En la cama de Alicia: análisis de «El almohadón de plumas» de Horacio Quiroga.


En la cama de Alicia: análisis de «El almohadón de plumas» de Horacio Quiroga.




En El Espejo Gótico hoy analizaremos el relato de Horacio Quiroga: El almohadón de plumas, publicado por primera vez en 1905, en la revista Caras y Caretas, y luego reeditado en la antología de 1917: Cuentos de amor de locura y de muerte.

La vida de casada no es lo que la «rubia, joven y angelical» Alicia pensó que sería. Su esposo, Jordán, es un hombre distante que nunca expresa su amor. Sin embargo, sus primeros tres meses de matrimonio son relativamente felices, hasta que, poco a poco, Alicia comienza a sentirse oprimida por el interior de la casa, pintado de un blanco uniforme.

Parece ser una casa bastante bonita, adornada con frisos, columnas y estatuas de mármol, pero esto ejerce una extraña influencia anímica en Alicia, tal es así que, durante el día, intenta «no pensar en nada» hasta que Jordán llega a casa por la noche. La boda se celebró en abril, y algunos meses después Alicia ya manifiesta signos de debilidad. Ha adelgazado mucho, enfermó de gripe y su salud se encuentra cada vez más delicada.

El último día que Alicia está fuera de la cama, Jordán se permite expresar algo de ternura física, y ella llora. Al día siguiente, el marido trae a un médico para que la examine. El doctor no encuentra nada. Jordán está cada vez más preocupado. Alicia, ahora postrada, comienza a alucinar.

Una noche, Alicia despierta y enfoca su atención en un punto de la alfombra y grita. Su alucinación más persistente es la de un «antropoide» agachado en la alfombra, mirándola. El médico es llamado nuevamente y no puede ofrecer ninguna explicación. Alicia delira, está «anémica», y su condición general empeora por las noches.

Al tercer día de su recaída, Alicia apenas puede moverse y no quiere que nadie toque su almohadón de plumas. Sigue delirando sobre estrañas criaturas trepando a la cama. Luego pierde el conocimiento y finalmente muere. Cuando están cambiando las sábanas del lecho de muerte, la criada comenta sobre unas extrañas manchas [que «parecen sangre»] en su almohada. La criada levanta la almohada y la deja caer, temblando. Jordán la recoge y la encuentra extraordinariamente pesada. Corta la funda:


[«Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.»]


Al principio, este parásito en el almohadón de plumas de Alicia le perforó la sien dejando pequeñas marcas. Pero, en los tres días que estuvo postrada en cama, realmente se cebó en ella. El último párrafo dice:


[«Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.»]


Horacio Quiroga estaba interesado en el mundo natural de la Amazonia, por lo que, presumiblemente, está mencionando algo real aunque exagerado en El almohadón de plumas; tal vez por eso el parásito que drena la vida de Alica parece inquietantemente plausible. Pero, si se trata de un ejemplar lovecraftiano de los «parásitos de las aves», ¿debemos ver a Alicia como una especie de ave enjaulada, lista para ser devorada? Más aún: ¿son las alucinaciones de Alicia una manifestación de la conciencia reprimida de una amenaza real?

Mientras que el sufrimiento y la muerte de Alicia se describen en El almohadón de plumas como causados por una posible condición psicológica [similar al brote psicótico de la mujer en El papel tapiz amarillo (The Yellow Wallpaper) de Charlotte Perkins Gilman], al final, Horacio Quiroga revela una razón diferente: un parásito; es decir, una causa natural. En consecuencia, el autor intenta construir una narrativa en la que el lector infiere algún tipo de conflicto psicológico [ver: Puérpera, loca y poseída: análisis de «El empapelado amarillo»]

De ahí que el matrimonio de Jordán y Alicia se retrate en términos idílicos al comienzo del relato. Acto seguido, Horacio Quiroga empieza a insinuar que la tragedia subsiguiente será el resultado del carácter de Jordán. Su postura de frialdad, a pesar de su amor explícito, parece ser la causa de todos los problemas. Esta distancia emocional, que finalmente hiere a Alicia, se enfatiza aún más en la descripción de la casa:


[«La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.»]


El malestar que se cuela por las grietas de la relación de Alicia y Jordán, tras el inicial período de ensoñación, se refleja en el entorno: la Casa comienza a personificar la personalidad fría y sin emociones de Jordán [ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror]. En este sentido, Horacio Quiroga parece diseñar la caída de Alicia a los abismos de la depresión como consecuencia de la personalidad de su esposo. Sin embargo, todo esto es como rascar la superficie de El almohadón de plumas. El verdadero horror se encuentra debajo.

La causa [aparentemente] psicológica del malestar de Alicia se combina con un progresivo deterioro de su estado físico. Después de sufrir un ataque de influenza, empieza a perder peso. A esto le sigue un cuadro de anemia que es diagnosticado por el médico, una condición «totalmente inexplicable» [la medicina suele ser caracterizada como una disciplina ineficaz en el horror]. Como aclara el médico: «tiene una gran debilidad que no puedo explicar». La falta de un diagnóstico claro condiciona al lector a creer que todo pasa por lo psicológico; y esto es reforzado por las alucinaciones de Alicia:


[«Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.»]


El motivo arquetípico de estas alucinaciones sugiere un trastorno puramente mental [ver: Black Goo y otras monstruosidades amorfas en la ficción]. De acuerdo con los condicionamientos que Horacio Quiroga ya ha establecido en este punto de la narración, la criatura monstrusa que aparece ante Alicia es interpretada por el lector perspicaz en términos de deterioro de su estado mental. Es decir que el verdadero contenido de las alucinaciones [si es que lo son en primer lugar] se yuxtapone con el enfoque realista que Horacio Quiroga ha adoptado al comienzo de la historia.

Al representar cuidadosamente la típica historia de una pareja enamorada, recién casada, que se distancia debido a la personalidad de uno de ellos, resultando en la enfermedad del más sensible, Horacio Quiroga prepara el escenario para el golpe final. Nada hace pensar que haya razones ocultas para el deterioro de Alicia. Sin embargo, las alucinaciones dan un giro radical a la historia. Ahora parece que la depresión de la mujer se ha convertido en locura [ver: En el Manicomio: la locura en la ficción gótica]. La clásica historia de un amor idílico que se quiebra abruptamente se convierte en una historia de colapso mental.


[«Ante sus ojos se acababa una vida, desangrándose día a día, hora a hora, y no sabían por qué.»]


Habiendo preparado al lector para que acepte la justificación psicológica de la inminente muerte de Alicia, Horacio Quiroga transforma este psicodrama familiar en una narrativa de horror. Se revela que la causa de la enfermedad fue una parásito que vivía en el almohadón de plumas de Alicia. Si bien la repugnante descripción del «monstruo» sugiere que hemos entrado en el reino de lo fantástico, la última línea de la historia [«no es raro hallarlos en los almohadones de pluma»] deja en claro que se trata de un parásito conocido. Es decir que las razones, presumiblemente fantásticas, de la muerte de Alicia, son, de hecho, mundanas, ya que su vida fue drenada por un fenómeno zoológico explicable [ver: La biología de los Monstruos]

Horacio Quiroga nos induce a pensar que Jordán es una especie Vampiro que drena la energía vital de su esposa. En el primer párrafo se lo describe como un hombre frío y callado, con un «impasible semblante». Es decir que su frialdad e indiferencia parecen estar afectando la vitalidad de su esposa. Además, Jordán está ausente durante el día; y solo se lo ve de noche. Los paralelos entre Jordán y el parásito en el almohadón de plumas agudizan el efecto final.

La influencia de Edgar Allan Poe en El almohadón de plumas de Horacio Quiroga es evidente. Además de mencionar que la casa de Alicia y Jordán es como «un palacio encantado» [haciendo referencia al poema de E.A. Poe: El palacio encantado (The Haunte Palace)], la dinámica de la historia es similar a la de El retrato oval (The Oval Portrait), donde una especie de entidad vampírica drena la vida de una mujer. En el cuento de Poe, es la obsesión del marido la que hace perecer a su mujer, mientras que en El almohadón de plumas esto se utiliza como una distracción, siendo un parásito el verdadero asesino.

Es decir que, a simple vista, El almohadón de plumas de Horacio Quiroga no es un relato fantástico porque hay una resolución racional al final de la historia; sin embargo, todavía hay elementos fantásticos. La propia Alicia es uno de ellos.

Ella vive en un mundo de fantasía, está enamorada del amor, y su esposo hace todo lo posible para arrancarla de esta ensoñación infantil. Al mudarse a la casa, que Alicia encuentra fría y poco acogedora, su enamoramiento general disminuye. Horacio Quiroga no necesita vindicar sobre los derechos de la mujer para evidenciar que comprende perfectamente los condicionamientos de género, como cuando describe a Alicia «sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido», como si ella tratara de mantenerse alejada de las fantasías que su esposo desaprobaba [ver: El cuerpo de la mujer en el Gótico]

Más allá de los méritos obvios de El almoahadón de plumas como relato de terror, esta historia de Horacio Quiroga también es una tragedia humana. La verdadera causa de la enfermedad de Alicia no se detectó a tiempo porque era demasiado simple. Ni siquiera requería la presencia de un médico. Todo lo que demandaba el misterio era sentido común, es decir, buscar respuestas a las preguntas correctas. Aquí está la clave: ¿cómo es que todo esto escapó a la atención de Jordán? ¿Cómo es que un esposo no se da cuenta de que hay sangre en la almohada de su esposa?

Respuesta: nunca estuvieron juntos en la misma cama.

Alicia es una mujer frustrada, pero no siempre ha sido así. Su frustración comienza después del período idílico de la luna de miel. En otras palabras, está físicamente frustrada; y el parásito que acecha en el interior del almohadón de plumas puede interpretarse como un producto de las indulgencias onanísticas causadas por esa insatisfacción. Horacio Quiroga emplea con genialidad los prejuicios del discurso médico de la época sobre la masturbación. De hecho, si el caso hubiese caído en un médico de fines del siglo XIX, los síntomas de Alicia [desde la debilidad física, la depresión, incluso la locura] hubiesen sido diagnosticados como consecuencias de esas prácticas privadas.

Alicia pasa sus días en el aburrimiento y la soledad de su casa. Según el discurso médico de la época, este escenario de ociosidad es el ideal para que la mujer se entregue al goce de los placeres solitarios. Si a esto le sumamos el trato frío y distante de su esposo [aunque la frustración de Alicia es comprensible para el lector actual], la medicina decimonónica la habría diagnosticado como una mujer frígida, condición presente en los discursos médicos y que, por otro lado, justificaba las prácticas solitarias por una «incapacidad» para alcanzar la excitación por medios convencionales. La frigidez y la propensión de Alicia al placer propio se presagia en el entorno blanco de la casa, casi como el fluor albus que la medicina de la época asociaba a las prácticas solitarias [ver: La Casa Embrujada como representación del cuerpo de la mujer]

Esto contrasta con la mayoría de las interpretaciones de El almohadón de plumas de Horacio Quiroga, donde Alicia aparece como una esposa sumisa y privada de agencia sensual, una mujer cuyos deseos están bajo el severo control de su esposo. En parte, esto es así. Alicia es una mujer reprimida física y psicológicamente, pero Jordán ciertamente no es el monstruo sádico que drena su vitalidad a través de prácticas vampíricas. En todo caso, el parásito en el almohadón de plumas es una manifestación del castigo por la satisfacción autoinfligida, una vergonzosa señal de la incapacidad de Alicia de controlar sus impulsos.

En cada aspecto de El almohadón de plumas, Horacio Quiroga insinúa un camino para después tomar otro; y eso también se aplica a Alicia. El autor la describe como una mujer frágil, angelical, extremadamente sensible, propensa a las ensoñaciones y dependiente de su esposo, alguien incapaz de expresar sus necesidades afectivas, pero eso no la convierte en el mero objeto de placer de un esposo sádico, sino más bien en una víctima de un sujeto indiferente, o inepto en términos amorosos. En otras palabras, Horacio Quiroga crea una ilusión de dominio sobre una mujer sumisa, pero en realidad expone a una mujer que rechaza a su esposo para asumir el control sobre su propio cuerpo. Lejos de ser la víctima de un esposo depredador, Alicia misma es la depredadora insatisfecha y frustrada. En este sentido, su muerte es punitiva [ver: El cuerpo de la mujer en el Horror]

Por supuesto, este camino no tiene una sola dirección. Alicia bien puede ser una esposa insatisfecha, pero esto es producto de la ineptitud de Jordán durante la luna de miel. Si tomamos como referencia la personalidad fría y distante del esposo, podemos deducir que no es precisamente un amante cuidadoso, sino más bien alguien mecánico, sin tacto, alguien que llevó a Alicia a rechazarlo y retirarse gradualmente a la cama para satisfacer ella misma sus necesidades desatendidas.

En el discurso médico de la época, esta acumulación de frustración se conocía como histeria, una condición exclusivamente femenina; sin embargo, en la época de Horacio Quiroga la medicina proponía que estos deseos frustrados [básicamente insatisfacción] debían ser «domados» por el varón a través de la práctica de relaciones dentro del marco matrimonial.

Esto invirtió la carga de responsabilidades en relación a la histeria.

De repente, los maridos recién casados debían satisfacer las pasiones [supuestamente insaciables] de sus esposas «histéricas», lo cual aumentó las ansiedades masculinas. El varón educado ya no podía concentrarse únicamente en sus propios deseos; ahora estaba presionado a comprender y aliviar las misteriosas complejidades del deseo femenino. Para proyectar estas ansiedades de regreso a la mujer, muchos médicos recurrieron a una carta fácil: la frigidez. No es que seas un amante sin tacto, muchacho, ella es frígida.

Gracias, doctor.

Se sospechaba que las esposas «frígidas» e «histéricas» se involucraban en toda clase de aventuras sórdidas para satisfacer sus impulsos. En efecto, la frigidez no era vista como una falta de respuesta sensual, sino como una incapacidad para responder con entusiasmo a los estímulos mecánicos y egoístas que se les daba de acuerdo al riguroso código de comportamiento matrimonial. También se suponía que las mujeres frígidas [es decir, las que rechazaban o se mostraban indiferentes las caricias de los hombres] se entregaban a «prácticas solitarias» en sus alcobas, y las «practicantes» más inquietantes, desde el punto de vista médico, eran las mujeres casadas.

En Psychopathia Sexualis [1886] del psiquiatra alemán Richard von Krafft-Ebing, un libro de referencia en aquella época, se afirma que algunos maridos solo pueden estimular a sus esposas, no satisfacerlas, lo cual produce un deseo insatisfecho en ellas y, en consecuencia, un camino directo hacia las «prácticas solitarias». El desencanto de Alicia después de la luna de miel es sutilmente ilustrado por Horacio Quiroga en la reacción hostil de Jordán y el retiro final de la mujer a la cama, donde pasa sus últimos días inmersa en un mundo de fantasías [ver: Carmilla, Lucy y Helen: el monstruo femenino como figura de resiliencia]

El rechazo de Alicia a Jordán es expresado al comienzo de la historia, cuando el narrador describe cómo el trato poco delicado del esposo en la luna de miel hace añicos las ansiadas fantasías de Alicia, haciéndola experimentar sensaciones corporales de frialdad. El comportamiento áspero y la inexpresividad de Jordán son indicios encubiertos de su brutal [o, como mínimo, mecánico] comportamiento en la cama.


[«Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando, volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.»]


Cuando la pareja regresa de su luna de miel, Jordán continúa ignorando los deseos amenazadoramente complejos de su esposa. En este punto, Horacio Quiroga proyecta el cuerpo y las emociones de Alicia sobre la Casa:


[«La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio, silenciosos frisos, columnas y estatuas de mármol producían una impresión otoñal de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío.»]


El estado impecable de las paredes interiores sugieren Alicia le ha negado a Jordán sus derechos maritales después de la luna de miel, es decir, desde el momento en que se sintió insatisfecha en aquellas primeras experiencias. Del mismo modo, las descripciones de «silencio», «frialdad» y «mármol» pueden verse como indicadores de la frialdad de Alicia hacia su esposo. De hecho, las condiciones de la Casa [fría, húmeda y blanca] son análogas al cuerpo glacial e intocable de Alicia [ver: La Casa como entidad orgánica y consciente en el Gótico]

Horacio Quiroga deja varias pistas en El almohadón de plumas que insinúan que el descontento de Alicia con su esposo la lleva a entregarse a las «prácticas solitarias». Este es un tema recurrente en la obra de Horacio Quiroga, por ejemplo, en A la señorita Isabel Ruremonde, que trata de una muchacha francesa, llamada Sadie, cuyo estado tuberculoso es un velo para sus excesivas indulgencias masturbatorias. Por otro lado, la lujosa casa de Alicia [su «palacio encantado»] también continúa el discurso médico de que una vida cómoda y ociosa es el escenario ideal para despertar fantasías lascivas y provocar la tentación del placer autoinducido. Las tardes de soledad y aburrimiento hacen que la imaginación de Alicia se desate en fantasías sensuales, lo que se retrata cuando intenta alejar esos pensamientos hasta que su marido regrese del trabajo:


[«En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.»]


Aunque Alicia renuncia a la esperanza de que Jordán comprenda sus deseos, encuentra una salida alternativa para cumplir sus anhelos sensuales a través del sueño y las fantasías. Esto también forma parte del discurso médico imperante, el cual establecía que las indulgencias solitarias conducían al agotamiento, y por lo tanto al sueño excesivo. Otra pista de que el sueño continuo de Alicia es un símbolo encubierto de sus fantasías autoinglingidas es su pérdida de peso y debilidad y palidez repentinas.

Los sufrimientos físicos de Alicia también van acompañados de una crisis nerviosa mientras pasea por el jardín con Jordán. Este es otro punto interesante en El almohadón de plumas. La crisis puede deberse a la frustración, y esta parece liberarse al sentir la más leve caricia de su marido, una sensación que Horacio Quiroga define como «espanto callado», que no es otra cosa que culpa o remordimiento. En efecto, la agitación interna de Alicia, sumada a los ataques de llanto y la aversión por el contacto físico con su marido, parecen ser respuestas al vergonzoso secreto de sus prácticas privadas.

La anemia de Alicia bien podría haber sido diagnosticada por el doctor Abraham Van Helsing. Una de sus pacientes, víctima de Drácula, sufre «flujos sanguíneos anémicos» durante la noche [es decir, pérdidas de sangre], una metáfora poco práctica para el frenesí de las mismas indulgencias a las que se entrega Alicia [ver: La maternidad fallida en «Drácula»]. Al igual que ocurre con Lucy Westenra [ver: Bloofer Lady: la transformación de Lucy Westenra], las pérdidas de sangre de Alicia solo ocurren durante la noche y se atribuyen a una misteriosa fuerza vampírica dentro de su almohada que drena su cuerpo de fluidos vitales y hace que despierte débil e incolora cada mañana:


[«Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre.»]


Tanto en Van Helsing como en el médico anónimo de El almohadón de plumas hay una vaguedad en torno al uso de la anemia. En ambos casos suena como un término ambiguo para no hablar directamente de un tema incómodo. En cualquier caso, cuando la anemia de Alicia empeora, el narrador afirma:


[«Hubo consulta. Constató una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable.»]


Más adelante, el narrador destaca una vez más el carácter evasivo de la pérdida de sangre de Alicia:


[«Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo.»]


Horacio Quiroga usa la estrategia de las clases altas de disfrazar las «prácticas privadas» de la mujer bajo vagos trastornos, como la anemia inexplicable de Alicia. Por otro lado, mientras la vida de Alicia se apaga, Jordán experimenta una mayor presión para satisfacer las ardientes pasiones de su esposa, pero le preocupa fracasar de nuevo. Su confusión interior y sus ansiedades lo llevan a evitar el dormitorio conyugal y a recluirse en la sala de estar, donde camina frenéticamente de un lado a otro:


[«Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con todas las luces encendidas. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos.»]


Horacio Quiroga describe los pasos de Jordán por la sala como inaudibles, lo cual es muy extraño, considerando que, al comienzo de la historia, cada sonido podía escucharse como un eco resonante en toda la casa:


[«Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.»]


Cuando Jordán entra al dormitorio para espiar a Alicia, aparecen estos mismos detalles de sus pasos silenciosos y su presencia indetectable:


[«A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.»]


Esta presencia invisible e inaudible de Jordán tiene un doble significado. Por un lado, las vueltas silenciosas alrededor del cuerpo de Alicia y las miradas subrepticias hacia la cama expresan la sigilosa vigilancia de un marido preocupado por el comportamiento de su esposa mientras «duerme». En otras palabras, Jordán está caminando en puntas de pie para vigilar que Alicia no recaiga en sus prácticas íntimas. Por otro lado, en un nivel más simbólico, los pasos mudos de Jordán dan a entender que ha sido excluido del reino del placer imaginario de su esposa [ver: El Machismo en el Horror]

Después de estas avanzadas de espionaje en la habitación de Alicia, ella sufre alucinaciones espantosas, seguidas de sudoración y palpitaciones. En su primera alucinación, Alicia sueña que su esposo le da placer de la manera que ella quiere, lo que la hace despertar bruscamente, bañada en sudor, mientras grita su nombre:


[«Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.»]


La rigidez del cuerpo de Alicia, así como sus fuertes gritos, sudor y sofocación, son paralelos a una imagen del clímax. Y cuando Alicia grita el nombre de Jordán en medio de su sueño, el lector supone que ella lo está llamando para que la consuele después de haber tenido una pesadilla; sin embargo, esta posibilidad se desbarata cuando Alicia expresa más horror que alivio al verlo frente a ella:


[«Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.»]


Aunque Jordán le asegura que es él y no un producto de su «pesadilla», a Alicia le toma tiempo distinguir entre su esposo y los monstruos imaginarios que se arrastran por la alfombra:


[«Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.»]


La connotación del sueño de Alicia también se proyecta a través de su visión de un «antropoide» agachado en cuatro patas, mirándola directamente a los ojos:


[«Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.»]


La mirada fija y aterradora del antropoide es similar a la atenta mirada de vigilancia de Jordán durante sus rondas nocturnas por el dormitorio de Alicia. Las alucinaciones hacen que Alicia pierda el control de sus facultades mentales y caiga en el delirio, mientras emite monótonos gemidos que rompen el silencio de la casa:


[«Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y ​​el sordo retorno de los eternos pasos de Jordán.»]


El simbolismo de los gritos monótonos de Alicia, la rigidez de su cuerpo y sus visiones de bestias vigilantes mientras grita el nombre de Jordán, no necesitan mayor explicación. Los gemidos de Alicia contrastan con el mutismo de los pasos de su esposo. El amortiguamiento del andar de Jordán por la alfombra, el mismo lugar donde aparecen las visiones de Alicia, simboliza que la presencia real del marido se ha convertido en un objeto ilusorio del sueño fantástico de su esposa.

Alicia ya no tiene un uso para su esposo. Ha descubierto que puede cumplir sus deseos produciendo sus propias fantasías. Cuando Jordán escucha a Alicia disfrutar de los placeres que él nunca pudo brindarle, lo invaden sentimientos de insignificancia y rechazo, que se reflejan en el borrado de su presencia física.

Alicia es condenada a una muerte agónica en medio de su éxtasis. El narrador la describe de una manera aterradora, proyectando la fantasía masculina de domar este cuerpo rebelde que ha transgredido los límites. Resulta que no era la anemia la que drenaba la energía vital de Alicia cada noche, sino una fuerza parasitaria en su almohadón de plumas, que presumiblemente le chupaba la sangre de la cabeza:


[«Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca. Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquella, chupándole la sangre.»]


El hecho de que la sangre se drene del cerebro de Alicia también refleja la idea de que una excesiva actividad venérea afectaba la cordura. El almohadón de plumas vincula la sangre del cerebro de Alicia con sus fluidos corporales al describir cómo la protagonista trata de evitar que alguien toque sus sábanas, o su almohada, en los momentos previos a su muerte:


[«No quería que le tocaran la cama, ni aun que le arreglaran el almohadón.»]


Una mancha de sangre en las sábanas se consideraba un signo evidente de comportamiento íntimo inapropiado. Al final de la historia, la empleada doméstica encuentra manchas en la funda del almohadón de plumas que «parecen sangre»; sin embargo, dado que el líquido dentro del parásito se describe como «viscoso», las manchas junto a la cabeza de Alicia podrían leerse como una referencia a sus secreciones que quedaron en la ropa de cama [ver: Vermifobia: gusanos y otros anélidos freudianos en la ficción]

Ahora bien, la «bola viviente y viscosa» con «patas velludas» encontradas dentro del almohadón de plumas bien puede ser una entidad parasitaria real e independiente, pero también una conglomeración de fluidos de la protagonista, mezclados entre las plumas, una especie de Tulpa monstruoso creado a partir de las pasiones desenfrenadas de Alicia [ver: Tulpas, Seres Interdimensionales y una elegante teoría sobre el Horror]; o mejor aún, un fetiche brujeril fabricado inadvertidamente por las secreciones que Alicia ha ido acumulando en las plumas al limpiar y secar sus manos dentro del almohadón. Cualquiera de estas opciones funciona muy bien. Pero todas funcionan perfectamente.

Es tentador pensar que, al representar las maniobras íntimas [y acaso compulsivas] de Alicia como una práctica repugnante y vergonzosa, y luego darle una muerte atroz, cuya agonía ni siquiera podemos imaginar, Horacio Quiroga está restableciendo el paradigma del dominio masculino sobre el cuerpo femenino; sin embargo, debajo de este tratamiento aparentemente misógino, el autor expone las ansiedades masculinas en relación al deseo femenino.

Por supuesto, El almohadón de plumas de Horacio Quiroga funciona perfectamente a nivel superficial; quiero decir, puede leerse y disfrutarse como un relato extraño sobre una misteriosa entidad vampírica alojada en la almohada de una muchacha; sin embargo, toda historia es hija de su tiempo, de los códigos y ansiedades de su tiempo, de manera que todos estos elementos también forman parte de la extrañeza y la inquietud que nos produce una narración, más de un siglo después, cuando fue ejecutada por un maestro, como sin dudas lo fue Horacio Quiroga.

Supongo que lo que quiero decir es que El almohadón de plumas es lo que el lector le permite ser. Puede ser la historia de un bicho raro, pero también eso y mucho más.




Horacio Quiroga. I Taller gótico.


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