«Eloi Eloi Lama Sabachthani»: William Hope Hodgson; relato y análisis


«Eloi Eloi Lama Sabachthani»: William Hope Hodgson; relato y análisis.




Eloi Eloi Lama Sabachthani (Eloi Eloi Lama Sabachthani) es un relato de terror del escritor inglés William Hope Hodgson (1877-1918), publicado originalmente en la edición del 20 de septiembre de 1919 de la revista Nash's Illustrated Weekly con el título: El explosivo Baumoff (The Baumoff Explosive), y luego reeditado de manera póstuma en la antología de 1975: Fuera de la tormenta (Out of the Storm).

Eloi Eloi Lama Sabachthani, sin dudas uno de los mejores cuentos de W.H. Hodgson, relata la historia de un científico loco, llamado Baumoff, quien está obsesionado con la Crucifixión. De hecho, Baumoff cree que los eventos posteriores a la muerte de Cristo, sobre todo el Oscurecimiento del cielo, tienen una base racional y científica.

Según Baumoff, el sufrimiento humano es capaz de alterar el tejido de la realidad, bloqueando en cierto modo el flujo de la luz a través de lo que él llama Éter. Nuestro dolor produce un oscurecimiento despreciable, en la mayoría de los casos, pero el sufrimiento de Cristo fue tan descomunal que logró bloquear absolutamente la luz. En este contexto, Baumoff fabrica un compuesto químico que, al ser combinado con cierto grado de dolor físico, crea una región de oscuridad temporal alrededor del sujeto.

SPOILERS adelante.

Baumoff entonces decide metabolizar el compuesto en su propio cuerpo, y reproducir, al menos en parte, la agonía de Cristo en la Cruz. El narrador del cuento es testigo del experimento, que poco a poco se torna inquietante. La luz se retrae. La oscuridad crece mientras Baumoff comienza a imaginar que está reviviendo las últimas horas de Cristo, casi en un acto blasfemo. Entonces repite las palabras de Jesús en la Cruz: Eloi Eloi Lama Sabachthani; que significan: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»

Cuando el dolor de su tortura autoinfligida alcanza su máxima expresión, Baumoff vuelve a jadear las palabras de Cristo, solo que esta vez su voz es diferente, suena distorsionada, burlona, casiy demoníaca. No lo sabemos con exactitud, pero el experimento quizás abrió una especie de portal interdimensional, siendo el propio cuerpo de Baumoff quien canalizó por unos instantes a una entidad desconocida del vacío exterior.

Eloi Eloi Lama Sabachthani de W.H. Hodgson emplea tantos elementos interesantes, tantos ingredientes que, por sí mismos, habrían hecho un gran relato, que su combinación en una sola historia evidencian la enorme imaginación e ingenio de este autor, sin dudas uno de los grandes maestros del Horror Cósmico.




Eloi Eloi Lama Sabachthani.
Eloi Eloi Lama Sabachthani, W.H. Hodgson (1877-1918)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)

Dally, Whitlaw y yo estábamos discutiendo la reciente explosión que había ocurrido en las cercanías de Berlín. Nos maravillamos con respecto al extraordinario período de oscuridad que siguió, y que despertó tantos comentarios periodísticos, con muchas teorías. Los documentos habían dado cuenta del hecho de que las Autoridades de Guerra habían estado experimentando con un nuevo explosivo, inventado por un químico determinado, llamado Baumoff, y se refirieron constantemente a él como: el nuevo explosivo de Baumoff.

Estábamos en el Club, y el cuarto hombre en nuestra mesa era John Stafford, que era profesionalmente médico, pero en realidad pertenecía al Departamento de Inteligencia. Una o dos veces, mientras hablábamos, había mirado a Stafford, deseando hacerle una pregunta; porque él había conocido a Baumoff, pero me las arreglé para contener la lengua. Sabía que si formulaba esa pregunta, Stafford (que es un buen tipo, pero un poco reticente con respecto a su código de silencio) no respondería sinceramente.

Sin embargo, me satisfizo notar que parecía un poco más inquieto que de costumbre, por lo cual supuse que los documentos que estábamos citando habían confundido las cosas, de una forma u otra, al menos según lo considerado por su amigo Baumoff. Así narró su historia:


***
—¡Qué imbécil! —dijo Stafford—. Te digo que es malo, quiero decir, esta asociación del nombre de Baumoff con inventos de guerra y tales horrores. Fue el seguidor más intensamente poético y serio de Cristo que he conocido; y es solo la brutal ironía de las circunstancias por lo que ha intentado usar uno de los productos de su genio con el propósito de destruir. Pero descubrirás que no podrán usarlo, a pesar de haberse apoderado de la fórmula de Baumoff. Como explosivo no es factible. Es, debo decir, demasiado imparcial; no hay forma de controlarlo.

Sé más sobre eso, tal vez, que cualquier hombre vivo; porque yo era el mejor amigo de Baumoff, y cuando murió, perdí al mejor camarada que un hombre haya tenido. No necesito ocultárselo a ustedes, muchachos. Estaba de servicio en Berlín, y fui designado para ponerme en contacto con Baumoff. El gobierno había estado pendiente de él por mucho tiempo; era un químico experimental, ya sabes, y era demasiado listo para ignorarlo. Pero no había necesidad de hacerlo. Lo conocí y nos hicimos buenos amigos, porque pronto descubrí que él nunca volvería sus habilidades hacia ningún nuevo artilugio de guerra; y así, ya ves, pude disfrutar de mi amistad con él con una conciencia tranquila, algo que nuestros muchachos no siempre pueden hacer en sus amistades. Oh, te digo, es un asunto malo, furtivo, traicionero. Hay una serie de trabajos sucios que se deben hacer para mantener la máquina social en funcionamiento.

Creo que Baumoff fue el creyente más entusiasta en Cristo que jamás será posible producir. Aprendí que estaba compilando y desarrollando un tratado de las pruebas más extraordinarias y convincentes en apoyo de las cosas más inexplicables relacionadas con la vida y la muerte de Cristo. Concentró su atención particularmente en tratar de mostrar que la Oscuridad de la Cruz, entre la sexta y la novena hora, era algo muy real, que poseía un significado tremendo. Su descubrimiento podía aplastar por completo todas aquellas teorías más o menos ineficientes que se han presentado de vez en cuando para explicar el fenómeno.

Baumoff tenía una aversión favorita, un profesor ateo de física, llamado Hautch, quien, usando el elemento maravilloso de la vida y muerte de Cristo, como un punto de apoyo para atacar las teorías de Baumoff, lo golpeaba constantemente, tanto en su conferencias como en sus publicaciones. Particularmente derramó su amarga incredulidad sobre la afirmación de Baumoff de que la Oscuridad de la Cruz no era más que una o dos horas sombrías, magnificadas en la oscuridad por la inexactitud emocional de la mente y la lengua orientales.

Una tarde, un tiempo después de que nuestra amistad se volviera consistente, llamé a Baumoff y lo encontré en un estado de tremenda indignación por algún artículo del profesor que lo atacó brutalmente; usando su teoría del significado de la Oscuridad , como objetivo. ¡Pobre Baumoff! Fue sin duda un ataque maravillosamente inteligente; el ataque de un lógico bien entrenado y bien equilibrado. Pero Baumoff era algo más que eso; era un genio. Es un título al que pocos tienen derecho; pero sin dudas era el suyo.

Me habló de su teoría, diciéndome que quería mostrarme un pequeño experimento. Me contó varias cosas que me interesaron muchísimo. Primero me recordó el hecho fundamental: la luz se transmite al ojo a través de ese medio indefinible, llamado Æther. Dio un paso más y me señaló que, tal vez, la luz era una vibración del Æther, de cierto número definido de ondas por segundo, que poseía el poder de producir en nuestra retina la sensación que llamamos Luz.

A partir de esto dio un paso más, y aseguró que un oscurecimiento de la atmósfera inefablemente vago, pero medible (mayor o menor según la fuerza de la personalidad del individuo) siempre se evocaba en las inmediaciones del ser humano durante cualquier período de gran estrés emocional.

Paso a paso, Baumoff me mostró cómo su investigación lo llevó a la conclusión de que este oscurecimiento (un millón de veces demasiado sutil para ser aparente a simple vista) solo podía producirse a través de algo que tenía el poder de perturbar o interrumpir o romper temporalmente la Vibración de la Luz. En otras palabras, hubo, en cualquier momento de actividad emocional inusual, alguna perturbación del Éter en la vecindad de la persona que sufría, que tuvo algún efecto sobre la Vibración de la Luz, interrumpiéndola y produciendo el mencionado oscurecimiento infinitamente vago.

—¿Si? —dije, cuando él hizo una pausa, y me miró, como si esperara que hubiera llegado a una cierta deducción definitiva a través de sus comentarios.

—Bueno —dijo—, el sutil oscurecimiento alrededor de la persona que sufre es mayor o menor según la personalidad del humano.

—¡Oh! —dije, con un pequeño jadeo de asombrosa comprensión—: Entiendo. Quieres decir que si la agonía de una persona de una personalidad ordinaria puede producir una leve perturbación del Æther, con el consiguiente débil oscurecimiento, entonces la agonía de Cristo produciría una tremenda perturbación, y que esta es la verdadera explicación de la Oscuridad de la Cruz. El hecho de que se haya registrado una Oscuridad tan extraordinaria, y aparentemente antinatural, no es algo que debilite el misterio de Cristo, sino más bien una prueba infalible de su poder divino? ¿Es eso?

Baumoff simplemente se meció en su silla con deleite, golpeando un puño en la palma de su otra mano y asintiendo todo el tiempo con mi resumen. Cómo le gustaba que lo entendieran, ya que el buscador siempre anhela ser entendido.

—Y ahora —dijo—, voy a mostrarte algo.

Sacó un pequeño tubo de ensayo del bolsillo de su chaleco y vació su contenido, que consistía en un solo grano gris-blanco, aproximadamente el doble del tamaño de la cabeza de un alfiler, en su plato de postre. Lo pulverizó suavemente con el mango de marfil de un cuchillo, luego lo humedeció suavemente, con un mínimo de agua, y lo convirtió en un pequeño parche de pasta. Luego sacó su diente de oro, lo embebió en la pasta, y lo sostuvo sobre la llama de una lámpara hasta que la mezcla brilló, dorada y blanca.

—¡Ahora mira!

Hubo un pequeño destello violeta, y de repente descubrí que estaba mirando a Baumoff a través de una especie de oscuridad transparente, que se desvaneció rápidamente en una opacidad negra. Al principio pensé que este debía ser el efecto complementario del destello sobre la retina. Pero pasó un minuto y todavía estábamos en esa extraordinaria oscuridad.

—¡Dios mío! ¿Qué es? —pregunté, por fin.

Su voz explicó entonces que había producido, a través de la química, un efecto exagerado que simulaba, hasta cierto punto, la perturbación en el Æther producida por cualquier persona durante una crisis emocional o agonía. Las olas, o vibraciones, enviadas por su experimento, produjeron solo una simulación parcial del efecto que deseaba mostrarme, simplemente la interrupción temporal de la Vibración de la Luz, con la oscuridad resultante en la que ambos nos sentamos ahora.

—Eso —dijo Baumoff—, sería un tremendo explosivo, bajo ciertas condiciones.

Lo escuché resoplar por su pipa, mientras hablaba, pero en lugar de que el resplandor del tabaco brillara visible y rojo, solo había un leve destello que oscilaba y desaparecía de la manera más extraordinaria.

—¡Dios mío! —dije—. ¿Cuándo va a desaparecer?

Y miré a través de la habitación hacia donde la gran lámpara de queroseno se mostraba solo como un parche tenuemente brillante en la penumbra; una luz vaga que temblaba y destellaba de manera extraña, como si la viera a través de una inmensa profundidad de agua oscura y perturbada.

—Está bien —dijo la voz de Baumoff desde la oscuridad—. Ya está en marcha; en cinco minutos la perturbación se habrá calmado, y las ondas de luz fluirán uniformemente de la lámpara en su forma normal. Asombroso, ¿verdad?

—Sí, lo es —dije—. Casi sobrenatural.

—Oh, pero tengo algo mucho más fino que mostrarte —dijo—. Espera otro minuto. La oscuridad se está yendo. ¡Mira! Ahora puedes ver la luz de la lámpara con toda claridad. Parece como si estuviera sumergida en una ebullición de aguas, ¿no es así?, que se hacen cada vez más y más tranquilas.

Fue como él dijo; y observamos la lámpara, en silencio, hasta que cesaron todas las señales de la perturbación del medio portador de luz. Entonces Baumoff me enfrentó una vez más.

—Ahora —dijo—. Has visto los efectos algo casuales de la simple combustión de esas cosas. Le mostraré los efectos de la combustión en el horno humano, es decir, en mi cuerpo; y luego, verás una de las grandes maravillas de la muerte de Cristo reproducida en una escala en miniatura.

Se acercó a la repisa de la chimenea y regresó con un pequeño vaso y otro de los diminutos tubos de ensayo que contenía un solo grano gris-blanco de su sustancia química. Descorchó el tubo de ensayo y sacudió el grano de sustancia en el vaso. Luego, con una varilla de agitación de vidrio, lo aplastó en el fondo del vaso, agregando agua, gota a gota.

—¡Ahora! —dijo, bebiendo— Le daremos treinta y cinco minutos —continuó—, luego, a medida que avance la carbonización, verás que mi pulso aumentará, al igual que la respiración, y la Oscuridad habrá vuelto, pero de manera más sutil y extraña, ahora acompañada de ciertos fenómenos físicos y psíquicos que se deberán al hecho de que las vibraciones que arrojará se unirán a lo que podría llamar las vibraciones emocionales. Estas se intensificarán enormemente, y posiblemente experimentarás una demostración extraordinariamente interesante de la solidez de mis razonamientos más teóricos. Lo probé por mí mismo la semana pasada —me agitó un dedo vendado—, y leí al club los resultados. Están muy entusiasmados y han prometido su cooperación en la gran manifestación que pretendo dar el próximo Viernes Santo, eso es siete semanas a partir de hoy.

Continuó hablando en voz baja durante los siguientes treinta y cinco minutos. El Club al que se había referido era una asociación peculiar de hombres, unidos bajo la presidencia del propio Baumoff, llamada: Los Creyentes y Probadores de Cristo. Por ese entonces pensaba que muchos de ellos eran hombres fanáticos, enloquecidos por defender a Cristo.

Baumoff miró el reloj; luego me tendió la muñeca.

—Toma mi pulso —dijo—, está aumentando rápidamente. Datos interesantes, ya sabes.

Asentí con la cabeza y saqué mi reloj. Su respiración se estaba acelerando, pero su pulso funcionaba de manera uniforme y fuerte, a 105. Tres minutos después, había aumentado a 175, y su respiración a 41. Tres minutos después volví a tomar su pulso, y lo encontré a 203, pero con un ritmo regular. Sus respiraciones eran entonces de 49. Tenía, como sabía, excelentes pulmones, y su corazón estaba sano. Sus pulmones, puedo decir , tenían una capacidad excepcional, y en esta etapa no había disnea marcada. Tres minutos más tarde descubrí que el pulso era de 227 y la respiración de 54.

—¡Tienes muchos glóbulos rojos, Baumoff! —le dije—: Pero espero que no vayas a excederte.

Me asintió y sonrió; pero no dijo nada. Tres minutos después, cuando tomé el último pulso, estaba en 233, y los dos lados del corazón enviaban cantidades desiguales de sangre, con un ritmo irregular. La respiración había aumentado a 67 y se estaba volviendo superficial. La disnea se estaba volviendo muy marcada, y la pequeña cantidad de sangre arterial que salía del lado izquierdo del corazón se observaba en el tinte azulado y blanco de la cara.

—¡Baumoff! —dije. y comencé a protestar, pero él me miró con un gesto extrañamente calmo.

—¡Todo está bien! —dijo, sin aliento, con una pequeña nota de impaciencia—: Sé lo que hago. Debes recordar que tomé el mismo grado que tú en medicina.

Era bastante cierto. Entonces recordé que había tomado su MD en Londres; y esto además de media docena de otros grados en diferentes ramas de las ciencias en su propio país. Pero, incluso cuando el recuerdo me tranquilizó, sus siguientes palabras, pronunciadas casi sin aliento, me estremecieron:

—¡La oscuridad! Está comenzando. Toma nota de cada cosa. No te preocupes por mí. ¡Estoy bien!

Miré rápidamente alrededor de la habitación. Era como él había dicho. Lo percibí ahora. Parecía haber una extraordinaria cualidad de tristeza creciendo en la atmósfera de la habitación. Una especie de tristeza azulada, vaga, afectando apenas el brillo de la luz.

De repente, Baumoff hizo algo que me extrañó. Alejó su muñeca de mí y extendió la mano hacia una pequeña caja de metal, similar a las que se usan para guardar una aguja hipodérmica. Abrió la caja y sacó cuatro alfileres de enorme tamaño. Tenían puntas de acero de una pulgada de largo, mientras que alrededor del borde de las cabezas (que también eran de acero) se proyectaban hacia abajo, paralelas a la punta central, una serie de puntas más cortas, tal vez un octavo de pulgada de largo. Se agachó y se quitó los calcetines de lino.

—¡Antiséptico! —dijo, mirándome—. Preparé mis pies antes de que vinieras. No sirve correr riesgos innecesarios —jadeó mientras hablaba y luego tomó una de las curiosas espigas de acero—. Las he esterilizado —y al decir esto, con deliberación, presionó la punta en su pie, entre la segunda y tercera rama de la arteria dorsal.

—Por el amor de Dios, ¿qué estás haciendo? —dije, medio levantándome de mi silla.

—¡Siéntate! —dijo con voz sombría—: No puedo tener ninguna interferencia. Quiero que simplemente observes; ten en cuenta todo. Debes agradecerme por la oportunidad, en lugar de preocuparme, cuando sabes que lo haré de todos modos.

Mientras hablaba, presionó la segunda de las puntas de acero hasta la empuñadura en su empeine izquierdo, tomando la misma precaución para evitar las arterias. No emitió ni un gemido; solo su rostro traicionó su valor con un gesto de angustia.

—¡Mi querido amigo! —dijo, observando mi malestar—. Sé sensato. Sé exactamente lo que estoy haciendo. Simplemente debe haber angustia, y la forma más fácil de alcanzar esa condición es a través del dolor físico.

Su discurso se había convertido en una serie de palabras espasmódicas, entre jadeos y sudor en grandes gotas transparentes sobre sus labios y su frente. Se quitó el cinturón y se abrochó al respaldo de la silla y la cintura.

—¡Es una locura! —dije.

Baumoff hizo un intento por encogerse de hombros, eso fue, a su manera, una de las cosas más lastimeras que he visto.

Ahora estaba limpiando las palmas de sus manos con una pequeña esponja, que sumergía de vez en cuando en una taza de solución. Sabía lo que iba a hacer, y de repente se sacudió, con un doloroso intento de sonrisa. Había sostenido su dedo sobre la llama de la lámpara durante su experimento anterior; pero ahora, como lo dejó claro en palabras jadeantes, deseaba simular lo más posible las condiciones reales.

—Ojalá no lo hicieras, Baumoff —dije.

—¡No seas tonto! —se las arregló para decir.

Pero las dos últimas palabras fueron más gemidos que otra cosa; porque entre cada palabra había insertado dos puntas más en las palmas de sus manos. En un espasmo de determinación salvaje, vi la punta de una de las espigas atravesar el dorso de su mano, entre los tendones extensores del segundo y tercer dedo. Una gota de sangre recorrió el acero. Miré la cara de Baumoff; y él me miró fijamente.

—No interfieras —dijo—. No he pasado por todo esto por nada. Sé lo que estoy haciendo. Mira, ahí viene. ¡Toma nota de todo!

Él recayó en el silencio, excepto por su jadeo doloroso. Me di cuenta que debía ceder, y miré alrededor de la habitación, con una mezcla peculiar de una incomodidad casi nerviosa y una agitación de curiosidad muy real.

—Oh —dijo Baumoff, después de un momento de silencio—, algo va a suceder ahora. Puedo sentirlo.

Asentí con la cabeza, pero dudo que me haya visto. Sus ojos tenían un aspecto claramente invertido, y el iris estaba excesivamente relajado. Volví a mirar alrededor de la habitación; hubo una ruptura ocasional de los rayos de luz. La lámpara parecía iluminar y retraerse.

El ambiente de la habitación también era bastante más oscuro: pesado, con una extraordinaria sensación de tristeza. El tinte azulado era indudablemente más evidente; pero aún no había nada de esa opacidad que habíamos experimentado antes, excepto por el ocasional y vago ir y venir de la luz de la lámpara.

Baumoff comenzó a hablar de nuevo, pronunciando sus palabras entre jadeos.

—El… esta esquiva… consigue el dolor… en el lugar correcto… mejores resultados. Poner toda la atención... en la... escena de la muerte...

Jadeó dolorosamente por unos momentos.

—Demostraremos la verdad del oscurecimiento —fue recuperando la articulación— Pero hay un efecto psíquico extraño. Sigue registrándolo todo —de repente, con un estallido claro y espasmódico, añadió—: Dios mío, Stafford, toma nota de todo. Algo va a suceder. Algo maravilloso. Prométeme que no lo detendrás. Sé lo que estoy haciendo.

Baumoff dejó de hablar. Lo único que se escuchaba en la quietud de la habitación era su respiración. Mientras lo miraba, tratando de callar una docena de cosas que necesitaba decir, me di cuenta de repente que ya no podía verlo claramente: una especie de vacilación en la atmósfera, entre nosotros, lo hizo parecer momentáneamente irreal.

Toda la habitación se había oscurecido perceptiblemente en los últimos treinta segundos; y mientras miraba a mi alrededor, me di cuenta de que había un remolino invisible, constante, una extraordinaria melancolía azulada que ahora parecía impregnarlo todo. Cuando miré la lámpara, los destellos de luz y oscuridad se alternaban con una rapidez asombrosa.

—¡Dios mío! —escuché a Baumoff susurrar en la penumbra, como para sí mismo—: ¿Cómo Cristo fue capaz de soportar los clavos?

Lo miré fijamente, con una incomodidad infinita y cierta irritación que me preocupaba; pero sabía que no tenía sentido protestar ahora. Lo vi vagamente distorsionado por el temblor de la atmósfera. Fue algo así como si mirara hacia él a través de convulsiones de aire caliente; solo había maravillosas olas de negrura azul creando formas ante mi vista. Por un instante vi su rostro claramente, lleno de un profundo dolor, que de alguna manera, aparentemente, era más espiritual que físico, y dominaba todo. Era una expresión de enorme resolución y concentración, que hacía que el rostro lívido, húmedo por el sudor, y agonizante, fuera heroico y espléndido a la vez.

Y luego, empapando la habitación con olas y salpicaduras de opacidad, la vibración de su agonía anormalmente estimulada por fin rompió la vibración de la Luz. Mi última mirada rápida alrededor me mostró el éter invisible hirviendo y agitándose una manera tremenda; y, abruptamente, la llama de la lámpara se perdió en un extraordinario remolino de luz, que marcó su posición durante varios momentos, brillante y amortiguado, hasta que ya no vi nada más. Me perdí en la opacidad negra de la noche, a través de la cual salió la feroz y dolorosa respiración de Baumoff.

Pasó un minuto completo; pero tan lentamente que, si no hubiera estado contando las respiraciones de Baumoff, debería haber dicho que fueron cinco. Luego Baumoff habló de repente, con una voz que, de alguna manera, había cambiado:

—¡Dios mío! —dijo—. ¡Lo que debió haber sufrido Cristo!

Fue en el silencio posterior que me di cuenta por primera vez de que tenía un miedo vago; pero la sensación era demasiado indefinida e infundada, y podría decir que se mantenía debajo de la superficie de mi consciencia, quizás para que no deba enfrentarlo directamente. Pasaron tres minutos, mientras contaba el respiraciones casi desesperadas que me llegaron a través de la oscuridad. Entonces Baumoff comenzó a hablar de nuevo, todavía con esa voz peculiarmente alterada:

—Por tu agonía y sudor sangriento —murmuró.

Dos veces repitió esto. Era evidente que había fijado su atención con tremenda intensidad en su estado anormal, en la escena de la muerte.

El efecto sobre mí de esa intensidad fue interesante, y de alguna manera extraordinaria. Como pude, analicé mis sensaciones y emociones y mi estado mental general, y me di cuenta de que Baumoff estaba produciendo un efecto sobre mí que era casi hipnótico.

En cierto momento, vencido por la ansiedad, pero también por los cambios en el ritmo de su respiración, le pregunté a Baumoff cómo estaba. Mi voz sonó con un tono peculiar y realmente incómodo, vacío a través de esa impenetrable negrura de opacidad. Él respondió:

—¡Silencio! Llevo la Cruz.

El efecto de esas palabras simples, pronunciadas con esa voz nueva y sin tono, en esa atmósfera de tensión casi insoportable, fue tan poderoso que, de repente, con los ojos bien abiertos, vi a Baumoff claro y vívido contra esa antinatural oscuridad, cargando una Cruz. No, como se muestra generalmente en la imagen del Cristo, con él torcido, doblado, bajo el peso de la madera sobre sus hombros, sino con la Cruz agarrada justo debajo de sus brazos, y con el extremo detrás, a lo largo del suelo rocoso.

Vi incluso el patrón del grano de la madera áspera, donde parte de la corteza había sido arrancada; y debajo del extremo posterior había un matojo de dura hierba de alambre, que había sido arrancado por el extremo, y arrastrado sobre las rocas, entre la Cruz y el suelo rocoso. Ahora mismo puedo ver la escena, mientras hablo. Su intensidad era extraordinaria; pero había venido y desaparecido como un relámpago, y yo estaba sentado allí en la oscuridad, contando mecánicamente las respiraciones; sin embargo, sin saber qué contaba.

Entonces me vino a la mente toda la maravilla que Baumoff había logrado. Estaba sentado allí en una oscuridad que era una reproducción real del milagro de la Oscuridad de la Cruz. En resumen, Baumoff había desarrollado una energía emocional que debió, en sus efectos, ser paralela a la Agonía de la Cruz. Y, al hacerlo, había demostrado la verdad indiscutible de la personalidad y la enorme fuerza espiritual de Cristo. Él le había proporcionado a la humanidad una evidencia concreta sobre Cristo. No me quedaba más que admiración y espanto.

Pero, en este punto, sentí que el experimento debería detenerse. Tenía un ansia extrañamente nerviosa de que Baumoff terminara y no tratara de igualar las condiciones psíquicas de Cristo.

—¡Baumoff! —grité—. ¡Detente!

Pero no respondió, y durante unos minutos siguió un silencio que no se habría roto si no fuera por su respiración jadeante. De repente, Baumoff dijo:

—Mujer, he aquí, tu hijo.

Murmuró esto varias veces, con la misma voz incómoda y sin tono con la que había hablado desde que la oscuridad se hizo completa.

—¡Baumoff! ¡Basta!

Y mientras escuchaba su respuesta, me sentí aliviado al pensar que su respiración era menos superficial. La demanda anormal de oxígeno evidentemente se estaba cumpliendo. Abruptamente, pensé que la habitación se sacudía un poco.

Ahora, como ya te habrás dado cuenta, había sido vagamente consciente de un nerviosismo peculiar y creciente. Creo que esa es la palabra que mejor lo describe. En este curioso y ligero temblor que parecía agitarse en el cuarto oscuro, me sentí algo más que nervioso. Sentí una emoción de miedo real, aunque irracional. De modo que, después de estar muy tenso durante unos largos minutos y sin sentir nada más, decidí que necesitaba mantener un control más firme sobre mis nervios.

Y luego, justo cuando había llegado a este estado mental más cómodo, la habitación se sacudió nuevamente. El movimiento fue oscilatorio, repugnante, más allá de la comodidad de negación.

—¡Dios mío! —dije, y luego, con un repentino esfuerzo de coraje, grité—: ¡Baumoff! ¡Por el amor de Dios, detenlo!

No tienes idea del esfuerzo que me tomó hablar en voz alta en esa oscuridad; y cuando lo hice, el sonido de mi voz me puso al borde del quiebre emocional de nuevo. De alguna manera, la habitación parecía ser increíblemente grande ahora.

Y Baumoff nunca respondió una palabra; pero pude escucharlo respirar, aunque todavía agitaba dolorosamente su tórax en su necesidad de aire. El increíble temblor de la habitación disminuyó; y hubo un espasmo de silencio. Sentí que era mi deber levantarme y acercarme a la silla de Baumoff, pero no pude hacerlo. De alguna manera, no habría tocado a Baumoff por ninguna causa. Sin embargo, incluso en ese momento, no sabía que tenía miedo de acercarme a él.

Y entonces las oscilaciones comenzaron de nuevo. Sentí el asiento de mis pantalones deslizarse contra la silla, y extendí mis piernas, también mis pies contra la alfombra para evitar que me deslizara de un lado a otro. Decir que tenía miedo no es describir mi estado en absoluto. Estaba aterrorizado. Y de repente, tuve consuelo, de la manera más extraordinaria; por una sola idea, que me dio algo de lo cual aferrarme.

Era el Æther, el alma del hierro y otras cosas, que Baumoff había tomado una vez como texto para una conferencia extraordinaria sobre vibraciones, en los primeros días de nuestra amistad. Había formulado la sugerencia de que, en esencia, la materia era de un aspecto primario, una vibración localizada atravesando una órbita cerrada. Estas vibraciones localizadas primarias eran inconcebiblemente diminutas, pero eran capaces, bajo ciertas condiciones, de combinarse bajo la acción de vibraciones secundarias de un tamaño y forma que se determinaría por un multitud de solo factores adivinables: estos mantendrían su nueva forma, siempre y cuando no ocurriera nada que desorganizara su combinación o depreciara o desviara su energía, su unidad estaba parcialmente determinada por la inercia del Æther. Esa combinación de las vibraciones es, ni más ni menos, que lo que llamamos materia, hombres, mundos, universos.

En aquel entonces Baumoff dijo lo que me impactó. Dijo que si fuera posible producir una vibración del éter de una energía suficiente, sería posible desorganizar o confundir la vibración de la materia. Es decir que una máquina capaz de crear la vibración del Æther, en cantidades suficientes, sería capaz no solo de destruir el mundo, sino el universo mismo, incluidos el cielo y el infierno, si tales lugares existieran en forma material .

Recuerdo cómo lo miré, desconcertado por el embarazo y el alcance de su imaginación. Y ahora su conferencia había vuelto a mí para inyectarme algo de la cordura de la razón. ¿No era posible que estas perturbaciones tuviesen la suficiente energía para causar cierta desorganización de la vibración de la materia? Eso explicaría el temblor en miniatura alrededor de la casa.

Entonces otro pensamiento más inquietante pasó por mi mente:

—¡Dios mío! —dije en voz alta en la oscuridad de la habitación.

Eso explicaba algo más que el Misterio de la Cruz. La perturbación del Æther causada por la Agonía de Cristo desorganizó la vibración de la materia en las proximidades de la Cruz, y luego hubo un pequeño terremoto local, que abrió las tumbas y rasgó el velo, posiblemente perturbando sus soportes, y, por supuesto, el terremoto fue un efecto, y no una causa.

—¡Baumoff! Has demostrado otra cosa. ¡Baumoff! ¡Baumoff! Respóndeme. ¿Estás bien?

Baumoff respondió, pero no a mi pedido.

—¡Dios mío! —dijo—: ¡Dios mío!

Su voz me llegó como un alarido de verdadera agonía mental. Estaba sufriendo, de una manera hipnótica e inducida, algo de la misma agonía del propio Cristo.

—¡Baumoff! —grité, mientras me obligaba a ponerme de pie. Escuché el ruido de su silla, mientras se sentaba allí y se sacudía—. ¡Baumoff!

Un terremoto extraordinario atravesó el piso de la habitación, y escuché el crujido de la madera. Algo cayó y se estrelló en la oscuridad. Los jadeos de Baumoff me lastimaron; pero me quedé allí. No me atreví a ir con él. Entonces supe que tenía miedo de él, de su condición. Dios, tenía un miedo horrible de mi amigo.

—Bau… —comencé, pero de repente tuve miedo incluso de hablar con él.

De repente, él gritó en un tono de angustia increíble:

¡Eloi, Eloi, lama sabachthani! —pero la última palabra cambió en su boca, de su terrible pena y dolor hipnótico, a un grito de terror simplemente infernal.

Y, de repente, una horrible voz burlona rugió en la habitación, desde la silla de Baumoff:

Eloi, Eloi, lama sabachthani.

¿Entiendes que la voz no era la de Baumoff en absoluto? No era una voz de desesperación, sino una voz burlona, bestial y monstruosa. En el silencio que siguió, mientras estaba petrificado de terror, supe que Baumoff ya no jadeaba. La habitación estaba absolutamente silenciosa, el lugar más terrible y silencioso de todo este mundo.

Corrí, un pie se atascó, probablemente en el borde de la alfombra de la chimenea, y al caer perdí el conocimiento. Después de lo cual, durante mucho tiempo, ciertamente algunas horas, no supe nada.

Recuperé la consciencia con un terrible dolor de cabeza. La Oscuridad se había disipado. Me di la vuelta y vi a Baumoff. Estaba inclinado hacia mí: sus ojos bien abiertos, pero opacos. Su cara estaba enormemente hinchada, y había, de alguna manera, algo bestial en él. Estaba muerto, y el cinturón sobre él y el respaldo de la silla solo le impedían caer hacia adelante. Su lengua se asomó por la comisura de los labios. Siempre recordaré cómo se veía. Estaba mirando algo que no era humano.

Me alejé de él, sin dejar de mirarlo, hasta que logré poner una puerta entre nosotros.

¡Baumoff murió de insuficiencia cardíaca. Nunca debería ser tan tonto como para sugerirle a un jurado cuerdo que, en su condición extraordinaria, auto hipnotizada e indefensa, fue poseído por alguna entidad del Vacío. Respeto demasiado mi condición de hombre sensato como para plantear esa idea con seriedad.

Sé que esto puede parecer irónico, una burla, teniendo en cuenta lo que experimenté, pero, ¿qué puedo hacer sino burlarme de mí mismo y de todo el mundo, cuando ni siquiera me atrevo a reconocer mis propios pensamientos? Baumoff, sin duda, murió de un paro cardíaco. Lo demás es incomprobable Oh, debo dejar de pensar. Mi cabeza da vueltas.

El explosivo del que hablan los periódicos. Sí, eso es de Baumoff; eso hace que todo parezca cierto, ¿no? Tenían la oscuridad en Berlín, después de la explosión. No hay forma de escapar de eso. El Gobierno solo sabe que la fórmula de Baumoff es capaz de producir una mayor cantidad de gas en el menor tiempo posible. Eso, en resumen, es idealmente explosivo. Así es; sin embargo, mi experiencia me incita a temer por ambos lados del campo de batalla, si es que las teorías de Baumoff sobre la posibilidad de desorganizar la materia son ciertas.

A veces pienso que podría haber otra explicación. Baumoff pudo haberse roto un vaso sanguíneo en el cerebro, debido a la enorme presión arterial que indujo su experimento; y la voz burlona que escuché, esa expresión, esa mirada horrible, pueden no haber sido más que el estallido de una mente trastornada, que a menudo pone de lado la naturaleza de un hombre y produce una inversión de carácter, ese es el complemento de su estado normal, y ciertamente, la actitud religiosa normal del pobre Baumoff fue una maravillosa reverencia y lealtad hacia el Cristo.

Además, en apoyo de esta posibilidad, he observado con frecuencia que la voz de una persona que sufre de trastorno mental a menudo cambia maravillosamente, y a menudo tiene una cualidad muy repelente e inhumana. Trato de pensar que esta explicación encaja. A veces lo creo. Pero nunca puedo olvidar esa habitación. Nunca.

William Hope Hodgson (1877-1918)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de William Hope Hodgson.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de William Hope Hodgson: Eloi Eloi Lama Sabachthani (Eloi Eloi Lama Sabachthani), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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