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El mundo sin sol: análisis de «La Tierra Nocturna» de W.H. Hodgson.


El mundo sin sol: análisis de «La Tierra Nocturna» de W.H. Hodgson.




«Una extraña inquietud se apoderaba de la Tierra;
sin embargo, no la percibía con mis oídos: mi espíritu la oía,
y era como si la angustia y una expectativa de horror me rodearan.»



Hoy en El Espejo Gótico analizaremos la novela de William Hope Hodgson: La tierra nocturna (The Night Land), publicada en 1912. Una versión abreviada apareció ese mismo año con el título: El sueño de X (The Dream of X). La historia incluye viajes en el tiempo [no mecanizados], proyecciones astrales, y un examen de la flora, fauna y civilización de la Tierra en un futuro post-solar.

Resumen:


«Lo que me ha ocurrido no es soñar, sino que he despertado allí, en la oscuridad, en el futuro de este mundo.»


La Tierra Nocturna comienza con un caballero del siglo XVII llorando la muerte de su amada, Lady Mirdath. No conocemos el nombre del Narrador, ni siquiera si realmente es del siglo XVII [se infiere por su estilo de escritura], sólo que es un caballero inglés, atlético y adinerado, que se enamora perdidamente de Mirdath la Hermosa [Mirdath the Beautiful]. La historia de su noviazgo se extiende durante docenas de páginas, pero constituye el prólogo de la novela.

Después de la muerte de Mirdath, el Narrador tiene una visión del futuro lejano: se reencarnará mucho después de que el sol haya muerto, cuando los restos de la humanidad vivan en una pirámide de once kilómetros de altura llamada Último Reducto [Last Redoubt], una fortaleza contra los seres monstruosos que acechan el mundo frío y oscuro del exterior: seres primordiales [surgidos de la tierra misma], productos indeseables de experimentos científicos, variantes degeneradas de la humanidad; y, lo peor de todo, criaturas innombrables del espacio exterior [o de dimensiones superiores] que pueden devorar las almas humanas.

Si bien el Último Reducto es una fortaleza, su protección radica en el Círculo, un tubo de energía que rodea la pirámide, alimentado por la Corriente de la Tierra [Earth Current], una fuerza telúrica que es beneficiosa para los humanos pero dañina para los monstruos. W.H. Hodgson no proporciona información adicional sobre todo esto, pero el Círculo funciona como un dispositivo a gran escala del mismo principio utilizado por Carnacki [su personaje más reconocido] en varias historias. Por otra parte, muchos de los «monstruos» son entidades espirituales. Estos seres, como en Los piratas fantasma (The Ghost Pirates), no son espectros tradicionales, sino entidades de dimensiones superiores [ver: Biología extradimensional en los Mitos de Cthulhu]

Los habitantes del Último Reducto tienen poderes psíquicos básicos, como proyectar mensajes a distancia. El Narrador tiene habilidades más amplias, como el Oído Nocturno [Night Hearing], que lo sintoniza con los monstruos. Gracias a esta habilidad, se une a los Monstruwacans [Vigilantes de Monstruos] que observan la Tierra Nocturna a través de su enorme telescopio en el pináculo de la pirámide. Allí, el Narrador recibe mensajes telepáticos que resultan ser de otros seres humanos: En el pasado distante, se construyó un segundo reducto, y sus habitantes han logrado enviar un mensaje, pero su suministro de energía está fallando y pronto caerán. Por supuesto, la mujer que ha enviado el mensaje desde el Reducto Menor es la reencarnación de Mirdath la Hermosa, llamada Naani.

La primera misión de rescate termina en catástrofe. Varios jóvenes pierden sus almas a manos del enemigo más temible de la humanidad: la Casa del Silencio [House of Silence]. El Narrador finalmente decide aventurarse solo en la Tierra Nocturna y traer de vuelta a Mirdath. El viaje requiere preparativos, tanto físicos como espirituales, como una armadura finamente elaborada para repeler a los monstruos y una capa para protegerse del frío. Su principal arma es el diskos, una mezcla de hacha y sierra eléctrica. El Narrador no puede comer nada que crezca en la Tierra Nocturna, por lo que sus único alimentos son tabletas nutritivas y un polvo que se convierte en agua cuando se expone al aire. La última precaución antes del viaje es implantarse quirúrgicamente una cápsula envenenada en el antebrazo en caso de ser capturado.

Entonces, las luces del primer piso del Reducto se apagan y la gran puerta se abre. El Narrador comienza su viaje, sin muchas probabilidades de regresar.

Lo que sigue debería ser lo mejor de La Tierra Nocturna; desafortunadamente, han pasado cientos de páginas para llegar a este punto, y lo que viene parece deslucido. Es cierto, hay algo de aventura, combates cuerpo a cuerpo con los seres del yermo y algunos roces con las entidades superiores [tan extrañas y maravillosas como deberían ser]; pero lo mejor ha quedado atrás.

***


Adentrarse en la Tierra Nocturna es peligroso. Uno entiende rápidamente porqué inspiró a autores como H. P. Lovecraft, Robert E. HowardClark Ashton Smith, y también porqué es una de las novelas más detestadas de su tiempo. Por un lado, La Tierra Nocturna es uno de los despliegues más exhuberantes de imaginación y originalidad de su tiempo, por el otro, contiene largos y lánguidos pasajes que resultan casi ilegibles [ver: El adverbio que cayó del espacio]

No creo que sea imposible reconciliar estos dos aspectos. W.H. Hodgson sabía que tenía entre manos una obra maestra, tal vez por eso dejó de lado su competencia habitual y se entregó a un estilo de escritura pretencioso; y eso está muy bien. No se puede ser discreto y mesurado cuando vas a lanzar a un inglés acartonado del siglo XVII a un futuro post-apocalíptico donde el sol ha muerto y la tierra es reclamada por entidades de otra dimensión. Sin embargo, sí puede decirse que W.H. Hodgson llevó las cosas demasiado lejos. La Tierra Nocturna es un lugar tan inhóspito para su protagonista como para el lector.

Dicho esto, no puedo juzgar si la prosa arcaica de W.H. Hodgson es deficiente [en el sentido técnico] o no; pero en la primera mitad del libro funciona. Por forzado que sea el estilo [y es un verdadero lastre], resulta eficaz. Después de todo, ¿quién sabe cómo hablarán los seres humanos en un futuro inconcebiblemente lejano? No como nosotros, ciertamente; tampoco como una persona de 1912. En este sentido, utilizar un color isabelino [de cientos de años atrás] para transmitir las enormes profundidades del tiempo parece una solución razonable, a pesar de todas las dificultades que causa al lector.

En el ensayo de 1927: El horror sobrenatural en la literatura (The Supernatural Horror in Literature), Lovecraft escribió:


«La Tierra Nocturna es un relato extenso (583 páginas) sobre el futuro infinitamente remoto de la Tierra: miles de millones y millones de años por delante, después de la muerte del sol. Está narrado de una manera bastante torpe, como los sueños de un hombre del siglo XVII, cuya mente se funde con su propia encarnación futura; y está seriamente estropeado por una verborrea dolorosa, repeticiones, un sentimentalismo romántico, artificial y nauseabundo, y un intento de lenguaje arcaico aún más grotesco y absurdo que el de Glen Carrig


El Flaco de Providence es duro, pero justo.

W.H. Hodgson tiene la necesidad obsesiva de narrar detalles triviales hasta el punto de la monotonía. Lovecraft cita atinadamente el relato Los botes del Glen Carrig (The Boats of the ‘Glen Carrig’) como ejemplo de esa obsesión. Cerca del clímax de esta historia, un grupo de marineros que intentan escapar de una isla pasan una semana trenzando cuerdas para el bote. Hodgson, por supuesto, no escribe «pasamos siete días trenzando cuerdas», sino que describe cada día, individualmente, hasta el más mínimo detalle, usando las mismas palabras ya que la acción [trenzar cuerdas] es la misma. La Tierra Nocturna eleva esta compulsión por el detalle y la repetición a lugares inéditos.

Por ejemplo, tenemos decenas y decenas de páginas sucesivas donde el Narrador habla de qué ha comido, cuánto ha caminado, de su descanso; y aunque esos detalles son interensantes en su justa medida, resultan abrumadores por su extensión. Es como si W.H. Hodgson no pudiera omitir los momentos, o los días, en los que no sucede nada; por lo que nos brinda capítulos enteros donde sólo se camina, come y duerme.

Cuando Lovecraft habla de lo «grotesco y absurdo» que resulta el «intento de lenguaje arcaico» del protagonista, se refiere a la intención de W.H. Hodgson de escribir su novela como lo haría un hombre del siglo XVII. El problema es que el protagonista se enfrenta a una realidad futura para la cual no tiene palabras, de modo que debe emplear muchísimas [y en inglés isabelino]. Pero la dificultad, insisto, no radica tanto en el estilo, sino en la minuciosidad con la que el Narrador divaga sobre temas superficiales para la trama.

Además de la trama principal, que el Flaco de Providence calificó de «un sentimentalismo romántico, artificial y nauseabundo», La Tierra Nocturna crea un mundo fascinante, surrealista. Lamentablemente, W.H. Hodgson empleó el recurso más interesante de su novela como telón de fondo de la historia principal, de modo que sólo entró en detalles cuando era necesario. Me hubiese gustado saber más sobre este ecosistema que se desarrolla sin la energía del sol; y si bien el autor aclara que la energía disponible proviene de fuentes geotérmicas, su funcionamiento es un misterio. De todos modos, podemos hacer algunas suposiciones.

El Narrador no menciona la presencia de nieve o hielo, por lo cual es lícito suponer que la temperatura ambiente está por encima del nivel de congelación del agua. Hay ríos, y la actividad geotérmica cerca del Gran Mar hace hervir las aguas, de modo que el vapor asciende y se condensa en forma de lluvia. La vegetación es exigua. En el área del Último Reducto hay «arbustos de musgo» [moss-bushes], pero no otro tipo de plantas; sin embargo, cerca del Gran Mar hay bosques. Esto parece curioso, teniendo en cuenta que no hay luz solar para que se produzca la fotosíntesis. El autor sugiere que estas plantas han aprendido a subsistir de la luz emitida por la actividad volcánica.

De hecho, carecer de luz solar no significa que no pueda haber fotosíntesis. Algunas clorofilas operan en la región infrarroja; de modo que estas plantas sólo necesitarían una fuente de calor, y el vulcanismo de la Tierra Nocturna podría servir muy bien. En este sentido, W.H. Hodgson describe las enormes «colinas de fuego», montañas en la distancia que brillan «como pequeños soles». El modelo básico sería el de una biosfera alimentada por actividad geotérmica.

La fauna de la Tierra Nocturna es bastante elemental. Casi todas las criaturas que el Narrador encuentra son grandes, mamíferas y de aspecto humanoide [con la excepción de serpientes, que son el bocado predilecto de los Perros-Rata (Rat-Dogs); enormes babosas, y también están Sabuesos Nocturnos (Night Hounds), canes del tamaño de un caballo y con dientes de tiburón]. Todas estas formas de vida son depredadoras; sin embargo, no se menciona ningún tipo de herbívoro o ser intermediario entre los carnívoros y la vida vegetal.

Además de una flora y fauna terrenal, la Tierra Nocturna cuenta con un ecosistema psico-espiritual inspirado en la teosofía. Veamos en qué consiste:

Entre los humanos están los Sensitivos [Sensitives], que poseen poderes telepáticos. Si uno es atacado por un animal, o asesinado, o muere por enfermedad o vejez, experimenta la muerte física que conocemos, pero en la Tierra Nocturna existe otra forma de aniquilación llamada Destrucción [Destruction], que consiste en la muerte del Alma Inmortal. Frente a esta posibilidad, la mayoría de las personas se quitan la vida antes de ser destruidas.

Los seres capaces de devorar el alma humana son los Pneumávoros [Pneumavores], básicamente carnívoros espirituales con ciertas similitudes con las entidades del bajo astral descritas en la teosofía. No viven del todo en el plano físico, aparecen intermitentemente cuando un alma notable los activa de su letargo. Un grupo muy reducido de seres vigilan constantemente el Gran Reducto, llamados Vigilantes [Watchers]. Estas entidades son colosales, alcanzan el tamaño de montañas y se mueven con la velocidad de un glaciar. Casi nadie sabe qué hay más allá de las Puertas de la Noche [Doorways in the Night], sólo que es una entrada a dimensiones superiores habitada por poderes malignos [ver: Horror Cósmico: qué es, cómo funciona, y por qué el tamaño sí importa]

W.H. Hodgson insinúa que algunas de estas formas de vida son el resultado ordinario de millones de años de evolución, o de involución, habida cuenta que ciertos habitantes de la Tierra Nocturna parecen ser formas degeneradas de la humanidad. Pero también hay formas de vida no autóctonas, entidades extraordinarias que se congregan alrededor del Reducto y que probablemente llegaron desde el «Exterior» cuando las condiciones de la Tierra fueron propicias para su existencia.

En la Tierra Nocturna existe una enigmática fuerza del bien [o al menos a favor de la humanidad] que se manifiesta cuatro veces en la historia [en todas como deus ex machina], a veces como una cúpula brillante, otras como una estrella, otras como una barrera de luz. Todas estas formas impiden que los Pneumávoros y los humanos salvajes irrumpan en el Gran Reducto. Nada de lo que entra en esa luz vuelve a ser visto.

El Gran Reducto no solo está protegido por esta fuerza benévola, cuenta con la Corriente de la Tierra como una especie de halo protector, que tiene un efecto holístico sobre los humanos que viven allí. Abrigados con esa energía, la fuerza física y los poderes psíquicos proliferan. Esto es evidente cuando la Corriente mengua en el Reducto Menor; y las personas se vuelven lo suficientemente estúpidas como para abrir las puertas y permitir que las criaturas de la Tierra Nocturna se alimenten de sus almas. Por otro lado, el Gran Reducto cuenta con una gigantesca arma giratoria de «metal viviente», con la cual el artillero debe establecer un enlace psíquico, un concepto asombroso para la época.

William Hope Hodgson también proporciona una geografía repleta de sitios misteriosos. Tenemos El Sendero Donde Caminan Los Silenciosos (The Road Where The Silent Ones Walk), un camino prohibido por el que a veces se ven seres extraños, muy altos y cubiertos con sudarios, que simplemente caminan en silencio. Otros sitios escalofriantes son El País de Donde Viene la Gran Risa (The Country Whence Comes The Great Laughter), un territorio remoto desde el cual llegan risas y carcajadas guturales, pero nadie sabe qué las está causando; o La Cosa Que Asiente (Thing That Nods), un ser descomunal, como una placa tectónica viviente, que repta constantemente como si asintiera. Sin embargo, el sitio más peligroso es La Casa del Silencio (The House Of Silence), una especie de mansión victoriana situada al norte de la pirámide. Este lugar emite un brillo perpetuo, y atrae a los incautos a su interior realizando pequeños juegos psicológicos [ver: La Casa como entidad orgánica y consciente en el Gótico]

Lovecraft no era amigo del «sentimentalismo romántico» [sobre todo si es «artificial y nauseabundo»], pero ése no es el mayor pecado de W.H. Hodgson. El problema del cortejo y el amor romántico en La Tierra Nocturna es dónde se desarrolla: a pesar de estar solos en el yermo, rodeados de peligros, enfrentados al agotamiento físico, a la amenaza de la muerte, incluso de la aniquilación de sus almas, el Narrador y Naani [reencarnación de Mirdath] se comportan como dos adolescentes, bromeando y coqueteando sin descanso. La situación es vergonzosa para el lector; se nos obliga a escuchar el ida y vuelta de palabras edulcoradas entre dos noviecitos. También es indignante, por lo inapropiado del lugar. ¿No podríamos centrarnos en los monstruos devoradores de almas mientras estamos en el yermo? ¿No podrían guardar ese «sentimentalismo romántico» [«artificial y nauseabundo»] hasta que lleguemos al Reducto Menor?

Naani, en particular, es exasperante. En una ocasión, deja sus zapatos [deliberadamente] cerca de una fuente termal, y hace que el Narrador vuelva sobre sus pasos [varios kilómetros] para recuperarlos. A pesar de que están exhaustos, con su suministro de comida y agua cada vez más escaso, ella hace esta broma idiota, que significa una posibilidad real de muerte o algo peor, y el Narrador le sigue el juego.

Creo que esto se refiere Lovecraft cuando habla de «artificial y nauseabundo»; afortunadamente, también utilizó tropos de La Tierra Nocturna para su concepción del Horror Cósmico, como la indiferencia del universo, la insignificancia del ser humano, etc. [ver: Horror Cósmico: la vida no tiene sentido, la muerte tampoco]. En este sentido, el Flaco de Providence es un crítico justo: duro [incluso despiadado] con los aspectos más deslucidos de una obra, pero capaz de reconocer y valorar sus puntos fuertes. La Tierra Nocturna es una obra ideal para hacer esta distinción: la primera parte funciona muy bien, la segunda falla esterepitosamente.

El episodio del zapato es absurdo, pero forma parte de un problema estructural: esto sucede cuando el Narrador y Naani están regresando; es decir, estamos volviendo por el mismo camino que ya hizo el Narrador para rescatarla. Creo que W.H. Hodgson quiso aportar algunos incidentes en el viaje de regreso, pero el problema de fondo es que ya hemos estado aquí, ya hemos atravesado este territorio en nuestro camino hacia la Naani. De todas formas, la responsabilidad es del Narrador. Naani puede ser bastante estúpida, pero su proximidad física, durante el regreso al Reducto, proporciona al Narrador infinitas oportunidades para divagar sobre el amor. Hay unas 200 páginas de esto.

Si La Tierra Nocturna fuera un lugar exótico, y su lectura un viaje, sería justo advertir al viajante que deberá hacer el recorrido al lado de una pareja de recién casados que constantemente se harán promesas de amor y sacrificio; pero el lugar en sí, sus criaturas, su geografía, su dinámica social, sus ecosistemas, hacen que lo anterior sea soportable. El lugar es único.




Más de William Hope Hodgson. I Taller gótico.


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El artículo: El mundo sin sol: análisis de «La Tierra Nocturna» de W.H. Hodgson fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Los comedores de esporas: análisis de «La voz en la noche» de W.H. Hodgson.


Los comedores de esporas: análisis de «La voz en la noche» de W.H. Hodgson.




«Pensé en una esponja, en una gran esponja gris
que se movía hacia la niebla.»



Hoy en El Espejo Gótico analizaremos el relato de William Hope Hodgson: La voz en la noche (The Voice in the Night), publicado originalmente en la edición de noviembre de 1907 de la revista The Blue Book Magazine, y luego reeditado en la antología de 1914: Hombres de aguas profundas (Men of the Deep Waters).

Resumen:

Como muchos cuentos de W.H. Hodgson, La voz en la noche comienza con un barco varado en medio del Pacífico Norte en una noche tranquila. Los hombres de la goleta británica se sorprenden al oír el chapoteo de remos. Un bote se acerca. De la densa niebla surge una voz:


«Se escuchó de nuevo: una voz curiosamente gutural e inhumana, llamando desde algún lugar del mar oscuro.»


El extraño les ruega a los hombres a bordo por algunos suministros, y solicita que le permitan mantenerse fuera del alcance de sus lámparas. Afirma que sufre una enfermedad infecciosa.

Atemorizados, los marineros de la goleta apagan sus luces y hacen flotar una caja de provisiones. El extraño está agradecido, y pronto escuchan el chapoteo de sus remos alejándose. Horas después, regresa. Su prometida, afirma, está moribunda y necesitaba desesperadamente la comida. En este punto, el extraño cuenta su historia.

Él y su prometida eran misioneros. Su barco, el Albatros, naufragó y la tripulación los abandonó. Después de la tormenta, construyeron una balsa y se dirigieron a una isla desierta. Acamparon en las orillas de una hermosa bahía donde encontraron otro navío varado y lleno de provisiones. El barco estaba cubierto de un hongo gris y pulposo. La pareja limpió un sector para pasar la noche, pero el hongo era increíblemente resistente; pronto regresa y comienza a invadir sus pertenencias.

De hecho, el hongo prospera en toda la isla con excepción de la franja de playa donde está el campamento:


«El hongo vil, que nos había expulsado del barco, estaba creciendo de manera desenfrenada.»


El crecimiento del hongo en la isla ha tomado formas gigantescas que se asemejan a árboles, dedos y… humanos. Algunas de las masas fúngicas parecen moverse o temblar. Peor aún, la pareja descubre que el hongo ha comenzado a crecer en sus propios cuerpos y apenas pueden resistirse a comerlo.


«Día tras día, con una rapidez monstruosa, el crecimiento del hongo se apoderó de nuestros pobres cuerpos.»


Un día, el Invisible [como Hodgson llama al hombre en el bote] advierte una mancha de moho grisáceo en la piel de su prometida. Al comentarlo, ella se derrumba y confiesa que comió un poco de hongo en su desesperación. Jura que no volverá a hacerlo, pero los suministros se han agotado y solo pueden pescar ocasionalmente.

Tiempo después, la pareja encuentra unas extrañas columnas de hongos de forma oblonga que se mueven lentamente. Son los cuerpos de la tripulación del barco varado, cubiertos hasta el punto de resultar irreconocibles como seres humanos.

Hambrientos y desesperados, la pareja se atiborra del hongo gris.

El hongo comienza a apoderarse de ellos. En el último tiempo han sufrido la transformación que observaron en la tripulación del barco varado.

Amanece. La niebla empieza a disiparse. El Invisible se despide de la goleta, agradeciéndoles su bondad y prometiéndoles que Dios los recompensará. Se inclina sobre sus remos y comienza a alejarse. En la distancia lo toca un rayo de luz. El narrador comenta:


«Vi vagamente algo que se movía entre los remos. Pensé en una esponja, en una gran esponja gris que se movía hacia la niebla. Los remos continuaron trabajando. Eran grises, como el bote, y mis ojos buscaron en vano la conjunción de la mano y el remo. Antes de que pudiera ver más, la niebla envolvió a la monstruosa figura y desapareció para siempre.»

***



El nombre del barco en el que viaja la pareja no es caprichoso. Albatros remite al poema de Samuel Taylor Coleridge: La balada del viejo marinero (The Rime of the Ancient Mariner), donde un anciano cuenta cómo su barco fue seguido por un este pájaro en los helados mares del Polo Sur. Es un pájaro que trae buenos augurios; lamentablemente, la tripulación lo mata y se desencadena una serie de desgracias. Así, el albatros, originalmente una bendición, se convierte en una maldición. Hay otros paralelos interesantes entre el poema de Coleridge y La voz en la noche, entre ellos, referencias a una boda inminente, hambre, sed, y una maldición.

A primera vista, La voz en la noche parece una historia de supervivencia, pero poco a poco desciende hacia el horror característico de W.H. Hodgson. A propósito, H. P. Lovecraft escribió:


«De calidad estilística bastante desigual, pero vasto poder ocasional en su sugerencia de mundos y seres acechantes detrás de la superficie ordinaria de la vida, el señor Hodgson es quizás superado sólo por Algernon Blackwood en su tratamiento serio de la irrealidad. Pocos pueden igualarlo al presagiar la proximidad de fuerzas anónimas y monstruosas entidades asediantes mediante pistas casuales y detalles insignificantes.»


En cierto modo, W.H. Hodgson construye aquí un escenario bíblico. Tenemos al Jardín del Edén [la isla], al fruto prohibido [el Hongo] y su impacto en Adán y Eva [la pareja]. En este contexto, el Hongo parece una manifestación física del pecado, que crece de manera imparable una vez que lo pruebas. La pareja está condenada, pero se han aislado y han contado su historia a quienes podrían rescatarlos para evitar que sufran el mismo destino. La generosidad de la tripulación de la goleta les ha proporcionado una última comida antes de entrar en la fase final de su conversión a una forma de vida no humana [ver: Black Goo y otras monstruosidades amorfas en la ficción]

W.H. Hodgson toma el motivo bíblico de la tentación y el fruto prohibido y lo impregna de elementos secundarios, como la lujuria, lo parasitario y la amenaza de la contaminación. Así como en los cuentos de Lovecraft proliferan las entidades amorfas, a veces tentaculares, W.H. Hodgson era un germófobo confeso, y en sus historias siempre encontramos la presencia de moho, hongos y bacterias que amenazan con infectar física y espiritualmente a los protagonistas. De hecho, el autor se obsesionó con el entrenamiento físico motivado por el deseo [neurótico] de ser inmune a las enfermedades [ver: Vermifobia: gusanos y otros anélidos freudianos en la ficción]

Es probable que su germofobia haya tenido origen en el maltrato físico y psicológico que sufrió de parte de sus compañeros de a bordo durante sus muchos viajes [W.H. Hodgson fue aprendiz y luego oficial de la marina británica durante varios años]. Se ha especulado que, como marinero, en varias ocasiones se encontró en la obligación de visitar prostitutas junto con sus colegas, y siempre estuvo atormentado tanto por la culpa como por el miedo de haber contraído una enfermedad infecciosa [ver: Apetito por la Repulsión]

Su obsesión neurótica por la higiene produjo algunas de sus mejores historias. De hecho, muchos cuentos de William Hope Hodgson se apoyan en la idea de que lo único que se interpone entre la humanidad civilizada y la barbarie es la higiene regular. Esto se traduce en la necesidad de eliminar los elementos «invasores»: polvo, mugre, grasa, moho, esporas.

Esta es la amenaza en La voz en la noche: un Hongo, que es tanto un parásito como un saprofito; es decir, un ser capaz de consumir materia orgánica e inorgánica por igual, lo cual significa que todo está en peligro de ser invadido y corrompido. El protagonista primero procede ante el Hongo del mismo modo en que lo haría el autor: limpiando frenéticamente:


«Raspamos los extraños parches de crecimiento que salpicaban los pisos y las paredes de las cabinas y el salón, pero volvieron a su tamaño original en el espacio de veinticuatro horas, lo que no solo nos desanimó, sino que nos dio una sensación de vaga inquietud.»


La pareja toma medidas drásticas: raspan el Hongo con una solución de ácido carbólico. Pero el Hongo no sólo se regenera, sino que, como si respondiera a estos intentos de frenar su crecimiento, se expande sobre un área más grande. Esto implica, quizás, que la masa fúngica es una entidad consciente, o al menos capaz de acelerar a voluntad su proceso de crecimiento. De una «vaga inquietud», al principio, la pareja pasa al horror a la infestación de sus propios cuerpos.

La voz en la noche es un relato perturbador, entre otras cosas, porque la amenaza de transformación a una forma de vida primordial [el Hongo] no es necesariamente algo degradante. Convertirse en el Hongo, tal vez, es algo misericordioso, incluso placentero si es que encontramos placer en la idea de despojarse de la sensibilidad [y de los sentidos limitados] de los vertebrados. En este sentido, integrarse a esta entidad micológica no es análogo a la muerte, sino al ingreso a una nueva forma de vida. La diferencia no está en el fin, sino en el proceso. Al morir, nuestro cuerpo atraviesa un proceso de descomposición similar a una lenta transición fúngica; pero los protagonistas de La voz en la noche no necesitan esperar a la muerte para ser absorbidos. Son, en el punto donde los conocemos, una fusión entre lo fúngico y lo humano.

Por supuesto, W.H. Hodgson posterga la conversión para acentuar el horror de la historia, la prolonga en un estado límbico, intersticial, donde el hombre en el bote es capaz de ejercer lo que le queda de humanidad: puede hablar, incluso proteger a los marineros al impedir que se infecten, pero al mismo tiempo su cuerpo se encuentra horriblemente deformado. Un autor mediocre convertiría al hombre en el bote en una criatura bestial que intentaría matar a todos a bordo, o al menos incorporarlos a la biomasa indiferenciada del Hongo. Hodgson simplemente lo convierte en una «voz», tal vez su último aspecto humano reconocible.

Podría decirse que existe un elemento sexual en la transmisión del Hongo, pero no creo que esta sea la intención del autor. Cuando la Voz dice: «tocarnos permitió que los gérmenes viajaran», no necesariamente está hablando de contacto íntimo. Más bien, el transporte de esporas es pasivo, y sólo adopta una intencionalidad agresiva cuando el Hongo es raspado del sitio donde se ha instalado. En cualquier caso, los filamentos del Hongo de William Hope Hodgson penetran tan profundamente en el cuerpo que terminan transformando su humanidad en algo más. En este sentido, el cuento no describe tanto la presencia intrusiva de un hongo antropófago que amenaza y finalmente destruye la vida [con el consecuente espectáculo grotesco de mutación y deformación], sino la creación de un organismo nuevo. De hecho, La voz en la noche parcee un intento de comprensión ontológica de la vida como un proceso abierto y susceptible [ver: Tentáculos «por default»]

Es interesante cómo W.H. Hodgson combina la proliferación de los filamentos fúngicos con el grado de descomposición de los cuerpos de los que se alimentan. Está dinámica parece reflejar que el Hongo crece a medida que descompone y luego consume el cuerpo humano. Sin embargo, podríamos hacer otra interpretación. W.H. Hodgson se esfuerza por excluir la posibilidad de discernir entre parásito y anfitrión, porque desde el momento de la «infección», el Hongo y el ser humano ya no pueden considerarse entidades separadas: ni uno es completamente humano, ni el otro es enteramente fúngico [ver: Toda materia es sensible: nosotros también somos IA]

No creo que La voz en la noche deba inscribirse entre las expresiones de inquietud de comienzos del siglo XX sobre la degeneración genética, un motivo frecuente en los cuentos de Lovecraft [ver: La degeneración de la familia Martense]. Después de todo, la presencia del Hongo impide que se consume el matrimonio, y probablemente bloquea la posibiliad de reproducción sexual en la isla. Además, la descripción que hace W.H. Hodgson de la absorción de lo humano en lo fúngico no implica necesariamente una involución o regresión. El hombre en el bote no se transforma en un humano degradado, es decir, no toma un camino regresivo, sino que se convierte en algo distinto, algo que desafía las categorías de vivo y muerto [ver: La biología de los Monstruos]

Al final de La voz en la noche, los marineros quedan fascinados y horrorizados ante la forma del hombre en el bote al perderse en los bancos de niebla, de regreso a la isla maldita.. Quedan perplejos por este ensamblaje entre hombre y hongo, remos y barco, una criatura cuasi mitológica que podría tener algún vínculo con la imagen de Caronte, el barquero de los muertos en los mitos griegos, cuyos poderosos brazos se han fundido con los remos de su barca [ver: Nekropompos: la historia de Caronte, el barquero]

Hay un aspecto que me fascina de este relato. W.H. Hodgson no insiste en él, pero queda establecido en el título y en la larga exposición que hace el narrador: la «voz» prueba que, enterrada debajo de esos filamentos, o perdida en algún lugar de esa fusión o ensamblaje entre la anatomía humana y la masa caprichosa del Hongo, todavía hay una boca.




Más William Hope Hodgson. I Taller gótico.


Más literatura gótica:
El artículo: Los comedores de esporas: análisis de «La voz en la noche» de W.H. Hodgson fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Los lechones de Tindalos: análisis de «El Cerdo» de W.H. Hodgson.


Los lechones de Tindalos: análisis de «El Cerdo» de W.H. Hodgson.




En El Espejo Gótico hoy analizaremos el relato de William Hope Hodgson: El Cerdo (The Hog), publicado de manera póstuma en la edición de enero de 1947 de la revista Weird Tales [a instancias de August Derleth], y luego reeditado en la antología de 1973: Carnacki: el cazafantasmas (Carnacki, the Ghost-Finder).


[«Yo lo he oído, es una especie de estruendosa melodía porcina compuesta de gruñidos, ronquidos y rugidos, mezclados con chillidos y gritos, y aderezados con una especie de aullidos porcinos. A veces he pensado que tiene un ritmo peculiar, pues, de vez en cuando, surge de ella un GRUÑIDO gargantuesco, que sobrepasa el rugido de un millón de puercos, un tremendo GRUÑIDO que posee ritmo propio.»]


El narrador, Dodgson, y otros amigos, escuchan junto al fuego la historia de Thomas Carnacki [un astuto investigador de lo Oculto] sobre un reciente experimento catastrófico. El doctor Witton, un médico decente pero pragmático, le habló a Carnacki sobre un paciente llamado Bains. Carnacki cree que Bains podría sufrir una falla en la «barrera de protección» que, de lo contrario, lo «aislaría» espiritualmente de las «Monstruosidades Exteriores» [Outer Monstrosities].

Carnacki invita a Bains a visitarlo, y este describe sueños tan reales que parecen experiencias concretas de la vigilia. En estos sueños se encuentra vagando por «un lugar profundo y vago», rodeado de horrores invisibles, un «lugar infernal» del que un «conocimiento repentino» lo insta a escapar. Lucha por despertar antes de ser atrapado por un «monstruo destructor de almas».


[«Por lo general vienen en cuanto me quedo dormido. Entonces me asalta la sensación de que debo bajar a algún lugar impreciso, y siento que me atenaza un horror inexplicable y espantoso. Jamás puedo llegar a comprender qué es, porque nunca consigo verlo. Sólo recibo una especie de advertencia que me dice que tengo que bajar hasta algún lugar terrible... una especie de infierno; y esta advertencia es insistente, incluso imperativa, y me ordena que huya, que huya de algún horror enorme que caerá sobre mí.»]


Bains, entonces, parece despertar, ve su habitación alrededor, los objetos cotidianos, percibe los olores y sonidos, pero el Bains «real» [su alma o proyección astral] permanece en esta otra dimensión.

Inmóvil en la cama, su consciencia hace un esfuerzo agónico por atraer a su alma de vuelta a su cuerpo. Mientras yace allí, exhausto, escucha desde enormes profundidades una serie de chillidos porcinos.


[«Entonces me vuelvo a encontrar en la cama, agotado por la terrible lucha. Pero aún sigo sintiendo a mi alrededor la presencia de un espantoso terror, como si alguna monstruosidad agazapada hubiese salido de aquel horrible lugar y me hubiera seguido, inmóvil, silenciosa e invisible, y me amenazase, a mí que estoy acostado.»]


Carnacki está dispuesto a ayudarlo, pero advierte a Bains del peligro y la necesidad de una obediencia absoluta. Prepara su sala de experimentación con su nueva «defensa de espectro»: siete tubos de vacío, concéntricos, colocados en el suelo. El círculo externo produce luz roja, el interno luz violeta, con tonos anaranjados, amarillos, verdes, azules e índigo en el medio. Carnacki controla la iluminación de los círculos con un teclado y puede probar muchas combinaciones. Sabe que el rojo y el violeta son los más peligrosos, ya que tienen un efecto de «atracción» sobre las entidades extradimensionales.

Todo esto supone un salto tecnológico en comparación con otros relatos de Carnacki, donde se utilizan símbolos hechos con tiza, velas, agua, hierbas, pan, con unos pocos tubos de neón como refuerzo.

Carnacki viste a ambos con trajes de goma y hace que Bains se acueste en una mesa dentro de la «defensa de espectro». Adjunta una banda de electrodos a la cabeza de Bains. Ahora este debe concentrarse en los chillidos porcinos que escucha al despertar, pero, por el amor de Dios, no debe quedarse dormido.

Carnacki usa una cámara y un fonógrafo modificados para capturar los pensamientos de Bains y traducirlos en sonido. En este punto, otro fenómeno llama la atención del investigador: se está formando una sombra circular debajo de la mesa donde está acostado Bains. Carnacki le dice que deje de concentrarse, pero Bains se ha quedado dormido, aunque abre los ojos y comienza a emitir espantosos gruñidos.

La sombra se ensancha hasta convertirse en una abertura negra en la cual ambos parecen hundirse, incluso cuando el suelo permanece sólido bajo los pies de Carnacki. El investigador levanta a Bains pero no puede sacarlo de la defensa, porque «tensiones peligrosas» rodean el círculo en forma de una nube oscura. Desesperado, intenta recuperar la «esencia errante» de Bains extrayéndole sangre, porque las Monstruosidades Exteriores son capaces de detectarla.

La abertura se extiende hasta llenar toda la zona defendida. Para escapar, Carnacki camina entre los círculos violeta e índigo llevando en brazos a un Bains completamente rígido. ¡Ahora están atrapados entre la abertura y la nube!

La habitación tiembla. Un atronador gruñido porcino rodea a los hombres, acompañado por gigantescos chillidos provenientes de la abertura. El silencio que sigue presagia la fatalidad espiritual de Bains: en la abertura aparece una mancha luminosa que asciende lentamente. Se agrupa en una cara de cerdo. Mientras tanto, hocicos y patas se asoman momentáneamente de la nube, y los gruñidos de Bains responden:


[«Vi que una cosa se estaba materializando en medio de la defensa. Se iba elevando lenta y regularmente. Parecía lívida y enorme a través del anublado vórtice. Era un pálido y monstruoso hocico surgiendo de aquel abismo insondable. Cada vez se encontraba más alto. A través del tenue y brumoso velo, vi un diminuto ojo... Jamás podré volver a ver el ojo de un cerdo sin revivir algo de lo que entonces sentí. Era el ojo de un cerdo, pero animado de una especie de nefanda inteligencia.»]


Carnacki sabe que el Cerdo es una Monstruosidad Exterior, un ser que fue poderoso en la tierra y que está ansioso por regresar. Con Bains como conducto, está en camino de conseguirlo.

Solo un mensaje psíquico de la inescrutable «fuerza protectora» impide que Carnacki use su pistola. En cambio, comienza a arrastrar hacia afuera el tubo de vacío que emite luz azul, junto con Bains. La nube retrocede. Entonces, el Cerdo posee físicamente a Bains, quien corre en cuatro patas hacia aquellos protuberantes hocico y ojo. Sin embargo, el círculo azul atrapa a Bains. Intenta empujar a Carnacki, pero este logra esquivarlo y atarlo.

El Cerdo, ascendiendo inexorablemente, levanta el tubo violeta interior y lo derrite. Empieza a levantar el círculo índigo, la única defensa que queda entre él y los hombres. Afortunadamente, «ciertos poderes» están mirando desde lejos. Envían una cúpula de luz azul con rayas verdes que disipa al Cerdo y canaliza la nube.

Bains se despierta pensando que ha vuelto a soñar. Carnacki lo hipnotiza e instala en su psique un comando: si tiene más sueños de este tipo, debe despertar. Todo lo que queda de su terrible experiencia es el tubo violeta derretido y el índigo dañado.

Durante la sesión de preguntas y respuestas que sigue, Carnacki describe su teoría de que la Tierra (y presumiblemente otros planetas) está rodeada por esferas concéntricas de «emanaciones». El Círculo Exterior comienza a unas 100,000 millas de distancia y se extiende de cinco a diez millones de millas. En este «Círculo Psíquico» residen fuerzas e inteligencias como el Cerdo, que tienen hambre de las entidades psíquicas o almas de los hombres. Dodgson objeta, pero Carnacki tiene demasiado sueño para sermonearlo y le da las buenas noches.


La Ciencia en El Cerdo de William Hope Hodgson es capaz de hacerle fruncir el ceño [u otras regiones de la geografía humana] al purista de la Ciencia Ficción: fonógrafos que graban sueños y tubos de vacío con propiedades extradimensionalmente refractarias. Todo parece absurdo al principio, pero luego, casi imperceptiblemente, todo cambia, hasta que nos quedamos congelados escuchando el rítmico ascenso y descenso de los chillidos porcinos.

La historia termina en un Deux ex machina difícil de tragar. Luego estamos de regreso en la seguridad del salón de Carnacki para una pequeña sesión de preguntas y respuestas con sus amigos. Es una alegre charla académica sobre entidades capaces de devorar tu alma.

El ritmo ascendente y descendente del miedo de Carnacki, que refleja el patrón de gruñidos porcinos, se entrelaza maravillosamente a lo largo de la historia. Pasa de un terror casi suicida a una repugnancia profunda, y de ahí a esa falsa calma donde la extrañeza supera al horror. William Hope Hodgson detalla las emociones con tanta precisión como las ridículas medidas que toma Carnacki. Bains, gruñendo e incapaz de despertar [o de ser despertado], es espeluznante, tanto como la abertura móvil e ineludible. Las imágenes que evoca El Cerdo son únicas, pero están construidas sobre pesadillas universales: sentir que algo terrible se acerca y no poder correr, incapacidad de despertar, cosas extrañas que acechan en las sombras.

En El horror sobrenatural en la literatura (Supernatural Horror in Literature), H.P. Lovecraft elogió los relatos de terror de William Hope Hodgson, sobre todo sus relatos náuticos, como Los botes del Glen Carrig (The Boats of the Glen Carrig) y Los piratas fantasma (The Ghost Pirates), por su autenticidad [que no sorprende dada la temprana carrera de W.H. Hodgson como marinero]. La casa en el confín de la tierra (The House on the Borderlands) presenta muchos tropos cercanos al corazón de Lovecraft: fuerzas de otro mundo, anomalías híbridas de las profundidades, un narrador que viaja psíquicamente a través del tiempo y el espacio, incluso siendo testigo de la destrucción final de nuestro sistema solar.

La tierra nocturna (The Night Land), ambientada miles de millones de años después de la muerte del sol, también obtuvo la admiración del flaco de Providence, aunque estaba «contaminada por un sentimentalismo romántico, nauseabundo y pegajoso». Lovecraft es injusto aquí. William Hope Hodgson murió joven, víctima de un proyectil de artillería en Ypres, en 1918. Es fácil ser cínico, ateo y materialista cuando estás seguro en casa, pero el «sentimentalismo nauseabundo» era imprescindible para cualquier soldado en las trincheras de la Primera Guerra Mundial.

En cualquir caso, Lovecraft comenta:


[«En calidad, (la colección de historias de Carnacki) cae notoriamente por debajo del nivel de los otros libros. Aquí encontramos una figura más o menos convencional del tipo «detective infalible» —la progenie de M. Dupin y Sherlock Holmes, y pariente cercano de John Silence de Algernon Blackwood, moviéndose a través de escenas y eventos gravemente estropeados por una atmósfera de ocultismo. Sin embargo, algunos de los episodios tienen un poder innegable; y permiten vislumbrar el peculiar genio característico del autor.»]


Me pregunto si Lovecraft habría considerado El Cerdo como uno de estos relatos con un «poder innegable». Nunca lo sabremos. El cuento de William Hope Hodgson no se publicó hasta 1947, diez años después de la muerte del flaco de Providence, y veintinueve años después de la muerte del autor. 

El Cerdo es una historia que se mantiene alejada de lo «sentimental» que tanto desagradaba a Lovecraft, aunque está empapada de la parafernalia del ocultismo. Sin embargo, el poder visual de la abertura y la nube no lo habrían dejado indiferente, al igual que las finas descripciones del terror espiritual frente a las Monstruosidades Exteriores. Por otro lado, me temo que a Lovecraft no le habría gustado el deus ex machina final [algo parecido sucede en La tierra nocturna, donde un grupo de jóvenes que están siendo guiados hacia su perdición son repentinamente protegidos por una barrera de luz]. Después de todo, ¿por qué desesperarse por las Monstruosidades Exteriores cuando también hay benevolencias externas para contrarrestarlas antes de que las cosas se pongan demasiado difíciles?

Además, la escala cósmica de Carnacki no es tan... cósmica. ¿Su Esfera Exterior está a sólo 100,000 millas de la Tierra? ¡Eso ni siquiera nos deja a mitad de camino a la luna! ¿Y solo se extiende diez millones de millas? El sol está más de nueve veces más lejos. Por otro lado, ese largo desenlace también podría haberlo irritado. Si piensas dar cuenta de tus teorías, es conveniente hacerlo antes de que aparezca el Monstruo Exterior.

Más allá de estas objeciones, perfectamente lícitas [es difícil juzgar un relato póstumo que bien podría haberse beneficiado de una corrección final], vayamos a lo importante.

No estamos aquí frente a un lechón extradimensional: así es como los humanos percibimos, con nuestros imperfectos sentidos materiales, la forma y la voracidad de este Monstruo Exterior en particular; del mismo modo en que percibimos a los seres de Tindalos [de Frank Belknap Long] como «perros» [ver: Los Perros de Tindalos y los ángulos del tiempo]. Pero, ¿no son los cerdos un poco lindos? Para W.H. Hodgson no lo son; de hecho, constituyen su mayor aversión. Los cerdos son para W.H. Hodgson lo que los tentáculos son para Lovecraft [ver: Tentáculos «por default»]

En efecto, Lovecraft detestaba los frutos de mar y encontraba a las criaturas marinas especialmente repugnantes. Quizás por eso sus monstruosidades se asemejan a enormes invertebrados marinos. La recurrente apariencia porcina de las criaturas de W.H. Hodgson [por ejemplo, en La casa en el confín de la tierra, donde la Casa es asediada por malévolos puercos] sugiere una [moderada] fobia similar. Si August Derleth hubiese podido morder comercialmente los derechos de autor sobre las obras de W.H. Hodgson, no sería de extrañar que hoy en día estuviésemos hablando de los Mitos del Cerdo [ver: August Derleth: el creador de los Mitos de Cthulhu]

Los cerdos, entonces, ocupan un lugar destacado en las obsesiones de W.H. Hodgson. A veces son antagonistas, otras son instrumentos de la trama o se usan para describir los atributos del horror. En otras palabras: son monstruos, víctimas de monstruos o se usan para describir monstruos.

Esto se presenta de manera más destacada en La casa en el confín de la tierra, donde un hombre solitario, cuya casa se construyó accidentalmente en un punto débil en el tejido entre los mundos natural y sobrenatural, es asediado por demonios porcinos. Esos demonios son similares en forma a los que acechan a Bains en El Cerdo. La historia en sí es una especie de reelaboración del Té verde (Green Tea) de Sheridan Le Fanu, protagonizado por otro investigador de lo oculto: el doctor Hesselius [ver: Martin Hesselius: el detective paranormal de Sheridan Le Fanu]. Aquí, Hesselius consuela a un ministro que está siendo acosado por el espectro tiránico de un mono, un déspota libidinoso cuya misión parece ser llevar a su anfitrión al suicidio. Al igual que Carnacki, Hesselius es un experto en ocultismo, e infla la trama con sus teorías pseudocientíficas [a saber, que el uso persistente de té verde por parte de su cliente abrió su «tercer ojo»].

Los cerdos, por otro lado, se utilizan en el folclore y el cuento de hadas como una representación de nuestros rasgos menos civilizados: estupidez, falta de higiene, glotonería, rabia. Aparecen como caricaturas de la ignorancia en Los tres cerditos, el mito de Circe, y hasta Cristo arrojó a un grupo de demonios a una manada de cerdos que luego enloquecieron y se precipitaron desde un acantilado. Los cerdos se han asociado con frecuencia con la posesión demoníaca y el satanismo desde entonces. Al igual que el Mono de Sheridan Le Fanu, los cerdos de William Hope Hodgson son profundamente simbólicos, especialmente para él, que padecía germofobia.

Para W.H. Hodgson, los cerdos representaban todo lo que intentaba desterrar de sí mismo, todo lo que le molestaba y temía en su interior. Es decir que, para este autor, que encontró alivio en la autodisciplina, su máximo rival era la autocomplacencia, de modo que esta confrontación de Carnacki con el Cerdo ciertamente sería su peor pesadilla.

Carnacki está bien equipado en El Cerdo, y además cuenta con el conocimiento de un libro prohibido: el Manuscrito Sigsand, un volumen del siglo XIV que describe las características, puntos fuertes y debilidades de una amplia variedad de seres etéreos y semimateriales. Solo existen dos copias [conocidas]; una se encuentra en la Biblioteca Bodleiana, en la universidad de Oxford, y la otra está en posesión de Thomas Carnacki. En cualquier caso, Sigsand debe haber leído el Necronomicón, porque escribe:


[«Sobre el Cerdo sólo el Todopoderoso tiene poder. Si durante tu sueño oyes la voz del Cerdo, deja lo que estés haciendo y huye. Pues el Cerdo forma parte de los Monstruos Exteriores y ningún ser humano debe acercarse a él si ha oído su voz, pues, al principio del mundo, el Cerdo tenía poder y volverá a tenerlo al final. Y como el Cerdo tuvo antaño poder sobre la Tierra, ansía tenerlo una vez más. Terrible será el daño de tu alma si dejas que la Bestia se te acerque. Si has atraído sobre ti este horrendo peligro, no te olvides de la Cruz, pues de todos los Signos es aquel por el que el Cerdo siente más horror.»]


Aquí es inevitable recordar la advertencia de Abdul Alhazred:


[«El hombre gobierna ahora donde los Antiguos gobernaron una vez; Pronto gobernarán donde el hombre gobierna ahora. Después del verano viene el invierno, y después del invierno el verano. Esperan, pacientes y poderosos, pues aquí reinarán de nuevo.»]


El Manuscrito Sigsand menciona específicamente que el Cerdo teme a la señal de la cruz, sin embargo, Carnacki prefiere confiar en sus dispositivos tecnológicos [aquí usa una versión actualizada del dispositivo que aparece en La entrada del Monstruo (The Gateway of the Monster)] y nunca recurre a esa sugerencia, tal es así que uno se pregunta cuál es la razón de apelar a un libro prohibido si uno no piensa seguir sus recomendaciones. En cualquier caso, uno de los problemas de la historia es la pasividad de Carnacki, que no hace mucho más que observar los horrores que se arremolinan a su alrededor. Este es el costado negativo de colocar a dos personajes dentro de un círculo de protección. No hay mucho que hacer allí más que observar.

El Cerdo, el último caso de Carnacki, es más complejo y espiritualmente más aterrador que cualquiera de los anteriores. Hay más de un atisbo de Horror Cósmico, sobre todo en contraste con el protagonista. Hay una inmensidad que empequeñece al investigador paranormal de una manera que eclipsa su carisma holmesiano, convirtiéndolo más en un atónito protagonista lovecraftiano. Si bien Carnacki usa algunos elementos típicos del ocultismo contra las Cosas Porcinas, y aunque reconoce su malevolencia espiritual y física, en última instancia utiliza su inteligencia para definirlas como fuerzas ciegas del universo. Estas fuerzas [el Cerdo y sus Lechones] solo son sobrenaturales desde nuestra perspectiva humana, ya que parecen violar las leyes físicas conocidas, pero no necesariamente las verdaderas leyes que gobiernan el universo [ver: Einstein, la Relatividad y los Antiguos]

Por lo tanto, aunque Carnacki y el Manuscrito Sigsand ven a estas fuerzas como enemigas de la humanidad, en realidad se comportan como muchos seres interdimensionales de Lovecraft; es decir, son indiferentes a la humanidad y sus motivaciones están más allá de nuestro entendimiento. Para nosotros, ciertamente para Carnacki, parecen «malvados»; pero este cosmicismo existencial se debe principalmente a nuestra comparativa insignificancia.

Visualmente, el Cerdo es «una cara de cerdo, pálida y aparentemente inmóvil, que se eleva desde las profundidades». Una página más adelante es «una cara de cerdo flotante y pálida»; y luego: «una espantosa cabeza pálida». Al igual que Lovecraft, William Hope Hodgson evoca fuerzas tan ajenas a la naturaleza conocida que no pueden describirse con precisión [ver: Autopsias lovecraftianas: el arte de diseccionar lo innombrable]. Nuestro lenguaje solo puede andar a tientas al acercarse a ellas, recurriendo a la palabra «pálido» una y otra vez con la esperanza [frustrada] de que le dará al lector una vaga idea del color de esta cosa que aterrorizó a Sigsand; y que Carnacki, a pesar de toda su tecnología y conocimiento, no pudo contrarrestar [ver: Algunas lenguas para la comunicación interdimensional]

En la superficie, el Cerdo parece insinuar que estas entidades cósmicas, que han existido durante millones de años, necesariamente tienden hacia formas cada vez menos estructuradas, del mismo modo que la energía y la materia. La verdadaera amenaza, entonces, es el Tiempo; porque es la descomposición de la materia y la energía lo que sostiene a estos seres. En este contexto, los seres humanos somos proporcionalmente débiles. La humanidad solo puede vivir en una ínfima zona hospitalaria del universo, rodeada de fuerzas entrópicas que poco a poco van cerrándose a su alrededor. Sin embargo, esta visión parece refutada en un pasaje del Manuscrito Sigsand:


[«En la antigüedad, el Cerdo tenía poder en este mundo, y volverá a tenerlo al final.»]


En otras palabras, nuestro mundo comenzó en un estado que permitía la existencia del Cerdo, de modo tal que no hay degradación, sino una continua permanencia en el cosmos. No es que estas fuerzas estén cerrándose a nuestro alrededor, nosotros simplemente existimos en una pequeña zona templada y pasajera. Lo permanente, la norma, es el Cerdo.

Por alguna razón que Carnacki y el Manuscrito Sigsand omiten, el Cerdo solo puede aparecer brevemente en nuestra zona templada del universo, y solo en las condiciones propicias. ¿Cuál es el motivo? Por supuesto, solo podemos imaginar motivaciones humanas, de modo que lo primero que se me ocurre es que el Cerdo está alimentándose de humanos para engordar su raza entrópica. Esto nos permite preguntarnos: ¿el resto de los porcinos que atormentan a Bains son las almas [o proyecciones astrales] de los seres humanos que el Cerdo ha absorbido?

El Cerdo, al igual que el Horla de Guy de Maupassant, actúa en nuestro plano físico como una infección: en primer lugar, se contagia y adhiere a los seres humanos. Luego ataca la rutina de la existencia superficial: Bains ya no puede dormir. Esto permite que el Cerdo y los de su clase comiencen a reclamar su mente [ver: Gente Sombra, el Horla, y el portal interdimensional de Maupassant]

De esta manera, el Cerdo reúne seguidores en todas las épocas y lugares: agentes de entropía listos para ser desplegados al igual que el ejército porcino en La casa en el confín de la tierra. En este contexto, los sueños son lo único suficientemente entrópico para permitir la entrada del Cerdo a nuestro plano. Así sucede con Bains; y, tal vez, así sucede con Lady Mirdath y el narrador de La tierra nocturna. Si el tiempo no es una barrera para el Cerdo, entonces Bains estaba destinado a ser una presa, y Carnacki un enemigo.

Quizás llamar a Carnacki un «enemigo» del Cerdo sea exagerado. A lo sumo, es un obstáculo insignificante, porque lo cierto es que se necesitó la intervención de un agente externo, acaso Dios [o un Dios], acaso algo más que todo eso, para que Carnacki salga vivo de su último caso. De hecho, Carnacki termina su última aventura tan confundido como nosotros. No tiene respuestas. Simplemente está aliviado de que la terrible experiencia haya terminado. Sin embargo, podemos seguir el rastro del Cerdo más allá.

En 1908, W.H. Hodgson editó La casa en el confín de la tierra, donde dos campistas irlandeses [Tonnison y Berreggnog], hombres corpulentos y templados, regresan a la civilización después de encontrar un río; y, junto a ese río, las ruinas de una casa; y, dentro de esas ruinas, un libro desgastado. Se desconoce el autor del libro, pero sabemos que llegó a la casa cuando aún estaba intacta. Trajo provisiones, dinero, a su hermana, a su perro, «trajo todos sus años y huesos envejecidos». En esta historia conocemos el objetivo del Cerdo: expandir el tiempo de su propia existencia introduciendo entropía en nuestra realidad.

También conocemos los métodos del Cerdo: formar un ejército de cerditos cósmicos para invadir nuestros sueños [es decir, nuestra realidad personal]. Sabemos también que el Cerdo fue encontrado tanto por Carnacki como por el Recluso de La casa en el confín de la tierra; y que la propia Casa es uno de los ejes mantienen unida la realidad. El Recluso, en una visión, observa la destrucción final del mundo; razón por la cual William Hope Hodgson nos permite saber todo sobre el Cerdo.

Las teorías de Carnacki sobre estos seres extradimensionales son muy similares a los seres astrales de la teosofía. Esto parece extraño a nuestros ojos, pero no era inverosímil para William Hope Hodgson cuando, a fines del siglo XIX, Charles Leadbeater propuso un árbol evolutivo que incluía no solo a los humanos, que surgieron de acuerdo con la evolución darwiniana, sino también a las hadas y otros seres incorpóreos que surgieron por procesos completamente distintos [ver: Cuando las hadas abandonaron nuestro plano de existencia]


[«Desde un punto de vista general, las cosas de naturaleza espectral no se ven con los ojos —dice Carnacki—, sino a través del ojo de la mente, el cual, siendo de características psíquicas, no siempre se encuentra desarrollado hasta el estado que nos permitiría utilizarlo para completar la información que al cerebro le llega mediante los ojos físicos.»]


Aquí, Carnacki recurre a un viejo truco teosófico: en una persona ordinaria, el cerebro recibe e interpreta la informacion provista por nuestro aparato visual físico, pero en una persona «sensitiva» el cerebro también debe procesar la información referida por el «ojo de la mente»:


[«Estas dos visiones se mezclan de tal forma que tenemos la impresión de ver a través de nuestros ojos físicos todo lo que está siendo revelado al cerebro por el ojo de la mente. Y así nos parece que vemos tanto lo material como lo inmaterial de las situaciones.»]


Según esta dinámica, idéntica a las teorías de Annie Besant, cuando algo amenaza a nuestro cuerpo psíquico tenemos la impresión de que nuestro cuerpo físico se encuentra amenazado. Esta es la matriz del concepto de Experiencia Aparicional, es decir, cuando nos sentimos repentinamente inquietos cuando estamos solos, como si alguien o algo nos observara. Las personas ordinarias [es decir, «no sensitivas»] no tienen forma de distinguir que esa sensación de amenaza física en realidad constituye una amenaza psíquica. En El Cerdo, Carnacki nos brinda un ejemplo interesante:


[«En el transcurso de una aventura «espectral», un hombre puede experimentar la sensación de que está cayendo; es decir, en el sentido físico del término. Quizá sea su entidad psíquica la que está cayendo, pero lo que se presenta a su cerebro es la sensación de caída, y nada más. Por cierto, tened la amabilidad de no olvidar que, aunque sea el cuerpo psíquico el que cae, el peligro no es menor.»]


Por eso Carnacki siente que se está hundiendo en la abertura generada por el Cerdo, pero al mismo tiempo siente que sus pies están afirmados físicamente sobre la solidez del piso de la habitación.

Ahora bien, los Monstruos Exteriores, entre los cuales se encuentra el Cerdo, parecen tener problemas para manifestarse enteramente en nuestra zona templada del universo. Según Carnacki, pueden existir en la periferia de nuestro planeta, y de otros, en una zona donde se encuentran residualmente los gases [«emanaciones»] que formaron parte de nuestro mundo. Estos gases se condensaron para formar materias sólidas, pero algunos no se solidificaron; de hecho, algunos de estos gases [siempre según Carnacki] son extremadamente sutiles. Forman «capas superpuestas que se encuentran alrededor de nosotros, pero a gran altitud»; una zona que el investigador paranormal llama «Esferas Interiores», situada a menos de 100,000 millas alrededor de la tierra.

Para Carnacki, la «Esfera Exterior» a veces es perturbada por causas desconocidas, aunque supone que debe tratarse de un fenómeno físico. En esta zona notablemente incierta existen los Monstruos Exteriores, como el propio Cerdo, quienes básicamente fueron engendrados por los elementos que los rodean:


[«Pero estos elementos se parecen tan poco a la materia como las emanaciones de una esencia aromática a la propia esencia. Así nos encontramos ante el concepto de un inmenso mundo psíquico, generado a partir del físico, situado muy lejos de él y rodeándolo completamente. Este enorme mundo psíquico de la Esfera Exterior «procrea», si se me permite la expresión, sus propias fuerzas psíquicas e inteligencias, monstruosas o no, exactamente igual que nuestro mundo produce sus propias fuerzas físicas e inteligencias, seres, animales, insectos, etc., monstruosos o no.»]


En este sentido, el Cerdo y otros Monstruos Exteriores no son necesariamente malévolos, aunque sí hostiles, «de la misma manera que un tiburón o un tigre pueden ser considerados hostiles»:


[«Son depredadores. Tienen deseos que proyectan sobre nosotros, mucho más terribles que los nuestros para una oveja inteligente que fuese capaz de comprender los móviles por los la criamos. Saquean y destruyen para satisfacer sus deseos y apetitos, exactamente igual que otras formas de existencia saquean y destruyen para satisfacer los suyos. Y los apetitos de esos Monstruos, fundamentalmente, si no siempre, se hallan dirigidos hacia la entidad psíquica de los seres humanos.»]




William Hope Hodgson. I Taller gótico.


Más literatura gótica:
El artículo: Los lechones de Tindalos: análisis de «El Cerdo» de W.H. Hodgson fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El Valle de los Niños Perdidos»: William Hope Hodgson; relato y análisis.


«El Valle de los Niños Perdidos»: William Hope Hodgson; relato y análisis.




El Valle de los Niños Perdidos (The Valley of Lost Children) es un relato fantástico del escritor inglés William Hope Hodgson (1877-1918), publicado originalmente en la edición de febrero de 1906 de la revista Cornhill Magazine, y desde entonces reeditado en numerosas antologías.

El Valle de los Niños Perdidos, uno de los cuentos de William Hope Hodgson menos conocidos, relata la historia de un matrimonio desgarrado por la muerte de su pequeño hijo, un anciano misterioso, y la leyenda de un extraño reino más allá de la muerte.

SPOILERS.

El Valle de los Niños Perdidos es un relato triste y sentimental sobre un matrimonio que pierde a su único hijo, aparentemente, como consecuencia del tétanos luego de pincharse un dedo con una espina. Durante el entierro, aparece un misterioso anciano que pide decir una oración sobre la tumba, en la cual afirma que el niño se encontrará con su propia hija muerta en un lugar llamado El Valle de los Niños Perdidos [ver: Aragorn, el Sendero de los Muertos y un pasaje a la Cuarta Dimensión]

A través del anciano, William Hope Hodgson elabora una extensa metáfora de los cristianos que se acercan al reino de Dios como niños pequeños. La segunda parte de la historia nos sitúa veinte años después. El matrimonio que ha perdido a su hijo atraviesa toda clase de penurias económicas. A pesar de sus esfuerzos, han sido embargados y tienen que irse. La mujer, llorando sobre la tumba de su hijo que ahora debe dejar, se despide de él. Sin embargo, después de andar muchas millas, ella oye un canto; y otro más en la noche. De algún modo, la mujer viaja al Valle de los Niños Perdidos y ve a su hijo, y a otros, incontables niños que juegan en el Valle.

En la tercera parte de la historia descubrimos que la mujer, por supuesto, ha muerto y ha viajado al Valle de los Niños Perdidos, donde se reencuentra con su hijo.

El Valle de los Niños Perdidos, decíamos, es una historia sentimental, la tercera que publicó William Hope Hodgson con elementos cristianos significativos. La más importante, que también hemos traducido al español en El Espejo Gótico, es Eloi Eloi Lama Sabachthani (Eloi Eloi Lama Sabachthani).

Si bien El Valle de los Niños Perdidos no es un relato de terror, lo que comienza siendo un simple cuento campestre se oscurece abruptamente cuando el niño muere [después de todo, se trata de William Hope Hodgson]; sin embargo, es un horror más relacionado con la espiritualidad que con lo sobrenatural. Un tema tan duro como la muerte de un hijo, en manos de William Hope Hodgson, no se traduce en una reconfortante ficción para lidiar con el dolor, sino en una opción mucho más cruda, aunque al final hay algo de esperanza.

En resumen, El Valle de los Niños Perdidos es una visión fantástica, una parábola evocadora, incómoda y desgarradora. Sentimental, ciertamente, pero es una historia que no elude las duras realidades de la época [como la mortalidad infantil] en sus descripciones de este extraño reino más allá de la muerte. De hecho, William Hope Hodgson hace un excelente trabajo al anclar esta historia a los duros lazos de la realidad sin perder un ápice de esperanza y fantasía.




El Valle de los Niños Perdidos.
The Valley of Lost Children, William Hope Hodgson (1877-1918)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


I

Los dos se quedaron parados y observaron al niño, y él, un pequeño valiente que estaba cerca de su cuarto cumpleaños, sin saber que estaba siendo observado, golpeó a un gato grande, regañándolo por haber matado ratones. Al poco rato, el gato se escapó, seguido por el niño, cuyas pequeñas patas regordetas brillaban a la luz del sol, y cuya cabeza revuelta de rulos dorados era como una estrella de esperanza para los espectadores. Cuando desapareció entre los arbustos más cercanos, la mujer tiró de la manga del hombre.

—Nuestro bebé —dijo en voz baja.

—Sí, Susan, es así —respondió él, y le rodeó el cuello con un gran brazo de una manera que no le desagradó.

Ninguno de los dos era joven y el matrimonio había llegado tarde en la vida; porque la fortuna apenas se había ocupado del hombre, de modo que no había podido tomarla por esposa en los primeros días. Sin embargo, había esperado y, por fin, había alcanzado la suficiencia, de modo que al final se unieron en la tranquila felicidad de la mediana edad. Luego había llegado el niño, y con su llegada un toque de algo parecido a una alegría apasionada se había infiltrado en sus vidas.

Es cierto que había una hipoteca sobre la finca y había que pagar los intereses; pero él era fuerte, excepcionalmente, y luego estaba el chico. Más tarde tendría edad suficiente para echar una mano; aunque Abram tenía la secreta esperanza de que antes de ese momento tendría la hipoteca liquidada y quedaría libre de todas sus ganancias.

Permanecieron juntos un rato más, y así, al cabo de un momento, el niño salió corriendo de los arbustos. Era evidente que debió de haberse caído, porque sus rodillas estaban manchadas de arcilla. Corrió hacia ellos y extendió su mano izquierda, en la que se clavaba una espina, pero no hizo ningún movimiento para pedir simpatía, porque, ¿no era un hombre? ¡O sea, cada centímetro de su cuerpecito de cuatro años! Su intensa hombría se comprenderá mejor cuando le explique que ese día se le habían dado pantalones.

Su padre le arrancó la espina de la mano, mientras su madre le quitó un poco de arcilla; pero estaba mojado, y decidió dejarlo hasta que se hubiera secado un poco.

—Vuelve a ponerte los pantalones cortos —amenazó su madre; por lo que el rostro del hombrecillo mostró una comprensión de la gravedad de la amenaza.

—¡No! ¡No! ¡No! —suplicó, y levantó hacia ella una mirada cautivadora de peligrosos ojos de bebé.

Entonces su madre, como otras mujeres, lo tomó en sus brazos y lo único que lamentó fue no poder acercarlo más.

Abram, su padre, los miró y sintió que Dios no lo había tratado mal.

Tres días después, el niño yacía muerto.

Había aparecido una hinchazón alrededor del lugar donde había pinchado la espina y el niño se quejaba de dolores en la mano y el brazo. Su madre, pensando poco en el asunto en un país donde la mala salud es la regla, le había aplicado un cataplasma, pero sin producir alivio. Hacia el final del segundo día se hizo evidente para ella que el niño padecía algo más allá de su conocimiento o suposición, y lo había llevado a médico, a una distancia de cuarenta millas; pero en vano.


II

Abram había cavado la diminuta tumba al pie de una pequeña colina, y ahora estaba apoyado en su pala, esperando lo que su esposa había ido a buscar. No miró ni a la derecha ni a la izquierda; se quedó allí como una efigie de dolor pétreo, y de esta manera no vio la figura de un hombrecillo con un traje negro, oxidado, que había llegado a la cima de la colina unos cinco minutos antes.

En ese momento, Susan salió de la parte trasera de la choza y caminó rápidamente hacia la tumba. Al ver lo que llevaba, el hombrecillo de la colina se puso de pie rápidamente y asomó la cabeza, calva y reluciente, al sol. La mujer llegó a la tumba, permaneció un instante indecisa, luego se inclinó y depositó suavemente su carga en el lugar preparado.

Luego, después de una larga mirada a la pequeña forma, se hizo a un lado unos pasos y volvió la cara. Ante eso, Abram se inclinó y tomó una palada de tierra, con la intención de llenar la tumba; pero en ese momento le llegó la voz del extraño y miró hacia arriba. El hombrecito calvo se había acercado a unos metros de la tumba. En una mano llevaba su sombrero, mientras que en la otra sostenía un libro pequeño y muy gastado.

—No, amigo mío —dijo, hablando despacio—, no hagas que el cuerpo del niño se vaya sin elogiar Todopoderoso. ¿Me permites que lea el servicio a los muertos?

Abram miró al viejecito extraño durante un breve espacio de tiempo y no dijo una palabra; luego miró hacia donde estaba su esposa, y asintió en silencio.

Ante eso, el anciano se arrodilló junto a la tumba y, susurrando sobre las páginas de su libro, encontró el lugar. Comenzó a leer con voz firme. A la primera palabra, Abram se quedó allí apoyado en su pala; pero su esposa corrió hacia adelante y cayó de rodillas cerca del anciano.

Y así, por un momento solemne, no hubo sonido más que la voz envejecida. Luego extendió su mano a la tierra junto a la tumba y, tomando algunos granos, los soltó sobre el muerto, encomendando el espíritu del niño a los Brazos Eternos.

Y así, en poco tiempo, había terminado.

Cuando todo terminó, el anciano extendió las manos sobre la diminuta tumba como si invocara una bendición. Después de un momento habló; pero tan bajo que los que estaban cerca apenas le oyeron:

—Pequeño —dijo en un susurro—, tal vez te encuentres con el mío en ese valle de los niños perdidos. Le dirás que estoy rezando por él, y tal vez Dios le permita a este viejo pecador volver a acercarse.

Y después de eso se arrodilló, como si estuviera rezando. En poco tiempo se puso de pie y, extendiendo las manos, levantó a la mujer de sus rodillas. Entonces, por primera vez, habló:

—Creo que nunca volverá a verme —dijo con una voz tranquila, sin tono y sin lágrimas.

El anciano la miró a la cara y, habiendo visto mucho dolor, supo algo de lo que ella sufría. Tomó una de sus manos frías entre las suyas, viejas y marchitas, con un extraño gesto de reverencia.

—No tenga amargura, señora —dijo—. Sé que ahora os falta el poder de decir: Ahí está el Señor, y el Señor se ha marchado; Bendito sea el Nombre de nuestro Señor, pero no se preocupe. El pequeño tierno está con Él.

Mientras hablaba, inconscientemente le acariciaba la mano, como para consolarla. Sin embargo, la mujer permaneció con los ojos secos y los rasgos rígidos; de modo que el anciano, al ver su necesidad, le pidió que se sentara mientras él le contaba un cuento.

—Ya lo sabrás —comenzó él cuando ella se sentó—. Me doy cuenta de cuánto duele. Yo también perdí al mío.

Se detuvo un momento y los ojos de la mujer se volvieron hacia él con el primer despertar de interés.

—Estaba diciendo —continuó—. No parecía capaz de seguir adelante con mis asuntos. No comía, no dormía. Entonces, una noche, cuando estaba tratando de descansar un poco antes de que llegara la mañana, escuché una Voz que decía en mi oído: A menos que se conviertan en niños pequeños, no entrarán en el Reino de los Cirlos. Pero esto no me quitó la amargura, ni alivió mi dolor. Luego, otra vez la Voz, y otra, una y otra vez.

»—Señor —grité—, supongo que el mayor de nosotros es solo un niño a tus ojos.

»Pero otra vez la Voz que había en mí tembló, y me senté en la cama, clamando al Señor:

»—¡Señor, no me saques del Reino!

»Pero algo sucedió. Algo en mí se rompió, y yo era un niño solitario, y toda la amargura desapareció de mí. Entonces dije las palabras que no me habían salido de los labios a causa de la amargura de mi obstinada creación: Bendito sea el Nombre del Señor.

»Y la Voz volvió a hablar otra vez, pero más suave.

—¡Mira! —decía—, tu arte se ha vuelto como una de esas pequeñas semillas que contemplan el rostro del Padre. Mira ahora con los ojos de un niño, y ellos contemplarán el Lugar de los Pequeños, el valle donde tal vez encuentre a sus hijos perdidos. Conozca al pueblo pequeño a quien el Señor no envía al Valle de la Sombra, sino al Valle de la Luz.

»E inmediatamente miré y vi a través de los troncos de la parte de atrás de la chabola. Pude ver la llanura, un inmenso campo entre la noche, poderoso, repentino. Estaba mirando hacia el interior de un gran valle iluminado y brillante. En todas partes había flores que parecían brillar por su propia voluntad, y arroyos corriendo y cantando como canarios. Y todos los valles rodeados de grandes acantilados parecían estar hechos de nada más que poderosos muros de piedra lunar; ya que reflejaban la luz a pesar de que las lunas estaban durmiendo detrás de ellos.

»Después de un rato eché un vistazo hacia arriba, entre el cielo y el valle, y luego miré hacia un gran sendero: cientos y cientos de millas de noche a cada lado; pero el cielo sobre el valle era el más hermoso de todos; porque había siete soles en él, cada uno de un color diferente, y un tinte suave, como si hubiera una niebla a su alrededor.

»Y, en ese momento, miré hacia el interior del valle; porque no había visto la mitad de lo que allí había, y noté un grupo de niños que dormía bajo una gran flor. Distinguí una multitud de ellos. No tenían alas, pero supongo que no serían necesarias.

El anciano se detuvo un momento, como para meditar sobre este punto. Seguía acariciando la mano de la mujer y ella, quizás por el magnetismo de su simpatía, lloraba en silencio.

En un momento reanudó:

—Después de descubrir a los chiquillos vi que no había ningún acantilado al final del valle a mi izquierda. Me pareció que un poderoso muro de sombras se hacía escarcha de un lado a otro. Estaba mirando fijamente y preguntándome, cuando una voz susurró en voz baja en mi oído: El valle de la sombra de la muerte, y supe que llegaría al Valle de los Niños Perdidos.

»Durante un rato me quedé mirando, y luego me pareció que podía ver sombras de hombres adultos y mujeres en la oscuridad del Valle de la Muerte, y parecían estar tanteando; pero allá en el Valle de la Luz, algunos de los niños se habían despertado, y estaban jugando, y la luz de los siete soles los cubría y los alegraba.

»Y un poco más tarde vi a un ángel durmiendo a la sombra de un árbol cubierto de flores. Me pareció que me miraba también; pero no estoy seguro, porque su rostro estaba escondido por una rama. Ahora, sin embargo, ella se despertó y comenzó a jugar con algunos otros. Alcé mi voz y grité, pero no me escuchó.

»¡Supongo que me sentí poderoso como para derramar lágrimas!

»Y entonces, de repente, se desvaneció y desapareció, y yo quedé solo en medio de la noche. Me sentí como en un laberinto, dolorido. Entonces oí a la Voz que decía: Si, aun siendo traviesos, le das obsequios a tus hijos, cuánto más su Padre, que está en todas las cosas buenas.

»Y al momento siguiente me encontré en mi cama, no a plena luz del día.

—Debió ser un sueño —dijo Abram.

El anciano negó con la cabeza y, en el silencio que siguió, la mujer habló:

—¿Lo has visto desde entonces?

—No, señora —respondió—; pero tengo la pista que me ha dado la Voz, y desde entonces no le he pedido al Padre volver a visitar el Valle de los Niños Perdidos.

La mujer se puso de pie.

—Supongo que rezaré para visitarlo —dijo simplemente.

El anciano asintió y, volviéndose, hizo un gesto con la mano marchita hacia el Oeste, donde el sol se estaba hundiendo.

—A ellos les importa una muerte —dijo lentamente; luego, con repentina energía—. Te digo que no habrá puesta de sol, jamás; los malditos no te contarán la vida en el más allá. Ese cielo color sangre es nuestro estandarte de la noche y la Muerte; pero se está desenvolviendo la bandera del amanecer y la vida en alguna otra parte.

Y con eso lo puso de pie, su viejo rostro resplandecía con la luz moribunda.

—Debo irme —dijo.

Y aunque lo presionaron para que pasara la noche, rechazó todas las súplicas.

—No —dijo en voz baja—. Su voz me ha llamado, y debo irme.

Se volvió y se quitó el viejo sombrero ante la mujer. Por un momento se quedó así, mirando su rostro manchado de lágrimas. Luego, de repente, estiró un brazo y señaló el día que desaparecía.

—La noche y el dolor y la muerte sobrevienen a sus seres; pero en el Valle de los Niños Perdidos hay luz y alegría y una vida eterna.

La mujer, cansada de dolor, lo miró con muy poca esperanza en sus ojos.

—Supongo que somos demasiado viejos para el Valle de los Niños Perdidos —dijo lentamente.

El anciano la agarró del brazo. Su voz resonó con convicción:

—A menos que te conviertas en una niña pequeña, no entrarás en el Reino de los Cielos.

La sacudió levemente, como para imprimirle algún significado. Una luz repentina apareció en sus ojos apagados.

—Quieres decir… —gritó y se detuvo, incapaz de formular su pensamiento.

—Sí —dijo en voz alta y triunfante—. Supongo que somos niños a la vista de Dios.

Se apartó de ella y se arrodilló junto a la tumba.

—Señor —murmuró—, algunos de nosotros, a través de la amarga terquedad, vagan por el Valle de las Sombras; pero ellos, humildes, no encuentran sombra en el valle, sino luz, en su alegría perdida de la comida infantil, que es el estado natural de su alma. Supongo, Señor, que le mostrarás a esta mujer toda la bondad de tu ser, y la llevarás al Valle de los Niños Perdidos.

Luego, todavía de rodillas, gritó:

—¡Escucha!

Y todos escucharon; pero el granjero y su esposa sólo oyeron un gemido lejano, como el grito del viento nocturno que se levanta.

El anciano se apresuró a ponerse de pie.

—Debo irme —dijo—. Su Voz me está llamando.

Se puso el sombrero.

—Hasta que nos encontremos en el valle —gritó, y se alejó de ellos hacia el crepúsculo circundante.


III

Veinte años habían sumado su cuenta a la Eternidad, y Abram y su esposa, Susan, habían llegado a la vejez. Los años apenas se habían ocupado de los dos, y el desastre los eclipsaba en forma de ejecuciones hipotecarias; porque Abram no había podido liquidar la hipoteca y, últimamente, los intereses habían caído en mora.

Llegó una época amarga de ahorrar y raspar, y de una dieta baja; pero todo fue en vano. La ejecución hipotecaria se llevó a cabo, y cierta mañana marcó el comienzo del día en que Abram y Susan se quedaron sin hogar.

La encontró, poco después del amanecer, arrodillada ante la antigua prensa. Tenía abierto el cajón más bajo y un pequeño montón de ropa llenaba su regazo. Había un guernsey diminuto, un zapato pequeño, un par de pantalones de niño pequeño, y las rodillas estaban manchadas de arcilla. Luego, con un aire lloroso de virilidad, una camisa hecha con muñequeras abotonadas, pero la mujer no miró nada de todo esto. Su mirada, atravesando lágrimas a medio derramar, estaba fija en algo que sostenía con el brazo extendido. Era un par de tiradores diminutos, tan terriblemente pequeños, tan inconfundiblemente el orgullo de algún bebé varonil, ¡y tan poco gastados!

Durante medio minuto, Abram no dijo una palabra. Su rostro se había vuelto muy severo y áspero durante el estrés de esos veinte años de lucha contra la pobreza; sin embargo, una cierta mirada acerada se desvaneció de sus ojos cuando notó lo que sostenía su esposa.

La mujer no lo había visto ni escuchado sus pasos; de modo que, inconsciente de su presencia, siguió sujetando los tiradores. El hombre captó el reflejo de su rostro en un pequeño espejo con marco de oropel, vio sus lágrimas y, de repente, sus duros rasgos se estremecieron, a tal punto que se volvieron casi grotescos.

El temblor se desvaneció y su rostro recuperó su antigua expresión de hierro. Probablemente lo habría retenido si la mujer, con un repentino y extraordinario gesto de desesperanza, no hubiera arrugado los diminutos tiradores.

Se inclinó hacia adelante casi sobre su rostro, y sus viejos nudillos se marcaron por la tensión que ejercía sobre lo que sostenía. Unos segundos de silencio vinieron y se fueron; luego un sollozo salió de ella, y comenzó a arrodillarse, desolada.

En el rostro del hombre volvió a aparecer ese estremecimiento tembloroso, ya que emociones desacostumbradas delataban su existencia; extendió una mano, que temblaba con un anhelo medio consciente, hacia un extremo de los tiradores que colgaban detrás del cuello de la mujer y se balanceaban mientras ella se mecía. De repente, pareció tomar posesión de sí mismo y retrocedió en silencio. Calmó su rostro y, haciendo un ruido con los pies, se acercó a donde su esposa estaba arrodillada. Puso una mano grande y arrugada sobre su hombro.

—¿Recuerdas aquello del Valle de los Niños Perdidos? —dijo en voz baja, con la intención de hacer que su memoria lo recordara.

—¡Sí! ¡Sí! —jadeó ella entre sollozos—. Pero...— se interrumpió, tendiéndole los tiradores.

Como respuesta, el hombre le dio unas palmaditas en el hombro, y así pasó un tiempo hasta que ella se calmó.

Un poco después salió un asunto que tenía que atender. Mientras él estaba fuera, ella recogió apresuradamente las pequeñas prendas en un chal, y cuando él regresó, la prensa estaba cerrada, y todo lo que vio fue un pequeño bulto que ella sostenía celosamente en una mano.

Partieron poco antes del mediodía, habiendo visitado solos y juntos un pequeño montículo al pie de la colina. La tarde los vio al borde de un gran bosque. Esa noche durmieron en sus afueras, y al día siguiente entraron en sus sombras.

Durante todo ese día caminaron con paso firme. Tenían que recorrer muchos kilómetros antes de llegar a su destino: la choza de un pariente lejano en el que esperaban encontrar refugio temporal. Dos veces mientras avanzaban, Susan había hablado con su marido para que se detuviera y escuchara; pero él declaró que no escuchaba nada.

—Sonaba como un canto —explicó ella.

Esa noche acamparon en el corazón del bosque, y Abram encendió una gran hoguera, en parte para calentarse, pero más para ahuyentar a cualquier cosa maligna que pudiera acechar entre las sombras.

Hicieron una cena frugal con las pobres cosas que habían traído con ellos, aunque Susan declaró que no tenía ganas de comer y, de hecho, parecía terriblemente cansada. Entonces, justo cuando estaba a punto de acostarse, le gritó a Abram que escuchara.

—Cantan —declaró—. Millones de voces de chiquillos.

Sin embargo, su esposo no escuchó nada más que el susurro de los árboles entre sí, mientras el viento de la noche los sacudía.

Durante la mayor parte de una hora después de eso, ella se estuvo alerta, pero no escuchó más sonidos, y así, volviendo al cansancio, se durmió. Abram la siguió.

Algún tiempo después ella se despertó sobresaltada. Se sentó y miró a su alrededor, con la sensación de que había habido un sonido donde ahora todo estaba en silencio. Se dio cuenta de que el fuego se había reducido a un montículo apagado de un rojo brillante. Luego le vino una vez más un sonido de niños cantando, las voces de una nación de pequeños.

Se volvió y miró a su izquierda, y se dio cuenta de que todo el bosque de ese lado estaba lleno de una luz suave. Se levantó y avanzó unos pasos y, a medida que avanzaba, el canto se hizo más fuerte y dulce. De repente, hizo una pausa; porque justo a sus pies había un vasto valle. Ella lo supo al instante. Era el Valle de los Niños Perdidos.

A diferencia del anciano, ella notó menos de sus bellezas que el hecho de que contemplaba el concurso más enorme de niños que se pueda concebir.

—¡Mi bebé! ¡Mi bebé! —murmuró para sí misma, y su mirada recorrió hambrienta ese ejército inconcebible.

En el mismo instante le pareció que el lado en el que se encontraba era menos empinado. Dio un paso adelante y comenzó a bajar. Había llegado a la mitad del fondo del valle cuando un niño pequeño salió corriendo de la sombra de un arbusto justo delante de ella.

—¡Hijo! —gritó—. ¡Hijo!

Se volvió y corrió hacia ella, riendo alegremente. Él saltó a sus brazos, y así pasó un momento de extraordinaria alegría. En ese instante, ella lo soltó y le pidió que se apartara.

—¡Espera! —dijo—: ¡No has crecido ni un poco!

Dejó su paquete en el suelo y comenzó a deshacerlo.

—Supongo que todavía te irán bien —murmuró, y levantó los pantalones para que él los viera; pero el chico no mostró ningún interés en tomarlos.

Ella le tendió la mano, pero él huyó de ella. Luego corrió tras él, llevando consigo los pantalones. Sin embargo, no pudo atraparlo, porque él la eludió con una agilidad y facilidad de elfo.

—No, no, no —gritó con mucha pasión de júbilo.

Ella dejó de perseguirlo y se detuvo con las manos en las caderas.

—¡Ven aquí, de inmediato! —llamó en un tono de mando—. ¡Ven!

Pero el bebé elfo estaba de un humor extraño y la desobedeció de una manera que la hizo regocijarse de ser su madre.

—¡Trata de alcanzarme!

Él corrió por la mitad restante de la pendiente hacia el valle, y ella lo siguió, y así llegó a un país donde no hay pantalones, donde la juventud existe y la vejez no.


IV

Cuando Abram se despertó temprano en la mañana, estaba helado y rígido; porque durante la noche se había quitado la chaqueta y la había extendido sobre la figura de su esposa dormida.

Se levantó en silencio, pensando en dejarla dormir hasta que hubiera vuelto a encender el fuego.

En ese momento tenía preparada una cazuela de té humeante para ella y se acercó a despertarla; pero ella no se despertó, siendo perseguida en ese momento por un bebé regordete en el Valle de los Niños Perdidos.

William Hope Hodgson (1877-1918)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de William Hope Hodgson.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de William Hope Hodgson: El Valle de los Niños Perdidos (The Valley of Lost Children), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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