«La Casa del Gusano»: Mearle Prout; relato y análisis


«La Casa del Gusano»: Mearle Prout; relato y análisis.




La Casa del Gusano (The House of the Worm) es un relato de terror del escritor (o escritora) norteamericano Mearle Prout (¿?), publicado originalmente en la edición de octubre de 1933 de la revista Weird Tales, y luego reeditado en la antología de 1934: Terror de noche (Terror by Night).

La Casa del Gusano, tal vez el mejor cuento de Mearle Prout, relata la historia de dos jóvenes, quienes descubren en los bosques de Sacrament Wood, en la región de los Ozarks, el surgimiento de una entidad incorpórea que busca cubrir la Tierra de tinieblas, hasta transformarla en un páramo de podredumbre. En efecto, esta entidad parece alimentarse únicamente de materia orgánica en estado de descomposición, como los gusanos (ver: Vermifobia: gusanos y otros anélidos freudianos en la ficción).

SPOILERS.

La Casa del Gusano de Mearle Prout forma parte de los Mitos de Cthulhu de H.P. Lovecraft, pero de un modo inusual, casi contrario a los recursos lovecrafttianos. Tal vez por eso el maestro de Providence estimaba particularmente este relato.

Desde su epicentro en el bosque de Sacrament Wood, esta entidad misteriosa se extiende lentamente en todas direcciones. A su paso deja una estela de podredumbre y descomposición: árboles, animales, personas, toda la vida orgánica a su paso queda reducida a un banquete de gusanos. Los científicos están desconcertados, tal es así que creen que se trata de algún virus o bacteria desconocida. Los protagonistas, en cambio, saben que se trata de algo más (ver: Black Goo y otras monstruosidades amorfas en la ficción).

En efecto, esta entidad invisible busca convertir al planeta en la Casa del Gusano. No solo devora y descompone todo a su paso, sino que además infecta la mente de los humanos, induciéndoles pensamientos repugnantes, el ansia por lo nauseabundo. Los protagonistas, de vuelo metafísico, detectan que la entidad es sensible a la luz. De hecho, una simple antorcha parece lastimarla; tal es así que todo el bosque grita espantosamente al ser iluminado, se contrae, los hedores se retroceden, y cierta claridad de pensamiento reaparece en las personas bajo su influencia.

Hasta aquí, La Casa del Gusano de Mearle Prout propone un giro muy interesante a la dinámica habitual de los Mitos de Cthulhu, donde casi siempre las entidades cósmicas tienen un culto secreto de adoradores aquí en la Tierra, tratando de abrirles paso hacia nuestra realidad (ver: Lovecraft y el culto secreto de los Antiguos). Aquí también hay un culto secreto al Gusano, pero cuya función no se limita a la adoración, sino a su creación. En este contexto, no resulta extraño que este Culto del Gusano reaparezca dos años después en el cuento de Robert Bloch: El vampiro estelar (The Shambler from the Stars), relacionado con el libro apócrifo de Ludwig Prinn: De Vermis Mysteriis, cuyo título significa Los misterios del Gusano (ver: De Vermis Misteriis, el Vampiro Estelar y la biología extradimensional de los Mitos de Cthulhu).

Estos extraños cultistas de la muerte han logrado crear al Gusano a través de oraciones blasfemas y ritos que la prudencia exige omitir. Es decir que la entidad no es anterior a sus adoradores, sino al revés. El Gusano, en definitiva, es una manifestación de la Muerte, ¿y qué mejor forma para representarla que bajo la figura del Gusano voraz, ciego e insaciable? No en vano Mearle Prout abre La Casa del Gusano con unos versos de El gusano vencedor (The Conqueror Worm) de Edgar Allan Poe.

La Casa del Gusano de Mearle Prout es un buen relato, ejecutado con sobriedad, que presenta una amenaza cuyo comportamiento resulta muy interesante, aun dentro del panteón de los Mitos, donde proliferan las rarezas biológicas, y no tanto. Sin embargo, por momentos recae en cierta previsibilidad, pero creo que esto se reduce a una cuestión de perspectiva. En 1933 La Casa del Gusano debió haber sido un relato impactante.

No hay certezas alrededor de la figura de Mearle Prout. Nada se sabe sobre él, o ella —su nombre es tanto masculino como femenino—, solo que apareció en Weird Tales con bastante éxito, y que desapareció con apenas cuatro relatos publicados. En este sentido, La Casa del Gusano llamó la atención de Lovecraft cuando apareció en Weird Tales. En una carta a Clark Ashton Smith lo califica como uno de los puntos altos de aquella edición de octubre de 1933, y además tiene la suficiente delicadeza como para omitir que Mearle Prout saqueó con bastante descaro algunas líneas de La llamada de Cthulhu.


[Mearle Prout] es un recién llegado, pero, para mí, su historia parece tener una calidad singularmente auténtica a pesar de ciertos toques de ingenuidad. Tiene una atmósfera y una sensación de maldad inquietante, cosas de las que la mayoría de los contribuyentes del pulp carecen por completo.




La Casa del Gusano.
The House of the Worm, Mearle Prout (¿?)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


¡Pero ved, a través de la mímica,
como una forma rampante hace su entrada!
Una cosa roja, sanguinolenta, viene retorciéndose
en la solitud del lugar. ¡Cómo se retuerce!
Con mortales angustias
los actores constituyen su presa, y los ángeles
sollozan viendo esas mandíbulas de gusano
teñirse en sangre humana.


El gusano vencedor, Edgar Allan Poe.


Durante horas me había sentado en mi estudio, intentando en vano sentir y transferir al papel las sensaciones de un criminal en la casa de la muerte. ¿Sabes cómo uno puede esforzarse durante horas, incluso días, para lograr el efecto deseado y luego sentir un ritmo repentino y rápido, y saber que lo has encontrado? ¡Pero entonces, como si el Destino interviniera, llega la interrupción y estropea, si no arruina por completo, el camino que por un momento relució recto y blanco! Así fue conmigo.

Apenas había levantado las manos hacia las llaves cuando mi compañero de habitación, que hacía mucho tiempo que estaba inclinado en silencio sobre una revista, dijo, en voz bastante baja:

—Esa luna, me pregunto si realmente existe.

Me volví bruscamente. Fred estaba de pie junto a la ventana, mirando con una atención singularmente absorta en la oscuridad.

Curioso, me levanté y fui hacia él, y seguí su mirada hacia la noche. Allí estaba la luna, un poco pasada de su plenitud, pero todavía casi redonda, erguida como un gran escudo rojo cerca de las copas de los árboles.

Algo en la extrañeza del comportamiento de mi amigo evitó la irritación que su desafortunada interrupción habría causado de ordinario.

—¿Por qué dijiste eso? —pregunté, después de un momento de vacilación.

Con vergüenza, se rio, medio disculpándose.

—Lamento haber hablado en voz alta —dijo—. Solo estaba pensando en una teoría extraña que encontré en una historia.

—¿Sobre la luna?

—No. Solo una historia de fantasmas ordinaria del tipo que escribes. Mientras Pan camina, es su nombre, y no habla nada sobre la luna —volvió a mirar el globo rojizo que ahora iluminaba la calle oscura de abajo con una luz pálida y tenue. Luego habló—: Sabes, Art, esa idea se me ha metido en el cuerpo; tal vez haya algo de cierto en eso después de todo...

Las teorías de lo extraño siempre han cautivado a Fred, así como siempre han tenido un atractivo romántico para mí. Y así, mientras daba vueltas a su última fantasía en su mente, aguardé, expectante.

—Art —comenzó por fin—, ¿crees esa vieja historia de que los pensamientos se convierten en realidades? Quiero decir, ¿pensamientos que tienen una manifestación física?

Reflexioné un momento, antes de dar paso a una leve risa.

—Una vez —respondí—, un joven le dijo a Carlyle que estaba decidido aceptar el mundo material como una realidad; a lo que el otro solo respondió: ¡Dios, será mejor que estés!… Sí —continué—, a menudo me he encontrado con la teoría, pero…

—No entendiste el punto —fue la respuesta rápida—. Acepta tu mundo físico, ¿y qué tienes? - ¡Algo que fue creado por Dios! ¿Y cómo sabemos que toda la creación se ha detenido? Quizás incluso nosotros lo estemos.

Se trasladó a una estantería y, al cabo de un momento, volvió, desempolvando un grueso volumen encuadernado en piel.

—Encontré la idea por primera vez aquí —dijo, mientras hojeaba las páginas amarillentas—, pero no fue hasta que ese fragmento de ficción se me metió en la mente que lo pensé en serio. Escucha. La Biblia dice: En el principio Dios creó los cielos y la tierra. ¿A partir de qué los creó? Obviamente, del pensamiento, las imágenes, la fuerza de voluntad. La Biblia dice además: Y creó Dios al hombre a su imagen. ¿No significa esto que el hombre tiene todos los atributos del Todopoderoso, solo que en una escala menor? Seguramente, entonces, si la mente de Dios en su omnipotencia pudiera crear el universo entero, la mente del hombre, siendo hecha a imagen de Dios, y su contraparte en la tierra, podría de la misma manera, aunque infinitamente más pequeña en grado, crear cosas por su propia voluntad.

»Por ejemplo, los viejos dioses en el amanecer del mundo, ¿quién puede decir que no existieron en realidad, siendo creados por el hombre? Y, una vez creados, ¿cómo podemos saber si no se convertirán en algo para acosar y destruir, más allá del control de sus creadores? Si esto es cierto, entonces la única forma de destruirlos es dejar de creer. Así es como los viejos dioses murieron, cuando la fe del hombre se volvió de ellos al cristianismo.

Se quedó en silencio un momento, mirándome mientras yo reflexionaba.

—Es extraño a dónde pueden llevar esos pensamientos a una persona —dije—. ¿Cómo vamos a saber qué cosas son reales y cuáles son fantasías? Fantasías raciales, quiero decir, comunes en todos nosotros. Creo que entiendo lo que quisiste decir cuando te preguntaste si la luna era real.

—Pero imagina —dijo mi compañero—, un grupo de personas, una secta, todos con los mismos pensamientos, adorando a la misma figura imaginaria. ¿Qué no podría suceder si su fanatismo fuera tal que pensaran y sintieran profundamente? Una manifestación física, ajena a los que no creímos...

Y así continuó la discusión. Y cuando por fin nos dormimos, la luna que lo impulsó todo se cernía cerca del cenit, enviando sus fríos rayos sobre un mundo de dura realidad física.

A la mañana siguiente, ambos nos levantamos temprano: Fred para volver a su prosaico trabajo como empleado de banco, yo para colocarme tardíamente ante mi máquina de escribir. Después de la diversión de la noche anterior, descubrí que podía resolver la molesta escena con poca dificultad, y esa noche envié por correo el manuscrito terminado y revisado.

Cuando mi amigo entró, habló con calma de nuestra conversación de la noche anterior, incluso admitiendo que había llegado a considerar la teoría como un poco metafísica.

No con tanta calma habló del viaje de caza que sugirió. Como era un tipo romántico, su trabajo en el banco era una auténtica monotonía, y cualquier escape era una rareza. Yo también, con mi trabajo terminado y mi mente despejada, estaba doblemente encantado con la perspectiva.

—Me matar algunas ardillas —estuve de acuerdo—. Y conozco un buen lugar. ¿Puedes partir mañana?

—Sí; entonces comienzan mis vacaciones —respondió—. Durante mucho tiempo he querido volver a mis antiguos campos. No están muy lejos, solo un poco más de ciento sesenta kilómetros y —me miró en señal de disculpa por diferir de mis planes—, en Sacrament Wood hay más ardillas de las que jamás haya visto.

Y así quedó acordado.

Sacrament Wood es una anomalía. Tres o cuatro millas de ancho y el doble de largo, llena todo un valle peculiar, una grieta, por así decirlo, en la topografía accidentada de los Ozarks superiores. No fluye ningún arroyo a través de él, no hay nada que sugiera un valle normal; está simplemente allí, por pura presencia física que desafía todas las preguntas. Montañas sombrías y salpicadas de árboles lo rodean por todos lados, como si buscaran por su propia aspereza compensar este lugar de dulzura y serenidad. Y aquí radica la peculiaridad: aunque las montañas de los alrededores están todas habitadas (escasamente, por supuesto, por necesidad), el valle del bosque, con todos los indicios de una maravillosa fertilidad, nunca ha sentido el arado; y el bosque alto y terso de robles perfumados nunca ha conocido el hacha del leñador.

Yo también había conocido a Sacrament Wood; era generalmente reconocido como un paraíso para los deportistas y dos veces, mucho antes, había cazado allí. Pero eso fue hace tanto que casi lo había olvidado, y ahora estaba realmente agradecido de haberlo recordado nuevamente. Porque si hay un solo lugar en el mundo donde las ardillas crecen más rápido de lo que se les puede disparar, es Sacrament Wood.

Era media tarde cuando finalmente llegamos al último sendero de montaña para detenernos por fin en un claro. Una pequeña choza con techo de tablillas se erguía al lado de la carretera, y detrás de ella una figura encorvada con un mono descolorido cortaba tallos marchitos de algodón.

—Ese es el viejo Zeke —confió mi compañero, sus ojos brillando incluso con este recordatorio de la infancia—. ¡Hola! —gritó, dando un paso al suelo.

El viejo montañero se enderezó y arrugó el rostro al reconocerlo. Permaneció así un momento, hasta que mi compañero preguntó por la caza; luego sus ojos volvieron a apagarse. Sacudió la cabeza en silencio.

—No hay caza ahora, muchachos. Todo está muerto. Sacrament Wood está muerto.

—¡Muerto! —exclamé—. ¡Imposible! ¿Por qué dices que está muerto?

En un momento supe que había hablado sin tacto. El montañero no tiene información para dar a quien expresa su deseo, mucho menos a un forastero que muestra incredulidad. El anciano volvió a su trabajo.

—No hay caza ahora —repitió, y atacó furiosamente un tallo de algodón.

Era absurdo quedarse ahí, así que seguimos nuestro camino.

—El viejo Zeke ha vivido demasiado tiempo solo —confió Fred mientras nos íbamos—. Todos los montañeros se ponen así tarde o temprano.

Pero pude ver que el viaje ya estaba medio echado a perder, e incluso creí que mi compañero estaba molesto conmigo por mi desafortunada intervención. Aun así, no dijo nada, excepto para notar que Sacrament Wood estaba cerca.

Continuamos. El camino se extendía de forma ascendente. Y luego, cuando comenzamos el accidentado descenso, Sacrament Wood apareció de lleno ante nuestra vista, vestido como nunca antes lo había visto. Rojo brillante, amarillo y marrón, colores que se mezclaban en toques de belleza cuando los enormes árboles se vistieron de otoño. Casi en miniatura, nos pareció desde nuestro mirador, brillando como un lago de montaña en el calor seco de principios del otoño.

¿Por qué, mientras mirábamos en silencio, un vago pensamiento de impureza hizo que un escalofrío recorriera mi cuerpo? ¿Fui sensible a las siniestras palabras del viejo montañés? ¿O mi corazón me dijo lo que mi mente no pudo? ¿O acaso era otra cosa? ¿Algo que no atrae a los sentidos, ni aún al intelecto, pero envía un mensaje demasiado fuerte para ser descartado?

Elegí no detenerme mucho en el tema. La mente humana, lo he sabido desde hace mucho tiempo, al esforzarse por presentar una secuencia lógica de eventos, a menudo tensa el tejido de los hechos. Quizás realmente no sentí nada, y mis concepciones se vieron alteradas por eventos posteriores. En cualquier caso, Fred, aunque anormalmente pálido, no dijo nada y continuamos el descenso en silencio.

La noche llega temprano en el profundo valle de Sacramento Wood. El sol estaba descansando en un pico alto en el oeste cuando entramos en el bosque y acampamos. Pero mucho después de que la oscuridad relativa se apoderara de nosotros, la montaña por la que habíamos bajado se iluminó con un delicado dorado.

Nos sentamos al crepúsculo. Era profundamente pacífico, allí en el bosque que oscurecía, y sin embargo Fred y yo estábamos extrañamente silenciosos, quizás teniendo los mismos pensamientos. ¿Por qué los enormes árboles fueron despojados de hojas tan temprano? ¿Por qué habían dejado de cantar los pájaros? ¿De dónde venía el leve pero inconfundible olor a podredumbre? Un fuego alegre pronto disipó nuestros temores. Volvimos a ser los dos cazadores, regocijándonos con nuestra libertad. Al menos, yo me sentía así. Fred, sin embargo, me preocupaba un poco.

—Art, sea cual sea la causa, debemos admitir que Sacrament Wood está muerto. Vaya, hombre, esos árboles no se están preparando para el letargo; están muertos. ¿Por qué no hemos escuchado pájaros? Los arrendajos azules solían mantener este lugar en un alboroto continuo. ¿Y de dónde saqué la sensación que tuve cuando entramos aquí? Art, soy sensible a estas cosas. Puedo sentir un cementerio en la noche más oscura; y así es como me sentí al llegar aquí, como si estuviera entrando en un cementerio.

—Yo también lo sentí —respondí—, y el olor también. Pero todo eso se ha ido ahora. El fuego cambia las cosas.

—Sí, el fuego cambia las cosas. ¿Escuchas ese gemido en los árboles? ¿Crees que es el viento? Bueno, te equivocas. No es el viento. Algo que no es humano está sufriendo; tal vez el fuego lo lastime.

Me reí, bastante incómodo.

—Vamos —dije—, me sentí de la misma manera que tú, incluso olí un olor desagradable, pero el anciano nos metió esas ideas. Eso es todo. El fuego ha cambiado las cosas. Todo está bien ahora.

—Sí —dijo—, todo está bien ahora.

A pesar de su nerviosismo, Fred fue el primero en dormir esa noche. Controlé el fuego y me quedé un buen rato mirando las llamas. Por algún motivo, pensé en el fuego.

—El fuego es limpio —me dije a mí mismo—. El fuego es vida. La vida misma de nuestro cuerpo se conserva mediante la oxidación. Sí, sin fuego no habría limpieza en el mundo.

Pero yo también debí quedarme dormido, porque cuando me despertó un gemido bajo, el fuego estaba apagado. El bosque estaba en silencio; ni un susurro de hojas perturbaba la pesada quietud de la noche. Y luego sentí el olor. Una vez detectado, creció y hasta que el aire se volvió pesado, incluso opresivo, como si presionara su peso contra el suelo. Se arremolinó en oleadas de olor nauseabundo. Era el olor de la muerte y la putrefacción.

Escuché otro gemido.

—Fred —llamé, pero mi voz se atascó en mi garganta.

La única respuesta fue un gemido más profundo.

Estiré un brazo hacia mi compañero… ¡y mis dedos se hundieron en una carne hinchada, como la de un cadáver en descomposición! La piel estalló como una baya demasiado madura y el limo fluyó por mi mano y goteó de mis dedos.

Abrumado por el horror, encendí un fósforo; y bajo la pequeña llama vi su cara. Púrpura, hinchada, la carne pútrida casi cubría sus ojos fijos; gusanos blancos pululaban por su hinchado cuerpo, exudaban retorciéndose por sus fosas nasales y caían sobre sus lívidos labios. El hedor nauseabundo se hizo más fuerte; tan espeso era que mis pulmones torturados clamaron por alivio. Luego, con un chillido de terror, arrojé el fósforo encendido, y caí prácticamente inconsciente.

No sé cuánto tiempo estuve allí tumbado, enfermo, temblando, abrumado por las náuseas. Pero lentamente me di cuenta de un sonido apresurado en las copas de los árboles. Las grandes ramas crujieron y gimieron, y hasta los propios troncos parecieron romperse en agonía. Miré hacia arriba y vi una luz rojiza reflejada a nuestro alrededor. Y como un trueno vino este pensamiento a mi cerebro:

—El fuego es limpio; el fuego es vida. Sin fuego no habría limpieza en el mundo.

Y a esta orden me levanté, agarré todo lo que estaba a mi alcance y lo arrojé sobre las brasas moribundas. ¿Estaba equivocado o el olor a muerte era realmente menos intenso? Cargué leña y amontoné el fuego en lo alto.

Cuando volví a pensar en mi compañero, el rugido de las llamas se elevaba cinco metros y medio en el aire. Me volví lentamente, esperando ver un cadáver revolviéndose en un miasma de inmundicia, y en cambio vi a un hombre durmiendo tranquilamente. Su rostro estaba enrojecido, sus manos todavía ligeramente hinchadas; ¡pero estaba limpio! Respiraba. ¿Podría, me pregunté, haber soñado con la muerte y el olor de la muerte? ¿Podría haber soñado con los gusanos?

Lo desperté.

Me miró a medias y luego, mirando el fuego, lanzó un grito de éxtasis. Una luz de dicha brilló por un momento en sus ojos, como un niño que mira por primera vez el misterio de la llama purificadora; y luego, cuando se dio cuenta, esto también se desvaneció en una mirada de terror y odio.

—¡Los gusanos! —gritó—. ¡Los gusanos! Llegó el olor, y con él los gusanos. Y me desperté. Justo cuando el fuego murió… No podía moverme; no pude gritar. Llegaron los gusanos, no sé de dónde; de ninguna parte, quizás. Llegaron, se arrastraron y comieron. ¡Y el olor vino con ellos! ¡Simplemente apareció, al igual que los gusanos, de la nada! Simplemente se convirtió en muerte. ¡Morí! Me pudrí, y los gusanos… los gusanos… me comieron… ¡Estoy muerto! ¡Muerto! ¡O debería estarlo! —se cubrió la cara con las manos.

Cómo pasamos el resto de la noche sin volvernos locos, no lo sé. Durante largas horas mantuvimos el fuego encendido; y durante toda la noche los altos árboles gimieron en respuesta a su agonía mortal. La muerte corrupta no volvió; de alguna manera extraña, el fuego nos mantuvo limpios y la combatió. Pero nuestros cerebros sintieron, y comprendieron vagamente, la espantosa maldad que flotaba en la oscuridad, y el dolor que nuestra inmunidad infligía este bosque diabólico.

No podía entender por qué Fred había sido víctima de la muerte tan fácilmente, mientras yo permanecía íntegro. Trató de explicar que su cerebro era más receptivo, más sensible.

—¿Sensible a qué? —pregunté.

Pero él no lo sabía.

Por fin llegó el amanecer, barriendo hacia el oeste ante la red de oscuridad. Desde el otro lado del bosque, y alrededor nuestro, por todos lados, los enormes árboles crujieron de dolor, sugiriendo el chillido de millones de dientes angustiados. Y sobre la cresta hacia el este llegó el sol sonriente, iluminando con claridad las ramas de nuestro bosque.

Nunca un día tardó tanto en llegar, y nunca fue tan bienvenida su llegada. En media hora reunimos nuestras pertenencias y nos dirigimos rápidamente a la carretera.

—Fred, ¿recuerdas nuestra conversación de hace un par de noches? —le pregunté a mi compañero, después de un rato de silencio—. Me pregunto si eso no podría aplicarse aquí.

—¿Quieres decir que fuimos víctimas de alucinaciones? Entonces, ¿cómo explicas esto? —levantó la manga por encima del codo, mostrando su brazo.

Allí, con una marca roja, estaba la huella de mi mano.

—Sentí, no aluciné, que me agarraste anoche —dijo Fred—. Ahí está nuestra evidencia.

—Sí —respondí lentamente—. Tenemos mucho en qué pensar, tú y yo.

Y nos marchamos juntos en silencio.

Cuando llegamos a casa, aún no era mediodía, pero el brillo del día ya había obrado maravillas con nuestra perspectiva. Creo que la mente humana, lejos de ser una maldición, es lo más misericordioso del mundo. Vivimos en una isla tranquila y protegida de ignorancia, y desde la única corriente que fluye por nuestras costas visualizamos la inmensidad de los mares negros que nos rodean y solo ansiamos simplicidad y seguridad. Y, sin embargo, si solo una parte de las corrientes cruzadas y los vórtices giratorios de misterio y caos se revelaran a nuestra conciencia, deberíamos volvernos locos inmediatamente.

Pero no podemos verlos. Cuando una sola contracorriente trastorna la tranquila placidez del mar visible, nos negamos a creer. Nuestras mentes se resisten y no pueden comprender. Y así llegamos a esa extraña paradoja: después de una experiencia de terror comprensible, la mente y el cuerpo quedan mucho tiempo trastornados; sin embargo, incluso los encuentros más terribles con cosas desconocidas se vuelven insignificantes a la luz del día. Pronto nos encontramos ante la prosaica tarea de preparar el almuerzo.

Y, no obstante, de ninguna manera lo olvidamos. La herida en el brazo de Fred se curó rápidamente; en una semana no quedó ni una cicatriz. Pero habíamos cambiado. Habíamos visto la contracorriente. A la luz del día, un recuerdo rápido a menudo provocaba náuseas; y las noches, incluso con las luces encendidas, estaban plagadas de horror. Nuestras mismas vidas parecían estar ligadas a los acontecimientos de una sola noche.

Sin embargo, aun así, no estaba preparado para la conmoción que sentí cuando, una noche, casi un mes después, Fred irrumpió en la habitación con el rostro lívido.

—Lee esto —dijo en un susurro ronco, y me extendió un periódico arrugado. Lo tomé y leí donde él había señalado.


MUERTE DE MONTAÑA.

«Ezekiel Whipple, montañista solitario, de 64 años, fue encontrado ayer, muerto, en su cabaña. El hallazgo fue realizado por gente de la zona. La autopsia reveló un avanzado estado de putrefacción. Los médicos afirman que la muerte no pudo haber ocurrido hace menos de dos semanas. El examen realizado por el forense no reveló signos de violencia, sin embargo, las fuerzas locales de la ley y el orden están trabajando en lo que aún puede ser una pista valiosa. Jesse Layton, un vecino cercano y amigo del difunto, afirma que lo visitó y mantuvo una conversación con él el día anterior; y es en esta declaración que se basa la anticipación de un posible arresto.»


—¡Dios! —exclamé—. Eso significa…

—¡Sí! Se está extendiendo, sea lo que sea. Se está extendiendo, arrastrándose por las montañas. Dios sabe hasta dónde puede llegar finalmente.

—No. No es una enfermedad. Está vivo. ¡Está vivo, Fred! Te digo que lo sentí. Lo escuché. Creo que intentó comunicarse conmigo.

Para nosotros no hubo sueño esa noche. Cada momento de nuestra experiencia medio olvidada fue revivido mil veces, cada horror amplificado por la oscuridad y nuestros miedos. Queríamos huir a algún país lejano, dejar muy atrás el terror que habíamos sentido. Pero nos sentíamos obligados a luchar contra este mal destructor. Pero, ¿cómo? Estábamos tan indefensos como el viejo montañista.

Y así, desgarrados por estos deseos conflictivos, hicimos lo que se suele hacer en estas circunstancias, precisamente nada. Incluso podríamos haber vuelto al tenor uniforme de nuestras vidas si los despachos de noticias no hubieran dado una mayor difusión al asunto.

Finalmente, por supuesto, contamos nuestra historia. Pero las miradas bajas y la evidente vergüenza nos dijeron demasiado bien lo poco que se nos creía. De hecho, ¿quién podría esperar que la gente normal del año 1933, con experiencias normales, crea lo obviamente imposible? Y así, para salvarnos a nosotros mismos, no hablamos más sobre el asunto, pero miramos con pavor desde el margen aquel lento e implacable crecimiento.

Fue en pleno invierno cuando la primera ciudad se interpuso en el camino del círculo en expansión. Sólo un pueblo de montaña de medio centenar de habitantes; pero la muerte les sobrevino una fría noche de invierno, a altas horas. Los asfixió a todos en sus camas. Y cuando al día siguiente los visitantes los encontraron e informaron, se describió el mismo terrible estado avanzado de putrefacción que había estado presente en todos los demás casos.

Entonces, el mundo, siempre apático, empezó a creer. Pero, aun así, buscaron la explicación más fácil y natural y se negaron a reconocer las posibilidades que les habíamos esbozado. Una nueva plaga, dijeron, nos amenaza desde las regiones montañosas. Algunos se alejaron de allí. Pero los optimista se quedaron. Y nosotros, sin saber por qué, también.

Sí, el mundo se estaba dando cuenta del peligro. La plaga se convirtió en uno de los temas de conversación más populares. Los oportunistas predijeron el fin del mundo. Y los médicos, como de costumbre, pusieron manos a la obra. Invadieron el distrito infectado, examinaron los cadáveres hinchados y encontraron las bacterias de la descomposición y los gusanos. Advirtieron a los nativos que abandonaran la zona; y luego, para evitar el pánico, emitieron un mensaje esperanzador.

—Tenemos un indicio de la verdad —dijeron—. Se espera que pronto podamos aislar la bacteria mortal y producir un suero inmunizante.

Y el mundo creyó.

Yo también creí a medias e incluso me atreví a tener esperanzas.

—Es una plaga —dije—, una extraña nueva plaga que está matando todo a su paso. Y nosotros estuvimos en el lugar de origen.

—No —dijo Fred—. No es una plaga. Yo también estuve ahí; y lo sentí. Me habló. ¡Es Magia Negra, te lo digo! Lo que necesitamos no es medicina, sino curanderos.

Llegó la primavera y la amenaza invasora se había expandido a un círculo de diez millas de radio. Lo suficientemente lento, sin duda, pero aparentemente irresistible. La marcha silenciosa y letal de la enfermedad, la muerte, como se la llamó, seguía siendo un misterio. Y a medida que pasaban las semanas sin recibir buenas noticias de los médicos y hombres de ciencia allí reunidos, mis dudas se hicieron más fuertes. ¿Por qué, me pregunté, si se trataba de una plaga, nunca golpeó a sus víctimas durante el día? ¿Qué enfermedad podría acabar con todos los seres vivos, animales o vegetales? No era una plaga, decidí; al menos no una plaga normal.

—Fred —dije un día—, no pueden resistir el fuego, si tienes razón. Esta es tu oportunidad de demostrar que tienes razón. Quemaremos el bosque. Tomaremos queroseno y quemaremos el maldito bosque. Si tienes razón, la cosa morirá.

Su rostro se iluminó.

—Sí —dijo—, quemaremos el bosque… y la cosa morirá. El fuego me salvó: lo sé; tú lo sabes. El fuego nunca podría curar una enfermedad; nunca podría hacer susurrar y gemir a los árboles normales, crujiendo de agonía. Quemaremos el bosque y la cosa morirá.

Eso dijimos y lo creímos. Y nos pusimos manos a la obra.

Tomamos cuatro barriles de queroseno, y antorchas. Y en un día claro y frío de principios de marzo partimos en el camión. El viento soplaba amargamente desde el norte; nuestras manos se pusieron azules de frío en la cabina abierta. Ante su pura agudeza era casi imposible creer que nos dirigíamos hacia la inmundicia y el árido país de muerte. Y, todavía bajo en el este, el sol lanzaba sus rayos amarillos sobre los árboles que ya estaban en flor.

Todavía era temprano en la mañana cuando llegamos al borde del círculo de la muerte que se agrandaba lentamente. Aquí, la última víctima, sólo un día antes, había encontrado su fin. Sin embargo, incluso sin este último dato para anunciarnos su proximidad, podríamos haberla juzgado por la ausencia de toda vida. Los pequeños brotes que habíamos notado antes estaban ausentes; los árboles permanecían secos y fríos como en pleno invierno.

¿Por qué la gente de la región no prestó atención a las advertencias y se largó de allí? Es cierto que la mayoría lo había hecho. Pero quedaron algunos viejos de montaña que murieron uno por uno.

Seguimos por el sendero rocoso y escarpado, dejando atrás el bullicio y la seguridad del mundo normal. ¿Me equivoqué al pensar que había caído una sombra sobre el sol? ¿No eran las cosas un poco más oscuras? Seguí conduciendo en silencio.

Un leve hedor asaltó mis fosas nasales: el olor de la muerte. Creció y creció. Fred estaba pálido; y, en realidad, yo también. Pálido y débil.

—Encenderemos una antorcha —dije—. Quizás este olor muera.

Encendimos una antorcha con la claridad del día y seguimos adelante.

Una vez pasamos por una pocilga: huesos blancos yacían bajo el sol; la carne estaba podrida y carcomida por completo. ¿Qué terror los había matado mientras dormían?

Ahora no podía equivocarme: la sombra se hacía más profunda. El sol todavía brillaba, pero débil, de alguna manera extraña, dubitativo, vacilante, como si hubiera un eclipse parcial. Pero el valle estaba cerca. Pasamos la última montaña, pasamos la cabaña del viejo que fue el primero en morir, e iniciamos el descenso.

Sacrament Wood yacía debajo de nosotros, no fresco y verde como lo había visto por primera vez, años antes, ni todavía destellando como en nuestro último viaje el otoño anterior. Hacía frío y estaba oscuro. Una nube negra lo cubría, un manto de oscuridad, una niebla ondulante como la que se dice que oscurece el río Estigia. Algo cubría la región de la muerte como un pesado sudario y la ocultaba de nuestros ojos escrutadores. ¿Podría haberme equivocado o escuché un amplio susurro que se elevaba desde el bosque profano? ¿O acaso sentí algo que no pude oír?

Pero en un aspecto no podía estar equivocado. Estaba oscureciendo. Cuanto más avanzábamos por el sendero rocoso, más profundo descendíamos a esta fortaleza de la muerte, más pálido se volvía el sol, más oscurecido nuestro paso.

—Fred —dije en voz baja—, están escondiendo el sol. Están destruyendo la luz. El bosque estará completamente a oscuras.

—Sí —respondió—. La luz les duele. Pude sentir su dolor y agonía esa mañana cuando salió el sol; no pueden matar en el día. Pero ahora son más fuertes y esconden el sol mismo. La luz los lastima y la están destruyendo.

Encendimos otra antorcha y seguimos adelante.

Cuando llegamos al bosque, la oscuridad se había profundizado. Casi palpable, se había espesado hasta que el día se convirtió en una noche iluminada por la luna. Pero no era una noche plateada. El sol estaba rojo; rojo como la sangre, brillando en el bosque maldito. Grandes anillos rojos lo rodeaban. No, el sol mismo no estaba limpio; era débil, enfermo, impotente como nosotros ante el nuevo terror. Su resplandor se mezclaba con el carmesí de las antorchas e iluminaba la escena que nos rodeaba con el color de la sangre.

Condujimos hasta donde la tierra firme nos permitía el paso, apenas hasta el borde del bosque, donde el crecimiento enjuto y desaliñado del cedro daba paso a la densa vegetación de robles más altos y rectos. Luego abandonamos nuestro medio de transporte y pisamos la tierra podrida. Y ante esto, más fuerte que antes, el hedor a podredumbre se apoderó de nosotros. Agradecimos que toda la materia animal se hubiese descompuesto por completo; sólo quedaba el olor acre y penetrante de las plantas en descomposición; desagradable y poderosamente sugerente para nuestros nervios ya aguzados, pero soportable. Y hacía calor allí, en el suelo asolado por la muerte del valle. A pesar de la estación del año y la ausencia del calor del sol, no hacía frío. El calor de la descomposición, de la fermentación, venció a los fuertes vientos que ocasionalmente azotaban las colinas circundantes.

Los árboles estaban muertos. No solo muertos; estaban podridos. Grandes ramas se habían estrellado contra el suelo y cubrían el suelo empapado. Todas las ramas más pequeñas habían desaparecido, pero los árboles permanecían erguidos, sus miembros desnudos estirados como brazos suplicantes hacia el cielo mientras estos mártires del bosque esperaban. Sin embargo, incluso en estos enormes troncos, los gusanos se arrastraban y comían. Era un bosque de muerte, un bosque fungoso de pesadilla que gritaba a los invasores, que sollozaba de agonía ante las brillantes antorchas y se mecía de un lado a otro en toda su impía podredumbre.

Protegidos por nuestras antorchas, éramos inmunes a las fuerzas de la muerte que estaban desenfrenadas en los oscuros límites del bosque, más allá de nuestra luz resplandeciente. Pero aunque no podían aprovecharse de nuestros cuerpos, se apoderaron de nuestras mentes. Imágenes de horror, putrefacción y pesadilla atestaban nuestros cerebros. Volví a ver a mi camarada acostado en su cama, más de medio año antes. Pensé en el pueblo de la montaña y en las víctimas que habían muerto allí en una noche.

Sabíamos que no podíamos detenernos en estos pensamientos, o nos volveríamos locos. Nos apresuramos a recoger ramas. Algunas se rompieron al levantarlas o se convirtieron en polvo entre nuestros dedos. Al final, sin embargo, logramos una hoguera bastante decente, y sobre ella vertimos un barril lleno de queroseno. Y mientras encendíamos la enorme pila y veíamos las llamas rugir cada vez más alto, un suspiro de dolor, tristeza y rabia impotente barrió el campo de la muerte.

—El fuego los lastima— dije—. Mientras haya fuego no pueden dañarnos; el bosque arderá y todos morirán.

—¿Pero arderá el bosque? Han oscurecido el sol; incluso han apagado nuestras antorchas. ¡Mira! ¡Deberían ser más brillantes! ¿Ardería el bosque por sí mismo, incluso si lo dejaran en paz? Está húmedo y podrido. ¡Mira, nuestro fuego se está apagando! Hemos fallado.

Sí, habíamos fallado. Nos vimos obligados a admitirlo cuando, después de dos ensayos más, no hubo duda de que bosque no podía ser destruido por el fuego. Nuestros corazones habían sido fuertes de valor, pero ahora el miedo nos perseguía. Un sudor frío inundó nuestros cuerpos temblorosos y enfermos mientras íbamos en el camión traqueteando a toda velocidad por el sendero rocoso hacia un lugar seguro. Nuestras antorchas se apagaron con el viento y dejaron un rastro de humo negro detrás de nosotros mientras huíamos.

Pero, nos prometimos a nosotros mismos, volveríamos. Traeríamos muchos hombres y dinamita. Encontraríamos dónde estaba el núcleo de esta cosa, y la destruiríamos.

Y lo intentamos. Pero nuevamente fallamos.

No hubo más muertes. Incluso los más obstinados se mudaron de la zona cuando llegó la primavera. Nadie podía dudar del mudo testimonio de los árboles muertos y moribundos. Cincuenta, cien o doscientos pies en una noche, el círculo se extendía; árboles que un día estaban frescos y vivos, al día siguiente eran duros y amarillos. La muerte nunca retrocedió. Avanzó durante las noches; se mantuvo firme durante el día. Y por la noche de nuevo prosiguió la terrible marcha.

Una condición de terror prevaleció sobre las poblaciones de los distritos colindantes. Los periódicos no llevaban en sus columnas más que esperanzas frustradas. Contenían largas descripciones de cada nuevo avance; largas teorías técnicas de los científicos reunidos al frente de la batalla; pero sin esperanza.

Se lo señalamos a la gente asolada por el terror y les dijimos que en nuestra idea estaba la única posibilidad de victoria. Les explicamos nuestro plan y suplicamos su ayuda. Pero se negaron. Creyeron que la plaga se estaba extendiendo. Comenzó en el bosque, dijeron, pero ahora se extendió. ¿Cómo ayudaría quemar el bosque ahora? El mundo está condenado. Ven con nosotros y vive mientras puedas. Todos moriremos.

No, no había nadie dispuesto a escuchar nuestro plan. Y así fuimos al norte, donde la muerte, por su desconocimiento y lejanía, aún no había trastornado a la sociedad. Aquí la gente todavía tenía fe en sus hombres de ciencia, aún conservaba el orden y continuaba la laboriosidad. Pero nuestra idea no fue bienvenida.

—Confiamos en los médicos —dijeron.

Y nadie vendría.

—Fred —dije—, todavía no hemos fallado. Equiparemos un camión grande. ¡No! Tomaremos un tractor. Haremos lo que dijimos. Más queroseno y dinamita. ¡Todavía podemos destruirlo!

Era nuestra última oportunidad; lo sabíamos. Si fracasábamos, el mundo estaba ciertamente condenado. Y sabíamos que cada día la muerte se hacía más fuerte, de modo tal que trabajamos lo más rápido que pudimos. Los materiales que necesitábamos los transportamos por tierra en el camión: más antorchas, dinamita, ocho barriles de queroseno. Incluso llevamos dos pistolas. Y luego cargamos todo esto en un remolque improvisado detrás de un tractor, y comenzamos.

El bosque estaba oscuro ahora, aunque todavía no era mediodía cuando entramos. Nuestras antorchas lanzaban su rojo parpadeante a escasos seis metros a través de la obstinada oscuridad. Y a través de la temblorosa negrura llegó a nuestros oídos un vasto murmullo, como de un millón de colmenas de abejas zumbando.

Cómo encontramos el camino, no lo sé. Traté de dirigirme hacia la parte más fuerte del zumbido, con la esperanza de que, al hacerlo, encontráramos la fuente misma del azote. Y nuestra marcha no fue difícil. El tractor avanzó, aplastando la madera húmeda y podrida que cubría el suelo del bosque. Y desde atrás, sobre la pista lisa dejada por las orugas, avanzó pesadamente el remolque.

Los árboles demacrados, llenos de cicatrices, despojados de cada rama, se erguían a nuestro alrededor como extraños centinelas señalando el camino. Y, si era posible, la escena se volvía más desolada cuanto más avanzábamos: el olor de la muerte nos rodeaba, no el nauseabundo olor a descomposición, sino el olor menos nocivo de la podredumbre completa se hizo aún más penetrante.

Y entonces, desde la oscuridad, algo se deslizó en nuestros cerebros. Algo nos cambió. Solo sabíamos que el olor que nos rodeaba ya no nos producía náuseas. De hecho, se convirtió en el más dulce de los perfumes para nuestras fosas nasales. Solo sabíamos que los árboles parecidos a hongos agradaban nuestros ojos, parecían llenar y satisfacer alguna necesidad estética oculta durante mucho tiempo. En mi mente creció la imagen de un mundo perfecto: vegetación húmeda y podrida y carne suculenta, podrida, de la que alimentarse. Por toda la tierra, al parecer, esta imagen se extendía; y grité en éxtasis.

Al oír el grito medio involuntario, algo se apoderó de mí, y supe que estos pensamientos no eran míos, sino que me habían sido impuestos desde fuera. Con un chillido, alcancé una antorcha y bañé mis brazos en la llama viva. Luego la blandí en la cara de mi camarada. El dolor purificador corrió por mis venas y nervios; la imagen se desvaneció, el anhelo pasó. Yo era yo de nuevo. ¡Si tan solo hubiéramos obedecido la llamada! Sin embargo, todavía podíamos sentir esa mente obscena jugando con la nuestra, tratando todavía de inclinarnos hacia su propósito. ¡Y me estremecí cuando recordé que esos pensamientos bien podrían haber sido los de un gusano!

Entonces, de repente, por encima del zumbido y el ritmo constante de nuestro motor, escuchamos un cántico humano. Detuve la marcha. Claro para nuestros oídos, ahora golpeaba, un cántico en una lengua familiar, pero extrañamente alterada. ¡Vida! ¿En esta región de la muerte? ¡Era imposible! El cántico cesó y el zumbido entre los árboles se duplicó en intensidad. Alguien, o algo, se levantó para declamar. Agucé el oído para escuchar, pero era innecesario; claro y fuerte a través de la oscuridad repugnante se elevó su cántico:

—Poderoso es nuestro Señor, el Gusano. Más poderoso que todos los reyes del cielo y de la tierra es el Gusano. Los dioses crean; el hombre planea y construye; pero el Gusano borra su obra. Poderosos son los arquitectos y los constructores; grandes sus obras y sus posesiones. Pero al fin deben ser herederos de una estrecha parcela de tierra; e incluso eso, en verdad, el Gusano se lo llevará. Esta es la Casa del Gusano; su hogar que nadie puede destruir; el hogar que nosotros, sus protectores, le hemos creado. ¡Oh Maestro! ¡De rodillas te damos todas estas cosas! ¡Te damos el hombre y sus posesiones! ¡Te damos la vida de la tierra para que sea tu bocado! ¡Te damos la tierra misma para que sea tu residencia! ¡Poderoso, oh poderoso sobre todos los reyes del cielo y de la tierra es nuestro Señor y Amo, el Gusano, para quien el Tiempo es nada!

Enfermos de horror y repulsión, Fred y yo intercambiamos miradas. ¡Había vida! Dios sabía de qué clase, pero vida, ¡y humana! Entonces, allí en ese bosque del infierno, con el olor, la vista y el sonido de la muerte a nuestro alrededor, ¡sonreímos! ¡Te juro que sonreímos! Se nos dio la oportunidad de luchar contra algo tangible. Aceleré el motor, y seguí adelante.

Me detuve cien pies más lejos, ¡porque estábamos sobre los adoradores! Había medio centenar de ellos, agachados y arrodillados, sí, incluso revolcándose en la putrefacción y la suciedad que los rodeaba. ¡Y los sonidos, los gritos a los que dieron rienda suelta cuando nuestras antorchas encendidas golpearon de lleno sus ojos ciegos y fijos! Sólo un loco podría recordar y escribir las letanías de odio y terror que nos arrojaron a la cara. Hay cualidades vocales propias de los hombres y otras propias de las bestias; pero en ninguna parte de este lado del abismo del infierno se pueden escuchar los gritos estridentes que salían de sus gargantas tensas mientras agarrábamos nuestras antorchas y corríamos hacia ellos. Sólo unos momentos desafiantes se interpusieron en nuestro camino; el dolor de la luz desacostumbrada era demasiado para sus ojos sensibles. Con agudos gritos de terror se volvieron y huyeron. Y miramos a nuestro alrededor, a la inmundicia que nos rodeaba, y sonreímos de nuevo.

¡Porque vimos su ídolo! No era un ídolo de madera o piedra, ni de ninguna cosa limpia y normal. ¡Era una tumba, un túmulo! Enorme, de seis metros de largo y la mitad de alto, estaba cubierto de huesos podridos y ramas de árboles. La tierra, apilada allí en el horrible montículo, se estremeció como si hubiera alguna vida repugnante en el interior. Luego, medio enterrada en la suciedad, vimos la lápida, en sí misma una tabla podrida, inclinada torcidamente en su marco poco profundo. Y en ella estaba tallada sólo una línea:


La Casa del Gusano.


¡La Casa del Gusano! Un túmulo, un montículo… y el culto a la negrura y la muerte había tratado de hacer del mundo una tumba repugnante, y cubrir incluso eso con un velo de oscuridad.

Con un chillido de rabia, golpeé con el pie la tierra apilada allí. La costra era delgada, tan delgada que se rompió y casi me precipitó de cabeza al pozo mismo; sólo un violento tirón hacia atrás me impidió caer en la masa de... ¡gusanos! Se retorcían allí bajo nuestra brillante luz roja como la sangre, se retorcían de agonía en la exquisita tortura que les traía la presencia de la llama purificadora.

Enfermos de odio, trabajamos locamente. El zumbido del bosque se había convertido en un aullido, un balbuceo sobrenatural que cantaba en nuestros oídos mientras trabajábamos. Encendimos más antorchas, nos bañamos las manos en la llama y luego, desafiando la voluntad maligna, demolimos el tembloroso montón de tierra que se había burlado de la forma de una tumba. Llevamos barril tras barril de combustible y lo vertimos sobre las cosas que se retorcían, que ya se estaban extendiendo, rodando como un océano de suciedad a nuestros pies. Les arrojé una caja de pólvora negra, la vi hundirse en la masa hasta perderse de vista y luego apliqué la antorcha.

Huimos.

—¡Art! El tractor. El resto del aceite lo necesitamos para iluminar nuestra salida.

Me reí locamente y seguí corriendo.

A cien metros de distancia nos detuvimos y miramos el espectáculo. Las llamas, que se elevaban quince metros en el aire, iluminaban el bosque que nos rodeaba, empujaban la espesa oscuridad antinatural hacia la densa negrura detrás de nosotros. Voces invisibles que aullaban locamente y articulaban un galimatías histérico desgarraban nuestras mismas almas en su salvaje súplica; eran tan tangibles que las sentimos tirar de nuestros cuerpos, balancearlos hacia adelante y hacia atrás con la danza impía de los árboles meciéndose. Del pozo de la suciedad donde las llamas bailaban más brillantes surgió una densa nube de humo amarillo; un vasto sonido de fritura atravesó la madera y se hizo eco en nosotros por la oscuridad que nos rodeaba. El tractor estaba envuelto en llamas, el último barril de petróleo lanzaba fuego.

Y entonces se escuchó un rugido profundo; el suelo pulposo bajo nuestros pies ondeaba y temblaba; las llamas, impulsadas por una fuerza irresistible debajo de ellas, se elevaron simultáneamente en el aire, se curvaron en largas parábolas espeluznantes y se esparcieron por el suelo del bosque quejumbroso.

La Casa del Gusano fue destruida; y, con su destrucción, las voces aulladores que nos rodeaban murieron en un susurro. La neblina negra se sacudió por un momento como una seda, nos atrapó a tientas, luego rodó sobre los árboles en ruinas y reveló… el sol.

El sol, brillante en todo su esplendor del mediodía, estalló de lleno sobre nosotros, calentando nuestros corazones con un resplandor dorado.

—¡Mira, Art! —dijo mi compañero—. ¡El bosque está ardiendo! Ahora no hay nada que lo detenga, y todo será destruido.

Eso era cierto. Desde mil lugares las llamas se elevaban y se extendían. El fuego, esparcido por la explosión, estaba echando raíces.

Dimos media vuelta y caminamos rápidamente hacia el soplo del cálido viento del sur que nos azotaba. Dejamos el creciente fuego a nuestras espaldas y seguimos adelante. Media hora más tarde, después de haber cubierto unas dos millas de bosque caído y páramo oloroso, hicimos una pausa para mirar hacia atrás. El fuego se había extendido por todo el ancho del valle y rugía hacia el norte. Pensé en los cincuenta refugiados que habían huido, también hacia el norte.

—¡Pobres diablos! —dije—. Pero sin duda ya están muertos; no pudieron soportar por mucho tiempo el brillo del sol.

Y así termina nuestra historia de la que quizás sea la mayor amenaza que jamás haya pesado sobre la humanidad. La ciencia reflexionó, pero no pudo hacer nada al respecto; de hecho, pasó mucho tiempo antes de que pudiéramos desarrollar una explicación satisfactoria incluso para nosotros mismos.

Habíamos buscado en vano en todos los libros de referencia conocidos sobre el ocultismo, cuando una vieja revista de repente nos dio la pista: recordó a nuestras mentes una conversación medio olvidada que se ha reproducido al principio de esta narración.

De alguna manera extraña, este Culto del Gusano debe haberse organizado para el culto a la muerte y establecido su cuartel general allí en el valle. Construyeron la enorme tumba como un santuario, y por la concentración de sus mentes fanáticas, hicieron que una manifestación física apareciera dentro de ella como el resultado real de su pensamiento. ¿Y qué sugerencia de muerte podría ser más contundente que su acompañamiento eterno: los gusanos de la muerte y las bacterias de la descomposición? Quizás su tarea se vio disminuida por el hecho de que la muerte es siempre una realidad y no necesita tanta concentración de voluntad para producirse.

En cualquier caso, desde ese centro irradiaron ondas de pensamiento lo suficientemente fuertes como para llevar su influencia sobre la región donde estaban activos; y a medida que se volvían cada vez más fuertes, y que sus mentes se volvían cada vez más poderosas a través de la feroz concentración, se extendían e incluso destruían la luz misma. Quizás también recibieron reclutas para fortalecer sus filas, espíritus invocados para su control. Eso explicaría los extraños ruidos que se escuchaban en todas partes del bosque, que persistieron incluso después de que los propios fieles huyeron.

Y en cuanto a su destrucción final, cito una línea del viejo volumen donde leímos por primera vez nuestra teoría: Si esto es cierto, la única forma de destruirlo es dejar de creer. Cuando el montículo, su gran fetiche, fue destruido, los lazos que mantenían unido su sistema se rompieron. Y cuando los mismos adoradores perecieron en las llamas, toda posibilidad de que el terror se repitiera murió con ellos.

Esta es nuestra explicación. Pero Fred y yo no deseamos participar en un debate científico; solo deseamos la oportunidad de olvidar la experiencia caótica que tanto ha trastornado nuestras vidas. ¿Recompensa? Tuvimos nuestra recompensa en la destrucción de la vil cosa contra la que luchamos; sin embargo, a esa satisfacción un mundo agradecido ha sumado su riqueza y su favor. Estamos agradecidos y disfrutamos de estas cosas; ¿Qué hombre no? Pero sentimos que no en la adulación ni en el placer reside nuestra recuperación final. Debemos trabajar, debemos olvidar la experiencia sólo con un trabajo asiduo; estamos estampando el horror, si no en nuestra mente, al menos en nuestra conciencia inmediata. Con el tiempo, quizás…

Y, sin embargo, no podemos olvidar del todo. Solo esta mañana, mientras caminaba por los campos, me encontré con el cadáver de una bestia salvaje tendida en una zanja; y en su cuerpo delgado y en descomposición había otra vida: una vida extraña y nauseabunda de putrefacción y descomposición.

Mearle Prout (¿?)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Mearle Prout.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Mearle Prout: La Casa del Gusano (The House of the Worm), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

4 comentarios:

Slendygamer1 dijo...

Muchísimas gracias por haberlo traducido :D

Ariel dijo...

La teoría de que los pensamientos poseen una materialidad que se vuelca físicamente sobre el mundo me recordó a lo planteado por Blackwood en 1914 en "Los condenados". Creo que es una teoría que deriva de los espiritistas de fines del siglo XIX.

luis dijo...

Bueno día sebastian,buen día Ariel, que tenga entendido esto de los pensamientos cobrando vida propia proviene de la teosofía, doña Elena Petrovna cuando viajó al Tibet dijo que contempló como un Monje mediante la meditación lograba concentrar su pensamiento y materializada una tulpa, un organismo físico independiente de su creador, que yo sepa el espiritismo creía en la materialización de espíritus humanos ya muertos a través de el ectoplasma, ni idea de donde proviene la palabra, tal vez sebastian conozca un poco más del asunto, como siempre agradecido por las traducciones de estos relatos, en el anterior o sea los creyentes también se trata este tema, pero desde un punto colectivo y sin que la gente sepa en realidad el poder que su creencia tiene en la realidad material.

Sebastian Beringheli dijo...

Coincido, Luis. Esta idea de que los pensamientos pueden alterar la realidad, incluso dar forma a entidades, o tulpas, proviene principalmente de la teosofía. De hecho, no es infrecuente encontrar que los Mitos de Cthulhu utilicen muchos conceptos teosóficos, que por cierto son interesantísimos, y supongo que en aquellos años debieron causar una gran impresión. Saludos!



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