Carmilla y la leyenda de los nombres de los vampiros.
No es una novedad que el cine y la literatura utilicen matices secundarios de la leyenda para dar consistencia psicológica a sus creaciones.
Ahora bien, la diferencia entre los grandes autores y los embalsamadores narrativos consiste en que los primeros aprovechan la leyenda y los segundos la violentan. Así de simple.
Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873) creó al prototipo de la vampiresa lésbica por excelencia: Carmilla (Carmilla), de 1872, de quien se desprende una estirpe interminable de encantadoras hematófagas (ver: Carmilla, Lucy y Helen: el monstruo femenino como figura de resiliencia)
Siendo un autor de probada sensibilidad folclórica, Sheridan Le Fanu aprovechó ciertas circunstancias de la leyendas clásicas de vampiros para darle a Carmilla una profundidad que no hubiese alcanzado si su procedencia fuese estrictamente imaginaria.
A lo largo del relato somos testigos de las inquietantes correrías nocturnas de Carmilla, tal vez confundidos por la proliferación de nombres similares que emergen y se silencian a medida que la trama adquiere consistencia.
Sheridan Le Fanu, acaso para despistar, utiliza tres nombres que aparecen y desaparecen del relato: Carmilla, Mircalla y Millarca. Los tres responden a características diferentes, es decir, a mujeres aparentemente distintas unas de otras, pero todos coinciden en sus letras (ver: El lenguaje de los vampiros: ¿los vampiros tienen su propio idioma?)
Vemos por qué.
Cualquier lector puede advertir rápidamente que Carmilla, Mircalla y Millarca son en realidad la misma mujer. ¿Por qué entonces Sheridan Le Fanu no estudió una variante más compleja que este sencillo anagrama?
Respuesta: porque la leyenda se lo imponía.
La estructura de Carmilla se apoya en las leyendas clásicas de vampiros de un modo casi imperceptible. Sólo los detalles menores nos hablan del profundo conocimiento de Sheridan Le Fanu sobre las tradiciones populares. Sin embargo, la utilización de un motivo mítico también exige que se incluyan sus prohibiciones; es decir, el autor no solo emplea los sustratos sedimentarios de la leyenda, sino que ésta lo sujeta a sus rasgos más inexplicables.
Durante la Edad Media se creía que los vampiros no estaban libres de las leyes que rigen sobre todas las criaturas sobrenaturales. Su condición de revenants no resguardaba a los vampiros de severas normas y reglas que no siempre tienen una explicación clara. Una de ellas sostiene que ningún vampiro puede cambiar las letras de su nombre original, es decir, del nombre que poseían cuando eran simples mortales.
Pueden, en cambio, alternar los signos que componen ese nombre.
No profundizaremos aquí en el hondo arraigo del tabú de los nombres propios. Baste decir que el pensamiento mágico, síntoma que procede del mito en tanto patrimonio colectivo, observa que el significado y el significante son, en esencia, lo mismo. La palabra que designa un objeto, o una persona, no son diferentes de ese objeto y esa persona; de modo que la posesión de un nombre trae consigo la posesión de lo nombrado.
Sobre esto versifica Jorge Luis Borges en el poema: El Golem.
Si (como el griego afirma en el Cratilo)
El nombre es arquetipo de la cosa,
En las letras de rosa está la rosa
Y todo el Nilo en la palabra Nilo.
El nombre es arquetipo de la cosa,
En las letras de rosa está la rosa
Y todo el Nilo en la palabra Nilo.
La demonología, por ejemplo, sostiene que los demonios y otras criaturas pérfidas del infierno sólo pueden ser expulsados una vez que el exorcista los obliga a decir sus nombres.
Refiriéndonos puntualmente a los vampiros, conviene recordar que su naturaleza no es un don, sino una maldición, y como tal las reglas que los sostienen necesariamente poseen cualidades restrictivas.
Un vampiro sólo puede construir su nueva identidad valiéndose de las letras de su verdadero nombre. Así lo quiere la leyenda y así lo ha recogido el diligente Sheridan Le Fanu en Carmilla.
No obstante podemos pensar que el vampiro está condenado pero que no es esclavo de esa condena. Revelar su nombre es también revelar el misterio que se comprime en los signos que lo componen; de modo que, sin quebrar la prohibición, emplea un anagrama para ocultar su verdadera personalidad.
Un mecanismo análogo se da en la Cábala. Al parecer, Dios tampoco está dispuesto a que su verdadero nombre trascienda, ya que quien pueda pronunciarlo se hará acreedor de sus cualidades. Tal vez por eso, anuncian los cabalistas, el centésimo nombre de Dios, que glorifica todos sus atributos, se escribe con los impronunciables signos del alfabeto celeste.
Leyendas de vampiros. I Diccionario de mujeres vampiro.
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