«Cielo de claraboyas»: Silvina Ocampo; relato y análisis.


«Cielo de claraboyas»: Silvina Ocampo; relato y análisis.




«Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos,
una cabeza donde florecían rulos de sangre atados con moños.»


Cielo de claraboyas es un relato de terror de la escritora argentina Silvina Ocampo (1903-1993), publicado en la antología de 1937: Viaje olvidado.

Cielo de claraboyas, uno de los grandes cuentos de Silvina Ocampo, relata la historia de una niña [tal vez de la burguesía de Buenos Aires], que observa e interpreta los hechos escalofriantes que suceden en el piso de arriba a través de una perspectiva que distorsiona y desenfoca: una claraboya. Desde abajo del techo vidriado la Narradora observa una breve secuencia de sucesos inquietantes que conducen al asesinato de una niña.

La Narradora dispone apenas de un cuadrado de interpretación [la claraboya] y los sonidos apagados que le llegan desde el departamento superior. Pies desnudos, faldas, zapatos, van articulando la relación de los individuos que viven arriba. A través de la semitransparencia de la claraboya somos testigos de tres pares de zapatos adultos que rodean dos piecitos calzados con zapatos infantiles. Se trata, quizás, de un matrimonio con una niña, pero a esa constelación se suma la figura de una mujer amenazante, calzada con botines negros:


«Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones que al desatarse provocan accesos mortales de rabia. La falda con alas de demonio volvió a revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de saltar; los pies corrían en rondas sin alcanzarse; la falda corría detrás de los piecitos desnudos, alargando los brazos con las garras abiertas, y un mechón de pelo quedó suspendido, prendido de las manos de la falda negra, y brotaban gritos de pelo tironeado.»


La mujer con botines negros es, quizás, la nueva institutriz, una figura terrorífica para la mirada infantil de 1937. Desde la perspectiva de la Narradora, Leonor [la institutriz] se ve como «una pollera disfrazada de tía», «con los pies embotinados de institutriz perversa» y «una voz de cejas fruncidas y de pelo de alambre». Sobre Celestina [probablemente de la misma edad que la Narradora] solo vemos sus «pies desnudos», su camisón, «saltando con un caramelo guardado en la boca». La niña se encuentra en un estado de vulnerabilidad. Es víctima de violencia. Su sangre se verá a través de la claraboya en un episodio abierto a la interpretación. No sabemos si sufrió un accidente o fue asesinada, pero la perpetradora es la mujer que debía cuidarla [ver: El cuerpo de la mujer en el Horror]

Cielo de claraboyas, narrado y protagonizado por dos niñas, está repleto de símbolos y personificaciones surrealistas: la reja del ascensor tiene «flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro negro», los cables parecen «grandes serpientes» capaces de hipnotizar, lo cual genera una atmósfera de cuento de hadas en su sentido original, donde la inocencia es acechada por la oscuridad, donde la infancia y la imaginación se enfrentan contra la cruda y prosaica edad adulta [ver: Por qué los cuentos de hadas no son para chicos]

Cielo de claraboyas sigue un patrón recurrente en los cuentos de Silvina Ocampo: la infancia, el despertar de la sexualidad, la amenaza de la Muerte personificada en un adulto. Estas historias se enfocan en personajes marginados para la época: niñas, mujeres, sirvientas, por lo que el escenario predominante es lo doméstico, un ámbito de relaciones tensas, a veces crueles, desiguales, violentas [ver: Horror Doméstico]. Pero el rasgo más notable de Silvina Ocampo es la perspectiva que utiliza para observar estas realidades. Las miradas de sus narradores nunca provienen de un lugar lógico, esperado, incluso accesible para el escritor. En esta historia, por ejemplo, tenemos a una niña que dirige su mirada voyeurista a través de la claraboya para ver, pero sobre todo para interpretar a partir de elementos incompletos, a la familia que vive arriba.

Desde esa perspectiva, el lector apenas obtiene una pequeña y difusa abertura al drama. Los vínculos, actividades y emociones se perciben desde abajo, de modo que cada persona es referida a través de sus zapatos, sus faldas, o sus voces apagadas. La infancia se asoma al mundo adulto y empieza a descubrir sus peligros, como si tuvieras 8 años y escucharas una fuerte discusión entre adultos a través de una puerta cerrada. Este enfoque inusual no es caprichoso. Obliga al lector a asumir [o a recordar] la perspectiva de un niño que percibe el mundo «desde abajo», un mundo donde las personas que deberían cuidarte a menudo son las que te lastiman.

Silvina Ocampo va dejando rastros sonoros que acentúan esa perspectiva infantil, como la pianola trabada en la misma nota, la cuerda sobre la cual salta rítmicamente la niña de arriba, risas, pasos, el roce de las faldas, un reloj [«como un árbol»] que da la hora, «gritos de pelo tironeado», el golpe en la cabeza de Celestina; y un «silencio profundo, como el que precede al llanto de un chico golpeado» [ver: La Casa como representación del cuerpo de la mujer]

Cielo de claraboyas se inscribe en la tradición gótica. Sitúa el horror desde la perspectiva de los «marginados» del sistema, aquellos que no poseen autoridad, poder de decisión y libre albedrío [en este caso, mujeres y niños]. En cierto modo, la historia participa de lo Siniestro [unheimliche] propuesto por Sigmund Freud al analizar El Hombre de Arena (Der Sandmann) de E.T.A. Hoffmann, pero desviando el foco hacia un territorio novedoso. Freud se centró en el miedo a la castración, dando por sentado que la masculinidad es la síntesis del género humano. En cambio, Silvina Ocampo se centra en los miedos femeninos, sobre los cuales el psicoanálisis freudiano no se interesó en la misma medida [ver: Freud, el Hombre de Arena, y una teoría sobre el Horror]

Pero la cuestión de género es menos importante en Cielo de claraboyas que la oposición infancia/adultez. La representación de las figuras en esta historia es predominante femenina, pero lo que interesa es la relación de poder, el autoritarismo, que bien puede ser ejercido dentro del universo femenino. Silvina Ocampo nos obliga a tomar la perspectiva infantil, una estrategia que nos condena a la impasibilidad, a «no saber», a ser testigos mudos de la crueldad. Esto, además, desmitifica la noción de la inocencia infantil como una especie de estado de gracia. La «inocencia» de la Narradora de Cielo de claraboyas se traduce en no saber qué ocurre en el piso de arriba, porqué ocurre, pero también en aceptar y naturalizar la situación, al punto de no hacer nada cuando escucha: «¡Voy a matarte!», tampoco cuando la mujer persigue a Celestina.

Aunque Silvina Ocampo no describe explícitamente la mecánica de la muerte, si tuviésemos que hacer un trabajo detectivesco y reconstruir lo que sucedió en el piso de arriba a partir de las pocas pistas que nos deja la Narradora, diríamos que Celestina observa la caída accidental de su institutriz [tropieza o se resbala mientras persigue a la nena], y rompe en una estruendosa carcajada. Humillada, la mujer comienza a golpearla hasta matarla.

La escena es observada a través de un doble filtro: el vidrio de la claraboya y la mirada infantil de la Narradora, que emplea elementos del cuento de hadas y motivos religiosos: el «cielo» de la claraboya, la figura demoníaca de la institutriz [un «diablo negro»], la mención de los «pies aureolados como santos», el martirio de Celestina, etc. Es decir que existen varios pliegues entre lo que realmente sucedió y lo que nos llega como lectores. Todos los puntos ciegos, que son muchos debido a la pequeña superficie de la claraboya, son rellenados por la imaginación de la Narradora. Por ejemplo, recurre al arquetipo de la bruja de los cuentos de hadas para describir a la institutriz, no porque tenga elementos para suponerlo, simplemente une la idea de la vejez femenina con la perversidad, lo cual, en su imaginación, equivale a «bruja».

Silvina Ocampo es astuta. La idea de que la claraboya enturbia los hechos se superpone con la posibilidad de que ese filtro le permita a la Narradora enforcarse en lo que verdaderamente inmporta. En este contexto, la claraboya no espesa la realidad, la depura. Un testigo adulto podría encontrar dificultades para saber qué paso, pero no la Narradora, que puede recurrir a su imaginación para iluminar los puntos ciegos. Esta distancia entre su discurso [tamizado por motivos infantiles] y la atrocidad del asesinato genera un efecto demoledor: la cabeza rota de Celestina, la sangre filtrándose por una rajadura del vidrio, es una imagen dura, pero la interpretación de la Narradora de las gotas de sangre como «soldaditos» que caen sobre el piso del patio es devastadora para el lector, aunque ella parece fascinada [ver: La atracción por lo Macabro en la ficción]

Esta distancia entre un asesinato y la mirada infantil de la Narradora es la distancia entre dos esferas de existencia separadas: la infancia y la muerte. La Narradora simplemente no cuenta con las herramientas para describir los hechos; debe recurrir a su limitada experiencia, a los cuentos de hadas, a su percepción de la religión, a los eufemismos que emplean los adultos para hablar sobre la muerte a los chicos. Silvina Ocampo tensa estos dos universos y, además de producir un asesinato infame, sitúa a su Narradora ante la muerte de una par a manos de un adulto cuya profesión, además, es cuidar a los niños.

Cielo de claraboyas no cuenta lo ocurrido en el piso superior, es una representación, una continuidad del proceso imaginativo de la Narradora, como si se tratara del climax de un cuento de hadas donde el Lobo devora a Caperucita Roja al final [ver: ¡No salgas del camino! El Modelo «Caperucita Roja» en el Horror]. No es el trauma de lo que observa y oye lo que activa esta especie de mecanismo de defensa: ella comienza el relato dentro de un discurso imaginativo. Los ojos «hipnotizados» de la Narradora se «enganchan» en los cables del ascensor [que son como «serpientes»] de la casa a la que solían llevarla de visita. El resto se presagia en esta apertura: se trata del ascensor que lleva al piso de arriba, donde se encuentra la «casa misteriosa» que luego concentrará toda su atención.

El lenguaje de la Narradora es estrafalario, exagerado, que no siempre respeta la sintaxis. El estilo es eficaz para recrear este de grotesco espectáculo de marionetas a través del escenario de la claraboya, donde los comportamientos son extremos, sobreactuados. Vemos «una pollera disfrazada de tía» y oímos una sola voz [la de la institutriz], «una voz de cejas fruncidas y pelo de alambre» que grita una y otra vez: «¡Celestina, Celestina!». A través de los vidrios de la claraboya, que no son un obstáculo sino un dispositivo de amplificación sensorial, la Narradora observa la sombra de una pollera «con alas de demonio» que persigue los «piecitos desnudos» de la nena que corre vestida con un camisón. El climax de esta desarticulación de los cuerpos se produce cuando la pollera «alarga los brazos con las garras abiertas», anunciando el dramático final.

En cierto modo, la Narradora es la quintaescencia de la parábola de la cueva de Platón [atribuída a Sócrates]:


«Imagina a los seres humanos como si estuvieran en una cueva subterránea. Están en ella desde la infancia, con las piernas y el cuello atados de manera que no pueden moverse. Su luz proviene de un fuego detrás de ellos. Entre el fuego y los prisioneros hay un camino, a lo largo del cual se ve un muro. […] Luego imagina a lo largo de este muro seres humanos cargando toda clase de artefactos, que sobresalen del muro, y estatuas de hombres y otros animales labrados en madera y toda clase de materiales. Como es de esperar, algunos de los portadores emiten sonidos mientras que otros guardan silencio.»


Cuando estos prisioneros son liberados, descubren que la forma real de todo aquello de lo que sólo habían visto la sombra no coincide con su concepción de la realidad, y regresan a ella. La Narradora de Cielo de claraboyas es como estos prisioneros de Sócrates, pero todavía no ha sido liberada. Lo que ve son los vuelos del camisón de la nena, sus pies desnudos, los botines de la perversa institutriz, la persecusión, oye los gritos, los golpes, y al final ve la sangre que se filtra por una rajadura. El lector, en cambio, es como uno de los prisioneros de Sócrates que ha salido de la cueva, es decir, que conoce la forma real de todo lo que la Narradora percibe fragmentariamente desde su «cueva» en el piso de abajo.

El lector puede sacar conclusiones adicionales: la escena es lineal: una vieja asesina a una víctima infantil con nombre «celestial», símbolo de su inocencia, por motivos banales: la irritación que provoca una niña que no se quiere ir a dormir, y que además se ríe cuando intenta alcanzarla. Observar esta pesadilla de forma directa requeriría un lenguaje criminológico, pero Silvina Ocampo la convierte en algo más al narrarla desde la perspectiva fragmentada de una chica en el piso de abajo, a través de una claraboya.

Los hechos [como suele suceder en nuestra dimensión] son linales, pero, desde la «cueva», la relación causa-efecto resulta desconcertante. Los enlaces son inciertos. El cuento insinúa y frustra la continuidad, por ejemplo, entre el grito amenazador de la institutriz y la rotura de la jarra de loza, a tal punto que un buen abogado, basándose únicamente en el testimonio de la Narradora, podría argumentar que la muerte de Celestina fue un accidente involuntario, no un crimen intencional. Como fiscales tendríamos serios problemas para probar intencionalidad, pero esta existe: Celestina ríe y salta la soga mientras come un caramelo, se divierte haciendo una travesura y juega a ser perseguida, solo que su perseguidora no está jugando, no el mismo juego, al menos.

Silvina Ocampo hace que toda la situación sea más tolerable, no solo el crimen, sino la mirada fascinada de la Narradora, cuando dice que una cabeza destrozada se «dibuja» en el vidrio, o que los «rulos» ensangrentados de Celestina «florecen» entre moños. Pero, ¿quién vería en este crimen atroz, en este pobre cuerpito sin vida, imágenes de florecimiento? ¿Quién pensaría en «soldaditos» de juguete al ver las gotas de sangre filtrándose desde el piso de arriba? ¿Una niña con la misma edad de la víctima o la victimaria? ¿Con quién se identifica la Narradora? ¿Con Celestina o con su asesina?




Cielo de claraboyas.
Cielo de claraboyas, Silvina Ocampo (1903-1993)

La reja del ascensor tenía flores con cáliz dorado y follajes rizados de fierro negro, donde se enganchan los ojos cuando uno está triste viendo desenvolverse, hipnotizados por las grandes serpientes, los cables del ascensor.

Era la casa de mi tía más vieja adonde me llevaban los sábados de visita. Encima del hall de esa casa con cielo de claraboyas había otra casa misteriosa en donde se veía vivir a través de los vidrios una familia de pies aureolados como santos. Leves sombras subían sobre el resto de los cuerpos dueños de aquellos pies, sombras achatadas como las manos vistas a través del agua de un baño. Había dos pies chiquitos, y tres pares de pies grandes, dos con tacos altos y finos de pasos cortos. Viajaban baúles con ruido de tormenta, pero la familia no viajaba nunca y seguía sentada en el mismo cuarto desnudo, desplegando diarios con músicas que brotaban incesantes de una pianola que se atrancaba siempre en la misma nota. De tarde en tarde, había voces que rebotaban como pelotas sobre el piso de abajo y se acallaban contra la alfombra.

Una noche de invierno anunciaba las nueve en un reloj muy alto de madera, que crecía como un árbol a la hora de acostarse; por entre las rendijas de las ventanas pesadas de cortinas, siempre con olor a naftalina, entraban chiflones helados que movían la sombra tropical de una planta en forma de palmera. La calle estaba llena de vendedores de diarios y de frutas, tristes como despedidas en la noche. No había nadie ese día en la casa de arriba, salvo el llanto pequeño de una chica (a quien acababan de darle un beso para que se durmiera,) que no quería dormirse, y la sombra de una pollera disfrazada de tía, como un diablo negro con los pies embotinados de institutriz perversa.

Una voz de cejas fruncidas y de pelo de alambre que gritaba “¡Celestina, Celestina!”, haciendo de aquel nombre un abismo muy oscuro. Y después que el llanto disminuyó despacito… aparecieron dos piecitos desnudos saltando a la cuerda, y una risa y otra risa caían de los pies desnudos de Celestina en camisón, saltando con un caramelo guardado en la boca. Su camisón tenía forma de nube sobre los vidrios cuadriculados y verdes. La voz de los pies embotinados crecía: “¡Celestina, Celestina!”. Las risas le contestaban cada vez más claras, cada vez más altas. Los pies desnudos saltaban siempre sobre la cuerda ovalada bailando mientras cantaba una caja de música con una muñeca encima.

Se oyeron pasos endemoniados de botines muy negros, atados con cordones que al desatarse provocan accesos mortales de rabia. La falda con alas de demonio volvió a revolotear sobre los vidrios; los pies desnudos dejaron de saltar; los pies corrían en rondas sin alcanzarse; la falda corría detrás de los piecitos desnudos, alargando los brazos con las garras abiertas, y un mechón de pelo quedó suspendido, prendido de las manos de la falda negra, y brotaban gritos de pelo tironeado.

El cordón de un zapato negro se desató, y fue una zancadilla sobre otro pie de la falda furiosa. Y de nuevo surgió una risa de pelo suelto, y la voz negra gritó, haciendo un pozo oscuro sobre el suelo: “¡Voy a matarte!”. Y como un trueno que rompe un vidrio, se oyó el ruido de jarra de loza que se cae al suelo, volcando todo su contenido, derramándose densamente, lentamente, en silencio, un silencio profundo, como el que precede al llanto de un chico golpeado.

Despacito fue dibujándose en el vidrio una cabeza partida en dos, una cabeza donde florecían rulos de sangre atados con moños. La mancha se agrandaba. De una rotura del vidrio empezaron a caer anchas y espesas gotas petrificadas como soldaditos de lluvia sobre las baldosas del patio. Había un silencio inmenso; parecía que la casa entera se había trasladado al campo; los sillones hacían ruedas de silencio alrededor de las visitas del día anterior.

La falda volvió a volar en torno de la cabeza muerta: “¡Celestina, Celestina!”, y un fierro golpeaba con ritmo de saltar a la cuerda.

Las puertas se abrían con largos quejidos y todos los pies que entraron se transformaron en rodillas. La claraboya era de ese verde de los frascos de colonia en donde nadaban las faldas abrazadas. Ya no se veía ningún pie y la falda negra se había vuelto santa, más arrodillada que ninguna sobre el vidrio.

Celestina cantaba Les Cloches de Corneville, corriendo con Leonor detrás de los árboles de la plaza, alrededor de la estatua de San Martín. Tenía un vestido marinero y un miedo horrible de morirse al cruzar las calles.


Silvina Ocampo (1903-1993)




Relatos góticos. I Relatos de Silvina Ocampo.


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El análisis y resumen del cuento de Silvina Ocampo: Cielo de claraboyas, fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

nito dijo...

Que quiere que le diga... nuevamente sus análisis hacen muy interesantes relatos que, a mi criterio, no merecen ser leídos dos veces.



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