tuviésemos que hacer un trabajo detectivesco y reconstruir lo que sucedió en el piso de arriba a partir de las pocas pistas que nos deja la Narradora, diríamos que Celestina observa la caída accidental de su institutriz [tropieza o se resbala mientras persigue a la nena], y rompe en una estruendosa carcajada. Humillada, la mujer comienza a golpearla hasta matarla.

La escena es observada a través de un doble filtro: el vidrio de la claraboya y la mirada infantil de la Narradora, que emplea elementos del cuento de hadas y motivos religiosos: el «cielo» de la claraboya, la figura demoníaca de la institutriz [un «diablo negro»], la mención de los «pies aureolados como santos», el martirio de Celestina, etc. Es decir que existen varios pliegues entre lo que realmente sucedió y lo que nos llega como lectores. Todos los puntos ciegos, que son muchos debido a la pequeña superficie de la claraboya, son rellenados por la imaginación de la Narradora. Por ejemplo, recurre al arquetipo de la bruja de los cuentos de hadas para describir a la institutriz, no porque tenga elementos para suponerlo, simplemente une la idea de la vejez femenina con la perversidad, lo cual, en su imaginación, equivale a «bruja».

Silvina Ocampo es astuta. La idea de que la claraboya enturbia los hechos se superpone con la posibilidad de que ese filtro le permita a la Narradora enforcarse en lo que verdaderamente inmporta. En este contexto, la claraboya no espesa la realidad, la depura. Un testigo adulto podría encontrar dificultades para saber qué paso, pero no la Narradora, que puede recurrir a su imaginación para iluminar los puntos ciegos. Esta distancia entre su discurso [tamizado por motivos infantiles] y la atrocidad del asesinato genera un efecto demoledor: la cabeza rota de Celestina, la sangre filtrándose por una rajadura del vidrio, es una imagen dura, pero la interpretación de la Narradora de las gotas de sangre como «soldaditos» que caen sobre el piso del patio es devastadora para el lector, aunque ella parece fascinada [ver: La atracción por lo Macabro en la ficción]

Esta distancia entre un asesinato y la mirada infantil de la Narradora es la distancia entre dos esferas de existencia separadas: la infancia y la muerte. La Narradora simplemente no cuenta con las herramientas para describir los hechos; debe recurrir a su limitada experiencia, a los cuentos de hadas, a su percepción de la religión, a los eufemismos que emplean los adultos para hablar sobre la muerte a los chicos. Silvina Ocampo tensa estos dos universos y, además de producir un asesinato infame, sitúa a su Narradora ante la muerte de una par a manos de un adulto cuya profesión, además, es cuidar a los niños.

Cielo de claraboyas no cuenta lo ocurrido en el piso superior, es una representación, una continuidad del proceso imaginativo de la Narradora, como si se tratara del climax de un cuento de hadas donde el Lobo devora a Caperucita Roja al final [ver: ¡No salgas del camino! El Modelo «Caperucita Roja» en el Horror]. No es el trauma de lo que observa y oye lo que activa esta especie de mecanismo de defensa: ella comienza el relato dentro de un discurso imaginativo. Los ojos «hipnotizados» de la Narradora se «enganchan» en los cables del ascensor [que son como «serpientes»] de la casa a la que solían llevarla de visita. El resto se presagia en esta apertura: se trata del ascensor que lleva al piso de arriba, donde se encuentra la «casa misteriosa» que luego concentrará toda su atención.

El lenguaje de la Narradora es estrafalario, exagerado, que no siempre respeta la sintaxis. El estilo es eficaz para recrear este de grotesco espectáculo de marionetas a través del escenario de la claraboya, donde los comportamientos son extremos, sobreactuados. Vemos «una pollera disfrazada de tía» y oímos una sola voz [la de la institutriz], «una voz de cejas fruncidas y pelo de alambre» que grita una y otra vez: «¡Celestina, Celestina!». A través de los vidrios de la claraboya, que no son un obstáculo sino un dispositivo de amplificación sensorial, la Narradora observa la sombra de una pollera «con alas de demonio» que persigue los «piecitos desnudos» de la nena que corre vestida con un camisón. El climax de esta desarticulación de los cuerpos se produce cuando la pollera «alarga los brazos con las garras abiertas», anunciando el dramático final.

En cierto modo, la Narradora es la quintaescencia de la parábola de la cueva de Platón [atribuída a Sócrates]:


«Imagina a los seres humanos como si estuvieran en una cueva subterránea. Están en ella desde la infancia, con las piernas y el cuello atados de manera que no pueden moverse. Su luz proviene de un fuego detrás de ellos. Entre el fuego y los prisioneros hay un camino, a lo largo del cual se ve un muro. […] Luego imagina a lo largo de este muro seres humanos cargando toda clase de artefactos, que sobresalen del muro, y estatuas de hombres y otros animales labrados en madera y toda clase de materiales. Como es de esperar, algunos de los portadores emiten sonidos mientras que otros guardan silencio.»


Cuando estos prisioneros son liberados, descubren que la forma real de todo aquello de lo que sólo habían visto la sombra no coincide con su concepción de la realidad, y regresan a ella. La Narradora de Cielo de claraboyas es como estos prisioneros de Sócrates, pero todavía no ha sido liberada. Lo que ve son los vuelos del camisón de la nena, sus pies desnudos, los botines de la perversa institutriz, la persecusión, oye los gritos, los golpes, y al final ve la sangre que se filtra por una rajadura. El lector, en cambio, es como uno de los prisioneros de Sócrates que ha salido de la cueva, es decir, que conoce la forma real de todo lo que la Narradora percibe fragmentariamente desde su «cueva» en el piso de abajo.

El lector puede sacar conclusiones adicionales: la escena es lineal: una vieja asesina a una víctima infantil con nombre «celestial», símbolo de su inocencia, por motivos banales: la irritación que provoca una niña que no se quiere ir a dormir, y que además se ríe cuando intenta alcanzarla. Observar esta pesadilla de forma directa requeriría un lenguaje criminológico, pero Silvina Ocampo la convierte en algo más al narrarla desde la perspectiva fragmentada de una chica en el piso de abajo, a través de una claraboya.

Los hechos [como suele suceder en nuestra dimensión] son linales, pero, desde la «cueva», la relación causa-efecto resulta desconcertante. Los enlaces son inciertos. El cuento insinúa y frustra la continuidad, por ejemplo, entre el grito amenazador de la institutriz y la rotura de la jarra de loza, a tal punto que un buen abogado, basándose únicamente en el testimonio de la Narradora, podría argumentar que la muerte de Celestina fue un accidente involuntario, no un crimen intencional. Como fiscales tendríamos serios problemas para probar intencionalidad, pero esta existe: Celestina ríe y salta la soga mientras come un caramelo, se divierte haciendo una travesura y juega a ser perseguida, solo que su perseguidora no está jugando, no el mismo juego, al menos.

Silvina Ocampo hace que toda la situación sea más tolerable, no solo el crimen, sino la mirada fascinada de la Narradora, cuando dice que una cabeza destrozada se «dibuja» en el vidrio, o que los «rulos» ensangrentados de Celestina «florecen» entre moños. Pero, ¿quién vería en este crimen atroz, en este pobre cuerpito sin vida, imágenes de florecimiento? ¿Quién pensaría en «soldaditos» de juguete al ver las gotas de sangre filtrándose desde el piso de arriba? ¿Una niña con la misma edad de la víctima o la victimaria? ¿Con quién se identifica la Narradora? ¿Con Celestina o con su asesina?




Cielo de claraboyas.
Cielo de claraboyas, Silvina Ocampo (1903-1993)

La reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro negro, donde se enganchan los ojos cuando uno está triste viendo desenvolverse, hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del ascensor.

Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de visita. Encima del hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra casa misteriosa en donde se veía vivir a través de los vidrios una familia de pies aureolados como santos. Leves sombras subían sobre el resto de los cuerpos dueños de aquellos pies, sombras achatadas como las manos vistas a través del agua de un baño. Había dos pies chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos con tacos altos y finos de pasos cortos. Viajaban baúles con ruido de tormenta, pero la familia no viajaba nunca y seguía sentada en el mismo cuarto desnudo, desplegando diarios con músicas que brotaban incesantes de una pianola que se atrancaba siempre en la misma nota. De tarde en tarde, había voces que rebotaban como pelotas sobre el piso de abajo y se acallaban contra la alfombra.

Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de madera, que crecía como un árbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas de las ventanas pesadas de cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones helados que movían la sombra tropical de una planta en forma de palmera. La calle estaba llena de vendedores de diarios y de frutas, tristes como despedidas en la noche. No había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llanto pequeño de una chica (a quien acababan de darle un beso para que se durmiera,) que no quería dormirse, y la sombra de una pollera disfrazada de tía, como un diablo negro con los pies embotinados de institutriz perversa.

Una voz de cejas fruncidas y de pelo de alambre que gritaba “¡Celestina, Celestina!”, haciendo de aquel nombre un abismo muy oscuro. Y después que el llanto disminuyó despacito… aparecieron dos piecitos desnudos saltando a la cuerda, y una risa y otra risa caían de los pies desnudos de Celestina en camisón, saltando con un caramelo guardado en la boca. Su camisón tenía forma de nube sobre los vidrios cuadriculados y verdes. La voz de los pies embotinados crecía: “¡Celestina, Celestina!”. Las risas le contestaban cada vez más claras, cada vez más altas. Los pies desnudos saltaban siempre sobre la cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de música con una muñeca encima.

Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones que al desatarse provocan accesos mortales de rabia. La falda con alas de demonio volvió a revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de saltar; los pies corrían en rondas sin alcanzarse; la falda corría detrás de los piecitos desnudos, alargando los brazos con las garras abiertas, y un mechón de pelo quedó suspendido, prendido de las manos de la falda negra, y brotaban gritos de pelo tironeado.

El cordón de un zapato negro se desató, y fue una zancadilla sobre otro pie de la falda furiosa. Y de nuevo surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra gritó, haciendo un pozo oscuro sobre el suelo: “¡Voy a matarte!”. Y como un trueno que rompe un vidrio, se oyó el ruido de jarra de loza que se cae al suelo, volcando todo su contenido, derramándose densamente, lentamente, en silencio, un silencio profundo, como el que precede al llanto de un chico golpeado.

Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza donde florecían rulos de sangre atados con moños. La mancha se agrandaba. De una rotura del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas petrificadas como soldaditos de lluvia sobre las baldosas del patio. Había un silencio inmenso; parecía que la casa entera se había trasladado al campo; los sillones hacían ruedas de silencio alrededor de las visitas del día anterior.

La falda volvió a volar en torno de la cabeza muerta: “¡Celestina, Celestina!”, y un fierro golpeaba con ritmo de saltar a la cuerda.

Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se transformaron en rodillas. La claraboya era de ese verde de los frascos de colonia en donde nadaban las faldas abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la falda negra se había vuelto santa, más arrodillada que ninguna sobre el vidrio.

Celestina cantaba Les Cloches de Corneville, corriendo con Leonor detrás de los árboles de la plaza, alrededor de la estatua de San Martín. Tenía un vestido marinero y un miedo horrible de morirse al cruzar las calles.


Silvina Ocampo (1903-1993)




Relatos góticos. I Relatos de Silvina Ocampo.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Silvina Ocampo: Cielo de claraboyas, fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Lo intolerable: análisis de «La gallina degollada» de Horacio Quiroga.


Lo intolerable: análisis de «La gallina degollada» de Horacio Quiroga.




En El Espejo Gótico hoy analizaremos el relato de terror del escritor uruguayo Horacio Quiroga: La gallina degollada, publicado originalmente en la edición del 10 de julio de 1909 de la revista argentina Caras y Caretas, y luego reeditado en la antología de 1917: Cuentos de amor de locura y de muerte.


[«Todo el día, sentados en el patio, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz.»]


Después de un año de casados, la pareja Mazzini-Ferraz tiene a su primer hijo. El pequeño crece sano y fuerte hasta el año y medio, cuando sufre violentas convulsiones y despierta, a la mañana siguiente, sin reconocer a sus padres. Los médicos lo examinan pero no pueden explicar por qué ha perdido «la inteligencia, el alma, aun el instinto». El diagnóstico: «un caso perdido». La pareja comienza a preguntarse por el factor hereditario de la condición de su hijo. El médico, para salir del paso, afirma que la madre tiene un pulmón defectuoso.

Al poco tiempo la pareja tiene otro hijo, pero a los 18 meses convulsiona y queda «idiota» como su hermano mayor. Los padres desesperan, creen que su sangre está maldita. Sin embargo, vuelven a buscar un hijo sano. Tienen mellizos que repiten la misma enfermedad de sus hermanos.

Los padres están devastados, pero al mismo tiempo sienten compasión por sus cuatro hijos. Son niños que no saben comer solos, que caminan llevándose cosas por delante, que mugen, que ríen «sacando la lengua y ríos de baba». Si bien parecen abstraídos en su propio mundo, pasando horas enteras mirando la pared, en realidad están atentos a lo que sucede a su alrededor y hasta poseen «cierta facultad imitativa».

Años más tarde, el matrimonio tiene una niña, Bertita. El matrimonio vive con angustia y preocupación los primeros dos años, pero la niña no sufre ninguna convulsión. Es una chica sana, divertida y muy inteligente. Bertita empieza a recibir toda la atención de sus padres, lo cual hace que los cuatro hermanos reciban muy poca, y eventualmente una «absoluta falta de cuidado maternal». La sirvienta se encarga de vestirlos, darles de comer y acostarlos; no con cariño y ternura, sino más bien con brutalidad. Pasan la mayor parte del día sentados en el banco del patio mirando la pared.

Una tarde en la que Bertita, de cuatro años, tiene tiene fiebre, los padres discuten. Mazzini culpa a su esposa por la enfermedad de los hijos. Al día siguiente, Berta escupe sangre. Mazzini la consuela, pero nadie dice una palabra sobre el síntoma. Deciden salir con Bertita y le piden a la sirvienta, María, que mate a una gallina para la cena. Los cuatro hijos se levantan del banco, van a la cocina y observan a la sirvienta degollando al animal.

A la noche, el matrimonio sale a saludar a unos vecinos y Bertita queda dentro de la casa. Los cuatro hermanos están sentados como siempre, inmóviles en el banco, mirando inertes la pared de ladrillos. En ese momento, Bertita entra al patio. Quiere trepar el cerco. Los cuatro hermanos fijan sus miradas en ella. Una «una creciente sensación de gula bestial» se apodera de ellos. Lentamente, los cuatro niños avanzan hacia el cerco y agarran a su hermana de una pierna. Bertita grita, llama a su madre. Uno de los niños le aprieta el cuello como si fuera el cogote de una gallina. Los demás la arrastran hasta la cocina, la sostienen en la pileta [«separándole los rizos como si fueran plumas»] y la desangran al igual que María lo hizo con la gallina.

Mazzini, desde la casa de enfrente, escucha el grito de su hija. Vuelven a casa. El padre entra a la cocina, ve en el piso cubierto de sangre y lanza un grito de espanto. Le dice a su mujer que no entre. Berta se asoma y colapsa en brazos de su esposo.


La gallina de degollada no es solo una historia superficial de locura y muerte. Es eso y mucho más. Tampoco es una historia que permita un examen clínico, distante. Hay que ensuciarse las manos para analizar a Horacio Quiroga. [ver: Grandes cuentos de terror de Horacio Quiroga]

El médico atribuye la enfermedad de los muchachos a una condición sobre la cual Horacio Quiroga no ahonda, porque está clara. El lector porteño de 1909 puede deducir fácilmente que se trata de meningitis. Al mismo tiempo, la madre, Berta, está mostrando los primeros signos de la etapa más aguda de la sífilis.

Al principio, la pareja realmente ama a sus hijos «subnormales» y los cuidan y atienden lo mejor que pueden. Sin embargo, después de tres años, comienzan a anhelar otro hijo para compensar las cuatro «bestias» que han engendrado. Debido a que Berta no concibe de inmediato, se vuelven amargados y resentidos, y ya no se apoyan entre sí, sino que hacen acusaciones mutuas sobre quién es el culpable de la enfermedad de los niños [ver: El horror hereditario y la enfermedad de Lovecraft]

La llegada de Bertita los hace pasar de una «gran compasión por sus cuatro hijos» a una abierta hostilidad hacia ellos, demostrada por el lenguaje cada vez más fuerte utilizado por Horacio Quiroga para referirse a los muchachos: «monstruos», «animales», además del hecho de que se los mantiene en el patio.

Al cumplir cuatro años, Bertita cae enferma [por haber comido demasiados dulces]; en contraste con sus hermanos, ella es atendida y mimada en exceso. La niña se recupera de su indigestión, pero al día siguiente Berta tose sangre. El horror de la enfermedad vuelve a amenazar la felicidad de la pareja. Sin embargo, la ignoran y deciden pasar el día afuera con la niña. Esa es la mañana en la que los hermanos ven a la sirvienta degollando a la gallina y quedan fascinados al ver la sangre.

No es descabellado pensar que La gallina degollada de Horacio Quiroga está inspirado en Los idiotas (The Idiots) de Joseph Conrad, publicado en 1898. En este cuento, una pareja tiene cuatro hijos «idiotas» [gemelos, otro niño y luego una niña], la esposa mata a su esposo cuando él trata de obligarla a tener otro hijo, y luego se suicida arrojándose desde un acantilado. En ambos casos hay un matrimonio que se derrumba, y cuatro hijos «monstruosos» que nunca reciben nombres ni características particulares: funcionan como un colectivo, casi como una manada. Ambas parejas, además, llegan a odiar a sus hijos, manteniéndolos fuera de la vista en la medida de lo posible.

Horacio Quiroga coquetea con la noción bíblica de que los pecados del padre recaen sobre sus hijos. En este caso, el pecado es la sífilis. Tal vez por eso ambos padres están desesperados por encontrar la «redención de los cuatro animales que les han nacido» en la pobre Bertita.

En términos psicoanalíticos podemos entender el particular desprecio que Berta tiene hacia sus cuatro hijos; de hecho, no es infrecuente que la materialización de la maternidad no se produzca ante un hijo enfermo [afortunadamente, esto ha cambiado bastante desde 1909]. Sigmund Freud diría que Berta no ha podido recuperar el falo perdido a través de la maternidad de un hijo sano. Para ella, el conflicto edípico de castración se reencarna una y otra vez en la figura de los cuatro hijos incapaces, por su enfermedad, de encarnar la satisfacción narcisista de la madre, mientras que el objeto narcisista recuperado se representa en su única hija sana, Bertita [ver: Lo que Sigmund Freud no te contó sobre el complejo de Edipo]

Horacio Quiroga es ingenioso al utilizar la figura de la Casa como representación de la psique, en este caso, del inconsciente [ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror]. No es caprichoso que los cuatro muchachos pasen todo el día en el patio, marginados, excluidos de la casa, pero mirando constantemente hacia la pared. Más aún, sus instintos brutales, y su ubicación en la periferia de la Casa [la conciencia] los vuelve una clara representación del inconsciente, es decir, de aquello que no queremos ver, aquello con lo que no queremos lidiar. En este contexto, es significativo que cuando los muchachos irrumpen en la cocina, la sirvienta, María, lanza un grito advirtiéndole a la madre que han entrado, porque esta «no quería que jamás pisaran allí»; de la misma manera en que la conciencia sencillamente no puede lidiar con el material en bruto del inconsciente.

Los cuatro muchachos [los impulsos ciegos, «idiotas», del inconsciente] ahora han entrado en la casa [la conciencia] y observan un episodio cotidiano, casi banal para la época: el degüello de una gallina. Por esa razón el asesinato de Bertita no se comete en el patio [el ámbito inconsciente] sino en la cocina, en la conciencia, llevando a la superficie aquellos impulsos brutales que, hasta hace poco, estaban contenidos, reprimidos, pero en estado latente.

La enfermedad de los cuatro hijos, que parece comenzar con convulsiones, fiebre, seguido de un estado de postración y deterioro cognitivo, tiene claras implicaciones transgeneracionales. De hecho, el Narrador afirma que el primer hijo [«el pequeño idiota»] «pagaba los excesos del abuelo». De este modo, el viejo trauma familiar, sobre el cual el Narrador se abstiene de comentar, resurge con cada nuevo nacimiento.


[«—¡Mamá! ¡Ay, ma!... —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida, segundo por segundo.»]


Aquella «cierta facultad imitativa» de los hermanos se manifiesta de forma horrorosa, degollando a Bertita como la sirviena lo hizo con la gallina, pero Horacio Quiroga también proporciona ejemplos anteriores aparentemente inocentes:


[«... alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando el tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en un banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.»]


El comportamiento imitativo de los muchachos es ritualista, y la comisión del asesinato de Bertita es similar a los sacrificios rituales, pero su comisión no parece casual. De hecho, los padres deciden salir de la casa y dejar sola a Bertita con los cuatro «monstruos». ¿Por qué? Es cierto, hasta entonces los muchachos no han mostrado su agresividad. Pero, si estos no son agresivos, ¿por qué excluirlos permanentemente al patio? Lo interesante aquí es que esta «cierta facultad imitativa» de los hermanos solo tiene un ejemplo violento para imitar. No han recibido afecto, ni ternura, ni nada amoroso para imitar.

Definitivamente hay algo primordial en el asesinato de Bertita al seguir el procedimiento de la sirvienta al degollar a la gallina: el juego. En efecto, el crimen como una posibilidad de juego para las mentes perturbadas de los muchachos le añade una insoportable nota de regocijo a esta auténtica tragedia griega. De hecho, La gallina degollada de Horacio Quiroga posee todos los elementos de la tragedia griega, particularmente la de Sófocles: una maldición familiar [la tara hereditaria de los hermanos], el amor que se torna violento a causa de esa maldición [el asesinato de Bertita].

El contexto geográfico de la familia no es marginal: tienen sirvienta, viven en una casa con jardín, el matrimonio suele salir a «pasear por las quintas», y además cuentan con un médico familiar. Se trata, entonces, de un ambiente burgués, posiblemente un barrio rico en las afueras de Buenos Aires. Sin embargo, en este entorno aparentemente idílico sí hay marginalidad: los cuatro hermanos, quienes están excluidos de la casa y sus comodidades, viviendo prácticamente como animales. Por otro lado, la propia Bertita también es una marginal. Su normalidad la distingue de sus cuatro hermanos, y además lleva una gran responsabilidad sobre los hombros. Bertita, la marginal desde el punto de vista de los hermanos, «viene a cortar con la descendencia podrida» de la familia.

Ahora bien, el asesinato final plantea muchas preguntas. En primer lugar, no es un crimen premeditado ni fue fantaseado por los hermanos, sino más bien copiado de algo que vieron hacer anteriormente: el degüello de la gallina. Es la exclusión y el aislamiento en el que viven el principal instigador de aquel acto; porque lo cierto es que los hermanos imitan todo: imitan el sonido del tranvía, incluso imitan la pared del patio, quedándose inmóviles frente a ella. En estas condiciones de extremo aislamiento físico y emocional, el estímulo que supone haber presenciado el degüello de la gallina activó en ellos el mismo factor imitativo que otros estímulos habían despertado, pero con consecuencias mucho menos dramáticas.

La dinámica de este matrimonio constituye un tema en sí mismo. Después de cada pelea entre ellos, frecuentes y violentas, cuyo motivo irremediablemente tiene que ver con la sucesiva idiotez de sus hijos, llegaba la reconciliación y el «ansia por otro hijo». Por supuesto, los hermanos son los autores materiales del asesinato de Bertita, pero los verdaderos culpables son los padres [citando a Piglia] debido a esta «alucinada sucesión de hijos idiotas». Engendrar cuatro hijos solo para satisfacer la fantasía de un linaje perfecto, encontrar un sucesor «sano», relegando al resto, los enfermos [¿meningitis?], a una vida de encierro y aislamiento emocional, es tan abominable como el último eslabón en esta larga cadena de atrocidades.

El tema del abandono está fuertemente presente en La gallina degollada de Horacio Quiroga. En este caso, el abandono es una forma de infanticidio. Los cuatro hermanos primero son sometidos al descuido, la desatención, y finalmente al abandono emocional; tanto es así que carecen de nombre propio; son llamados «bestias», «engendros», «monstruos», despojándolos así de su humanidad, pero también de su individualidad. Sin nombre propio ni siquiera puede decirse que sean miembros de la familia. Bertita, en cambio, existe, tiene nombre y forma parte de una genealogía. Ella es el punto de referencia de la inocencia; aunque hasta el momento de su asesinato las únicas víctimas de la historia son sus asesinos.


[«Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras una creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña sintióse cogida de una pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo»]


El asesinato de Bertita no es una venganza, sino la consecuencia lógica del abandono de los cuatro hermanos por parte de sus padres. Excluidos de la casa, aislados de cualquier gesto de afecto y contacto humano, incluso tratados más como animales, como no-personas, que como individuos, los cuatro hermanos simplemente reaccionan con la animalidad a la que otros los han condicionado.

La pureza y la belleza de Bertita parece despertar en los hermanos algo parecido al estímulo del sol, que observan extasiados todas las tardes desde el banco en el patio:


[«Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.»]


La forma en que «el sol se ocultaba tras el cerco» estimula a los hermanos, los arranca de ese «sombrío letargo de idiotismo» del mismo modo que lo hace la sirvienta al degollar parsimoniosamente a la gallina. Bertita, recordemos, es atrapada cuando intenta subirse al cerco. Creo que Horacio Quiroga quiere que pensemos que la pura y hermosa Bertita activa el mismo desenfreno de los hermanos al mirar al sol en el cerco, pero resulta más lógico pensar que Bertita se transforma en la gallina, en sus ojos, al tratar de subir al cerco.

La negligencia parental en La gallina degollada, sin embargo, no es absoluta. La madre no quiere que sus hijos merodeen por la cocina, y ciertamente le prohibe a la sirvienta que vean cómo se preparan las gallinas para la cena. ¿Por qué? Probablemente porque tiene miedo de que los hermanos imiten ese proceso. Es en un descuido que observan a la sirvienta realizar el degüello de la gallina:


[«El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia, creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...»]


Si las causas del asesinato son obvias, y están relacionada con los padres, la circunstancia depende de varios factores: observar el degüello de la gallina, el hambre, el atardecer, el color rojo, Bertita subiendo al cerco, todo se sincroniza para detonar en los hermanos esta furia homicida:


[«Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras una creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros.»]


La presencia del sol es clave para entender La gallina degollada de Horacio Quiroga. Su «luz enceguecedora llamaba su atención», los hermanos la observaban reflejarse en los ladrillos, incluso se animan con «alegría bestial» cuando la luz del sol declina al atardecer. De hecho, los hermanos relacionan el tono rojizo del ocaso con la sangre, gritando «Rojo... Rojo» al ver «estupefactos la operación» del degüello. Lamentablemente para Bertita, eligió un mal día, y un mal momento de ese día. para trepar el cerco.




Horacio Quiroga. I Taller gótico.


Más literatura gótica:
El artículo: Lo intolerable: análisis de «La gallina degollada» de Horacio Quiroga fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

El poder de las tinieblas: análisis de «Informe sobre ciegos» de E. Sábato.


El poder de las tinieblas: análisis de «Informe sobre ciegos» de E. Sábato.




En El Espejo Gótico hoy analizaremos Informe sobre ciegos, parte de la novela del escritor argentino Ernesto Sabato: Sobre héroes y tumbas, publicada en 1961; el cual constituye un relato en primera persona de un paranoico que busca pruebas de una conspiración mundial de personas ciegas para dominar el mundo [el texto puede leerse aquí]. Informe sobre ciegos comienza con una invocación:


¡Oh, dioses de la noche!
¡Oh, dioses de las tinieblas, del incesto y del crimen,
de la melancolía y del suicidio!
¡Oh, dioses de las ratas y de las cavernas
de los murciélagos, de las cucarachas!
¡Oh, violentos, inescrutables dioses
del sueño y de la muerte!


Informe sobre ciegos es el tercer movimiento de Sobre héroes y tumbas, una novela dentro de una novela escrita por Fernando Vidal Olmos poco antes de su muerte. Se trata de un hombre perturbado y complejo. A los doce años, Fernando se entretenía cazando gorriones y perforando sus ojos con agujas, observando luego cómo las aves volaban a ciegas y desesperadas. El documento intenta probar la existencia de una sociedad secreta integrada por ciegos, cuyo objetivo es vengarse de las personas videntes y controlar el mundo. Para Fernando, entender esta conspiración de ciegos es llegar a la verdad última de la existencia.

Primero vigila a Celestino Iglesias, quien debe pasar por una ceremonia de iniciación al mundo de los ciegos. Esto lo conduce a un misterioso laberinto de habitaciones, túneles y alcantarillas bajo las calles de Buenos Aires. En un estado alucinatorio, Fernando es conducido a una enorme caverna en la que experimenta una unión cósmica con el Ojo Fosforescente, «el principio y el final de su existencia». Se encuentra entonces en una habitación con la Ciega, encarnación de la ideología de la Secta, y experimenta otra unión cósmica, la cópula con esta criatura mítica que, para Fernando Vidal Olmos, es la culminación de su búsqueda.

Cuando Fernando despierta, sabe que morirá. Ese es el precio de saber la verdad. El prólogo de la novela informa que Informe sobre ciegos cuestiona las circunstancias de la muerte de Alejandra [hija de Fernando] y Fernando. Quizás la chica no estaba sufriendo un ataque de locura cuando le disparó a su padre y quemó la casa [con ella adentro]. Sobre héroes y tumbas no brinda una explicación del crimen, ni tampoco justifica [en apariencia] el hecho de que una cuarta parte de la novela sea este Informe sobre ciegos, que parece tener poca relación con el resto de los personajes: Martín, Bruno y Alejandra. Sin embargo, esta es la clave de Sobre héroes y tumbas. Fernando Vidal Olmos justifica todas sus acciones [incluido el abuso de su hija] interpretándolo como parte de un complot dirigido por una secta de ciegos.

Su Informe sobre ciegos, por supuesto, es el producto de una mente irracional en un estado psicótico. Se convierte, entonces, en un comentario irónico sobre la verdad que buscan los demás personajes de la novela. La ironía se ve reforzada por el informe policial en el Prólogo, que sugiere que el informe de Fernando explica algo sobre la muerte de Alejandra.

El Informe sobre ciegos es encontrado en el departamento de Fernando Vidal Olmos después de que la policía descubre su cuerpo y el de su hija [Alejandra], que además es su amante. Fue escrito cuando Fernando despierta de lo que aparentemente fue una horrible pesadilla, pero que se trató de «una realidad que me pareció, o ahora me parece, más intensa que la otra». De esta manera, los límites entre la realidad y el sueño comienzan a desvanecerse en la narración de Fernando [ver: Los sueños como subrutinas del subconsciente en la ficción]

Aunque el Informe sobre ciegos realmente parece una pesadilla, o la confesión de un loco, de hecho es una profunda exploración introspectiva, en tono surrealista, de los miedos que experimenta el ser humano cuando se enfrenta a su verdadero ser y descubre que es negro como la noche. De hecho, como explica el propio Fernando, su exploración del mundo de los ciegos «fue la exploración de mi propio y tenebroso mundo». Sin embargo, el descenso al mundo de los ciegos no solo revela su propio estado mental, sino una explicación para las acciones atroces que ha cometido en su vida, sobre todo a su hija, Alejandra [ver: Beverly Marsh: el mito de Blancanieves en «IT»]

Así, Ernesto Sábato despliega una profunda comprensión de las ideas psicoanalíticas freudianas y junguianas en Informe sobre ciegos, combinadas con técnicas surrealistas, cuya función es revelar el contenido de los deseos más profundos de Fernando Vidal Olmos. En La interpretación de los sueños (Die Traumdeutung), Sigmund Freud propone que el análisis de los sueños es necesario para comprender las fobias, así como las ideas obsesivas y delirantes [como la obsesión de Fernando por los ciegos]. Por otro lado, las teorías de Carl Jung sobre los arquetipos y el inconsciente colectivo, también aclaran la forma en que Informe sobre ciegos lleva a la superficie los deseos más oscuros del inconsciente.

Para Sigmund Freud, los sueños son la realización de esos deseos inconscientes, y por lo tanto una vía para comprender las regiones subterráneas del ser a las que nuestra consciencia, aquello que llamamos Yo, no tiene acceso. En otras palabras, los sueños pueden tomar el lugar de la acción. En este contexto, el Informe sobre ciegos puede interpretarse como una pieza de contenido onírico [un sueño o una pesadilla] repleto de símbolos; pero también [cambiando a una mirada jungiana] repleto de arquetipos, imágenes integradas de conocimientos ancestrales y nociones abstractas que hemos heredado de nuestros ancestros [ver: Los 12 Arquetipos Jungianos]

Los arquetipos que presenta Ernesto Sábato en Informe sobre ciegos son muchos, como el paseo en bote de Fernando sobre «aguas quietas, negras e insondables» que lo lleva a la entrada de una «gruta»: la apertura para el comienzo de su proceso de individuación, que de algún modo inicia esta Odisea onírica. Para Carl Jung, este proceso consiste en cerrar la brecha entre la conciencia de una persona y el inconsciente colectivo arquetípico, en un intento de encontrar el centro de su propia identidad. Otro arquetipo es el Anciano. Al comienzo, Fernando siente que está siendo observado por «un anciano que, lleno de resentimiento, también vigilaba mi marcha: tenía un sólo y enorme ojo en la frente, como un cíclope». Fernando desea escapar de la mirada del Anciano y se precipita hacia la caverna. Lo hace porque el Anciano es una representación del conocimiento ancestral, y Fernando se niega a las imposiciones sociales, incluso a las más básicas y universales: como el tabú del incesto [ver: Casa Tabú: análisis de «Casa Tomada» de Julio Cortázar]

Al relacionar a este anciano tuerto con un cíclope, Fernando evoca el mito de Polifemo, el cíclope de la Odisea que es cegado por Ulises cuando el héroe intenta escapar de la caverna. En el mito griego, este acto provoca la ira de Poseidón, quien castiga a Ulises retrasando su regreso a Ítaca. Por lo tanto, el arquetipo del Anciano en la novela de Ernesto Sábato enfatiza la necesidad de confrontar, en lugar de escapar, de las imposiciones sociales para evitar consecuencias destructivas.

La conclusión del Informe sobre ciegos, que revela la relación incestuosa de Fernando Vidal Olmos con su hija, Alejandra, transmite el significado simbólico de la muerte de ambos. En este sentido, la segunda fase del viaje de Fernando lo lleva dentro del útero simbólico de la estatua de una mujer [a la que se hace referencia como «la Deidad»], que representa sus deseos incestuosos y presagia su muerte [ver: Horror Uterino: descenso hacia el inconsciente colectivo]. A medida que se metamorfosea en pez y avanza hacia el «ojo fosforescente» [y ciego] de la Deidad, Fernando vuelve a un estado primitivo, prenatal [ver: Existencia post-mortem vs. existencia prenatal]. Su incapacidad para enfrentar el arquetipo del inconsciente colectivo e integrarlo en su propia conciencia finalmente causan su muerte real.

Fernando Vidal Olmos ha pasado años analizando las costumbres de los ciegos, tratando de demostrar su hipótesis de que «la Secta tiene el dominio sobre la tierra y la carne». En el núcleo de sus razonamientos, cree que hay fuerzas poderosas que gobiernan a los seres humanos, pero que la emoción siempre termina triunfando sobre la razón; es por eso que su abordaje metódico, «científico», está condenado al fracaso:


[«A períodos de radiante lucidez se suceden en mí períodos en que mis actos parecen ordenados y hechos por otra persona (…) de pronto me encuentro con desbarajustes peligrosísimos, como podría pasarle a un navegante solitario que, en medio de regiones riesgosas, dominado por el sueño, cabeceara y dormitara por momentos.»]


El umbral de acceso a esta realidad vedada al común de las personas se sitúa en una vieja casona del barrio de Belgrano, Buenos Aires, que Fernando descubre luego de perseguir a su antiguo camarada, Celestino Iglesias. El hecho cruzar ese umbral es como ingresar en el espacio de la Verdad. La mayoría de nosotros no tendría el coraje de avanzar en ese territorio, donde lo que podríamos considerar de importancia, incluso esencial para nosotros, no tiene ningún valor. Eso que constituye un límite para la persona racional, Fernando lo traspasa. ¿Qué hay del otro lado? Yo diría que esta región, representada en el Informe sobre ciegos en lo subterráneo, «lo de abajo», lo subconsciente, es donde opera la Realidad; o desde dónde nos opera la Realidad [ver: Lo Subterráneo en la ficción]

Por contraste, el mundo de la superficie [el de la racionalidad] se presenta como una Falsa Realidad. Existe, pero no es verdadera. Es un espacio donde podemos tener atisbos de la Realidad, pero nunca experimentarla en plenitud. El mundo de la superficie, dice Ernesto Sábato, es «una especie de sombra»:


[«Y todo marchaba hacia la Nada del océano mediante conductos subterráneos y secretos, como si Aquellos de Arriba se quisiesen olvidar, como si intentaran hacerse los desentendidos sobre esta parte de la verdad. Y como si héroes al revés, como yo, estuvieran destinados al trabajo infernal y maldito de dar cuenta de esa realidad.»]


Para Fernando Vidal Olmos, el Mundo de Arriba es falso. Todos nosotros, todas nuestras actividades, forman parte de una maquinaria. En consecuencia, penetrar en el mundo de las tinieblas implica hundirse en la Verdad. No es un espacio idílico, todo lo contrario. En la Verdad se encuentran todos los matices de las atrocidades del espíritu. Por eso, una vez que Fernando experimenta el Abajo, y asciende hacia el Arriba, las cosas se vuelven un poco confusas:


[«Enceguecido y sordo, como un hombre emerge de las profundidades del mar; fui surgiendo nuevamente a la realidad de todos los días. Realidad que me pregunto si al fin es la verdadera. Porque cuando mi conciencia diurna fue recobrando su fuerza y mis ojos pudieron ir delineando los contornos del mundo que me rodeaba, advirtiendo así que me encontraba en mi cuarto de Villa Devoto, en mi única y conocida pieza de Villa Devoto, pensé, con pavor, que acaso una nueva y más incomprensible pesadilla comenzaba para mí.»]


Este es el razonamiento de Fernando después de haber descubierto el secreto de la Secta de los Ciegos, luego de enfrentar al ídolo con cabeza de vampiro y cuerpo de mujer. ¿Cuál es el secreto? Que las tinieblas contienen la auténtica verdad de la existencia [ver: El Horror siempre viene desde el Sótano]

Ernesto Sábado incorpora una serie de creencias y obsesiones culturales que conectan la ceguera con el concepto de oscuridad, y con lo que ello pueda implicar. Fernando Vidal Olmos literalmente intenta «sacar a la luz» los secretos de la Secta de los Ciegos. En este reino subterráneo hay una fauna infernal: serpientes, murciélagos, arañas, pájaros carnívoros [su plato predilecto son ojos, que devoran con el consentimiento del mutilado] y toda clase de criaturas pegajosas subsistiendo en el agua estancada:


[«Todo era hediondo y pegajoso. Más de una vez en mi vida había meditado en la existencia de aquella red subterránea, sin duda por mi tendencia a cavilar sobre sótanos, pozos, túneles, cuevas, cavernas y todo lo que de una manera o de otra está vinculado a esa realidad subterránea y enigmática: lagartos, serpientes, ratas, cucarachas, comadrejas y ciegos.»]


Según la investigación de Fernando, los ciegos no son completamente humanos; pertenecen a una especie distinta, más afín a la de los reptiles. Su falta de visión los hace bestiales: tienen las palmas de las manos húmedas, sangre helada, piel pegajosa, rostros abstractos y vacíos que miran severamente. Sus sentidos del oído y la orientación están agudizados a un nivel casi sobrenatural. Se caracterizan por una intensa desconfianza hacia cualquiera que no pertenezca a su grupo. También hay categorías entre los ciegos, siendo los ciegos de nacimiento los más poderosos, y aquellos que perdieron la visión parte de la periferia de la Secta.

Esta retórica de la monstruosidad [corporal y espiritual] del ciego, alcanza su culminación cuando Fernando se enfrenta a la Ciega, una mujer lasciva y pervertida, que se entrega a orgías con innumerables amantes frente a su marido [también ciego y, además, paralítico], con el fin de vengarse de la opresión y violencia que él había ejercido sobre ella antes de quedar discapacitado. Fernando la sigue en secreto y finalmente se involucra en una serie de encuentros sexuales con ella. Sobre esto escribe:


[«Sólo diré que en el caso de vivir cinco mil años me sería imposible olvidar aquellas siestas de verano con aquella hembra anónima, múltiple como un pulpo, lenta y minuciosa como una babosa, flexible y perversa como una gran víbora, eléctrica y delirante como una gata nocturna. Mientras el otro en su silla de paralítico, impotente y patético, agitaba aquellos dos dedos de la mano derecha y con su lengua de trapo farfullaba vaya a saber qué blasfemias, qué turbias (e inútiles) amenazas. Hasta que aquel vampiro, después de chupar toda mi sangre, me abandonaba convertido en un molusco asqueroso y amorfo.»]


Fernando finalmente encuentra la Verdad; es decir, su verdad interior:


[«Son las doce de la noche. Sé que ella estará esperándome.»]


Fernando confronta a solas la Verdad, y acaso siente culpa. Acepta su muerte como castigo por sus muchos crímenes, especialmente la relación incestuosa con su hija, Alejandra. De hecho, ella a quien Fernando espera es Alejandra, quién lo matará y terminará matándose también en el fuego que consume la casa.

Muchos consideran que Informe sobre ciegos es el testimonio de un paranoico o un psicótico, una suerte de sádico que explora los confines de su subconsciente para acercarse lateralmente a su relación incestuosa con Alejandra. Sin embargo, Fernando no es un monstruo espontáneo. Dentro de su lógica, tiene motivos para hacer lo que hace y percibir el mundo como lo percibe. De niño sentía una atracción patológica hacia su madre, Ana María, hecho que determinará sus relaciones con su esposa, Georgina [que además era su prima], y con su hija, Alejandra.


[«Georgina se parecía asombrosamente a Ana María: no sólo por sus rasgos físicos, como Alejandra, sino y sobre todo por su espíritu: era algo así como la quintaesencia de la familia Olmos, sin la contaminación de la sangre violenta y maligna de los Vidal, refinada y bondadosa, tímida y un poco fantasmal, con una sensualidad delicada y profundamente femenina. En cuanto a sus relaciones con Fernando...»]


Los conflictos de Fernando comienzan en la infancia, con el apego a su madre y el desapego a su padre, a quien odia a partir de los doce años. Curiosamente, su padre era muy parecido a él en muchos aspectos; tenían los mismos rasgos físicos y el mismo carácter irritable y neurótico. En cierto modo, el drama de Fernando se resume al conflicto no resuelto entre padre-madre-hijo. Cuando esto no se resuelve satisfactoriamente, el niño o la niña, ya adultos, son incapaces de experimentar una relación sentimental que prescinda del sufrimiento de un tercero. Fernando tuvo una madre amorosa y protectora, y un padre alcohólico, mujeriego y terriblemente violento. Todo su comportamiento adulto, incluso su atroz relación con Alejandra, tiene su origen en la reacción contra su padre:


[«Muchas veces lo vi entregarse a un sorprendente ascetismo, como si quisiera mortificarse. Períodos que rompía entregándose a una lujuria sádica, en los que utilizaba las mujeres para una especie de infernal satisfacción, despreciándolas al mismo tiempo y rechazándolas luego con irónica violencia, acaso como culpables de su imperfección. Creo que únicamente quiso a su madre, aunque me resulta arduo imaginar que aquel muchacho pudiera querer a nadie, si por esa palabra intentamos expresar alguna forma del afecto, del cariño o del amor. Quizá sólo sintiera por su madre una pasión enfermiza e histérica.»]


Solo podemos intuir la naturaleza de la relación entre Fernando y su madre. De ningún modo podemos afirmar que haya sido incestuosa. Lo que sí resulta claro es que, a medida que Fernando va creciendo [según Bruno], este va transformándose en un ser imprevisible, degradado espiritualmente, cuyo descenso a lo subterráneo de algún modo le permite respirar. En su estado psicológico, el mundo de la superficie, con sus normas y tabúes, le resulta sofocante.

Pero también hay coraje en Fernando. No todos están dispuestos a enfrentar la verdad, sobre todo cuando esta involucra actos tan aberrantes como los que cometió con su hija. El Informe sobre ciegos es su manera de enfrentar esa verdad, y sabe que esto conducirá a un desenlace fatal. Lo mismo pasa con Alejandra. Ella tiene una cita definitiva con su padre-amante, y por eso termina la relación con Martín, y con todo vínculo sentimental sano. Para ambos, el encuentro con la verdad termina en la muerte.

Ahora bien, Fernando se ve a sí mismo como alguien que lucha contra el mal, y su investigación lo llevará a reconocer que él es el mal contra el que ha creído luchar. Este es el encuentro con el Arquetipo de la Sombra, esa parte de la personalidad que ha sido reprimida, y que solo aparece en la superficie de la consciencia en el odio que sentimos por ciertos aspectos o rasgos de los demás.

Fernando proyecta su Sombra [el mal] en otros, y por eso trata de combatirla. No es caprichoso que elija a los ciegos como objetos de la proyección del Arquetipo de la Sombra. En Informe sobre ciegos evoca repetidamente la figura de Edipo, guiando al lector a hacer asociaciones con el mito [el griego y el freudiano]. Más aún, el Complejo de Edipo es la base de la tragedia de Sobre héroes y tumbas, el origen de todos los conflictos de los personajes, incluida la relación entre Fernando y su hija [ver: Lo que Freud no te contó sobre el Complejo de Edipo]

Sobre héroes y tumbas no es una novela gótica, pero sí utiliza algunos recursos del género. En la novela gótica, la oscuridad conduce a un espacio donde rige lo desconocido. En contraste con la claridad del día, la noche distorsiona nuestra percepción de la realidad. Ernesto Sábato utiliza algunos temas y motivos de la literatura gótica pero actualizándolos con su visión trágica de la historia Argentina, representada en la familia Olmos. En este contexto, Sobre héroes y tumbas explora dos facetas fundamentales de la novela gótica: la irrupción violenta del pasado y su consecuencia, la locura [ver: En el Manicomio: la locura en la ficción gótica]

Fernando actúa de acuerdo a su propia racionalidad, hasta que el pasado [el tormento que inflingió sobre su hija] irrumpe en su consciencia presente.

En la literatura gótica encontramos una y otra vez la misma dinámica: no podemos escapar del pasado, y nuestro presente [incluso cuando es plácido y armonioso] está construído sobre los cimientos de terroríficas transgresiones, ya sean en el pasado familiar como nacional: crímenes, torturas, violaciones, asesinatos, genocidios, etc. Todo eso está agazapado. Por eso la ficción gótica tiene menos que ver con el miedo y el horror que con la angustia y la repulsión. Aquí podemos pensar en el concepto de lo Siniestro [Unheimlich] acuñado por Sigmund Freud, es decir, aquello que está oculto y no debe ser revelado, pero que termina manifestándose en aquello que nos resulta oscuramente familiar, como nuestro pasado. En otras palabras, lo Siniestro es todo el contenido reprimido, es decir, aquello que debía haber quedado oculto, secreto, pero que se ha manifestado [ver: Lo Siniestro en la ficción: cuando lo extraño se vuelve familiar]

Esto resume la tragedia de Fernando Vidal Olmos y su hija, Alejandra.

Informe sobre ciegos comienza con esta invocación gótica y continúa con lo que supuestamente es un reporte racional y científico, pero a medida que Fernando indaga en lo subterráneo [su subconsciente], todo se vuelve irracional:


[«Recuerdo perfectamente, en cambio, los comienzos de mi investigación sistemática (la otra, la inconsciente, acaso la más profunda), ¿cómo puedo saberlo?»]


Como todo narrador gótico, Fernando se esfuerza por convencer al lector de que todo lo que cuenta es real. Para ello apela al rigor de la razón y lógica; sin embargo, lo único que legitima su investigación es la irracionalidad, como la descripción de sueños y pesadillas, el uso de conceptos del ocultismo y el esoterismo, todos elementos corrientes en la literatura gótica y contrarios al método científico:


[«La investigación, claro, terminó donde debía empezar de verdad: en el umbral inviolable. En cuanto al dominio por medio de los sueños, las pesadillas y la magia negra, no vale la pena demostrar que la Secta tiene a su servicio a todo el ejército de videntes y brujas de barrio, de curanderos, manosantas, tiradores de cartas y espiritistas. Muchos de ellos, la mayoría, son meros farsantes; pero otros tienen auténticos poderes y, lo que es curioso, suelen disimular esos poderes bajo la apariencia de cierto charlatanismo.»]


La literatura gótica cuestiona lo que se da por sentado como real [esa es la estrategia de Fernando] para resaltar la irracionalidad del ser humano y cómo estos aspectos son los que terminan definiendo nuestra realidad, que aceptamos como lógica y racional.


[«Muchos años tuvieron que transcurrir para que pudiera sobrepasar las defensas exteriores. Y así, paulatinamente, con una fuerza tan grande y paradojal como la que en las pesadillas nos hacen marchar hacia el horror, fui penetrando en las regiones prohibidas donde empieza a reinar la oscuridad metafísica, vislumbrando aquí y allá, al comienzo indistintamente, como fugitivos y equívocos fantasmas, luego con mayor y aterradora precisión, todo un mundo de seres abominables.»]


Esta atmósfera gótica a lo largo de Informe sobre ciegos alerta al lector sobre los peligros de negar lo irracional, pero también los riesgos de permitir que lo irracional se apodere del control de nuestra psique, tal como le sucede a Fernando Vidal Olmos. Así lo refiere el propio Ernesto Sábato a través de Bruno, cuando este dice que el Informe sobre ciegos es el delirio de un lunático que no supo poner límites a su locura:


[«Parecen revelar sus momentos de alucinaciones y de delirio, momentos que, en rigor, abarcaron casi toda la última etapa de su existencia, esos momentos en que se encerraba o desaparecía.»]


Las ideas de Fernando sobre la Secta de los Ciegos se basa en las obsesiones que él mismo ha ido acumulando a lo largo de su vida, obsesiones y fantasías relacionadas con el mal y las prohibiciones que nos impone la sociedad desde la infancia [tabúes]. El deseo pecaminoso por Alejandra, su hija, que de algún modo es el desplazamiento de su deseo original por su madre, Ana María, refuerza el carácter psicótico de Fernando, el cual se proyecta en la creación de la Secta, generando un hilo conductor en sus fantasías.

Desde sus comienzos, la literatura gótica se ha enfrentado al tema del incesto por tratarse de uno de los tabúes más arraigados. Transgredirlo es la última frontera en la cultura occidental. En esta línea se inscribe La misteriosa madre (The Mysterious Mother, 1768) de Horace Walpole, quien solo se atrevió a imprimir un puñado de copias que repartió entre sus amigos más cercanos, debido a la relación pecaminosa entre sus protagonistas [madre e hijo]. Algo similar ocurre en Matilda (Matilda, 1819) de Mary Shelley, y La caída de la Casa Usher (The Fall of the House of Usher) de Edgar Allan Poe [ver: Lo Siniestro en los relatos de Edgar Allan Poe]

La literatura gótica utiliza estos tabúes precisamente porque el ser humano los reprime en el inconsciente y los castiga en el plano real; pero las prohibiciones, así como afloran en los sueños del individuo, se manifiestan colectivamente en la ficción a través de ciertos ambientes, situaciones y personajes. En el gótico, el villano promedio posee una apariencia enigmática y perturbadora, una extraña belleza física y un gran magnetismo. En este sentido, Fernando Vidal Olmos se vincula con una larga tradición de villanos góticos, como los que pueblan las páginas de El castillo de Otranto (The Castle of Otranto) de Horace Walpole; Vathek (Vathek) de William Beckford; El monje (The Monk) de Matthew Lewis; El italiano (The Italian) de Ann Radcliffe: y Melmoth (Melmoth) de Charles Maturin. En todas estas novelas desfilan villanos que exhiben una tenebrosa belleza o llevan marcados en el rostro los estigmas de su maldad.

Como seres humanos podemos empatizar con Fernando Vidal Olmos. Por supuesto, sus acciones son injustificables, pero de todos modos podemos entender el núcleo de su conflicto. Si lo Siniestro es un impulso emocional reprimido, si esa represión genera angustia hasta que estalla [o, en el caso de Fernando, hasta que se concreta en su relación con Alejandra], entonces todos estamos sujetos a la misma dinámica; porque cuando ese impulso se manifiesta, no lo percibimos como algo novedoso: siempre fue familiar en nuestra vida interior. Solo se tornó extraño mediante el proceso de represión.

Desde niño, Fernando ha manifestado un comportamiento cruel, como perforar los ojos de las aves o amputarle las patas traseras a los sapos. Su padre castigó duramente estos comportamientos, lo cual solo terminó alimentándolos, porque los forzó a ser reprimidos. Si los arrebatos de crueldad de Fernando hubieran sido canalizados, en lugar de reprimidos, hubiera sido un hombre funcional. En cambio, se convirtió en una cloaca de contenidos reprimidos que su conciencia adulta enfocó en un solo objetivo: los Ciegos.

Este es el ciclo de lo Siniestro en su forma más pura [represión, latencia, retorno], pero no es necesario partir de la base de la crueldad animal para generar un adulto capaz de cometer verdaderas atrocidades. Un niño que sufre bullying al que no se le permite canalizar sus emociones, y se lo obliga a reprimirlas, puede terminar en un adulto con una gran capacidad autodestructiva. Partiendo de esta condición primaria, Fernando se siente atraído y obsesionado por el mismo mal que ha reprimido en su interior. Toda su vida adulta ha estado dedicada a investigar a los ciegos; por lo tanto, la presencia de los ciegos es un símbolo de lo Siniestro en Sobre héroes y tumbas.

Ernesto Sábato utiliza las ideas de Sigmund Freud con maestría, incluso involucra a la ceguera, que Freud empleó para analizar lo Siniestro a través del relato de E.T.A. Hoffmann: El hombre de arena (Der Sandmann); esencialmente una especie de Hombre de la Bolsa que colecciona ojos [ver: Freud, el Hombre de Arena, y una teoría sobre el Horror].

El Hombre de Arena comenzó siendo un hombre noble y generoso, pero cuando perdió la vista se volvió egoísta y violento. Del mismo modo, Fernando comienza siendo un muchacho problemático que se ha impuesto la tarea de descubrir los secretos de la Secta, convirtiéndose en un ser cada vez más monstruoso a medida que se acerca a la verdad:


[«Soy un investigador del Mal. ¿Y cómo podría investigarse el Mal sin hundirse hasta el cuello en la basura?»]


En este punto, Fernando ignora que la Secta es una proyección de su propia Sombra. Considera que esta organización es la expresión más acabada del Mal, y él, como una especie de justiciero, se propone irrumpir en ella. En el proceso llega a una serie de reflexiones metafísicas asombrosas: el gnosticismo.


[«Dios fue derrotado antes del comienzo de los tiempos por el Príncipe de las Tinieblas, es decir, por lo que luego sería conocido como el Príncipe de las Tinieblas. Una vez derrotado Dios, Satanás hace circular la versión de que el derrotado es el Diablo. Y así termina de desprestigiarlo, como responsable de este mundo espantoso. Lo cierto, lo indudable, es que el Mal domina la tierra. Mi conclusión es obvia. Sigue gobernando el Príncipe de las Tinieblas. Y ese gobierno se hace mediante la Secta de los Ciegos. Es tan claro que casi me pondría a reír sino me poseyera el pavor.»]


Es importante mencionar que, cuando Fernando irrumpe en el mundo subterráneo de las Tinieblas [las cloacas de Buenos Aires], ya es un hombre que ha perdido la esperanza. La pulsión de vida lo ha abandonado. Ya no se aferra a existir biológicamente. Lo Siniestro se ha apoderado por completo de su personalidad. De este modo, Fernando comienza un viaje hacia su propio interior para reconocer que esa maldad, que cree externa, en realidad es interna, es decir, reprimida por la desafortunada intervención de sus padres [ver: En el Metro: el horror subterráneo de lo reprimido]

Atinadamente, Ernesto Sábato hace que ese descenso hacia las profundidades del ser ocurra en el oscuro mundo subterráneo de los ciegos. De algún modo, Fernando siente que ese entorno es familiar, no extraño, precisamente porque en las cloacas resuenan los contenidos reprimidos de su psique:


[«Más de una vez en mi vida había meditado en la existencia de aquella red subterránea, sin duda por mi tendencia a cavilar sobre sótanos, pozos, túneles, cuevas, cavernas y todo lo que de una manera o de otra está vinculado a esa realidad subterránea y enigmática: lagartos, serpientes, ratas, cucarachas, comadrejas y ciegos.»]


El descenso al mundo de las tinieblas, que en primera instancia es físico, pronto continua metafísicamente. En otras palabras, Fernando realmente se introduce en las cloacas, pero el verdadero viaje se produce en su mente a medida que desciende por las alcantarillas de su propia conciencia. A medida que se producen los dos descensos, más se intercalan y confunden estos dos planos, hasta llegar a un punto en que es imposible determinar en qué plano está Fernando [el físico o el mental] y, por lo tanto, a cuál de ellos corresponden sus descripciones.

Cuando Fernando por fin llega al centro del Reino de las Tinieblas, llega también al núcleo de su conciencia. Ve ratas, reptiles, arañas, monstruos espeluznantes que no son más que una proyección de los contenidos reprimidos durante tantos años [ver: Vermifobia: gusanos y otros anélidos freudianos en la ficción]. En este contexto, esa sucesión de imágenes [simbólicas] dejan a Fernando en un estado de trance, entre la alucinación y la lucidez, hasta que eventualmente se hunde en el delirio. Entonces siente que su cuerpo está cambiando:


[«Mi cuerpo se iba convirtiendo en el cuerpo de un pez. Mis extremidades se transformaban repugnantemente en aletas y sentí que mi piel se cubría de duras escamas.»]


Informe sobre ciegos continúa con Fernando Vidal Olmos regresando en sí en la habitación donde lo tienen cautivo. Allí atisba la presencia de la Ciega, que le transmite una sensación siniestra. En efecto, la mujer le parece extraña y, a la vez, familiar. En ese momento, la Ciega se revela como su hija, Alejandra [ver: El cuerpo de la mujer en el Gótico]

Ante esa revelación, Fernando no puede hacer otra cosa que sucumbir, entregarse a la tentación. La Ciega-Alejandra le brinda la posibilidad de satisfacer aquel deseo impío que mantuvo reprimido, el cual es el elemento Siniestro más grotesco de Informe sobre ciegos: Fernando Vidal Olmos consumará una relación con su hija.

Este acto entre Fernando y Alejandra es la culminación del descenso al inframundo.

A lo largo de toda la novela se nos brindan algunas pistas sobre las motivaciones de Fernando Vidal Olmos para amar físicamente a su hija. Son numerosas las ocasiones en las que él deja entrever su deseo, e inclusive su amor hacia ella; lo cual subraya nuevamente el elemento Siniestro en términos de un impulso o deseo que estuvo reprimido [en la oscuridad] y de pronto reaparece.

Después de consumar este acto despreciable, Fernando aparece en su habitación [no se explica cómo llegó allí] y se dirige al Mirador del barrio de Barracas, donde Alejandra lo espera para asesinarlo y quemar la casa, con ella adentro. En cierto modo, el encuentro entre ambos es la antesala del infierno. Fernando arde en el fuego que él mismo ha ido alimentado durante toda su vida, arruinando a todos a su alrededor, incluida su hija. Alejandra también arde, pero quizás en las llamas de la purificación [ver: Carmilla, Lucy y Helen: el monstruo femenino como figura de resiliencia]




Taller gótico. I El lado oscuro de la psicología.


Más literatura gótica:
El artículo: El poder de las tinieblas: análisis de «Informe sobre ciegos» de E. Sábato fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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