La chica de pelo negro.
Hay una chica que viene a la librería todos los días. No exagero. Todos los días, a la misma hora, y nunca entra. Bueno, a veces da unos pasos en el interior del local, pero entonces se paraliza, entreabre los labios, apenas, como si murmurara algo, y sale corriendo.
Esta chica tiene el pelo negro. Un dato irrelevante, dirá usted. Para mí, es sobresaliente. Me explico. Trabajo en esta librería desde hace veinte años. ¿Sabe cuántas chicas de pelo negro he visto entrar? Muchas. De hecho, empecé a trabajar aquí siguiendo a una chica de pelo negro.
La vi por primera vez afuera de la librería. No me atreví a abordarla. Hubiese sido descortés, es cierto, pero lo que me preocupaba era lo improductivo de un avance en esas circunstancias, por muy amistoso o casual que fuese. Además, soy un cobarde.
Pero a veces me resulta agradable estar cerca de una mujer atractiva, quiero decir, realmente atractiva, aunque sea para empaparme de su presencia, de su cercanía, de su aroma.
Tal vez estos pensamientos se transfirieron a mi rostro, porque noté que ella me miraba a través del reflejo de la vidriera. Su gesto era de rechazo, pero bien podría haber sido de náusea. No soy lo que se dice competente para interpretar los distintos grados de la desaprobación femenina. Pero creo que advirtió; no, supo, que yo cosechaba argumentos para luego repetirlos mentalmente en un contexto, digamos, de frenética actividad solitaria.
Ella entró en el negocio. Esto no parecía estar en sus planes porque vaciló entre las mesas, dispuestas como un laberinto. La seguí, a una distancia prudente, pero de algún modo se me escapó entre los libros. El librero me interceptó mientras la buscaba debajo de una mesa de usados, y me preguntó si buscaba algún libro en particular. Le dije que no, que buscaba a una chica de pelo negro que acababa de entrar.
El tipo asintió.
Debe ser algún tipo de código de libreros, pensé.
Sin mediar palabra, me entregó las llaves del negocio, y nunca más lo vi.
Refiero esta anécdota con énfasis para dejar en claro que la aparición de una chica de pelo negro suele marcar un momento significativo en mi vida. No sé si me explico. No soy escritor. Soy librero. Bueno, tampoco soy librero. Soy un tipo que quería acostarse con una chica de pelo negro y que terminó trabajando en una librería.
Ahora bien, esta chica de pelo negro (no la que se me escapó, la otra, la que no se anima a entrar) constituye uno de los pocos misterios que he podido descifrar.
Evidentemente padece un de desorden de ansiedad, o ataques de pánico, o algún diagnóstico por el estilo. Su comportamiento, sin embargo, no era impredecible. Había una disposición, un orden, en sus movimientos, que aprendí a comprender poco a poco.
Primero ella se detiene frente a la vidriera. Finge que busca algo con la mirada, algún título, algún autor (la gente suele hacer esto); pero yo sé qué libro le interesa. Está ahí nomás, al alcance de la mano. Solo hay que entrar y tomarlo de la primera mesa de saldos. Así de fácil. Y a veces lo hace, da unos pasos en el interior de la librería, vuelve a fingir que repasa otros títulos, y levanta el libro que realmente busca, pero entonces sobreviene la parálisis, los labios que se entreabren y que parecen murmurar algo, y sale corriendo.
Créame que hice de todo para que la chica de pelo negro se lleve el bendito libro y salir de este bucle que, paradójicamente, resulta ser el momento más interesante de mi día. Inicialmente lo coloqué cerca de la caja, donde el clima es más discreto, pero me pareció que el esfuerzo de llegar hasta ahí era demasiado para ella. Soy una persona humanitaria, de modo tal que fui colocando el libro cada vez más cerca de la entrada, para no hacerla sufrir. Lo dejaría en la vereda si estuviésemos en uno de esos países donde uno deja un libro en la vereda y nadie se lo roba. Dicen que en el Uruguay es así.
También puse en práctica otras estrategias. En una ocasión, calculando con precisión el advenimiento de la parálisis, un segundo antes, le dije:
—Llevátelo, es gratis.
Esto pareció alarmarla todavía más. Su nerviosismo se transformó en pánico. Gritó: un gritito agudo, sobrio, casi precario. Del susto desparramó algunos libros en el suelo. Un cliente amagó ayudarla a levantarlos. Ella gritó de nuevo. El tipo volvió a lo suyo. Ella se retiró con lágrimas en los ojos.
En otra ocasión la esperé, y justo cuando ella estaba por dar esos dos o tres pasos vacilantes en el interior del negocio, la intercepté. Nos encontramos cara a cara.
Procedí con la mayor sutileza.
—Bien —dije sin mirarla—, es momento de tirar este libro en el tacho de la basura que está en la esquina de Olleros y Rossetti.
Llevaba el libro en alto, sujetándolo con las dos manos, como un cura que levanta el cáliz en el apogeo de la misa.
Ella se precipitó a la calle, en la dirección opuesta a la esquina de Olleros y Rossetti.
En este punto consideré que lo mejor sería ponerme en su lugar, pensar como ella. Y lo hice, me situé frente a la vidriera de la librería y fingí que buscaba algo.
A través del vidrio identifiqué rápidamente la portada con el título que buscaba. Siguiendo ese rastro, mis ojos se abrieron paso a través de la librería, más allá de la robusta mesa de best-sellers que no he leído. Sentí que los libros me miraban desde los anaqueles. Trataban de intimidarme.
Y así atravesé las defensas exteriores, pero entonces fui atacado por una infantería de libros en las mesas de saldo; libros que seguramente leería si tuviera tiempo. Desafortunadamente, mis días están contados. Con una maniobra calculada, di unos pasos más, apartándome de las columnas de libros que me gustaría leer, si no hubiese otros que debería leer primero. Evité mirar de frente los libros que son demasiado caros para mí, libros que probablemente compraría si estuvieran en rústica, libros que podría pedir prestados a alguien, libros que podría robar, probablemente a la persona que me los preste. Con serenidad ignoré los libros que todos han leído, como si yo también los hubiese leído.
Entonces me paralicé.
Empecé a temblar.
Creo que mis labios se entreabrieron, como si murmurara algo.
Estaba a punto de salir corriendo cuando escuché un ruido extraño. Ratas, pensé. A las ratas les encantan los libros. Llevan años masticando el Ulises.
Interrumpí el ejercicio de empatía para identificar el origen del ruido. Mi oído, por otra parte, agudísimo, me llevó hasta una mesa de usados. Algo rascaba desesperadamente ahí abajo. Me agaché, y vi a un tipo en cuatro patas.
—¿Busca algún libro en particular? —pregunté.
—No —respondió—. Busco a una chica de pelo negro que acaba de entrar.
Asentí en silencio.
Sin mediar palabra, le entregué las llaves del negocio, y nunca más lo vi.
Egosofía. I Diario Éxtimo.
Más literatura gótica:
- El encanto de los libros que nadie lee.
- El hombre que dejaba notas en los libros.
- El duelo después de terminar un libro.
- Adoptá un libro.
3 comentarios:
Parece que la chica es un anzuelo para que alguien se haga cargo de la librería. Y todos huyen cuando tienen la oportunidad, por no tenerla con la chica de pelo negro.
Original planteo.
Texto raro, toda una alucinación sostenida. Soy librero; entiendo al escritor si también lo es. Una vez, soñé con una mujer mayor -que resultó ser una joven disfrazada- que robaba libros metiéndoselos entre los pliegues de la pollera y dejándolos caer en una especie de red sujeta a un arnés. Otra, con un chico que caminaba entre las mesas como la araña de Redon; otra, con una teletransportación masiva de libros a un camión de mudanza estacionado en la puerta.
Notable lo de las ratas que llevan años masticando el 'Ulises'. Yo, de ser rata, me daría una panzada con Proust...
Una elección elegante la suya, pero lo bueno el "Ulises" es que nunca se termina.
Publicar un comentario