«Rikki-tikki-tavi»: Rudyard Kipling; relato y análisis


«Rikki-tikki-tavi»: Rudyard Kipling; relato y análisis.




Rikki-tikki-tavi (Rikki-tikki-tavi) es un relato fantástico del escritor británico Rudyard Kipling (1865-1936), publicado en la antología de 1894: El libro de la selva (The Jungle Book).

Rikki-tikki-tavi, sin dudas uno de los mejores cuentos de Rudyard Kipling para niños de aquella colección, relata la historia de una mangosta adoptada por una familia inglesa en la India, quien los salva en varias ocasiones de la malvada pareja de cobras que viven en el jardín. En este sentido, el tono de Rikki-tikki-tavi alcanza matices de una épica modesta, participando del eterno conflicto entre el bien y el mal pero en una escala diminuta.




Rikki-tikki-tavi.
Rikki-tikki-tavi, Rudyard Kipling (1865-1936)

Ésta es la historia de la gran batalla que sostuvo Rikki-tikki-tavi, sin ayuda de nadie, en los cuartos de baño del gran bungalow que había en el acuartelamiento de Segowlee. Darzee, el pájaro tejedor, la ayudó, y Chuchundra, el ratón almizclero, que nunca anda por el centro del suelo, sino junto a las paredes, silenciosamente, fue quien la aconsejó. Era una mangosta, parecida a un gato pequeño en la piel y la cola, pero mucho más cercana a una comadreja en la cabeza y las costumbres. Los ojos y la punta de su hocico inquieto eran de color rosa; podía rascarse donde quisiera, con cualquier pata, delantera o trasera, que le apeteciera usar; podía inflar la cola hasta que pareciera un cepillo para limpiar botellas, y el grito de guerra que daba cuando iba correteando por las altas hierbas era:

—¡Rikk-tikk-tikki-tikki-tchk!

Un día, una de las grandes riadas de verano la sacó de la madriguera en que vivía con su padre y su madre, y la arrastró, pataleando y cloqueando, a una zanja al borde de la carretera. En ella flotaba un pequeño manojo de hierba al que se agarró hasta perder el sentido. Cuando se reanimó, estaba tumbada al calor del sol en mitad del sendero de un jardín, rebozada de barro, y un niño pequeño decía:

—Una mangosta muerta. Vamos a enterrarla.

—No —dijo su madre—, vamos a meterla dentro para secarla. Puede que no esté muerta.

La llevaron a la casa, y un hombre grande la tomó entre el índice y el pulgar y dijo que no estaba muerta, sino medio ahogada; con lo cual la envolvieron en algodón, le dieron calor, y ella abrió lo ojos y estornudó.

—Ahora —dijo el hombre grande (era un inglés que se acababa de mudar al bungalow)—, no la asusten, y vamos a ver qué hace.

Asustar a una mangosta es lo más difícil del mundo, porque está llena de curiosidad, desde el hocico hasta la cola. El lema de la familia de las mangostas es: «Corre y entérate», y Rikki-tikki hacía honor a su raza. Miró el algodón, decidió que no era comestible, y se puso a dar vueltas alrededor de la mesa; se sentó alisándose la piel y rascándose, y subió al hombro del niño de un salto.

—No te asustes, Teddy —dijo su padre—. Eso es que quiere hacerse amiga tuya.

—¡Ay! Me está haciendo cosquillas debajo de la barbilla —dijo Teddy.

Rikki-tikki se puso a mirar debajo del cuello de la camisa del niño, le olisqueó la oreja, y bajó por su cuerpo hasta el suelo, donde se sentó, restregándose el hocico.

—Pero ¡bueno! —dijo la madre de Teddy—. ¿Y esto es un animal salvaje? Será que se está portando bien porque hemos sido amables con él.

—Todas las mangostas son así —dijo su marido—. Si Teddy no la toma por la cola, o intenta meterla en una jaula. se pasará todo el día entrando y saliendo de la casa. Vamos a darle algo de comer.

Le dieron un trocito de carne cruda. A Rikki-tikki le gustó muchísimo y, al terminárselo, salió corriendo a la terraza, se sentó al sol y erizó la piel para que los pelos se le secaran hasta las raíces. Entonces empezó a sentirse mejor.

—Aún me quedan tantas cosas por descubrir en esta casa —se dijo a sí misma—, que los de mi familia tardarían toda una vida en conseguirlo. Pienso quedarme y enterarme de todo.

Se dedicó a dar vueltas por la casa durante el resto del día. Estuvo a punto de ahogarse en las bañeras, metió la nariz en el tintero que había encima del escritorio, y se la quemó con la punta del cigarro del hombre grande, porque se le había subido a las rodillas para ver cómo se escribía. Al anochecer se metió en el cuarto de Teddy para ver cómo se encendían las lámparas de parafina, y cuando Teddy se metió en la cama, Rikki-tikki hizo lo mismo; pero era un compañero muy inquieto, porque tenía que estar levantándose toda la noche, cada vez que oía un ruido, para ver de dónde venía. A última hora, la madre y el padre de Teddy entraron a echar un vistazo a su hijo, y Rikki-tikki estaba despierta encima de la almohada.

—Esto no me gusta —dijo la madre de Teddy—. Puede que muerda al niño.

—No va a hacer nada semejante —dijo el padre—. Teddy está más seguro con esa fierecilla que si tuviera a un sabueso vigilándolo. Si ahora mismo entrara una serpiente en este cuarto...

Pero la madre de Teddy no quería ni pensar en algo tan horrible. Por la mañana temprano, Rikki-tikki fue a la terraza a desayunar, montada sobre el hombro de Teddy, y le dieron un poco de plátano y de huevo pasado por agua; se fue sentando en las rodillas de todos, uno detrás de otro, porque todas las mangostas de buena familia aspiran a ser mangostas caseras algún día, y acabar teniendo habitaciones en las que poder correr, y la madre de Rikki-tikki (que había vivido en casa del General, en Segowlee) le había explicado cuidadosamente a Rikki-tikki lo que tenía que hacer cuando se encontrara entre hombres blancos. Después Rikki-tikki se fue al jardín para ver si había algo que mereciera la pena. Era un jardín grande, a medio cultivar, con arbustos igual de grandes que los cenadores hechos de rosales del Mariscal Niel; limeros y naranjos, matas de bambú, y partes llenas de hierba alta.

—Esto es un coto de caza espléndido —dijo, y la cola se le infló, poniéndosele como un cepillo para limpiar botellas, nada más pensarlo, y correteó por todo el jardín, olisqueando por aquí y por allí hasta que oyó unas voces muy tristes que venían de un espino.

Era Darzee, el pájaro tejedor, y su mujer. Había hecho un nido precioso juntando dos hojas grandes y cosiendo los bordes con fibras, llenándolo de algodón y pelusa parecida al plumón. El nido se balanceaba de un lado a otro, y ellos estaban sentados en el borde, llorando.

—¿Qué ocurre? —preguntó Rikki-tikki.

—Estamos desolados —dijo Darzee—. Uno de nuestros hijos se cayó del nido ayer, y Nag se lo comió.

—¡Hmm! —dijo Rikki-tikki—, eso es muy triste, pero yo no soy de aquí. ¿Quién es Nag?

Darzee y su mujer se limitaron a esconderse dentro del nido. Sin contestar, porque de la hierba espesa que había al pie del arbusto salió un silbido sordo, un sonido frío y horrible que hizo a Rikki-tikki saltar hacia atrás medio metro. Entonces, centímetro a centímetro, fue saliendo de la hierba la cabeza y la capucha abierta de Nag, la enorme cobra negra, que medía casi dos metros desde la lengua hasta la punta de la cola. Cuando hubo levantado del suelo una tercera parte del cuerpo, se quedó balanceándose hacia delante y hacia atrás, exactamente igual que una mata de diente de león bamboleándose al viento, y miró a Rikki-tikki con esos ojos tan malvados que tienen las serpientes, que nunca cambian de expresión, piensen lo que piensen.

—¿Que quién es Nag? —dijo—. Yo soy Nag. El gran dios Brahma puso su marca sobre todas las de nuestra especie cuando la primera cobra abrió la capucha para protegerle del sol mientras dormía. ¡Mírame y tiembla!

Abrió la capucha más todavía y Rikki-tikki vio, en la parte de atrás, la marca que parece un par de anteojos, y que es exactamente igual que la parte de un corchete que se llama «hembra». Durante un instante tuvo miedo; pero es imposible que una mangosta esté asustada mucho tiempo, y aunque era la primera vez que Rikki-tikki veía una cobra viva, su madre la había alimentado con cobras muertas, y sabía que el único deber de una mangosta adulta es cazar serpientes y comérselas. Nag también lo sabía, y en el fondo de su frío corazón tenía miedo.

—Bueno —dijo Rikki-tikki, y la cola se le volvió a inflar—, dejando a un lado lo de las marcas, ¿te parece bonito comerse a las crías que se caen de los nidos?

Nag se había quedado pensativo, observando hasta el más mínimo movimiento que se produjera en la hierba detrás de Rikki-tikki. Sabía que, si empezaba a haber mangostas en el jardín, acabaría significando una muerte segura para él y su familia, tarde o temprano, pero quería atrapar a Rikki-tikki desprevenida. Dejó caer un poco la cabeza hacia un lado.

—Hablemos —dijo—. Tú comes huevos. Y yo, ¿por qué no voy a poder comer pájaros?

—¡Detrás! ¡Mira detrás de ti! —cantó Darzee.

Rikki-tikki era demasiado lista para perder el tiempo mirando. Dio un salto hacia arriba, todo lo alto que pudo, y justo por debajo de ella pasó silbando la cabeza de Nagaina, la malvada esposa de Nag. Se había ido acercando sigilosamente por detrás, para acabar con la mangosta; y ésta la oyó soltar un susurro feroz al errar el golpe. Rikki-tikki cayó casi encima de su espalda y, de haber sido una mangosta vieja, habría sabido que ése era el momento adecuado para romperle el espinazo de un mordisco; pero le dio miedo el terrible latigazo que da la cobra con la cola para defenderse. Mordió, eso sí, pero no durante el tiempo suficiente, y esquivó la sacudida de la cola, dejando a Nagaina herida y furiosa.

—¡Darzee! ¡Malvado! ¡Malvado! —dijo Nag, serpenteando hacia arriba lo más alto que pudo, intentando llegar al nido que había en el espino.

Pero Darzee lo había construido fuera del alcance de la serpiente, y sólo consiguió bambolearlo. Rikki-tikiu notó que los ojos se le estaban poniendo rojos y le ardían (cuando a una mangosta se le ponen los ojos rojos, está enfadada), y se sentó, apoyándose en la cola y las patas traseras, como un canguro pequeño, mirando a su alrededor y temblando de rabia. Pero Nag y Nagaina ya habían desaparecido entre la hierba. Cuando una serpiente falla el golpe, nunca dice nada, ni da pistas sobre lo siguiente que va a hacer. Rikki-tikki no tenía el menor interés en seguirlas, porque no estaba segura de poder ocuparse de dos serpientes a la vez. Correteó hacia el sendero de gravilla que había junto a la casa y se sentó a pensar. Aquél era un asunto serio.

Si toman un libro antiguo de historia natural, leerán que, cuando una mangosta recibe un mordisco de una serpiente en una pelea, se va corriendo a comer unas hierbas que la curan. Esto no es verdad. La victoria consiste en una cuestión de velocidad, tanto de ojos como de pies; se trata del golpe de la serpiente contra el salto de la mangosta; y como no hay ojo capaz de seguir el movimiento de la cabeza de una serpiente al atacar, esto hace que las cosas ocurran de un modo mucho más maravilloso que si se tratara de hierbas mágicas. Rikki-tikki era consciente de ser una mangosta joven, y precisamente por ello, estaba muy satisfecha de haber esquivado un ataque por la espalda. Le dio confianza en sí misma, y cuando Teddy se acercó corriendo por el sendero, Rikki-tikki estaba dispuesta a dejarse acariciar. Pero justo en el momento en que Teddy se agachaba, algo dio un respingo en el polvo, y su vocecita dijo:

—¡Cuidado! ¡Soy la muerte!

Era Karait, la culebra diminuta de color marrón polvoriento que se mete en la arena adrede, y cuyo mordisco es tan peligroso como el de la cobra. Además, es tan pequeña que nadie piensa en ella, con lo cual resulta más dañina.

A Rikki-tikki se le volvieron a poner los ojos rojos, y se acercó bailoteando hasta Karait, con aquel contoneo tan peculiar que había heredado de su familia. Parece muy gracioso, pero es un movimiento tan equilibrado que permite despegar de un solo salto desde el ángulo que se quiera; y tratándose se serpientes, esa es una gran ventaja. Lo que Rikki-tikki no sabía es que estaba haciendo algo mucho más peligroso que luchar con Nag, porque Karait es tan pequeña y puede retorcerse con tanta agilidad que, a no ser que la mordiera cerca del cogote, recibiría el latigazo en un ojo o en el hocico. Pero Rikki no lo sabía: tenía los ojos ensangrentados y se balanceaba hacia delante y hacia atrás, buscando un buen sitio donde atacar. Karait se lanzó hacia ella. Rikki saltó a un lado y trató de echarse encima de la culebra, pero la cabecita malvada de color gris polvoriento la envistió, casi rozándole el hombro, y tuvo que saltar por encima, con la cabeza de la serpiente pegada a sus patas.

Teddy se volvió hacia la casa, gritando:

—¡Miren! ¡Nuestra mangosta está matando una serpiente!

Rikki-tikki oyó un grito de la madre de Teddy. Su padre salió corriendo con un palo, pero en el tiempo que tardó en llegar, Karait había dado una embestida mal calculada; Rikki-tikki se lanzó, cayó encima de la serpiente, metió la cabeza todo lo lejos que pudo entre sus patas delanteras, mordió lo más cerca de la cabeza que llegó, y se alejó rodando. Aquel mordisco dejó a Karait paralizada, y Rikki-tikki estaba a punto de devorarla empezando por la cola, siguiendo la costumbre de su familia a la hora de la comida, cuando se acordó de que un estómago lleno equivale a una mangosta lenta, y si quería conservar toda su fuerza y agilidad. tendría que procurar estar delgada. Se alejó para darse un baño bajo las matas de aceite de ricino, mientras el padre de Teddy golpeaba a Karait, ya muerta.

—¿De qué sirve eso? —pensó Rikki-tikki—. Si yo ya lo he solucionado todo.

Y entonces la madre de Teddy la levantó del polvo y la abrazó, exclamando que había salvado la vida de su hijo, y el padre de Teddy dijo que era una providencia, y Teddy puso cara de susto, abriendo mucho los ojos. Rikki-tikki estaba bastante divertida con todo el alboroto aquel, que, por supuesto, no entendía. Le habría dado igual que la madre de Teddy la hubiera acariciado por jugar en el polvo. Rikki lo estaba pasando estupendamente. Aquella noche, durante la cena, mientras se paseaba entre los vasos de vino de la mesa, podía haber comido el triple de cosas buenas; pero se acordó de Nag y Nagaina, y aunque era muy agradable recibir caricias de la madre de Teddy y sentarse en el hombro del niño, de vez en cuando se le enrojecían los ojos, y lanzaba su largo grito de guerra:

—¡Rikk-tikk-tikki-tikki-tchk!

Teddy se la llevó a la cama con él, e insistió en que Rikki-tikki durmiera bajo su barbilla. Rikki-tikki estaba demasiado bien educada para morder o arañar, pero en cuanto Teddy se durmió, fue a darse un paseo nocturno por la casa, y en la mitad de la oscuridad se encontró con Chuchundra, el ratón almizclero, correteando pegado a la pared. Chuchundra es un animalillo que vive desconsolado. Se pasa toda la noche lloriqueando y haciendo gorgoritos, intentando decidirse a salir al centro de la habitación, pero nunca consigue llegar.

—No me mates —dijo Chuchundra, casi sollozando—. Rikki-tikki, no me mates.

—¿Tú ccrees que el que mata serpientes mata ratones almizcleros? —preguntó Rikki-tikki desdeñosamente.

—Los que matan serpientes son matados por serpientes —dijo Chuchundra, con más desconsuelo que nunca—. ¿Y cómo voy a estar seguro de que Nag no me confunda contigo en una noche oscura?

—No hay ningún peligro —dijo Rikki-tikki—; además, Nag está en el jardín, y sé que tú no sales nunca.

—Mi prima Chua, la rata, me ha dicho... —dijo Chuchundra, y se detuvo.

—¿Te ha dicho qué?

—¡Sssh! Nag está en todas partes, Rikki-tikki. Deberías haber hablado con Chua en el jardín.

—Pues no he hablado con ella, así que tienes que decírmelo tú. ¡Rápido, Chuchundra, o te doy un mordisco!

Chuchundra se sentó y empezó a llorar, hasta que las lágrimas le empaparon el bigote.

—Soy un pobre desgraciado —sollozó—. Nunca he tenido el suficiente valor para salir al centro de la habitación. ¡Sssh! Es mejor que no te diga nada. ¿No oyes algo, Rikki-tikki?

Rikki-tikki se puso a escuchar. La casa estaba en silencio absoluto, pero le pareció oír un rac-rac muy apagado (un ruido tan suave como el que hace una avispa al andar por el cristal de una ventana), el roce de las escamas de una serpiente arrastrándose sobre unas baldosas.

—Es Nag o Nagaina —se dijo a sí misma— y está deslizándose por la compuerta del cuarto de baño. Tienes razón, Chuchundra; debería haber hablado con Chua.

Se dirigió sigilosamente al cuarto de baño de Teddy, pero no había nadie: después fue al cuarto de baño de la madre de Teddy. Al pie de una de las paredes de yeso, había un ladrillo levantado para que sirviera de compuerta de salida del agua, y Rikki-tikki, al pasar junto al borde de ladrillo en que va encajada la bañera, oyó a Nag y Nagaina cuchicheando fuera, a la luz de la luna.

—Cuando no quede gente en la casa —decía Nagaina a su marido—, se tendrá que ir, y entonces volveremos a tener el jardín para nosotros solos. No hagas ruido al entrar, y recuerda que el hombre que mató a Karait es el primero a quien hay que morder. Luego sal a contármelo, y buscaremos a Rikki-tikki los dos juntos.

—Pero ¿estás segura de que matar a la gente tiene alguna ventaja? —dijo Nag.

—Por supuesto. Cuando no había gente en la casa, ¿teníamos una mangosta en el jardín? Mientras el bungalow esté vacío, seremos el rey y la reina del jardín; y recuerda que, cuando se abran los huevos que hemos puesto en el melonar (cosa que puede ocurrir mañana), a los pequeños les va a hacer falta más espacio y tranquilidad.

—No había pensado en eso —dijo Nag—. Iré, pero no es necesario que busquemos a Rikki-tikki después. Yo voy a matar al hombre grande y a su mujer, y al niño si puedo, y a irme tranquilamente. Entonces el bungalow estará vacío, y Rikki-tikki se irá.

Rikki-tikki notó un cosquilleo por todo el cuerpo al oír esto, y le entró rabia y odio; entonces apareció la cabeza de Nag por la compuerta, con sus casi dos metros de cuerpo helado detrás. Aunque estaba indignada, Rikki-tikki se asustó mucho al ver el tamaño de la enorme cobra. Nag se enroscó, levantó la cabeza, y miró al interior del cuarto de baño en la oscuridad, y Rikki vio cómo le brillaban los ojos.

—Bueno, si lo mato aquí Nagaina se enterará: y si lucho con él en mitad de la habitación, todas las probabilidades están a su favor. ¿Qué debo hacer? —dijo Rikki-tikki-tavi.

Nag se balanceó hacia delante y hacia atrás, y entonces Rikki-tikki lo oyó beber del jarrón de agua más grande, que se usaba para llenar el baño.

—Qué buena —dijo la serpiente—. A ver, cuando mataron a Karait, el hombre grande llevaba un palo. Puede que aún lo tenga, pero cuando venga a bañarse por la mañana no lo traerá. Voy a esperar aquí hasta que entre. Nagaina, ¿me oyes? Voy a esperar aquí, al fresco, hasta que llegue el día.

No hubo contestación desde fuera, por lo que Rikki-tikki supo que Nagaina se había marchado. Nag fue enroscando sus anillos, uno a uno, alrededor de la parte más ancha del jarrón, y Rikki-tildu se quedó tan quieta como un muerto. Al cabo de una hora empezó a moverse, músculo tras músculo, hacia el jarrón. Nag estaba dormido, y Rikki-tikki contempló su inmensa espalda, pensando en cuál sería el mejor sitio para dar un mordisco.

—Si no le parto el espinazo al primer salto, podrá seguir luchando, y, como luche..., ¡ay, Rikki!

Se fijó en la parte más gruesa del cuello, debajo de la capucha, pero no iba a poder con aquello; y si lo mordía en la cola, sólo conseguiría enfurecer a Nag.

—Tendrá que ser en la cabeza —dijo finalmente—; en la cabeza, por encima de la capucha, y una vez que esté ahí, no debo soltar.

Entonces se lanzó. La cabeza estaba algo separada del jarrón, por debajo de la curva; y al juntar las dos filas de dientes, Rikki-tikki apoyó la espalda en el bulto que tenía la pieza de cerámica roja, para tener mejor sujeta su presa. Esto le dio sólo un segundo de ventaja, y lo usó al máximo. Después se vio zarandeada de un lado a otro, como una rata mordida por un perro, de aquí para allá sobre el suelo, de arriba abajo, y dando vueltas, haciendo grandes círculos; pero tenía los ojos rojos y siguió agarrada mientras el cuerpo se convulsionaba por el suelo, tirando el bote de hojalata, la jabonera, el cepillo para la piel; y se golpeó contra las paredes metálicas del baño.

Mientras seguía aferrada, iba mordiendo cada vez con más fuerza, porque estaba segura de que iba a morir a golpes, y por el honor de la familia, prefería que la encontraran con los dientes bien apretados. Estaba mareada, dolorida, y le parecía estar hecha pedazos cuando, de repente. algo estalló como un trueno justo detrás de ella; un viento caliente la dejó sin sentido y un fuego muy rojo le quemó la piel. El hombre grande se había despertado con el ruido, y había disparado los dos cañones de una escopeta recortada justo detrás de la capucha de Nag.

Rikki-tikki siguió sin soltarse, con los ojos cerrados, porque ahora sí que estaba completamente segura de haber muerto; pero la cabeza no se movió, y el hombre la levantó en el aire y dijo:

—Aquí tenemos a la mangosta otra vez, Alice; ahora nuestra amiga nos ha salvado la vida a nosotros.

Entonces entró la madre de Teddy, con la cara muy blanca, y vio los restos de Nag; y Rikki-tikki fue arrastrándose hasta el cuarto de Teddy y pasó la mitad de la noche sacudiéndose suavemente para ver si era verdad que estaba rota en cuarenta pedazos como se estaba imaginando. Al llegar la mañana, casi no podía moverse, pero estaba muy satisfecha de sus hazañas.

—Ahora tengo que arreglar cuentas con Nagaina, y va a ser peor que cinco Nags, y además, no hay manera de saber cuándo van a empezar a abrirse los huevos de los que hablaba. ¡Caramba! Tengo que hablar con Darzee —dijo.

Sin esperar al desayuno, Rikki-tikki fue corriendo al espino, donde encontró a Darzee cantando una canción triunfal a pleno pulmón. Las noticias de la muerte de Nag se habían extendido por todo el jardín, porque el hombre que barría la casa había arrojado el cuerpo al estercolero.

—¡Bah, estúpido montón de plumas sin seso! —dijo, enfurecida—. ¿Crees que es éste momento para ponerse a cantar?

—¡Nag está muerto..., muerto..., muerto! —cantó Darzee—. La valiente Rikki-tikki lo agarró por la cabeza y no lo soltó. ¡El hombre grande trajo el palo que hace ruido y Nag quedó partido en dos! No volverá a comerse a mis pequeños.

—Todo eso es cierto; pero ¿dónde está Nagaina? -dijo Rikki-tikki, mirando cuidadosamente a su alrededor.

—Nagaina llegó a la compuerta del cuarto de baño y llamó a Nag -siguió Darzee-. Y Nag salió colgado de un palo, porque el hombre que barre lo tomó así y lo tiró al estercolero. ¡Cantemos a la gran Rikki-tikki, la de los ojos rojos! —y Darzee hinchó el cuello y cantó.

—¡Si pudiera llegar a tu nido, echaría al suelo todas tus crías! —dijo Rikki-tikki—. No sabes lo que hay que hacer, ni cuándo hacerlo. Tú estarás muy seguro ahí arriba, en tu nido, pero yo estoy en plena guerra. Deja de cantar un momento, Darzee.

—Por complacer a la grande y hermosa Rikki-tikki, pararé —dijo Darzee—. ¿Qué quieres, justiciera de Nag, el Terrible?

—Por tercera vez, ¿dónde está Nagaina?

—En el estercolero, junto a los establos, llorando la muerte de Nag. ¡Qué grande es Rikki-tikki, la de los dientes blancos!

—¡Vete a paseo con mis dientes blancos! ¿Sabes dónde guarda sus huevos?

—En el melonar, en el lado que está más cerca de la pared, donde da el sol durante todo el día. Los escondió allí hace semanas ya.

—¿Y no se te había ocurrido que sería buena idea contármelo? ¿En el lado que está más cerca de la pared, has dicho?

—Rikki-tikki, ¡no irás a comerte los huevos!

—No; a comérmelos, precisamente, no. Darzee, si tienes una pizca de sentido común, irás volando a los establos y harás como si se te hubiera roto un ala, dejando que Nagaina te persiga hasta este arbusto. Yo tengo que llegar al melonar, pero si voy ahora me va a ver.

Darzee era un animalillo con la cabeza llena de serrín, incapaz de tener en el cerebro más de una idea a la vez: y sólo porque sabía que los hijos de Nagaina nacían de huevos, igual que los suyos, le parecía injusto matarlos. Pero su esposa era un pájaro sensato, y sabía que los huevos de cobra significaban cobras jóvenes al cabo de algún tiempo; por eso salió volando del nido dejando que Darzee se quedara dando calor a los pequeños y cantando sobre la muerte de Nag. Darzee se parecía bastante a un hombre en algunas cosas. Ella se puso a revolotear delante de Nagaina, junto al estercolero, y gritó:

—¡Ay, tengo un ala rota! El niño de la casa me ha tirado una piedra y me la ha roto.

Y empezó a revolotear más desesperadamente. Nagaina levantó la cabeza y siseó:

—Tú avisaste a Rikki-tikki cuando yo iba a matarla. Y, la verdad sea dicha, has escogido un sitio muy malo para ponerte a cojear.

Y avanzó hacia la esposa de Darzee, deslizándose sobre el polvo.

—¡El niño me la ha roto con una piedra! —chilló la mujer de Darzee.

—Bueno, pues puede que te sirva de consuelo saber que, cuando estés muerta, yo arreglaré cuentas con ese niño. Mi marido yace en el estercolero esta mañana, pero, antes de que caiga la noche, el niño de la casa también yacerá inmóvil. ¿De qué sirve intentar escapar? Te voy a atrapar de todas formas. ¡Tonta! ¡Mírame!

La mujer de Darzee era demasiado lista para hacerle caso, porque un pájaro que mira a una serpiente a los ojos se queda tan asustado que no puede moverse. La esposa de Darzee siguió revoloteando y piando quejumbrosamente. sin apartarse del suelo en ningún momento, y Nagaina empezó a avanzar a mayor velocidad. Rikki-tikki las oyó subiendo por el sendero desde los establos, y se apresuró hacia el lado del melonar que estaba más cerca de la pared. Allí, en un lecho de paja, hábilmente ocultos entre los melones, encontró veinticinco huevos más o menos del tamaño de los de una gallina de Banten, pero cubiertos de piel blanquecina en lugar de cáscara.

—Menos mal que he venido hoy —dijo.

Y es que ya se veían, a través de la piel, unas cobras diminutas y enroscadas, y Rikki-tikki sabía que, en cuanto rompieran los huevos, ya tendrían fuerza para matar a un hombre o a una mangosta. Fue mordiendo la punta de cada huevo a toda velocidad, asegurándose de aplastar las cobritas y removiendo la paja de vez en cuando, para ver si había pasado por alto alguna. Finalmente quedaron sólo tres huevos, y Rikki-tikki soltó una carcajada de alegría; pero en ese momento, oyó a la mujer de Darzee gritando:

—Rikki-tikki, he llevado a Nagaina hacia la casa, y ha subido a la terraza, y, ay, ven corriendo... ¡Va a matar!

Rikki-tikki aplastó dos huevos y rodó hacia atrás por el melonar, con el tercer huevo en la boca, dirigiéndose hacia la terraza todo lo deprisa que le permitían las patas. Teddy, su padre, y la madre, estaban sentados a la mesa para desayunar, pero Rikki-tikki vio que no estaban comiendo nada. Parecían estatuas, y tenían las caras blancas. Nagaina estaba enroscada sobre la estera, junto a la silla de Teddy, tan cerca de la pierna desnuda del niño, que podía lanzarse sobre ella sin ningún esfuerzo; y se balanceaba hacia delante y hacia atrás, cantando una canción triunfal.

—Hijo del hombre grande que mató a Nag —siseó—, no te muevas. Aún no estoy preparada. Espera un poco. Quédense muy quietos, los tres. Si se mueven, ataco, y si no se mueven, también ataco. ¡Ay, esta gente estúpida, que mató a mi Nag!

Teddy no apartaba los ojos de su padre, y éste no podía hacer más que susurrar:

—Estate quieto, Teddy. No te muevas. Teddy, estate quieto.

Entonces se acercó Rikki-tikki y gritó:

—Date la vuelta, Nagaina. ¡Date la vuelta y lucha!

—Cada cosa a su tiempo -dijo ella, sin mover los ojos-. Voy a arreglar cuentas contigo en seguida. Mira a tus amigos, Rikki-tikki. Están quietos y blancos; tienen miedo. No se atreven a moverse y, si tú te acercas un paso más, los atacaré.

—Ve a ver tus huevos —dijo Rikki-tikki— en el melonar, junto a la pared. Ve a mirar, Nagaina.

La inmensa serpiente se volvió a medias y vio el huevo encima de la terraza.

—¡Aah! Dámelo —dijo.

Rikki-tikki puso las patas una a cada lado del huevo; tenía los ojos ensangrentados.

—¿Cuál es el precio de un huevo de serpiente? ¿Y el de una cobra joven? ¿Y el de una cobra gigante joven? ¿y el de la última..., la ultimísima de una nidada? Las hormigas se están comiendo las demás ahí abajo, en el melonar.

Nagaina giró en redondo, olvidándose de todo por aquel único huevo; y Rikki-tikki vio cómo el brazo del padre de Teddy salía disparado, agarraba al niño por el hombro y lo pasaba por encima de la mesa y de las tazas de té, poniéndolo fuera del alcance de Nagaina.

—¡Te lo has creído! ¡Te lo has creído! ¡Te lo has creído! ¡Rikktck-tck! -se carcajeó Rikki-tikki-. El niño está a salvo y fui yo..., yo, yo..., quien atrapó a Nag por la capucha ayer por la noche, en el cuarto de baño.

Y empezó a dar saltos, con las cuatro patas juntas y la cabeza mirando hacia el suelo.

—Me sacudió hacia todos lados, pero no logró librarse de mí. Estaba muerto antes de que el hombre grande lo volara en pedazos. Fui yo. ¡Rikki-tikki-tck-tck! Anda, ven, Nagaina. Ven a luchar conmigo. Ya te queda poco de ser viuda.

Nagaina comprendió que había perdido su oportunidad de matar a Teddy, y que el huevo estaba entre las patas de Rikki-tikki.

—Dame el huevo, Rikki-tikki. Dame el último de mis huevos y me iré y no volveré jamás —dijo ella, bajando la capucha.

Sí, te irás y no volverás nunca, porque vas a acabar en el estercolero, con Nag. ¡Lucha, viuda! ¡El hombre grande ha ido a buscar su escopeta! ¡Lucha!

Rikki-tikki daba saltos alrededor de Nagaina sin parar, manteniéndose justo fuera de su alcance, y sus ojillos parecían un par de brasas. Nagaina se replegó sobre sí misma, y salió disparada hacia ella. Rikki-tikki saltó hacia arriba y hacia atrás. Una, y otra, y otra vez, volvió a atacarla, y su cabeza siempre iba a parar contra la estera que cubría la terraza, golpeándose con fuerza; y Nagaina volvía a replegarse contra sí misma, como el muelle de un reloj. Entonces Rikki-tikki bailoteó describiendo un círculo, para ponerse detrás de ella, y Nagaina giró en redondo, para no perderla de vista, y el roce de su cola contra la estera era igual que el de unas hojas secas arrastradas por el viento. Rikki-tikki se había olvidado del huevo. Seguía encima de la terraza, y Nagaina se fue acercando a él poco a poco, hasta que finalmente, mientras Rikki-tikki recuperaba el aliento, lo tomó en la boca, se volvió hacia las escaleras de la terraza, y bajó por el sendero como una flecha.

Cuando una cobra corre para salvarse la vida, va igual de deprisa que un latigazo atravesando el cuello de un caballo. La mangosta sabía que, si no la cazaba, todos los problemas volverían a empezar. La serpiente enfiló hacia la hierba alta que había junto al espino, y Rikki-tikki, mientras corría, oyó que Darzee seguía cantando aquella canción triunfal tan tonta. Pero la esposa de Darzee era más lista. Salió volando del nido al ver aparecer a Nagaina, y empezó a revolotear alrededor de la cabeza de la serpiente. Si Darzee la hubiera ayudado, puede que la hubiesen hecho volverse; pero Nagaina no hizo más que agachar la capucha y seguir adelante. Aun así, ese instante de retraso permitió que Rikki-tikki llegara hasta ella, y cuando se metió en la ratonera en que había vivido con Nag, la mangosta había logrado clavarle los dientes blancos en la cola; y bajó tras ella, aunque hay muy pocas mangostas, por viejas y astutas que sean, que se atrevan a seguir a una cobra al interior de su agujero. Éste estaba muy oscuro, y Rikki-tikki no sabía si se ensancharía de repente, dando a Nagaina sitio suficiente para volverse y atacarla. Se agarró con fuerza y clavó las patas para que sirvieran de frenos en aquella cuesta oscura de tierra húmeda.

Entonces la hierba que rodeaba la entrada del agujero dejó de moverse, y Darzee dijo:

—Ya ha terminado todo para Rikki-tikki. Cantemos un himno a su muerte. ¡La valiente Rikki-tikki ha muerto! No hay duda de que Nagaina la matará bajo tierra.

Empezó a cantar una canción muy triste que se inventó en ese mismo momento, y justo cuando llegó a la parte más conmovedora, la hierba empezó a moverse otra vez, y Rikki-tikki, cubierta de barro, se arrastró fuera del agujero, sacando las patas de una en una y relamiéndose los bigotes. Darzee se detuvo, dando un gritito. Rikki-tikki se sacudió, quitándose una parte del polvo que tenía en la piel, y estornudó.

—Todo ha terminado —dijo—. La viuda no volverá a salir.

Las hormigas rojas que viven entre los tallos de hierba lo oyeron, y desfilaron hacia el interior, para ver si era verdad lo que había dicho. Rikki-tikki se hizo un ovillo sobre la hierba y cayó dormida allí mismo... Durmió y durmió hasta muy entrada la tarde, porque había tenido un día muy agitado.

—Ahora —dijo al despertarse—, voy a volver a la casa. Cuéntaselo al Herrerillo, Darzee, que ya se encargará él de informar a todo el jardín sobre la muerte de Nagaina.

El Herrerillo es un pájaro que hace un ruido exactamente igual al de un martillo pequeño repicando sobre un caldero de cobre; y no para de hacerlo porque es el pregonero de todos los jardines indios, y va contando las últimas noticias a todo aquel que quiera oírlas. Mientras Rikki-tikki subía por el sendero, oyó las notas que siempre daba al principio, para pedir atención, como las de una campanilla avisando que ya está lista la comida; y después, un continuo «¡Din-don-toc!». Al oírlo, todos los pájaros del jardín se pusieron a cantar, y las ranas a croar; porque Nag y Nagaina comían ranas, además de pájaros. Cuando Rikki llegó a la casa, Teddy, la madre de Teddy (que aún estaba muy blanca, porque se había desmayado) y el padre de Teddy. salieron y casi se pusieron a llorar encima de ella; y aquella noche comió todo lo que le dieron, hasta que ya no pudo más, y se fue a dormir montada en el hombro de Teddy, y allí estaba cuando la madre fue a echarle un vistazo a última hora.

—Nos ha salvado la vida, y a Teddy también —dijo a su marido—. ¡Fíjate! ¡Nos ha salvado la vida a todos!

Rikki-tikki se despertó, dando un respingo, porque todas las mangostas tienen un sueño ligero.

—Ah, son ustedes —dijo Rikki-tikki—. ¿De qué se preocupan tanto? Todas las cobras están muertas, y, si queda alguna, aquí estoy yo.

Rikki-tikki tenía razón al sentirse orgullosa de sí misma pero no se volvió engreída, y cuidó el jardín como debe hacerlo una mangosta, a base de diente, salto, embestida y mordisco, hasta que no quedó una cobra que se atreviera a asomar la cabeza entre aquellas cuatro paredes.


CÁNTICO DE DARZEE
(Canción en honor de Rikki-tikki-tavi)

Soy cantante y tejedor:
Tengo esa doble alegría.
Es un orgullo volar
Y tejerme la casita.
Yo la música me tejo, tejo también mi casita.

Canta con fuerza a tus hijos,
¡Alza la cabeza, Madre!
La plaga llegó a su fin:
La Muerte en el jardín yace,
El terror que nos acecha muerto en el estiércol yace.

¿Quién nos ha librado? ¿Quién?
Decid su nombre y su nido:
Rikki-tikki, la valiente,
La de los ojos tan vivos.
Rikki, dientes de marfil, cazadora de ojos vivos.

Dadle, pájaros, las gracias.
Decidle -colas al viento-
Palabras de ruiseñor...
No, yo lo haré con más fuego.
¡Esta es la canción de Rikki, la de los ojos de fuego!


(Aquí interrumpió Rikki-tikki, y el resto de la canción se ha perdido)

Rudyard Kipling (1865-1936)




Relatos góticos. I Relatos de Rudyard Kipling.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Rudyard Kipling: Rikki-tikki-tavi (Rikki-tikki-tavi), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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