«Los idiotas»: Joseph Conrad; relato y análisis.
Los idiotas (The Idiots) es un relato victoriano del escritor polaco-británico Joseph Conrad (1857-1924), publicado en el periódico The Savoy, en 1896, y luego reeditado en la antología de ese mismo año: Cuentos de inquietud (Tales of Unrest).
Los idiotas, uno de los mejores cuentos de Joseph Conrad, es considerado su opera prima, a pesar de no ser su primer relato publicado. Fue escrito en circunstancias extrañas, para algunos, durante los momentos de ocio de su luna de miel, detalle ominoso si tenemos en cuenta la extensión del relato.
Los idiotas.
The Idiots, Joseph Conrad (1857-1924)
Recorríamos el camino de Tréguier a Kervanda. A trote ligero avanzamos entre los setos que coronaban los taludes a ambos lados; luego, al pie de la pronunciada cuesta que antes de Ploumar hay, el caballo aminoró la carrera y el cochero saltó pesadamente del pescante. Chasqueó el látigo y ascendió la cuesta marchando torpón colina arriba a la vera del carruaje, en el estribo una mano, fija la vista en el suelo. Enseguida alzó la cabeza, con el extremo del látigo señaló la cima de aquel trecho y dijo:
—¡Ahí está el idiota!
Caía el sol a plomo sobre la superficie ondulada de la tierra. Grupitos de árboles escuálidos remataban las eminencias, recortándose las ramas contra el cielo como si alzadas estuvieran sobre zancos. Los campos de labor, cercados por setos y tapias que sobre las lomas zigzagueaban, se aparecían como retazos rectangulares de vívidos verdes y amarillos, semejantes a los brochazos desmaña-dos de un cuadro naïf. Y dividía en dos el paisaje la franja blanca del camino que hacia lo lejos se extendía en largas sinuosidades, como río de polvo que entre las laderas culebreara en su recorrido hacia el mar.
—Ahí está el idiota —dijo el cochero nuevamente.
Entre la vegetación abundante que flanqueaba la carretera asomó un rostro al nivel de las ruedas mientras pasábamos despacio con el carruaje. Rojo estaba el rostro imbécil, y la cabeza apepinada de cabellos cortados al rape daba la falsa impresión de estar degollada, sumido el mentón en el polvo. Se perdía el cuerpo entre los arbustos que en la honda cuneta crecían espesos. Un rostro masculino era. Dieciséis años podía tener, a juzgar por su tamaño; acaso menos, acaso más. A tales criaturas las olvida el tiempo, y viven respetadas del desgaste de los años hasta que las acoge la muerte en su seno compasivo: la muerte fiel que ni al más insignificante de sus hijos olvida pese a la urgencia de su obra.
—¡Ah!, ahí está otro idiota —dijo el hombre, con cierto tono de satisfacción, como si avistara algo esperado.
Ahí estaba otro idiota. Hallábase en medio del camino bajo el ardor del sol y al inicio de su propia sombra achatada. Y tenía cada mano metida en la manga opuesta de su larga chaqueta y la cabeza hundida entre los hombros, todo encogido bajo el diluvio de fuego. Desde lejos presentaba todas las trazas de alguien que padeciera un frío intenso.
—Gemelos son —explicó el cochero.
Dos pasos se desplazó el idiota para apartarse de nuestra trayectoria y nos miró insolentemente mientras pasábamos rozándolo. Vacía y fija fue su mirada, una mirada absorta; mas no nos siguió con los ojos. Probablemente la visión pasó ante él sin dejar huella alguna en su cerebro informe. Alcanzado que hubimos la cima de la pendiente, volví la cabeza para lanzar una mirada a aquella criatura. Seguía en el camino justamente donde la habíamos rebasado. Se encaramó el cochero a su asiento, chascó la lengua y continuamos colina abajo. Con cierto menudeo chirriaba el freno de manera horrísona. Al pie de la colina se apaciguó el ruidoso mecanismo y el cochero dijo, volviéndose a medias en el pescante:
—Enseguida veremos algunos más.
—¿Más idiotas? ¿Cuántos hay, pues? —pregunté.
—Cuatro son, hijos de un granjero de las inmediaciones de Ploumar... Ya no viven los padres —agregó tras una pausa—. La granja la administra la abuela. Durante el día las criaturas corretean por este camino y a la caída del sol vuelven a casa con el ganado... La granja es de las mejores.
Vimos a los otros dos, niño y niña, tal como anunciara el cochero. Vestían de manera similar, con ropas desgarbadas y falda semejante a refajo. El ser imperfecto que llevaban dentro los movió a aullarnos desde el terraplén donde estaban tendidos entre recios tallos de aulagas. Destacaban sus cabezas tostadas peladas al rape entre la reluciente hilera amarilla de capullos innúmeros. Roja tenían la cara por el esfuerzo de gritar; sonaban las voces cascadas y huecas cual imitación maquinal de la voz de los ancianos: y cesaron de improviso al doblar nosotros mi recodo. Muchas veces iba yo a verlos en mis paseos por la región. En aquel camino vivían su vida, dejándose caer aquí y acullá, obedeciendo a los impulsos inexplicables de su oscuridad monstruosa. Constituían una ofensa al sol, un reproche al cielo vacío, una aberración sobre el vigor concentrado y nítido del paisaje agreste. A su debido tiempo fue cobrando forma ante mí la historia de sus progenitores merced a las negligentes respuestas, a las palabras indolentes escuchadas en hosterías a la vera de los caminos o en el camino mismo que frecuentaban aquellos idiotas. Parte de ella me la refirió un viejo demacrado y escéptico, armado de formidable látigo, mientras junto a una carreta cargada de algas chorreantes medíamos con nuestros pasos la playa. Más tarde y en ocasiones diversas confirmaron y completaron el relato otras personas, hasta que se me perfiló cabalmente: una historia terrible a la par que sencilla, como lo son siempre las revelaciones de oscuras tragedias sufridas por almas simples.
Al volver Jean-Pierre Bacadou del servicio militar había hallado avejentadísimos a sus padres. Observó con pesadumbre que no se realizaban de manera satisfactoria las faenas de la granja. Carecía el padre de la energía de días antiguos. Se aprovechaban los peones de la escasa vigilancia del amo. Advirtió apenado Jean-Pierre que el montón de abono en el patio ante la única entrada a la casa no era tan grande como debía. Precisaban reparaciones las vallas y el ganado padecía por falta de cuidados. Dentro de la casa vivía su madre prácticamente postrada en cama, y en la enorme cocina charloteaban ruidosamente las criadas, sin nadie que las regañase, desde que se levantaba el sol hasta el ocaso. Se dijo: “Fuerza es modificar todo esto”. Cierto atardecer debatió el asunto con su padre mientras los rayos del sol poniente que cruzaban el patio listaban de franjas luminosas las densas sombras de los cobertizos. Sobre el montón de abono flotaba un humillo opalino y oloroso, y alguna vez las correteantes gallinas paraban en sus picoteos para examinar, con mirada repentina de sus ojillos redondos, a los dos hombres talludos y enjutos que con acentos ásperos hablaban. El anciano, todo encogido por el reumatismo y abrumado por años de labor, y el joven, enhiesto y afilado, discutían graves y lentos, sin gesticulación al modo impávido de los campesinos. Pero antes de la caída de la noche habíase ya rendido el padre a los juiciosos alegatos filiales.
—No es por mí por quien discuto —insistió Jean-Pierre—. Es por la tierra. Duele verla tan mal explotada. No es por mí por quien me impaciento.
El anciano convino apoyado en su bastón.
—Sea, sea —musitó—. Tus razones tendrás. Obra a tu antojo. Complacida quedará tu madre.
Complacida quedó la madre con su nuera. Jean-Pierre introdujo con ímpetu el cochecillo en el patio. Trotaba al desgaire el caballo gris, y novia y novio, sentados uno a la vera del otro, se bamboleaban debido al sube y baja de las varas, de manera regular y brusca. Por el camino acudían, en parejas y grupos dispersos, los lentos convidados a la boda. Meciendo los desocupados brazos caminaban los hombres con paso jactancioso. Trajeados iban con ropas ciudadanas: chaquetas cortadas con desmañada elegancia, recios sombreros negros, enormes botas lustrosísimas. A su vera caminaban modestas sus esposas, todas de negro sencillo, con bonetes blancos y chales de apagados tonos plegados triangularmente a la espalda. Por delante entonaba el violín un son estridente, y voceaba y canturreaba la gaita, mientras un amenizador ejecutaba cabriolas con gran solemnidad, levantando en alto sus zuecos. Aparecía y desaparecía la oscura procesión en los senderos estrechos, a sol y sombra, entre campos y setos, asustando a los pajaritos, que en desbandada a diestra y siniestra huían. Ya en el patio de la granja Bacadou, la negra cinta se recogió en una masa de hombres y mujeres que a las puertas se apiñaban con gritos y saludos. Durante meses y más meses habría de guardarse memoria del banquete nupcial.
Fue un festejo espléndido celebrado en el huerto. Granjeros de considerable fortuna y reputación intachable se echaron a dormir en la cuneta, a todo lo largo del camino a Tréguier, incluso hasta el mediodía siguiente. Celebró toda la comarca la dicha de Jean-Pierre. Se mantuvo él sobrio, y permaneció en un discreto segundo término junto con su sumisa esposa, dejando que fueran su padre y su madre quienes cosecharan los debidos honores y gracias. Mas al día siguiente tomó férrea posesión de la granja, y sintieron los ancianos que una sombra —precursora de la tumba— caía sobre ellos definitivamente. De los jóvenes es el mundo. Sitio sobrado había en la casa cuando nacieron los gemelos, pues ya la madre de Jean-Pierre había ido a morar bajo una pesada losa en el camposanto de Ploumar. La mañana de aquel día, por vez primera desde el casamiento de su hijo, el anciano Bacadou, olvidado del grupo cacareante de extrañas mujeres que en la cocina se aglomeraban, abandonó su sillón junto a la chimenea y en el establo vacío se metió, sacudiendo acongojado sus canosos cabellos. Bien estaba eso de tener nietos, pero él quería su sopa al mediodía. Cuando le mostraron los bebés los miró largamente y murmuró algo así como: “Es excesivo”. Imposible poner en claro si quería significar excesivo regocijo o si simplemente calificaba así el incremento de su árbol genealógico. Exhibía un gesto ultrajado... en la medida en que podía hacer tal cosa su gastado rostro impávido; y durante mucho tiempo después fue visto, a casi cualquier hora diurna, sentado a la puerta, apoyada en las rodillas la nariz, entre las encías una pipa, recogido en una especie de furiosa hosquedad reconcentrada. Cierta vez le habló a su hijo aludiendo gruñón a los recién nacidos:
—Se pondrán a la greña por la herencia.
—Pierda usted cuidado, padre —repuso con aire estólido Jean-Pierre, e, inclinado hacia delante, siguió tirando de una vaca terca.
Era feliz, y asimismo lo era Suzanne, su esposa. No se trataba de una alegría etérea por haber aportado almas nuevas a la vida, acaso a la eternidad. Al cabo de unos catorce años serían de gran ayuda ambos chicos; y gustaba Jean-Pierre de figurarse a sus dos hijos, ya adultos, recorriendo la hacienda de parcela en parcela, recabando tributo de la tierra amada y fructífera. Suzanne era feliz asimismo porque no quería que la motejasen de infortunada, y ahora que era madre no podrían ya calificarla así. Algo de mundo habían visto tanto ella como su marido: él durante sus años de prestación del servicio militar, ella cuando pasó cosa de un año en París con una familia bretona; pero se había sentido en exceso nostálgica para permanecer muchísimo tiempo lejos de aquella verde y accidentada comarca ceñida por una árida circunferencia de peñascos y playas, donde ella naciera. Pensaba que acaso podría uno de sus hijos ordenarse sacerdote, pero de esto nada decía al marido, de ideas republicanas y que odiaba a “esos buitres”, como denominaba a los ministros de la religión. Espléndida ceremonia fue el bautizo. A él concurrió el distrito entero, pues muy adinerados e influyentes eran los Bacadou y, en determinadas ocasiones, no miraban en gastos. Estrenó el abuelo un traje nuevo.
Meses después, cierta noche, ya barrida la cocina y echado el cierre de la puerta, Jean-Pierre, indicando las cunas, le preguntó a su esposa:
—¿Qué les sucede a estos críos? —Y como si tales palabras, pronunciadas con calma, hubieran sido de mal agüero, ella respondió con un sonoro gemido que debió de oírse a través del patio hasta la pocilga; pues los puercos (los Bacadou tenían los mejores de la región) se agitaron y gruñeron quejumbrosos en la noche. Pan con manteca siguió masticando despacio el marido, mirando a la pared, mientras bajo su mentón humeaba el plato de sopa. Había vuelto tarde del mercado, donde había entreoído (no por vez primera) murmuraciones a sus espaldas. Durante el retorno a casa había venido dándole vueltas interiormente a aquellas palabras. Ésa era su respuesta. Sintió como un golpe en el pecho, pero limitóse a decir:
—Anda, tráeme un poco de sidra. ¡Sediento estoy!
—Salió ella doliéndose, en la mano un jarro vacío. Entonces se puso él en pie, cogió la palmatoria, y a las cunas despacio se aproximó. Dormían. Los miró de soslayo, cesó de masticar al punto, volvió sobre sus pasos con pesadez y ante su plato tomó asiento de nuevo. Cuando tornó su esposa, él ni siquiera alzó la mirada, sino que ingirió un par de cucharadas ruidosamente y comentó luego con aire estólido:
—Cuando duermen son como los hijos de cualquier vecino.
—En un taburete contiguo se dejó caer ella con brusquedad e, incapaz de hablar, se estremeció en muda tempestad de sollozos. Concluyó él su cena y se quedó lánguidamente echado hacia atrás en su asiento, perdida la mirada en los negros travesaños del techo. Roja y erecta llameaba ante él la vela de sebo despidiendo un hilillo de humo. Posábase la luz en la piel tostada, curtida, de su garganta; sus hundidas mejillas semejaban retazos de oscuridad, y era su pinta de abstracción lúgubre, como si rumiara con gran trabajo un sinfín de ideas. Entonces dijo solemne:
—Debemos ver a alguien, consultar. No derrames lágrimas... ¡No todos serán así... A buen seguro! De momento hay que irse a la cama.
Después de que naciera el tercer niño, Jean-Pierre se afanó en sus tareas, animado de tensa esperanza. Parecían sus labios más contraídos, más firmemente prietos que antes, como por temor de que la tierra que labraba alcanzase a oír la voz de la esperanza alentada en su pecho. Observaba al pequeñuelo, llegándose hasta la cuna con pesado resonar de zuecos sobre el piso de piedra y asomando a ella la mirada, de soslayo, con esa indolencia que es como una malformación de la humanidad campesina. A semejanza de la tierra que esclavizan y sirven, estos hombres, lentos en el mirar y el hablar, no enseñan su fuego interno; de modo que acaba uno por preguntarse, como en el caso de la tierra, qué hay por debajo: ardimiento, violencia, una fuerza misteriosa y terrible, o nada sino tierra, una masa feraz e inerte, fría e insensible, dispuesta a sostener una multitud de plantas que prolongan la vida o infieren la muerte.
La madre observaba con otra expresión; escuchaba con expectación diversa. Bajo las alacenas altas que sostenían grandes lonjas de tocino, su cuerpo desempeñaba industrioso varias tareas, vigilando el caldero que sobre unos montantes de hierro se mecía, limpiando la alargada mesa a la que enseguida habrían de sentarse en reclamo de la cena los peones de labor. Su espíritu no se apartaba de la cuna, en suspenso noche y día, aguardando y sufriendo. Aquel crío, como los otros dos, jamás sonrió, jamás tendió hacia ella las manitas, jamás articuló una sílaba; nunca mostraron una mirada de reconocimiento sus ojazos negros, apenas capaces de mirar fijos un destello pero desoladoramente incapaces de seguir el itinerario de un perezoso rayo de sol sobre el piso. Mientras trabajaban los hombres pasaba ella largos días entre sus tres hijos idiotas y el abuelo senil, quien permanecía en su sillón, ceñudo, anguloso e inamovible, con los pies próximos a los rescoldos del hogar. Parecía barruntar el achacoso anciano que algo indebido les sucedía a sus nietos. Una sola vez, movido por la ternura o el decoro, hizo por jugar con el menor de ellos. Lo alzó del suelo, y en tanto chascaba la lengua probó temblonamente a hacerlo galopar sobre sus huesudas rodillas. Con mirada cetrina lo examinó a continuación y volvió a depositarlo en el suelo con sumo cuidado. Y quedó sentado, cruzadas las enjutas zancas, meneando la cabeza ante el vapor del hirviente caldero con expresión turbada y absorta.
Muda aflicción vino a habitar la granja Bacadou, disputándoles a sus moradores el pan y el aire; y entonces tuvo motivo grande de regocijo el párroco de Ploumar. Acudió a visitar al rico terrateniente, el marqués de Chavanes, con objeto de exponer con gozosa unción algunas solemnes trivialidades sobre los inescrutables designios de la Providencia. En la espaciosa semipenumbra del salón abundante en cortinajes, el hombrecillo, cual negro cabezal, se inclinaba hacia un sofá, sobre las rodillas el sombrero, y hacía aspavientos con su mano regordeta ante las gráciles formas flotantes del pulcro atavío parisiense con que la marquesa, entre divertida y hastiada, escuchaba con languidez amable. Se sentía eufórico y sobrecogido, exultante y humilde. Había ocurrido un imposible. Jean-Pierre Bacadou, el acérrimo republicano, el domingo pasado había asistido a misa... ¡incluso se había ofrecido a hospedar a los sacerdotes que acudieran durante las próximas festividades de Ploumar! Todo un triunfo era aquél para la Iglesia y la buena causa.
—Estimé oportuno referírselo sin tardanza al señor marqués. No ignoro lo atento que se muestra siempre al bien de nuestra comarca —declaró el sacerdote enjugándose el rostro. Fue convidado a cenar.
Los Chavanes, mientras retornaban aquella noche de acompañar a su convidado hasta la verja principal de los jardines, comentaron el asunto paseando a la luz de la luna, guiando sus largas sombras por la recta arboleda de castaños. El marqués, naturalmente monárquico, era prefecto del distrito que comprende Ploumar, los contados villorrios junto a la costa y los islotes peñas-cosos que orlan la monotonía amarilla de las playas. Había juzgado insegura su posición, pues había en aquella parte del país una tendencia republicana por demás pujante; mas lo tranquilizaba ahora la conversión de Jean-Pierre. Complacidísimo se sentía.
—No te figuras hasta qué punto ejercen influencia personas así —le explicó a su esposa—. Ahora, seguro estoy, marcharán a pedir de boca las próximas elecciones en el distrito. Seré reelegido.
—¡Tu ambición es de todo punto insaciable, Charles! —exclamó jovial la marquesa.
—Pero, ma chère amie —arguyó serio el marido—, es menester que este año se elija prefecto al hombre indicado, por las elecciones a la Cámara. Si te crees que le veo gracia alguna.
Había cedido Jean-Pierre ante su suegra. Era Madame Levaille una mujer de negocios conocida y respetada en treinta kilómetros a la redonda. Vigorosa y dinámica, por toda la región se la veía, a pie o en el cochecillo de algún conocido, en perpetuo movimiento pese a sus cincuenta y ocho años, perennemente a la caza de negocios. Dueña era de muchas casas en cada pueblo, explotaba canteras de granito, expedía fletes de piedra... incluso comerciaba con varias islas del canal. Era de mofletes gruesos, ojos grandes, palabras persuasivas; sus ideas las defendía con la terquedad plácida e inquebrantable de una anciana segura de sus deseos. Rarísima vez dormía dos noches seguidas bajo el mismo techo; y era en las posadas donde mejor podían informar a quienes por su paradero se interesaban. Ora acababa de pasar por allí, ora se esperaba que pasara a las seis; o bien alguno que allí entraba la había visto por la mañana o por la tarde esperaba verla. Después de las hosterías de los caminos eran las iglesias los establecimientos que más frecuentaba. Algún librepensador solicitaba a cualquier arrapiezo que entrase a tal o cual edificio sacro por ver si dentro estaba Madame Levaille y para que la informase de que fuera aguardaba Fulano de Tal para conferenciar con ella... acerca de patatas, o harina, o granito, o casas; y abreviaba ella sus devociones y al exterior salía persignándose y guiñando ambos ojos a causa de la luminosa cascada de rayos solares, muy bien dispuesta a discutir de negocios, con calma y sensatez, en el mesón más próximo. Recientemense te había alojado por unos días varias veces en casa de su yerno, procurando ahuyentar los pesares y dolores hablando con compostura y afabilidad. Sintió Jean-Pierre deshacérsele las convicciones adquiridas en el regimiento, y no a fuerza de argumentos sino de hechos probados. Caminando por sus campos lo pensó detenidamente. Tres eran sus hijos. ¡Tres! ¡Todos iguales! ¿Por qué? Algo así no le sucedía a todo el mundo…, a nadie, que él supiera. Uno, todavía podía pasar. ¡Pero tres! Los tres. Inútiles para siempre, destinados a que les diesen de comer de por vida y... ¿Qué sería de la tierra cuando muriese él? De eso había que ocuparse. Sacrificaría sus convicciones. Un día le dijo a su esposa:
—Veamos qué puede tu Dios hacer por nosotros. Paga para que se celebren unas misas.
Abrazó Suzanne a su hombre. Permaneció él rígido, luego se giró sobre sus talones y se alejó. Pero algo más tarde, cuando ensombreció una sotana negra su umbral, no alzó protesta; aun llegó a servirle personalmente un vaso de sidra al párroco. Con docilidad atendió sus palabras; a misa asistió entre las dos mujeres; cumplió en Pascua con lo que el cura designaba como sus “deberes religiosos”. Aquella mañana se sintió como alguien que hubiera vendido su alma. Por la tarde vino ferozmente a las manos con un buen amigo y vecino que comentó que toda la ventaja la llevaban siempre los buitres y que ahora los curas habrían de comerse al comecuras. Tornó a su hogar con los cabellos en desorden y la nariz sangrante, y como en aquel momento asomaron sus hijos (habitualmense te ocupaban de mantenerlos alejados) profirió una retahíla de incoherentes blasfemias, descargando puñetazos sobre la mesa. Prorrumpió Suzanne en llanto. Madame Levaille se mantuvo sosegadamente impertérrita. Le aseveró a su hija que aquello “pasaría”, y tomando su recio parasol se marchó con prisas a contratar una goleta que embarcase granito de su cantera.
Cosa de un año después nació la niña. Una niña. Recibió la noticia Jean-Pierre mientras en los campos se hallaba, y hasta tal punto lo contrarió que se dejó caer contra la tapia que dividía los terrenos y allí se quedó que oscureció, en vez de llegarse a casa como lo urgían. ¡Una niña! Casi estafado se sentía. Empero, al volver a casa estaba ya a medias reconciliado con su suerte. Siempre la podrían casar con un buen mozo: no con uno que no sirviera para cosa alguna, sino con un muchacho espabilado y dotado de un buen par de brazos. A mayor abundamiento, pensaba, el siguiente sería varón. Por supuesto que ambos serían perfectamente normales. Cerraba el paso a toda duda su credulidad recientemente adquirida. Había cesado la mala racha. Alegre le habló a su esposa. Esperanzada se mostró ella también. A aquel bautizo concurrieron tres sacerdotes y fue Madame Levaille la madrina. La cría resultó igualmente idiota. Los posteriores días de mercado se vio a Jean-Pierre regatear de mal talante, pendenciero y avaricioso; después se emborrachaba con vehemencia taciturna; luego, a la caída de la noche, volvía a casa con tal velocidad que dijérase acudía a una boda, aunque con un rictus sombrío más propio de un entierro. Alguna vez le insistía a su esposa para que lo acompañara; y juntos partían de madrugada bamboleándose en la carreta, uno a la vera del otro, en el estrecho asiento por encima del impotente puerco que, atadas las patas, a cada bache gruñía un suspiro melancólico. Silenciosos eran aquellos trayectos matutinos; mas por la noche, durante el retorno a casa, Jean-Pierre, beodo, mascullaba amargado e insultaba a su maldita esposa incapaz de parir hijos como los de cualquier vecino. Suzanne, asiéndose para no caer por las locas sacudidas de la carreta, fingía no enterarse.
Cierta vez, mientras atravesaban Ploumar, algún impulso oscuro y borracho lo movió a frenar de improviso ante la iglesia. Flotaba la luna entre nubecillas blancas. En el cementerio contiguo brillaban pálidas las losas sepulcrales bajo las sombras intrincadas de los árboles. Aun los perros dormían en el pueblo. Sólo los ruiseñores, despiertos, sobre la quietud de las tumbas entonaban vibrantes su canto. Jean-Pierre le dijo ebriamente a su esposa:
—¿Qué crees que hay ahí? —Con el látigo señaló la torre, en lo alto de la cual destacaba a la luz de la luna la esfera enorme del reloj cual pálido rostro sin ojos. Y tras erguirse con pesadez cayó al pie de las ruedas. Se incorporó y salvó trabajosamente los contados escalones que a la verja del cementerio llevaban. Introdujo entre dos barrotes la cabeza y turbiamente gritó: ¡Hola, amigos! ¡Resucitad!
—¡Jean! ¡Vuelve aquí! ¡Vuelve aquí! —suplicó en un hilo de voz su esposa.
Hizo él caso omiso y semejó esperar algo unos instantes. Por doquier contra los altos muros de la iglesia resonaba el canto de los ruiseñores, haciendo eco entre las cruces de piedra y las lisas lápidas grises, inscritas con frases de aflicción y esperanza.
—¡Eh, los de ahí! ¡Resucitad! —gritó Jean-Pierre a voz en cuello. Cesaron de cantar los ruiseñores—. ¿Es que no hay nadie? —insistió Jean-Pierre—. Nadie hay. Es una estafa de esos buitres. Eso es lo que es. Nadie hay aquí. Los desprecio. ¡Ea! —Con todas sus energías sacudió la verja, y sonaron los férreos barrotes altos con un retintín pavoroso, cual cadena arrastrada por peldaños de piedra. Ladró de manera alborotada algún perro en las proximidades. Retrocedió Jean-Pierre dando traspiés, y después de tres intentos fallidos triunfó en su empeño de subirse a la carreta. Queda y muda permanecía Suzanne.
Le dijo él con severidad etílica—: ¿Ves? Nadie hay. ¡Me han timado! ¡Mal hayan! Me las pagarán. Al primero que vea por casa le doy de latigazos... en los negros lomos., sin piedad. A ella tampoco por allí quiero verla: no sirve más que para ayudar a que esos buitres carroñeros despojen a los pobres. Un hombre soy... Ya veremos si no consigo engendrar hijos como los de cualquier vecino… tú, ándate con cuidado... No todos serán... no todos... ya lo veremos...
Ella rompió en sollozos entre sus dedos, con los cuales se ocultaba el rostro.
—¡No hables así, Jean! ¡No hables así, hombre mío!
Le propinó él un manotazo en la cabeza y la hizo caer en la parte trasera de la carreta, donde quedó hecha un ovillo, sufriendo lamentables sacudidas con los tumbos del vehículo. Guió furioso, de pie, blandiendo el látigo, agitando las riendas sobre el caballo gris, que galopaba pesadamente y hacía botar sobre su grupa los recios arreos. El campo resonaba clamoroso en la noche con los ladridos irritados de los perros que en las granjas a lo largo del camino oían el rechino de las ruedas. Un par de caminantes tardíos apenas tuvieron tiempo de apartarse a la cuneta de un salto. Al llegar ante su puerta chocó contra el poyo y salió despedido de cabeza. Siguió despacio el caballo su marcha. Ante los gritos desgarradores de Suzanne acudieron presurosos los peones de la granja. Ya lo daba ella por muerto, pero simplemente había quedado dormido donde cayera y maldijo a sus hombres, que se acercaron a auxiliarlo, por sacarlo de su sueño. Llegó el otoño. Sobre los negros perfiles de las colinas se abatía un cielo nuboso; y bajo los despojados árboles danzaban en torbellinos las hojas muertas, hasta que el viento, suspirando profundamente, se las llevaba a reposar en lo más hondo de valles pelados. Y desde que se levantaba el sol hasta el ocaso se veían por toda la comarca negras ramas desnudas, contorsionadas y nudosas, como retorcidas de dolor, que tristemente se mecían entre el cielo pluvioso y la tierra empapada. Los riachuelos, suaves y claros en verano, ahora se abalanzaban insensatos y tenebrosos contra las peñas que su recorrido hacia el mar les dificultaban, henchidos de esa locura rabiosa que mueve a suicidio. De horizonte a horizonte extendíase entre las colinas el largo camino a la playa, semejante a innavegable río de lodo, en un apagado fulgor de curvas desiertas.
Jean-Pierre iba de parcela en parcela agitándose borroso y alto entre la llovizna o recortándose solitario y grandioso en la cresta de las eminencias, contra el fondo gris de nubes presurosas, como si por el borde mismo del universo caminara. Contemplaba la tierra negra, la tierra muda y promisoria, la tierra enigmática que bajo la tristeza velada del cielo desarrollaba en mortuoria inmovilidad su obra de vida. Y se le antojaba que para un hombre peor que sin hijos no había promesa alguna en la fecundidad de los campos y que la tierra se le escabullía, lo traicionaba, lo desdeñaba, lo mismo que las nubes raudas y sombrías por encima de su cabeza. A solas con sus posesiones, ante la tierra perdurable echaba de ver la vulnerabilidad del hombre perecedero. ¿Habría de abandonar su esperanza de tener un hijo que pudiera contemplar los surcos con mirada de amo? ¡Un hombre que pudiera pensar como él pensaba, sentir como él sentía, un hombre que fuera parte de él mismo y, sin embargo, quedara para hollar aquella tierra cuando él no estuviese ya! Pensó en algunos de sus parientes lejanos y tan asqueado se sintió que los maldijo en voz alta. ¿Ellos? ¡Jamás! Orientó a casa sus pasos, caminando en derechura hacia el tejado de su morada, visible entre enlazados esqueletos de árboles. Mientras franqueaba el portillo se posó despacio sobre los campos una bandada graznante de aves: aleteantes y silenciosas, descendieron a su espalda lo mismo que copos de hollín. Aquel día a hora temprana de la tarde había salido Madame Levaille hacia el caserón que en las inmediaciones de Kervanion poseía. Allí debía darles la paga a varios de los hombres que trabajaban en la cantera de granito, y llegó más que puntual porque su caserón encerraba una tasca en la cual podrían sus operarios gastarse los dineros sin necesidad de llegarse al pueblo. Guarecido estaba el solitario caserón entre un conjunto de peñas. A su puerta moría un sendero de fango y guijarros. Los vientos marinos que por la punta de Canteros llegaban a tierra firme, recién salidos del fiero tumulto de las olas, aullaban hostiles contra los bloques impasibles de piedra negra, que ante las tremendas arremetidas invisibles, sustentaban enérgicamente cruces altas de cortos brazos. En medio del fragor de los ventarrones permanecía el edificio resguardado en retumbante e inquietante calma, semejante a la calma del centro de un huracán. En noches tempestuosas, cuando había marea baja, la bahía de Fougère, a unos quince metros por debajo del nivel del caserón, semejaba inmenso pozo negro, del cual ascendían murmullos y suspiros cual si la playa abajo viviese y protestase. Cuando había marea alta, las infatigables aguas asaltaban los arrecifes en embestidas fulgurantes que concluían en estallidos de luz lívida y columnas de espuma que volaban tierra adentro hiriendo mortalmente la hierba de los pastizales.
Avanzó la oscuridad sobre las colinas, cayó sobre el litoral, sofocó los rojos fuegos del crepúsculo y en el mar se internó persiguiendo a la marea en fuga. Cesó el viento a la par que el sol, dejando unas aguas encrespadas y un cielo devastado. Por encima del caserón parecía el firmamento como ataviado de harapos negros, prendidos aquí y acullá por alfileres ígneos. Madame Levaille, convertida esa velada en sirvienta de sus propios trabajadores, procuró inducirlos a que se marcharan ya: “Una vieja como yo debería estar en la cama a estas horas…”, reiteraba de buen humor. Bebían los picapedreros y pedían siempre otro trago más. Gritaban en las mesas como si desde extremos opuestos de un prado hablasen. En una de las esquinas jugaban cuatro de ellos a los naipes, golpeando la plancha de madera con sus recios nudillos y blasfemando a cada envite. Sentábase uno con mirada perdida tarareando el estribillo de alguna canción, que repetía sin cesar. Otros dos, en un rincón, disputaban confidenciales y feroces por alguna mujer, mirándose con intensidad a los ojos como si anhelaran arrancárselos, aunque hablando en cuchicheos discretos que prometían violencia y muerte, en un siseo venenoso de palabras a media voz. Tan denso era el ambiente que podía cortarse con un cuchillo. Tres palmatorias en la ancha estancia alumbraban rojas y lúgubres cual chispazos que expiraran en cenizas. El ruido leve del picaporte a hora tan tardía sonó inesperado y sobrecogedor como un trueno. Depositó Madame Levaille la botella de licor con que se disponía a llenar una copa; volvieron los jugadores la cabeza; cesó la cuchicheada disputa; sólo el que tarareaba, después de lanzar una mirada a la puerta, prosiguió con aire estólido su actividad. Apareció Suzanne en el umbral, lo franqueó, cerró la puerta de golpe y porrazo y apoyó contra ella la espalda, exclamando casi en un alarido:
—¡Madre!
Madame Levaille, volviendo a echar mano de la botella, dijo con acentos de serenidad:
—Conque eres tú, hija. ¡Pero hay que ver con qué pinta te presentas!
El cuello de la botella golpeteó contra el borde de la copa, pues la anciana se había asustado, invadiéndola la idea de que estaba la granja en llamas. Otro motivo no se le alcanzaba que explicase la aparición de su hija. Empapada y lodosa, Suzanne paseó la mirada por la estancia sin excluir a los dos del rincón. Inquirió su madre:
—¿Qué ha sucedido? ¡Dios nos asista! —Se agitaron levemente los labios de Suzanne.
Ningún sonido articuló. Se adelanto Madame Levaille hasta su hija, la asió del brazo, a la cara la miró—. Por Dios —dijo de manera entrecortada—, ¿qué sucede? Rebozada estás de barro... ¿A qué has venido?... ¿Dónde está Jean? —Ya se habían puesto todos los hombres en pie y se aproximaban con lentitud, presas de un lerdo estupor. Tiró Madame Levaille de su hija, y apartándola de la entrada la arrastró a una silla apostada contra la pared. Increpó luego con fiereza a los hombres—: ¡Basta ya! ¡Fuera todos, largo de aquí! Se cierra el establecimiento. Uno, escudriñando a Suzanne derrumbada en la silla, observó:
—Está, como quien dice, medio muerta.
Abrió la puerta con brusquedad Madame Levaille.
—¡Lárguense! ¡Fuera! —gritó, temblando de nerviosismo.
Salieron ellos a la intemperie, entre risas tontas. Estallaron en gritos, una vez fuera, los dos Lotarios. Procuraron apaciguarlos los demás, hablando todos al unísono. Fue alejándose el alboroto por el sendero, con los hombres tropezando entre sí en apiñado grupo, recriminándose bárbaramente unos a otros.
—Habla, Suzanne. ¿De qué se trata? ¡Habla! —demandó Madame Levaille no bien pudo cerrar la puerta. Perdida la mirada en la mesa, Suzanne articuló algunas ininteligibles palabras. La anciana enclavijó las manos por encima de la cabeza, las dejó caer y quedó mirando a su hija con expresión desconsolada. Su propio marido había tenido “trastornado el seso” algunos años antes de morir, y ahora venía a sospechar que era su hija quien enloquecía. Preguntó ansiosa:
—¿Sabe Jean que estás aquí? ¿Dónde está Jean?
Suzanne articuló mal que bien:
—Sólo él mismo lo sabe: ha muerto.
—¡Cómo! —exclamó la anciana. Se le aproximó más aún, y escudriñando a su hija repitió—: ¿Qué dices? ¿Qué dices? ¿Qué dices?
Secos los ojos, Suzanne siguió tiesa cual estaca ante Madame Levaille, que la miraba notando abrirse paso en el silencio de la morada una sensación singular de inexplicable horror. Apenas si comprendió aquella noticia para caer en la cuenta de que con la rapidez del rayo la habían puesto cara a cara con un hecho inesperado y consumado. Ni siquiera se le pasó por las mientes solicitarle mayores aclaraciones. Pensó: un accidente, un terrible accidente, él debía de haberse descalabrado, debía de haberse caído por una trampilla del pajar... Permaneció allí consternada y muda, pestañeándole los ancianos ojos. De improviso dijo Suzanne:
—Lo he matado yo.
Petrificada quedó la madre durante un instante, casi privada de respiración, mas sin perder la compostura. Un segundo después profirió un grito:
—¡Miserable loca, te cortarán el pescuezo! —Ya se imaginaba a los gendarmes presentándose en el caserón y diciéndole: “Por su hija venimos; entréguenosla”; los gendarmes con expresión dura, severa, de hombres que cumplen con su deber. Conocía al brigadier: un buen amigo, campechano aunque respetuoso, que con fogosidad exclamaba “A su salud, señora”, antes de llevarse a los labios una copita de coñac servida de la botella especial que reservaba ella para los amigos. ¡Y ahora...! La cabeza le dio vueltas. Empezó a pasearse de un lado a otro, como buscando algo de urgente necesidad; se detuvo, quedó inmóvil en el centro de la estancia y a su hija le chilló—: ¿Por qué? ¡Di! ¡Di! ¿Por qué?
Con un sobresalto pareció la otra emerger de su singular apatía:
—¿Se figura usted que soy de piedra? —repuso en un grito, adelantándose a grandes zancadas hasta su madre.
—¡Lo que me cuentas es imposible...! —dijo Madame Levaille con convicción.
—Vaya a comprobarlo usted misma, madre —replicó Suzanne mirándola con fuego en los ojos—. No hay en el cielo misericordia, ni justicia. ¡No!... Yo lo ignoraba... ¿Se figura que carezco de sentimientos? ¿Se figura que nunca he oído a las gentes burlarse de mí, compadecerse de mí, maravillarse de mí? ¿Sabe cómo me motejaban algunos? La madre de los monstruos: ¡tal era mi apodo! Y mis hijos no me reconocían, no me hablaban. No se daban cuenta ellos, ni los hombres, ni Dios. ¡Vaya si habré rezado! Pero rehusó atender a mis plegarias la mismísima Madre de Dios: ¡una madre! ¿Era yo la maldita o lo era el muerto? ¿Eh? Dígame. Me he defendido. ¿Se figura que provocaría yo la cólera de Dios teniendo mi casa llena de esas cosas... que son peores que los animales, los cuales sí reconocen la mano que los alimenta? ¿Quién a las puertas mismas de la iglesia blasfemó en la noche? ¿Fui yo?... Me limité yo a llorar y suplicar misericordia.., mas pesa sobre mí la maldición a todas horas, el día entero la contemplo en mi derredor... Debo mantenerlos vivos: proveer al sustento de mi infortunio y mi oprobio. Luego llegaba él. Y a él y a los Cielos les imploraba yo compasión... ¡No!... Pues ateneos a las consecuencias... Esta noche retornó él a casa. Me dije: “¿Con que, otra vez?”... Tenía yo en las manos mis tijeras largas. Lo oí gritarme... Lo vi aproximarse... ¿Lo hago, no lo hago?... ¡Toma ya!... Y el cuello le rajé por encima del pecho... Ni un suspiro le oí... Lo dejé allí aún en pie... Hace pocos instantes que sucedió. ¿Cómo habré venido a parar aquí?
Se estremeció Madame Levaille. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal, le agitó los brazos gordezuelos bajo las ceñidas mangas, la hizo dar pataditas en el suelo. Temblaron los gruesos mofletes, los delgados labios, las arrugas en las comisuras de sus firmes ojos ancianos. Balbució:
—Mala pécora, eres mi deshonra. ¡No es de extrañar! ¡Siempre a tu padre te asemejaste! ¿Qué te figuras que será de ti... en el otro mundo? En éste... ¡Oh, qué horror!
Ardía ahora. Fuego sentía en las entrañas. Se retorcía las manos sudorosas… y de improviso, moviéndose con celeridad, se aplicó a buscar su enorme chal y su parasol, febrilmente, sin lanzar una sola mirada a su hija, quien, siguiéndola con ojos desconcertados y ausentes, permanecía en medio de la estancia.
—Nada peor que lo que es de mí en éste —dijo Suzanne.
Su madre, con el parasol ya en la mano y arrastrando el chal por el suelo, gruñó airada.
—Debo ir a ver al párroco —declaró apasionadamente—. ¡Ni siquiera sé si lo que me has contado es la verdad! Estás perdida. Dondequiera que vayas darán contigo. Puedes quedarte o marcharte, a voluntad. Para ti no hay lugar en este mundo.
Lista ya para partir, aún vagó sin propósito por la estancia, ordenando las botellas en el estante, tratando con temblorosa mano de cerrar las cajas de cartón. Cada vez que entre el marasmo de sus pensamientos se le perfilaba momentáneamente el verdadero sentido de lo que acababa de escuchar, tenía la impresión de que le había estallado algo en el cerebro sin, por desdicha, hacerle añicos la cabeza… lo cual habría sido un alivio. Una tras otra apagó las velas sin reparar en lo que hacía y acabó horrorosa-mente asustada por la oscuridad. En un taburete contiguo se dejó caer con brusquedad, y a gimotear se entregó. Enseguida paró de hacerlo y quedó a la escucha de la respiración de su hija, a quien apenas veía, rígida e inmóvil, y que otra señal de vida no daba. Envejeció de manera desmesurada en aquellos minutos. Habló en vacilante tono, entrecortado por el castañeteo de sus dientes, como atacada de gélido y mortal acceso febril:
—Ojalá hubieras muerto de niña. Coraje suficiente nunca reuniré para volver a mostrarme a la luz del sol. Desgracias hay peores que tener hijos idiotas. Ojalá hubieras nacido tan inútil como tus propios...
A la tenue y lívida claridad de una de las ventanas distinguió que se movía la silueta de su hija. Apareció luego recortada contra el umbral durante un segundo, y fue cerrada la puerta de golpe y porrazo. Madame Levaille, como despertada de prolongada pesadilla por aquel ruido, al exterior se precipitó.
—¡Suzanne! —gritó desde el umbral.
Largos instantes oyó rodar una piedra por el declive hacia la rocallosa playa. Avanzó con cautela, apoyando una mano en el muro del caserón, y miró abajo escrutando la oscuridad uniforme de la bahía solitaria. De nuevo clamó:
—¡Suzanne! Vas a matarte.
Acababa la piedra de dar en las tinieblas un último salto y ya nada oía. Una idea repentina pareció embargarla y no quiso vocear más. Volvió la espalda al silencio negro del abismo y enfiló el camino hacia Ploumar, tambaleándose en su sombría resolución, como si emprendiera un viaje desesperado que hubiera de durar, acaso, hasta el fin de sus días. Hosco y rítmico estruendo de olas rompiendo contra los arrecifes la siguió tierra adentro entre los setos vigorosos que cercaban la lóbrega soledad de los campos. Había girado Suzanne a mano izquierda del umbral, al salir corriendo, y tras una peña al borde del declive se había agazapado. Había resbalado hacia el fondo una piedra suelta, sonando al rebotar. Al clamar llamándola Madame Levaille, con sólo estirar el brazo habría podido Suzanne tocarle las faldas, de no faltarle valor para mover pie ni mano. Vio que se alejaba la anciana y permaneció inmóvil, cerrando los ojos y acurrucándose contra la superficie dura y escabrosa de la roca. Después de un rato se le hizo visible en la intensa oscuridad entre las peñas un rostro familiar de mirada fija y abierta boca. Profiriendo un chillido ahogado se puso ella en pie. Se desvaneció el rostro, dejándola estremecida y temblorosa en el páramo agreste de piedras. Pero no bien se hubo sentado nuevamente a reposar apoyando la cabeza contra la roca, el rostro retornó, se aproximó, con pinta de estar anheloso de concluir la conversación que apenas un rato atrás fuera interrumpida de manera tan abrupta por la muerte. Con gran rapidez se irguió ella y dijo:
—Vete o te mataré otra vez.
Aquel ser oscilaba, meciéndose a izquierda y derecha. Ella se movía de un lado para otro, retrocedía, hacía por gritarle y se sentía abrumada por la quietud inmutable de la noche. Dio un traspié al filo del precipicio, y notando bajo sus pies el pronunciado declive echó a correr ciegamente hacia abajo para evitar despeñarse de cabeza. El abismo semejó despertar; los guijarros corrían a su vera, la perseguían por detrás, rodaban tumultuosos por doquier, cobrando movimiento en repiqueteo creciente al paso de ella. En mitad de la paz de la noche se intensificó ese rumor, que se volvió estruendo, continuo y aparatoso, lo mismo que si todo el declive pedregoso se derrumbara hacia la bahía. Los pies de Suzanne apenas tocaban la pendiente, que parecía correr con ella. Al llegar al fondo dio un nuevo traspié, se bamboleó alargando los brazos y pesadamente cayó. Enseguida se puso en pie de un brinco y rauda volvió la cabeza con objeto de lanzar una mirada hacia atrás, llenas las cerradas manos de la arena que al caer oprimiera. Allí estaba el rostro, manteniéndose a idéntica distancia, visible en su propio resplandor, que formaba un halo pálido en la noche. Gritó ella:
—Lárgate.
Se lo gritó dolorida, aterrada, pródiga en rabia contra su inútil puñalada incapaz de mantenerlo yerto y lejos de su vista. ¿Qué deseaba él ahora? Muerto estaba. No pueden engendrar hijos los muertos. ¿Es que jamás iba a dejarla en paz? Haciendo enérgicos aspavientos le chilló a aquel ser. Tuvo la impresión de sentir el hálito de unos labios entreabiertos, y lanzando un grito inmenso de desesperación huyó por la lisa superficie de la playa. Corría ligera, inconsciente de esfuerzo alguno de su propio cuerpo. Altas rocas afiladas, que cuando está inundada la playa asoman sobre la planicie lustrosa del agua azul cual puntiagudas torres de iglesias sumergidas, destellaban a su paso mientras huía, perdido todo dominio de sí misma. A lo lejos a su izquierda divisó algo luminoso: un ancho disco de luz en cuyo derredor giraban alargadas sombras lo mismo que radios de rueda. Oyó una voz que llamaba: “¡Eh! ¡Ven aquí!” , y replicó con un chillido espantoso. ¡Conque él aún podía llamarla! La conjuraba a detenerse. ¡Jamás!... Atravesó en la noche un asustado grupo de recogedores de algas en torno de un quinqué, sobrecogidos de pavor ante el alarido de ultratumba que de aquella sombra en fuga había brotado. Con aterrado mirar se asían los hombres a sus horquillas. Cayó de rodillas una mujer y tras persignarse se aplicó a rezar en voz alta. Rompió a sollozar desconsolada una chiquilla de falda harapienta cargada de algas viscosas y hacia el hombre que portaba la luz corrió con su chorreante carga. Dijo alguien:
—En el mar se interna esa cosa.
Exclamó otra voz:
—¡Y la marea sube! Observad que se multiplican los charcos. Eh, tú, la que reza, ¿no me oyes? ¡Levántate!
Declararon varias voces al unísono:
—Sí, larguémonos. ¡Que se pierda en el mar ese espectro maldito!
La retirada iniciaron, congregados todos junto a la luz. De improviso estalló uno de los hombres en imprecaciones. Él iría a ver qué era aquello. De mujer había sido la voz. Él sí iría. Alzaron consternadas protestas las mujeres... pero se desgajó del grupo la alta silueta masculina y echó a correr. Reclamaron los demás su vuelta con aterrada solicitud unánime. Desde la oscuridad les replicó una palabra desdeñosa y burlona. Gimió una mujer. Dijo gravemente un anciano:
—Cosas así hay que dejarlas en paz.
Reanudaron la marcha más despacio, arrastrando por la blanda arena los pies y cuchicheándose unos a otros que Millot no temía a nada, al carecer de religión, pero que habría de acabar mal algún día. A Suzanne la detuvo la creciente marea al llegar a la altura del islote de El Cuervo y paró jadeante, sumergidas las piernas en el agua. Escuchó el murmullo y sintió la caricia fría del mar y, más sosegada ya, distinguió, de un lado, la masa tenebrosa e indistinta de El Cuervo y, del otro, la larga franja blanca de los arenales de Moléne, que toda marea pone de relieve por encima del fondo de la bahía de Fougère. Se volvió en redondo y contempló a lo lejos, contra el firmamento cuajado de estrellas, la silueta peñascosa del litoral. Por encima de la misma, casi enfrente de ella, despuntaba la torre de la iglesia de Ploumar: fina y alta pirámide que señalaba oscura y puntiaguda hacia el titileo arracimado de las estrellas. Singularmente tranquila se sintió. Cobró conciencia de dónde se hallaba y empezó a recordar cómo había ido a parar allí... y por qué. Escrutó la suave oscuridad a su alrededor. Solitaria se hallaba. Nada había allí, nada cerca de ella, ni vivo ni muerto.
Quedamente subía la marea, extendiendo largos brazos impacientes de extraños remolinos que hacia tierra entre lomas de arena corrían. Bajo la noche crecían arroyuelos con misteriosa premura, mientras el vasto mar, aun lejano, rugía con ritmo regular a lo largo de la línea confusa del horizonte. Varios metros retrocedió Suzanne chapoteando, sin poder zafarse del agua que tiernamente murmuraba a su alrededor y que de improviso con malicioso gorgoteo casi la derribó. Se estremeció su corazón, despavorido. Demasiado grande y solitario era aquel lugar para morir en él. Que mañana hicieran con ella lo que se les antojara. Pero antes de morir tenía que contarles, tenía que decirles a los señores de toga negra que hay cosas que ninguna mujer puede aguantar. Tenía que explicarles cómo fue todo... Chapoteó, salpicándose la pechera, harto ensimismada para mirar en ello... Tenía que explicárselo. “Él entró como siempre y habló precisamente así: ‘¿Te figuras que voy a legar mis tierras a mis parientes de Morbihán, a los cuales no conozco siquiera? ¿Eh? ¡Ya lo veremos! ¡Ven aquí, hembra nefasta!’. Y alargó el brazo. Entonces, Messieurs, dije: ‘¡Por Dios que no!’ Y propinándome manotazos en la cabeza dijo: ‘No hay Dios que me impida obrar a mi antojo! Métetelo en la mollera, puerca inútil. Haré cuanto me plazca.’ Y me aferró por el brazo. Entonces, Messieurs, a Dios imploré auxilio, y al instante siguiente, mientras él me pegaba, en mi mano sentí las tijeras largas.
”Desabrochada llevaba él la camisa y a la luz de la palmatoria distinguí el jequecillo de su garganta. Grité: ‘¡Suéltame!’. No dejó de zarandearme con violencia. ¡Fuerte era mi hombre, vaya si lo era! Entonces pensé: ‘¡No! ¿Lo hago? ¡Toma ya!...’, en el gaznate se las clavé. No lo vi caer. ¡No! ¡No!... No lo vi caer... Mi anciano suegro ni siquiera volvió la cabeza. Sordo y tonto está, Messieurs... Nadie lo vio caer. Hui... Nadie lo vio...”.
Habíase metido ya, gateando, entre las rocas de El Cuervo y hallábase ahora, toda sofocada, en mitad de las densas tinieblas del islote peñascoso. Está El Cuervo enlazado con tierra firme por un espolón natural de piedras inmensas y resbaladizas. Por aquella vía pensó en retornar a casa. ¿Estaría él allí todavía? En su hogar. ¡Su hogar! Cuatro idiotas y un cadáver. Tenía que volver y explicarlo. Nadie dejaría de comprender...
Cerca de ella pareció que la noche o el mar dijese con nitidez:
—¡Ajá! ¡Por fin doy contigo!
Se sobresaltó, resbaló, cayó; y sin tratar de incorporarse aguzó el oído, espantada. Oyó una respiración pesada, un resonar de zuecos. Cesaron los ruidos.
—¿Cómo diablos has venido a parar aquí? —dijo un hombre invisible, roncamente.
Contuvo ella la respiración. Identificó aquella voz. No lo había visto caer. ¿Acaso la perseguía muerto o quizá... vivo? Le dio vueltas la cabeza. Desde el hueco en que estaba acurrucada gritó:
—¡Jamás, jamás!
—¡Oh! Ahí sigues. Me has hecho danzar a base de bien. Aguarda, preciosa, que después de todo esto la carita quiero verte. Aguarda ahí...
Tropezaba Millot, riendo, blasfemando de pura satisfacción, entusiasmado por haber dado caza a aquel espectro. “¡Como si existieran los fantasmas! ¡Bah! Cumplía a un veterano de África darles una lección a esos gañanes... Pero es curioso. ¿Quién diantre será?”
Agazapada, Suzanne prestó atención. Venía por ella el muerto. No había escapatoria. Cuánto escándalo armaba entre las piedras... Vio perfilarse su cabeza, luego los hombros. ¡Alto era su hombre, vaya si lo era! Se agitaban sus brazos poderosos, y era su mismísima voz aunque se oyera poco familiar… a causa de las tijeras. Se puso ella en pie de un brinco, corrió hasta el filo del acantilado y volvió la cabeza con objeto de lanzar una mirada hacia atrás. El hombre, inmóvil sobre una roca, contra el fulgor del firmamento se recortaba en negro mortuorio.
—¿Adónde vas? —le inquirió con rudeza.
Ella, mirándolo con reconcentrada intensidad, respondió:
—¡A casa!
Se adelantó él hasta una roca contigua con un torpe salto largo, y mientras intentaba recuperar el equilibrio dijo:
—¡Ja, ja! Pues entonces te acompaño. Es lo menos. ¡Ja, ja, ja!
Ella lo miró de hito en hito hasta que parecieron los ojos trocársele en brasas ardientes que le quemaban el cerebro, y sin embargo experimentaba un terror mortal a identificar aquellas facciones familiares. Mucho más abajo de sus pies, el mar lamía el islote con chapoteo rítmico y seductor. El hombre, avanzando un paso más, dijo:
—Voy por ti. ¿Qué te parece?
La sacudieron estremecimientos. ¡Venía por ella! No había posibilidad de huida, ni de paz, ni de esperanza. Tendió en derredor una mirada de angustia. De improviso, la entera costa sombría, los islotes imprecisos, el cielo mismo, se tambalearon y se inmovilizó luego todo. Cerró los ojos y chilló:
—¿No puedes aguardar a que esté muerta?
Henchida estaba de un odio furioso hacia aquel espectro que en este mundo la perseguía, un espectro al cual la muerte misma no había aplacado en su anhelo de tener un heredero como los de cualquier vecino.
—¿Eh? ¿Cómo? —dijo Millot, conservando prudentemente cierta distancia. Se dijo: “¡Cuidado! Una lunática. Tienen lugar los accidentes cuando menos se los espera”. Fuera de tino, ella prosiguió:
—Vivir quiero. Vivir en paz... una semana... un día. Tengo que explicarlo... Te haré pedazos, otras veinte veces te mataré, antes que permitirte tocarme viva. ¿Cuántas veces habré de matarte, so impío? Es Satanás quien te manda. ¡Maldita estoy yo también!
—Vamos, vamos —dijo Millot, preocupado y conciliador—. ¡Pero si estoy yo más vivo que nadie!... ¡Oh, Dios mío!
Había ella gritado: “¡Vivo!”, y, al momento, ante los ojos masculinos se había volatilizado como si el islote mismo se hundiera bajo sus pies. Corrió hasta el borde Millot, y tendiéndose en tierra miró hacia los arrecifes. Allá abajo distinguió los esfuerzos de ella espumando el agua y oyó un grito horrísono en demanda de auxilio que subió cual aguzado dardo a lo largo de la cara perpendicular del islote y se perdió hacia el cielo elevado e impasible. Madame Levaille, secos los ojos, sentábase entre la magra vegetación de la falda de la colina, estiradas las regordetas piernas y vueltos hacia arriba los ancianos pies en sus alpargatas negras. Se veían junto a ella sus chanclos, y un poco más allá descansaba sobre la mustia hierba el parasol, cual arma desprendida del puño de un guerrero vencido. La contempló el marqués de Chavanes, a caballo, apoyada la enguantada mano en el muslo, mientras se erguía ella entre rezongos trabajosamente. Por la vereda de las carretas de algas, cuatro hombres transportaban tierra adentro sobre unas parihuelas el cadáver de Suzanne en tanto varios otros desfilaban abatidos tras ella. Madame Levaille siguió la procesión con los ojos.
—Sí, monsieur le marquis —declaró desapasionadamente con su acostumbrado tono calmoso de anciana sensata—. Personas desdichadas hay en este mundo. Tenía yo sólo una hija. ¡Una sola! ¡Y no la enterrarán en sagrado!
Se humedecieron sus ojos de improviso y rodó por sus mofletes una escueta cascada de lágrimas. Se arrebujó en el chal. lnclinóse levemente en su montura el marqués y dijo: —Tristísimo es ello. Reciba mi más sentido pésame. Al curé habré de hablarle. A todas luces estaba ella enajenada y fue accidental la caída. Así lo afirma Millot sin asomo de duda. Adiós, señora. —Y se alejó al trote diciéndose: “He de conseguir que a la vieja la designen tutora de los idiotas y administradora de la granja. Mucho mejor será eso que tener por aquí a cualquiera de los primos de Bacadou, a buen seguro acérrimos republicanos, pervirtiéndome el distrito”.
Joseph Conrad (1857-1924)
Relatos góticos. I Relatos de Joseph Conrad.
Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Joseph Conrad: Los idiotas (The Idiots), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reprodución escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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