Libros, y vidas, que empiezan por la mitad


Libros, y vidas, que empiezan por la mitad.




No me gusta empezar un libro por el principio, que siempre es arbitrario, cuando no directamente tendencioso. Prefiero empezar por la página veinte, o cuarenta, y luego retroceder al inicio que el autor ha elegido, siguiendo vaya uno a saber qué criterio. A veces, claro, empiezo por la primera página, como Dios manda, como el autor seguramente hubiese querido, ¿pero qué sabe él?

¿Quién es él para decirme cómo debería leerlo?

A veces ese inicio describe un hecho aparentemente significativo, una muerte, tal vez, una partida, un regreso. Esa elección es arbitraria, porque además de decidir qué es significativo también resuelve, por omisión, qué cosas son superfluas.

Alguien dijo por ahí que los libros, como las vidas, se ponen interesantes después de treinta o cuarenta páginas, o años. Algo de eso me pasa como lector. Empezar un libro en cualquier página es como encontrarse con esos curiosos atisbos de la vida que uno a veces capta sin darse cuenta.

Salir a la calle es como empezar un libro en cualquier página, es cruzarse con escenas, con personas, que resplandecen por un instante y luego se disuelven en el movimiento. Hay una maravillosa confusión en esos asuntos humanos.

El lector tiene una ventaja: observa la historia desde un punto fijo, una perspectiva. Un buen libro, sin embargo, resiste la agitación de comenzarlo en cualquier página. Resiste eso y mucho más: páginas faltantes, fuentes ilegibles, editores conspicuos, impresiones fantasmagóricas. Un buen libro lo resiste todo porque está vivo, a su manera.

El profesor Lugano fue quien me inició en estas lecturas antirreglamentarias. Su proceder en la vida es análogo: participa lateralmente de los eventos que lo rodean, se retira prematuramente de las conversaciones, y hasta de las situaciones que lo tienen como protagonista, como su cumpleaños, cuya fecha varía de año en año.

Claro que, al principio, esas lecturas improcedentes me generaban una gran ansiedad. Sentía que empezar un libro por la mitad constituía un delito no reglamentado, algo vejatorio, agraviante, ilegal. Tras uno o dos párrafos leídos culposamente, como un chico que roba unos caramelos en el kiosco, me apresuraba a regresar al tranquilizador inicio pensado por el autor.

Esos largos paseos con el profesor Lugano en el Parque Los Andes, observando la agitación de la ciudad, rostros que aparecen y desaparecen desde un colectivo, que se detienen un segundo en el semáforo y luego cruzan la calle y se pierden en el olvido, me hicieron asumir una actitud más reservada en relación a lo significativo.

Esos intervalos de intensidad, el inicio de historias anónimas en la estación del tren, en las escaleras del subte, en el asfalto, siempre son caprichosas. Hay historias trágicas, amorosas, heroicas, abyectas, que se inician interiormente, que no tienen nada que ver con episodios externos.

El punto de inflexión de una vida no necesariamente depende de factores exteriores. No siempre pasa algo que nos hace pensar, reflexionar, cuestionarnos cosas. A veces, la mayoría de las veces, no pasa nada.

Todo inicio es como una crisis. Si es un buen inicio duele saber que tendrá un final; y si es el final, daríamos todo por volver al principio sin saber lo que ocurrió después.

No me atrevería a recomendar este hábito de empeza un libro en cualquier página. Tiene algo de patético, y mucho de insatisfacción. Es como mirar por una ventana pedacitos incompletos de una vida, de muchas vidas; y sentir que hay una infinita y constante sucesión de acontecimientos más pequeños que se nos escapan.

Llegar a la última página es creer en la ilusión de que podemos atrapar esos momentos, que de algún modo podemos darles un cierre. Pero el final de una historia siempre es el comienzo de otra.

Esto último es excesivamente sentimental, pero también inquietante, porque significa que incluso cuando nos ajustamos a las reglas, y empezamos un libro por la primera página, en realidad estamos continuando una historia cuyo verdadero comienzo, como la rueda borgeana, tiene su vértice en todas partes.




Egosofía. I Crónicas del profesor Lugano.


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