«La Casa Roja»: H. Russell Wakefield; relato y análisis.
La Casa Roja (The Red Lodge) es un relato de terror del escritor inglés H. Russell Wakefield (1888-1964), publicado en la antología de 1928: Ellos regresan por la noche: un libro de historias de fantasmas (They Return at Evening: A Book of Ghost Stories). Posteriormente aparecería en Una marea de terror (A Tide Of Terror); La compañía fantasma (The Ghost's Companion) y La cámara de los horrores (Chamber Of Horrors)
La Casa Roja, uno de los mejores cuentos de H. Russell Wakefield, relata la historia de una elegante casa de campo inglesa, situada cerca de un río, que parece el lugar perfecto para que una familia joven pase las vacaciones; sin embargo, en la Casa Roja hay cosas peores que los fantasmas. El pasado dejó sus marcas en el lugar, y son imborrables [ver: Psicología de las Casas Embrujadas]
La Casa Roja parece ser la típica historia inglesa de casas embrujadas; sin embargo, H. Russell Wakefield se aleja de los paradigmas del género, con sus enormes mansiones góticas en ruinas y muertes anunciadas. Lo que predomina aquí es la insinuación, la sutileza, el terror como un vago trasfondo:
[«Mi primera incertidumbre, vaga y tenue en el comienzo, vino tan pronto como crucé el umbral. Soy pintor de profesión y, por lo tanto, respondo claramente a los tonos del color. Bueno, era un día brillantemente hermoso, el salón de la Casa Roja estaba completamente iluminado, pero parecía un poco fuera de lugar, por así decirlo, como si lo estuviera mirando a través de un par de lentes ligeramente oscurecidos. Sólo un pintor lo habría notado, me imagino.»]
La Casa Roja no es un cliché. Evoca la extrañeza, y eso nos mantiene inmersos en una historia mucho más espeluznante que aquellas donde las escaleras crujen y se oye el sonido de pasos amortiguados en habitaciones vacías. De hecho, el lector sabe lo que está ocurriendo antes de que los personajes comprendan la gravedad de su situación; lo cual es curioso, ya que la narración en retrospectiva implica que el narrador sobrevivirá, por lo que la presentación de la Casa Roja [y especialmente la de su esposa e hijo] sirve para enfocar las preocupaciones del lector [ver La Casa como entidad orgánica y consciente en el Gótico]
H.R. Wakefield proporciona una serie de características inusuales para el narrador promedio de este tipo de historias: es pintor [los narradores de H.R. Wakefield suelen ser artistas o escritores], en un momento confiesa que es «un poco psíquico» además de ser oriundo de las «Tierras Altas» [Highlander]. La idea del narrador de que su sensibilidad paranormal se debe a su ascendencia es extraña, como si los celtas tuviesen mayor capacidad de sintonizarse con lo sobrenatural, en contraste con los mundanos anglosajones. En todo caso, su personalidad es la opuesta a la del típico protagonista del género [generalmente un excéptico recalcitrante]. Es un hombre muy observador, y si bien es sensible a los sucesos sobrenaturales, no es frívolo ni fácil de engañar.
El argumento de La Casa Roja es simple: una familia burguesa se muda a una casa de campo para pasar sus vacaciones, desafortunadamente, la Casa y sus «Ocupantes Permanentes» [así los denomina el narrador] tienen otras intenciones. Al principio todo transcurre con cierta normalidad, hasta que el narrador descubre pequeñas manchas de limo por toda la casa, que podrían provenir del río cercano, y extrañas figuras fantasmales moviéndose en las ventanas y caminando por los pasillos. Poco a poco, los eventos paranornales empiezan a aumentar en intensidad y frecuencia. Los «Ocupantes Permanentes» se vuelven más audaces y aterradores. El pequeño Tim ve un «mono verde» en el río cercano, Mary vislumbra siluetas donde no debería haber nadie, y el narrador siente tres espectros malignos que tiran psíquicamente de él para que abra una ventana por la noche y los vea directamente [ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror]
Al parecer, estas fuerzas invisibles están comunicándose con los miembros de la familia [a su manera] hasta que cada uno comienza a sentir la abrumadora compulsión de correr hacia el río y ahogarse.
H. Russell Wakefield jamás menciona la palabra «fantasma». Describe a los «Ocupantes Permanentes» en términos humanos [rostros, siluetas], pero también son verdes y viscosos. Me pregunto si mencionar el libro del filósofo británico Henry Sidgwick: El uso de las palabras en el razonamiento (The Use Of Words In Reasoning), una de las lecturas de cabecera del narrador [un libro sobre lógica es inesperado como la lectura favorita de un pintor], insinúa que «fantasma» es un término insuficiente para describir a las entidades que habitan la Casa Roja.
¿Quiénes son estas entidades? Sir William, un vecino informado, cuenta la historia de la Casa Roja, y asume que está embrujada por la esposa del propietario original [asesinada], y por los siguientes residentes [excepto por una pareja que no tuvo problemas durante 15 años]. Pero, al incluir el jardín y el río, este embrujo parece ir más allá de los límites de la propiedad, casi como si se tratara de un Genius Loci, un lugar malvado que provocó o influenció aquellos primeros asesinatos [ver: La verdadera Entidad que se esconde Hill House]
La Casa Roja de H.R. Wakefield presagia el modelo que llegaría a convertirse en un cliché del género, sobre todo de las novelas sobrenaturales de las décadas de 1970 y 1980 y sus adaptaciones cinematográficas: la familia modelo [a menudo un tipo artístico, su esposa y su hija/o sensible] se mudan a una casa antigua, aparentemente una ganga ofrecida por un agente inmobiliario inescrupuloso, y se encuentran con cosas espeluznantes [ver: El ABC de las historias de fantasmas]. Esto es común para nosotros, pero raro en la ficción inglesa de entreguerra, sobre todo poner en peligro a todo un grupo familiar, no únicamente a un solitario investigador psíquico o un desafortunado académico [ver: La Casa Embrujada como representación del cuerpo de la mujer]
En cierto modo, La Casa Roja de H. Russell Wakefield emplea una dinámica nueva sin alejarse demasiado de los aspectos jamesianos fundamentales. Hablando de M. R. James, la aparición del limo es tan llamativa y desagradablemente física como el mejor de sus fantasmas, y el hecho de que el niño, Tim, la confunda con un «mono verde», le da al lector una imagen sorprendentemente vívida [ver: Black Goo y otras monstruosidades amorfas en la ficción]. H.R. Wakefield, como M.R. James, no andan con vueltas. Antes de que termine el primer párrafo, incluso la primera línea, sabemos que la Casa Roja es una casa malvada, y apenas hay una palabra desperdiciada mientras somos llevados por los eventos de la historia.
La Casa Roja de la historia está inspirada en una casa real que H. Russell Wakefield visitó en 1917, situada cerca del puente de Richmond, al sudoeste de Londres. La casa tenía una mala reputación, y mientras estuvo allí, Wakefield se sintió «oprimido por un miedo sin nombre», según declaró. Un día, mientras estaba en el jardín, miró las ventanas del primer piso y vio «una cara borrosa en una de ellas; la cara de un hombre, pero no había ningún hombre en la casa». Por otro lado, la Casa Roja reaparecerá en otra historia de H.R. Wakefield: La gallina ciega (Blind Man's Buff), que esperamos traducir próximamente en El Espejo Gótico.
La Casa Roja.
The Red Lodge, H. Russell Wakefield (1888-1964)
Estoy escribiendo esto con un imperativo sentido del deber, porque considero que la Casa Roja es una asquerosa trampa mortal y totalmente inadecuada para ser habitada por humanos. Tiene sus propios habitantes, y su dueño es un canalla indescriptible para permitir que se utilice para su ventaja financiera. Conoce perfectamente los peligros del lugar. Le escribí sobre nuestras experiencias, y ni siquiera reconoció la carta. Hace dos días vi el espantoso anuncio en Country Life. Así que cualquiera que alquile la Casa Roja en el futuro recibirá una copia de este documento, así como algunas palabras incómodas de Sir William. Ese sinvergüenza de Wilkes puede tomar las medidas que le plazca.
Desde luego, no tenía ningún prejuicio contra el lugar: había estado demasiado ocupado para revisarlo yo mismo, pero mi esposa me informó muy favorablemente (confío en su palabra para la mayoría de las cosas) y me di cuenta, por las fotografías, que era un espécimen magnífico del estilo de casa Queen Anne de tamaño mediano, justo lo ideal para mí. Mary dijo que el jardín era perfecto y que al fondo estaba el río para Tim. Había estado deseando unas vacaciones y estaba muy animado mientras viajaba. No he estado en mi mejor espíritu desde entonces.
Mi primera incertidumbre, vaga y tenue en el comienzo, vino tan pronto como crucé el umbral. Soy pintor de profesión y, por lo tanto, respondo claramente a los tonos del color. Bueno, era un día brillantemente hermoso, el salón de la Casa Roja estaba completamente iluminado, pero parecía un poco fuera de lugar, por así decirlo, como si lo estuviera mirando a través de un par de lentes ligeramente oscurecidos. Sólo un pintor lo habría notado, me imagino.
Cuando Mary salió a saludarme, no se veía tan bien como yo esperaba, o tan bien como una semana en el campo debería haberla hecho ver.
—¿Todo está bien? —pregunté.
—Oh, sí —respondió ella, pero pensé que le resultaba difícil decirlo, y entonces mi ojo detectó una curiosa manchita verde en la alfombra granate frente a la chimenea.
Parecía una mancha de limo de río.
—Supongo que Tim las trae —dijo Mary—. He encontrado varias. Por supuesto, él jura que no.
Luego, por un momento, nos quedamos en silencio, y una sensación de restricción muy inusual pareció establecer una barrera entre nosotros. Salí al jardín a fumarme un cigarrillo antes del almuerzo, y me senté bajo una morera muy fina.
Me pregunté si, después de todo, había sido prudente dejárselo todo a Mary. La casa no tenía nada de malo, por supuesto, pero soy un poco psíquico y siempre conozco el estado de ánimo o el carácter de una casa. Algunas te dan la bienvenida con el entusiasmo de un perro simpático, te hacen sentir como en casa y a gusto a la vez.
Otras son hoscas, vigilantes, hostiles, esconden cosas. Te hacen sentir que te has entrometido en asuntos que no son de tu incumbencia. Nunca me había encontrado con un lugar tan hostil, distante y secreto como la Casa Roja.
Mi hijo parecía un poco apagado y pensativo, aunque se veía bastante bien, y pronto estábamos todos parloteando con esos rápidos cambios de tono que ocurren cuando las edades respectivas de los conversadores son cuarenta, treinta y tres, y seis años y medio. Después de media botella de Meursault y una copa de oporto comencé a pensar que había sido un asno morboso. Todavía estaba cavilando cuando comencé mis vacaciones de la mejor manera posible al ir a dormir en una silla exquisitamente cómoda debajo de la morera.
Me quedé dormido, pero tuve la tonta impresión de que me miraban, así que me despertaba constantemente. Yo estaba recostado y podía ver una ventana en el segundo piso enmarcada por un hueco entre las hojas, y en una ocasión, cuando me desperté bruscamente de uno de estos sueños, creí ver por un momento una cara mirando hacia abajo, hacia mí, y esta cara parecía curiosamente aplastada contra el cristal.
Solo un remanente de un sueño, concluí. Sin embargo, no tenía ganas de dormir y comencé a explorar el jardín. Estaba completamente tapiado, según descubrí, excepto en el otro extremo, donde había una puerta que daba a un camino, paralelo al muro de la derecha, que conducía al río a unos metros de distancia.
Noté en esta puerta varias de esas manchas de baba verde de las que supuestamente Tim era responsable. Era un rinconcito oscuro separado del resto del jardín por dos serbales, un pequeño lugar fresco y silencioso, pensé.
Luego llegó el momento de la lección de cricket de Tim, que fue interrumpida por la llegada de algunos vecinos infernales. Pero eran gente agradable, de hecho, los locos locales, deduje, que eran dueños de la Casa Solariega; Sir William Prowse, su esposa y su hija. Salí a caminar con él después del té.
—¿Quién tuvo esta casa antes que nosotros? —pregunté.
—Los Hawker —respondió—. Eso fue hace dos años.
—Me extraña que el dueño no viva allí —dije—. No es un lugar caro para mantenerse al día.
Sir William hizo una pausa como si estuviera considerando su respuesta.
—Creo que no le gusta estar tan cerca del río. No lo siento, porque detesto a ese tipo. Por cierto, ¿cuánto tiempo la has alquilado?
—Tres meses —respondí—, hasta finales de octubre.
—Bueno, si puedo hacer algo por ti, estaré encantado. Si tienes algún problema, ven directamente a mí.
Enfatizó ligeramente la última oración.
Me pregunté qué clase de problemas esperaba sir William. Probablemente compartía la opinión general de que los artistas estaban bastante locos. Sin embargo, estaba debidamente agradecido por su ofrecimiento.
Lamenté descubrir que a Tim no parecía gustarle el río. Estaba nervioso por eso, y decidí ayudarlo a superarlo, porque cuantos menos miedos uno lleve a lo largo de la vida, mejor, y a menudo se pueden superar con un trato delicado en la infancia. Curiosamente, el año anterior, en Frinton, parecía no tener miedo al mar.
El resto del día transcurrió sin incidentes. Después de la cena bajé hasta el final del jardín, con la intención de pasar por la puerta y echar un vistazo al río. En cuanto puse la mano en el pestillo, se oyó un silbido furtivo muy agudo. Me volví rápidamente, pero al no ver a nadie concluí que había venido de alguien en el callejón de afuera. No investigué más, sino que volví a la casa.
Me desperté a la mañana siguiente sintiéndome un poco deprimido. Mi vestidor olía a rancio y amargo, y abrí las ventanas. Al hacerlo, sentí que mi pie derecho resbalaba sobre algo. Era uno de esas babas viscosas y verdes. Ahora Tim nunca entraría en mi cuarto. ¿Cómo diablos había llegado ahí? ¿Se cayó de algo? ¿Chorreó de algo? ¿De qué?
Quiero mucho a mi esposa: ella fue una esclava para mí cuando yo era pobre y siempre me ha mantenido feliz, cómodo y fiel, y me dio a mi hijo pequeño Timothy. ¡Debía interponerme entre ella y las manchas de baba verde! ¿De qué diablos estaba hablando?
Era un día flamígeramente hermoso. Sin embargo, durante todo el desayuno mi mente estuvo tratando de encontrar una razón para estas manchas de baba verde, y no la encontraba. Después del desayuno le dije a Tim que lo llevaría en un bote por el río.
—¿Debo hacerlo, papá? —preguntó, mirándome ansiosamente.
—No, por supuesto que no —respondí, un poco irritado—, pero creo que lo disfrutarás.
—¿Debería sentirme mal si no voy?
—No, Tim, pero creo que deberías intentarlo de todos modos.
—Está bien —dijo.
Es un tipo valiente e hizo todo lo posible por fingir que se estaba divirtiendo, pero vi que se sentía mal desde el principio. Perplejo y molesto, le pregunté a su niñera si conocía alguna razón para este repentino miedo al agua.
—No, señor —dijo ella—. El primer día que llegamos corrió hacia el río como solía correr hacia el mar, pero de repente comenzó a llorar y corrió de regreso a la casa. Debe haber visto algo en el agua que lo asustó.
Pasamos la tarde dando vueltas en automóvil por el vecindario. Empecé a sentir un ligero disgusto ante la idea de volver a la casa. Nuevamente tuve la impresión de que estábamos molestando, y que algo había estado sucediendo durante nuestra ausencia. Mary, alegando dolor de cabeza, se acostó poco después de la cena y yo fui al estudio a leer.
Apenas cerré la puerta volví a tener esa desagradable sensación de ser observado. Hizo que la lectura de El uso de las palabras en el razonamiento de Sidgwick —un viejo favorito mío, que requiere concentración— fuera una tarea difícil. Una y otra vez me encontré espiando en rincones oscuros y cambiando de posición. Hubo pequeños sonidos agudos; sólo el crujido de los paneles de roble, supuse.
Después de un tiempo me volví más absorto en el libro, menos inquieto, y luego escuché una tos muy suave justo detrás de mí. Sentí pequeños escalofríos descender y atravesarme, pero no miré alrededor y seguí leyendo. Acababa de llegar al siguiente pasaje:
»Por muchas cosas que se puedan decir sobre Sócrates, o sobre cualquier hecho observado, queda aún más que se podría decir si surgiera la necesidad; la necesidad es el factor determinante. Por lo tanto, la distinción entre descripción completa e incompleta, aunque perfectamente nítida y clara en abstracto, solo puede tener un significado —solo puede aplicarse a casos reales— si se toma como equivalente a una descripción suficiente, siendo la suficiencia relativa a algún propósito. Evidentemente, la descripción de Sócrates como hombre, por escasa que sea, puede ser completamente suficiente para el propósito de la modesta investigación de si es mortal o no.»
En ese momento mi mirada fue atraída por una mancha verde que apareció de repente en el suelo a mi lado, y luego otra y otra, siguiendo una línea recta hacia la puerta. Recogí la más cercana, era un poco de limo o baba. Hice un llamado a toda mi fuerza de voluntad, porque temía que algo peor se materializara. Me levanté y caminé deliberadamente, lentamente, hacia la puerta, encendí la luz en el medio de la habitación, y luego regresé, apagué la lámpara de lectura y me dirigí a mi vestidor. Me senté y pensé.
Había algo muy malo en esa casa. Había pasado la etapa de fingir lo contrario, y mi inclinación era alejar a mi familia al día siguiente. Pero eso significaba sacrificar dinero y no teníamos a dónde ir. Era concebible que estos fenómenos fueran perceptibles solo para mí, siendo medio Highlander. Podría aguantar si tuviera cuidado y mantuviera la frente en alto, porque las apariciones de este tipo son parcialmente subjetivas: uno aporta algo de sí mismo a su materialización. Si Mary, Tim y los sirvientes eran inmunes, dependía de mí enfrentar esta maldad.
Mientras me desnudaba, llegué a la decisión de que no decidiría nada en ese momento y que vería lo que pasaba. Tomé esta decisión en contra de mi buen juicio, creo.
En la cama traté de alejar todo esto de mí mediante un esfuerzo consciente por «cambiar de tema», por así decirlo. El tema al que me resulta más fácil cambiar es el negocio multifacético, inútil y constantemente abusado de crear cosas, historias con bolígrafos, tinta y papel, representaciones de cosas y estados de ánimo con pintura, pinceles y lienzos, y nuestras propias miserias. Con un esfuerzo considerable, por lo tanto, y con mi cerebro ansioso por ocuparse de otra cosa, recordé un artículo que había leído ese día sobre una palabra gloriosa Jugendbewegung, el «Movimiento de la Juventud», un teutonismo hinchado.
Cuán pesadamente traté de canonizar con su sonoridad polisilábica esa Boy-Scoutish invertida de dichos jóvenes y doncellas. «Una mala acción, una locura, un soneto, un garabato de algún tipo, un pésimo día». Litera, salsa sin fuerza, Futurismo sin pasado, meramente una Transición de una pose aulladora a otra. Y luego, de repente, me encontré al final del jardín, tratando desesperadamente de esconderme detrás de un serbal, mientras mis ojos se mantenían implacablemente mirando hacia la puerta.
Y luego comenzó a abrirse lentamente, y algo horriblemente diferente a todo lo que había visto antes comenzó a atravesarla. Supe que Él sabía que yo estaba allí. Mi cabeza pareció estallar y arder, astillarse, destruirse, y entonces desperté.
Temblando al sentir que algo en la oscuridad estaba suspendido una o dos pulgadas por encima de mí, y luego el goteo, goteo, goteo, algo comenzó a caer sobre mi cara.
Mary estaba en la cama contigua a la mía. No grité, sino que arrojé la ropa sobre mi cabeza, mis ojos lloraban con lágrimas de terror. Y así me quedé, acobardado, hasta que oí el reloj dar las cinco, y amaneció, llegó el aliado que anhelaba, y los pájaros empezaron a cantar. Luego me dormí.
Me desperté destrozado y, después del desayuno, sintiendo la necesidad de estar solo, fingí que quería dibujar y salí al jardín. De repente recordé el comentario de sir William acerca de ir a verlo si había algún problema. No hubo mucha dificultad para adivinar lo que había querido decir. Iría a verlo de inmediato. Ojalá supiera si Mary también estaba preocupada. Dudé en preguntarle, porque, si no fuera así, seguro que sospecharía si la interrogaba.
Luego descubrí que, mientras mi cerebro había estado ocupado con sus pensamientos, mi mano tampoco había estado ociosa, sino ocupada dibujando un diseño muy singular en el cuaderno. Lo observé automáticamente.
¿Era un diseño o una figura de algún tipo? ¿Cuándo había visto algo así antes? ¡Dios mío, en mi sueño de anoche!
Lo rompí en pedazos, me levanté agitado y me dirigí a la mansión por un sendero a través de pastos altos, arqueados y punteados que silbaban levemente con la brisa. Mi inclinación era correr a la estación y tomar el próximo tren a cualquier parte; puro pánico sin diluir —palabra insuficientemente analizada— ese que hace que los hombres pisoteen a mujeres y niños cuando la Muerte está haciendo su elección.
Por supuesto, tenía a Mary, Tim y los sirvientes para evitarlo, pero suponiendo que no tuvieran ningún derecho sobre mí, ¿debería abandonarlos? No. ¿Por qué? Esas cosas no las hacen los habitantes respetables de Gran Bretaña, un pueblo despreciado y respetado por todas las demás tribus. Despreciados como los filisteos, ¡pero se necesitó la quijada de un asno para someter a esa resistente raza! ¿Respetado por qué? Mi mente se restringió deliberadamente.
Llegué a la mansión de sir William y me informaron que estaba en Londres por el día, pero que regresaría esa noche. ¿Sería tan amable de decirle que me llame a su regreso? Sí, señor. Y luego, con pasos lentos, volví a la Casa Roja.
Llevé a Mary a dar un paseo en auto después del almuerzo. Cualquier cosa para salir del lugar bestial. Tim no vino porque prefería jugar en el jardín. A la luz de lo sucedido, supongo que seré criticado por dejarlo solo con una niñera, pero en ese momento sostuve la teoría de que estas apariencias no eran de ninguna manera malignas, y que era más que posible que Tim no advirtiera nada fuera de lo común.
Después de todo, nada de lo que había visto u oído, al menos durante el día, le parecería inusual.
Mary estaba muy callada, y yo comenzaba a sentirme seguro, debido a cierta depresión y opresión en sus modales y apariencia. Estaba en la punta de mi lengua decir algo, pero resolví esperar hasta escuchar lo que sir William tenía que decir. Era una tarde oscura, sombría y melancólica, y mi ánimo decayó cuando nos dirigíamos a casa. ¡Qué hogar!
Regresamos a las seis, y acababa de parar el motor y ayudar a Mary a salir cuando escuché un grito en el jardín. Corrí para ver a Tim, con las manos en los ojos, tambaleándose por el césped, la niñera corriendo detrás de él. Luego volvió a gritar y cayó. Lo llevé a la casa y lo acosté en un sofá en el salón, Mary fue hacia él. Tomé a la niñera del brazo y salí de la habitación; ella estaba jadeando y llorando con la cara blanca como la tiza.
—¿Qué sucedió? ¿Qué sucedió? —pregunté.
—No sé qué era, señor, pero habíamos estado caminando por el sendero y habíamos dejado la puerta abierta. El amo Tim estaba un poco por delante de mí, cruzó la puerta primero y luego gritó.
—¿Viste algo que pudiera haberlo asustado?
—No, señor, nada.
Volví con ellos. De nada servía interrogar a Tim, y no había nada coherente en sus sollozos histéricos. Se calmó poco a poco y lo llevaron a la cama. De repente se volvió hacia Mary y la miró con ojos de terror.
—El mono verde no me atrapará, ¿verdad, mamá?
—No, no, está todo bien —dijo Mary, y poco después él se fue a dormir.
Luego ella y yo bajamos al salón. Ella misma estaba al borde de la histeria.
—Oh, Tom, ¿qué le pasa a esta horrible casa? Estoy aterrorizada. Desde que llegué aquí he estado aterrorizada. ¿Ves cosas?
—Sí —respondí.
—Oh, no quería preocuparte si no lo habías hecho. El día que llegamos vi pasar a un hombre delante de mí al dormitorio. Luego oí susurros bestiales, y cada vez que doy esa vuelta en el pasillo sé que hay alguien ahí. Una noche me desperté de repente, y algo pareció obligarme a ir a la ventana. Me arrastré sobre mis manos y rodillas y miré a través de la persiana. Estaba lo suficientemente claro para ver. De repente vi a alguien corriendo por el césped con las manos extendidas. Había algo espantoso justo a su lado. Desaparecieron detrás de los árboles. Estoy aterrorizada cada minuto.
—¿Y los sirvientes?
—La niñera no ha visto nada, pero los demás sí, estoy segura. Y luego están esas manchas viscosas, creo que son las más viles de todas. No creo que Tim haya estado preocupado hasta ahora, pero estoy segura de que ha estado desconcertado e indeciso varias veces.
—Bueno —dije—, es bastante obvio que debemos irnos. Me reuniré con sir William mañana, espero, y estoy bastante seguro de lo que me aconsejará. Mientras tanto, debemos pensar a dónde ir. Es un asunto desagradable; no me refiero simplemente al dinero, aunque eso ya es bastante malo, sino al alboroto, justo cuando esperaba que fuéramos a ser tan felices y estables. Sin embargo, hay que hacerlo. Deberíamos estar enojados después de una semana de este agujero empapado de inmundicia.
En ese momento sonó el teléfono. Era un mensaje para decir que sir William estaría encantado de recibirme mañana a las diez y media.
Con el crepúsculo llegó esa sensación de ser vigilado, esperado, perseguido, conjurado, una atmósfera de malignidad silenciosa y acechante. Una espesa neblina salió del río y, mientras me cambiaba para la cena, noté que las luces de las ventanas parecían proyectar una serie de imágenes que cambiaban rápidamente. La que estaba frente a mi ventana, por ejemplo, sugería desagradablemente tres figuras mirando y aumentar de tamaño. El efecto debe haber sido ligeramente hipnótico, porque de repente retrocedí, como si estuvieran a punto de cerrarse sobre mí.
Bajé la persiana y corrí escaleras abajo.
Durante la cena decidimos que, a menos que sir William tuviera algo muy tranquilizador que decirnos, regresaríamos a Londres dos días después y nos quedaríamos en un hotel hasta que pudiéramos encontrar un lugar para pasar las próximas seis semanas.
Justo antes de acostarnos subimos a la guardería para ver si Tim estaba bien. Esta habitación estaba en la parte superior de un corto tramo de escaleras. Como estas estaban cubiertas de limo verde y había un charco de lodo justo afuera de la puerta, lo llevamos a dormir con nosotros.
Los Ocupantes Permanentes de la Casa Roja esperaron hasta que se apagó la luz, pero entonces los sentí venir en tropel, deslizándose uno por uno. Me pareció que estaban concentrados para el ataque. A un metro de distancia, mi esposa yacía con mi hijo en brazos, así que debía luchar. Me eché hacia atrás, me agarré a los lados de la cama y luché con todas mis fuerzas para contener a mis agresores. A medida que pasaban las horas, sentí que comenzaba a tomar la delantera y me invadió una sensación de exaltación.
Una hora antes del amanecer hicieron su mayor esfuerzo. Sabía que me querían arrastrar sobre mis manos y rodillas hasta la ventana y mirar a través de la persiana, y que si lo hacía estaríamos condenados.
Mientras apretaba los dientes y mi agarre hasta que me sentí atormentado por la agonía, el sudor brotó de mí. Sentí que se agolpaban alrededor de la cama y acercaban sus rostros al mío, y una voz en mi cabeza decía insistentemente:
—Debes arrastrarte hasta la ventana y mirar a través de la persiana.
En mi mente podía verme gateando sigilosamente por el suelo y apartando la persiana, pero, ¿quién me estaría mirando?
Justo cuando sentí que mi resistencia se rompía, escuché un dulce gorjeo soñoliento en un árbol afuera, y luego una débil sugerencia de luz. De inmediato aquellos con los que había estado luchando me dejaron y se fueron, y, completamente exhausto, me dormí.
Por la mañana descubrí, algo irónicamente, que Mary había dormido mejor que cualquier otra noche desde que llegamos.
Las diez y media me encontraron entrando en Manor House, un encantador lugar antiguo, anodino, que comenzó a mover la cola tan pronto como entré. Sir William me esperaba en la biblioteca.
—Esperaba que esto sucediera —dijo gravemente—, y ahora cuéntame.
Le di un breve resumen de nuestras experiencias.
—Sí —dijo—, siempre es más o menos la misma historia. Cada vez que se ha alquilado ese horrible lugar, he tenido una sensación de responsabilidad personal y, sin embargo, no puedo dar una advertencia adecuada, porque el alquiler de casas embrujadas aún no es un delito penal, aunque debería serlo. De hecho, una pareja de ancianos tuvo la casa durante quince años y estaban encantados con ella, sin problemas de ninguna manera. Pero ahora déjame decirte lo que sé de la Casa Roja. La he estudiado durante cuarenta años y la considero mi enemiga personal.
»La tradición local dice que el segundo propietario, a principios del siglo XVIII, deseaba deshacerse de su esposa y sobornó a sus sirvientes para asustarla hasta la muerte, justo el tipo de antepasado del que me imagino que desciende ese canalla Wilkes. No sé qué diabluras perpetraron, pero se supone que ella salió corriendo de la casa antes del amanecer y se ahogó. Entonces su marido instaló un pequeño harén en la casa; pero fue un fracaso, porque cada una de estas mujeres se precipitó hacia el río poco antes del amanecer, y finalmente el marido mismo hizo lo mismo.
»Del período comprendido entre entonces y hace cuarenta años no tengo constancia, pero la tradición local dice que fue escenario de tragedia tras tragedia. Luego fue cerrada durante mucho tiempo. Cuando comencé a estudiarla por primera vez, estaba ocupada por dos hermanos solteros. Uno se disparó en la habitación que imagino que usas como dormitorio, y el otro se ahogó de la forma habitual. Puedo decirle que la peor habitación de la casa, la que se supone que ocupó la desafortunada señora, está cerrada con llave, ya sabes, la del segundo piso. Me imagino que Wilkes te lo mencionó.
—Sí, lo hizo —respondí—. Dijo que guardaba documentos importantes allí.
—Sí; bueno, se vio obligado a hacerlo en defensa propia hace diez años, y desde entonces la tasa de mortalidad ha sido menor, pero en esos cuarenta años veinte personas se han quitado la vida en la casa o en el río, y seis niños han sido asesinados o ahogado accidentalmente. El último caso fue el del mayordomo de Lord Passover en 1924. Se le vio correr hacia el río y saltar al agua. Lo sacaron, pero murió a causa de la conmoción.
»La gente que tomó la casa hace dos años se fue en una semana y amenazó con iniciar acciones legales contra Wilkes, pero les advirtieron que no tenían ningún caso. Y te aconsejo encarecidamente, más que eso, te imploro, que sigas su ejemplo, aunque puedo imaginar la pérdida financiera y los grandes inconvenientes, porque esa casa es una trampa mortal.
—Lo haré —respondí—. Olvidé mencionar una cosa; mi hijo pequeño dijo algo sobre un «mono verde».
—¿Lo hizo? —dijo sir William bruscamente—. Bueno, entonces, es absolutamente imperativo que te vayas de inmediato. Recuerdas que mencioné la muerte de ciertos niños. Bueno, en cada caso se han encontrado ahogados en los juncos justo al final de ese camino, y la gente de aquí tiene la firme creencia de que «La Cosa Verde», o «La Muerte Verde», a veces se la conoce por ambos nombres, está relacionada.
—¿Alguna vez has visto algo tú mismo? —pregunté.
—Voy a ese lugar infernal lo menos posible —replicó sir William—, pero cuando visité a tus predecesores, vi muy claramente que alguien salía del salón cuando entramos; por lo demás, todo lo que he notado es cierto sueño que se repite con curiosa regularidad. Me encuentro de pie al final del camino y mirando el río, siempre en una especie de penumbra. Algo viene flotando por la corriente. Puedo verlo moverse hacia arriba y hacia abajo, y siempre me siento apasionadamente ansioso por ver qué puede ser. Al principio pienso que es un tronco, pero entonces veo que es un cadáver, muy descompuesto. Y cuando llega a la orilla comienza a trepar hacia mí, y entonces agradezco decir que siempre despierto. A veces he pensado que un día no me despertaré y que me sucederá algo, pero eso probablemente no sea más que la tonta fantasía de un anciano que se ha preocupado por estos singulares acontecimientos bastante más de lo que es bueno.
—Esa es obviamente la explicación —le dije—, y estoy muy agradecido. Partiremos mañana. Pero, ¿no crees que deberíamos intentar idear algún medio por el cual otras personas puedan evitar este tipo de cosas, y evitar que ese bruto de Wilkes vuelva a alquilar la casa?
—Ciertamente, y lo discutiremos más en alguna otra ocasión. ¡Y ahora ve y empaca!
Un caballero muy grande y encantador, Sir William, reflexioné, mientras caminaba de regreso a la Casa Roja.
Tim parecía haberse recuperado excelentemente bien, pero pensé que sería prudente mantenerlo fuera de la casa tanto como fuera posible, así que mientras Mary y las criadas hacían las maletas después del almuerzo, lo acompañé a dar un paseo por los campos. Nos tomamos nuestro tiempo, y solo cuando el cielo se oscureció y se oyó un trueno lejano y una brisa amenazante en el oeste, dimos la vuelta para regresar.
Teníamos que darnos prisa y, cuando llegamos al prado junto a la casa, se produjo un relámpago y estalló la tormenta. Comenzamos a correr hacia la puerta del jardín cuando tropecé con el cordón de mi bota, que se había desatado, y me caí. Tim siguió corriendo.
Acababa de atarme el cordón y estaba otra vez de pie cuando vi que algo se deslizaba por la puerta. Era verde, delgado, alto. Pareció mirarme, y lo que debería haber sido su rostro era una mancha de limo. En ese momento Tim lo vio, gritó y corrió hacia el río. La figura se volvió y lo siguió, y antes de que pudiera alcanzarlo se cernió sobre él. Tim gritó de nuevo y se arrojó.
Un momento después pasé a través de una película verde y apestosa y me lancé tras él. Lo encontré retorciéndose entre los juncos y lo llevé a la orilla. Corrí con él en mis brazos a la casa, y no olvidaré el rostro de Mary cuando nos vio desde la ventana del dormitorio.
A las nueve en punto estábamos todos en un hotel en Londres, y la Casa Roja era un mal recuerdo que se desvanecía.
Había cerrado la puerta principal cuando los metí a todos en el auto. Cuando agarré la perilla sentí una presión rápida y poderosa del otro lado, y se cerró con estrépito. Los Ocupantes Permanentes de la Casa Roja estaban en posesión exclusiva una vez más.
Relatos góticos. I Relatos de H. Russell Wakefield.
Más literatura gótica:
La Casa Roja de H.R. Wakefield presagia el modelo que llegaría a convertirse en un cliché del género, sobre todo de las novelas sobrenaturales de las décadas de 1970 y 1980 y sus adaptaciones cinematográficas: la familia modelo [a menudo un tipo artístico, su esposa y su hija/o sensible] se mudan a una casa antigua, aparentemente una ganga ofrecida por un agente inmobiliario inescrupuloso, y se encuentran con cosas espeluznantes [ver: El ABC de las historias de fantasmas]. Esto es común para nosotros, pero raro en la ficción inglesa de entreguerra, sobre todo poner en peligro a todo un grupo familiar, no únicamente a un solitario investigador psíquico o un desafortunado académico [ver: La Casa Embrujada como representación del cuerpo de la mujer]
En cierto modo, La Casa Roja de H. Russell Wakefield emplea una dinámica nueva sin alejarse demasiado de los aspectos jamesianos fundamentales. Hablando de M. R. James, la aparición del limo es tan llamativa y desagradablemente física como el mejor de sus fantasmas, y el hecho de que el niño, Tim, la confunda con un «mono verde», le da al lector una imagen sorprendentemente vívida [ver: Black Goo y otras monstruosidades amorfas en la ficción]. H.R. Wakefield, como M.R. James, no andan con vueltas. Antes de que termine el primer párrafo, incluso la primera línea, sabemos que la Casa Roja es una casa malvada, y apenas hay una palabra desperdiciada mientras somos llevados por los eventos de la historia.
La Casa Roja de la historia está inspirada en una casa real que H. Russell Wakefield visitó en 1917, situada cerca del puente de Richmond, al sudoeste de Londres. La casa tenía una mala reputación, y mientras estuvo allí, Wakefield se sintió «oprimido por un miedo sin nombre», según declaró. Un día, mientras estaba en el jardín, miró las ventanas del primer piso y vio «una cara borrosa en una de ellas; la cara de un hombre, pero no había ningún hombre en la casa». Por otro lado, la Casa Roja reaparecerá en otra historia de H.R. Wakefield: La gallina ciega (Blind Man's Buff), que esperamos traducir próximamente en El Espejo Gótico.
La Casa Roja.
The Red Lodge, H. Russell Wakefield (1888-1964)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Estoy escribiendo esto con un imperativo sentido del deber, porque considero que la Casa Roja es una asquerosa trampa mortal y totalmente inadecuada para ser habitada por humanos. Tiene sus propios habitantes, y su dueño es un canalla indescriptible para permitir que se utilice para su ventaja financiera. Conoce perfectamente los peligros del lugar. Le escribí sobre nuestras experiencias, y ni siquiera reconoció la carta. Hace dos días vi el espantoso anuncio en Country Life. Así que cualquiera que alquile la Casa Roja en el futuro recibirá una copia de este documento, así como algunas palabras incómodas de Sir William. Ese sinvergüenza de Wilkes puede tomar las medidas que le plazca.
Desde luego, no tenía ningún prejuicio contra el lugar: había estado demasiado ocupado para revisarlo yo mismo, pero mi esposa me informó muy favorablemente (confío en su palabra para la mayoría de las cosas) y me di cuenta, por las fotografías, que era un espécimen magnífico del estilo de casa Queen Anne de tamaño mediano, justo lo ideal para mí. Mary dijo que el jardín era perfecto y que al fondo estaba el río para Tim. Había estado deseando unas vacaciones y estaba muy animado mientras viajaba. No he estado en mi mejor espíritu desde entonces.
Mi primera incertidumbre, vaga y tenue en el comienzo, vino tan pronto como crucé el umbral. Soy pintor de profesión y, por lo tanto, respondo claramente a los tonos del color. Bueno, era un día brillantemente hermoso, el salón de la Casa Roja estaba completamente iluminado, pero parecía un poco fuera de lugar, por así decirlo, como si lo estuviera mirando a través de un par de lentes ligeramente oscurecidos. Sólo un pintor lo habría notado, me imagino.
Cuando Mary salió a saludarme, no se veía tan bien como yo esperaba, o tan bien como una semana en el campo debería haberla hecho ver.
—¿Todo está bien? —pregunté.
—Oh, sí —respondió ella, pero pensé que le resultaba difícil decirlo, y entonces mi ojo detectó una curiosa manchita verde en la alfombra granate frente a la chimenea.
Parecía una mancha de limo de río.
—Supongo que Tim las trae —dijo Mary—. He encontrado varias. Por supuesto, él jura que no.
Luego, por un momento, nos quedamos en silencio, y una sensación de restricción muy inusual pareció establecer una barrera entre nosotros. Salí al jardín a fumarme un cigarrillo antes del almuerzo, y me senté bajo una morera muy fina.
Me pregunté si, después de todo, había sido prudente dejárselo todo a Mary. La casa no tenía nada de malo, por supuesto, pero soy un poco psíquico y siempre conozco el estado de ánimo o el carácter de una casa. Algunas te dan la bienvenida con el entusiasmo de un perro simpático, te hacen sentir como en casa y a gusto a la vez.
Otras son hoscas, vigilantes, hostiles, esconden cosas. Te hacen sentir que te has entrometido en asuntos que no son de tu incumbencia. Nunca me había encontrado con un lugar tan hostil, distante y secreto como la Casa Roja.
Mi hijo parecía un poco apagado y pensativo, aunque se veía bastante bien, y pronto estábamos todos parloteando con esos rápidos cambios de tono que ocurren cuando las edades respectivas de los conversadores son cuarenta, treinta y tres, y seis años y medio. Después de media botella de Meursault y una copa de oporto comencé a pensar que había sido un asno morboso. Todavía estaba cavilando cuando comencé mis vacaciones de la mejor manera posible al ir a dormir en una silla exquisitamente cómoda debajo de la morera.
Me quedé dormido, pero tuve la tonta impresión de que me miraban, así que me despertaba constantemente. Yo estaba recostado y podía ver una ventana en el segundo piso enmarcada por un hueco entre las hojas, y en una ocasión, cuando me desperté bruscamente de uno de estos sueños, creí ver por un momento una cara mirando hacia abajo, hacia mí, y esta cara parecía curiosamente aplastada contra el cristal.
Solo un remanente de un sueño, concluí. Sin embargo, no tenía ganas de dormir y comencé a explorar el jardín. Estaba completamente tapiado, según descubrí, excepto en el otro extremo, donde había una puerta que daba a un camino, paralelo al muro de la derecha, que conducía al río a unos metros de distancia.
Noté en esta puerta varias de esas manchas de baba verde de las que supuestamente Tim era responsable. Era un rinconcito oscuro separado del resto del jardín por dos serbales, un pequeño lugar fresco y silencioso, pensé.
Luego llegó el momento de la lección de cricket de Tim, que fue interrumpida por la llegada de algunos vecinos infernales. Pero eran gente agradable, de hecho, los locos locales, deduje, que eran dueños de la Casa Solariega; Sir William Prowse, su esposa y su hija. Salí a caminar con él después del té.
—¿Quién tuvo esta casa antes que nosotros? —pregunté.
—Los Hawker —respondió—. Eso fue hace dos años.
—Me extraña que el dueño no viva allí —dije—. No es un lugar caro para mantenerse al día.
Sir William hizo una pausa como si estuviera considerando su respuesta.
—Creo que no le gusta estar tan cerca del río. No lo siento, porque detesto a ese tipo. Por cierto, ¿cuánto tiempo la has alquilado?
—Tres meses —respondí—, hasta finales de octubre.
—Bueno, si puedo hacer algo por ti, estaré encantado. Si tienes algún problema, ven directamente a mí.
Enfatizó ligeramente la última oración.
Me pregunté qué clase de problemas esperaba sir William. Probablemente compartía la opinión general de que los artistas estaban bastante locos. Sin embargo, estaba debidamente agradecido por su ofrecimiento.
Lamenté descubrir que a Tim no parecía gustarle el río. Estaba nervioso por eso, y decidí ayudarlo a superarlo, porque cuantos menos miedos uno lleve a lo largo de la vida, mejor, y a menudo se pueden superar con un trato delicado en la infancia. Curiosamente, el año anterior, en Frinton, parecía no tener miedo al mar.
El resto del día transcurrió sin incidentes. Después de la cena bajé hasta el final del jardín, con la intención de pasar por la puerta y echar un vistazo al río. En cuanto puse la mano en el pestillo, se oyó un silbido furtivo muy agudo. Me volví rápidamente, pero al no ver a nadie concluí que había venido de alguien en el callejón de afuera. No investigué más, sino que volví a la casa.
Me desperté a la mañana siguiente sintiéndome un poco deprimido. Mi vestidor olía a rancio y amargo, y abrí las ventanas. Al hacerlo, sentí que mi pie derecho resbalaba sobre algo. Era uno de esas babas viscosas y verdes. Ahora Tim nunca entraría en mi cuarto. ¿Cómo diablos había llegado ahí? ¿Se cayó de algo? ¿Chorreó de algo? ¿De qué?
Quiero mucho a mi esposa: ella fue una esclava para mí cuando yo era pobre y siempre me ha mantenido feliz, cómodo y fiel, y me dio a mi hijo pequeño Timothy. ¡Debía interponerme entre ella y las manchas de baba verde! ¿De qué diablos estaba hablando?
Era un día flamígeramente hermoso. Sin embargo, durante todo el desayuno mi mente estuvo tratando de encontrar una razón para estas manchas de baba verde, y no la encontraba. Después del desayuno le dije a Tim que lo llevaría en un bote por el río.
—¿Debo hacerlo, papá? —preguntó, mirándome ansiosamente.
—No, por supuesto que no —respondí, un poco irritado—, pero creo que lo disfrutarás.
—¿Debería sentirme mal si no voy?
—No, Tim, pero creo que deberías intentarlo de todos modos.
—Está bien —dijo.
Es un tipo valiente e hizo todo lo posible por fingir que se estaba divirtiendo, pero vi que se sentía mal desde el principio. Perplejo y molesto, le pregunté a su niñera si conocía alguna razón para este repentino miedo al agua.
—No, señor —dijo ella—. El primer día que llegamos corrió hacia el río como solía correr hacia el mar, pero de repente comenzó a llorar y corrió de regreso a la casa. Debe haber visto algo en el agua que lo asustó.
Pasamos la tarde dando vueltas en automóvil por el vecindario. Empecé a sentir un ligero disgusto ante la idea de volver a la casa. Nuevamente tuve la impresión de que estábamos molestando, y que algo había estado sucediendo durante nuestra ausencia. Mary, alegando dolor de cabeza, se acostó poco después de la cena y yo fui al estudio a leer.
Apenas cerré la puerta volví a tener esa desagradable sensación de ser observado. Hizo que la lectura de El uso de las palabras en el razonamiento de Sidgwick —un viejo favorito mío, que requiere concentración— fuera una tarea difícil. Una y otra vez me encontré espiando en rincones oscuros y cambiando de posición. Hubo pequeños sonidos agudos; sólo el crujido de los paneles de roble, supuse.
Después de un tiempo me volví más absorto en el libro, menos inquieto, y luego escuché una tos muy suave justo detrás de mí. Sentí pequeños escalofríos descender y atravesarme, pero no miré alrededor y seguí leyendo. Acababa de llegar al siguiente pasaje:
»Por muchas cosas que se puedan decir sobre Sócrates, o sobre cualquier hecho observado, queda aún más que se podría decir si surgiera la necesidad; la necesidad es el factor determinante. Por lo tanto, la distinción entre descripción completa e incompleta, aunque perfectamente nítida y clara en abstracto, solo puede tener un significado —solo puede aplicarse a casos reales— si se toma como equivalente a una descripción suficiente, siendo la suficiencia relativa a algún propósito. Evidentemente, la descripción de Sócrates como hombre, por escasa que sea, puede ser completamente suficiente para el propósito de la modesta investigación de si es mortal o no.»
En ese momento mi mirada fue atraída por una mancha verde que apareció de repente en el suelo a mi lado, y luego otra y otra, siguiendo una línea recta hacia la puerta. Recogí la más cercana, era un poco de limo o baba. Hice un llamado a toda mi fuerza de voluntad, porque temía que algo peor se materializara. Me levanté y caminé deliberadamente, lentamente, hacia la puerta, encendí la luz en el medio de la habitación, y luego regresé, apagué la lámpara de lectura y me dirigí a mi vestidor. Me senté y pensé.
Había algo muy malo en esa casa. Había pasado la etapa de fingir lo contrario, y mi inclinación era alejar a mi familia al día siguiente. Pero eso significaba sacrificar dinero y no teníamos a dónde ir. Era concebible que estos fenómenos fueran perceptibles solo para mí, siendo medio Highlander. Podría aguantar si tuviera cuidado y mantuviera la frente en alto, porque las apariciones de este tipo son parcialmente subjetivas: uno aporta algo de sí mismo a su materialización. Si Mary, Tim y los sirvientes eran inmunes, dependía de mí enfrentar esta maldad.
Mientras me desnudaba, llegué a la decisión de que no decidiría nada en ese momento y que vería lo que pasaba. Tomé esta decisión en contra de mi buen juicio, creo.
En la cama traté de alejar todo esto de mí mediante un esfuerzo consciente por «cambiar de tema», por así decirlo. El tema al que me resulta más fácil cambiar es el negocio multifacético, inútil y constantemente abusado de crear cosas, historias con bolígrafos, tinta y papel, representaciones de cosas y estados de ánimo con pintura, pinceles y lienzos, y nuestras propias miserias. Con un esfuerzo considerable, por lo tanto, y con mi cerebro ansioso por ocuparse de otra cosa, recordé un artículo que había leído ese día sobre una palabra gloriosa Jugendbewegung, el «Movimiento de la Juventud», un teutonismo hinchado.
Cuán pesadamente traté de canonizar con su sonoridad polisilábica esa Boy-Scoutish invertida de dichos jóvenes y doncellas. «Una mala acción, una locura, un soneto, un garabato de algún tipo, un pésimo día». Litera, salsa sin fuerza, Futurismo sin pasado, meramente una Transición de una pose aulladora a otra. Y luego, de repente, me encontré al final del jardín, tratando desesperadamente de esconderme detrás de un serbal, mientras mis ojos se mantenían implacablemente mirando hacia la puerta.
Y luego comenzó a abrirse lentamente, y algo horriblemente diferente a todo lo que había visto antes comenzó a atravesarla. Supe que Él sabía que yo estaba allí. Mi cabeza pareció estallar y arder, astillarse, destruirse, y entonces desperté.
Temblando al sentir que algo en la oscuridad estaba suspendido una o dos pulgadas por encima de mí, y luego el goteo, goteo, goteo, algo comenzó a caer sobre mi cara.
Mary estaba en la cama contigua a la mía. No grité, sino que arrojé la ropa sobre mi cabeza, mis ojos lloraban con lágrimas de terror. Y así me quedé, acobardado, hasta que oí el reloj dar las cinco, y amaneció, llegó el aliado que anhelaba, y los pájaros empezaron a cantar. Luego me dormí.
Me desperté destrozado y, después del desayuno, sintiendo la necesidad de estar solo, fingí que quería dibujar y salí al jardín. De repente recordé el comentario de sir William acerca de ir a verlo si había algún problema. No hubo mucha dificultad para adivinar lo que había querido decir. Iría a verlo de inmediato. Ojalá supiera si Mary también estaba preocupada. Dudé en preguntarle, porque, si no fuera así, seguro que sospecharía si la interrogaba.
Luego descubrí que, mientras mi cerebro había estado ocupado con sus pensamientos, mi mano tampoco había estado ociosa, sino ocupada dibujando un diseño muy singular en el cuaderno. Lo observé automáticamente.
¿Era un diseño o una figura de algún tipo? ¿Cuándo había visto algo así antes? ¡Dios mío, en mi sueño de anoche!
Lo rompí en pedazos, me levanté agitado y me dirigí a la mansión por un sendero a través de pastos altos, arqueados y punteados que silbaban levemente con la brisa. Mi inclinación era correr a la estación y tomar el próximo tren a cualquier parte; puro pánico sin diluir —palabra insuficientemente analizada— ese que hace que los hombres pisoteen a mujeres y niños cuando la Muerte está haciendo su elección.
Por supuesto, tenía a Mary, Tim y los sirvientes para evitarlo, pero suponiendo que no tuvieran ningún derecho sobre mí, ¿debería abandonarlos? No. ¿Por qué? Esas cosas no las hacen los habitantes respetables de Gran Bretaña, un pueblo despreciado y respetado por todas las demás tribus. Despreciados como los filisteos, ¡pero se necesitó la quijada de un asno para someter a esa resistente raza! ¿Respetado por qué? Mi mente se restringió deliberadamente.
Llegué a la mansión de sir William y me informaron que estaba en Londres por el día, pero que regresaría esa noche. ¿Sería tan amable de decirle que me llame a su regreso? Sí, señor. Y luego, con pasos lentos, volví a la Casa Roja.
Llevé a Mary a dar un paseo en auto después del almuerzo. Cualquier cosa para salir del lugar bestial. Tim no vino porque prefería jugar en el jardín. A la luz de lo sucedido, supongo que seré criticado por dejarlo solo con una niñera, pero en ese momento sostuve la teoría de que estas apariencias no eran de ninguna manera malignas, y que era más que posible que Tim no advirtiera nada fuera de lo común.
Después de todo, nada de lo que había visto u oído, al menos durante el día, le parecería inusual.
Mary estaba muy callada, y yo comenzaba a sentirme seguro, debido a cierta depresión y opresión en sus modales y apariencia. Estaba en la punta de mi lengua decir algo, pero resolví esperar hasta escuchar lo que sir William tenía que decir. Era una tarde oscura, sombría y melancólica, y mi ánimo decayó cuando nos dirigíamos a casa. ¡Qué hogar!
Regresamos a las seis, y acababa de parar el motor y ayudar a Mary a salir cuando escuché un grito en el jardín. Corrí para ver a Tim, con las manos en los ojos, tambaleándose por el césped, la niñera corriendo detrás de él. Luego volvió a gritar y cayó. Lo llevé a la casa y lo acosté en un sofá en el salón, Mary fue hacia él. Tomé a la niñera del brazo y salí de la habitación; ella estaba jadeando y llorando con la cara blanca como la tiza.
—¿Qué sucedió? ¿Qué sucedió? —pregunté.
—No sé qué era, señor, pero habíamos estado caminando por el sendero y habíamos dejado la puerta abierta. El amo Tim estaba un poco por delante de mí, cruzó la puerta primero y luego gritó.
—¿Viste algo que pudiera haberlo asustado?
—No, señor, nada.
Volví con ellos. De nada servía interrogar a Tim, y no había nada coherente en sus sollozos histéricos. Se calmó poco a poco y lo llevaron a la cama. De repente se volvió hacia Mary y la miró con ojos de terror.
—El mono verde no me atrapará, ¿verdad, mamá?
—No, no, está todo bien —dijo Mary, y poco después él se fue a dormir.
Luego ella y yo bajamos al salón. Ella misma estaba al borde de la histeria.
—Oh, Tom, ¿qué le pasa a esta horrible casa? Estoy aterrorizada. Desde que llegué aquí he estado aterrorizada. ¿Ves cosas?
—Sí —respondí.
—Oh, no quería preocuparte si no lo habías hecho. El día que llegamos vi pasar a un hombre delante de mí al dormitorio. Luego oí susurros bestiales, y cada vez que doy esa vuelta en el pasillo sé que hay alguien ahí. Una noche me desperté de repente, y algo pareció obligarme a ir a la ventana. Me arrastré sobre mis manos y rodillas y miré a través de la persiana. Estaba lo suficientemente claro para ver. De repente vi a alguien corriendo por el césped con las manos extendidas. Había algo espantoso justo a su lado. Desaparecieron detrás de los árboles. Estoy aterrorizada cada minuto.
—¿Y los sirvientes?
—La niñera no ha visto nada, pero los demás sí, estoy segura. Y luego están esas manchas viscosas, creo que son las más viles de todas. No creo que Tim haya estado preocupado hasta ahora, pero estoy segura de que ha estado desconcertado e indeciso varias veces.
—Bueno —dije—, es bastante obvio que debemos irnos. Me reuniré con sir William mañana, espero, y estoy bastante seguro de lo que me aconsejará. Mientras tanto, debemos pensar a dónde ir. Es un asunto desagradable; no me refiero simplemente al dinero, aunque eso ya es bastante malo, sino al alboroto, justo cuando esperaba que fuéramos a ser tan felices y estables. Sin embargo, hay que hacerlo. Deberíamos estar enojados después de una semana de este agujero empapado de inmundicia.
En ese momento sonó el teléfono. Era un mensaje para decir que sir William estaría encantado de recibirme mañana a las diez y media.
Con el crepúsculo llegó esa sensación de ser vigilado, esperado, perseguido, conjurado, una atmósfera de malignidad silenciosa y acechante. Una espesa neblina salió del río y, mientras me cambiaba para la cena, noté que las luces de las ventanas parecían proyectar una serie de imágenes que cambiaban rápidamente. La que estaba frente a mi ventana, por ejemplo, sugería desagradablemente tres figuras mirando y aumentar de tamaño. El efecto debe haber sido ligeramente hipnótico, porque de repente retrocedí, como si estuvieran a punto de cerrarse sobre mí.
Bajé la persiana y corrí escaleras abajo.
Durante la cena decidimos que, a menos que sir William tuviera algo muy tranquilizador que decirnos, regresaríamos a Londres dos días después y nos quedaríamos en un hotel hasta que pudiéramos encontrar un lugar para pasar las próximas seis semanas.
Justo antes de acostarnos subimos a la guardería para ver si Tim estaba bien. Esta habitación estaba en la parte superior de un corto tramo de escaleras. Como estas estaban cubiertas de limo verde y había un charco de lodo justo afuera de la puerta, lo llevamos a dormir con nosotros.
Los Ocupantes Permanentes de la Casa Roja esperaron hasta que se apagó la luz, pero entonces los sentí venir en tropel, deslizándose uno por uno. Me pareció que estaban concentrados para el ataque. A un metro de distancia, mi esposa yacía con mi hijo en brazos, así que debía luchar. Me eché hacia atrás, me agarré a los lados de la cama y luché con todas mis fuerzas para contener a mis agresores. A medida que pasaban las horas, sentí que comenzaba a tomar la delantera y me invadió una sensación de exaltación.
Una hora antes del amanecer hicieron su mayor esfuerzo. Sabía que me querían arrastrar sobre mis manos y rodillas hasta la ventana y mirar a través de la persiana, y que si lo hacía estaríamos condenados.
Mientras apretaba los dientes y mi agarre hasta que me sentí atormentado por la agonía, el sudor brotó de mí. Sentí que se agolpaban alrededor de la cama y acercaban sus rostros al mío, y una voz en mi cabeza decía insistentemente:
—Debes arrastrarte hasta la ventana y mirar a través de la persiana.
En mi mente podía verme gateando sigilosamente por el suelo y apartando la persiana, pero, ¿quién me estaría mirando?
Justo cuando sentí que mi resistencia se rompía, escuché un dulce gorjeo soñoliento en un árbol afuera, y luego una débil sugerencia de luz. De inmediato aquellos con los que había estado luchando me dejaron y se fueron, y, completamente exhausto, me dormí.
Por la mañana descubrí, algo irónicamente, que Mary había dormido mejor que cualquier otra noche desde que llegamos.
Las diez y media me encontraron entrando en Manor House, un encantador lugar antiguo, anodino, que comenzó a mover la cola tan pronto como entré. Sir William me esperaba en la biblioteca.
—Esperaba que esto sucediera —dijo gravemente—, y ahora cuéntame.
Le di un breve resumen de nuestras experiencias.
—Sí —dijo—, siempre es más o menos la misma historia. Cada vez que se ha alquilado ese horrible lugar, he tenido una sensación de responsabilidad personal y, sin embargo, no puedo dar una advertencia adecuada, porque el alquiler de casas embrujadas aún no es un delito penal, aunque debería serlo. De hecho, una pareja de ancianos tuvo la casa durante quince años y estaban encantados con ella, sin problemas de ninguna manera. Pero ahora déjame decirte lo que sé de la Casa Roja. La he estudiado durante cuarenta años y la considero mi enemiga personal.
»La tradición local dice que el segundo propietario, a principios del siglo XVIII, deseaba deshacerse de su esposa y sobornó a sus sirvientes para asustarla hasta la muerte, justo el tipo de antepasado del que me imagino que desciende ese canalla Wilkes. No sé qué diabluras perpetraron, pero se supone que ella salió corriendo de la casa antes del amanecer y se ahogó. Entonces su marido instaló un pequeño harén en la casa; pero fue un fracaso, porque cada una de estas mujeres se precipitó hacia el río poco antes del amanecer, y finalmente el marido mismo hizo lo mismo.
»Del período comprendido entre entonces y hace cuarenta años no tengo constancia, pero la tradición local dice que fue escenario de tragedia tras tragedia. Luego fue cerrada durante mucho tiempo. Cuando comencé a estudiarla por primera vez, estaba ocupada por dos hermanos solteros. Uno se disparó en la habitación que imagino que usas como dormitorio, y el otro se ahogó de la forma habitual. Puedo decirle que la peor habitación de la casa, la que se supone que ocupó la desafortunada señora, está cerrada con llave, ya sabes, la del segundo piso. Me imagino que Wilkes te lo mencionó.
—Sí, lo hizo —respondí—. Dijo que guardaba documentos importantes allí.
—Sí; bueno, se vio obligado a hacerlo en defensa propia hace diez años, y desde entonces la tasa de mortalidad ha sido menor, pero en esos cuarenta años veinte personas se han quitado la vida en la casa o en el río, y seis niños han sido asesinados o ahogado accidentalmente. El último caso fue el del mayordomo de Lord Passover en 1924. Se le vio correr hacia el río y saltar al agua. Lo sacaron, pero murió a causa de la conmoción.
»La gente que tomó la casa hace dos años se fue en una semana y amenazó con iniciar acciones legales contra Wilkes, pero les advirtieron que no tenían ningún caso. Y te aconsejo encarecidamente, más que eso, te imploro, que sigas su ejemplo, aunque puedo imaginar la pérdida financiera y los grandes inconvenientes, porque esa casa es una trampa mortal.
—Lo haré —respondí—. Olvidé mencionar una cosa; mi hijo pequeño dijo algo sobre un «mono verde».
—¿Lo hizo? —dijo sir William bruscamente—. Bueno, entonces, es absolutamente imperativo que te vayas de inmediato. Recuerdas que mencioné la muerte de ciertos niños. Bueno, en cada caso se han encontrado ahogados en los juncos justo al final de ese camino, y la gente de aquí tiene la firme creencia de que «La Cosa Verde», o «La Muerte Verde», a veces se la conoce por ambos nombres, está relacionada.
—¿Alguna vez has visto algo tú mismo? —pregunté.
—Voy a ese lugar infernal lo menos posible —replicó sir William—, pero cuando visité a tus predecesores, vi muy claramente que alguien salía del salón cuando entramos; por lo demás, todo lo que he notado es cierto sueño que se repite con curiosa regularidad. Me encuentro de pie al final del camino y mirando el río, siempre en una especie de penumbra. Algo viene flotando por la corriente. Puedo verlo moverse hacia arriba y hacia abajo, y siempre me siento apasionadamente ansioso por ver qué puede ser. Al principio pienso que es un tronco, pero entonces veo que es un cadáver, muy descompuesto. Y cuando llega a la orilla comienza a trepar hacia mí, y entonces agradezco decir que siempre despierto. A veces he pensado que un día no me despertaré y que me sucederá algo, pero eso probablemente no sea más que la tonta fantasía de un anciano que se ha preocupado por estos singulares acontecimientos bastante más de lo que es bueno.
—Esa es obviamente la explicación —le dije—, y estoy muy agradecido. Partiremos mañana. Pero, ¿no crees que deberíamos intentar idear algún medio por el cual otras personas puedan evitar este tipo de cosas, y evitar que ese bruto de Wilkes vuelva a alquilar la casa?
—Ciertamente, y lo discutiremos más en alguna otra ocasión. ¡Y ahora ve y empaca!
Un caballero muy grande y encantador, Sir William, reflexioné, mientras caminaba de regreso a la Casa Roja.
Tim parecía haberse recuperado excelentemente bien, pero pensé que sería prudente mantenerlo fuera de la casa tanto como fuera posible, así que mientras Mary y las criadas hacían las maletas después del almuerzo, lo acompañé a dar un paseo por los campos. Nos tomamos nuestro tiempo, y solo cuando el cielo se oscureció y se oyó un trueno lejano y una brisa amenazante en el oeste, dimos la vuelta para regresar.
Teníamos que darnos prisa y, cuando llegamos al prado junto a la casa, se produjo un relámpago y estalló la tormenta. Comenzamos a correr hacia la puerta del jardín cuando tropecé con el cordón de mi bota, que se había desatado, y me caí. Tim siguió corriendo.
Acababa de atarme el cordón y estaba otra vez de pie cuando vi que algo se deslizaba por la puerta. Era verde, delgado, alto. Pareció mirarme, y lo que debería haber sido su rostro era una mancha de limo. En ese momento Tim lo vio, gritó y corrió hacia el río. La figura se volvió y lo siguió, y antes de que pudiera alcanzarlo se cernió sobre él. Tim gritó de nuevo y se arrojó.
Un momento después pasé a través de una película verde y apestosa y me lancé tras él. Lo encontré retorciéndose entre los juncos y lo llevé a la orilla. Corrí con él en mis brazos a la casa, y no olvidaré el rostro de Mary cuando nos vio desde la ventana del dormitorio.
A las nueve en punto estábamos todos en un hotel en Londres, y la Casa Roja era un mal recuerdo que se desvanecía.
Había cerrado la puerta principal cuando los metí a todos en el auto. Cuando agarré la perilla sentí una presión rápida y poderosa del otro lado, y se cerró con estrépito. Los Ocupantes Permanentes de la Casa Roja estaban en posesión exclusiva una vez más.
H. Russell Wakefield (1888-1964)
(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)
Relatos góticos. I Relatos de H. Russell Wakefield.
Más literatura gótica:
- Relatos de casas embrujadas.
- Relatos de fantasmas.
- Relatos paranormales.
- Relatos ingleses de terror.
2 comentarios:
The Red Lodge de H. Russell wakefield, es sin dudas uno de los relatos más terroríficos que he leído hasta ahora, me recuerda incluso un poco a la casa de Amitiville. Por la época que lo escribieron muy adelantado para ciertos temas,excelente relato que nadie puede perderse. Muchos saludos.
Un relato con una atmósfera logradamente inquietante.
Es verosímil la explicación de extraña condición de la casa.
Pero hay cuestiones que no se cuentan, que fueron los sustos que recibió la esposa. Y que pasó con las mujeres del harem, que las llevó a la muerte.
Y seguirán sin saberse, por la sensata decisión del personaje narrador y su esposa, de irse para no volver no cualquiera tiene condiciones para investigar lo paranormal.
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