«Las cucarachas»: Thomas M. Disch; relato y análisis


«Las cucarachas»: Thomas M. Disch; relato y análisis.




Las cucarachas (The Roaches) es un relato fantástico del escritor norteamericano Thomas M. Disch (1940-2008), publicado originalmente en la edición de octubre de 1965 de la revista Escapade, y luego reeditado en la antología de 1968: Bajo compulsión (Under Compulsion).

Las cucarachas, probablemente el cuento de Thomas M. Disch más reconocido, relata la historia de Marcia Kenwell, quien recientemente ha llegado a la ciudad de Nueva York en búsqueda de nuevas oportunidades, pero que sin embargo debe conformarse con trabajos chatos, mal remunerados, mientras vive en un departamento infestado de cucarachas.

Marcia siente una intensa fobia por las cucarachas, pero también comparte con ellas una especie de enlace emocional, de vínculo psíquico que le permite, entre otras cosas, controlarlas y obligarlas a que cumplan sus órdenes.

Las cucarachas es un cuento lleno de ironía y de humor negro, y es considerado uno de los mejores relatos de terror de insectos del siglo XX.




Las cucarachas.
The Roaches, Thomas M. Disch (1940-2008)

Marcia Kenwell sentía un verdadero miedo por las cucarachas. Era un terror totalmente distinto, por ejemplo, al que sentía hacia las pulgas. Detestaba a las cucarachas. Cuando veía una sentía deseos de gritar. Su asco era tan grande que no soportaba aplastarlas con la suela del zapato. No, sería demasiado espantoso. En vez de eso corría a buscar el aerosol de Black Flag y lo ahogaba con veneno hasta que dejaba de moverse o se escondía en una de las grietas de la pared. Era horrible, muy, muy horrible pensar que anidaban allí en las paredes, debajo del linóleo, esperando a que se apagaran las luces para...

No, mejor no pensar en eso.

Todas las semanas miraba el Times con la esperanza de encontrar otro departamento, pero o los alquileres eran prohibitivos o el edificio estaba evidentemente infestado. Siempre se daba cuenta: las caparazones de las cucarachas muertas aparecían desparramadas en el polvo debajo de la pileta, pegadas a la grasienta parte de atrás de la cocina, formando hileras en los estantes más inaccesibles del aparador como el arroz en las escaleras de una iglesia después de una boda.

Salía de esos sitios tan asqueada que ni siquiera podía pensar hasta que llegaba a su propio departamento, en cuya atmósfera flotaban los saludables olores de Black Flag, Roach-lt y las pastas tóxicas con las que había untado rebanadas de papas antes de ocultarlas en cientos de grietas de las que sólo sabían ella y las cucarachas.

—Por lo menos —pensaba—, a mi departamento lo mantengo limpio.

Y era cierto que el linóleo debajo de la pileta, el lado de atrás y de abajo de la cocina y el papel blanco del aparador estaban inmaculados. No entendía cómo otra gente podía abandonar esos detalles.

—Deben de ser salvajes —concluía, y volvía a estremecerse de terror, recordando las caparazones vacías, la mugre y la enfermedad.

Una antipatía tan extrema hacia los insectos —hacia un insecto particular— puede parecer excesiva, pero Marcia Kenwell no era realmente una excepción. Hay muchas mujeres, en especial mujeres solteras como Marcia, que comparten esa sensación, aunque esperamos, por simple piedad, que no les toque el curioso destino de Marcia.

Como en la mayoría de esos casos, la fobia a las cucarachas de Marcia era de origen hereditario. Es decir, la había heredado de la madre, que tenía un temor malsano hacia todo lo que se arrastraba o saltaba o vivía en pequeños agujeros. Los ratones, las ranas, las víboras, los gusanos, las pulgas: cualquiera de esos bichos podía volver histérica a la señora Kenwell, y habría sido un verdadero milagro que la pequeña Marcia no hubiese seguido por el mismo camino.

Pero era extraño que su miedo hubiese tomado una forma tan particular, y más extraño todavía que fuesen las cucarachas lo que llamaba su atención, pues Marcia nunca había visto una sola cucaracha, y no sabía qué eran. (Los Kenwell eran una familia de Minnesota, y las familias de Minnesota sencillamente no tienen cucarachas.) En realidad, el asunto no se planteó hasta que cumplió diecinueve años y decidió salir (armada nada más que con un diploma de escuela secundaria y valor, ya que carecía de atractivo físico) a conquistar Nueva York.

El día de la partida, su tía favorita, la única que aún vivía, la acompañó a la Terminal Greyhound (sus padres habían fallecido) y la despidió con este consejo:

—Querida Marcia, ten cuidado con las cucarachas. La ciudad de Nueva York está llena de cucarachas.

Esa vez (la mayoría de las veces, en realidad) Marcia casi no le prestó atención a la tía, que se había opuesto al viaje desde el principio y había dado más de un centenar de razones por las cuales no era conveniente que Marcia hiciese el viaje, al menos hasta que fuese mayor.

Los hechos demostraron que la tía no se había equivocado: Marcia, después de cinco años y quince comisiones a agencias de empleo no lograba encontrar en Nueva York más que trabajos aburridos por sueldos mediocres; no tenía más amigos que cuando vivía en el lado oeste de la calle Veintiséis; y, fuera de la vista (el depósito de Multinueces y un retazo de cielo), su actual departamento en el sur de la calle Thompson no era un gran progreso sobre su predecesor.

La ciudad estaba colmada de promesas, pero habían sido reservadas para los demás. La ciudad que Marcia conocía era pecaminosa, indiferente, peligrosa y sucia. Todos los días leía noticias sobre mujeres atacadas en las estaciones del subterráneo, violadas en las calles, acuchilladas en sus propias camas. Cien personas que miraban la escena con curiosidad sin ofrecer ayuda. Y encima de todo eso estaban las cucarachas.

Había cucarachas en todas partes, pero Marcia no las vio hasta que estuvo un mes en Nueva York. Se le habían acercado —o Marcia se había acercado a ellas— en Silversmith, una papelería de la calle Nassau donde trabajaba desde hacía tres días. Era el primer empleo que había podido conseguir. A solas, o ayudada por un muchacho granujiento (para ser honestos debemos advertir que tampoco Marcia carecía de problemas de acné), caminaba entre hileras de afilados estantes metálicos en el lóbrego sótano, haciendo un inventario de los paquetes y pilas y cajas de papel comercial, alfileres y clips y papel carbónico.

El sótano estaba sucio y tan oscuro que necesitaba una linterna para ver los estantes inferiores. En el rincón más negro goteaba continuamente una canilla sobre una pileta gris: había estado descansando cerca de esa pileta, sorbiendo una taza de café tibio (saturado de azúcar e inundado de leche, al estilo Nueva York), pensando, tal vez, en cómo conseguir varias cosas que sencillamente estaban fuera de su alcance cuando notó las manchas oscuras que se movían en el costado de la pileta.

Al principio pensó que quizá no eran más que motas flotándole en la gelatina de los ojos, o los atolondrados puntos que uno ve después de hacer mucho ejercicio un día de calor. Pero persistían demasiado tiempo para ser ilusorios, y Marcia se acercó, para ver mejor.

—¿Cómo sé que son insectos? —pensó.

¿Cómo se explica el hecho de que lo que más nos repele puede a veces, al mismo tiempo, ser desmedidamente atractivo? ¿Por qué la cobra, cuando se prepara para atacar, es tan hermosa? La fascinación de la abominación es algo que preferimos no explicar. El tema roza lo obsceno, y no hay necesidad de tratarlo aquí; nos limitaremos a señalar el expectante asombro con que observó Marcia sus primeras cucarachas.

La silla estaba tan cerca de la pileta que la muchacha notaba las diferencias de color en los cuerpos ovalados, los movimientos rápidos de las delgadas patas y la más rápida vibración de las antenas. Se movían al azar; no salían de ningún lugar en especial. Parecían muy alborotadas por nada. Mi presencia, pensó Marcia, ¿tendrá tal vez una influencia morbosa sobre ellas?

Sólo entonces comprendió, de modo cabal, que esas eran las cucarachas de la advertencia. La dominó la repulsión; la carne se le encrespó sobre los huesos. Lanzó un grito y cayó sobre la silla, haciendo tambalear un estante de mercaderías. Al mismo tiempo, las cucarachas escaparon de la pileta metiéndose en el desagüe.

El señor Silversmith bajó a averiguar el motivo de la alarma, y encontró a la muchacha boca arriba, inconsciente. Le roció la cara con agua de la canilla, y Marcia despertó con un estremecimiento de náusea. Se negó a explicar por qué había gritado, e insistió en que debía dejar el empleo inmediatamente. El señor Silversmith, suponiendo que el muchacho granujiento (que era su hijo) le había hecho alguna insinuación a Marcia, le pagó a la chica los tres días que había trabajado y la dejó ir sin remordimientos. Desde ese instante las cucarachas pasaron a formar parte de la existencia de Marcia.

En la calle Thompson Marcia consiguió imponer una especie de empate con las cucarachas. Entró en una cómoda rutina de pastas y polvos, fregado y encerado, prevención (nunca tomaba siquiera una taza de café sin lavar en seguida la taza y la cafetera) e implacable exterminio. Las únicas cucarachas que invadían sus dos agradables habitaciones venían del departamento de abajo, y pueden ustedes estar seguros de que no se quedaban mucho tiempo. Marcia se hubiera quejado a la casera, pero ocurría que de la casera eran precisamente el departamento y las cucarachas.

Marcia había entrado allí una nochebuena a tomar un vaso de vino, y tenía que admitir que no estaba verdaderamente sucio. En realidad estaba más limpio que lo normal, pero eso no bastaba en Nueva York.

—Si todos —pensaba Marcia— tuvieran tanto cuidado como yo, pronto se acabarían las cucarachas en la ciudad de Nueva York.

Entonces (era marzo, y Marcia pasaba su sexto año en la ciudad) se mudaron los Shchapalov al departamento de al lado. Eran tres —dos hombres y una mujer—, y viejos, aunque resultaba difícil calcularles la edad: los había envejecido algo más que el tiempo. Quizá no pasaran de los cuarenta. La mujer, por ejemplo, aunque de pelo todavía castaño, tenía la cara tan arrugada como una ciruela seca, y le faltaban varios dientes. Detenía a Marcia en el vestíbulo o en la calle, y la agarraba de la manga y le hablaba: siempre el mismo y simple lamento sobre el tiempo, que estaba demasiado caluroso o demasiado frío o demasiado húmedo o demasiado seco. Marcia nunca entendía más que la mitad de lo que musitaba la vieja. Después de esos encuentros, la vieja seguía tambaleándose hacia la tienda con la bolsa de botellas vacías.

Como ven, los Shchapalov bebían. Marcia, que tenía una idea bastante exagerada del costo del alcohol (la cosa más barata que imaginaba era el vodka), se preguntaba de dónde sacarían el dinero para tantas bebidas. Sabía que no trabajaban, pues cuando se engripaba y se quedaba en casa oía a los Shchapalov a través de la delgada pared que separaba su cocina de la de ellos; los tres se gritaban para excitarse las cápsulas suprarrenales.

—Reciben una pensión —decidió Marcia—. O quizá el hombre que tenía un solo ojo era un veterano que cobraba una jubilación.

No le importaba demasiado el ruido de las discusiones (de tarde casi nunca estaba en el departamento), pero no soportaba los cantos. Comenzaban en las primeras horas de la noche, a coro con las emisoras de radio. Daba la impresión de que todo lo que escuchaba sonaba a Guy Lombardo. Luego, a eso de las ocho, cantaban a capella. Los ruidos desalmados y extraños subían y bajaban como sirenas de la Defensa Civil; había bramidos, ladridos y gritos.

Marcia había oído una vez algo parecido de un disco de cantos nupciales checoslovacos. Se alteraba bastante cada vez que empezaba el ruido espantoso y tenía que salir de la casa hasta que terminaban. Sería inútil quejarse: los Shchapalov tenían derecho a cantar a esa hora.

Además, se decía que uno de los hombres estaba vinculado a la casera por matrimonio. Por eso habían conseguido el departamento, que hasta su mudanza se usaba como depósito. Marcia no entendía cómo cabían los tres en un espacio tan reducido: una habitación y media con una estrecha ventana que daba al pozo de aire. (Marcia había descubierto que podía ver toda la vivienda de los Shchapalov por un agujero que los plomeros habían dejado en la pared cuando les instalaron el fregadero.)

Pero si le molestaban los cantos, ¿qué podía hacer con las cucarachas?

La mujer Shchapalov, que era hermana de uno de los hombres y estaba casada con el otro, o los hombres eran hermanos y ella la mujer de uno (a veces, por las palabras que llegaban a través de las paredes, Marcia tenía la sensación de que la vieja no estaba casada con ninguno de ellos, o con ambos), era una mala ama de casa, y el departamento de los Shchapalov se llenó muy pronto de cucarachas. Como el fregadero de Marcia y el de los Shchapalov tenía cañerías de alimentación y de desagüe comunes, había un constante diluvio de cucarachas en la inmaculada cocina de Marcia. Podía rociar y colocar más papas envenenadas; podía restregar y desempolvar y poner servilletas de papel en los agujeros de la pared por donde pasaban las cañerías, pero era inútil.

Las cucarachas de los Shchapalov siempre podían poner otro millón de huevos en las bolsas de residuos que se pudrían debajo del fregadero. En pocos días volvían a pulular en los caños y en las grietas, entrando en los aparadores de Marcia. Acostada en la cama, Marcia veía (eso era posible porque siempre dejaba una luz encendida en cada habitación) cómo avanzaban por el piso y las paredes, llevando a todos los sitios la mugre y las enfermedades de los Shchapalov.

Una de esas noches las cucarachas fueron especialmente numerosas, y Marcia consideró la posibilidad de salir de la cama caliente y atacarlas con Roach-lt. Había dejado las ventanas abiertas porque creía que a las cucarachas no les gustaba el frío, pero descubrió que a ella le gustaba mucho menos. Al tragar saliva sintió un dolor en la garganta, y supo entonces que se había resfriado. ¡Y todo por culpa de ellas!

—Váyanse —suplicó— ¡Váyanse! ¡Váyanse! ¡Salgan de mi departamento!

Se dirigió a las cucarachas con la misma desesperada intensidad con que a veces (aunque no con demasiada frecuencia en años recientes) dirigía sus rezos al Todopoderoso. Una vez había rezado toda la noche para que se le fuera el acné, pero a la mañana siguiente lo tenía peor que nunca. La gente, en circunstancias intolerables, reza a cualquier cosa. Ni siquiera hay ateos en las trincheras: en esa situación los hombres rezan para que las bombas caigan en otra parte.

El único hecho extraño en el caso de Marcia es que sus plegarias tuvieron respuesta. Las cucarachas huyeron de su departamento a toda la velocidad que les permitían las pequeñas patas, y en línea recta.

¿La habrían oído? ¿La habrían entendido?

Marcia veía todavía a una cucaracha que bajaba por el aparador.

—¡Quieta! —le ordenó.

Y la cucaracha se detuvo.


—Sacude las antenas —le ordenó.

La cucaracha sacudió las antenas.

Se preguntó si todas la obedecerían, y en los días siguientes comprobó que así era. Hacían todo lo que ella les mandaba. Le comían veneno de la mano. Bueno, no exactamente de la mano, pero era lo mismo. Con ella eran devotas serviles.

—Es el fin —pensó—, de mi problema con las cucarachas.

Pero, desde luego, era sólo el comienzo.

Marcia no se detuvo demasiado a pensar en la razón por la que las cucarachas la obedecían. Nunca se había molestado demasiado con problemas abstractos. Después de dedicarle tanto tiempo y atención, lo más natural era que ejerciese sobre ellas un cierto poder. Sin embargo, tuvo suficiente prudencia como para no hablar con nadie de ese poder, ni siquiera con la señorita Bismuth, en la oficina de seguros. La señorita Bismuth leía las revistas de horóscopos y sostenía que podía comunicarse telepáticamente con su madre, de 68 años. Su madre vivía en Ohio. Pero, ¿qué le podría decir Marcia? ¿Que ella se podía comunicar telepáticamente con cucarachas?

Imposible.

Marcia tampoco usaba el poder para otra cosa que no fuese impedir la entrada de las cucarachas en su departamento. Cuando veía una se limitaba a ordenarle que fuese al departamento de los Shchapalov y se quedase allí. Era entonces sorprendente que estuviesen siempre saliendo cucarachas de las cañerías. Marcia decidió que eran nuevas generaciones. Se sabe que las cucarachas se reproducen con rapidez. Pero era muy fácil enviarlas de vuelta a la casa de los Shchapalov.

—En las camas —agregó luego Marcia—. Métanseles en las camas.

Por desagradable que fuese, esa idea le daba un extraño placer.

A la mañana siguiente, la mujer Shchapalov, oliendo un poco peor que de costumbre (¿Qué beberían?, pensó Marcia), esperaba en la puerta abierta de su departamento. Quería hablar con Marcia antes de que la muchacha fuese a trabajar. Tenía el vestido sucio de haber intentado fregar el piso, y mientras hablaba trató de secar el agua con un estropajo.

—¡No se imagina! —exclamó—. ¡No se imagina lo terrible que es! ¡Terrible!

—¿Qué? —preguntó Marcia, sabiendo perfectamente de qué hablaba la vieja.

—¡Los bichos! Ay, los bichos están en todas partes. ¿No los has visto, querida? No sé qué hacer. Trato de tener una casa decente, Dios lo sabe —Levantó al cielo los ojos acuosos, en testimonio—, pero no sé qué hacer. —Se inclino hacia adelante confidente—. No vas a creer esto, querida, pero anoche —Una cucaracha empezó a trepar por la maraña de pelos lacios que caían sobre los ojos de la mujer— se nos metieron en la cama. ¿Puedes creerlo? Debían de ser un centenar. Le dije a Osip, le dije… ¿Qué pasa, querida?

Marcia, muda de terror, señaló la cucaracha que subía por la vieja; casi le había llegado al caballete de la nariz.

—¡Ajjj! —coincidió la mujer, aplastándola y limpiándose el pulgar sucio en el sucio vestido—. ¡Malditos bichos! Los odio, juro por Dios. Pero, ¿qué puede una hacer? Bueno, querida, lo que quería preguntarte es si tienes algún problema con los bichos. Como vives ahí al lado pensé… —Le sonrió, una sonrisa confidencial, como diciendo esto es entre damas.

Marcia casi esperaba que le saliese una cucaracha entre los separados dientes.

—No —respondió la muchacha—. No, yo uso Black Flag. —Retrocedió desde la puerta hacia la seguridad de la escalera—. Black Flag —repitió, en voz más alta—. Black Flag —gritó desde el pie de las escaleras.

Le temblaban tanto las rodillas que se tuvo que agarrar del pasamano metálico.

Ese día, en la oficina de seguros, Marcia no se pudo concentrar en el trabajo más que por períodos de cinco minutos. (Su trabajo, en el departamento de Dividendos Actuarios, consistía en sumar largas listas de cifras de dos dígitos en una sumadora Burroughs y revisar sumas similares de sus compañeras buscando posibles errores.) Siguió pensando en las cucarachas que subían por el enmarañado pelo de la Shchapalov, en la cama inundada de cucarachas y en otros horrores menos concretos que le andaban por la periferia de la conciencia.

Los números nadaban y hormigueaban ante sus ojos, y dos veces tuvo que ir al baño de damas, pero resultaron ser falsas alarmas. Sin embargo, a la hora del almuerzo descubrió que no sentía ningún apetito. En vez de bajar a la cafetería para empleados salió al fresco aire de abril, a pasear por la calle Veintitrés. A pesar de la primavera, había en el ambiente algo de sórdido y de corrupto. Las piedras del Edificio Flatiron destilaban húmeda oscuridad; en las alcantarillas se pudrían blandas montañas de basura; el olor a grasa quemada flotaba en el aire, delante de los restaurantes baratos, como humo de cigarrillos en una habitación cerrada.

La tarde fue peor. Los dedos de Marcia no tocaban los números correctos en la máquina si no los miraba. Una frase tonta le daba vueltas en la cabeza:

—Hay que hacer algo. Hay que hacer algo.

No recordaba que ella misma había enviado las cucarachas a la cama de los Shchapalov.

Esa noche, en vez de irse inmediatamente a casa, fue a ver un doble programa en la calle Cuarenta y Dos. No le alcanzaba el dinero para películas mejores. El hijito de Susan Hayward casi se ahogó en arenas movedizas. Eso fue lo único que recordó luego.

Entonces hizo algo que nunca había hecho. Tomó una copa en un bar. Tomó dos copas. Nadie la molestó; nadie miró siquiera hacia donde estaba ella. Tomó un taxi hasta la calle Thompson (a esa hora los subterráneos no eran seguros) y llegó a la puerta a las once. No le quedó nada para la propina. El chofer del taxi dijo que comprendía.

Se veía luz por debajo de la puerta de los Shchapalov, que estaban cantando. Eran las once.

—Hay que hacer algo —se dijo Marcia, en un susurro—. Hay que hacer algo.

Sin encender la luz de su departamento, sin siquiera quitarse la nueva chaqueta de primavera que había comprado en Ohrbach, Marcia se arrodilló y se agachó debajo del fregadero. Arrancó las servilletas de papel que había metido en las grietas alrededor de las cañerías.

Allí estaban, los tres, los Shchapalov, bebiendo, la mujer desparramada en la falda del tuerto, y el otro hombre, de camiseta sucia, golpeando el suelo con el pie, al ruidoso y discordante ritmo de la canción. Horrible. Bebían, desde luego (Marcia tendría que haberse dado cuenta), y la mujer apretaba esa boca de cucaracha contra la boca del tuerto: beso, beso. Horrible, horrible. Las manos de Marcia subieron y entrelazaron los dedos sobre el pelo color ratón: ¡La mugre, las enfermedades! No habían aprendido nada de la noche anterior.

En algún momento, más tarde (Marcia había perdido la noción del tiempo), apagaron la luz en el departamento de los Shchapalov. Marcia esperó hasta que cesaron los ruidos.

—Ahora —dijo—, todas las que están en el edificio, todas las que me oyen, reúnanse alrededor de la cama, pero esperen un poco todavía. Paciencia. Todas… —Las órdenes se dividieron en pequeños fragmentos que salían como cuentas de un rosario: pequeñas cuentas de madera, pardas y ovoides— ...reúnanse ...esperen un poco todavía ...todas ...paciencia ...reúnanse.

La mano acariciaba rítmicamente los fríos caños del agua, y le pareció que alcanzaba a oírlas: corriendo por las paredes, saliendo de los aparadores, las bolsas de residuos; una hueste, un ejército, y ella era la reina absoluta.

—¡Ahora! —dijo—. ¡Súbanse a ellos! ¡Cúbranlos! ¡Devórenlos!

Ahora ya no tenía dudas de que las oía. Las oía con total claridad. Era el sonido de la hierba en el viento, de los primeros granos de arena que caen de un camión. Entonces se oyó el grito de la Shchapalov, y juramentos de los hombres, unos juramentos tan terribles que Marcia casi no soportaba escucharlos.

Se encendió una luz y Marcia las vio, las cucarachas, en todas partes. Cada superficie, las paredes, los pisos, los desvencijados muebles, tenía una apretada capa de Blattelae Germánicae. Había más de una capa.

La mujer, de pie en la cama, lanzaba gritos monótonos. El rosado camisón de rayón estaba cubierto de puntos negros. Los dedos huesudos trataban de sacar bichos del pelo, de la cara. El hombre de la camiseta, que pocos minutos antes había estado golpeando el suelo con los pies, al compás de la música, golpeaba ahora con más urgencia, sosteniendo todavía con una mano el cable de la luz. El suelo pronto quedó viscoso, a causa de las cucarachas aplastadas, y el hombre resbaló. La luz se apagó. Algo sofocaba ahora los gritos de la mujer, como si...

Pero Marcia no quería pensar en eso.

—Basta —susurró— No hace falta más. Deténganse.

Se arrastró saliendo de debajo del fregadero, y atravesando la habitación fue hasta la cama que durante el día trataba de disfrazar de sofá con unos pocos almohadones de colores extravagantes. Respiraba con dificultad, y sentía una curiosa constricción en la garganta. Sudaba desenfrenadamente.

Del departamento de los Shchapalov llegaron ruidos de forcejeo, se golpeó una puerta; pies que corrían, y luego un ruido fuerte y apagado, tal vez de un cuerpo que caía por las escaleras. La voz de la casera:

—Qué demonios piensan que...

Otras voces, más potentes. Incoherencias, y pasos que regresaban subiendo por las escaleras. La casera, otra vez:

—¡Por Dios, aquí no hay bichos! Los bichos los tienen en la cabeza. Están borrachos, eso es lo que pasa. Y no sería nada raro que hubiera bichos. El departamento es una mugre. Miren toda esa mierda en el piso. Ya he soportado bastante. Mañana se mudan, ¿me oyen? Antes este era un edificio decente.

Los Shchapalov no protestaron. En realidad, no esperaron a la mañana siguiente para irse. Salieron con una sola valija, una bolsa de ropa sucia y un tostador eléctrico. La puerta entreabierta, Marcia vio cómo bajaban por las escaleras.

—Ya está —pensó— Todo ha terminado.

Con un suspiro de placer casi sensual, encendió la luz que tenía al lado de la cama, luego encendió las otras. En la habitación había un resplandor inmaculado. Decidida a celebrar la victoria, fue al aparador, donde guardaba la botella de créme de menthe.

El aparador estaba repleto de cucarachas.

No les había dicho a dónde tenían que ir, a dónde no tenían que ir, cuando salieron del departamento de los Shchapalov. Ella era culpable.

La gran masa silenciosa de cucarachas miró sosegadamente a la distraída Marcia, que pensó que podía leerles los pensamientos, o mejor dicho el pensamiento, pues había un solo pensamiento. Lo leía con tanta claridad como el iluminado cartel de Multinueces, allí delante de la ventana. Era como la delicada música de mil pequeños órganos. Era una vieja cajita de música abierta luego de siglos de silencio:

—Te amamos te amamos te amamos te amamos.

Algo extraño ocurrió entonces dentro de Marcia, algo inaudito: les contestó.

—Yo también las amo —dijo—. Ah, cuánto las amo. Vengan a mí, todas. Vengan a mí. Las amo. Vengan a mí. Las amo. Vengan a mí.

De todos los rincones de Manhattan, de las arruinadas paredes de Harlem, de los restaurantes de la calle Cincuenta y Seis, de los depósitos en la orilla del río, de las cloacas y de las cáscaras de naranja que se podrían en latas de basura, salieron las afectuosas cucarachas y echaron a andar hacia su amada.

Thomas M. Disch (1940-2008)




Relatos góticos. I Relatos de terror.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Thomas M. Disch : Las cucarachas (The Roaches), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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