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Leer no te hace mejor persona


Leer no te hace mejor persona.




[Debajo del Parque Los Andes, en el barrio de Chacarita, se extiende una intrincada red de túneles que alguna vez fueron parte de las catacumbas del Cementerio Viejo. Allí, en uno de los Osarios, oportunamente acondicionado por los propietarios del bar Teufel, el profesor Lugano dio una serie de charlas acerca de los libros, la lectura y otras menudencias. Esta es la primera de ellas.]


***

Te lo digo a vos: la lectura es peligrosa, como toda actividad que se realiza en soledad y que tiende a absorber la atención. Más aún, la lectura es una de esas actividades que no puede apresurarse, que tiene su propio ritmo, y que además implica el ejercicio de la imaginación, de la fantasía.

Existe una especie de fe ridícula en el poder curativo de la lectura. Esta suposición se presenta como algo veraz, sobre todo desde que existen innumerables tipos de entretenimiento que compiten con los libros, y que en cierto modo hacen que la lectura parezca un acto pintoresco, digno de jactancia. Es hora de terminar de una vez por todas con esa creencia indiscriminada en la lectura.

Hagamos un ejercicio simple: pregúntele a cualquier persona si tiene algo que decir en contra de la lectura, y verá que esta constituye una actividad sacralizada, aun entre aquellos que jamás abrieron un libro. Por el contrario, la lectura es una de las pocas actividades humanas, si no la única, que despierta opiniones unánimes. Hay gente que practica el celibato, que se abstiene de los placeres más elementales, pero no hay nadie que se atreva a elevar una crítica moderada de la lectura.

Muchos aquí ya lo saben: yo leo. Es la forma en la que se da por sentado que leer —por el solo acto de leer— es algo bueno y hasta saludable, lo que me rompe las pelotas. Hay algo condescendiente en ese mensaje. Es como decir: leer es aburrido, lo sabemos, y probablemente no sea la forma más excitante de pasar tu tiempo libre, pero está llena de virtudes, de nutrientes para tu cerebro y tu alma. Este tipo de razonamiento logra el mismo impacto publicitario de una madre que intenta convencer a su hijo sobre los beneficios del consumo de vegetales.

Por supuesto que hay un tipo de lectura funcional para la vida en sociedad. Me refiero a la capacidad de descifrar los símbolos en un frasco de mermelada para verificar su vencimiento o la lectura rutinaria de una tarifa de gas. Es decir que la capacidad de leer es valiosa, pero la lectura en sí misma no necesariamente mejora a las personas. A lo largo de mi vida he visto a muchas personas que sacan un libro en el transporte público, a veces con cierto aire de superioridad, sin que esta actividad parezca tener un efecto de mejora considerable cuando uno habla con ellas.

Otra creencia extendida es que los lectores prolíficos de algún modo son personas más civilizadas, más profundas, incluso con un mayor arraigo en las responsabilidades y deberes cívicos. Es fácil derribar este mito: Hitler era un lector voraz.

Tampoco caigamos en silogismos inadmisibles: leer no te convertirá en un jerarca nazi, pero ciertamente no lo evitará.

El lector actual tiene un perfil, una postura, que asume naturalmente, como si se tratara de una transferencia directa entre lo que lee y lo que es. El lector moderno cree que es una persona reflexiva, sensible, que respeta las opiniones de los demás, que ayuda a las viejas a cruzar la calle, y que todo eso de algún modo está relacionado con la lectura. El lector está persuadido, y nada lo hará suponer lo contrario, de que ser un lector es genial.

Pero esto no es lo peor. Hay otras bajezas, como aquellos que adoran al libro como objeto. Muchos de ellos consideran que los libros constituyen un tipo de decoración sofisticada del hogar. Esta clase de individuos son capaces de hacerte una denuncia policial si ven que estás subrayando un párrafo o doblando la esquina de una página.

Sin embargo, la opinión generalizada parece corroborar la idea de que leer te hace mejor persona. Podríamos ridiculizar esa opinión con cierta perspicacia, pero prefiero preguntarles lo siguiente: ¿Cómo? ¿Cómo exactamente leer me hace mejor persona? Nadie podría acreditar una respuesta demostrable. A lo sumo, podrían presentar una secuencia de conceptos bastante cuestionables: los libros son buenos, por lo tanto, leer es bueno y hace bien.

Estas supuestas propiedades beneficiosas de la lectura son muchas veces una postura que el lector asume como propias, o mejor dicho, como efectos secundarios del acto de leer. Muchos lectores desarrollan una especie de superioridad mística que los sitúa por encima de aquellos que solo han agarrado un libro para emparejar las patas de una mesa. Desde esas alturas miran hacia abajo y, ante la mirada atónita del semianalfabeto, ponderan sobre las hipotéticas virtudes psicológicas y espirituales de la lectura como si se trataran de aspectos utilitarios del ser.

Esta forma de entender la lectura tiene un sabor rancio. Los defensores de la lectura como un valor en sí mismo emplean un discurso similar a los que promueven los beneficios del reciclado, del yoga y de la alimentación sana. Los argumentos son idénticos, así como la agresividad fanática con la que suelen ser expuestos: leer es tan bueno para tu mente como consumir menos carbohidratos lo es para tu cuerpo.

Me temo, queridos amigos, que sencillamente no funciona así. La noción abstracta de leer no asegura un intercambio entre el material de lectura y la persona, del mismo modo en que comer una ensalada verde o reciclar plástico no son factores de superación personal. No obstante, estos individuos operan como si lo fueran; tal es así que para promover los beneficios de la lectura, o del consumo de alimentos saludables, suelen dirigirse al no iniciado como si este viviera en las tinieblas de la ignorancia.

Asignarle al acto de leer un valor intelectual intrínseco, y hasta inevitable, vuelve universal un proceso privado, individual, y que muchas veces tiene que ver con el compromiso. Después de todo, leemos por muchas razones, y no todas son tan obvias o fáciles de distinguir como el placer o la sed de conocimiento. Como el sexo, se puede leer por hábito, por necesidad, por compulsión, por obligación, por evasión.

Hay algo de pensamiento mágico en todo esto. El lector suele recordarnos aquellas tiranías que se regodeaban en la quema de libros, por considerarlos peligrosos, pero eso es solo el otro extremo del mismo arco. El miedo a los libros expresado en generaciones anteriores, y siempre por gente que leía mucho, no es menos supersticioso que la creencia de que la lectura es una actividad taxativamente saludable.

Estamos tan arraigados en suposiciones culturales sobre cómo funcionan las cosas que a veces asumimos una postura por defecto para defenderlas como obedientes autómatas. Si uno afirma, incluso en un foro donde no proliferan los libros, como una marroquinería, que leer te hace mejor persona, no escucharemos una sola refutación; y si de hecho alguien se atreve tímidamente a esbozar una, instintivamente lo percibiremos como una ofensa al sentido común.

Desde aquí —aunque resultaría significativo hacerlo en las catacumbas de un cementerio—, no me propongo decretar la muerte de la lectura, ni siquiera me aventuro a desaconsejarla, sino más bien a cuestionar la exagerada valoración del acto de leer. Estamos rodeados de libros. Tantos que nunca podríamos siquiera empezar a rascar la superficie de los que nos interesan generalmente. Adquirir el hábito de la lectura es bastante fácil; lo que resulta difícil es convertirse en un lector perspicaz, al menos lo suficiente como para saber que leer no necesariamente es placentero, y mucho menos un factor capaz de hacernos mejores.

Desde ya que es mejor vivir en un mundo donde todos piensan que leer te hace mejor persona que en uno donde la lectura sea considerada una distracción, algo que puede tolerarse si se practica con moderación.

En un tiempo se creyó que los libros eran peligrosos, que tenían poderes ocultos, y que la lectura podía liberar fuerzas ocultas, incluso invocar a los muertos. Absurdo, ¿verdad? Las supersticiones sobre la palabra escrita son tan antiguas como la escritura misma, solo que hoy en día se han invertido los términos. En vez de perturbarte, hoy nos dicen que la lectura tiene el poder de salvarte, de hacerte mejor persona.

Desde aquí desconfiamos de estas afirmaciones. Leer no te hace mejor persona, a lo sumo, te hace una persona que lee, y no hay ningún valor intrínseco en eso, salvo que pensemos que los lectores formamos parte de una especie distinta, más elevada, decente y honesta que aquellas que pueden vivir perfectamente, y hasta ser felices, sin navegar entre símbolos y cifrados. Puedo asegurártelo, habiendo leído tanto, siendo tan poco.




Crónicas del profesor Lugano. I Egosofía.


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El artículo: Leer no te hace mejor persona fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Nada


Nada.




Cuando llegué por primera vez no sentí nada. Absolutamente nada. Hubiese sido agradable experimentar algún grado de desilusión, porque eso sería sentir algo. Pero no.

Entonces pensé que no estaba sintiendo nada porque no había nada.

¿Cómo nada?

¿Había llegado primero? ¿Dónde estaba el creador de nada? Porque alguien hizo esta mierda. La nada, por definición, implica el estado preexistente, o posterior, de algo.

Quizás yo era ese algo, esa condición que justifica la nada.

De todos modos, me sentí como el sujeto que llega a la fiesta demasiado temprano, cuando el anfitrión ni siquiera se ha vestido o algo así… Pero, un momento, eso ya era sentir algo. Estaba progresando. No era mucho, hay que admitirlo, pero era algo, y en la nada algo adquiere mucha relevancia.

Si las cosas iban a ser así, el proceso de poblar la nada sería muy enojoso. Un mísero sentimiento de contrariedad, por contraste, pareció significativo al principio, pero la tarea era demasiado ingrata siquiera para considerarla seriamente.

No soy un creador. Nunca lo fui. No tiene ningún sentido fingir lo contrario. En todo caso, soy bueno para moldear cosas, pero tengo que trabajar con algo. Haga el ejercicio de imaginar algo completamente nuevo, que no posea ni siquiera una referencia secundaria a algo que ya existe, y verá que crear, realmente crear, no es para cualquiera.

En fin.

¿Qué otras opciones tenía?

¿Irme de la fiesta antes de que empezara?

¿Habría una fiesta si me iba?

Entonces se me ocurrió pensar que tal vez esa nada que estaba experimentando era un reflejo de mí mismo. Ya sé lo que estás pensando, no puedes ver un reflejo en la nada, salvo que lo que se proyecte también sea nada.

La idea no me alarmó como debería haberlo hecho.

Si la nada era un reflejo de mis propios pensamientos, estos estaban vacíos.

Y no sólo vacíos, no una página en blanco. Algo vacío puede llenarse, una página en blanco puede escribirse, dibujarse, arrojarse a la basura. Si la nada era mi reflejo, yo era nada, jodidamente nada.

Pero, ¿cómo puedo ser nada si estoy pensando todo esto? Definitivamente no soy parte de la nada, ni la nada es parte mío. Puedo pensar, carajo. Eso es algo.

Espera un momento.

Tengo que hacerte un pequeño ajuste.

Estás imaginando el negro cuando hablo de nada, lo cual es perfectamente normal, pero el negro es algo.

El negro es el resultado de la ausencia o de la absorción de la luz visible. El negro rechaza las reglas, pero está haciendo algo. Se niega.

Nada es lo que piensa un cadáver. Nada es lo que ven tus omóplatos.

Por eso dejé de hacerle reclamos a Dios. Debido a la única respuesta que seguía obteniendo.




Egosofía. I Diario Éxtimo.


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EN MAYÚSCULAS


EN MAYÚSCULAS.




—AYUDA, PROFESOR LUGANO.

El desconocido irrumpió en el salón del bar Teufel a la medianoche.

—Tranquilícese, buen hombre —dijo el profesor.

—ESTOY EXTREMADAMENTE TRANQUILO.

En efecto, el tipo parecía tranquilo.

—¿No está usted enojado entonces?

—PARA NADA.

—¿Disgustado? ¿Irritado? ¿Tal vez ligeramente crispado?

—EN ABSOLUTO.

—¿Entonces por qué habla de ese modo?

—NO PUEDO EVITARLO. HABLO EN MAYÚSCULAS. ¿HAY ALGUNA MANERA DE DETENER ESTO?

El profesor Lugano meditó durante unos segundos.

—Estoy seguro de que no es tan grave —dijo—. Aquí, sin ir más lejos, tenemos a un sujeto que solo habla con signos de exclamación.

—¡Es cierto! —dijo un parroquiano desde una mesa contigua—. ¡Ni siquiera puedo hacer preguntas correctamente! ¡Pero uno se acostumbra!

—¿CÓMO LOGRA COMUNICARSE ENTONCES?

—¡Establezca mentalmente la sentencia! ¡Relájese! ¡Mantenga la calma!

—PERO LES DIGO QUE ESTOY TRANQUILO.

—Simplemente encierre sus oraciones entre paréntesis —dijo Masticardi—. Las mayúsculas estarán muy fuera de lugar y desaparecerán por sí solas.

—(¿USTED CREE?) NO, NO FUNCIONA.

—agradezca que puede terminar sus oraciones —intervino el rabino Sosa— algunos de nosotros hemos perdido todo sentido de la puntuación, excepto las comas

—¿Y CUÁL SERÍA EL PROBLEMA CON ESO?

—Bueno —prosiguió Sosa—, esta condición hace imposible hablar otra cosa que no sean oraciones continuas, lo cual, ahora que lo pienso, me hace sonar un poco como esos escritores griegos y romanos que parecían desconocer el punto, sin dudas, algo natural para ellos pero sádico con el lector moderno, más allá de esto, realmente desearía poder detenerme porque cuesta respirar adecuadamente sin usar un solo punto, cuesta mucho, se lo aseguro, es como encajar un vagón detrás de otro, formando un tren interminable, imparable, solo que no hay estaciones, hay que bajarse en medio de un pensamiento y terminar lo que se está diciendo de una manera sonora incompleta o retirarse intempestivamente, esto genera cierto impacto en el interlocutor pero en definitiva

El rabino salió corriendo y se perdió entre las sombras del paredón del Cementerio.

—BIEN, PROFESOR —dijo el hombre, una vez que se suavizó la agitación general—. ¿ESTO SE PUEDE ALIVIAR AL MENOS?

—Supongo que su discurso se ha visto alterado por algún énfasis desconocido. Intente hablar amablemente y es posible que vuelva a la normalidad.

—Tal vez algo de música de flauta ayudaría —dijo Masticardi.

—No funcionó con el doctor Falú.

El doctor Falú se incorporó. Le gustaba asumir una posición elevada cuando hablaba en público.

—¿Tengo un problema similar cuando bebo demasiado? ¿No es exactamente igual que el suyo? ¿Lo mío son los signos de interrogación? ¿No sé cómo arreglarlo? ¿Ciertamente la flauta no ayudó, tampoco las compresas frías?

—Ya le hemos dicho, doctor, que deje de cuestionar sus decisiones de vida y mejorará —dijo Masticardi.

—¿He leído un artículo que decía que hablar con acento uruguayo ayudaba? ¿Lo probé y no funcionó?

—Basta —dijo don Julián, hasta ese momento, abstraído en su ginebra—. ¿Mayúsculas? ¡Bah! Frases. Suerte. Ya no tengo. Acceso completo. Frases. Incompletas.

—ESTO ES RIDÍCULO.

—¡OH, NO! —dijo Masticardi, llevándose ambas manos a la garganta—. ESTO PARECE SER UNA ANOMALÍA MEMÉTICA. ¡ES CONTAGIOSO!

—¿SUSCRIBO? —afirmó el doctor Falú.

—INCIERTO —dijo don Julián—. ESPEREN. SÍ. CONTAGIA. ¿PROFESOR? ¿USTED? ¿TAMBIÉN?

El profesor levantó un dedo, en señal de silencio.

—EN EFECTO, PARECE SER CONTAGIOSO.

—¿MIERDA? —dijo el doctor Falú—. ¿FASCINANTE, SIN DUDAS, PERO TODA UNA CONTRARIEDAD?

—HAY QUE TRATAR EL CASO CERO. ¡RÁPIDO! —dijo el profesor.

Masticardi asintió en silencio.

—¿ESTOY DE ACUERDO? —dijo el doctor Falú, sacando un cuchilló del cinturón.

—Esperen —dijo el desconocido—. ¡Escuchen! ¡Estoy curado!

El desconocido tal vez conocía la destreza del doctor Falú con el cuchillo, lo cierto es que saltó sobre la mesa y ganó la puerta, llevándose por delante al rabino Sosa, que ingresaba de nuevo en el establecimiento.

Lo escuchamos durante un buen rato mientras la voz del descinocido se perdía en la noche.

—querer hacernos creer semejante disparate, por favor —dijo el rabino—, como si fuéramos un grupo de imbéciles, tal es así que uno se siente tentado a rectificar la opinión, por lo general, complaciente, que tiene sobre la juventud, pero casos como este me hacen reflexionar, acaso demasiado tarde, sobre las hipotéticas virtudes de

La voz del rabino se apagó detrás de la puerta del baño.

—¡No sé si coincido con el rabino! —dijo el parroquiano desde la mesa contigua—. ¡Para mí era un trastornado!

—Desquiciado. Sí —dijo don Julián.

—¿Un loco, indudablemente? —dijo el doctor Falú.




Crónicas del profesor Lugano. I Egosofía.


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El artículo: EN MAYÚSCULAS fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

La chica de pelo negro


La chica de pelo negro.




Hay una chica que viene a la librería todos los días. No exagero. Todos los días, a la misma hora, y nunca entra. Bueno, a veces da unos pasos en el interior del local, pero entonces se paraliza, entreabre los labios, apenas, como si murmurara algo, y sale corriendo.

Esta chica tiene el pelo negro. Un dato irrelevante, dirá usted. Para mí, es sobresaliente. Me explico. Trabajo en esta librería desde hace veinte años. ¿Sabe cuántas chicas de pelo negro he visto entrar? Muchas. De hecho, empecé a trabajar aquí siguiendo a una chica de pelo negro.

La vi por primera vez afuera de la librería. No me atreví a abordarla. Hubiese sido descortés, es cierto, pero lo que me preocupaba era lo improductivo de un avance en esas circunstancias, por muy amistoso o casual que fuese. Además, soy un cobarde.

Pero a veces me resulta agradable estar cerca de una mujer atractiva, quiero decir, realmente atractiva, aunque sea para empaparme de su presencia, de su cercanía, de su aroma.

Tal vez estos pensamientos se transfirieron a mi rostro, porque noté que ella me miraba a través del reflejo de la vidriera. Su gesto era de rechazo, pero bien podría haber sido de náusea. No soy lo que se dice competente para interpretar los distintos grados de la desaprobación femenina. Pero creo que advirtió; no, supo, que yo cosechaba argumentos para luego repetirlos mentalmente en un contexto, digamos, de frenética actividad solitaria.

Ella entró en el negocio. Esto no parecía estar en sus planes porque vaciló entre las mesas, dispuestas como un laberinto. La seguí, a una distancia prudente, pero de algún modo se me escapó entre los libros. El librero me interceptó mientras la buscaba debajo de una mesa de usados, y me preguntó si buscaba algún libro en particular. Le dije que no, que buscaba a una chica de pelo negro que acababa de entrar.

El tipo asintió.

Debe ser algún tipo de código de libreros, pensé.

Sin mediar palabra, me entregó las llaves del negocio, y nunca más lo vi.

Refiero esta anécdota con énfasis para dejar en claro que la aparición de una chica de pelo negro suele marcar un momento significativo en mi vida. No sé si me explico. No soy escritor. Soy librero. Bueno, tampoco soy librero. Soy un tipo que quería acostarse con una chica de pelo negro y que terminó trabajando en una librería.

Ahora bien, esta chica de pelo negro (no la que se me escapó, la otra, la que no se anima a entrar) constituye uno de los pocos misterios que he podido descifrar.

Evidentemente padece un de desorden de ansiedad, o ataques de pánico, o algún diagnóstico por el estilo. Su comportamiento, sin embargo, no era impredecible. Había una disposición, un orden, en sus movimientos, que aprendí a comprender poco a poco.

Primero ella se detiene frente a la vidriera. Finge que busca algo con la mirada, algún título, algún autor (la gente suele hacer esto); pero yo sé qué libro le interesa. Está ahí nomás, al alcance de la mano. Solo hay que entrar y tomarlo de la primera mesa de saldos. Así de fácil. Y a veces lo hace, da unos pasos en el interior de la librería, vuelve a fingir que repasa otros títulos, y levanta el libro que realmente busca, pero entonces sobreviene la parálisis, los labios que se entreabren y que parecen murmurar algo, y sale corriendo.

Créame que hice de todo para que la chica de pelo negro se lleve el bendito libro y salir de este bucle que, paradójicamente, resulta ser el momento más interesante de mi día. Inicialmente lo coloqué cerca de la caja, donde el clima es más discreto, pero me pareció que el esfuerzo de llegar hasta ahí era demasiado para ella. Soy una persona humanitaria, de modo tal que fui colocando el libro cada vez más cerca de la entrada, para no hacerla sufrir. Lo dejaría en la vereda si estuviésemos en uno de esos países donde uno deja un libro en la vereda y nadie se lo roba. Dicen que en el Uruguay es así.

También puse en práctica otras estrategias. En una ocasión, calculando con precisión el advenimiento de la parálisis, un segundo antes, le dije:

—Llevátelo, es gratis.

Esto pareció alarmarla todavía más. Su nerviosismo se transformó en pánico. Gritó: un gritito agudo, sobrio, casi precario. Del susto desparramó algunos libros en el suelo. Un cliente amagó ayudarla a levantarlos. Ella gritó de nuevo. El tipo volvió a lo suyo. Ella se retiró con lágrimas en los ojos.

En otra ocasión la esperé, y justo cuando ella estaba por dar esos dos o tres pasos vacilantes en el interior del negocio, la intercepté. Nos encontramos cara a cara.

Procedí con la mayor sutileza.

—Bien —dije sin mirarla—, es momento de tirar este libro en el tacho de la basura que está en la esquina de Olleros y Rossetti.

Llevaba el libro en alto, sujetándolo con las dos manos, como un cura que levanta el cáliz en el apogeo de la misa.

Ella se precipitó a la calle, en la dirección opuesta a la esquina de Olleros y Rossetti.

En este punto consideré que lo mejor sería ponerme en su lugar, pensar como ella. Y lo hice, me situé frente a la vidriera de la librería y fingí que buscaba algo.

A través del vidrio identifiqué rápidamente la portada con el título que buscaba. Siguiendo ese rastro, mis ojos se abrieron paso a través de la librería, más allá de la robusta mesa de best-sellers que no he leído. Sentí que los libros me miraban desde los anaqueles. Trataban de intimidarme.

Y así atravesé las defensas exteriores, pero entonces fui atacado por una infantería de libros en las mesas de saldo; libros que seguramente leería si tuviera tiempo. Desafortunadamente, mis días están contados. Con una maniobra calculada, di unos pasos más, apartándome de las columnas de libros que me gustaría leer, si no hubiese otros que debería leer primero. Evité mirar de frente los libros que son demasiado caros para mí, libros que probablemente compraría si estuvieran en rústica, libros que podría pedir prestados a alguien, libros que podría robar, probablemente a la persona que me los preste. Con serenidad ignoré los libros que todos han leído, como si yo también los hubiese leído.

Entonces me paralicé.

Empecé a temblar.

Creo que mis labios se entreabrieron, como si murmurara algo.

Estaba a punto de salir corriendo cuando escuché un ruido extraño. Ratas, pensé. A las ratas les encantan los libros. Llevan años masticando el Ulises.

Interrumpí el ejercicio de empatía para identificar el origen del ruido. Mi oído, por otra parte, agudísimo, me llevó hasta una mesa de usados. Algo rascaba desesperadamente ahí abajo. Me agaché, y vi a un tipo en cuatro patas.

—¿Busca algún libro en particular? —pregunté.

—No —respondió—. Busco a una chica de pelo negro que acaba de entrar.

Asentí en silencio.

Sin mediar palabra, le entregué las llaves del negocio, y nunca más lo vi.




Egosofía. I Diario Éxtimo.


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El cuento: La chica de pelo negro fue escrito por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

¿Por qué seguimos viendo malas películas de terror?


¿Por qué seguimos viendo malas películas de terror?




El título es abarcativo, pretencioso, y no responde con exactitud a las intenciones de este artículo. En realidad debería titularse: ¿Por qué sigo viendo malas películas de terror? Pero, ¿a quién podría interesarle la opinión tendenciosa de un consumidor del género? Es mejor estirar los brazos y arrastrar hacia el fango a todos los incautos que anden por ahí.

Tampoco es recomendable caer en el dramatismo. Pocas cosas son tan detestables como la crítica irónica. No solo coloca al crítico en una supuesta posición de superioridad con respecto al objeto de su crítica, sino que además resultan soporíferas. Por eso, aclaro: me gustan las malas películas de terror, y sé porqué las miro. Quizás puedas seguirme en esto.

Dicho esto, prosigo.

La certeza de que estamos frente a una mala película de terror se produce incluso antes de comenzar a verla, y ciertamente no se modifica durante su transcurso. La primera señal es el afiche. El ojo entrenado del fanático del género puede detectar fácilmente la presencia de un bodrio, pero ni siquiera eso logra disuadirlo. Avanza, de todos modos, a veces a regañadientes, otras en pleno conocimiento de que la experiencia que se avecina no será satisfactoria (ver: ¿El Horror se está volviendo obsoleto?).

A veces uno traspasa el umbral del afiche, y la señal de alarma se produce en los títulos. Sí, incluso la fuente de los títulos puede brindarnos información significativa sobre la calidad de una película.

Pero nada de todo esto realmente le importa al fanático del cine de terror; del mismo modo en que un par de telarañas colgando de antiquísimas estalacticas no disuaden al espeleólogo apasionado. ¿Acaso meterse en una cueva oscura, húmeda, saturada de excrementos de murciélago, debería ser una experiencia placentera? Probablemente no.

El fanático del terror es diferente al fanático de cualquier otro género. El objeto de su deseo no es una experiencia gratificante. De hecho, no ansía el placer, sino la inquietud, la incomodidad, el desagrado, y rara vez los consigue integralmente; es decir, rara vez se encuentra frente a una película capaz de proveerle estos ingredientes en la medida de su voraz apetito (ver: La atracción por lo Macabro en la ficción).

El fanático del género es —somos, presumo, si todavía estás aquí— algo así como un arqueólogo. Sí, como un arqueólogo. No del estilo de Indiana Jones, Allan Quatermain, y esos sujetos que buscan un gran tesoro antediluviano y se quedan con la chica linda al final —muchas veces es la única chica—; sino más bien como el padre Merrin en aquella excavación en Irak en El exorcista, comiendo tierra la mayor parte del tiempo, asándose bajo el sol, y finalmente encontrando una pequeña escultura de Pazuzu que, eventualmente, lo conducirá a su muerte (ver: Pazuzu: el demonio de «El Exorcista», quizá no era el malo de la película). Por cierto, una muerte sin apelaciones, sin dramáticos violines de fondo, una muerte que ni siquiera se nos permite ver, y que tal vez por eso sea gloriosa (ver: Cómo funciona el Horror, y por qué pocos autores saben utilizarlo).

Somos Arqueólogos. Y nos hemos vuelto muy eficientes con el tiempo.

Sentarse a ver una película de terror, presumiblemente mala, es como iniciar una modesta excavación arqueológica. El objetivo no es el Arca de la Alianza, el Anillo Único, ni siquiera una joya valiosa. El objetivo apenas brilla, apenas se distingue de la tierra que lo recubre. Es un detalle, un motivo, un recurso, una escena, una imagen, un algo singular.

Algo parecido me sucede con los relatos de terror de los años '20 y '30 que vengo traduciendo para El Espejo Gótico en los últimos meses. ¿Algunos de esos relatos son malos? Sí. ¿Algunos de esos relatos son muy malos? Sí; pero todos tienen algo que lo distingue, algo singular, único, algo que no vas a encontrar en ninguna otra parte. Eso los vuelve un tesoro para el Arqueólogo.

¿Qué importa si el viaje es incómodo? ¿Qué importa si, en el proceso de excavación, hay que tolerar toda clase de lugares comunes, clichés, cosas que ya vimos con anterioridad? ¿Acaso el Arqueólogo abandona su misión porque ya ha visto demasiada tierra?

El cine de terror es ingrato con sus fanáticos. Abusa, en cierta medida, de la pasión del Arqueólogo, y muchas veces ni siquiera le permite rescatar una mísera punta de sílex que justifique la excavación. La película termina y nos vamos del cine —o del sitio de películas pirateadas— con las manos vacías. ¿Eso logra persuadir al Arqueólogo de que su tarea es vana? ¡Jamás! Toda experiencia decepcionante solo termina redoblando su convicción.

Claro que esto solo es entendible para aquellos que comparten nuestra afición por las malas películas de terror. Para otros, tal afinidad constituye un sentido del arte totalmente degradado. ¿Nos importa? En absoluto. De hecho, reproches de este calibre bien podrían ser tomados como síntomas de una personalidad frívola.

Siempre me alarman un poco las declaraciones del estilo: ¡no me gustan las películas de terror! Amigo, el horror es un lenguaje para abordar algunas de las grandes preocupaciones de la vida, y además uno de los lenguajes más eficientes para entablar esa conversación (ver: Las propiedades terapéuticas del Horror). El mismo grado de desconfianza me inspiran las personas que afirman, sin temor al ridículo, que no les gusta la pizza.

Me gustan las malas películas de terror, a pesar de que sé perfectamente que son malas películas. Me gusta excavar en esa mierda, llenarme de tierra debajo de las uñas, y recatar algo que valga la pena, algo que me haga pensar en mis propios miedos. Más no se le puede pedir al cine; menos, tampoco.

No me refiero aquí a una especie de fanatismo masquista por las malas películas de terror. El hecho de que sean malas no es el punto. De hecho, durante el transcurso de la excavación uno se plantea muchas dudas. ¿Es esto lo que quiero para mi vida? ¿Estar aquí, con barro hasta las rodillas, viendo mujeres gritando después de bajar a un sótano al que nadie en su sano juicio consideraría bajar en primer lugar? Después de todo, podría estar haciendo cosas más productivas. Durmiendo, por ejemplo. Pero no, acá estoy, más tarde de lo que debería para poder funcionar con relativa normalidad al día siguiente, viendo otra mala película de terror.

Ah, pero el Arqueólogo nunca manifiesta abiertamente estas dudas, y menos ante un cónyuge que nos lleva dos horas de sueño de ventaja, como mínimo, cuando a la mañana siguiente nos interroga:

—¿Y? ¿Qué tal la película de anoche?

El Arqueólogo no puede explicar estos misterios al no iniciado. No porque carezca de los recursos retóricos para hacerlo. Sabe que el otro no entenderá, de modo tal que responde:

—Malísima.

En este punto somos objeto de toda clase de consideraciones maliciosas.

—No entiendo cómo perdés el tiempo con esas películas de mierda.

Estoico, el Arqueólogo no responde agresiones de esta índole. Después de todo, vienen de alguien que mira Grey's Anatomy y que puede dejar los episodios más escatológicos de Home and Health como música ambiental. En cambio, el Arqueólogo bebe su café, tal vez desea inyectárselo, pero no responde. Sabe perfectamente que ha invertido valiosas horas de sueño en una mala película de terror, y también que ha añadido una diminuta piedra preciosa, casi indistinguible del excremento de conejo, a su vasta colección.




Taller gótico. I Cine gótico.


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El artículo: ¿Por qué seguimos viendo malas películas de terror? fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

El olor de los libros de la tía Ernestina


El olor de los libros de la tía Ernestina.




Las novelas de terror editadas en los años '70 tienen un olor particular. Algunos huelen a pulpa de madera podrida, a cartón húmedo, con un dejo ácido, superficial, que hace que se te seque la lengua y que probablemente haga que tengas que secarte los ojos antes de la página cinco (ver: El secreto del olor de los libros viejos).

Pero los libros de mi tía Ernestina tenían un olor singular debajo de esos olores. Una fragancia subyacente, profunda, densa. No podría definirla exactamente, pero hoy la recuerdo como una mezcla de olor a piel bronceada, té (mucho, en cantidades industriales), y quizás un toque de esmalte de uñas.

Ernestina andaría por los cuarenta años a finales de los ’80. Muy bien llevados, probablemente porque era soltera, y en ese entonces las presiones sin dudas eran considerables. A Ernestina no parecía importarle demasiado, pero siempre estaba arreglada. Exageradamente, según mi madre.

Los sábados a la tarde nos cuidaba en su casa, a mi y a mi hermana. Nos dejaba jugar en el patio sin demasiados condicionamientos mientras hiciéramos silencio a la hora de la siesta. Pero, ¿cuánto puede un chico de doce años jugar con su hermana menor antes de buscar otros intereses más ambiciosos?

La biblioteca de Ernestina era el mío.

No era exactamente una biblioteca, sino más bien un mueble enorme, repleto de portarretratos, botellas cubiertas de polvo, recuerdos de viajes, y una buena cantidad de libros apilados sin un orden aparente.

La mayoría de estos libros tenían títulos sugestivos, pero el arte de tapa me hacía sentir que su lectura conformaba algún tipo de delito. Los hombres en esas ilustraciones siempre parecían estar al acecho. Las mujeres, escapando de algo.

El olor de esos libros era intoxicante. Sin haber leído ni uno solo, hasta entonces, podría haber reconocido cada uno de los libros de la tía Ernestina por su olor.

Cuando visitábamos a la tía con mis padres, algo que no ocurría regularmente, notaba cierta incomodidad en presencia de aquellos libros. Mi padre siempre les daba la espalda, aunque solía arrojarse vorazmente sobre cualquier biblioteca desconocida. ¿Acaso los había leído ya? No lo sé. ¿Quién sabe lo que realmente leen los padres? Mi madre, en cambio, a veces se llevaba una de estas novelas clandestinamente. La tía Ernestina la deslizaba cuidadosamente en la cartera de mi madre mientras mi padre estaba distraído.

Un sábado, mientras la tía Ernestina dormía la siesta, decidí aventurarme en uno de sus libros. Tomé uno al azar: El ente (The Entity), de Frank De Felitta. Trataba sobre una mujer cuya casa es invadida por una entidad sobrenatural que la obliga a tener relaciones, o que la golpea salvajemente (a menudo en ese orden), dependiendo de su estado de ánimo (ver: Encuentros calientes con fantasmas y espíritus).

Aun entonces advertí que era una buena idea pobremente ejecutada, pero esa lectura —y el olor, ¡Dios! ¡El olor de ese libro!— me hicieron abandonar definitivamente los juegos en el patio. Cuando la tía dormía la siesta, yo leía.

Recuerdo haber leído auténticos esperpentos como Sátiro (Satyr), de Linda C. Gray; Íncubo (Incubus), de Ray Russell; y el que más me impresionó de todos: El visitante nocturno (The Night Visitor), de Laura Wylie.

Entonces, mientras la tía dormía (cada tanto me asomaba a su habitación para verificarlo) leí la historia de Nina y Martin Gerard, una pareja que se muda desde Italia a un edificio de Nueva York donde viven dos lesbianas, Elva y Tracy, aficionadas al tablero ouija, donde además el doctor Kaufman realiza observaciones científicas sobre las prácticas onanistas de su hija, Helga, y donde Halley y Vince, una pareja de idiotas, disfrutan encamándose en todos los espacios públicos del edificio.

Sabemos todo esto porque hay una entidad en el edificio, un Íncubo, que observa de cerca a todos los inquilinos. Cuando las lesbianas tienen una sesión de espiritismo, él aparece y hace que Helga irrumpa en el departamento y se toque frenéticamente delante de ellas. Además, influye en un artista mediocre, Steven, para que pinte verdaderas abominaciones, no tan escandalosas como los arrebatos del doctor Kaufman, que pasa de estudiar a su hija a convertirse en un completo degenerado con ella. Por suerte, esas actividades son descubiertas por la esposa del doctor, quien le destroza el cráneo con una pequeña estatua.

En medio de este caos aparece un sujeto llamado Isaaic, que es un antropólogo retirado pero que en realidad bien podría ser considerado un incubólogo, ya que parece saberlo todo sobre este tipo de entidades. Es él quien resuelve el motivo del comportamiento extraño, cuando no directamente delictivo, de los inquilinos del edificio.

Parece que, mientras estaban en Italia, los Girard tuvieron un pequeño altercado con su vecina, una condesa, quien desencadenó la sexualidad de la señora Girard a través de un objeto mágico y, de paso, mantuvo encuentros ilícitos con su esposo. Esta condesa, lo sabemos al final, es en realidad un demonio, un íncubo (raro, porque los demonios femeninos suelen ser súcubos), con más de un milenio de experiencia seduciendo a personas incautas y llevándolas a cometer toda clase de atrocidades.

Finalmente, Isaaic derrota a este espíritu diabólico arrojando al río aquel objeto mágico, que la condesa entregó a la señora Girard en Italia, mientras tiene una gran erección.

Todas estas cosas leí, y de algún modo cambiaron mi forma de ver a la tía Ernestina. Cuando vacié su biblioteca, cuando terminé de leer cada una de sus novelas amarillentas, cuando fui capaz de reconocer cada título por su olor, empecé a aventurarme cada vez más en su habitación mientras dormía la siesta.

Me gustaba sentarme en un rincón y mirarla, y a veces algo más que eso. Por pudor, o tal vez por una sutil comprensión de la imaginación de un muchacho, creo que ella simulaba que dormía. Había algo hipnótico en su forma de girar sobre las sábanas, de destaparse, de permitirme ver, en la penumbra, ese delicado juego de intermitencias (ver: La sutil atracción de las intermitencias).

En ese entonces ni siquiera sospechaba una posible simulación. Creo que la imaginaba soñando algunos de esos argumentos truculentos, quizás con aquellas lesbianas que conversaban abiertamente sobre la diversidad de género mientras mantenían sesiones de espiritismo juntas, cuando no estaban participando de algún exorcismo multiétnico que, lamentablemente, las terminó curando de su desviación.

Me gustaba sentarme, decía, y mirar a la tía Ernestina mientras dormía la siesta; y desde entonces, creo, comencé a prestarle más atención en otras situaciones. Me gustaba verla charlando con mis padres sobre asuntos banales, como la política o la situación económica del país, sabiendo lo que ella también sabía, habiendo leído lo que ella había leído.

Ernestina murió unos diez años después. Todavía joven, todavía atractiva. Me quedé con sus libros. Ya tenía edad suficiente como para que nadie lo objetara.

Todavía los conservo, alrededor de treinta libros en un estado calamitoso. Los mantengo lejos de la biblioteca, en una caja bien cerrada. De vez en cuando, algunos sábados especialmente melancólicos, la abro con la excusa de limpiarlos. Entonces los huelo, no mucho, solo apenas, lo suficiente como para encontrar aquel estado emocional, el contorno de aquellos sábados a la tarde. Me gustar recorrer esas páginas amarillentas y luego sentarme a escribir con el olor de la tía Ernestina impregnado en los dedos.




Diario Éxtimo. I Taller Gótico.


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Cuando no sabés exactamente qué sentis, pero sí que sentís algo


Cuando no sabés exactamente qué sentis, pero sí que sentís algo.




Seguramente a todos nos ha ocurrido alguna vez: sentimos algo pero no podemos definir exactamente qué. Existe una palabra para esa sensación, un tanto inquietante, de que los sentimientos nos evaden, que no pueden expresarse, y ni siquiera interpretarse correctamente: Alexitimia.

La palabra Alexitimia está formada a partir del prefijo griego α, «no»; λέξις (lexis), «palabra» —la cual proviene de λέγω, «leer»—; y θυμός, «emoción». En definitiva, Alexitimia significa «incapacidad para interpretar los sentimientos».

No se trata aquí de esas palabras que se quedan en la punta de la lengua, ni una incapacidad para entender los sentimientos de los demás, sino los propios, lo cual resulta sumamente interesante de analizar.

Todos padecemos algún grado de Alexitimia, al menos circunstancialmente.

La versión más frecuente es aquella que involucra a personas que tienen cierta dificultad para expresar sus sentimientos y emociones, de manera tal que deben recurrir a la única dimensión expresiva que les queda: la acción.

En un grado más severo, y consistente a lo largo del tiempo, la Alexitimia se transforma en un obstáculo de la función simbólica; es decir, imposibilita por completo traducir los sentimientos y emociones en palabras, precisamente porque resulta imposible interpretar exactamente qué sentimos.

Si bien la Alexitimia es un trastorno concreto, y bastante extendido, todos podemos relacionarnos en algún grado con su definición. Hay momentos en los que no solo somos incapaces de expresar lo que sentimos, sino de interpretar nuestro estado emocional, a menudo dejando en un estado de perplejidad, cuando no de absoluto estupor, a nuestro ocasional interlocutor.

Algunos, hay que denunciarlo, recurren a la excusa vil de la Alexitimia para no proporcionar información acerca de sus sentimientos.

—¿Qué sentís por mí, Julia?

—No sé.

Variantes más o menos eficaces del mismo recurso pueden ser fácilmente imaginadas por el lector.

Es importante aclarar que Julia, en nuestro ejemplo, es perfectamente capaz de sentir emociones, de aceptación o de rechazo, y un amplio abanico de opciones en el medio, pero el área de su cerebro que se encarga del reconocimiento de esas emociones, y de su traducción al lenguaje, está obturada.

En lo personal, junto al profesor Lugano, hemos estudiado algunos casos fascinantes de Alexitimia. El más extraño es el de Alberto Rivarola (nombre lo suficientemente genérico como preservar su identidad).

Rivarola podía sentir emociones, y vaya que podía. El problema, en todo caso, consistía en una incapacidad para sintonizar correctamente la intensidad de sus sentimientos en función de la situación en la que se encontraba. Por ejemplo, podía experimentar culpa, en un grado sumamente moderado, cuando engañaba a su mujer, pero se sumía en un llanto desgarrador cuando su equipo desperdiciaba un lateral en ataque.

El espectro de la Alexitimia es tan amplio como generoso, de manera tal que incluimos a Rivarola dentro de su contexto. El lector seguramente puede pensar en algunas experiencias personales con sujetos que manifiestan una reacción demasiado intensa, o demasiado débil, en circunstancias que demandan exactamente lo contrario.

Rivarola aprendió a convivir con su condición. Periódicamente realizaba pequeños ajustes para que su esposa no lograra interpretar con precisión su estado emocional. Como era de esperar, fue descubierto en uno de sus lances. Al parecer, el lapsus linguae no estaba excluido de su cuadro.

Otro caso interesante es el de Mariela G*, que bien podía sentir una compleja diversidad de emociones, pero solo lograba expresarlas físicamente.

La dimensión mental le estaba prohibida. No podía procesar lo que sentía, ni siquiera jerarquizar sus emociones, razón por la cual abordaba esa compleja diversidad de sentimientos por intermedio de su cuerpo.

Cuando algo le disgustaba, reaccionaba violentamente; cuando algo le agradaba, reaccionaba más violentamente todavía. Necesitamos varios meses para categorizar ese conjunto de estallidos y establecer una especie de código para identificarlos.

Finalmente conseguimos que Mariela adquiera la habilidad de etiquetar sus emociones para poder interpretarlas y, posteriormente, comunicarlas sin la intervención del pugilismo. Hoy en día es una mujer sociable, reflexiva, que se dedica a la astrología.

Casos menos extremos de Alexitimia pueden encontrarse en cualquier parte. Sin ir más lejos, en el espejo.

La pobreza de sentimientos no existe. Lo que existe es la falta de recursos para entender los estados afectivos y poder procesarlos. Todos, en mayor o menor medida, hemos atravesado algún momento así, alguna noche, quizás, donde no podíamos resolver si odiábamos profundamente a alguien o estábamos enamorados de ella.

Algunos, de hecho, pasan toda la vida tratando de resolver ese dilema.




El lado oscuro de la psicología. I Filología.


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Las nuevas tecnologías en la mecánica del Horror


Las nuevas tecnologías en la mecánica del Horror.




Una creencia extendida en numerosos artículos de El Espejo Gótico consiste en que el Horror, en su forma más pura, tiene un propósito crítico. Las grandes novelas y relatos de terror son algo así como un lenguaje codificado que documenta los miedos, inquietudes y ansiedades colectivas de nuestra sociedad en una época determinada.

En este sentido, el valor de una pieza de ficción, en este caso, dentro del género del Horror, no solo tiene que ver con el entretenimiento. El Horror es terapéutico. Extrae los miedos que subyacen en la oscuridad del inconsciente (individual y colectivo) y los examina bajo una perspectiva completamente distinta.

Después de la Segunda Guerra Mundial, y durante toda la década de 1950, el miedo a la exterminio nuclear formó parte del Horror de aquellos años, con historias acerca de espantosas mutaciones y desviaciones orgánicas. La ciencia ficción, a su modo, tradujo esa misma ansiedad atómica pero direccionándola hacia la subversión comunista, donde odiosos invasores extraterrestres, de filosofía más bien marxista, buscaban cambiar radicalmente nuestro estilo de vida, basado en el consumo indiscriminado y en el agotamiento de los recursos naturales (ver: El Marxismo en el Horror: los pobres siempre mueren primero).

Durante las décadas de 1960 y 1970, las primeras preocupaciones serias acerca de la contaminación ambiental se reflejaron en el Horror en muchas obras donde el motivo principal es la Naturaleza cobrando venganza de la humanidad (ver: El cambio climático en la ficción). En ésta época, la Naturaleza, claramente disgustada con nuestros medios de producción, se puso en marcha: hormigas, abejas, serpientes, pájaros, ratas, tiburones, por no hablar directamente de árboles (ver: Horror Botánico: ¡el brócoli dominará el mundo!), poblaron el Horror de aquellos años.

Antes de todo eso, en las décadas de 1920 y 1930, el Horror apuntó su mirada sobre el inminente desastre económico global, la Gran Depresión, y la consecuente pérdida de la posición social. Además, la posibilidad de una guerra inminente en Europa y las nuevas oleadas inmigratorias generaron el caldo de cultivo ideal para el relato pulp, y sujetos como H.P. Lovecraft.

Lovecraft es ampliamente conocido por su racismo y su misoginia (ver: Feminismo y misoginia en H.P. Lovecraft), o, según sus exégetas más encumbrados, por su preocupación por las diferencias raciales, étnicas y de género. Relatos como La llamada de Cthulhu (The Call of Cthulhu) poseen un fuerte componente de desconfianza por todos los pueblos no blancos. De hecho, para Lovecraft, y otros grandes autores de su generación, como Robert E. Howard, el mestizaje era la síntesis perfecta del horror supremo.

No mencionamos esto en términos críticos. Lovecraft y otros autores del período simplemente eran hijos de su tiempo, y las ansiedades y miedos de esa época, como las de todas las épocas, siempre encuentran la forma de introducirse en la ficción. En este caso, hay que admitirlo, esa introducción no fue precisamente subrepticia.

En la década de 1980, los zombies representaban algo así como el miedo a la pérdida de la individualidad. Uno podía convertirse fácilmente en un engranaje más de una maquinaria productiva brutal, desalmada, y sin ningún interés por la preservación de la diversidad. En los '90, los mismos zombies, y quizás también los vampiros y los hombres lobo, parecen haber transformado sus intenciones para expresar una obsesión por la enfermedad y el contagio.

Ahora bien, si el Horror expresa los temores de una época determinada, ¿cuáles son nuestros miedos actuales?

Quizás sea demasiado prematuro efectuar un diagnóstico de nuestros miedos actuales, tanto aquellos que se expresan abiertamente como los que se encuentran reprimidos, por lo general, los más interesantes. En todo caso, resulta más apropiado hablar de ansiedades emergentes, ya que nuestra perspectiva, inmersa en esta época, es inadecuada para elaborar un análisis concluyente.

Sin lugar a dudas, una de las principales preocupaciones del Horror actual es el impacto de las nuevas tecnologías. No es necesario poseer un gran poder de observación para notar que estas tecnologías ya han influido poderosamente en la forma en la que interactuamos.

¿Acaso la invención de la radio produjo, en su época, una ansiedad semejante? No en la misma medida, probablemente porque en aquel entonces el progreso carecía de una mirada crítica. Hoy sabemos que no todos los avances que se producen mejoran nuestra calidad de vida. De hecho, las nuevas tecnologías han cambiado radicalmente la manera en que respondemos a las formas tradicionales de comunicación, como el lenguaje, pero todavía no podemos siquiera concebir el alcance, y las consecuencias, de esos cambios.

En El Espejo Gótico no somos afines a la tecnofobia, y tampoco a la ficción que busca exagerar ciertos atributos de la tecnología, o su vertiginosa difusión, para mostrarnos una realidad futura en donde todos básicamente vivimos inmersos en una red social. El Horror, además de ser crítico, es terapéutico, y eso no quiere decir que deba proporcionar respuestas. Su obligación es formular grandes preguntas.

La idea de que la tecnología, eventualmente, nos hará perder la capacidad de recordar, o de concentrarnos, debido a una dependencia excesiva, adictiva, a los dispositivos móviles, no aterra demasiado. Después de todo, aquellos que caen en esas tendencias tampoco se caracterizaban por pensar demasiado antes de eso.

Pero, ¿qué tal si el capitalismo más ambicioso lograra dominar todos los medios de producción, todos los medios de comunicación, y de ese modo gestionar la opinión pública tendenciosamente? ¿Es posible manejar a las personas al administrar las noticias que consumen?

Bueno, eso es algo que ocurre desde siempre, quizás no con tanta eficacia como ahora, pero desde Aldous Huxley para acá hay ejemplos brillantes en la ficción respecto de esa realidad.

Quizás las ansiedades y miedos actuales sean una síntesis de todo eso. Quizás lo inquietante de nuestra época sea el paulatino deterioro de la membrana, cada vez más delgada, que separa a la tecnología del sistema nervioso humano. No hablamos de organismos integrados en la tecnología (otro cliché de la ciencia ficción) si no más bien de humanos incapaces de funcionar como tales sin la tecnología.

Esa incapacidad, en todo caso, se manifiesta de forma ambigua, porque es difícil reconocer los síntomas en uno mismo. Todos nos preocupamos por nuestra privacidad, sin embargo, la entregamos sin remordimiento a cambio de prestaciones dudosas en aplicaciones y redes sociales que, supuestamente, nos conectan con otras personas, que nos hacen la vida más fácil.

Entre esas facilidades podríamos mencionar las maravillas del teclado predictivo. Práctico, ¿verdad? ¿Y qué tal si un teléfono fuese lo suficientemente inteligente como para predecir algo más que unas palabras? ¿Qué tal si pudiese anticipar los deseos de sus usuarios, incluido lo que estos quieren decir, y cómo decirlo?

Ciertamente el uso prolongado de este tipo de tecnología tendría efectos secundarios negativos sobre el funcionamiento cognitivo del usuario. Uno comenzaría a estandarizar una especie de síntesis del lenguaje, a reducir sus recursos verbales en favor de una comunicación más fluida y rápida. Esto posiblemente alarmaría a los lexicógrafos, pero no a muchos más. Eventualmente, después de una o dos generaciones, habría una interrupción en la capacidad de comprender y de utilizar el lenguaje con cierto grado de riqueza. ¿Para qué? Si los dispositivos lo harían por nosotros.

—¡Pero la tecnología es revolucionaria porque nos iguala! —podría decir alguien, tal vez golpeando la mesa—. Todos, independientemente de nuestra formación, de nuestro estatus social, de nuestras creencias, utilizamos la misma tecnología, y eso indudablemente es un aspecto revolucionario de nuestro tiempo.

Ciertamente.

Que yo haya tenido el mismo modelo de teléfono celular que Umberto Eco (siempre es bueno citar a un autor neutral, preferentemente muerto, en estos artículos) no creo sea algo que me iguale con él. En todo caso, ambos también tenemos un inodoro en casa (él, tenía), y hasta me atrevo a decir que lo usamos con cierta regularidad.

Que no se nos malinterprete. No estamos diciendo que Tolkien escribió El Señor de los Anillos porque no tenía Instagram, o porque no lo conoció. Pero, sin dudas, escribir El Señor de los Anillos solo fue posible para alguien que no tenía Instagram. Las pruebas así lo demuestran.

La cuestión de la perspectiva es fundamental para comprender el fenómeno. Yo soy un hombre que ya ha cruzado la frontera de los 40 años, de modo tal que pertenezco a una generación en la que nuestras madres nos advertían, generalmente en términos enérgicos, que no nos acercáramos demasiado a la pantalla del televisor. Hoy en día, la realidad virtual consiste básicamente en pegarse a una pantalla. Eso demuestra que existe una diferencia intergeneracional de perspectiva. Hay cosas que simplemente no hago porque no me interesan, pero que acaso sean condiciones ineludibles de asimilar para los más jóvenes.

Para un hombre de mi edad es relativamente fácil ver cómo las generaciones más jóvenes asimilan la tecnología sin cuestionarse demasiado el tema. Quizás haya leído demasiadas obras que desconfían de los avances tecnológicos, que formulan inquietantes predicciones sobre su uso irracional. Es probable, pero yo también soy un preso de mi propia perspectiva, de mis prejuicios, y a través de ese tamiz observo cierta confusión, cierta distracción, cierta incompetencia en el uso del lenguaje, y en consecuencia en el entendimiento de los sentimientos que ese mismo lenguaje fue forjado para expresar.

También es sencillo defender hábilmente el uso de las nuevas tecnologías y las redes sociales como herramientas para crear lazos, construir conexiones sociales, vínculos duraderos que fortalecen verdaderas comunidades de personas que no necesariamente comparten una misma geografía. Pero, ¿qué ocurre con la persona que está sentada al otro lado de la mesa? ¿Cómo afectan los dispositivos tecnológicos a esa relación?

Desde El Espejo Gótico no estamos en condiciones de dar una opinión al respecto. Tampoco nos gusta realizar correspondencias genéricas a partir de míseras experiencias personales. El Horror, decíamos, es terapéutico porque consiste en hacerse preguntas, y eso es lo que nos proponemos hacer, constantemente.




Taller literario. I Universo pulp.


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Toda materia es sensible: nosotros también somos IA


Toda materia es sensible: nosotros también somos IA.




La Ficción es una fuente inagotable de reflexiones filosóficas y metafísicas acerca del origen y la naturaleza de la Vida.

Podemos pensar, por ejemplo, en los Robots de la ciencia ficción, y preguntarnos, como casi todos los autores que abordaron el tema: ¿qué es lo que nos hace humanos? En este punto podemos intentar encontrar una respuesta, o darnos cuenta de que la pregunta es completamente superficial.

Hay que escarbar más, mucho más, para descubrir la verdadera pregunta que deberíamos hacernos.

La palabra Robot está devaluada. Mucha agua (y aceite) ha corrido debajo de ese concepto. Interesa menos qué es un robot, qué podría ser, que la posibilidad de que nuestro parentesco con estos seres mecánicos, y no tanto, sea más cercana de lo que suponemos.

Hace exactamente cien años, en 1920, Karel Čapek acuñó la palabra robot en el relato: R.U.R. (Rossum's Universal Robots), pero el concepto es arquetípico; y forma parte del folclore y de la mitología desde hace miles de años. Incluso si tomamos los mitos bíblicos podemos encontrar en la creación de Adán el esquema por defecto de la creación de todos los seres vivos, sintientes, e inteligentes, a partir de materia inerte.

En este contexto, los robots son un subconjunto dentro de una categoría más general. El propio Adán fue hecho a partir de materia inanimada —polvo—, y, según la crónica, hecho a imagen y semejanza de su Creador. Como sus descendientes, nosotros somos el último eslabón de una larga secuencia de mejoras y actualizaciones.

Nuestra inteligencia también es IA.

Si algo caracteriza a los robots, y a los humanos, es que ambos estamos fuera de control desde que fuimos creados.

Las mejoras técnicas que fuimos produciendo funcionan como una IA que continuamente trata de mejorarse a sí misma. La ficción, quizás, es una válvula de escape para las inquietudes y preocupaciones que surgen con cada salto tecnoevolutivo, y tal vez como modelo para evaluar sus consecuencias.

Por ejemplo, cuando logramos dominar la electricidad, aparece un tal Victor Frankenstein, quien transforma su sensato laboratorio en una mezcla de irracional matadero y sala de disección; porque cuando la IA participa en la fabricación de sus nuevos modelos, el proceso activa una especie de sesgo subyacente, o bug, que parece formar parte de nuestro software: la arrogancia (ver: Historia de las computadoras en la ciencia ficción).

Los robots se vuelven algo frecuente en la ficción de finales del siglo XIX. Nuestra IA, indudablemente, se encontraba sobreestimulada por la expansión de la sociedad industrializada. Entonces ocurre una nueva actualización en nuestra forma de pensar: a comienzos del siglo XX, los Robots, como dispositivo literario (antes de convertirse en un cliché de la ciencia ficción), tienen cada vez menos carne y más componentes mecánicos, hasta llegar al concepto que más o menos reconocemos hoy en día.

Es decir que cambian las formas externas, el diseño exterior, digamos, pero la idea que subyace es preindustrial, y probablemente eterna. Si fuimos hechos a imagen y semejanza del Creador, es comprensible que nuestra propia naturaleza sea creativa, que busquemos la forma de continuar ese ciclo para que nuestra propia IA haga lo único que sabe hacer: emular lo divino.

Estos conceptos se encuentran presentes de forma brillante, absoluta, me atrevería a decir, en el relato de Ambrose Bierce: El amo de Moxon (Moxon's Master), publicado en la antología de 1910: ¿Pueden estas cosas existir? (Can Such Things Be?).

Aquí, el narrador entabla una enérgica discusión con su amigo, llamado Moxon, acerca de la naturaleza de la conciencia. Moxon quiere ampliar su definición, e incluir dentro de ella a la vida vegetal, al reino mineral, y también a las máquinas, ya que de toda materia, especula, es posible inferir sus convicciones a partir de sus actos, o de sus características, cuando se trata de materia inanimada.

Esta posibilidad es inquietante, perturbadora, en cierto modo, pero también maravillosa.

El narrador (una versión de la IA bastante escéptica) considera que las nociones que plantea Moxon son, como mínimo, escandalosas, cuando no directamente blasfemas; a tal punto que se pregunta sobre la cordura de su amigo.

Es importante mencionar que la discusión se produce en la tienda de máquinas de Moxon, en cuyo taller nadie tiene permitido entrar. Mientras divaga, Moxon mira nerviosamente hacia la puerta de la trastienda; y tanto el narrador, como el lector, se preguntan qué mierda hay en ese taller. Para desviar nuestra atención, Ambrose Bierce insiste sobre la idea de que toda la materia es sensible, y cómo esta sensibilidad también se aplica a las máquinas:


Toda materia es sensible. Cada átomo es un ser vivo, un sentimiento, un ser consciente. No hay tal cosa como la materia inerte, muerta: todo está vivo a su manera. Y todo instinto, toda fuerza, todo potencial e intención es sensible a la influencia de seres superiores, más sutiles, que residen en los organismos más complejos, con quienes pueden relacionarse. Cuando el hombre crea, la cosa creada absorbe algo de su inteligencia, de su propósito, y la medida de esa absorción es proporcional a la complejidad de la máquina resultante.


Esta es una visión extraordinaria... y preocupante, porque resulta relativamente fácil de demostrar a través de nuestra propia subjetividad en relación a lo artificial.

El lector de El Espejo Gótico seguramente ha experimentado algunos días en los que los objetos inorgánicos parecen conspirar contra él: teléfonos celulares, computadoras, automóviles, electrodomésticos, que repentinamente, y sin causa aparente, se niegan a obedecer nuestras órdenes.

Incluso podemos pensar en objetos menos complejos que de repente saltan de nuestras manos, que caen súbitamente de sus estantes, o se pierden en algún recoveco inaccesible de un cajón, presumiblemente en el momento en el que más se los necesita.

Hay días en los que las cosas inanimadas de nuestra vida cotidiana parecen organizarse, sincronizarse en un comportamiento común, conspirar contra nosotros. La idea detrás de estas pequeñas revueltas cotidianas acaso sea hacernos sentir impotentes.

Y vaya que lo consiguen.

Moxon ofrece una visión adicional sobre la naturaleza del pensamiento: la consciencia es ritmo, afirma.

Quizás todas las cosas que se mueven sean conscientes, porque todo movimiento es rítmico. Lo aleatorio es simplemente un defecto de nuestra perspectiva.

El narrador, exasperado, aguarda el momento indicado para regresar a la tienda en la noche, y profanar el misterioso taller. No revelaremos aquí su descubrimiento. Baste decir que, una vez más, queda demostrado que también nosotros somos IA: una Inteligencia Artificial que prolifera en infinitas variantes, con actualizaciones, obsolescencias, pero que se manifiesta a través de una serie de preocupaciones eternas, que trascienden los tiempos, las generaciones, como si nuestra razón de ser fuese justamente encontrar la respuesta a una sola pregunta, que por ahora no somos capaces de formular correctamente.




Taller literario. I Universo Pulp.


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Libros, y vidas, que empiezan por la mitad


Libros, y vidas, que empiezan por la mitad.




No me gusta empezar un libro por el principio, que siempre es arbitrario, cuando no directamente tendencioso. Prefiero empezar por la página veinte, o cuarenta, y luego retroceder al inicio que el autor ha elegido, siguiendo vaya uno a saber qué criterio. A veces, claro, empiezo por la primera página, como Dios manda, como el autor seguramente hubiese querido, ¿pero qué sabe él?

¿Quién es él para decirme cómo debería leerlo?

A veces ese inicio describe un hecho aparentemente significativo, una muerte, tal vez, una partida, un regreso. Esa elección es arbitraria, porque además de decidir qué es significativo también resuelve, por omisión, qué cosas son superfluas.

Alguien dijo por ahí que los libros, como las vidas, se ponen interesantes después de treinta o cuarenta páginas, o años. Algo de eso me pasa como lector. Empezar un libro en cualquier página es como encontrarse con esos curiosos atisbos de la vida que uno a veces capta sin darse cuenta.

Salir a la calle es como empezar un libro en cualquier página, es cruzarse con escenas, con personas, que resplandecen por un instante y luego se disuelven en el movimiento. Hay una maravillosa confusión en esos asuntos humanos.

El lector tiene una ventaja: observa la historia desde un punto fijo, una perspectiva. Un buen libro, sin embargo, resiste la agitación de comenzarlo en cualquier página. Resiste eso y mucho más: páginas faltantes, fuentes ilegibles, editores conspicuos, impresiones fantasmagóricas. Un buen libro lo resiste todo porque está vivo, a su manera.

El profesor Lugano fue quien me inició en estas lecturas antirreglamentarias. Su proceder en la vida es análogo: participa lateralmente de los eventos que lo rodean, se retira prematuramente de las conversaciones, y hasta de las situaciones que lo tienen como protagonista, como su cumpleaños, cuya fecha varía de año en año.

Claro que, al principio, esas lecturas improcedentes me generaban una gran ansiedad. Sentía que empezar un libro por la mitad constituía un delito no reglamentado, algo vejatorio, agraviante, ilegal. Tras uno o dos párrafos leídos culposamente, como un chico que roba unos caramelos en el kiosco, me apresuraba a regresar al tranquilizador inicio pensado por el autor.

Esos largos paseos con el profesor Lugano en el Parque Los Andes, observando la agitación de la ciudad, rostros que aparecen y desaparecen desde un colectivo, que se detienen un segundo en el semáforo y luego cruzan la calle y se pierden en el olvido, me hicieron asumir una actitud más reservada en relación a lo significativo.

Esos intervalos de intensidad, el inicio de historias anónimas en la estación del tren, en las escaleras del subte, en el asfalto, siempre son caprichosas. Hay historias trágicas, amorosas, heroicas, abyectas, que se inician interiormente, que no tienen nada que ver con episodios externos.

El punto de inflexión de una vida no necesariamente depende de factores exteriores. No siempre pasa algo que nos hace pensar, reflexionar, cuestionarnos cosas. A veces, la mayoría de las veces, no pasa nada.

Todo inicio es como una crisis. Si es un buen inicio duele saber que tendrá un final; y si es el final, daríamos todo por volver al principio sin saber lo que ocurrió después.

No me atrevería a recomendar este hábito de empeza un libro en cualquier página. Tiene algo de patético, y mucho de insatisfacción. Es como mirar por una ventana pedacitos incompletos de una vida, de muchas vidas; y sentir que hay una infinita y constante sucesión de acontecimientos más pequeños que se nos escapan.

Llegar a la última página es creer en la ilusión de que podemos atrapar esos momentos, que de algún modo podemos darles un cierre. Pero el final de una historia siempre es el comienzo de otra.

Esto último es excesivamente sentimental, pero también inquietante, porque significa que incluso cuando nos ajustamos a las reglas, y empezamos un libro por la primera página, en realidad estamos continuando una historia cuyo verdadero comienzo, como la rueda borgeana, tiene su vértice en todas partes.




Egosofía. I Crónicas del profesor Lugano.


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Horror Vacui: el miedo al vacío


Horror Vacui: el miedo al vacío.




Horror Vacui es una expresión latina que significa «horror al vacío». Sí, al vacío; en todas sus variantes: en el arte, la ciencia, y la vida.

Originalmente la expresión estaba relacionada con ciertos conceptos filosóficos que aseguraban que el vacío es inexistente en la configuración del universo. En otras palabras, que el cosmos aborrece los espacios en blanco, y que incluso la oscuridad entre las galaxias, vacía, en apariencia, en realidad está ocupada por toda clase de porquerías subatómicas.

En el siglo XIX, la expresión Horror Vacui comenzó a hacer referencia al desagrado de ciertos individuos por los espacios vacíos, incluidos los artistas. En efecto, las pinturas recargadas, la estética barroca, las artesanías donde no se deja un mísero espacio libre, son manifestaciones de ese miedo al vacío.

Antes de continuar es importante plantear una discusión acerca del significado de Horror Vacui. Habitualmente se lo traduce como «miedo al vacío», pero en latín existe una palabra específica para miedo: timor. En todo caso, el Horror incluye otras sensaciones, además del miedo, como espanto, veneración, una especie de estremecimiento espiritual intenso.

El Horror Vacui se manifiesta, entonces, a través de su síntoma, que podemos resumir en la tendencia al relleno de todo espacio vacío. Al respecto, el profesor Lugano nos hace notar la existencia de una especie de Horror Vacui emocional, es decir, un miedo atroz a los espacios en blanco de la vida.

—Efectivamente —afirma el profesor—, el ser humano tiene una tendencia natural hacia el Horror Vacui. Fíjese en el frenesí que se desata cuando alguien se enfrenta a uno de esos espacios en blanco de la vida. ¿Qué se hace habitualmente? Los más jóvenes recurren a la tecnología, chequeando estados y actualizaciones que se asemejan extraordinariamente entre sí. Los más viejos recurrimos a la nostalgia.

El Horror Vacui, entonces, forma parte de nuestras vidas. Por lo tanto, resulta inútil tratar de destruir ese esquema de actividades banales que rellenan los espacios disponibles de lo cotidiano. Aquellos que creen poder resistirse, como el profesor, en realidad están utilizando otras herramientas para el rellenado, como el alcohol y los antidepresivos.

Los más astutos renuncian a cualquier tentativa de evadir al Horror Vacui, y se enfrentan a él con un ímpetu abrasador. Estos individuos poseen una amplia variedad de recursos, algunos de ellos, un tanto pretenciosos —como toda práctica ritualista—, por ejemplo, la lectura; que además de evitar el Horror Vacui de quien aguarda su turno en el dentista, hace sentir a los demás como escarabajos.

El profesor juzga oportuno decir algo sobre el Horror Vacui sentimental.

—Me refiero a esas personas que sienten un miedo irracional a los espacios vacíos del amor —denuncia el profesor—. Quiero decir, individuos que no conocen las interrupciones amorosas, los baches, las pausas, los incisos entre una relación y otra, y que prefieren vivir en un perpetuo estado de reanudaciones sentimentales. Eso también es Horror Vacui.

El vacío, o la ausencia de ornamentos que nos permitan moderar nuestros espacios en blanco, nos obliga a confrontarnos con nosotros mismos. Naturalmente, nadie en su sano juicio está dispuesto a librar una batalla que, por definición, ya está perdida.

Pensemos en un inoportuno corte del suministro eléctrico, en la sensación de pánico que sobreviene cuando somos despojados de los discretos entretenimientos que nos provee la tecnología. ¿Qué puedo hacer? —uno se pregunta, mientras envía un mensaje desesperado a la empresa de energía eléctrica—. ¿Acaso leer un libro? ¿Hablar con mi pareja? ¿Recurrir a prácticas compulsivas en el baño, a la luz de las velas?

Y pensemos también en la sensación de alivio supremo cuando, por fin, las luces se encienden repentinamente. Los aparatos vuelven a zumbar, las pantallas irradian, nuestro organismo se empapa en una reconfortante atmósfera electromagética, y uno se siente un poco a resguardo nuevamente.

El vacío ha pasado.

Y el horror, que a veces asume la forma del aburrimiento, se disipa.




Egosofía. I Crónicas del profesor Lugano.


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