Horror Cósmico: el universo conspira... para destruirnos.
Con frecuencia se habla del Horror Cósmico sin tener una idea muy clara sobre qué es, cómo funciona, y de qué forma lo experimentamos, no ya en términos de ficción, sino a lo largo de la vida.
Los sabios de nuestros tiempos hablan de sincronizarse con el universo, de vibrar en una frecuencia emocional que nos permita, en principio, resolver asuntos de diversa índole, desde los más banales a otros de gran urgencia. El universo conspira a nuestro favor, sostienen estos visionarios; basta sincronizarse con él, desear algo con la fuerza suficiente, para que nos lluevan bendiciones de abundancia. ¿Desea usted mejorar sus condiciones laborales? ¿Conocer al amor de su vida? ¿Eliminar una verruga? ¡Pídaselo al universo! Si no responde, la culpa es suya, por no haberlo deseado lo suficiente.
En algo estamos de acuerdo con aquellos sabios y sus huestes de frugales seguidores: el universo conspira... pero para destruirnos.
El Horror Cósmico —ese que atraviesa la obra de Arthur Machen, Algernon Blackwood, H.P. Lovecraft, y tantos otros— nos advierte sobre los peligros de intentar acercarnos a él: sincronizar nuestro cerebro con el universo sería análogo a conectar un pendrive con el núcleo de un acelerador de partículas. El resultado, claramente, no es favorable para el pendrive.
El primer autor en analizar seriamente la raíz del Horror Cósmico fue Thomas de Quincey. En su obra: Confesiones de un comedor de opio inglés (Confessions of an English Opium-Eater) se aproxima a las horribles sensaciones producto de esa sincronicidad con el universo, y la diferencia de escala entre nuestra percepción y lo perceptible en términos absolutos:
A medida que aumentaba la disposición creativa del ojo parecía surgir cierta simpatía entre los estados del sueño y la vigilia. Cada noche sentía que descendía, no metafóricamente, sino que realmente descendía, hacia grietas y simas tenebrosas, abismos dentro de abismos, sin ninguna esperanza de regresar. No me detendré a explicarlo, ya que no hay palabras que basten para dar una idea del negro desaliento que me embargaba ante esos grandiosos espectáculos.
Y luego añade:
El sentido del espacio y el tiempo quedaron gravemente afectados. Los edificios, los paisajes, se mostraban en proporciones más vastas de las que perciben los ojos mortales. El espacio se hinchaba y expandía hasta alcanzar el indecible infinito. Sin embargo, esto no me inquietó tanto como la expansión del tiempo; en efecto, a veces tenía la impresión de haber vivido 70 ó 100 años en una noche; más aún, sentía que durante ese lapso había transcurrido todo un milenio o, por lo menos, una duración muy superior a los límites de cualquier experiencia humana.
De este modo, Thomas de Quincey le dio forma poética a un concepto antiquísimo, que forma parte de todas las religiones, mitos y filosofías: la mente humana es una prisionera indefensa del universo. Nuestras ambiciones microcósmicas, por más nobles que sean, son arrasadas por la extrañeza y la magnitud de un universo demasiado grande para mirarlo a los ojos.
Todos, seguramente, se han visto enfrentados al Horror Cósmico al menos una vez en la vida: esa sensación de pequeñez, de absoluta impotencia frente al devenir de los hechos, como si algo innombrable estuviese ejerciendo sobre nosotros un peso insoportable, como el veredicto súbito de una injusticia superior e inapelable.
De eso se trata el Horror Cósmico, de la diferencia de escala entre nosotros, nuestra vida, nuestras ambiciones, nuestros ideales respecto de lo que está bien y lo que está mal, y el peso inconmensurable del universo y su realidad, donde las cosas simplemente ocurren, sin motivos metafísicos ni correspondencias de ninguna índole.
Claro que, frente a esto, el ser humano desarrolló una gran variedad herramientas, desde las más ineficaces, como la astrología, a otras más elaboradas, como la ciencia, la filosofía y la religión. De hecho, es sencillo desafiar la suposición de que la vastedad del cosmos puede hacerse tolerable haciendo que corresponda, de algún modo, con la esfera de la vida humana... hasta que el Horror Cósmico se hace presente.
Es importante señalar que el Horror Cósmico no es una experiencia estética, es decir, una morbosa exaltación de los sentidos, sino más bien una experiencia metafísica mediante la cual entendemos que toda nuestras acciones son, en esencia, fugaces antídotos para resguardarnos de la vastedad de la realidad misma.
Estudiar, trabajar, enamorarse, son algo así como barreras arbitrarias que vamos levantando para separarnos de ese horror fundamental. Y funcionan, cuando todo marcha relativamente bien, pero cuando el Horror Cósmico se hace presente, cuando esa diferencia de escala entre aquello que nos parece esencial, como la vida, se derrumba ante nuestros ojos, las barreras que con tanto esmero hemos forjado colapsan como un mísero castillo de naipes.
Esa sensación de desolación, de pequeñez, de impotencia intraducible para el lenguaje, es el Horror Cósmico.
Para muchos autores, sin embargo, el Horror Cósmico es básicamente una experiencia estética, o a lo sumo una ambición literaria vecina de la melancolía y la nostalgia. En la realidad, el Horror Cósmico es el espanto frente a la magnitud de la realidad, la conciencia de que las cosas, aún las más horribles que podamos concebir, no suceden por una razón, sino más bien sin ninguna razón en particular.
Por otra parte, el concepto del Horror Cósmico implica que nuestra conciencia es ciega, quizás convenientemente, quizás voluntariamente, ante la realidad, y que ésta requiere una intervención extraordinaria —la muerte de un ser querido, una enfermedad, un hecho desgraciado, cuando no directamente devastador, sin ninguna correspondencia con nuestro actos— para correr el velo de la realidad ilusoria que hemos construido.
Es decir que nuestra mente, nuestra realidad cotidiana, se construye a partir de los cinco sentidos y, por encima, de la imaginación, los cuales resultan inadecuados para comprender la verdadera infinitud del espacio y la profundidad del tiempo, y menos aún para entender la ansiedad que inevitablemente se asocia con su percepción; aquel negro desaliento que descendía sobre De Quincey cuando intentaba explicar sus sentimientos frente al Horror Cósmico.
En este sentido, es justo situar a todas las ciencias y las religiones en el mismo ámbito de la ficción; es decir, dentro de un intento heroico, aunque condenado al fracaso, por entender lo incomprensible. De Quincey se declaró huérfano de definiciones, apenas sugiriendo —en ausencia de cualquier posibilidad de descripción explícita— la enorme magnitud de la realidad.
No podemos penetrar en el misterio del Horror Cósmico pero sí podemos experimentarlo en aquellos momentos en los que se nos concede el permiso para ver la realidad tal como es, a menudo a través de una desgracia personal que nos sume en la desesperación. Es entonces cuando la magnitud de lo real se vuelve insoportable, a medida que nuestra propia vida, nuestra propia realidad ilusoria, se desinfla hasta asumir su verdadera forma: algo ínfimo, minúsculo, extremadamente frágil.
Es por eso que el Horror Cósmico es, por lejos, uno de los aspectos más elusivos de la literatura, precisamente porque solo resulta definible por su carácter indescriptible. Su presencia puede ser percibida, pero sólo se vislumbra una captura incompleta de su verdadera forma.
Pocos géneros pueden jactarse de ser parte de la vida de sus lectores como el Horror Cósmico. En la ficción, se lo define por contrastes, estableciendo incesantemente lo que no es, justamente porque lo que es permanece en una esfera fuera del alcance de la experiencia ordinaria, aunque accesible, como en la vida, por medio de alguna experiencia trascendental.
El vacío, el dolor profundo e intransferible que nos produce la muerte de alguien, la desolación frente al hecho más triste, cruel e injustificado que podamos imaginar, evidencian que el Horror Cósmico es una parte inevitable de la experiencia humana. Y aquellos que lo han experimentado, bajo cualquiera de sus múltiples posibilidades, saben que detrás de las alegrías y las frustraciones del día a día, detrás de las distracciones y los vaivenes de lo cotidiano, nos acecha con la paciencia del depredador que conoce demasiado bien los hábitos de su presa.
Taller literario. I Egosofía.
Más literatura gótica:
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2 comentarios:
En la obra de Larry Nivel, se menciona la Ley de Finagle, La perversidad del universo tiende hacia el máximo.
Tal vez sea que ver a la realidad tal como es, es más de lo que la mente puede soportar. En la obra de Lovecraft, el precio es la locura, como en el cuento Del más allá.
Mientras leía sobre el tipo de experiencia cósmica, recordé las experiencias místicas. Vendrían siendo lo contrario, pues son experiencias sublimes, pero cuentan que es algo indescriptible en el que uno es parte del todo (en este caso, en su relación con Dios o Universo).
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