El encanto de los libros que nadie lee


El encanto de los libros que nadie lee.




Uno los reconoce fácilmente. Están ahí, olvidados en algún rincón de la librería, invisibles.

Ni siquiera la proximidad de libros leídos hasta el hartazgo consigue alterar su naturaleza intocable, aunque la mayoría de las veces permanecen escondidos, recónditos, sepultados por otros libros cuyo destino ha sido más favorable.

Me gusta frecuentar esos libros. Me gusta tocarlos, olerlos, imaginar que se estremecen cuando alguien se aventura en sus páginas, como alguien que ha guardado un secreto durante muchos años y finalmente encuentra alguien dispuesto a escuchar su confesión.

Son los libros que nadie lee.

En Buenos Aires, al menos, ya no existen libreros; existen personas que venden libros. Cualquier consulta que se les haga, fuera de la órbita comercial, es impertinente. Pero hubo un tiempo, créame, no tan lejano, en el cual el librero y el lector mantenían una relación de entendimiento, incluso de camaradería. Ambos conocían cada rincón de la librería, cada libro, incluidos los que nadie lee.

De las cinco o seis librerías que frecuentaba a fines del siglo pasado, una en particular poseía una cantidad para nada despreciable de este tipo de obras; ya saben, libros condenados por la ancestral maldición de no ser leídos. Los conocía perfectamente. De hecho, podría haberlos reconocido a oscuras, simplemente al tacto.

En cada visita los hojeaba con interés, pero mi presupuesto nunca era lo suficientemente grande como para aventurar una compra. Cuando el dinero es escaso, cada libro que uno compra es minuciosamente analizado.

Sin embargo, en una ocasión ocurrió algo curioso.

Había seleccionado dos o tres libros que quería comprar. Me dirigí hacia el fondo de la librería, donde el librero aguardaba en una especie de habitáculo. Coloqué los libros sobre la mesa, y descubrí, con cierto grado de inquietud, que también había llevado uno de los libros que nadie lee.

No me atreví a decir nada. Ya otras veces había vacilado en una compra, regresando el libro descartado a último momento; pero retroceder en esa circunstancia en particular me pareció un acto vil, incluso perverso; como si alguien adoptara un niño e inmediatamente tratara de devolverlo al orfanato.

Salí de allí y continué con mi rutina cada vez que compraba un libro: el Teufel, bar de claroscuros y gente que se ocupa de sus propios asuntos. Era demasiado temprano, recuerdo, para encontrarme con el profesor Lugano. Pedí un café doble, que a menudo era servido en una taza lo suficientemente grande como para que nadara un salmón, y noté algo raro.

Los presupuestos exiguos obligan a ciertos renunciamientos, de manera tal que antes de ordenar el café revisé cuánto dinero tenía. Entonces, extrañamente, descubrí que contaba con una suma ligeramente mayor a la que había deducido en primer lugar. Cualquier otra persona, en cualquier otra circunstancia, seguramente le habría atribuido a ese error la presencia de dinero extra olvidado en el bolsillo. Yo no. Jamás encontré un mísero billete en un pantalón en desuso, y debido a lo limitado de mis recursos sabía perfectamente que tenía dinero de más; no mucho, es cierto, monedas, pero más de las que debía tener de acuerdo a mis últimos gastos.

Saqué los libros que había comprado y busqué su valor en la primera página. Los números, escritos con lápiz, tampoco cerraban. Evidentemente, el librero había cometido un error.

Mientras me reventaba el hígado con el café fuerte del Teufel pensé en otra posibilidad.

Aquel librero jamás se había equivocado antes al darme el vuelto. No, lo que había ocurrido fue que nunca me cobró el libro que nadie lee.

Traté de recordar la escena. En efecto, yo había colocado el libro maldito sobre la mesa del habitáculo, él lo había visto, naturalmente, y lo había depositado en la misma bolsa con los otros libros. Deliberadamente eligió no cobrármelo.

Un mes después, mi presupuesto se habia recuperado un poco, no demasiado, sino lo suficiente como para aventurarme de nuevo en la librería. Pensé en aclarar el asunto y pagar la suma que debía. Después de todo, era necesario estar en buenos términos con el librero. Sin embargo, decidí resolver la cuestión de forma más cautelosa.

Elegí mis dos o tres libros para comprar, y agregué otro de los libros que nadie lee. Me acerqué al habitáculo, los coloqué sobre la mesa, y pagué la suma que se me pedía. Esta vez estuve más atento, y observé detenidamente al librero. Era claro que no me estaba cobrando los libros que nadie lee.

Esto se repitió muchas veces en el transcurso de los siguientes meses, hasta que la librería cerró.

Uno podría pensar que este era un destino presumible para una librería administrada con tanto descuido, pero yo creo que el librero decidió cerrar cuando por fin se deshizo del último libro que nadie lee.

De más está decir que los leí, a todos y cada uno de ellos, a veces con cierta decepción, debo decir, pero en ocasiones también con inexplicable satisfacción. Todavía los conservo en alguna parte.

Si alguien, o usted mismo, algún día llega a visitarme, y decide llevarse uno de estos libros de mi biblioteca, puede hacerlo. Podrá reconocerlos fácilmente. Tienen un aspecto silencioso, reservado. Solo le pido que actúe con la discreción necesaria como para no mencionar el asunto.




Egosofía. I Taller literario.


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2 comentarios:

El Doctor dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Me gusta, que los libros que no son leídos, al fin encuentren un lector.

Bien contado.



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