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¿Ungoliant y Shelob eran Maiar o algo más?


¿Ungoliant y Shelob eran Maiar o algo más?




Se cree que Ungoliant era una Maia, corrompida hace mucho tiempo por Melkor, pero J.R.R. Tolkien no parece considerarla entre los Ainur. Por supuesto, hay otras teorías sobre lo que podría ser, pero la más popular, y acaso la más probable, es que haya sido una Maia; de modo que, a los efectos de esta pregunta, supongamos que lo es. Entonces, ¿Shelob, la gran hija de Ungoliant, es también una Maia, asumiendo que su madre lo es?

La pregunta clave aquí [aunque también intentaremos responderla], no es: ¿Qué es Ungoliant?, sino más bien: Si Ungoliant fuera un Maia, ¿Shelob también lo sería?

Después de todo, no es posible ser un Maia y no ser uno de los Ainur, ya que todos los Valar y Maiar eran Ainur. Sin embargo, hay una tendencia a asumir que todo espíritu encarnado en la Tierra Media, cuyo origen Tolkien no haya especificado, debe ser un Maia. Los Valar y Maiar no eran los únicos espíritus de Ëa. Hay otros ejemplos en El Silmarillion, como estos extraños espíritus convocados para asistir a Manwë, mencionados en la Ainulindalë:


[Pero Manwë era el hermano de Melkor en la mente de Ilúvatar, y él era el principal instrumento del segundo tema que Ilúvatar había levantado contra la discordia de Melkor; y llamó para sí a muchos espíritus, tanto mayores como menores, y ellos descendieron a los campos de Arda y ayudaron a Manwë, no fuera que Melkor obstaculizara el cumplimiento de su trabajo para siempre, y la Tierra se marchitara antes de florecer.]


Otros espíritus que no parecen formar parte de los Ainur, y que por lo tanto no pueden ser considerados como Valar y Maiar, son aquellos que se convirtieron eventualmente en los Ents y las Águilas [ver: ¿Qué pasó con las Ent Mujeres?]:


[Cuando los Niños despierten, el pensamiento de Yavanna también despertará, y convocará espíritus desde muy lejos, e irán entre los kelvar y los olvar, y algunos habitarán allí, y serán tenidos en reverencia, y será temida su justa ira.]


Ahora bien, si tanto Manwë como Yavanna eran capaces de convocar «espíritus desde muy lejos», entonces, ¿por qué Melkor [como mínimo tan poderoso como Manwë] no pudo haberlo hecho también? Además, si Melkor fue capaz de corromper algunos Maiar, como Sauron y los Balrogs, para ponerlos completamente a su servicio, podemos deducir que también habría podido seducir algunos de estos espíritus [ver: Morgoth y la ingeniería genética que creó a los Orcos]

Los últimos escritos de Tolkien sobre Ungoliant fueron de revisiones del Quenta Silmarillion, y tratan sobre su origen:


[En Avathar, secreto y desconocido salvo para Melkor, vivía Ungoliant, y había tomado forma de araña y era tejedora de redes oscuras. No se sabe de dónde vino, aunque entre los Eldar se decía que antaño había descendido de la Oscuridad que yace alrededor de Arda, cuando Melkor miró por primera vez con envidia la Luz en el reino de Manwë. Pero ella había repudiado a su Amo, deseando ser dueña de su propia lujuria, tomando todas las cosas para sí misma y así alimentar su vacío.]


Es interesante que Tolkien mencione que no se sabe de dónde vino Ungoliant. Si hubiese sido parte de los Ainur, lo habría mencionado; y en ese caso no habría duda de que se trata de una Maia. Sin embargo, también es cierto que Ungoliant [su espíritu primordial] ya existía en la Oscuridad alrededor de Arda cuando Melkor comenzó a mirar el reino de Manwë con interés. Claramente no se trata de un espíritu menor, y mucho menos un «espíritu venido desde muy lejos» [ver: Sauroniano: análisis de la Lengua Negra de Mordor]

Otro aspecto interesante que menciona Tolkien es aquello de que Ungoliant «repudió a su Amo». ¿Quién es este Amo? Melkor, por supuesto:


[...tal oscuridad, tal hambre, no pudo tejer una defensa contra los ojos de Melkor, el Señor de Utumno y Angband.

—¡Ven adelante! —dijo él—. Tres veces tonto: dejarme primero, morar aquí languideciendo al alcance de festines incalculables, y ahora rehuirme, al Dador de Regalos, ¡tu única esperanza! ¡Ven y mira! Te he traído una garantía de la mayor generosidad.
]


Así que eso está claro: Ungoliant era un espíritu, no necesariamente un Maia, que originalmente fue corrompido y sirvió a Melkor, pero que en algún momento rechazó a su Amo y empezó a seguir su propia agenda.

La clave del origen de Ungoliant es un punto muy específico en el tiempo: «cuando Melkor miró por primera vez con envidia la luz en el reino de Manwë». La palabra importante aquí es «luz», y eso nos permite señalarla en el tiempo después de que se levantaran Telperion y Laurelin, los dos Árboles de Valinor:


[Lejos en la oscuridad [Melkor] se llenó de odio, celoso de la obra de sus compañeros, a quienes deseaba someter a sí mismo. Por lo tanto, reunió para sí los espíritus de los salones de Eä que había pervertido a su servicio, y se consideró fuerte. Y viendo ahora que era su tiempo, se acercó de nuevo a Arda, y la miró, y la belleza de la Tierra en su Primavera lo llenó aún más de odio.]


Para darle mayor consistencia a nuestra afirmación hay que enfatizar las palabras «celoso» y «miró hacia abajo». Y ya que Melkor era el Amo original de Ungoliant [no hay dudas sobre eso], por lo tanto, razonablemente concluimos que Ungoliant era uno de esos «espíritus de los salones de Eä que [Melkor] había pervertido a su servicio». Melkor, quien al menos potencialmente, era capaz convocar y corromper espíritus. Por lo tanto, Ungoliant no es más una Maia que los espíritus que Manwë o Yavanna convocaron, así como tampoco lo es Shelob.

Una vez concluido esto, podríamos preguntarnos qué eran esos espíritus que Manwë, Yavanna y Melkor convocaron, pero parece más apropiado responderlo en otro artículo [ver: ¿Quién o qué era el Viejo Hombre-Sauce?]. El argumento de los «espíritus» no resuelve el enigma de Ungoliant, pero es bastante convicente. Los únicos «espíritus» de los que Tolkien habla sobre la creación de Eru son Ainur, y algunos de ellos llegaron a Arda bastante tarde en su historia, como Tulkas. Sin embargo, sería demasiado estrecho para el universo de Tolkien pensar que todos los espíritus que pululaban antes y después de la creación necesariamente deben ser considerados Ainur. Los pocos indicios que nos deja Tolkien insinúan que, de hecho, los Ainur son solo aquellos espíritus que participaron de una forma u otra en la creación, pero podría haber otros.

Ahora bien, si Ungoliant no era una Maia, Shelob definitivamente no lo era. Pero si consideramos el asunto de forma inversa, es decir, suponiendo que Ungoliant sí era una Maia, Shelob no necesariamente lo sería. Digamos que la descendencia de una Maia no es necesariamente es un Maia. Por ejemplo, Lúthien era hija de una Maia [Melian], pero no era una Maia en sí misma, ni su hijo Dior [cuyo padre era Beren], ni tampoco ninguno de sus descendientes, como Elwing, Elrond, Elros, Isildur, Aragorn, etc. [ver: Aragorn, el Sendero de los Muertos y un pasaje a la Cuarta Dimensión]

No está claro qué es Ungoliant en realidad. Solo sabemos con certeza que era una aliada de Melkor y nada más. Los Eldar no sabían de dónde venía; pero algunos, como hemos visto, creían que provenía de la Oscuridad que rodeaba Arda, cuando Melkor por primera vez miró con envidia al Reino de Manwë, y que ella fue uno de los espíritus que primero corrompió, aunque luego siguió por su cuenta. Pero, ¿cuál era la agenda de Ungoliant?

Comer, básicamente.

Este otro indicio que Tolkien nos ha dejado, no tanto sobre los detalles de los orígenes de Ungoliant, sino tal vez de lo que representaba en sus primeros escritos.

El tiempo es crucial aquí: Ungoliant vino al mundo incluso antes que Melkor, y «de la Oscuridad». Y si nada sugiere que haya sido uno de los Ainur, ¿qué estaba haciendo en la Oscuridad? Pienso [y esta es la madre de las especulaciones sin ningún respaldo] que Ungoliant, en los primeros escritos de Tolkien, tal vez tenía la intención de ser la pata gnóstica de la historia, un igual, un opuesto, o incluso un complemento necesario para Eru. El Bien está simbolizado por la Luz, y en Arda la Luz es un símbolo de la Vida. Melkor parece ser la Oscuridad, en términos de lejanía o distancia con la luz, no de su total ausencia [fue un ser de luz alguna vez]; pero Ungoliant simboliza más que mera Oscuridad, más que una oposición de la Luz. Si se nos permite el exabrupto filosófico, Ungoliant es la No-Luz; el Vacío primigenio:


[Sin embargo, ninguna canción o cuento pudo contener todo el dolor y el terror que se produjo en ese momento. La Luz cayó; pero la Oscuridad que siguió fue más que una pérdida de Luz. En esa hora se hizo una Oscuridad que no parecía ser sino una cosa con ser propio: porque de hecho fue creada por malicia de la Luz, y tenía poder para perforar el ojo, y para entrar en el corazón y la mente, y estrangular la voluntad.]


Hubiese sido muy interesante que Tolkien haya continuado con la línea gnóstica, al menos en relación a Ungoliant, quien aquí parece provenir de la Oscuridad más allá de Arda antes de la creación, básicamente una encarnación del Vacío primordial, algo que no responde a los conceptos del Bien y del Mal.

Es curioso que el primer lugar en Arda elegido por Ungoliant haya sido Avathar, una región olvidada al sur de Valinor. En este punto Tolkien afirma que ella sentía hambre, incluso hambre de Luz, y que allí tomó la forma de una araña monstruosa. En cierto punto, en una hondonada de las Pelóri, Ungoliant empezó a tejer redes negras para atrapar la luz de los Árboles y así saciar su hambre [su Vacío]; no obstante, por más Luz que devorara, siempre se sentía hambrienta. La metáfora con el Vacío es tan evidente aquí que no vale la pena analizarla.

En cierto momento Melkor fue a Avathar para discutir con Ungoliant su venganza contra los Valar. Al parecer, la convenció, prometiéndole darle cualquier cosa que deseara si aún tenía hambre después de la victoria. Entonces se dirigieron a Ezellohar, donde se encontraban los Dos Árboles. Ungoliant podía ocultarse fácilmente, pero Melkor no, de modo tal que ella tejió una capa de «no-luz» que los hacía imperceptibles. Al llegar a Ezellohar, Melkor hirió profundamente los Árboles con su lanza y Ungoliant secó su savia. Al beber, les inyectó su veneno hasta marchitarlos. Pero Ungoliant seguía hambrienta, así que bebió de las fuentes de Varda hasta secarlas. Creció tanto en tamaño que Melkor sintió miedo. Eventualmente los dos huyeron envueltos en la «no-luz» que la misma Ungoliant producía, eludiendo la persecución de Oromë y Tulkas.

Tras esta huida, en el yermo de Lammoth, Ungoliant [todavía hambrienta] le exigió a Melkor todas las gemas que había robado en el reino sagrado, incluyendo los Silmarils. Melkor se negó, por lo que Ungoliant lo atacó. Ni siquiera fue una lucha pareja. Ungoliant era muy superior. En su suplicio, Melkor gritó tan fuerte que despertó a los Balrogs, hasta entonces dormidos en Angband, y con sus látigos de llamas hicieron huir a Ungoliant. Es decir que se necesitaron las fuerzas combinadas de todos los Balrogs y Melkor solo para hacerla retroceder.

Más adelante, Ungoliant se estableció en Ered Gorgoroth, las Montañas del Terror, situadas en Nan Dungortheb, el Valle de la Muerte Terrible. Aquí sucede algo extraño, porque Ungoliant, según Tolkien, se apareó con otros seres de aspecto arácnido que se habían establecido allí durante la excavación de Angband [especular sobre la naturaleza de estos seres sería demasiado para un solo artículo]. De este modo engendró una monstruosa prole de arañas que se criaron allí, siendo Shelob la última sobreviviente.

El final de Ungoliant es un misterio. Tolkien dice que devoró a todas las arañas con las que se apareó, y partió hacia el sur. Ninguna historia cuenta qué fue de ella, aunque existen rumores de que, al llegar al extremo sur, sin encontrar ningún alimento, murió devorándose a sí misma.

No hay demasiadas certezas sobre si Ungoliant era o no un Maia, pero de hecho hay evidencia que muestra que era algo completamente diferente a cualquiera de los Ainur. Recordemos que se necesitó la fuerza de todos los Valar para luchar contra Melkor, pero Ungoliant lo redujo ella sola, incluso sobrvivió a las fuerzas combinadas de Melkor y los Balrogs [ver: ¿Gandalf podría haber derrotado a Sauron?]. Sin embargo, también es cierto que Ungoliant comparte con los Maiar algunas características, como la necesidad de asumir una forma física para reproducirse [a propósito, sería interesante saber porqué Morgoth y Sauron prefirieron no hacerlo]

Pero, si Ungoliat era una Maia, ¿cómo puede ser que sea más poderosa que Melkor?

En el momento de su enfrentamiento, obviamente sí. Pero, en general, quizás no. Hubo algunas circunstancias atenuantes en ese momento: Ungoliant se había estado atiborrando de la savia de los Árboles de Valinor, lo cual probablemente aumentó temporalmente su fuerza, mientras que Melkor se había desgastado extendiendo una sombra sobre Amán. Quizás estaba debilitado, mientras que Ungoliant se había fortalecido. No es de extrañar entonces que Melkor haya «tenido miedo».


[Ungoliant bebió, y luego, yendo de árbol en árbol, chupó sus heridas hasta que se drenaron; y el veneno de la muerte que había en ella entró en sus tejidos y los secó, raíz, rama y hoja; y murieron. Y todavía tenía sed, y yendo a los Pozos de Varda los bebió hasta dejarlos secos; pero Ungoliant eructó vapores negros mientras bebía, y se hinchó en una forma tan vasta y espantosa que Melkor tuvo miedo.]


Melkor, por el contrario, puso mucho de su poder en el curso de esta excursión, por lo que no está realmente en su plenitud cuando se enfrenta con Ungoliant. Este proceso, dicho sea de paso, es lo que finalmente vuelve vulnerable a Melkor y conduce a su derrota al final de la Primera Edad.

Desafortunadamente, no podemos brindar ninguna idea definitiva sobre qué es exactamente Ungoliant, o cómo podría encajar en la estructura espiritual de Tolkien. No sabemos si era una Maia o algún otro tipo de ser. Al igual que con Tom Bombadil, Tolkien nos dejó aquí un extraño enigma, pero es pertinente mencionar que, en sus primeros escritos, Tolkien se refiere a Ungoliant como un Espíritu Primigenio, es decir, no un Vala, no un Maia, sino una criatura completamente diferente criada en el Vacío, y tal vez una manifestación de la voracidad del Vacío que encarnó en Arda como una araña gigantesca. Pero, ¿quién sabe con certeza? Solo podemos especular y, en el proceso, encontrar una excusa para profundizar en el universo aparentemente inagotable de Tolkien.




Tierra Media. I Taller gótico.


Más literatura gótica:
El artículo: ¿Ungoliant y Shelob eran Maiar o algo más? fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Relatos de terror de bichos y cosas que se arrastran


Relatos de terror de bichos.




El título de esta antología de cuentos de terror ofrece dificultades insólitas en su traducción. Para algunos podría llamarse El libro de los bichos, aunque sin aludir específicamente a los insectos; o bien El libro de las cosas asquerosas que se arrastran (The Creepy-Crawly Book), aunque en sus páginas también encontremos una o dos historias de criaturas probadamente aladas [ver: Relatos de terror de insectos]

Los 22 relatos de terror de bichos que componen el libro se basan en criaturas repulsivas, como arañas, ratas, murciélagos, sepientes; y otros animalejos difíciles de clasificar salvo como objeto de raras fobias [ver: Vermifobia: gusanos y otros anélidos freudianos en la ficción]




El libro de las cosas que se arrastran.
The Creepy-Crawly Book.
  • El entierro de las ratas (The Burial of the Rats, Bram Stoker)
  • El Kraken (The Kraken, Lord Alfred Tennyson)
  • El valle de las arañas (The Valley of Spiders, H.G. Wells)
  • Las ratas en las paredes (The Rats in the Walls, H.P. Lovecraft)
  • Las ratas del cementerio (The Graveyard Rats, Henry Kuttner)
  • Rikki-Tikki-Tavi (Rikki-Tikki-Tavi, Rudyard Kipling)
  • Buena compañía (Good Company, Leonard Clark)
  • El escorpión (The Scorpion, Richard Henwood)
  • El ratón (The Mouse, Henry Williamson)
  • El viejo Rattler y la serpiente rey (Old Rattler and the King Snake, David Starr Jordan)
  • Gusanos y el viento (Worms and the Wind, Carl Sandburg)
  • La cola del ratón (The Mouse's Tail, Lewis Carroll)
  • La leyenda de Aracne (The Legend of Arachne, Lucy Berman)
  • La leyenda de Cadmo (The Legend of Cadmus, Thomas Bulfinch)
  • La leyenda de Robert Buce y la araña (The Legend of Robert Bruce and the Spider, Walter Scott)
  • La maldición del Torre del Ratón (The Curse of Mouse Tower, Bernhardt J. Hurwood)
  • Las hormigas (The Ants, Hanns Heinz Ewers)
  • Los murciélagos (The Vampire Bats, William Beebe)
  • Murciélagos (Bats, Randall Jarrell)
  • Ratas (Rats, Joan Beadon)
  • Wilhelmina (Wilhelmina, Gerald Durrell)




Antologías. I Relatos de terror.


El análisis y resumen del libro: El libro de las cosas que se arrastran (The Creepy-Crawly Book) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«La mosca»: George Langelaan; relato y análisis.


«La mosca»: George Langelaan; relato y análisis.




La mosca (La mouche) es un relato de terror del escritor franco-británico George Langelaan (1908-1972), publicado originalmente en la edición de junio de 1957 de la revista Playboy.

La mosca es uno de los mejores cuentos de George Langelaan. Si bien el relato fue adaptado al cine en dos ocasiones [1958 y 1986], la trama original de La mosca ha sido reflejada escasamente; en cambio, se ha preferido ver en ella un simple relato fantástico y no un notable relato psicológico de terror.

No es extraño que un hombre como George Langelaan, que supo ser espía para los aliados durante la Segunda Guerra Mundial, haya esbozado en La mosca algunas de las mejores encarnaciones de la obsesión por la muerte y la ansiedad de quien se ve enfrentado constantemente con la posibilidad de morir de forma horrible.

La mosca comienza por ubicarnos en una noche cualquiera, cuando Francois Delambre es arrancado del sueño por un llamado telefónico. Del otro lado de la línea se oye la voz de Helene, su cuñada, quien le informa que ha matado a su hermano.




Relatos de George Langelaan. I Relatos góticos.


El análisis y resumen del relato de George Langelaan: La mosca (La mouche) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Relatos de terror de insectos


Relatos de terror de insectos.








El artículo: Relatos de terror de insectos fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Relatos de terror de arañas


Relatos de terror de arañas.







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«La telaraña»: Saki; relato y análisis.


«La telaraña»: Saki; relato y análisis.




La telaraña (The Cobweb) es un relato fantástico del escritor inglés Saki —seudónimo de H.H. Munro— publicado originalmente en la antología de 1914: Bestias y Super Bestias (Beast and Super-Beasts).

La telaraña, uno de los relatos de Saki más extraños, narra la historia de dos mujeres: Martha y Emma. Martha, muy anciana, proclama que la muerte se aproxima. Emma espera que sea Martha la que caiga en las garras de la parca, pero las cosas no siempre suceden como uno desea.




La telaraña.
The Cobweb, Saki (1870-1916)

La cocina de la granja quizás estaba donde estaba por azar o accidente. Sin embargo, la ubicación bien podía haber sido proyectada por un experto estratega en arquitectura campesina. La lechería, el corral, el huerto y los demás lugares de trajín de la granja parecían tener fácil acceso a aquel refugio con piso de anchas losas, en donde había espacio para todo y en donde un par de botas embarradas dejaban huellas fáciles de barrer. Y aún así, a pesar de lo bien emplazada que estaba en el centro del tráfago humano, su única ventana, larga, enrejada, con un amplio asiento empotrado y enmarcada en un alféizar más allá de la enorme chimenea, dominaba un dilatado paisaje silvestre de colinas, brezales y boscosas cañadas. El hueco de la ventana era casi un cuartito de por sí, en realidad el más agradable de la granja en cuanto a situación y posibilidades. La joven señora Ladbruk, cuyo marido acababa de recibir la granja por herencia, había puesto los ojos en el cálido rinconcito; y los dedos le picaban por volverlo claro y acogedor con cortinas de zaraza, vasos llenos de flores y una repisa o dos con viejos platos de porcelana. La mohosa sala de la casa, que daba a un jardín adusto, melancólico y encerrado por tapias lisas y altas, no era un cuarto que se prestara con facilidad para el confort o la decoración.

-Cuando estemos más instalados voy a hacer maravillas en la cocina para que sea habitable -decía la joven mujer a las contadas visitas.

En aquellas palabras había un deseo callado, un deseo que además de callado era inconfesable. Emma Ladbruk era la señora de la granja. Junto con su marido podía tener derecho a opinar y hasta cierto punto a decidir en la conducción de sus asuntos. Pero no era la señora de la cocina.

En un estante de un viejo aparador, en compañía de salseras desportilladas, jarras de peltre, ralladores de queso y facturas pagadas, descansaba una raída biblia que tenía anotado en la portada el desteñido registro de un bautismo fechado noventa y cuatro años atrás. "Martha Crale" rezaba el nombre escrito en la página amarillenta. Y la amarillenta y arrugada anciana que rengueaba y hablaba entre dientes por toda la cocina, parecida a una hoja marchita que los vientos de invierno siguen soplando de un lado para otro, alguna vez había sido Martha Crale. Durante setenta y pico de años había sido Martha Mountjoy. Nadie podía recordar por cuántos años había andorreado de acá para allá entre el horno, el lavadero y la lechería, o salido al gallinero y al jardín, rezongando, murmurando y riñendo, pero trabajando sin parar. Emma Ladbruk, a cuyo arribo le había prestado tanta atención como a una abeja errante que entrara por la ventana en un día de verano, la miraba al principio con una especie de temerosa curiosidad. Era tan vieja y tanto hacía parte del lugar que costaba decir con precisión que fuera un ser animado. El viejo Shep, un pastor escocés de hocico blanco y miembros entumidos, cuyas horas estaban ya contadas, casi parecía más humano que aquella anciana mustia y seca. Había sido un cachorrito bulloso y juguetón, desbordante de alegría de vivir, cuando ella era ya una anciana de pasos inseguros; y ahora era un cadáver vivo y ciego, nada más, y ella todavía trabajaba con frágil tesón, todavía barría, horneaba y lavaba, traía y llevaba. Si algo había en esos sabios perros viejos que no pereciera del todo con la muerte, solía meditar Emma, cuántas generaciones de perros fantasmas debía de haber afuera en las colinas, criadas, atendidas y despedidas en la hora final por Martha en aquella cocina. Y cuántos recuerdos debía de guardar de las generaciones humanas que habían muerto en sus días. Le resultaba difícil a cualquiera, y mucho más a una extraña como Emma, hacerla hablar de los tiempos pasados. Sus palabras, chillonas y cascadas, se referían a puertas que habían dejado sin seguro, baldes extraviados, terneros a los que ya era hora de alimentar, y a las diversas faltas y omisiones que salpican la rutina de una granja. De cuando en cuando, llegada la fecha de elecciones, desempolvaba los recuerdos de los viejos nombres que libraran antaño esas contiendas. Había habido un Palmerston, muy sonado por los lados de Tiverton. Tiverton no quedaba muy lejos a vuelo de pájaro, pero para Martha era casi otro país. Después vinieron los Northcotes, los Aclands y muchos otros nuevos apellidos que había olvidado ya. Los nombres cambiaban, pero se trató siempre de liberales y conservadores, de amarillos y azules. Y siempre se pelearon a los gritos sobre quién estaba en lo correcto y quién no. Por el que más se pelearon había sido un viejo y distinguido caballero de expresión colérica... recordaba haber visto su retrato en las paredes; y en el piso también, con una manzana podrida y aplastada encima, pues en la granja se cambiaba de política de tiempo en tiempo. Martha nunca había estado de un lado o de otro; ninguno de "ellos" había beneficiado para nada a la granja. Este era su veredicto general, dictado con toda la desconfianza de una campesina por el mundo exterior.

Cuando la medio temerosa curiosidad se hubo desvanecido, Emma Ladbruk se sintió incómoda al descubrir que abrigaba otro sentimiento hacia la vieja. Ésta era una exótica tradición estancada en el lugar, era parte integral de la propia granja, era algo a la vez patético y pintoresco... pero era un soberano estorbo. Emma había llegado a la granja llena de planes de efectuar pequeñas reformas y mejoras, en parte por su adiestramiento en los métodos y procedimientos modernos, en parte por efecto de sus propias ideas y caprichos. Las reformas en la región de la cocina, de haber sido posible hacer que esos oídos sordos se mostraran dispuestos a escuchar, habrían encontrado un rechazo sumario y despectivo; y la región de la cocina abarcaba las zonas del manejo de la leche y las hortalizas, y la mitad de las faenas domésticas. Emma, que se sabía al dedillo lo último en el arte de preparar aves de corral muertas, tomaba asiento a un lado, observadora inadvertida, mientras la vieja Martha espetaba los pollos para el puesto del mercado de la misma manera que los había espetado durante casi ochenta años... por los muslos, sin tocar la pechuga. Y las mil sugerencias sobre la forma más eficaz de hacer el aseo, aligerar el trabajo y demás cosas que contribuyen a una vida sana y que la joven estaba dispuesta a impartir o llevar a la práctica, se perdían en la nada ante aquella presencia mustia, rezongona y desatenta. Sobre todo, el codiciado rinconcito de la ventana, que podía ser un lindo oasis de alegría en la sombría cocina, estaba ahora atestado con un revoltijo de cachivaches que Emma, a pesar de su toda autoridad nominal, no se habría tomado el atrevimiento o la molestia de remover. Parecían revestidos por la protección de algo similar a una telaraña humana. Definitivamente, Martha era un estorbo. Habría sido una canallada desear ver aquella vida añeja y corajuda acortada en unos miserables meses; pero a medida que pasaban los días Emma reconoció que allí estaba el deseo, por más que lo negara, agazapado en el fondo de su mente.

Sintió que la vileza de aquel deseo la invadió, junto con un remordimiento de conciencia, un día en que entró a la cocina y descubrió que las cosas no marchaban como de costumbre en aquel sitio de constante ajetreo. La vieja Martha no estaba trabajando. A sus pies había una canasta de maíz, y en el corral los pollos empezaban a piar en protesta por haberse pasado la hora de la alimentación. Pero Martha estaba acurrucada en el asiento de la ventana, mirando afuera con sus ojos opacos como si divisara algo más raro que el paisaje otoñal.

-¿Pasa algo, Martha? -preguntó la joven esposa.
-Es la muerte, es la muerte que viene -respondió la voz cascada-. Ya sabía que venía, ya lo sabía yo. Por algo el viejo Shep estuvo aullando toda la mañana. Y anoche oí cuando la lechuza cantó el grito de la muerte; y una cosa blanca pasó corriendo por el patio ayer. No era ni un gato ni una comadreja, era una cosa... Las gallinas supieron que era algo y se corrieron todas para un lado. ¡Ay!, esos son avisos. Yo ya sabía que venía.

Los ojos de la joven se empañaron de lástima. El carcamal que estaba ahí sentado, tan encogido y pálido, había sido alguna vez una niñita alegre y bulliciosa que jugara por los senderos, henales y desvanes de una granja. De eso hacía ochenta años largos, y ahora no era más que un viejo y frágil cuerpo que se achicaba ante el cercano frío de la muerte que al fin venía a llevársela. Probablemente no se podía hacer mayor cosa por ella, pero Emma corrió a buscar ayuda y consejo. Sabía que su marido andaba en una tala de árboles a cierta distancia, pero podía encontrar otro ser racional que conociera a la vieja mejor que ella. No tardó en descubrir que la granja tenía la cualidad, común a todos los corrales, de tragarse y desaparecer a sus moradores humanos. Las gallinas la siguieron con interés y los cerdos le gruñeron inquisitivamente tras las rejas de sus porquerizas, pero el granero, el henar, el huerto, los establos y la lechería no premiaron su búsqueda. Entonces, mientras desandaba el camino hacia la cocina, se topó de repente con su primo, conocido por todos como el joven señor Jim, que repartía el tiempo entre la trata aficionada de caballos, la caza de conejos y el flirteo con las criadas del lugar.

-Me temo que la vieja Martha se está muriendo -dijo Emma.

Jim no era una de esas personas a las que hay que darles las noticias con suavidad.

-¡Tonterías! -dijo éste-. La intención de Martha es llegar a los cien años. Así me lo dijo y así lo va a hacer.
-En realidad se puede estar muriendo en este momento, o puede ser que sólo empiece a derrumbarse -insistió Emma, llena de desprecio por la estupidez y lentitud del joven.

Una sonrisa se dibujó en las facciones bonachonas del otro.

-Pues no parece así -dijo, señalando con la cabeza hacia el patio.

Emma se volvió para captar el significado de este comentario. La vieja Martha estaba en el centro de una multitud de aves de corral, esparciendo granos a su alrededor. El pavo con el brillo bronceado de sus plumas y el rojo púrpura de su barba, el gallo de pelea con el radiante lustre metálico de su plumaje oriental, las gallinas con sus ocres, pardos y amarillos y el escarlata de sus crestas, y los patos con sus cabezas color verde botella, componían un revoltijo de intensos colores en el centro del cual la anciana parecía un tallo marchito que se irguiera en medio de un macizo de vistosas flores. Pero arrojaba el grano hábilmente entre la mezcolanza de picos y su cascada voz llegaba a las dos personas que la estaban observando. Seguía machacando sobre el tema de la muerte que venía en camino.

-Yo ya sabía que venía. Ha habido signos y advertencias.
-¿Quién murió, pues, señora? -llamó el joven.
-El joven señor Ladbruk -chilló ella por respuesta-. Acaban de traer su cadáver. Por esquivar un árbol que tumbaban chocó con una estaca de hierro. Estaba muerto cuando lo recogieron. ¡Ay, yo la veía venir!

Y se dio vuelta para arrojar un puñado de cebada a una manada de gallinas de Guinea rezagadas que llegaban corriendo.

La granja era una heredad familiar y pasó a manos del primo cazador de conejos en su calidad de pariente más cercano. Emma Ladbruk salió volando de su cotidianeidad, como una abeja que entrara por la ventana abierta y en su revoloteo volviera a atravesarla. Cierta mañana fría y gris se encontró esperando, sus cajas ya acomodadas en la carreta, a que todos los productos del mercado estuvieran listos, pues el tren que iba a tomar era menos importante que los pollos, la mantequilla y los huevos que iban a ser puestos en venta. Desde donde estaba podía ver una esquina de la larga ventana enrejada que habría quedado tan acogedora con las cortinas y tan alegre con los floreros. Se le ocurrió pensar que durante meses, años quizás, mucho tiempo después de que la hubieran olvidado por completo, se vería asomar una cara pálida y desentendida a través de esos cristales, y que se oiría rezongar una voz débil y trémula por esos corredores enlosados. Se dirigió hasta una ventana batiente de tupidos barrotes que daba a la despensa de la casa. La vieja Martha se encontraba de pie frente a una mesa, espetando un par de pollos para el puesto del mercado de la misma manera que los había espetado desde hacía casi ochenta años.

Saki (1870-1916)




Relatos de Saki. I Relatos góticos.


El análisis y resumen del cuento de Saki: La telaraña (The Cobweb) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El tejedor de la tumba»: Clark Ashton Smith; relato y análisis


«El tejedor de la tumba»: Clark Ashton Smith; relato y análisis.




El tejedor de la tumba (The Weaver in the Vault) es un relato de terror del escritor norteamericano Clark Ashton Smith (1893-1961), publicado originalmente en la edición de enero de 1934 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1948: Genius Loci y otros relatos (Genius Loci and Other Tales).

El tejedor de la tumba, quizás uno de los cuentos de Clark Ashton Smith más interesantes del ciclo de Zothique, relata la historia de tres soldados que viajan a la ciudad de Chaon Gacca para recuperar los restos momificados del rey Tnepreez. Al parecer, la ciudad ha sido destruida en un cataclismo, y sus habitantes han desaparecido; de modo tal que los tres exploradores descienden a las catacumbas para recuperar la momia y largarse de ahí lo antes posible.

Ya en las profundidades, uno de los soldados, Grotara, cree escuchar un leve zumbido que emana desde una fisura. De repente, la recámara oscura se llena lentamente con un extraño resplandor. Sobre las grietas aparece una especie de esfera lumínica, fría, sin matices, del tamaño de una cabeza, que flota sobre los restos decrépitos del osario y comienza a digerirlos.

Algunos sitúan a El tejedor de la tumba de Clark Ashton Smith como un relato de vampiros, pero lo cierto es que este ser interdimensional no es un vampiro, ni siquiera un Ghoul en un sentido tradicional, aunque sus hábitos así lo refieran. Carece de un cuerpo físico denso, pero es capaz de drenar a los muertos hasta el punto de licuar sus huesos. También emite filamentos de extraños colores, que parecen adherirse al suelo, las paredes y el techo de las catacumbas, como las redes de una araña. Ciertamente forma parte de los grandes horrores amorfos de la ficción (ver: Black Goo y otras monstruosidades amorfas en la ficción).




El tejedor de la tumba.
The Weaver in the Vault, Clark Ashton Smith (1893-1961)

Las instrucciones de Famorgh, cincuenta y nueve rey de Tasuun, estaban detalladas detenidamente y, además, no podían ser desobedecidas sin incurrir en penas que convertirían la muerte en una cosa agradable. Yanur, Grotara y Thirlain Ludoch, tres de los más valientes servidores del rey, saliendo por la mañana del palacio de Miraab, discutían con ligero parecido a la jocosidad si, en su caso, la obediencia o la desobediencia serían el mal más terrible.

El encargo que acababan de recibir de Famorgh era tan extraño como desagradable. Tenían que visitar Chaon Gacca, sede de los reyes de Tasuun en tiempos inmemoriales, que se encontraba a más de noventa millas al norte de Miraab y, descendiendo a las cámaras sepulcrales bajo el ruinoso palacio, tenían que encontrar y llevar a Miraab lo que quedase de la momia del rey Tnepreez, fundador de la dinastía a la que pertenecía Famorgh. Nadie había entrado en Chaon Gacca durante siglos y la conservación de los muertos en sus catacumbas no era segura, pero aunque solamente quedase el cráneo de Tnepreez, el hueso de su dedo meñique, o el polvo de la momia si ésta se había desintegrado, los guerreros tenían que recogerlo cuidadosamente, guardándolo como una reliquia sagrada.

—Esta es una misión para hienas más que de guerreros —gruñó Yanur entre su barba negra en forma de azada—. Por el dios Yululún, guardián de las tumbas, que me parece mala cosa molestar a los pacíficos muertos. Y, verdaderamente, no es bueno que los hombres entren en Chaon Gacca, donde la muerte ha erigido su capital y ha reunido a todos los espíritus para que le rindan homenaje.

—El rey debiera haber enviado a sus embalsamadores—opinó Grotara.

Era el más joven y más grande de los tres, llevándoles una cabeza completa a Yanur o a Thirlain Ludoch y, como ellos, era un veterano de guerras salvajes y peligros desesperados.

—Sí, dije que era una misión para hienas—insistió Yanur—. Pero el rey sabía muy bien que ningún mortal en todo Miraab, excepto nosotros, se atrevería a entrar en las malditas tumbas de Chaon Gacca. Hace dos siglos el rey Mandis, que deseaba recuperar el espejo de oro de la reina Avaina para su concubina favorita, envió a dos valientes para que descendiesen a las tumbas, donde la momia de Avaina se sienta majestuosa, en una tumba aparte, sosteniendo el espejo en su mano reseca... Y los guerreros fueron a Chaon Gacca..., pero no volvieron. Y el rey Mandis, puesto sobre aviso por un adivino, no intentó por segunda vez conseguir el espejo, sino que satisfizo a su amante con otro regalo.

—Yanur, tus cuentos deleitarían a los que están esperando el hacha del verdugo—dijo Thirlain Ludoch, el mayor del trío, cuya castaña barba había adquirido el color del cáñamo debido a los soles del desierto—. Pero a mí no me gustan. Es conocimiento vulgar que las catacumbas están habitadas por cosas peores que los cadáveres o los fantasmas. Hace largo tiempo, unos extraños demonios vinieron del loco y nefando desierto de Dloth, y he oído contar que los reyes abandonaron Chaon Gacca a causa de ciertas sombras que aparecían a mediodía en los salones del palacio, sin ninguna forma visible que las proyectase, y no se marchaban de allí, sin cambiar a pesar de los cambios de iluminación y totalmente inmunes a los exorcismos de los sacerdotes y de los hechiceros. Los hombres dicen que la carne de todo el que se atreviera a tocar esas sombras, o pisar sobre ellas, se volvía negra y pútrida como la carne de los cadáveres de meses, todo en un solo segundo. A causa de tales cosas, cuando una de las sombras llegó y se colocó sobre su trono, la mano derecha del rey Agmeni se pudrió hasta la muñeca y cayó al suelo como el desecho de un leproso... Después de eso nadie quiso vivir en Chaon Gacca.

—En verdad, yo he oído otras historias —dijo Yanur—. El abandono de la ciudad fue debido principalmente al fallo de los pozos y las cisternas, de las que el agua había desaparecido después de un terremoto que dejó el país sembrado de grietas tan profundas como el infierno. El palacio de los reyes fue hendido por una de estas grietas y el rey Agmeni fue presa de una violenta locura cuando inhaló los vapores infernales que salían de la hendidura. Nunca volvió a estar completamente sano, en su vida posterior, después del abandono de Chaon Gacca y la construcción de Miraab.

—Esa es una historia que puede ser creída—dijo Grotara—. Y seguramente hay que pensar que Famorgh ha heredado la locura de su antepasado Agmeni. Mi pensamiento es que la casa real de Tasuum se pudre y se desliza a la ruina. Las prostitutas y los hechiceros hormiguean en el palacio de Famorg como los gusanos en la carroña, y ahora, en esta princesa Lunalia de Xylac, a quien ha tomado por esposa, ha encontrado una prostituta y una bruja juntas. Nos ha enviado en esta misión por deseo de Lunalia, que necesita la momia de Tnepreez para sus propios e impíos propósitos. Tnepreez, he oído, fue un gran mago en sus tiempos y Lunalia se serviría de la poderosa virtud de sus huesos y cenizas para la confección de sus filtros. ¡Bah! No me gusta la misión de traer esto. Hay bastantes momias para que la reina confeccione las pociones que enloquecen a sus amantes. Famorgh está completamente embrutecido y es engañado.

—Ten cuidado —le advirtió Thirlain Ludoch—, porque Lunalia es un vampiro que desea siempre a los jóvenes y a los fuertes..., y tu turno puede llegar pronto, oh Grotara, si la fortuna nos hace volver con vida de esta expedición. La he visto mirándote.

—Antes copularía con una lamia salvaje—protestó Grotara, lleno de virtuosa indignación.

—Tu aversión no te ayudaría—dijo Thirlain Ludoch—... porque conozco a otros que han bebido las pociones... Pero nos estamos acercando al último puesto donde venden vinos de Miraab y mi garganta ya está seca de antemano con el pensamiento de este viaje. Necesitaré una frasca entera de vino de Yoros para quitarme el polvo.

—Tú lo has dicho—asintió Yanur—. Yo ya estoy tan seco como la momia de Tnepreez. ¿Y tú, Grotara?

—Beberé cualquier cosa, con tal que no sean los filtros de la reina Lunalia.

Montados sobre rápidos e incansables dromedarios, y seguidos por un cuarto camello que llevaba a la espalda un ligero sarcófago de madera para la acomodación del rey Tnepreez, los tres guerreros dejaron pronto atrás las brillantes y ruidosas calles de Miraab y los campos de sésamo, los huertos de albaricoques y granados que se extendían durante millas alrededor de la ciudad. Antes del mediodía dejaron la ruta de las caravanas y tomaron un camino usado pocas veces por alguien, excepto los leones y chacales. Sin embargo, el camino a Chaon Gacca era claro, porque las rodadas de las viejas carretas estaban todavía profundamente marcadas sobre el suelo del desierto, donde la lluvia no caía durante ninguna estación.

La primera noche durmieron bajo las frías y arracimadas estrellas, haciendo guardia por turnos, por miedo a que un león los cogiese por sorpresa, o a que alguna víbora reptase junto a ellos en busca de calor. Durante el segundo día pasaron entre colinas y barrancos que dificultaron su avance. Aquí no se oían los crujidos producidos por las serpientes o los lagartos, nada, excepto el sonido de sus propias voces y el arrastrar de los cascos de los camellos, rompía el silencio que lo envolvía todo como una muda maldición. De cuando en cuando veían unas ramas de cactos resecas por los siglos, o los agujeros de árboles quemados por relámpagos inmemoriales sobre los calcinados repechos, reflejados contra el oscurecido cielo.

El segundo atardecer les encontró a la vista de Chaon Gacca, que alzaba sus desmoronadas murallas a una distancia de menos de cinco leguas en un ancho valle abierto. Acercándose entonces a un santuario de Yuckla, el pequeño y grotesco dios de la risa, que se encontraba a un lado del camino, se alegraron de no tener que continuar aquel día, refugiándose en el ruinoso santuario por miedo a los vampiros y demonios que quizá habitasen en la vecindad de aquellas ruinas malditas. Habían traído con ellos desde Miraab un pellejo lleno del fuerte vino de Yoros del color del rubí, y aunque la piel estaba ahora vacía en sus tres cuartos, al atardecer derramaron una libación sobre el altar roto y rogaron a Yuckla que les diese cuanta protección pudiese contra los demonios de la noche.

Durmieron sobre las desgastadas y frías losas cerca del altar, turnándose para la vigilancia, como la noche anterior. Grotara, que hizo la tercera guardia, contempló por fin cómo palidecían las estrellas y despertó a sus compañeros, en una aurora que parecía un remolino de cenizas entre la oscuridad negra como el carbón. Después de una escasa comida de higos y carne de cabra seca, reanudaron su viaje, conduciendo sus camellos por el valle y avanzando en zigzag sobre las pendientes llenas de piedras cada vez que se acercaban a las fracturas abismales sobre la tierra y la roca. Estos rodeos hicieron que su aproximación a las ruinas fuese lenta y tortuosa. El camino estaba festoneado por los troncos de árboles frutales que habían perecido hacía tiempo y por corrales y granjas donde ni la hiena tenía ya su guarida.

A causa de sus muchas vueltas y desviaciones, cuando cabalgaron por las resonantes calles de la ciudad era bien entrado el mediodía. Las sombras de las ruinosas mansiones se pegaban a sus paredes y puertas como desgarrados mantos purpúreos. Por todas partes eran visibles los rastros de un terremoto y las grietas en las avenidas y las mansiones desmoronadas servían para testificar la verdad de las historias que Yanur había oído refiriéndose a la razón del abandono de la ciudad.

Sin embargo, el palacio de los reyes era todavía preeminente entre los otros edificios. Un montón venido abajo lucía su ceño de oscuro pórfido sobre una baja acrópolis en el barrio septentrional. Para hacer esta acrópolis, una colina de sienita roja fue despojada del suelo que la recubría en tiempos antiguos y había sido labrada en altas murallas circulares, rodeadas por un camino que subía lentamente hasta la cima. Siguiendo este camino, y cuando se acercaban a las puertas del patio, los servidores de Famorgh llegaron ante una fisura que interceptaba el paso desde la muralla al precipicio, abriéndose en el acantilado. La sima tenía menos de una yarda de ancho, pero los dromedarios retrocedieron ante ella. Los tres desmontaron, y dejando que los camellos esperasen su vuelta, saltaron con agilidad sobre la grieta. Grotara y Thirlain Ludoch, que llevaban el sarcófago, y Yanur, que llevaba el pellejo, pasaron bajo la destrozada barbacana.

El amplio patio estaba pesadamente sembrado con los restos de torres y galerías, antaño orgullosas, sobre las que los guerreros treparon con gran cuidado, ojeando las sombras de cerca y aflojando sus armas en la vaina, como si estuviesen coronando las barricadas de un enemigo escondido. Los tres se sobresaltaron ante la pálida y desnuda forma de un coloso femenino reclinado entre los bloques y piedras de un pórtico detrás del patio. Pero al acercarse vieron que la forma no era la de un demonio hembra, como habían temido, sino que era sólo una estatua de mármol que en tiempos había sido una cariátide entre los poderosos pilares. Entraron en el salón principal, siguiendo las instrucciones que les había proporcionado Famorgh.

Aquí, bajo el hendido y tambaleante techo, se movieron con la mayor precaución, temiendo que una ligera sacudida, un susurro, haría caer la ruina suspendida sobre sus cabezas como una avalancha. Trípodes volcados de verdoso cobre, mesas y taburetes de ébano astillado, y fragmentos de porcelana decorada en colores alegres, se mezclaban con enormes trozos de pedestales, fustes y entablamentos, y sobre un estrado de heliotropo verde con manchas rojas se descomponía el trono de plata de los reyes entre las mutiladas esfinges, esculpidas en jade, que montaban guardia eternamente a su lado.

En el extremo más alejado del salón encontraron una alcoba que todavía no se hallaba bloqueada por los destrozos caídos y donde estaban las escaleras que conducían abajo, a las catacumbas. Antes de emprender el descenso se detuvieron brevemente. Yanur se pegó sin ceremonia al pellejo que llevaba y lo aligeró considerablemente antes de asarlo a manos de Thirlain Ludoch, que había observado sus libaciones atentamente. Thirlain Ludoch y Grotara se bebieron el resto del vino entre los dos, y este último no gruñó ante los espesos posos que le correspondieron. Así repletos, encendieron tres antorchas de terebinto embreado que habían traído junto con el sarcófago.

Yanur fue el primero en desafiar las tenebrosas profundidades con la espada desenvainada y una antorcha humeante en su mano izquierda. Sus compañeros le seguían, llevando el sarcófago en el que, levantando un poco la tapa, habían colocado las otras antorchas. El poderoso vino de Yoros rugía en su interior, alejando sus sombríos miedos y aprensiones. Los tres eran bebedores experimentados y se movían con mucho cuidado y prudencia, sin tropezar en los penumbrosos e inseguros escalones.

Pasando junto a una serie de bodegas, llenas de jarras destrozadas y hechas pedazos, llegaron al fin, después de muchas vueltas y revueltas de los escalones, a un amplio corredor, excavado en el corazón de la sienita, bajo el nivel de las calles de la ciudad. Se extendía ante ellos en una ilimitada penumbra mostrando sus paredes intactas, y su techo no dejaba pasar ni un rayo de luz por alguna grieta. Parecía que hubiesen entrado en alguna inexpugnable ciudadela de los muertos. En el lado derecho estaban las tumbas de los reyes más antiguos, a la izquierda los sepulcros de las reinas, y los pasajes laterales conducían a un mundo de cámaras subsidiarias reservadas para otros miembros de la familia real.

En el extremo opuesto del salón principal encontrarían la cámara sepulcral de Tnepreez. Yanur, siguiendo la pared de la derecha, llegó pronto a la primera tumba. Según era costumbre, las puertas estaban abiertas y eran más bajas que la altura de un hombre, de forma que todos los que entrasen debieran humillarse en presencia de la muerte. Yanur acercó su antorcha al dintel y leyó dificultosamente la inscripción grabada sobre la piedra, que decía que la tumba pertenecía al rey Acharnil, padre de Agmeni.

—En verdad —dijo—, no encontraremos aquí otra cosa que los inofensivos muertos.

Después, y como el vino que había bebido le impulsara a algún tipo de bravuconería, se inclinó por debajo de la puerta e introdujo la parpadeante antorcha en la tumba de Acharnil. Sorprendido, lanzó un juramento alto y propio de soldados, que hizo que los otros dejasen su carga y se apretasen detrás suyo. Escudriñando la cuadrada cámara, que tenía una amplitud regia, vieron que no estaba ocupada por ningún inquilino visible. La alta silla de oro y ébano, místicamente grabada, en la que la momia debía sentarse coronada y vestida como en vida, estaba adosada a la pared opuesta sobre una baja plataforma. ¡Sobre ella se veía una túnica vacía negra y carmesí y una corona de plata adornada con zafiros negros y en forma de mitra, como si el rey muerto las hubiese dejado allí y se hubiese marchado!

Sobresaltados y con el vino desapareciendo rápidamente de sus cerebros, los guerreros sintieron reptar el escalofrío de un misterio desconocido. Yanur, sin embargo, se animó a entrar en la cámara. Examinó las oscuras esquinas, levantó y sacudió las vestiduras de Acharnil, pero no halló ninguna respuesta al acertijo de la desaparición de la momia. En la tumba no había polvo, ni el más ligero olor, ni señales de la podredumbre de un ser mortal. Yanur se reunió con sus camaradas y los tres se miraron los unos a los otros con una atemorizada consternación. Reanudaron su exploración del salón, y Yanur, según se acercaba a la entrada de cada tumba, se detenía delante de ella y con su antorcha agitaba las sombras, sólo para descubrir un trono vacío y los abandonados atributos de la realeza.

No parecía existir una explicación razonable para la desaparición de las momias, en cuya conservación se habían empleado las poderosas especies de Oriente, junto con sosa, haciéndolas prácticamente incorruptibles. Dadas las circunstancias, no parecía que hubiesen sido retiradas por manos de ladrones humanos, quienes difícilmente hubiesen dejado detrás las preciosas joyas, telas y metales, y todavía era menos probable que hubiesen sido devoradas por los animales, porque en tal caso hubiesen quedado los huesos y las vestiduras estarían desgarradas y en desorden. Los míticos terrores de Chaon Gacca comenzaron a adquirir una inminencia más oscura y los investigadores miraban y escuchaban temerosamente mientras avanzaban por el silencioso salón sepulcral.

Al poco, después de haber verificado que más de una docena de tumbas estaban también vacías, vieron el centelleo de varios objetos de acero sobre el suelo del corredor ante ellos. Examinándolos, resultaron ser dos espadas, dos yelmos y dos corazas de un tipo ligeramente anticuado, como las que los guerreros de Tasuun habían llevado antiguamente. Muy bien podrían haber pertenecido a los valientes desaparecidos que el rey Mandis había enviado para recuperar el espejo de Avaina. Yanur, Grotara y Thirlain Ludoch, contemplando aquellas siniestras reliquias, fueron presa de un deseo casi frenético de cumplir con su misión y volver a ganar la luz del sol. Sin detenerse para inspeccionar las tumbas separadas, se apresuraron, debatiendo el curioso problema que se presentaría si la momia buscada por Famorgh y Lunalia se hubiese desvanecido como las otras. El rey les había mandado que trajesen los restos de Tnepreez y sabían que ninguna excusa o explicación de su fallo sería aceptada. En tales circunstancias, su vuelta a Miraab sería poco aconsejable, y lo único seguro sería ir detrás del desierto septentrional, a lo largo de la ruta de las caravanas, hacia Zul-Bha-Sair o Xylac.

Parecía que habían atravesado una distancia enorme entre las tumbas más antiguas. La formación de la piedra en el lugar donde llegaron era más blanda y quebradiza y el terremoto había producido daños considerables. El suelo estaba cubierto por los detritos, las paredes y el techo llenos de fracturas y algunas de las cámaras se habían derrumbado en parte, de forma que su soledad se ofrecía a las indiferentes miradas de Yanur y sus compañeros. Cerca del fin del salón se encontraron ante una grieta que dividía el suelo y el techo, resquebrajando el dintel de la última cámara. La grieta tenía unos cuatro pies de anchura y la antorcha de Yanur no permitió discernir su fondo. Vio el nombre de Tnepreez sobre el dintel cuya antigua inscripción que narraba los títulos y las hazañas del rey había sido partida en dos por el cataclismo. Después caminando sobre una estrecha repisa, entró en la cámara. Grotara y Thirlain Ludoch se apelotonaron a sus espaldas, dejando el sarcófago en el salón.

El trono sepulcral de Tnepreez, roto y volcado yacía sobre la hendidura que había desgarrado la tumba de lado a lado. No había trazas de la momia que, como se deducía de la posición invertida del asiento, había, sin duda, caído en aquellas profundidades abiertas en el momento de producirse. Antes de que los buscadores pudiesen dar voz a su desilusión y desmayo, el silencio a su alrededor fue roto por un sordo retumbar, como el de un trueno lejano. La piedra bajo sus pies tembló, las paredes se sacudieron y agitaron, el ruido, en largas y escalofriantes ondulaciones, se hizo más alto y amenazador. El sólido suelo pareció levantarse y fluir con un movimiento continuo y aterrador, y entonces, cuando se volvían para emprender la huida, pareció que el universo caía sobre ellos en un atronador diluvio de noche y ruina.

Grotara, al despertar en la oscuridad, percibió una carga terrible, como si algún fuste monumental estuviese sobre sus pies y la parte inferior de sus piernas, que estaban aplastados. La cabeza le latía y le dolía como del golpe de una embotadora maza. Brazos y cuerpo estaban libres, pero el dolor de sus extremidades se hizo insufrible, haciéndole desmayarse otra vez cuando intentó retirarlas del peso que tenían encima. El terror se cernió sobre él como la garra de un vampiro cuando comprendió su situación. Había sobrevenido un terremoto, semejante al que causara el abandono de Chaon Gacca, y él y sus camaradas estaban sepultados en las catacumbas. Gritó en alto, repitiendo los nombres de Yanur y Thirlain Ludoch muchas veces, pero ni un gemido ni un crujido le demostraron que todavía estaban con vida.

Palpando con la mano derecha. halló numerosos trozos de piedra. Estirándose hacia ellos, encontró varios fragmentos de piedra del tamaño de rocas pequeñas, y entre ellos una cosa suave y redondeada, con una protuberancia en el centro que reconoció como el casco que llevaba alguno de sus compañeros. A pesar de todos sus penosos esfuerzos no pudo llegar más lejos y fue incapaz de identificar a su poseedor. El metal estaba fuertemente abollado y la cresta del casco se hallaba doblada como por el impacto de alguna masa muy pesada. A pesar de su situación, la fiera naturaleza de Grotara rehusaba hundirse en la desesperación. Consiguió colocarse en una posición sentada y, doblándose hacia adelante, se las arregló para alcanzar el enorme bloque que había caído sobre el extremo de sus piernas. Lo empujó con un esfuerzo hercúleo, rugiendo como un león atrapado, pero la masa no se movía. Durante horas, o eso parecía, luchó como contra algún demonio monstruoso. Su frensí sólo fue calmado por el agotamiento. Al fin, se recostó hacia atrás y la oscuridad le rodeó como algo viviente, pareciendo devorarlo con sus colmillos de dolor y horror.

El delirio revoloteó próximo y creyó haber oído un zumbido bajo y débil debajo, en el interior de las pedestres entrañas de la tierra. El ruido se hizo más alto, como ascendiendo de un infierno desbordado. Percibió una luz descolorida e irreal que se agitaba ante él, permitiendo ver borrosas ojeadas del destrozado techo. La luz se hizo más fuerte, y levantándose un poco vio que venía de la grieta causada por el terremoto en el suelo. Era una luz de un tipo que él nunca había visto; un lustre lívido que no se parecía al reflejo de una lámpara, una antorcha o una hoguera. En cierta forma, como si los sentidos del oído y la vista estuviesen confundidos, la identificó con el odioso zumbido. Como una aurora sin causa, la luminosidad se deslizó por el destrozo causado por el temblor. Grotara vio que la entrada de la tumba y parte de sus paredes habían cedido. Un fragmento que le alcanzara en la cabeza le dejó sin sentido y una gigantesca porción del techo le había caído sobre las extremidades.

Los cuerpos de Thirlain Ludoch y de Yanur yacían cerca de la grieta, que se había ensanchado. Tuvo la seguridad de que los dos estaban muertos. La grisácea barba de Thirlain Ludoch estaba oscura y rígida por la sangre que había manado de su aplastado cráneo y Yanur se hallaba medio enterrado en un montón de bloques y escombros, del cual sobresalían su torso y su brazo izquierdo. Su antorcha se le había consumido entre los dedos fuertemente apretados, como en una cavidad ennegrecida. Grotara advirtió todo esto como si estuviese soñando. Entonces percibió la verdadera fuente de la iluminación. Un globo incoloro que brillaba fríamente, redondo como una pelota y grande como una cabeza humana, había aparecido por la fisura y estaba posado sobre ésta como una réplica de la luna. La cosa oscilaba con un movimiento vibratorio ligero pero incesante. De ella salía aquel pesado zumbido, como si estuviese causado por la vibración, y la luz caía en ondas temblorosas.

Un vago horror cayó sobre Grotara, pero no sintió miedo. Era como si la luz y el sonido tejiesen sobre sus sentidos algún conjuro léteo. Se sentó rígidamente, olvidando su dolor y su desesperación, mientras el globo se posaba unos pocos minutos sobre la grieta y flotaba después lenta y horizontalmente hasta colgar directamente sobre los descubiertos rasgos de Yanur. Con la misma deliberada lentitud e incesante oscilación, descendió sobre el rostro y el cuello del muerto, que parecieron derretirse como el sebo mientras el globo descendía más y más. El zumbido se hizo aún más fuerte, el globo resplandeció con un brillo horrible y su palidez mortecina se salpicó de un impuro amarillo. Se hinchó y oscureció obscenamente, mientras que la cabeza del guerrero se encogía dentro del casco y las placas de su coraza caían hacia dentro, como si el mismo torso desapareciese bajo ellas...

Los ojos de Grotara contemplaron claramente la escena, pero su cerebro estaba embotado como por alguna misericordiosa cicuta. Era difícil recordar, difícil pensar..., pero vagamente recordó las tumbas vacías, las coronas y vestimentas sin dueño. El enigma de las momias desaparecidas, sobre el que habían cavilado en vano él y sus compañeros, se había resuelto ahora. Pero la cosa que se abatía sobre Yanur estaba más allá de todo conocimiento o suposición mortal. Era algún demonio vampírico de un mundo interior, liberado por los demonios del terremoto. Dominado por la catalepsia, contempló el desmoronamiento del montón de escombros donde estaban enterrados las caderas y piernas de Tanur.

El casco y la cota de mallas eran como estuches vacíos, el brazo extendido se había encogido, empequeñecido, y los mismos huesos desaparecían, en apariencia derritiéndose y licuándose. El globo se había vuelto enorme. Estaba enrojecido por un impuro color rubí, como la luna de un vampiro. De él surgían palpablemente cuerdas y filamentos perlados, que tomaban extraños colores y parecían fijarse a los destrozados suelos, paredes y techo, a la manera de la red de una araña. Se multiplicaban cada vez con más espesor, formando una cortina entre Grotara y la grieta y cayendo sobre Thirlain Ludoch y él mismo, hasta que vio el resplandor sanguíneo del globo como entre arabescos de terrible ópalo.

Ahora la red había llenado toda la tumba. Corría y brillaba con mil tonos cambiantes, goteaba con glorias extraídas del espectro de la disolución. Florecía con flores y follajes fantasmales que se desvanecían como por arte de magia. Los ojos de Grotara estaban ciegos, cada vez más envuelto en aquella extraña red. Impalpables, fríos como los dedos de la muerte, su encajes temblaban y colgaban sobre su rostro y sus manos. No podría decir la duración de aquel tejer, el final de su extravío. Por fin, vio vagamente cómo los hilos luminosos se hacían más finos y los temblorosos arabescos se retraían. El globo, una cosa de malvada belleza, vivo y consciente en alguna forma secreta, se había separado ahora de la vacía armadura de Yanur. Volviendo a su tamaño primitivo y perdiendo su colorido ópalo y sangre, pendió durante un rato sobre la grieta. Grotara sintió que le observaba..., estaba observando a Thirlain Ludoch. Después, como un satélite de las cavernas interiores, se deslizó lentamente por la fisura y la luz se desvaneció de la tumba, dejando a Grotara en una oscuridad cada vez más profunda.

Después de aquello vinieron siglos de fiebre, sed y locura, de tormento y sopor, de repetidos forcejeos con la roca caída que le mantenía prisionero. Balbució enloquecidamente, aulló como un lobo, y yaciendo de espaldas y en silencio, escuchó las multitudinarias y susurrantes voces de los vampiros conspirando contra él. La gangrena había aparecido rápidamente y sus aplastadas extremidades parecían latir como las de un titán. Con la fuerza del delirio sacó su espada y consiguió liberarse, cortándose los pies por las canillas sólo para desmayarse por la pérdida de sangre. Cuando se despertó muy debilitado, apenas capaz de levantar la cabeza, vio que la luz había vuelto y escuchó una vez más el incesante zumbido vibrante que llenaba toda la cámara. Su mente estaba clara y un débil terror se agitó en su interior, porque sabía que el Tejedor había salido de nuevo de la sima... y conocía la razón de su llegada.

Laboriosamente giró la cabeza y observó la reluciente esfera mientras pendía, oscilaba y después descendía, en un reposado movimiento, sobre el rostro de Thirlain Ludoch. Otra vez le vio mancharse obscenamente como una luna enrojecida por la sangre, al alimentarse con los desechos del cuerpo del viejo guerrero. Otra vez, con ojos borrosos, contempló cómo se tejía la red de amarillo impuro, dibujada con un mortal esplendor, velando la ruinosa catacumba con sus extrañas ilusiones. Otra vez, como si fuese un escarabajo moribundo, fue envuelto en sus frías e impalpables redes, y las mágicas flores, floreciendo y pereciendo, formaron un entramado en el vacío aire que le rodeaba. Pero antes de la retracción de la red, el delirio le atacó, trayéndole una oscuridad poblada de demonios, y el Tejedor terminó su trabajo sin ser visto y volvió inadvertido a su sima. Se agitó en el infierno de la fiebre y yació en la negra y desconocida nada del olvido. Pero la muerte se retrasaba, todavía lejos, y siguió viviendo por obra de su juventud y su fuerza de gigante. Una vez más, hacia el final, sus sentidos se aclararon y vio por tercera vez la luz nefanda y oyó de nuevo el odioso zumbido. El Tejedor se había detenido sobre él, pálido, brillante y vibrante..., y supo que estaba esperando a que muriera.

Levantando la espada con dedos débiles, intentó apartarla. Pero la cosa temblaba, alerta y vigilante, más allá de su alcance, y pensó que le observaba como un buitre. La espada cayó de su mano. El horror luminoso no partió. Se acercó más, como un pertinaz rostro al que le faltaran los ojos, y pareció seguirle, abatiéndose sobre la última noche, cuando cayó hacia la muerte.

Sin nadie que contemplase la gloria de su tejido, con la oscuridad antes y después, el Tejedor hiló la red final en la tumba de Tnepreez.

Clark Ashton Smith (1893-1961)




Relatos góticos. I Relatos de Clark Ashton Smith.

Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Clark Ashton Smith: El tejedor de la tumba (The Weaver in the Vault), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El valle de las arañas»: H.G. Wells; relato y análisis


«El valle de las arañas»: H.G. Wells; relato y análisis.




El valle de las arañas (The Valley of Spiders) es un relato de terror del escritor inglés H.G. Wells (1866-1946), publicado originalmente en la edición de marzo de 1903 de la revista Pearson's Magazine, y luego reeditado en la antología de ese mismo año: Doce relatos y un sueño (Twelve Stories and a Dream).

El valle de las arañas, quizás uno de los cuentos de H.G. Wells más conocidos, relata la invasión de una horda de arañas venenosas que amenaza con eliminar por completo a la humanidad.

En este sentido, El valle de las arañas de H.G. Wells es, sin lugar a dudas, un verdadero clásico del relato fantástico, y posiblemente el mejor relato de terror de arañas de la época.




El valle de las arañas.
The Valley of Spiders, H.G. Wells (1866-1946)

Hacia el mediodía los tres perseguidores salieron de un recodo del lecho del torrente y se encontraron, de pronto, ante la vista de un valle muy ancho y extenso. El difícil y tortuoso cauce pedregoso por el que habían seguido las huellas de los fugitivos durante tanto tiempo se convertía en una pendiente ancha. Movidos por un impulso común, los tres hombres abandonaron el rastro y cabalgaron hacia una pequeña elevación cubierta de árboles pardos; allí, dos de ellos se detuvieron, como les correspondía, un poco detrás del hombre de la brida tachonada de plata.

Durante algún tiempo escudriñaron la gran extensión que se abría a sus pies con mirada impaciente. Esta se desplegaba hasta el infinito; sólo unos cuantos espinos secos y desperdigados y la vaga insinuación de un árido barranco rompían la desolación de la hierba amarilla. Sus distancias purpúreas se desvanecían entre las azuladas faldas de las colinas más lejanas, que daban la impresión de ser verdes; y sobre éstas, invisiblemente sostenidas —de hecho parecían colgar del azul del cielo—, aparecían las cimas nevadas de las montañas, que se hacían más imponentes y escarpadas hacia el noroeste, donde se cerraba el valle. Hacia el oeste, el valle se extendía bajo el cielo, hasta una oscuridad remota en la que comenzaban los bosques. Pero los tres hombres no miraron al este ni al oeste, sino fijamente a lo largo del valle.

El hombre delgado de la cicatriz en el labio fue el primero en hablar.

—No se les ve por ninguna parte —dijo, susurrando con decepción—. Pero, después de todo, llevaban un día entero de ventaja.

—No saben que vamos tras ellos —dijo el hombre pequeño del caballo blanco.

—Ella debe de saberlo —dijo el jefe con amargura, como si hablara consigo mismo.

—Incluso así, no pueden ir muy rápido. Sólo tienen una mula para cabalgar, y el pie de la chica ha estado sangrando todo el día.

El hombre de la brida tachonada de plata le lanzó una mirada breve e intensa, llena de rabia.

—¿Crees que no lo he visto? —dijo gruñendo.

—Eso nos conviene, de todas formas —susurró el hombre pequeño para sí.

El hombre delgado de la cicatriz en el labio observaba impasible.

—No pueden estar fuera del valle —dijo—. Si cabalgásemos rápido...

Lanzó una mirada hacia el caballo blanco y se calló.

—Malditos sean todos los caballos blancos —dijo el hombre de la brida de plata, y se volvió a examinar la bestia incluida en su maldición.

El hombre pequeño miró entre las tristes orejas de su montura.

—Hice lo que pude —dijo.

Los otros dos volvieron a mirar a través del valle durante un rato. El hombre delgado pasó el dorso de la mano por su labio cicatrizado.

—¡Vamos! —dijo de pronto el dueño de la brida de plata.

El hombre pequeño se asustó y tiró de las riendas, y las pezuñas de los caballos golpearon apagada y repetidamente la hierba seca cuando dieron la vuelta para seguir el rastro. Bajaron con cautela la larga pendiente que tenían ante ellos; así, llegaron, a través de un yermo de arbustos espinosos y retorcidos y de extrañas figuras de ramas tiesas que crecían entre las rocas, a la parte baja. Allí el rastro se debilitó, pues la tierra era escasa y la única vegetación que había era esa hierba abrasada y muerta que yacía sobre el suelo.

Con todo, gracias a que escudriñaron con tenacidad, inclinándose junto al cuello de los caballos y parándose de vez en cuando, lograron estos hombres blancos seguir detrás de su presa. Había sitios que habían sido hollados, briznas de hierba gruesa dobladas y rotas y, de vez en cuando, la insinuación suficiente de una huella. Una vez vio el jefe una mancha oscura de sangre en el lugar donde debía de haber pisado la mestiza. Acto seguido la maldijo en voz baja por loca.

El hombre delgado examinaba el rastreo que hacía su jefe y el hombre pequeño del caballo blanco cabalgaba detrás, perdido en un sueño. Cabalgaban en fila; el hombre de la brida blanca marcaba el camino y no decía una palabra. Después de un rato, el hombre pequeño del caballo blanco tuvo la sensación de que el mundo no se movía. Salió de su sueño sobresaltado. Fuera de los ruidos de los caballos y de la carga, todo el vasto valle guardaba el melancólico silencio de una escena pintada. Delante de él iban su amo y su compañero; ambos se inclinaban hacia la izquierda mirando con atención las huellas, ambos se movían impasibles al paso de los caballos; sus sombras se proyectaban delante de ellos: acompañantes inmóviles, silenciosas, sutiles. Y la suya, más cercana, era una figura fría y encogida.

Miró a su alrededor. Algo había desaparecido. Entonces recordó el rugido de la garganta y el acompañamiento continuo de los guijarros que se movían y chocaban entre sí. ¿Y, además...? Ya no había brisa. ¡Eso era! ¡Qué inmenso! ¡Qué inmóvil lugar! ¡Qué monótono letargo en el atardecer! Y el cielo infinito y despejado, excepto un velo sombrío de neblina que se había formado en lo alto del valle. Irguió la espalda, se impacientó con la brida, frunció los labios para silbar, pero sólo suspiró. Se volvió en la silla un rato para mirar la garganta de la montaña por donde habían descendido. ¡Todo yermo! Yermas las vertientes a ambos lados, sin señal alguna de un animal o de un árbol decente..., y menos aún de un hombre. ¡Qué tierra! ¡Qué tierra baldía! Volvió a su posición anterior.

Le proporcionó un efímero placer ver un palo torcido de un color negro purpúreo que se deslizó sinuosamente bajo la forma de una culebra y desapareció entre la hierba parda. Después de todo, el valle infernal estaba vivo. Luego, para mayor regocijo, un leve soplo se posó sobre su cara, un susurro que iba y venía, una inclinación casi imperceptible de un arbusto duro de cuernos negros en una cima pequeña: los primeros signos de una posible tormenta. Humedeció un dedo con indolencia y lo sostuvo. Se paró bruscamente para no chocar con el hombre delgado, que se había detenido al no ser capaz de seguir la pista. En ese momento de confusión captó la mirada del amo que se dirigía hacia él.

Durante un rato se interesó desganadamente por el rastreo. Luego, cuando cabalgaban de nuevo, escrutó la sombra, el sombrero y los hombros de su amo, que aparecían y desaparecían delante de la silueta del hombre delgado, que estaba más cerca. Llevaban cabalgando cuatro días fuera de los límites del mundo por este lugar desolado, escasos de agua, con sólo una tira de carne seca bajo las sillas, entre piedras y montañas, donde seguramente nadie, salvo esos fugitivos, había estado antes... ¡Y todo por aquello! ¡Todo por una muchacha, una simple chica traviesa! Un hombre que tenía ciudades enteras llenas de gente prestas a cumplir sus órdenes más infames... ¡Chicas, mujeres!

¿Por qué, en nombre de una locura apasionada, tenía que ser ésta en concreto?, se preguntó el hombre pequeño, y frunció el ceño y se lamió los labios resecos con una lengua ennegrecida. Era el deseo del amo, eso era todo lo que sabía. Sólo porque la muchacha quería escaparse de él... Su mirada abarcó una fila entera de cañas altas que se inclinaban al unísono; luego, los flecos de seda que colgaban de su cuello se agitaron y cayeron. La brisa soplaba más fuerte. De algún modo se llevaría la inmovilidad inflexible de las cosas... y eso estaba bien.

—¡Demonio! —dijo el hombre delgado.

Los tres se detuvieron en seco.

—¿Qué? —preguntó el amo.

—Allí —dijo el hombre delgado señalando algo en el valle.

—¿Qué?

—Algo viene hacia nosotros.

Y mientras hablaba, un animal amarillo coronó una elevación y bajó amenazadoramente hacia ellos. Era un gran perro salvaje que corría en la dirección del viento, con la lengua fuera, a paso firme, y con tanta decisión que no pareció ver a los jinetes a los que se acercaba. Corría con el hocico levantado sin seguir, estaba claro, rastro ni presa. Cuando estuvo más cerca, el hombre pequeño agarró su espada.

—Está loco —dijo el jinete delgado.

—¡Gritemos! —dijo el hombre pequeño, y gritó.

El perro seguía su carrera y, cuando la espada del hombre pequeño estaba ya desenvainada, se echó a un lado y pasó jadeando velozmente. El hombre pequeño siguió con la mirada su carrera.

—No tenía espuma —dijo.

Durante un rato el hombre de la brida de plata examinó el valle.

—¡Vamos! —gritó finalmente—. ¿Qué importancia tiene esto? —y sacudió el caballo para reanudar la marcha.

El hombre pequeño dejó de pensar en el misterio insoluble de un perro que no huía más que del viento y se hundió en profundas meditaciones sobre la condición humana.

—¡Vamos! —susurró para sí—. ¿Por qué le es dada a un hombre la facultad de decir; Vamos! con esa fuerza asombrosa de efecto? Siempre, a lo largo de su vida, el hombre de la brida de plata lo ha estado diciendo. ¡Si yo lo dijera! —pensó el hombre pequeño.

Pero la gente se asombra cuando no se obedece al amo incluso en las cosas más insensatas. Esta mestiza le parecía a él, y a todo el mundo, una loca... casi blasfema. Comparando, al hombre pequeño le pareció que el jinete delgado de la cicatriz era tan robusto como su dueño, tan valiente o quizá más, y, sin embargo tenía que obedecer, sólo obedecer ciegamente y sin vacilación... Algunas molestias en las manos y rodillas atrajeron la atención del hombre pequeño hacia cosas más inmediatas. Se dio cuenta de algo y se puso a cabalgar junto a su compañero, el hombre delgado.

—¿Notas algo en los caballos? —dijo en voz baja.

La cara delgada miró con un gesto de interrogación.

—No les gusta este viento —dijo el hombre pequeño, y se colocó detrás al ver que el hombre de la brida de plata se volvía hacia él.

—No veo nada raro —dijo el hombre de la cara delgada.

Siguieron cabalgando un rato en silencio. Los dos primeros cabalgaban echados sobre el rastro, el último contemplaba la neblina que descendía arrastrándose poco a poco por la inmensidad del valle, y advirtió cómo el viento soplaba cada vez más fuerte. Lejos, a la izquierda, una línea de masas oscuras, jabalíes quizá, bajaban galopando por el valle; pero no dijo nada, y tampoco hizo ningún comentario sobre el desasosiego de los caballos. Entonces vio primero una gran bola blanca, y luego otra, grandes, blancas y brillantes como vilanos de cardos que eran empujadas por el viento a través del camino. Estas bolas se elevaban a bastante altura en el aire, caían y se volvían a elevar, se detenían un instante, se aceleraban y pasaban por delante de ellos; al verlas, la inquietud de los caballos aumentó. Al poco rato vio que más esferas de aquellas, empujadas por el viento —y a continuación muchas más—, se precipitaban por el valle hacia ellos.

Escucharon un grito agudo. A través del camino irrumpió un enorme jabalí, que volvió la cabeza sólo un instante para mirarlos y luego se precipitó de nuevo a través del valle. Acto seguido, los tres se detuvieron y, sentados en las sillas, contemplaron la niebla espesa que se abatía sobre ellos.

—Si no fuera por estos vilanos... —empezó a decir el jefe.

Pero en ese momento un gran globo, empujado por el viento, se puso por delante de ellos, a unos veinte metros. En realidad no era una esfera uniforme en absoluto, sino una cosa. inmensa, blanda, desigual y transparente, como una sábana atada por las puntas, como una medusa aérea que fuera dando vueltas y vueltas mientras avanzaba arrastrando hilos de telaraña y serpentinas que flotaban en su estela.

—Esto no es un vilano —dijo el hombre pequeño.

—No me gusta nada —dijo el hombre delgado. Y se miraron entre ellos.

—¡Maldita sea! —gritó el jefe—. El aire está lleno de esta porquería. Si siguen pasando así durante mucho tiempo, nos impedirán el paso por completo.

Un sentimiento instintivo —como el que hace agruparse a una manada de ciervos ante la proximidad de algo desconocido— les impulsó a volver sus caballos contra el viento; cabalgaron unos pasos y contemplaron la multitud de masas flotantes que avanzaban. Venían empujadas por el viento con una velocidad uniforme, se elevaban y caían en silencio, tocaban la tierra, rebotaban y se elevaban muy alto; todas en perfecta sincronización, con una seguridad firme y consciente. A ambos lados de los jinetes pasaba la avanzadilla de este insólito ejército. Cuando uno de estos globos, que venía dando vueltas por el suelo, se rompió en trozos informes arrastrando perezosamente largas cintas y tiras viscosas, los tres caballos se espantaron y se encabritaron. Una impaciencia repentina y desmedida se apoderó del amo. Maldijo los globos que volaban dando vueltas.

—¡Sigamos! —gritó—. ¡Sigamos! ¿Qué nos importan estas cosas? ¿Cómo pueden importarnos? ¡Volvamos a retomar el rastro!

Empezó a echar pestes de su caballo y apretó el freno contra su boca.

—Seguiré ese rastro, os lo aseguro —gritó con rabia—. ¿Dónde está ese rastro?

Agarró la brida de su caballo encabritado y buscó entre la hierba. Un hilo largo y pegajoso cayó sobre su cara, una flámula gris se enredó en el brazo que sostenía la brida, y una cosa grande, hormigueante, con muchas patas, descendió rápidamente por su nuca. Miró hacia arriba y descubrió una de esas masas grises, que parecía anclada encima de él por medio de esos hilos y cabos que se agitaban como la vela de un barco cuando cambia el rumbo... aunque silenciosamente. Tuvo la impresión de que había muchos ojos, una tripulación numerosa de cuerpos rechonchos con miembros largos y muy articulados, que tiraban de los cabos que amarraban esa cosa para dejarla caer sobre él.

Durante un rato miró hacia arriba al mismo tiempo que contenía al caballo desbocado, gracias al instinto que nace de cabalgar muchos años. Después, el plano de una espada y el filo de una hoja brilló sobre su cabeza y separó el globo volante de la telaraña; entonces la masa se elevó suavemente y se alejó sin dejar rastro alguno.

—¡Arañas! —gritó el hombre delgado—. ¡Esas cosas están llenas de arañas gigantes! ¡Mire, señor!

El hombre de la brida de plata, inmóvil, contempló cómo se alejaba la masa.

—¡Mire, señor!

El amo se sorprendió al ver una cosa roja aplastada contra el suelo que, a pesar de estar destruida parcialmente, aún podía menear sus patas inútiles. Luego, cuando el hombre delgado señaló otra masa que avanzaba amenazadora hacia ellos, desenvainó precipitadamente la espada. El cielo del valle parecía un banco de niebla rasgado en jirones. El amo intentó controlar la situación.

—¡Cabalguemos! —gritaba el hombre pequeño—. ¡Cabalguemos hacia abajo!

Lo que pasó luego fue algo parecido a la confusión de una batalla. El hombre de la brida de plata vio cómo el hombre pequeño le adelantaba acuchillando con furia imaginarias telarañas, le vio chocar con violencia contra el caballo del hombre delgado y arrojarlo junto con su jinete al suelo. Su propio caballo dio una docena de pasos antes de que pudiera dominarlo. Entonces levantó la mirada para evitar peligros imaginarios, retrocedió unos pasos y vio un caballo que se revolcaba por el suelo y al hombre delgado que estaba sobre él acuchillando a una masa gris rasgada y convulsa que se deslizaba sobre ambos y los envolvía. Densas y veloces, como vilanos sobre una tierra baldía en un día ventoso de julio, seguían pasando las masas de telarañas. El hombre pequeño se bajó del caballo, pero no se atrevió a soltarlo. Se esforzaba por hacer retroceder con un brazo a la bestia enfurecida, mientras que con el otro golpeaba a ciegas con su espada. Los tentáculos de una segunda masa gris se enredaron en la lucha y las amarras de ésta se rompieron y se hundieron lentamente

El jefe apretó los dientes, agarró la brida, bajó la cabeza y espoleó al caballo. El caballo que se revolcaba en el suelo tenía sangre y formas que se agitaban sobre los costados; el hombre delgado lo abandonó súbitamente y avanzó corriendo unos diez pasos hacia su amo. Sus piernas estaban envueltas y llenas de esa sustancia gris; mientras corría, hacía movimientos inútiles con la espada. Las flámulas grises ondeaban sobre él; un delgado velo gris cubría su cara. Con la mano izquierda golpeó algo que estaba sobre su cuerpo y, de pronto, tropezó y cayó. Se esforzó por levantarse, pero cayó otra vez. Entonces comenzó a dar unos alaridos horribles:

—¡Ahh! ¡Ahh! ¡Ahh!

El amo pudo ver las arañas que lo cubrían y otras que andaban por el suelo. Cuando luchaba por obligar a su caballo a acercarse a ese objeto gris que gritaba, gesticulaba, se elevaba y descendía penosamente, se produjo un ruido de cascos y el hombre pequeño, en actitud de montar, sin espada, atravesado sobre el caballo blanco y agarrado a sus crines, pasó por delante de él como un torbellino. De nuevo un hilo viscoso de esta gasa gris pasó por delante de la cara del jefe. A su alrededor, y por encima de él, daba la impresión de que esta telaraña silenciosa y flotante daba vueltas acercándose cada vez más... Hasta el día de su muerte ignoró lo que sucedió exactamente en ese momento. ¿Fue él quien hizo dar la vuelta a su caballo, o fue éste quien huyó espontáneamente detrás de su compañero? Basta decir que un segundo después bajaba galopando a toda velocidad por el valle y blandiendo la espada frenéticamente sobre su cabeza. Tenía la impresión de que alrededor de él, a través de la brisa que soplaba más fuerte, las naves, los fardos y las escotas aéreas de las arañas le perseguían veloz y conscientemente.

El hombre de la brida de plata cabalgaba produciendo una serie de ruidos apagados, sin saber bien adónde iba, elevando la mirada hacia uno y otro lado con el rostro desencajado de miedo y el brazo dispuesto a hundir la espada. Unos cuantos metros por delante de él, arrastrando un jirón de telaraña, cabalgaba el hombre pequeño del caballo blanco, tranquilo, aunque mal montado en la silla. Las cañas se inclinaban ante ellos, el viento soplaba con fuerza; por encima del hombro, el amo pudo ver las telarañas que se apresuraban para alcanzarlos... Estaba tan absorto en la huida, que no se dio cuenta del barranco que tenía delante hasta que su caballo se preparó para saltar. Entonces se equivocó en el movimiento y lo único que consiguió fue estorbar al caballo. Iba inclinado sobre el cuello del animal, se incorporó y se echó hacia atrás demasiado tarde.

Pero si con la excitación había errado el salto, al menos no había olvidado cómo se debe caer. Cuando estaba en el aire, volvió a comportarse como un verdadero jinete. No salió mal parado, pues sólo sufrió una contusión en un hombro y su caballo rodó dando coces convulsivamente hasta que se quedó inmóvil. Pero la espada del jefe se hincó de punta en la dura tierra, saltó hecha pedazos -como si la Fortuna ya no le aceptase como Caballero- y la punta rota pasó a un centímetro de su cara.

Se puso de pie en seguida y contempló jadeante las telarañas que pasaban impetuosas. Se dispuso a correr, pero pensó en el barranco y retrocedió. En una ocasión se echó hacia un lado para esquivar uno de esos horrores flotantes; luego bajó rápidamente por las paredes escarpadas y se puso a salvo del vendaval. Allí, resguardado por los abruptos terraplenes del torrente seco, podía observar sin peligro cómo pasaban esas extrañas masas grises hasta que el viento cesara y fuera posible escapar. Durante mucho tiempo estuvo contemplando, agachado, cómo las extrañas y rasgadas masas grises arrastraban sus flámulas a través de la estrecha franja de cielo. Mientras esperaba, una araña extraviada cayó junto a él en el barranco; de pata a pata medía más de un pie y su cuerpo era como media mano humana. Después de haber observado durante un instante con qué monstruosa celeridad se movía y escapaba, la atrajo usando como cebo la espada rota; entonces levantó su bota y la aplastó con el tacón de hierro. Mientras lo hacía profirió una blasfemia, y durante un rato estuvo buscando arriba y abajo más arañas.

Poco después, cuando estuvo más seguro de que estas manadas de arañas ya no podían caer en el barranco, encontró un sitio donde sentarse; allí se hundió en profundas meditaciones y empezó a morderse los nudillos y a comerse las uñas tal y como solía hacer. La llegada del hombre del caballo blanco interrumpió sus reflexiones. Oyó ruido de cascos, pisadas que tropezaban desiguales y una voz tranquilizadora mucho antes de verle. El hombre pequeño apareció: era una triste figura que arrastraba todavía un trozo de telaraña por detrás. Se acercaron mutuamente sin hablar, sin un saludo siquiera. El hombre pequeño estaba cansado y avergonzado, y lleno de amargura y desesperación; finalmente se paró frente a su amo, que seguía sentado. Este se estremeció levemente bajo la mirada de su subordinado.

—¿Y bien? —dijo por fin, en tono no autoritario.

—¿Le ha abandonado?

—Mi caballo se desbocó.

—Ya. También el mío.

Se burló de su amo con tristeza.

—Te digo que mi caballo se desbocó —dijo el hombre que una vez tuvo una brida tachonada de plata.

—Los dos somos unos cobardes —dijo el hombre pequeño.

El otro se mordía las uñas mientras reflexionaba y miraba a su subordinado.

—No me llames cobarde —dijo finalmente.

—Usted es un cobarde, como yo.

—Probablemente. Hay un límite más allá del cual todo hombre no puede sino sentir miedo. Es lo que al final he aprendido. Pero no soy un cobarde como tú. Esa es la diferencia.

—Nunca hubiera podido imaginar que usted le abandonaría. Le había salvado la vida dos minutos antes... ¿Por qué es usted nuestro dueño?

El amo volvió a morderse los nudillos y su rostro se ensombreció.

—Nadie me llama a mí cobarde —dijo—. No... Una espada rota es mejor que nada. No se puede esperar que a un caballo blanco con cojera le sea posible llevar a dos hombres durante un viaje de cuatro días. Odio los caballos blancos, pero esta vez no queda más remedio. ¿Empiezas a entenderme? Me doy cuenta de que estás dispuesto a manchar mi reputación con lo que has visto e imaginado. Hombres como tú destronan reyes. Aparte de eso... nunca me has gustado.

—¡Señor! —dijo el hombre pequeño.

—¡No! —dijo el amo—. ¡No!

Se levantó de un golpe cuando el hombre pequeño se movió. Durante un minuto permanecieron frente a frente. Por encima de sus cabezas pasaban los globos de arañas empujados por el viento. Entre los guijarros hubo un rápido movimiento; unos pies que corrían, un grito de desesperación, un gemido y un golpe. Cuando anochecía, el viento dejó de soplar. El sol se puso en medio de una apacible serenidad, y el hombre que en otro tiempo poseyó la brida de plata salió por fin del barranco con mucha cautela, avanzando por una sencilla pendiente; pero ahora llevaba el caballo blanco que pertenecía al hombre pequeño. Quería volver al lugar donde estaba su caballo para recobrar la brida de plata, pero tuvo miedo de que la noche y la brisa le sorprendieran en el valle; además le disgustaba mucho la idea de que pudiera encontrar su caballo totalmente envuelto en telarañas y tal vez horriblemente devorado.

Cuando pensaba en aquellas telarañas, en todos los peligros por los que había pasado y en cómo se había salvado ese día, su mano buscó un pequeño relicario que colgaba de su cuello y lo estrechó con sincera gratitud. Cuando lo hizo, su mirada recorrió el valle.

—La pasión me hizo perder la razón —dijo—, pero ahora ella ha encontrado su merecido. Sin duda, ellos también...

Y he aquí que lejos de las laderas arboladas, al otro lado del valle, pero bajo la nítida luz del crepúsculo, vio una pequeña columna de humo. Entonces, la serena resignación de su cara se transformó en ira y estupefacción. ¿Humo? Hizo volver la cabeza del caballo blanco y dudó. Un soplo de aire atravesó la hierba que estaba a su alrededor. Lejos, sobre algunas cañas, se balanceaban los jirones de una sábana gris. Contempló las telarañas; contempló el humo.

—Después de todo, puede que no sean ellos —dijo finalmente. Pero tuvo otra idea.

Después de haber contemplado el humo durante un rato, montó en el caballo blanco. Cabalgaba abriéndose camino entre las masas de telarañas encalladas. Por alguna razón había muchas arañas muertas en el suelo, y las que estaban vivas se regalaban con sus compañeras en un banquete siniestro. Al oír el ruido de los cascos de su caballo, huyeron. Había pasado su hora. Desde el suelo, sin viento que las empujase, sin una tortuosa sábana disponible, esas cosas no podían hacer mucho daño, a pesar de su veneno.

Golpeaba con el cinturón las que, según él, se acercaban demasiado. Una vez, estuvo a punto de desmontar en un lugar raso donde corrían varias arañas juntas y pisotearlas con las botas, pero controló su impulso. Varias veces se volvió en la silla y observó el humo.

—Arañas —murmuraba sin parar—. ¡Arañas! Bueno, bueno... La próxima vez tendré que tejer una tela.

H.G. Wells (1866-1946)




Relatos góticos. I Relatos de H.G. Wells.


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El análisis y resumen del cuento de H.G. Wells: El valle de las arañas (The Valley of Spiders), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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