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Carmilla, Lucy y Helen: el monstruo femenino como figura de resiliencia


Carmilla, Lucy y Helen: el monstruo femenino como figura de resiliencia.




Los Monstruos Femeninos clásicos son figuras problemáticas para analizar desde nuestra perspectiva en el siglo XXI. En su tiempo claramente funcionaban como antagonistas, pero aquí y ahora son percibidos más fácilmente como heroínas que como villanas (ver: La mujer en la literatura gótica)

Estos Monstruos Femeninos de la literatura gótica revelan los miedos de la cultura dominante que los forjó en primer lugar, presentando una serie de ansiedades que hacen temblar a los personajes normativos, y al lector, pero que en nosotros ejercen un efecto contrario. En primer lugar, el Monstruo Femenino del gótico es transgresor, de algún modo subvierte los estereotipos dominantes sobre el cuerpo de la mujer (ver: El cuerpo de la mujer en el Gótico), y eso revela una serie de cuestiones sumamente atractivas.

Dependiendo del pensamiento dominante y las corrientes culturales, en el auge del gótico las mujeres eran clasificadas en términos binarios que delineaban con rigurosidad los límites entre lo apropiado y lo inapropiado. Y los roles y comportamientos apropiados para las mujeres, definidos por la cultura, fueron perpetuados por las instituciones, como la ciencia, la religión y la educación. Se creía que las mujeres tenían una naturaleza innata, más salvaje y lasciva que la del hombre, de manera tal que la irrupción de lo sobrenatural —como un vampiro— revertía lo que la sociedad había ido modificando en ellas con tanto esfuerzo, degenerándola hacia su estado natural (ver: El Machismo en el Horror)

En este contexto, el Monstruo Femenino —como por ejemplo Carmilla, de Sheridan Le Fanu—, tiene un inquietante parecido con su contraparte angelical. De hecho, las características lascivas que están sugestivamente implícitas en la Damisela en Apuros, son explícitos en el Monstruo Femenino. En menos palabras: el Monstruo Femenino representa la maldad potencial que, se creía, formaba parte de la verdadera naturaleza de la mujer. De hecho, el Monstruo Femenino en el gótico nunca es fácil de reconocer hasta que es demasiado tarde, infundiendo terror en los demás personajes y, quizás, algo de paranoia en el lector, porque el mensaje aquí es que cualquier mujer es un potencial monstruo (ver: El Feminismo y la muerte del Gótico)

En el siglo XIX las mujeres vivían dentro de límites restrictivos muy difíciles de superar. Los Monstruos Femeninos actúan como figuras que rompen estos límites, lo cual, a simple vista, no sería motivo suficiente para causar espanto. Después de todo, una transgresión de este calibre puede ser aplastada fácilmente; sin embargo, el Monstruo Femenino no tiene objetivos tan inmediatos. Su sola presencia provoca una revisión del concepto de feminidad. Debido a sus aspectos transformadores, el Monstruo Femenino trasciende las restricciones pero sin manifestarse abiertamente; es decir, es impredecible (ver: Cómo las mujeres nos enseñaron a leer por placer)

Carmilla es un gran ejemplo de todo esto (ver: Carmilla y la leyenda de los nombres de los vampiros). No solo es una vampiresa, sino que además es una figura transformadora que sacude la vida de su víctima. Sheridan Le Fanu apovecha a Carmilla para discutir la irrupción del mal en la bondad, la fealdad en la pureza, y básicamente todas las cosas horribles que podrían suceder si las mujeres no están protegidas, y seguramente así fue entendido el relato en su tiempo, pero desde nuestra perspectiva resulta inevitable advertir las grietas de esa ideología.

Carmilla es bienvenida en un hogar y animada a convertirse en la compañera de una mujer joven, pero nadie advierte que, más allá de su gracia y belleza, hay un vampiro que pone en peligro el futuro de Laura dentro de su esquema social. Años después, Bram Stoker volvería sobre esta dinámica en la figura de Lucy Westenra (ver: Mina y Lucy: la ideología de género en «Drácula»), una mujer noble con un futuro brillante [como esposa], el cual se ve frustrado por Drácula. De repente, el cuerpo de Lucy se transforma de ángel en monstruo ante los ojos de los hombres que han jurado amarla y protegerla, y que debido a esa desviación de las expectativas recurren al estacamiento ritual (ver: ¡No salgas del camino! El Modelo «Caperucita Roja» en el Horror)

Algo similar sucede con Helen Vaughan, una de las villanas de la novela de Arthur Machen: El gran dios Pan (The Great God Pan), una mujer aparentemente normal, pero que en realidad termina siendo una sádica y perversa villana, hija de la unión carnal entre una mortal y el dios Pan. Helen Vaughan expone que los esfuerzos para determinar una naturaleza femenina compartida son inútiles [ver: La verdad sobre las tres Vampiresas de Drácula]

Hay un patrón interesante que podemos observar cuando Le Fanu, Stoker y Machen narran la muerte de estos tres Monstruos Femeninos: las existencias transgresoras de Carmilla, Lucy y Helen Vaughan son examinadas de cerca por expertos, todos hombres, y por lo tanto observadores agudos y autorizados de la feminidad. Ellas no tienen voz propia. No sabemos directamente qué sintieron. Lucy solo escribe sobre el miedo y la ansiedad que siente mientras se transforma, la mayoría de las palabras de Carmilla son arrebatos o susurros de pasión dirigidos a Laura, y Helen nunca comunica una mísera palabra que el lector pueda interceptar (ver: Bloofer Lady: la transformación de Lucy Westenra).

Debido al uso que hace el gótico de los ecos o reflejos entre los personajes [repulsión y atracción, dolor y placer], el Monstruo Femenino no solo es un antagonista, sino alguien representativo del miedo y la ansiedad. En este contexto, los grandes Monstruos Femeninos que sin dudas causaron espanto en los lectores de la época, hoy pueden ser percibidos como fundamentalmente liberadores, personajes cuya sola existencia desacredita las viejas ideologías (ver: El Gótico y la Belleza: las chicas lindas también pueden ser malas)

La mayoría de los Monstruos Femeninos, salvo casos excepcionales, terminan siendo destruidos por un grupo patriarcal que restituye el orden social, ya sea mediante el uso de estacas simbólicas o del purificador fuego medieval. Sin embargo, de alguna manera el Monstruo Femenino trasciende la muerte, parece perdurar al menos en los recuerdos y pesadillas de los otros personajes. Es decir que los efectos psicológicos y físicos del Monstruo Femenino permanecen. De hecho, hay otro patrón que se repite en el gótico: el Monstruo Femenino siempre escapa. Rara vez evita la muerte, pero escapa del olvido.

Carmilla es destruida, pero el final de la historia está dado por el conocimiento de que su encuentro con ella ha afectado profundamente el resto de la vida de Laura. Incluso cuando Laura termina su narración de los hechos, reconoce al final que el recuerdo de su amiga todavía la persigue:


Pasó mucho tiempo antes de que el terror de los acontecimientos recientes se apaciguara; y en esta hora la imagen de Carmilla vuelve a mi memoria con ambiguas alternancias, a veces como la niña juguetona, lánguida, hermosa; a veces como el demonio retorciéndose que vi en la iglesia en ruinas; y, a menudo, en medio de mis ensueños creo escuchar paso ligero de Carmilla en la puerta del salón.


Estas últimas líneas prueban el alcance del Monstruo Femenino como figura transformadora incluso después de que el cuerpo físico de Carmilla es destruido y los hombres teorizan su caso y deciden que todo ha terminado. Es la relación, el vínculo que el Monstruo Femenino establece con su víctima, lo que le permite perdurar en ella.

En cierto modo, Carmilla vive en Laura al final, y hasta podemos sugerir que los recuerdos de Laura restauran la vida física de Carmilla, haciendo que la proclamación de la vampiresa: Vivo en ti, y morirás por mí, se haga realidad. Por el contrario, cuando Drácula es destruido, Harker y Mina se casan, tienen un hijo, y básicamente viven sus vidas con normalidad; pero Carmilla y Laura se vuelven una, tal es así que Laura muere poco después de escribir su narración, consumida por la enfermedad (ver: Drácula y las mujeres)

Helen Vaughan, al igual que Carmilla, muere, pero los sentimientos extraños que deja en los demás flotan en el aire como el olor a humedad en una casa vieja y cerrada (ver: La Casa Embrujada como representación del cuerpo de la mujer). La influencia del Monstruo Femenino es resistente, duradera, sobrevive incluso cuando su vehículo es destruido. Quizás esta capacidad de resiliencia es lo que induce al lector moderno a interpretar al Monstruo Femenino como una heroína incomprendida (ver: El cuerpo de la mujer en el Horror)

El Monstruo Femenino está hecho para morir, o mejor dicho, para ser sacrificado por un bien mayor, pero esto siempre termina en una especie de resurrección; y la literatura gótica es uno de los pocos géneros, a veces inconscientemente, que subvierte la construcción de género y las ideologías de la feminidad natural. Después de todo, el Monstruo Femenino plantea un ataque radical a las limitaciones de la mujer y al ideal femenino en un contexto cultural específico.

El Monstruo Femenino rompe estos límites y se resiste a la normatividad. Puede llevar a los otros personajes, y a los lectores, a las oscuras profundidades de su existencia transformadora, y son imposibles de destruir por completo. Esto no es simplemente un caso de convención o moda literaria, sino una cuestión arquetípica (ver: Virgen o Bruja: la mujer según la literatura gótica)




Taller gótico. I El lado oscuro de la psicología.


Más literatura gótica:
El artículo: Carmilla, Lucy y Helen: el monstruo femenino como figura de resiliencia fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Drácula y las mujeres (humanas y no tanto)


Drácula y las mujeres (humanas y no tanto).




En el ocaso de Drácula, mientras la partida de cazadores de vampiros sigue al Conde hasta su guarida de los Cárpatos, Mina Harker le ruega a su marido que la mate si su transformación llega a completarse. Su argumento para justificar este pedido de eutanasia es extraordinario, define su posición como mujer, y el deber de los hombres que la rodean:


Piensa, querido, que ha habido momentos en que hombres valientes han matado a sus esposas para evitar que cayeran en manos del enemigo ¡Es el deber de los hombres hacia aquellas a quienes aman!


¿Por qué Mina habla de deber?

¿Por qué las esposas estarían mejor muertas que en manos de sus enemigos? (ver: Las fantasías privadas de Bram Stoker)

En el contexto de la novela de Bram Stoker, es evidente que matar a Mina no es una forma de evitar que caiga en los brazos de Drácula. Es demasiado tarde para eso. Mina ya recibió las atenciones orales del Conde. En todo caso, el problema es de lealtad: el peligro no es que Mina sea capturada por el enemigo, sino que se entregue voluntariamente a él (ver: Por qué Drácula nunca pudo enamorarse de Mina)

Debajo de la superficie del argumento de Drácula subyace un motivo que indudablemente lo ha convertido en un éxito universal. Las acciones de Drácula, cuando se las despoja de su disfraz, son fundamentalmente incestuosas (ver: Mina y Lucy: la ideología de género en «Drácula»)

De hecho, Drácula es probablemente el mejor ejemplo literario de la teoría de la Horda Primordial, que Sigmund Freud desarrollaría unos quince años después de la publicación de la novela en Totem y tabú (Totem und Tabu). Según esta interpretación, el Conde intenta acaparar a todas las mujeres disponibles de la tribu, dejando a la generación más joven, sus hijos, sin otra opción que rebelarse y matar al malvado padre, liberando así la disponibilidad de las mujeres (ver: Freud, el Hombre de Arena, y una teoría sobre el Horror)

No faltaríamos a la verdad si resumiéramos la novela en estos términos: un Anciano (centenario, informa Bram Stoker) lucha contra cuatro jóvenes varones asistidos por otro anciano (bueno, en este caso), Van Helsing, por los cuerpos y las almas de dos mujeres jóvenes. Esa lucha, que parece intrafamiliar, es en realidad arquetípica (ver: El «Drácula» de Stoker NO está inspirado en Vlad Tepes)

Sin embargo, la novela define insistentemente —casi obsesivamente— a Drácula no como un padre monstruoso sino como un Extranjero, alguien que amenaza y aterroriza precisamente porque es un extraño (ver: «Drácula» habría sido la novela favorita de Nietzsche).

La búsqueda de Drácula de Lucy y Mina no está motivada por esta codicia incestuosa de Freud, sino por un apetito omnívoro por la diferencia, la novedad (ver: Bloofer Lady: la transformación de Lucy Westenra). Su crimen no es la acumulación de actos profanos, en términos intrafamiliares, sino precisamente por la exogamia desbordada. Aunque el Conde tiene sus propias mujeres (sobre las cuales hablaremos más adelante), está exclusivamente interesado en aquellas que pertenecen a otro hombre (ver: El Machismo en el Horror).

No entraremos aquí en un debate antropológico, pero antes de continuar analizando este aspecto del Drácula de Bram Stoker es necesario decir algo acerca de esta amenaza exógama que subyace en la novela (ver: ¿Drácula era menos inteligente de lo que creíamos?).

El tabú del incesto, como se creyó durante mucho tiempo, no es universal, aunque sí muy común en la cultura humana, y por eso mismo, beneficioso: asegura la diversidad genética, la estabilidad social, la existencia de la sociedad misma (ver: La maternidad fallida en «Drácula»). Este tabú implica, además, la regla de la exogamia; es decir, la necesidad de buscar mujeres fuera del círculo familiar. Al igual que en Drácula, todo se resume a estas reglas, a menudo arbitrarias, que la humanidad ha establecido para determinar qué mujeres están dentro de la familia y, por lo tanto, prohibidas; y cuáles están fuera, es decir, disponibles (ver: ¡Este hombre me pertenece!)

Ahora bien, la exogamia también tiene sus límites. Las tribus que hablan el mismo idioma, y que se parecen en otros aspectos, bien podrían intercambiar mujeres, pero más allá de eso existe un claro límite, que puede ser de idioma, color, territorio, o lo que sea que distinga claramente a nosotros de ellos.

Lo más importante, en definitiva, es la integridad del grupo. Pero grupo es un término vago, una construcción cultural que abarca todo tipo de clasificaciones: tribu, clase, casta, nación, religión, etcétera. No ostante, su vaguedad no disminuye la importancia de la distinción, ese límite entre nosotros y ellos, por muy artificialmente que se trace esa línea (ver: Drácula visita Salem's Lot)

En este contexto, cualquier acto que transgreda estas prohibiciones pasa a convertirse en una amenaza para el grupo, una amenaza que si no es castigada oportundamente podría desestabilizar todo el sistema.

Aquí subyace el verdadero horror de Drácula, y su éxito universal, porque el Conde es el exógamo desenfrenado, el adúltero social definitivo, cuyo propósito no es otro que alejar a las buenas inglesas victorianas, como Lucy y Mina, de su propia especie y costumbres, de su tribu.

¿Qué tipo de Extraño, de Extranjero, es el Conde Drácula?

¿De qué manera los vampiros son otra raza? (ver: Razas de vampiros)

Como concepto, la palabra raza no solo es desagradable, sino inexacta, pero en el siglo XIX existían diversas clasificaciones que incluían criterios tan insólitos como tipos de maníbula, pómulos, amplitud craneal, etcétera. Tal vez esto sea parte de aquella necesidad de trazar un límite entre nosotros y ellos. Pero, ¿quiénes son ellos realmente, y cómo encaja Drácula en esta otredad?

Drácula es, sobre todo, alguien extraño para todos los que tienen la mala fortuna de cruzarse con él: extraño en sus hábitos, en su apariencia, en su fisiología. En un momento, Van Helsing directamente se refiere a él como el Otro; y la disputa por las mujeres en la novela refleja este conflicto entre grupos que se definen como extraños entre sí.

Primero, hablemos de apariencias.

Drácula se describe repetidamente en la novela, enfatizando las mismas características peculiares. Esto es lo que piensa Mina en su primer encuentro con él:


Lo reconocí de inmediato por la descripción de los demás. La cara de cera; la nariz aguileña, sobre la que la luz caía en una fina línea blanca; los labios rojos entreabiertos, con los afilados dientes blancos entre ellos; y los ojos rojos que me había parecido ver en la puesta de sol en las ventanas de la iglesia de Santa María en Whitby. También conocía la cicatriz roja en su frente, donde Jonathan lo había golpeado.


Drácula, entonces, es notable por su nariz, por el color de sus labios, ojos y piel, por la forma de sus dientes, por la marca en su frente; pero en otros momentos de la novela nos enteramos de otros detalles incluso más marcadamente raciales, por ejemplo, que tiene un olor extraño.

El color de piel, que se usa comúnmente en los intentos de clasificación racial, es un elemento clave en la creación de Drácula en términos de Extraño. A lo largo de la novela se hace hincapié en el enrojecimiento y la blancura. Qué es racial, y no personal, en estos elementos, queda claro cuando Bram Stoker refiere una combinación de rojo y blanco para indicar el vampirismo incipiente, o completo, en la piel y ojos de sus personajes.

Un punto importante tiene que ver con las mujeres que Jonathan Harker encuentra en el castillo de Drácula: una es rubia y dos son morenas, pero el color rojo y blanco tiene una particular importancia en ellas:


Las tres tenían dientes blancos que brillaban como perlas contra el rubí de sus labios voluptuosos.


Más importante aún, Lucy y Mina adquieren esta coloración cuando Drácula las infecta (ver: Las tres novias de Drácula).

Bram Stoker reitera la imagen de la sangre sobre un camisón blanco, una especie de firma que Drácula deja tras sus visitas (y un emblema tradicional de la desfloración). Aún más sorprendente es la cicatriz roja que queda cuando Van Helsing, en un vano intento de inoculación, presiona una medalla santificada contra la frente de Mina para protegerla de un nuevo ataque. La marca se parece mucho a la de Drácula, convirtiéndose así en una especie de marca de casta, un signo de pertenencia a un grupo homogéneo; un grupo que, además, es ajeno al que supuestamente pertenece Mina [ver: La verdad sobre las tres Vampiresas de Drácula]

La cicatriz que comparten Drácula y Mina, uno de los detalles más ricos de la novela, tiene un significado incluso más allá de su función como marca de casta. Después de todo, las heridas no son autoinfligidas, sino que son provocadas por el grupo de cazadores de vampiros (Harker, en el caso de Drácula; y Van Helsing, en el de Mina), por lo que representan algo más, quizás algo parecido al acto de Dios al poner una marca sobre Caín.

Pero la marca de Mina es también una cicatriz venérea. Es el resultado de haber sido seducida por el Conde. Por lo tanto, es un signo de contaminación e impureza. Tal vez por eso Mina grita al verla en su frente: ¡Inmunda! ¡Inmunda!.

Es curioso pensar en una cicatriz en Drácula. El Conde es capaz de cambiar de forma a voluntad, incluso convertirse en vapor o niebla. ¿Por qué permite esta desfiguración? Quizás el Conde está orgulloso de esa diferenciación, de ser un condenado, un profano y, sobre todo, diferente (ver: Atrapado en el cuerpo equivocado: la identidad de género en el Horror).

El rojo y el blanco, en tiempos victorianos, estaban asociados con la tez típicamente inglesa. La coincidencia con la coloración de los vampiros es significativa. Pero el Conde no es de tez rosada. El vampiro invierte este orden. Se muestra rojo sobre blanco, como la piel lívida de un muerto manchada de sangre, una especie de maquillaje funerario, una parodia de la vida que finalmente señala diferencia y no similitud.

Esta grotesca inversión del saludable tono rosado victoriano no es lo único que Drácula y sus enemigos ingleses tienen en común. De hecho, ambos bandos se parecen mucho más de lo que desean reconocer. A medida que exploramos los hábitos amorosos de Drácula encontramos una serie de rasgos que inicialmente se afirman como extraños, pero que eventualmente se revelan como inversiones del estándar victoriano.

De este modo, la percepción de la alteridad, del Otro, puede ser una respuesta a la diferencia y, al mismo tiempo, un acto que oculta o reprime conexiones más profundas con uno mismo.

Los buenos de la novela no son descritos con este nivel de detalle. De hecho, sus descripciones tienden a ser más morales que físicas. Tres de sus cualidades se repiten de forma sistemática: buenos, valientes y fuertes. La distinción entre la excelencia moral y ética de los buenos y las groseras peculiaridades físicas del Conde subraya el peligro inherente de los de afuera, los extraños.

Una vez más, nosotros y ellos.

Como dice Mina: el mundo parece estar lleno de hombres buenos, incluso si hay monstruos en él. Lo familiar es la imagen del bien, mientras que la extrañeza se fusiona con la monstruosidad (ver: La biología de los Monstruos).

Pero el aspecto físico es solo una parte, porque los hábitos de Drácula son tan extraños como su apariencia. En la primera parte de la novela, titulada: El huésped de Drácula (Dracula's Guest), Jonathan Harker registra su viaje a Transilvania y su estancia en el castillo de Drácula, revelando gradualmente las costumbres distintivas del Conde, que van desde lo meramente de lo extraño a lo aterrador [ver: Una exploración literaria por el Castillo de Drácula]

Allí nos enteramos de algunos detalles jugosos: Drácula carece de sirvientes, es nocturno, le gusta comer solo, y desprecia los espejos. Más tarde lo vemos arrastrarse cabeza abajo por las paredes, alimentar a sus mujeres con bebés y dormir en un ataúd. Todas esas peculiaridades reflejan diferencias fundamentales con las actividades humanas más elementales que definen la identidad de grupo. Drácula es extraño para Harker —y para nosotros— por la comida que come, por cómo la obtiene, por dónde y cuándo duerme.

Dentro de esta estructura de identidad de grupo, la sexualidad es fundamental. Pocas actividades están tan reguladas por la sociedad. En este contexto, Drácula vuelve a invertir el orden establecido. Por ejemplo, Harker encuentra algunas similiudes horrorosas entre las facciones de las tres vampiresas en el castillo y las del propio Conde, a tal punto que no serían sus novias en absoluto, sino sus hijas.

Aunque el vampiro se reproduce de manera diferente, lo irónico es que, en muchos aspectos, sus hábitos se parecen a las costumbres humanas, pero como una imagen distorsionada. Drácula, entonces, es diferente, pero no opuesto, sino más bien un reflejo blasfemo.

En primer lugar tenemos el instinto de supervivencia del vampiro. Como los seres humanos, Drácula tiene activos todos los impulsos de autoconservación. No solo quiere preservar su vida (o no muerte), sino la de su especie. La diferencia fundamental, por supuesto, es que el vampiro puede satisfacer las dos necesidades simultáneamente: la misma acción de ser vampiro (chupar sangre e infectar a otros) cubre las necesidades de alimentación y procreación.

Pero ni siquiera Drácula es del todo libre de la represión. Ciertas leyes o normas matrimoniales entre vampiros se sugieren cuando Harker es seducido por las tres vampiresas que encuentra en el Castillo de Drácula. Veamos cómo.

El problema surge en parte porque Bram Stoker no define explícitamente la relación de estas tres mujeres con Drácula: ¿Quiénes son? Para algunos, son las hijas de Drácula; para otros, son sus esposas o novias; y hasta hay quien afirma que son sus hermanas. En cualquier caso, Bram Stoker resalta el elemento incestuoso, porque desde nuestra perspectiva solo podemos pensar en dos opciones: estas mujeres deben ser sus parientes o esposas, pero esa diferenciación no se aplica a Drácula. Ellas pueden ser las dos cosas.

La relación de Drácula con estas mujeres no siempre fue la misma. No es que ellas hayan cumplido ambos roles, el de hijas y esposas, simultáneamente, sino secuencialmente. El propio Drácula echa algo de luz sobre su relación con las mujeres en un diálogo con Mina:


Y tú, mi amada, eres ahora carne de mi carne; sangre de mi sangre; mi pariente; y más tarde serás mi compañera y ayudante.


Según el Conde, él y Mina son como marido y mujer, pero su misma unión los convierte en parientes —Bram Stoker usa la palabra kin—. Por lo tanto, ella puede ser su esposa durante un tiempo, hasta que su transformación de buena mujer inglesa a vampiro se complete. Entonces se convertirá en una hija, compañera y ayudante. Las vampiresas del castillo han experimentado una transición similar. Cuando una de ellas le reprocha a Drácula: ¡Tú mismo nunca amaste!; él responde: Sí, yo también puedo amar; ustedes mismas pueden recordarlo. ¿No es así?.

La relación de Drácula es con sus mujeres es uno de los elementos más interesantes que introduce Bram Stoker. Al integrar en una sola acción la alimentación con la reproducción, los vampiros no hacen distinción entre parejas y descendencia. Las esposas se convierten en hijas en un procedimiento donde el sexo, la gestación y el parto no representan etapas diferenciadas.

Drácula recrea a sus víctimas a su imagen y semejanza. Ellas son carne de su carne, sangre de su sangre. El acto de amarlas, en términos vampíricos, también las convierte en sus hijas.

Drácula va todavía más allá en la inversión de roles tradicionales. A diferencia de sus celosos enemigos, el Conde anima a sus mujeres a buscar a otros hombres. Les asegura a las vampiresas del castillo que, cuando Harker ya no tenga utilidad para su plan, ellas podrán divertirse a gusto con él:


Les prometo que, cuando termine con él, lo besarán a su voluntad.


Drácula es el exógamo definitivo, decíamos, porque no solo anhela mujeres extranjeras, es decir, humanas, sino que lo necesita para existir. Debido a que su pareja es también su alimento, el Conde necesita encontrar constantemente nuevas parejas humanas, o morir. Para él, un mundo sin extranjeros (humanos) representa simultáneamente esterilidad y hambruna (ver: Strigoi: los vampiros que inspiraron la leyenda de Drácula).

Y Drácula hace suyas a las mujeres extranjeras de una forma radical. No se limita a secuestrarlas de su tierra. Las desarraiga físicamente de la humanidad misma.

Y la sangre es el elemento central.

La sangre significa muchas cosas para Drácula. Por un lado, es alimento; por el otro, es semen, es decir, un fluido por el cual se reproduce a sí mismo en sus víctimas. La sangre en Drácula es una parodia de la Eucaristía, pero también de la procreación.

La sangre, además, es la esencia que determina todas esas otras características, físicas y culturales, que distinguen a una raza de otra. Esta conexión entre sangre y raza explica porqué los hombres buenos y valientes desesperadamente tratan de retener a Lucy al practicarle constantes transfusiones de sangre. Aparentemente, lo hacen para reemplazar la sangre que el Conde ha chupado y evitar que ella perezca; pero la acción de Drácula no solo tiene que ver con alimentarse...

Entonces, los hombres están desesperados por transfundir su sangre en Lucy porque entienden que su relación con el vampiro la está desarraigando de su tribu (ver: Virgen o Bruja: la mujer según la literatura gótica).

La amenaza de Drácula no es el mestizaje, la mezcla de sangre que tanto aterrorizaba a Lovecraft, sino la adquisición de una nueva identidad racial. Este es uno de los tantos puntos que le dan a la novela de Bram Stoker un carácter mítico.

Tal desarraigo de la tribu (la especie humana) evidencia la economía reproductiva de los vampiros, por la cual sus parejas son también su descendencia. ¡Seré aliada del Enemigo contra tí!, le dice Mina a Jonathan. ¿Por qué? Porque, vaciada de su sangre pura, ella será como Drácula, y es esa pérdida de la lealtad de las mujeres lo que los hombres buenos y valientes no pueden soportar.

La desesperación que sienten estos hombres por la amenaza de Drácula los lleva, decíamos, a practicar varias transfusiones de sangre a Lucy. Van Helsing reconoce que estas poseen alguna connotación sexual, y de hecho asegura que Lucy, ahora con parte de su propia sangre, es algo así como su esposa.

Van Helsing es consciente del elemento de promiscuidad en esta transfusión múltiple, pero la lealtad a los de su especie termina teniendo más valor que preservar la castidad de Lucy. Claramente, es más importante que el grupo mantenga su control sobre Lucy que permitir que el Otro tenga derechos exclusivos sobre ella. Si todo falla, siempre se puede recurrir a la sugerencia de Mina: el asesinato de la mujer para evitar que caiga en manos del enemigo.

Drácula presiona sobre algunos miedos primarios, y algunos no tienen nada que ver con el horror; por ejemplo, la ansiedad y anquietud ante la posibilidad de que ellos se lleven a nuestras mujeres.

Claramente, en el mundo de los vampiros los roles de género tradicionales son terriblemente confusos. Drácula penetra con sus colmillos, pero también recibe el fluido vital en su boca. En ninguna parte es mayor la confusión que en el momento en que el grupo de valientes interrumpe inoportunamente al Conde con Mina.


Con su mano derecha él la agarraba por la nuca, forzándola boca abajo sobre su pecho. Su camisón blanco estaba manchado de sangre y un delgado chorro corría por el torso desnudo del hombre. La actitud de los dos tenía un parecido grotesco con la de un niño que obliga a un gatito a meter la nariz en un plato de leche para obligarlo a beber.


La analogía es tan inquietante que nos exime de cualquier comentario (ver: El Drácula de Coppola y las cloacas de Stoker).

Todo esto es interesante, sin dudas, pero a medida que avanzamos se abren nuevas preguntas.

¿Qué pasa con las mujeres en la novela?

¿Qué piensan? ¿Qué sienten?

¿Cómo responden al espantoso atractivo de Drácula?

Las primeras mujeres que encontramos en la novela son las vampiresas en el castillo. Aquí, Bram Stoker enfatiza un fuerte componente sensual en ellas. La palabra voluptuosa abunda en este pasaje. Harker rápidamente cae presa del deseo. Siente un deseo perverso y ardiente de ser besado. Las vampiresas son sensuales, y tienen el poder de inspirar una respuesta erótica en los hombres. Este patrón se repite cuando se completa la transformación de Lucy. Poco después de que Van Helsing y Seward notaran la desaparición de las heridas en su cuello, Lucy empieza a hablar con una voz suave y voluptuosa, como nunca se había escuchado de sus labios; y cuando el grupo se enfrenta a ella fuera de su tumba, Seward dice:


Reconocimos las facciones de Lucy Westenra. Sin embargo, estaba cambiada. La dulzura se había convertido en crueldad, y la pureza en voluptuoso desenfreno.


En la misma escena podemos leer (en un solo párrafo) que Lucy tiene una sonrisa voluptuosa, una sonrisa lasciva, y que habla con una gracia lánguida y voluptuosa. Así como Bram Stoker fatiga diciendo constantemente que Mina es una mujer buena y valiente, se ensaña con Lucy y las vampiresas atribuyéndoles una voluptuosidad que, en su visión, resulta degradante.

Y cuando la patrulla de la pureza racial clava una estaca en el corazón de Lucy (especie de misericordiosa penetración), ella regresa a su estado anterior de anodina pureza. La cosa repugnante con su boca voluptuosa desaparece, y es reemplazada por la Lucy como la habíamos visto en su vida, con su rostro de dulzura y pureza inigualables.

La violencia contra las mujeres en Drácula, expresada de manera vívida en la estaca de Lucy, refleja la típica hostilidad hacia la sexualidad femenina en el siglo XIX. Las mujeres no debían ser lascivas o voluptuosas; debían ser puras. Y no hay límites para hacerlas entrar en razón.

El mensaje subliminal de Drácula parece decirle a sus lectores victorianos que las mujeres buenas, en el fondo, son potenciales vampiresas, que todas esas madres abnegadas, esas esposas devotas y atentas, esas hijas irreprochables, son, de hecho, putas.





Taller gótico. I Vampiros.


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El olor de los libros de la tía Ernestina


El olor de los libros de la tía Ernestina.




Las novelas de terror editadas en los años '70 tienen un olor particular. Algunos huelen a pulpa de madera podrida, a cartón húmedo, con un dejo ácido, superficial, que hace que se te seque la lengua y que probablemente haga que tengas que secarte los ojos antes de la página cinco (ver: El secreto del olor de los libros viejos).

Pero los libros de mi tía Ernestina tenían un olor singular debajo de esos olores. Una fragancia subyacente, profunda, densa. No podría definirla exactamente, pero hoy la recuerdo como una mezcla de olor a piel bronceada, té (mucho, en cantidades industriales), y quizás un toque de esmalte de uñas.

Ernestina andaría por los cuarenta años a finales de los ’80. Muy bien llevados, probablemente porque era soltera, y en ese entonces las presiones sin dudas eran considerables. A Ernestina no parecía importarle demasiado, pero siempre estaba arreglada. Exageradamente, según mi madre.

Los sábados a la tarde nos cuidaba en su casa, a mi y a mi hermana. Nos dejaba jugar en el patio sin demasiados condicionamientos mientras hiciéramos silencio a la hora de la siesta. Pero, ¿cuánto puede un chico de doce años jugar con su hermana menor antes de buscar otros intereses más ambiciosos?

La biblioteca de Ernestina era el mío.

No era exactamente una biblioteca, sino más bien un mueble enorme, repleto de portarretratos, botellas cubiertas de polvo, recuerdos de viajes, y una buena cantidad de libros apilados sin un orden aparente.

La mayoría de estos libros tenían títulos sugestivos, pero el arte de tapa me hacía sentir que su lectura conformaba algún tipo de delito. Los hombres en esas ilustraciones siempre parecían estar al acecho. Las mujeres, escapando de algo.

El olor de esos libros era intoxicante. Sin haber leído ni uno solo, hasta entonces, podría haber reconocido cada uno de los libros de la tía Ernestina por su olor.

Cuando visitábamos a la tía con mis padres, algo que no ocurría regularmente, notaba cierta incomodidad en presencia de aquellos libros. Mi padre siempre les daba la espalda, aunque solía arrojarse vorazmente sobre cualquier biblioteca desconocida. ¿Acaso los había leído ya? No lo sé. ¿Quién sabe lo que realmente leen los padres? Mi madre, en cambio, a veces se llevaba una de estas novelas clandestinamente. La tía Ernestina la deslizaba cuidadosamente en la cartera de mi madre mientras mi padre estaba distraído.

Un sábado, mientras la tía Ernestina dormía la siesta, decidí aventurarme en uno de sus libros. Tomé uno al azar: El ente (The Entity), de Frank De Felitta. Trataba sobre una mujer cuya casa es invadida por una entidad sobrenatural que la obliga a tener relaciones, o que la golpea salvajemente (a menudo en ese orden), dependiendo de su estado de ánimo (ver: Encuentros calientes con fantasmas y espíritus).

Aun entonces advertí que era una buena idea pobremente ejecutada, pero esa lectura —y el olor, ¡Dios! ¡El olor de ese libro!— me hicieron abandonar definitivamente los juegos en el patio. Cuando la tía dormía la siesta, yo leía.

Recuerdo haber leído auténticos esperpentos como Sátiro (Satyr), de Linda C. Gray; Íncubo (Incubus), de Ray Russell; y el que más me impresionó de todos: El visitante nocturno (The Night Visitor), de Laura Wylie.

Entonces, mientras la tía dormía (cada tanto me asomaba a su habitación para verificarlo) leí la historia de Nina y Martin Gerard, una pareja que se muda desde Italia a un edificio de Nueva York donde viven dos lesbianas, Elva y Tracy, aficionadas al tablero ouija, donde además el doctor Kaufman realiza observaciones científicas sobre las prácticas onanistas de su hija, Helga, y donde Halley y Vince, una pareja de idiotas, disfrutan encamándose en todos los espacios públicos del edificio.

Sabemos todo esto porque hay una entidad en el edificio, un Íncubo, que observa de cerca a todos los inquilinos. Cuando las lesbianas tienen una sesión de espiritismo, él aparece y hace que Helga irrumpa en el departamento y se toque frenéticamente delante de ellas. Además, influye en un artista mediocre, Steven, para que pinte verdaderas abominaciones, no tan escandalosas como los arrebatos del doctor Kaufman, que pasa de estudiar a su hija a convertirse en un completo degenerado con ella. Por suerte, esas actividades son descubiertas por la esposa del doctor, quien le destroza el cráneo con una pequeña estatua.

En medio de este caos aparece un sujeto llamado Isaaic, que es un antropólogo retirado pero que en realidad bien podría ser considerado un incubólogo, ya que parece saberlo todo sobre este tipo de entidades. Es él quien resuelve el motivo del comportamiento extraño, cuando no directamente delictivo, de los inquilinos del edificio.

Parece que, mientras estaban en Italia, los Girard tuvieron un pequeño altercado con su vecina, una condesa, quien desencadenó la sexualidad de la señora Girard a través de un objeto mágico y, de paso, mantuvo encuentros ilícitos con su esposo. Esta condesa, lo sabemos al final, es en realidad un demonio, un íncubo (raro, porque los demonios femeninos suelen ser súcubos), con más de un milenio de experiencia seduciendo a personas incautas y llevándolas a cometer toda clase de atrocidades.

Finalmente, Isaaic derrota a este espíritu diabólico arrojando al río aquel objeto mágico, que la condesa entregó a la señora Girard en Italia, mientras tiene una gran erección.

Todas estas cosas leí, y de algún modo cambiaron mi forma de ver a la tía Ernestina. Cuando vacié su biblioteca, cuando terminé de leer cada una de sus novelas amarillentas, cuando fui capaz de reconocer cada título por su olor, empecé a aventurarme cada vez más en su habitación mientras dormía la siesta.

Me gustaba sentarme en un rincón y mirarla, y a veces algo más que eso. Por pudor, o tal vez por una sutil comprensión de la imaginación de un muchacho, creo que ella simulaba que dormía. Había algo hipnótico en su forma de girar sobre las sábanas, de destaparse, de permitirme ver, en la penumbra, ese delicado juego de intermitencias (ver: La sutil atracción de las intermitencias).

En ese entonces ni siquiera sospechaba una posible simulación. Creo que la imaginaba soñando algunos de esos argumentos truculentos, quizás con aquellas lesbianas que conversaban abiertamente sobre la diversidad de género mientras mantenían sesiones de espiritismo juntas, cuando no estaban participando de algún exorcismo multiétnico que, lamentablemente, las terminó curando de su desviación.

Me gustaba sentarme, decía, y mirar a la tía Ernestina mientras dormía la siesta; y desde entonces, creo, comencé a prestarle más atención en otras situaciones. Me gustaba verla charlando con mis padres sobre asuntos banales, como la política o la situación económica del país, sabiendo lo que ella también sabía, habiendo leído lo que ella había leído.

Ernestina murió unos diez años después. Todavía joven, todavía atractiva. Me quedé con sus libros. Ya tenía edad suficiente como para que nadie lo objetara.

Todavía los conservo, alrededor de treinta libros en un estado calamitoso. Los mantengo lejos de la biblioteca, en una caja bien cerrada. De vez en cuando, algunos sábados especialmente melancólicos, la abro con la excusa de limpiarlos. Entonces los huelo, no mucho, solo apenas, lo suficiente como para encontrar aquel estado emocional, el contorno de aquellos sábados a la tarde. Me gustar recorrer esas páginas amarillentas y luego sentarme a escribir con el olor de la tía Ernestina impregnado en los dedos.




Diario Éxtimo. I Taller Gótico.


Más literatura gótica:
El artículo: El olor de los libros de la tía Ernestina fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

El Feminismo y la muerte del Gótico


El Feminismo y la muerte del Gótico.




En efecto, el título de este artículo es una denuncia. Le adjudicamos al Feminismo la muerte del género gótico, que nació en el siglo XVIII, prosperó en el XIX, y finalmente murió, tras una larga agonía, cuando las mujeres comenzaron a reclamar seriamente por sus derechos a mediados del siglo XX.

Pero, ¿acaso el género gótico es machista?

No, al menos no más que otros géneros literarios. De hecho, la novela gótica fue fundamentalmente escrita por mujeres, y para mujeres (ver: Cómo las mujeres nos enseñaron a leer por placer), aunque eso, claro, no la exime de ser machista, e incluso de defender a rajatabla los parámetros del Patriarcado (ver: La mujer en la literatura gótica).

Verán, el Feminismo mató al Gótico porque si hay algo que caracterizaba a este género era la virginidad de la heroina, a menudo secuestrada por sujetos viles, cuando no diabólicos (ver: El hombre y el gótico: masculinidad en la literatura gótica). La novela gótica sencillamente no incluye como protagonistas a mujeres sexualmente activas; en cambio, prefiere chicas que sepan gritar, que sean impresionables, que tengan facilidad para desmayarse con cierta recurrencia, y no puedan decidir en quién confiar.

Sobre todo eso, que no puedan decidir.

En lo personal, la literatura gótica me produce un gran placer; y creo conocerla bastante bien, lo cual también implica conocer sus defectos, aceptarlos, y amarlos de todos modos. Esta frecuentación con el género me hace pensar que su contexto se ha ido, si tenemos suerte, para siempre. El Gótico desapareció; y lo que queda, en todo caso, es algo más.

En cierto modo, ese destino es justo. Las mujeres crearon el género gótico, y ellas lo terminaron.

Una de las mejores formas de entender que el Gótico estaba destinado a morir cuando las mujeres alcanzaran cierto grado de idependencia no es leyendo sus obras canónicas, como Los misterios de Udolfo (The Mysteries of Udolpho), de Ann Radcliffe; sino sus parodias, como La abadía de Northanger (Northanger Abbey), donde Jane Austen se burla extensamente del género, pero rescata sus aspectos más destacados.

Porque el Gótico no tiene nada que ver con el Romance. En todo caso, el género puede definirse como la relación entre una joven y una casa.

Cuando hablo del Gótico me refiero exactamente al gótico canónico, sino a la forma más madura del género. En este contexto, el Gótico posee dos ingredientes principales:


a- Una mujer joven (casi siempre una institutriz) entra a trabajar en una Casa que tiene un secreto misterioso.

b- Allí conoce a un hombre misterioso que tiene un secreto.


Esa es la esencia de un Gótico, que se reescribe sin cesar en incontables libros. El hombre misterioso puede ser un elemento secundario, pero la Casa es esencial, y también lo es el Misterio (ver: Las casas como metáfora de la psique en el Horror).

El Misterio puede ser oculto, sobrenatural, o mundano; puede ser falsificado, pero tiene que estar allí, y necesariamente debe estar en la Casa. Las mejores opciones para situar esta vivienda, preferentemente una gran mansión, son regiones remotas, rurales, antiguas. De hecho, el momentum narrativo de la novela gótica consiste en esta joven, la protagonista, sola en una casa extraña.

En el fondo, podemos pensar que la literatura gótica es una especie de romance entre una mujer y una casa (ver: El cuerpo de la mujer en el Horror).

Actualmente, la clasificación gótico recae sobre obras que no tienen demasiado que ver con el género. Algunas son muy buenas, y las mejores son las que entienden que el género ha muerto, y que la única forma de utilizarlo es deconstruyéndolo.

Por allí decíamos que el Gótico no tiene nada que ver con el Romance. No hemos sido del todo justos. Es una verdad a medias. Hay romance en el Gótico, pero en general dentro de un marco inverosímil, forzado, donde la heroina termina con el tipo que, después de mucho prejuicio, se revela como el héroe.

En todo caso, para ser más justos, el Romance es lo que menos importa en el Gótico, aunque paradójicamente suele ser lo más importante para sus autoras. De hecho, hacen grandes esfuerzos para hacernos creer que él y ella están condenados a estar separados, cuando justamente ya podemos intuir un destino matrimonial en los primeros párrafos. No hay verdadera tensión.

Lo que realmente importa en la novela gótica es la mujer, o mejor dicho, la Niña, y la Casa.

La Niña posee un grado de inocencia que no sería posible para una mujer de nuestro siglo. Ella no tiene confianza en sí misma, pero no a causa de su timidez, de su retraimiento, de su desconfianza patológica en los hombres (a los que secretamente venera), sino porque proviene de un mundo donde las mujeres no pueden tener confianza.

Ella puede gritar, claro que puede. Está sola, sin protección, y viene de un contexto donde se supone que eso no le sucederá jamás a una mujer. Las cosas son misteriosas a su alrededor, aterradoras. Ella se siente amenazada, y lo está, y todo parece indicar que se doblegará ante esa amenaza, pero no lo hace.

Hay una Niña y una Casa, y la Niña tiene más coraje del que se esperaba. No se rinde ante la intimidación. No habría historia de otro modo.

Pero, un momento, ¿eso no suena afín al Feminismo?

Solo en parte.

La heroína de la novela gótica proviene de un contexto que espera que las mujeres no tengan espinas. Ella debe ser sincera, amorosa, delicada, y, en especial, vírgen; porque no hay pureza en aquellas que han pecado, nos dice el género. Estos atributos le permiten resolver el Misterio de la Casa, aunque en el camino tenga que gritar mucho, desmayarse una docena de veces, y probablemente ser secuestrada en un par de ocasiones. Al final, ella gana.

¿Gana?

Aquí es donde el Feminismo y el Gótico se vuelven irreconciliables.

La heroina gótica triunfa, es cierto, pero su única recompensa, su única ambición realmente, es su boda y su casa. No es que esto sea del todo desagradable, desde luego, excepto que en el género gótico la única recompensa posible para la mujer, la única que puede concebir, es un marido (ver: Chica Pobre se enamora de Hombre Poderoso: ¡basta de Cenicienta!).

Siempre me pareció interesante, y enigmático, que la heroina gótica, que proviene de este lugar extraño donde se supone que las mujeres no trabajan, se gane la vida por sí misma, se dirija hacia lo desconocido para hacerlo, y encuentre una Casa y un Misterio y muchas aventuras en el camino. De algún modo hay una crítica allí.

Secretamente, quizás, la verdadera recompensa de esta doncella en apuros no sea un marido que le garantice cierto bienestar, y una docena de hijos de los cuales apenas sobrevivirán cuatro, sino los recursos internos que va descubriendo a medida que transcurre la historia, y cómo estos son eliminados de cuajo cuando finalmente se entrega a su príncipe azul, y al destino, el único, tal vez, aceptable para la mujer de aquel entonces.




Taller literario. I Feminología.


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Abyzou: el demonio femenino que persigue a las embarazadas


Abyzou: el demonio femenino que persigue a las embarazadas.




El Clavicula Salomonis, o Llave Mayor del rey Salomón, uno de los libros prohibidos por excelencia de la demonología, relata la historia de una escalofriante demonio femenino, ya casi olvidada: Abyzou, cuyo nombre era suficiente para aterrorizar a las embarazadas.

La leyenda sostiene que Abyzou, castigada por Dios a ser estéril, intentaba vengarse del Hacedor persiguiendo a las mujeres embarazadas. Los mitos hebreos la asocian con Lilith, que también recibió el mismo castigo, pero lo cierto es que la historia de Abyzou es distinta a la de la primera esposa de Adán.

El nombre Abyzou podría ser una deformación de la palabra griega abyssos, «abismo» —no en términos genéricos, sino en relación al abismo primordial e indiferenciado—. La raíz del nombre Abyzou se encuentra presente en las lenguas asirias, sumerias y babilónicas, y etimológicamente se vincula con el mito del mar primigenio. Recordemos que la gran mayoría de los demonios femeninos, según la leyenda, provienen de este mar primordial, sobre todo aquellos que se inscriben dentro de los mitos griegos.

Uno podría pensar que, debido a estos antecedentes, una criatura como Abyzou seguramente pertenece al folclore pagano, sin embargo, el cristianismo también cree en ella, ya que se la nombra siete veces en el Libro del Apocalipsis, no de forma directa, es cierto, pero la referencia es clara en este sentido. Ya veremos por qué.

La versión griega del Antiguo Testamento utiliza la palabra Abyssos, «abismo», como un sustantivo del género femenino, a pesar de que etimológicamente no lo es. Esto se debe a que la palabra era utilizada como un equivalente del término mesopotámico Abzu, especie de mar oscuro, caótico, anterior a la Creación. En la Biblia, este abismo se traduce habitualmente como «lo profundo», o más escabrosamente como «pozo sin fondo». No es, insistimos, un abismo convencional, sino una especie de patio trasero del infierno, lo más profundo de lo profundo.

Abyzou es una demonio, pero no un ángel caído, es decir, no perdió su estatus entre las jerarquías angélicas por seguir la insubordinación de Lucifer. Ella surgió de las aguas primigenias, del mar original, informe, primordial, de modo tal que su agenda es personal, y no responde a los caprichos del príncipe de las tinieblas.

En el Testamento de Salomon se habla de Abyzou con el nombre Obizuth, y se la describe como una mujer de rostro reluciente, pero de facciones desagradables, cubiertas por un limo verdoso y cabellos poblados de serpientes. El resto de su cuerpo está cubierto por sombras impenetrables que la rodean como si fueran un vestido.

Salomón, capaz de interpelar a cualquier demonio, los interroga repetidamente, los tortura, y luego les asigna un trabajo. Cuando llega el turno de Abyzou descubrimos algunas cosas interesantes sobre su historia.

En primer lugar, Salomón obliga a Abyzou a pronunciar su nombre, ya que este conocimiento le otorgaba el poder de controlar a cualquier demonio. Abyzou menciona cuarenta, y asegura tener muchos más en diversas lenguas, más de diez mil, así como infinitas formas. Al parecer, esos cuarenta nombres iniciales fueron suficientes para doblegar su voluntad.

Ya bajo el control de Salomón, Abyzou afirma que no duerme a causa de una maldición divina, y que su obsesión es vagar por todo el mundo en búsqueda de mujeres a punto de dar a luz. Si se le da la oportunidad, le quitará el aire a los recién nacidos.

No conforme, Salomón exige mayores especificaciones. Abyzou asegura también que ella es la fuente de otras afecciones más modestas, como la ceguera, la sordera, el dolor de garganta y la locura.

Asqueado, Salomón ordena que Abyzou sea colgada de su propio cabello en las puertas del Templo, a la vista de todo aquel que pasara por ahí; y determina que toda mujer embarazada que escriba el nombre de Abyzou en un papiro, cuando esté a punto de dar a luz, hará que esta demonio se mantenga alejada del niño por nacer.

El tema de la envidia está fuertemente presente en el mito de Abyzou. Al ser esteril, ella se empeña en hacer daño a las embarazadas, y ni siquiera el poderoso rey Salomón pudo mantenerla encerrada durante mucho tiempo.

Tal es así que, en la Edad Media, la leyenda de Abyzou continuó vigente como demonio del parto, es decir, una entidad oscura que acechaba a las mujeres embarazadas durante el trabajo de parto. De hecho, varios folcloristas sostienen que algunas piezas de arte bizantino podrían representar a Abyzou tratando de atacar a Jesús cuando era un recién nacido.

Hay un claro aspecto psicológico en la naturaleza de esta demonio. Siendo la culpable de abortos espontáneos, nacidos muertos, y muertes súbitas de bebés, su presencia explicaba estos terribles sucesos y, de algún modo, los evadía el sinsentido.

En este contexto, Abyzou es retratada como la mayoría de los demonios femeninos: es vieja, fea, y sobre todo con ansias de destruir la vida en su momento más frágil. Esto responde a una inversión de la idealización clásica de la mujer como joven, bella y portadora de vida.

Abyzou es exactamente lo contrario, pero también forma parte de la feminidad.

En todo caso, no sabemos qué hizo Abyzou para merecer semejante castigo del Hacedor, quien seguramente conocía de antemano lo que ella haría a otras mujeres como consecuencia de ese castigo.

La mayoría de los folcloristas hacen hincapié en la envidia como impulsor de los hábitos detestables de Abyzou, pero no van mucho más allá. Desde aquí arriesgamos una posibilidad más intuitiva que basada en argumentos académicos.

El rasgo común entre Abyzou y otros demonios femeninos que persiguen a las embarazadas es la decrepitud. Ella no puede tener hijos propios y, por lo tanto, busca envidiosamente destruir a los hijos de los demás. ¿No sería posible entonces que Abyzou, su castigo, la causa de sus actitudes perniciosas, sea simplemente la vejez?

Claramente la fuerza que impulsa su malevolencia es la envidia, quizás la envidia de la juventud de sus víctimas.

La preocupación por la salud, el bienestar y la seguridad de los bebés ha mantenido vivas estas leyendas durante mucho. A pesar de los cambios culturales, esas preocupaciones siguen siendo las mismas que hace miles de años; y la posibilidad de representar esos miedos, de darles una forma específica, un sentido, en la figura de Abyzou, permitía también conjurarlos.




Demonología. I Demonios femeninos.


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¡Eva era la Serpiente!


¡Eva era la Serpiente!




El nombre de Eva, la segunda esposa de Adán (ver: Lilith: la primera esposa de Adán), es uno de los nombres más enigmáticos dentro de los mitos bíblicos. De hecho, algunos lingüistas sostienen que Eva es la Serpiente, literalmente, y no sin argumentos razonables que respalden esa temeridad.

El tema es delicado, sobre todo desde que la figura de Eva es utilizada como herramienta para reivindicar a la Mujer, lo cual no está nada mal, desde ya, pero cuando hablamos de Mitología es importante dejar de lado lo políticamente correcto.

En este caso, sin embargo, es probable que nos ganemos la enemistad tanto de los creyentes como del Feminismo en general.

El verdadero nombre de Eva, naturalmente, es hebreo. Su forma bíblica es Hawwah, que significa «vida», o más específicamente, «la que vive». Existe una gran cantidad de similidades fonéticas con distintas raíces verbales, como Hayah, «vivir», las cuales hacen suponer que la etimología de Eva está relacionada con la vida.

Esto es algo que no se discute demasiado, salvo por algunos lingüistas audaces, como Robert Alter —Los cinco libros de Moisés (The Five Books of Moses)—, quien planteó una serie de dudas razonables acerca del verdadero origen del nombre de Eva, el cual suena sospechosamente igual que la palabra aramea para «Serpiente».

No es sencillo aceptar la posibilidad de que Adán nombrara a la mujer con una palabra que significa «Serpiente». De algún modo suena despectivo, y hasta impropio, especialmente cuando el Génesis sugiere que el significado de Eva, Hawwah, está relacionado con la vida.

Necesitamos analizar brevemente el mito del Edén para entender esta supuesta ambigüedad.

a- En la expulsión del Edén, la Biblia narra un diálogo entre una Serpiente (con patas) y la Mujer (Eva). La Mujer no habla con la Serpiente, sino que responde los comentarios cínicos de la criatura repitiendo una y otra vez la prohibición de Yahvé.

b- La Serpiente cuestiona directamente el mandato de Yahvé.

c- Adán y la Eva pecan (ver: El Árbol del Conocimiento y una Manzana que nunca existió).

d- Yahvé pregunta a Adán, quien culpa a la Eva de todo el asunto.

e- Yahvé interpela a Eva, quien culpa a la Serpiente.

f- Dios pronuncia la sentencia sobre los tres imputados: la Serpiente es condenada a arrastrarse sobre su vientre, perdiendo sus extremidades. La Mujer recibe una pena que afecta sus dos roles principales (para la época), la maternidad (sufre en el parto) y su relación servil con su esposo (sumisión). La pena de Adán consiste en esforzarse para procurarse el sustento.

g- Adán reacciona con un atisbo de indignación, y se produce el nombramiento de Eva; es decir, Adán le da un nombre. Luego se narra un monólogo intradivino, que determina la expulsión de la pareja del Edén y la ejecución de esa decisión.

Ahora bien, esta serpiente con patas, asociada a Lucifer, posee un significado interesante. La Biblia utiliza la palabra Nahash, «serpiente», que etimológicamente está emparentada con Nacliash, que significa «simio» (ver: ¿La Serpiente que tentó a Eva era en realidad un simio?). En cualquier caso, no se trata de una serpiente tal cual la imaginamos.

Es decir que el nombre de Eva, Hawwah, está relacionado estrechamente con una palabra aramea que significa serpiente. Esa similitud etimológica no esconde una fusión de identidades. Es decir, no es que Eva y la Serpiente del Edén sean la misma persona. Lo más probable es que el nombre de Eva, Hawwah, tenga algún tipo de conexión con Havat, una diosa fenicia con forma de serpiente.

Ahora bien, el significado del nombre de Eva es menos importante que la forma en la cual ese nombre le fue dado. No es ella quien se lo otorga, tampoco Dios: es Adán quien la llama Eva, y ese nombre es un recordatorio de su dominio sobre ella, y cómo debía ser su vida. También es justo decir que la forma mítica del nombre es desconocida, puesto que nadie conoce las inflexiones de la Lengua Adánica.

El hecho de que sea Adán quien la nombra sugiere que la mujer está bajo su autoridad, como los animales, y que su vida tiene como objetivo brindarle un servicio. Pero esto no es lo que pretendía Dios en el relato del Génesis, de manera tal que el nombre Eva es, en esencia, una alteración del plan o diseño de Dios. Tal vez por eso Adán le da un nombre que subraya esta alteración.

En cualquier caso, el significado del nombre Eva siempre está emparentado con la vida y las serpientes, ya sea que analicemos la etimología de la palabra, o bien tratemos de emparentarla con otros mitos, anteriores al bíblico. Todos esos ángulos relacionan a Eva con las serpientes, aunque esto no necesariamente posea un significado negativo. Después de todo, ¿cuándo aprendimos a temer a las serpientes?

La figura o arquetipo de la Serpiente siempre estuvo relacionado con la Feminidad Sagrada. Las serpientes, además, son regenerativas y, por esta razón, representan ciclos de vida, muerte y renacimiento, ciclos que también están vinculados a la figura de la Mujer.

Por su naturaleza, y también por su forma física, la Serpiente tiende un puente sobre la paradoja, al igual que serpiente bíblica tiende un puende de la inocencia a la experiencia.




Mitología. I Filología.


Más literatura gótica:
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El Feminismo de HOY (visto desde la ciencia ficción de AYER)


El Feminismo de HOY (visto desde la ciencia ficción de AYER)




Decir que la ciencia ficción del período clásico era un género misógino es ser injustos. La literatura lo era, y, en cierta forma, lo sigue siendo.

Podemos pensar en una gran cantidad de científicos locos diseñando dispositivos maléficos, pero en ninguna científica. La mujer, como mucho, era retratada como una princesa cósmica a la que había que rescatar (damisela en apuros), o bien como una Lamia interestelar, una vampiresa exótica, una mujer fatal que seducía al héroe y, en el momento preciso, era descubierta y ensartada con algún sustituto tecnológico de la estaca.

Hay hábitos que uno no puede evitar cuando lee ciencia ficción de las primeras décadas del siglo XX. Una de ellas es verificar la precisión de las especulaciones sobre el futuro, pronósticos y predicciones sobre armas, política, vehículos, comunicaciones, medicina, viajes espaciales; en fin, lo típico. Otra, más interesante, es observar cómo esas historias proyectan sus ansiedades contemporáneas en un futuro imaginado.

Y el Feminismo era algo que preocupaba seriamente a la ciencia ficción.

La gran mayoría de los relatos pulp a los que me refiero, publicados en revistas como Weird Tales, carecen por completo de un estilo definido, y en ocasiones directamente de argumento, pero no de buenas ideas. Y la síntesis más acabada acerca de los supuestos peligros del Feminismo del futuro —es decir, del Feminismo de hoy— se encuentra en la obra de un autor poco conocido en nuestra lengua: David H. Keller.

A diferencia de sus colegas dentro de la ciencia ficción, Keller estaba menos interesado en especular acerca de los avances de la tecnología que en el impacto que pueden producir los grandes cambios sociales en las relaciones humanas.

Su experiencia como psiquiatra seguramente contribuyó a elaborar esa perspectiva. Algunos de sus relatos se asemejan a estudios de casos clínicos, más que a la ficción tradicional, pero eso nos facilita enormemente acceder a su manera de entender los avances sociales que ya se perfilaban en su tiempo.

Al igual que H.P. Lovecraft, Keller era conservador, incluso reaccionario, particularmente en lo que refiere al rol de la mujer en la sociedad. Y su visión del Feminismo del futuro se asemeja bastante a lo que podría ser la peor pesadilla del patriarcado.

Esta actitud reaccionaria ante la posibilidad del avance del Feminismo se observa con magnífica efervescencia en el cuento de 1928: Un experimento biológico (A Biological Experiment), en el cual presenciamos los efectos a largo plazo en el mundo si es que las mujeres logran la igualdad social, política y económica con los hombres.

El primer temor que imagina la ciencia ficción en este escenario es lo que ocurriría si, en efecto, las mujeres consiguen la igualdad de responsabilidades en la crianza de los hijos. Es decir, lo que sucedería si los hombres fuésemos igualmente responsables que las mujeres en cuanto al tiempo y el esfuerzo que deberíamos invertir en esa tarea, que a pesar de las conquistas sigue siendo asumida mayoritariamente por las mujeres (ver: El cuerpo de la mujer en el Horror).

Muchas feministas seguramente encontrarán irritante el relato de Keller, especialmente su final feliz: una sociedad estancada, sin alegría, sin amor, que vuelve a las viejas formas de tener hijos y de criarlos; es decir, al patriarcado, y a la imposición de los roles de género tradicionales.

Sin embargo, las feministas más reflexivas quizás puedan entender que Keller, a pesar de sus intenciones, simplemente manifiesta un temor social típico de los hombres: el avance de los derechos de las mujeres quizás signifique la pérdida de los nuestros, o mejor dicho, de los beneficios que nos otorga la sociedad patriarcal.

Mientras que su colega más joven, H.P. Lovecraft, y buena parte del Círculo de Lovecraft, canalizaron las ansiedades de los protestantes anglosajones blancos frente a la inmigración, en un modelo llamado CosmicismoLovecraft no era misógino, pero hacía todo lo posible para pasar por uno—, Keller, y muchos otros autores de ciencia ficción, parecen más nerviosos con el progresivo avance de las mujeres en la sociedad.

Claro que la ciencia ficción tiene muchas herramientas para desviar la atención. Uno puede perderse en el contexto futurista de Keller, y olvidar que Un experimento biológico —entre otros relatos significativos, como La enfermera psicofónica (The Psychophonic Nurse)— en realidad satirizan a un personaje femenino que descuida las responsabilidades familiares tradicionales para seguir una carrera.

En el futuro feminista imaginado por Keller predomina una igualdad escalofriante: todos estamos liberados de la crianza de los hijos, así también como de enfermedades, hambre, pobreza, y tanto hombres como mujeres son libres de desarrollar sus intereses particulares, sin ningún impedimento. El matrimonio, por cierto, es abierto, y el divorcio constituye un simple trámite burocrático.

Todo suena bastante bien, hasta que el autor utiliza ese escenario para explicar que la igualdad de género ha traido consigo muchos problemas adyacentes. Lo más inquietante es el rol del Estado en esta sociedad igualitaria: el gobierno tiene el control absoluto sobre la gestación y la crianza de los niños. Debido a que éstos se crean, literalmente, en condiciones de laboratorio mediante un proceso parecido a la partenogénesis, las mujeres ya no pueden quedar embarazadas.

Es decir que, según Keller, el Feminismo conduce a una sociedad andrógina, donde el hombre se feminiza y la mujer se masculiniza, hasta que ambos se encuentran un punto intermedio, equidistante, que obliga al Estado a implementar la esterilización, ya que nadie está en condiciones biológicas de procrear.

La pareja de protagonistas en el relato de Keller, dos jóvenes que juegan a ser Adán y Eva, se rebelan contra este contexto, y escapan a las montañas con la intención de vivir una vida más natural, aspiración que coincide, casualmente, con las directrices del patriarcado: él sale de cacería (el macho en términos de proveedor del sustento), ella atiende a su marido y se embaraza (matrimonio y maternidad como únicos objetivos de la mujer). El experimento tiene éxito, pero solo parcialmente, ya que la joven muere poco después del parto.

Devastado, el joven sobreviviente viaja a la ciudad de Washington, y presenta a su hija ante la Sociedad Nacional de Mujeres Federadas. Frente a un auditorio de miles de feministas, él narra su experiencia viviendo en la cueva, como antes, cada género ocupando el rol que se les ha asignado, no ya por Dios, sino por la biología.

No hay un solo ojo feminista que no vierta lágrimas de emoción ante el discurso. Las mujeres están embelesadas, casi idiotizadas, por la visión de un bebé concebido de forma natural.

Lo más impresionante del relato, y que en cierta forma pone de manifiesto la creencia de la ciencia ficción del que el Feminismo, en última instancia, fracasará, es el grito de la líder de la Sociedad Nacional de Mujeres Federadas ante sus seguidoras, el cual nos permite abstenernos de ulteriores comentarios:

—¡Devuélvanos nuestros hogares, nuestros esposos y nuestros bebés!

Lejos de ser descuartizada en el escenario, la líder es ovacionada por una horda de feministas que anhelan volver a convertirse en obedientes amas de casa.




Feminología. I Ciencia ficción.


Más literatura gótica:
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«Nosotras, como mujeres»: Charlotte Perkins Gilman; poema y análisis


«Nosotras, como mujeres»: Charlotte Perkins Gilman; poema y análisis.




Nosotras, como mujeres (We, as Women) es un poema feminista de la escritora norteamericana Charlotte Perkins Gilman (1860-1935), publicado en la antología de 1893: En este nuestro mundo (In This Our World).

Nosotras, como mujeres, tal vez uno de los mejores poemas de Charlotte Perkins Gilman, refleja la mirada de una autora que luchó incansablemente por los derechos de las mujeres. En este caso, el poema funciona como una especie de llamado al despertar de la consciencia colectiva de las mujeres, pero también como herramienta para ironizar sobre ciertos lugares comunes.

Los cuentos de Charlotte Perkins Gilman son quizás la faceta más conocida de esta autora, sobre todo El tapiz amarillo (The Yellow Wallpaper), donde expone con crudeza los aspectos más detestables del machismo y la sociedad patriarcal de su tiempo; no obstante, también sus poemas lograron algunas conquistas memorables, y Nosotras, como mujeres, claramente es uno de los mejores.




Nosotras, como mujeres.
We, as Women, Charlotte Perkins Gilman (1860-1935)

Hay un grito en el aire a nuestro alrededor,
ya lo escuchamos antes,
sobre como «nosotras, como mujeres»,
vamos a levantar a la humanidad.

Con nuestros almidonados vestidos blancos,
con nuestros suaves cabellos rizados,
porque «nosotras, como mujeres»,
vamos a ayudar al mundo.

Queridas hermanas, escuchen un momento
y quizás hagan una pausa por diez.
El trabajo de las mujeres como mujeres
es solo posible con hombres como hombres.

Y lo que hacemos, «nosotras, como mujeres»,
lo hemos hecho durante toda nuestra vida;
el trabajo que, se nos dice, es de mujeres,
es el trabajo de madre y esposa.

Porque elevar la opinión pública,
y levantar al hombre errante,
es un trabajo humanitario,
hagámoslo si podemos.

Pero esperen, hermanas de corazón cálido,
no tan rápido, díganme ahora
cómo vamos a levantar algo
más alto que dónde nosotras estamos.


There's a cry in the air about us
We hear it before behind
Of the way in which " We, as women,"
Are going to lift mankind!

With our white frocks starched and ruffled,
And our soft hair brushed and curled
Hats off! for "we, as women,"
Are coming to help the world!

Fair sisters, listen one moment
And perhaps you'll pause for ten
The business of women as women
Is only with men as men!

What we do, "we, as women,"
We have done all through our life;
The work that is ours as women
Is the work of mother and wife!

But to elevate public opinion,
And to lift up erring man,
Is the work of the Human Being
Let us do it if we can.

But wait, warm-hearted sisters
Not quite so fast, so far
Tell me how we are going to lift a thing
Any higher than we are!


Charlotte Perkins Gilman
(1860-1935)




Poemas góticos. I Poemas de Charlotte Perkins Gilman.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del poema de Charlotte Perkins Gilman: Nosotras, como mujeres (We, as Women), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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