«El entierro de las ratas»: Bram Stoker; relato y análisis


«El entierro de las ratas»: Bram Stoker; relato y análisis.




El entierro de las ratas (The Burial of the Rats) es un relato de terror del escritor irlandés Bram Stoker (1847-1912), escrito en 1878 y publicado originalmente en 1891. La versión final del cuento aparecería de manera póstuma en la antología de 1914: El huésped de Drácula y otros relatos extraños (Dracula's Guest and Other Weird Stories).

El entierro de las ratas, uno de los mejores relatos de terror de Bram Stoker, cuenta la historia de un inglés durante su visita a París, donde queda atrapado en los barrios bajos, en medio de la noche, y a merced de una banda de pandilleros que pretenden robarlo y matarlo. Este destino no parece demasiado ingrato si tomamos en cuenta los horrores que el protagonista deberá enfrentar más adelante.

En resumen: El entierro de las ratas es una historia que apuesta a la fobia por los roedores como disparador del horror. En este sentido, es uno de los mejores relatos de terror de ratas que se hayan escrito a finales de la era victoriana.




El entierro de las ratas.
The Burial of the Rats, Bram Stoker (1847-1912)

Si abandona París por la carretera de Orleans, cruce la Enceinte y, si gira a la derecha, se encontrará en un distrito algo salvaje y en absoluto placentero. A derecha e izquierda, delante y detrás, por todos lados se alzan grandes montones de basura y otros residuos acumulados por los procesos del tiempo.

París tiene su vida nocturna además de la diurna, y el viajero que penetra en su hotel de la Rue de Rivoli o la Rue St. Honoré a última hora de la noche o lo abandona a primera hora de la mañana puede adivinar, al llegar cerca de Montrouge —si no lo ha hecho ya antes— la finalidad de esos grandes carros que parecen como calderas sobre ruedas y que puede hallar pase por donde pase.

Cada ciudad tiene sus instituciones peculiares creadas para sus propias necesidades, y una de las más notables instituciones de París es su población de traperos. A primera hora de la mañana —y la vida de París empieza a una hora muy temprana— pueden verse colocadas en la mayoría de las calles, al otro lado de cada Patio y callejón y entre tantos edificios, como todavía en algunas ciudades norteamericanas e incluso en partes de Nueva York, grandes cajas de madera en las que las criadas o los inquilinos de las casas vacían la basura acumulada del día anterior. Alrededor de estas cajas se reúnen y circulan, una vez llenas, escuálidos y macilentos hombres y mujeres cuyas herramientas del oficio Consisten en un burdo saco o cesto colgado del hombro y un pequeño rastrillo con el cual remueven y sondean y examinan minuciosamente los cubos de basura. Recogen y depositan en sus cestos, con ayuda de sus rastrillos, todo lo que pueden encontrar, con la misma facilidad con la que un chino utiliza sus palillos para comer.

París es una ciudad de centralización, y centralización y clasificación están estrechamente aliadas. En los primeros tiempos, cuándo la centralización se está convirtiendo en un hecho, su precursora es la clasificación. Todas las cosas que son similares o análogas son agrupadas juntas, y del agrupamiento de esos grupos surge un punto total o central. Vemos radiar muchos largos, brazos con innumerables tentáculos, y en el centro surge una gigantesca cabeza con un amplio cerebro y ojos atentos que miran a todos lados y con oídos sensibles todos los sonidos.... y una boca voraz para tragar.

Otras ciudades se parecen a todas las aves y animales y peces cuyos apetitos y digestiones son normales. Sólo París es la apoteosis analógica del pulpo. Producto de la centralización llevada a un ad absurdum, representa con justicia el pez diablo; y en ningún otro aspecto es más curioso el parecido que en la similitud con el aparato digestivo. Los turistas inteligentes que, tras rendir su individualidad a las manos de los señores Cook o Gaze, hacen París en tres días, se sienten a menudo desconcertados al saber que la cena que en Londres cuesta unos seis chelines puede obtenerse por tres francos en un café en el Palais Royal. No necesitarán sorprenderse si consideran que la clasificación es una especialidad teórica de la vida parisina, que adopta a todo su alrededor el hecho que fue la génesis de los traperos.

El París de 1850 no era como el París de hoy, y aquellos que ven el París de Napoleón y del barón Hausseman difícilmente podrán comprender la existencia del estado de cosas hace cuarenta y cinco años. Entre algunas cosas, sin embargo, que no han cambiado están esos distritos donde se recoge la basura. La basura es basura en todo el mundo, en todas las épocas, y el parecido familiar de los montones de basura es perfecto. En consecuencia, el viajero que visita los alrededores de Montrouge puede retroceder sin ninguna dificultad al año 1850.

En ese año yo estaba realizando una prolongada estancia en París. Estaba muy enamorado de una joven dama que, aunque correspondía a mi pasión, cedía de tal modo a los deseos de sus padres que había prometido no verme ni cartearse conmigo durante un año. Yo también me había visto obligado a acceder a estas condiciones bajo la vaga esperanza de la aprobación paterna. Durante el tiempo de prueba había prometido permanecer fuera del país y no escribirle a mi amor hasta que hubiera transcurrido el año.

Por supuesto, el tiempo me pesaba horriblemente. No había nadie de mi familia o círculo que pudiera hablarme de Alice, y nadie de su propia familia tenía, lamento decirlo, la suficiente generosidad como para enviarme siquiera alguna palabra de aliento ocasional relativa a su salud y bienestar. Pasé seis meses vagando por Europa, pero como no podía hallar una distracción satisfactoria en el viaje, decidí ir a París, donde al menos estaría al alcance de cualquier llamada de Londres en caso de que la buena suerte me reclamara antes de terminar el plazo. Ese «la esperanza diferida enferma el corazón» nunca estuvo mejor ejemplificado que en mi caso, porque, además del perpetuo anhelo de ver el rostro que amaba, siempre estaba conmigo la torturante ansiedad de que algún accidente pudiera impedirme mostrarle a Alice a su debido tiempo que, durante el largo período de prueba, había sido fiel a su confianza y a mi amor. Así, cualquier aventura que emprendí tenía en sí misma un intenso placer, Porque estaba cargada de posibles consecuencias más de las que normalmente hubiera afrontado.

Como todos los viajeros, agoté los lugares de mayor interés al primer mes de mi estancia, y al segundo mes me sentí impulsado a buscar diversión allá donde pudiera. Tras efectuar diversas excursiones a los suburbios más conocidos, empecé a ver que existía una terra incognita, en lo que a las guías de viaje se refería, en las selvas sociales que se extendían entre esos puntos de atracción. En consecuencia, empecé a sistematizar mis investigaciones, y cada día tomaba el hilo de mi exploración en el lugar donde lo había dejado caer el día anterior.

A lo largo del tiempo, mi vagabundeo me llevó cerca de Montrouge, y vi que por allí se extendía la última Thule de la exploración social, un país tan poco conocido como el que rodea las fuentes del Nilo Blanco. Y así decidí investigar filosóficamente a los traperos: su hábitat, su vida y sus medios de vida. El trabajo era desagradable, difícil de realizar y con pocas esperanzas de una recompensa adecuada. Sin, embargo, pese a la razón, prevaleció la obstinación, y entré en mi nueva investigación con más energía de la que hubiera podido apelar para que me ayudara en, cualquier otra investigación que me condujera a cualquier otro fin, valioso o digno de estima. Un día, a última hora de una espléndida tarde de finales de setiembre, entré en el sanctasanctórum de la Ciudad de la Basura. El lugar era evidentemente la morada reconocida de un buen número de traperos, porque se manifestaba una especie de orden en la formación de los montículos de basura al lado de la carretera. Pasé entre esos montículos, que se erguían como ordenados centinelas, decidido a penetrar más profundamente y rastrear la basura hasta su última localización.

Mientras avanzaba, vi detrás de los montículos de basura algunas formas que iban de aquí para allá, vigilando evidentemente con interés la aparición de cualquier extraño a aquel lugar. El distrito era como una pequeña Suiza, y mientras avanzaba mi tortuoso camino se cerró a mis espaldas. Finalmente, llegué a lo que parecía una pequeña ciudad o comunidad de traperos. Había un cierto número de chozas o chabolas, como las que pueden encontrarse en las remotas partes del pantano de Allan —toscos lugares con paredes de cañas recubiertas con mortero de barro y con techos de paja hechos de los residuos de los establos—, lugares a los que uno no desearía entrar bajo ningún concepto, y que incluso en las acuarelas sólo podían parecer pintorescos si eran tratados juiciosamente. En medio de esas cabañas había una de las más extrañas adaptaciones —no puedo decir habitaciones— que jamás haya visto. Un inmenso y viejo guardarropa, los colosales restos de algún boudoir de Carlos VII, o Enrique 11, había sido convertido en una morada. Las dobles puertas estaban abiertas, de modo que todo su interior quedaba a la vista del público. La mitad abierta del guardarropa era una sala de estar de metro veinte por metro ochenta, donde se sentaban, fumando sus pipas alrededor de un brasero de carbón, no menos de seis viejos soldados de la Primera República, con sus uniformes arrugados y deshilachados.

Evidentemente, eran de la clase de los mauvais sujets; sus turbios ojos y sus mandíbulas colgantes hablaban con claridad de un amor común a la absenta; y sus ojos tenían esa expresión perdida y consumida que es el sello del borracho en sus peores momentos, y ese semblante de adormecida ferocidad que sigue a la estela del copioso beber. El otro lado estaba como en sus viejos tiempos, con sus estantes intactos, excepto que habían sido cortados en profundidad por la mitad y en cada estante, de los que había seis, se había habilitado una cama hecha con trapos y paja. La media docena de respetables que vivían en aquella estructura me miraron con curiosidad cuando pasé, y cuando les devolví la mirada tras haberlos rebasado unos pasos vi que unían sus cabezas en una susurrada conferencia. No me gustó en absoluto el aspecto de todo aquello, porque el lugar era muy solitario Y los hombres tenían un aspecto muy, muy villano. De todos modos, no vi ninguna causa para tener miedo, y seguí adelante, penetrando más y más en el Sáhara. El camino era tortuoso hasta cierto grado y, tras avanzar en una serie de semicírculos, como cuando uno patina en una pista de patinaje, no tardé en sentirme confuso con respecto a los puntos cardinales.

Cuando hube penetrado un poco más vi, al doblar la esquina de un medio montículo, sentado sobre un montón de paja, a un viejo soldado con una deshilachada chaqueta.

—Vaya —me dije a mí mismo—; la Primera República está bien representada aquí en sus soldados.

Cuando pasé por su lado, el viejo ni siquiera alzó la vista hacia mí, sino que miró al suelo con estólida persistencia. De nuevo observé para mí mismo:

—¡Mira lo que puede hacer una vida de duras batallas! La curiosidad de este hombre es una cosa del pasado.

Cuando hube dado algunos pasos más, sin embargo., miré bruscamente hacia atrás y vi que la curiosidad no, estaba muerta, porque el veterano había alzado la cabeza y me estaba mirando con una expresión muy curiosa. Tuve la impresión de que su aspecto era muy parecido al de los seis respetables de antes. Cuando me vio mirarle, bajó la cabeza; y sin pensar más en él seguí mi camino, satisfecho de que hubiera un extraño parecido entre aquellos viejos guerreros. Poco después hallé a otro viejo soldado en las mismas condiciones. Él tampoco reparó en mí cuando pasé por su lado.

Por aquel entonces era ya última hora de la tarde, y empecé a pensar en volver sobre mis pasos. Así que di la vuelta para regresar, pero pude ver un cierto número de caminos que iban entre los diferentes montículos y no pude decidir cuál de ellos debía tomar. En mi perplejidad, deseé ver a alguien a quien poder preguntarle el camino, pero no vi a nadie. Decidí avanzar más e intentar encontrar a alguien.... no un veterano. Conseguí mi objetivo, porque, después de recorrer un par de cientos de metros, vi delante de mí una choza como nunca había visto antes, con la diferencia sin embargo de que no era para vivir, sino simplemente un techo con tres paredes, abierta por delante. Por las evidencias que mostraba el vecindario, supuse que era un lugar de clasificación y distribución. Dentro había una vieja mujer arrugada y encorvada por la edad; me acerque a ella para preguntarle el camino.

Se levantó cuando me aproximé y le pregunté por dónde debía ir. Inmediatamente inició una conversación, y se me ocurrió que allá en el centro mismo del Reino de la Basura estaba el lugar donde reunir detalles sobre la historia de los traperos parisinos, en particular si podía obtenerlos de los labios de alguien que parecía como si fuera uno de sus más antiguos habitantes. Empecé con mis preguntas, y la vieja me dio repuestas muy interesantes: había sido una de las mujeres que hacían calceta mientras se sentaban cada día ante la guillotina, y había tomado una parte activa entre las mujeres que se destacaron por su violencia en la revolución. Mientras hablábamos, dijo de pronto:

—Pero monsieur tiene que estar cansado de estar de pie.

Y le quitó el polvo a un viejo y tambaleante taburete para que me sentara. No me gustó hacerlo por muchas razones, pero la pobre vieja era tan educada que no quise correr el riesgo de ofenderla rehusando, y además, la conversación de alguien que había estado en la toma de la Bastilla era tan interesante que me senté, y así prosiguió nuestra conversación. Mientras hablábamos, un hombre viejo -más viejo y más encorvado y lleno de arrugas incluso que la mujer apareció de detrás de la choza.

—Éste es Pierre —me dijo ella—. m'sieur puede oír ahora las historias que desee, pues Pierre estuvo en todas partes, desde la Bastilla hasta Waterloo.

El viejo tomó otro taburete a petición mía, y nos sumergimos en un mar de reminiscencias revolucionarias. Este viejo, aunque vestido como un espantapájaros, era como cualquiera de los seis veteranos. Ahora estaba sentado en el centro de la baja choza con la mujer a mi izquierda y el hombre a mi derecha, los dos un poco frente a mí. El lugar estaba lleno de todo tipo de curiosos objetos de madera, y de mucha otras cosas que hubiera deseado que estuviesen muy lejos. En una esquina había un montón de trapos que parecían moverse por la cantidad de bichos que contenían y, en la otra, un montón de huesos cuyo olor estremecía un poco. De tanto en tanto, al mirar aquellos montones, podía ver los relucientes ojos de alguna de,, las ratas que infestaban el lugar. Aquellos asquerosos objetos eran ya bastante malos, pero lo que tenía peor aspecto todavía era una vieja hacha de carnicero con un mango de hierro manchado con coágulos de sangre apoyada contra la pared a la derecha. De todos modos, estas cosas no me preocupaban mucho. La charla de los dos viejos era tan fascinante que seguí y seguí, hasta que llegó la noche y los montículos de trapos arrojaron oscuras sombras sobre los valles que había entre ellos.

Al cabo de un tiempo, empecé a intranquilizarme, no podía decir cómo ni por qué, pero de alguna forma no me sentía satisfecho. La intranquilidad es un instinto y una advertencia. La facultades psíquicas son a menudo los centinelas del intelecto, y cuando hacen sonar la alarma, la razón empieza a actuar, aunque quizá no conscientemente. Así ocurrió conmigo. Empecé a tomar consciencia de dónde estaba y de lo que me rodeaba , y a preguntarme cómo actuaría en caso de ser atacado; y luego estalló bruscamente en mí el pensamiento, aunque sin ninguna causa definida, de que estaba en peligro. La prudencia susurró: «Quédate quieto y no hagas ningún signo», y así me quedé quieto y no hice ningún signo, porque sabía que cuatro ojos astutos estaban sobre mí. «Cuatro ojos.... si no más.» ¡Dios mío, qué horrible pensamiento! ¡Toda la choza podía estar rodeada en tres de sus lados por villanos! Podía estar en medio de una pandilla de desesperados como sólo medio siglo de revoluciones periódicas puede producir.

Con la sensación de peligro, mi intelecto y mis facultades de observación se agudizaron, y me volví más cauteloso que de costumbre. Me di cuenta de que los ojos de la vieja estaban dirigiéndose constantemente hacia mis manos. Las miré también, y vi la causa: mis anillos. En el dedo meñique de mi izquierda llevaba un gran sello y en la derecha un buen diamante. Pensé que si había allí algún peligro, mi primera precaución era evitar las sospechas. En consecuencia, empecé a desviar la conversación hacia la recogida de la basura, hacia las alcantarillas, hacia las cosas que se encontraban allí; y así, poco a poco, hacia las joyas. Luego, aprovechando una ocasión favorable, le pregunté a la vieja si sabía algo de aquellas cosas. Ella respondió que sí, un poco. Alcé la mano derecha y, mostrándole el diamante, le pregunté qué pensaba de aquello. Ella respondió que tenía malos los ojos y se inclinó sobre mi mano. Tan indiferentemente como pude, dije:

—¡Perdón! ¡Así lo verá mejor!

Y me lo quité y se lo tendí. Una malvada luz iluminó su viejo y arrugado rostro cuando lo tocó. Me lanzó una furtiva mirada tan rápida como el destello de un rayo. Se inclinó por un momento sobre el anillo, con el rostro completamente neutro mientras lo examinaba. El viejo miraba fijamente a la parte delantera de la choza ante él, mientras rebuscaba en sus bolsillos y extraía un poco de tabaco envuelto en un papel y una pipa y procedía a llenarla. Aproveché la pausa y el momentáneo descanso de los inquisitivos ojos sobre mi rostro para mirar cuidadosamente a mi alrededor, ahora sombrío a la escasa luz. Todavía estaban allí todos los montículos de variada y apestosa asquerosidad; la terrible hacha manchada de sangre estaba apoyada contra la esquina de la pared de la derecha, y por todas partes, pese a la escasa luz, destellaba el refulgir de los ojos de las ratas. Las pude ver incluso a través de algunos de los resquicios de las tablas de la parte de atrás, muy junto al suelo. ¡Pero cuidado! ¡Aquellos ojos parecían más grandes y brillantes y ominosos de lo normal!

Por un instante pareció como si se me parara el corazón, y me sentí presa de aquella vertiginosa condición mental en la que uno siente una especie de embriaguez espiritual, Y como si el cuerpo se mantuviera erguido tan sólo en el sentido de que no hay tiempo de caer antes de recuperarte. Luego, en otro segundo, la calma regresó a mí..., una fría calma, con todas las energías en pleno vigor, con un autocontrol que sentía perfecto con todas mis sensaciones e instintos alertas. Ahora sabía toda la extensión del peligro: ¡era vigilado y estaba rodeado por gente desesperada! Ni siquiera podía calcular cuántos de ellos estaban tendidos allí en el suelo detrás de la choza, aguardando el momento para atacar. Yo me sabía grande y fuerte, y ellos lo sabían también. También sabían, como yo, que era inglés y que por lo tanto lucharía; y así aguardaban. Tenía la sensación de que en los últimos segundos había conseguido una ventaja, porque sabía el peligro y comprendía la situación. Ésta, pensé, es mi prueba de valor..., la prueba de resistencia: ¡la prueba de lucha vendría más tarde!

La vieja mujer levantó la cabeza y me dijo de forma un tanto satisfecha:

—Un espléndido anillo, ciertamente.... ¡un hermoso anillo! ¡Oh, sí! Hubo un tiempo en que yo tuve anillos así, montones de ellos, y brazaletes y pendientes. ¡Oh, porque en aquellos espléndidos días yo era la reina del baile! ¡Pero ahora me han olvidado! ¡Me han olvidado¡ ¡En realidad nunca han oído hablar de mí! ¡Quizá sus abuelos sí me recuerden, a menos algunos de ellos.

Y dejó escapar una seca y cacareante risa. Y debo decir que entonces me sorprendió, porque me tendió de vuelta el anillo con un cierto asomo de gracia pasada de modo que no dejaba de ser patética. El viejo la miró con una especie de repentina ferocidad, medio levantado de su taburete, y me dijo de pronto, roncamente:

—¡Déjemelo ver!

Estaba a punto de tenderle el anillo cuando la vieja dijo:

—¡No, no se lo entregue a Pierre! Pierre es excéntrico. Pierde las cosas; ¡y es un anillo tan hermoso!

—¡Zorra! —dijo el viejo salvajemente.

De pronto la vieja dijo, un poco más fuerte de lo necesario:

—¡Espere! Tengo que contarle algo acerca de un anillo.

Había algo en el sonido de su voz que me impresionó. Quizá fuera mi hipersensibilidad, fomentada por mi excitación nerviosa, pero por un momento pensé que no se estaba dirigiendo a mí. Lancé una mirada furtiva por el lugar y vi los ojos de las ratas en los montículos de huesos, pero no vi los ojos a lo largo del fondo. Pero mientras miraba los vi aparecer de nuevo. El «i Espere! » de la vieja me había proporcionado un respiro del ataque, y los hombres habían vuelto a hundirse en su postura tendida.

—Una vez perdí un anillo.... un hermoso aro de diamantes que había pertenecido a una reina y que me fue entregado por un recaudador de impuestos, que después se cortó la garganta porque yo lo rechacé. Pensé que debía de haber sido robado, y entre todos lo buscamos; pero no pudimos hallar ningún rastro. Vino la policía y Sugirió que debía de haber ido a las alcantarillas. Bajamos.... ¡yo con mis finas ropas, porque no les iba a confiar a ellos mi hermoso anillo! Desde entonces sé mucho Más sobre las alcantarillas, ¡y sobre las ratas también¡ Pero nunca olvidaré el horror de aquel lugar, lleno de ojos llameantes, un muro de ellos justo más allá de la luz de nuestras antorchas. Bien, bajamos debajo de mi casa. Buscamos la salida de la alcantarilla y allá, en medio de las inmundicias, hallamos mi anillo, y salimos.

»¡Pero también hallamos algo más antes de salir! Cuando nos dirigíamos hacia la salida, un montón de ratas de alcantarilla —humanas esta vez— vino hacia nosotros. Dijeron a la policía que uno de ellos había ido a las alcantarillas pero no había regresado. Había ido sólo un poco antes que nosotros y, si se había perdido, no podía estar muy lejos. Pidieron que les ayudaran, así que volvimos. Intentaron impedir que fuera con ellos, pero insistí. Era una nueva excitación, y ¿no había recuperado mi anillo? No habíamos ido muy lejos cuando tropezamos con algo. Había muy poca agua, y el fondo de la alcantarilla estaba lleno de ladrillos, residuos y materia de muy variada índole. Había luchado, incluso,cuando su antorcha se apagó. ¡Pero eran demasiadas para él! ¡No les había durado mucho! Los huesos todavía estaba calientes, pero completamente mondos. Incluso hablan devorado a sus propias muertas, y había huesos de ratas junto con los del hombre. Los otros —los humanos— se lo tomaron con tranquilidad, y bromearon sobre su camarada cuando lo hallaron muerto. Bah, ¿qué más da, vivo o muerto?

—¿Y no tuvo usted miedo? —le pregunté.

—¡Miedo! —dijo con una risa—. ¿Yo miedo? ¡Pregúntele a Pierre! Pero entonces era más joven y, mientras recorría aquella horrible alcantarilla con su pared de ansiosos ojos, siempre moviéndose más allá del círculo de la luz de las antorchas, no me sentí tranquila. ¡Sin embargo, avancé por delante de los hombres! ¡Así es como lo hago siempre! Nunca he dejado que los hombres vayan por delante de mí. ¡Todo lo que deseo es una oportunidad y un medio! Y ellas lo devoraron..., se lo llevaron todo excepto los huesos; ¡y nadie se enteró, nadie oyó ningún sonido.

Entonces estalló en un cloqueo del más terrible regocijo que jamás haya oído y visto.

Una gran poetisa describe a su heroína cantando: «¡Oh, verla u oírla cantar! Apenas puedo decir qué es lo más divino». Y puedo aplicar la misma idea a la vieja bruja..., en todo menos en la divinidad, porque difícilmente puedo decir qué era lo más diabólico, si la dura, maliciosa, satisfecha, cruel risa, o la maliciosa sonrisa y la horrible abertura cuadrada de la boca, como una máscara trágica, y el amarillento brillo de los pocos dientes descoloridos en las informes encías. En esa risa y con esa sonrisa y la cloqueante satisfacción supe, tan bien como si me lo hubiera dicho con resonantes palabras, que mi muerte estaba sentenciada, y que los asesinos sólo aguardaban el momento apropiado para su realización. Pude leer entre las líneas de su espeluznante historia las órdenes a sus cómplices. «Esperad —parecía decirles—, concedeos vuestro tiempo. Yo daré el primer golpe. ¡Hallad las armas para mí, y yo hallaré la oportunidad! ¡No escapará! Mantenedlo tranquilo y todo irá bien. No habrá ningún grito, ¡y las ratas harán su trabajo!»

Cada vez se hacía más oscuro; la noche estaba llegando. Lancé una furtiva mirada por la choza a mi alrededor: todo. seguía igual. La ensangrentada hacha en el rincón, los montones de porquería, y los ojos en los montones de huesos y en las rendijas junto al suelo. Pierre había estado llenando ostensiblemente su pipa; ahora encendió una cerilla y empezó a dar profundas chupadas. La vieja mujer dijo:

—¡Vaya, qué oscuro es! ¡Pierre, enciende la lámpara corno un buen chico!

Pierre se levantó y, con la cerilla encendida en la mano, tocó el pábilo de una lámpara que colgaba a un lado de la entrada de la choza y que tenía un reflector que arrojaba la luz por todo el lugar. Era evidente que la usaban para salir por la noche.

—¡Ésa no, estúpido! ¡Ésa no! ¡La linterna! —le gritó la mujer.

—De acuerdo, madre, la buscaré.

Y se puso a revolver por la esquina izquierda de la estancia, mientras la vieja decía en la oscuridad:

—¡La linterna! ¡La linterna! ¡Oh! Ésa es la luz más útil para nosotros los pobres. ¡La linterna fue la amiga de la revolución! ¡Es la amiga del trapero! Nos ayuda cuando todo lo demás falla.

Apenas había acabado de pronunciar la última palabra cuando hubo una especie de crujido por todo el lugar, y algo se arrastró firmemente sobre el techo. De nuevo creí leer entre líneas sus palabras. Conocía la lección de la linterna. «Uno de vosotros subid al techo con un nudo corredizo y estranguladlo cuando pase si dentro fracasamos.»

Cuando miré por la abertura vi el lazo de una cuerda silueteado en negro contra el cielo. ¡Estaba realmente rodeado! ¡Pierre no tardó en hallar la linterna. Mantuve los ojos fijos en la vieja a través de la oscuridad. Pierre procedió a encender la luz, y al destello de la chispa vi a la vieja alzar del suelo a su lado, donde había aparecido misteriosamente, y luego ocultar en los pliegues de su ropa, un cuchillo largo y afilado o una daga. Parecía un cuchillo de carnicero al que se le había proporcionado una punta aguzada.

La linterna empezó a arder.

—Tráela aquí, Pierre —dijo la mujer—. Colócala en la entrada, donde pueda verla. ¡Qué hermosa es! Aleja de nosotros la oscuridad; ¡es perfecta!

¡Perfecta para ella y sus propósitos! Arrojaba toda su luz sobre mi rostro, dejando en la penumbra los rostros de Pierre y de la mujer, que permanecían sentados más afuera de mí a cada lado. Sentí que el momento de la acción se aproximaba, pero ahora sabía que la primera señal y movimiento procederla de la mujer, así que la vigilé a ella. Estaba totalmente desarmado, pero ya había decidido qué hacer. Al primer movimiento, agarraría el hacha de carnicero del rincón de la derecha y me abriría paso hacia fuera. Al menos moriría luchando. Eché una mirada a mi alrededor para fijar su lugar exacto, a fin de no fallar al agarrarla al primer esfuerzo, porque el tiempo y la exactitud serían preciosos.

¡Buen Dios! ¡Había desaparecido! Todo el horror de la situación cayó sobre mí; pero el pensamiento más amargo de todos fue que si el resultado de aquella terrible situación era en mi contra, Alice sufriría infaliblemente. O bien me creerla un falso —y cualquier enamorado, o cualquiera que lo ha estado alguna vez, puede imaginar la amargura del pensamiento—, o seguiría amándome durante mucho tiempo después de que me hubiera perdido para ella y para el mundo, y así su vida se vería rota y amargada, destrozada por la decepción y la desesperación. La auténtica magnitud del dolor me aferró y me dio ánimos para soportar el terrible escrutinio de los conspiradores.

Creo que no me traicioné. La vieja mujer me estaba observando como un gato observa a un ratón; tenía su mano derecha oculta en los pliegues de su ropa, aferrando, como ya sabía, aquella larga daga de aspecto cruel. Tuve la sensación de que si hubiera visto alguna inquietud en mi rostro hubiera sabido que había llegado el momento, y hubiera saltado sobre mí como una tigresa, segura de atraparme descuidado. Miré a la derecha, y vi allí una nueva causa de peligro. Delante y alrededor de la choza había a poca distancia algunas formas sombrías; estaban completamente inmóviles, pero sabía que todas estaban alertas y en guardia. Tenía pocas posibilidades en aquella dirección. Eché de nuevo una mirada a mi alrededor. En momentos de gran excitación y gran peligro, que es también excitación, la mente trabaja muy rápido, y la agudeza de las facultades que dependen de la mente crece en proporción.

Entonces lo sentí. En un instante abarqué toda la situación. Vi que el hacha había sido retirada a través de un pequeño agujero hecho en una de las podridas planchas. Tenía que estar muy podrida para permitir algo así sin siquiera un ruido.

La choza era una típica ratonera, y estaba guardada a todo su alrededor. Un verdugo aguardaba tendido en el techo, listo para ahorcarme con su cuerda si yo conseguía escapar de la daga de la vieja bruja. Delante, el camino estaba guardado por no sabía cuántos vigilantes. Y en la parte de atrás había una hilera de hombres desesperados —había visto de nuevo sus ojos a través de, las grietas en las tablas del suelo, cuando miré por última vez— mientras permanecían tendidos aguardando la señal de ponerse en pie. ¡Si tenía que ser alguna vez, que fuera ahora!

Tan fríamente como fui capaz me giré un poco en mi taburete a fin de meter bien mi pierna derecha debajo de mi cuerpo. Luego, con un repentino salto, girando la cabeza hacia un lado y protegiéndola con las manos, y con el instinto de lucha de los antiguos caballeros, pronuncié el nombre de mi dama y me lancé contra la pared de atrás de la choza. Pese a lo muy atentos que estaban, lo repentino de mi movimiento sorprendió tanto a Pierre como a la vieja. Al tiempo que atravesaba las podridas planchas, vi a la mujer levantarse de un salto, como un tigre, y oí su grito ahogado de contenida rabia. Mis pies golpearon algo que se movía, y mientras saltaba alejándome de ello supe que había pisado la espalda de uno de la hilera de hombres que permanecían tendidos boca abajo fuera de la choza. Recibí rasguños de clavos y astillas, pero por otro lado salí incólume. Sin aliento, trepé por el montículo que tenía delante, al tiempo que oía el sordo ruido de la choza al desplomarse en una masa informe.

Fue una ascensión de pesadilla. El montículo, aunque bajo, era horriblemente empinado y, con cada paso que daba, la masa de tierra y cenizas cedía y se hundía bajo mis pies. El polvo se alzaba y me ahogaba; era mareante, fétido, horrible, pero sabía que era una carrera a vida o muerte, y seguí luchando. Los segundos parecieron horas, pero los breves momentos que había conseguido, combinados con mi juventud y mi fuerza, me proporcionaron una gran ventaja y, aunque varias formas echaron a correr tras de mí en un mortal silencio que era más terrible que cualquier sonido, alcancé fácilmente la cima. Posteriormente he subido el cono del Vesubio y, mientras escalaba aquella desolada ladera entre los humos sulfurosos, el recuerdo de aquella horrible noche en Montrouge me vino a la memoria tan vívidamente que casi me desvanecí.

El montículo era uno de los más altos de la zona, y mientras trepaba hasta la cima, jadeando en busca de aliento y con el corazón latiendo como un martillo pilón, vi a lo lejos, a mi izquierda, el apagado resplandor rojizo del cielo, y más cerca aún el llamear de unas luces. ¡Gracias a Dios! ¡Ahora sabía dónde estaba y dónde hallar el camino hasta París! Hice una pausa durante dos o tres segundos y miré atrás. Mis perseguidores estaban todavía muy retrasados, pero ascendían resueltamente y en un mortal silencio. Más allá, la choza era una ruina.... una masa de maderos y formas que se movían. Podía verla bien, porque las llamas estaban empezando ya a apoderarse de ella; los trapos y la paja se habían incendiado, evidentemente, a causa de la linterna. ¡Y todavía el silencio! ¡Ni un sonido! Aquellos pobres desgraciados sabían aceptar al menos las cosas.

No tuve tiempo más que para una mirada de pasada, por que, cuando observé a mi alrededor en busca del mejor lugar para bajar, vi varias formas oscuras corriendo a ambos lados para cortarme el camino. Ahora era una carrera por mi vida. Estaban intentando adelantarme en mi camino hacia Paris y, con el instinto del momento, me lancé a descender por el lado de la derecha. Fue justo a tiempo porque, aunque bajé en lo que me parecieron unos pocos pasos, los viejos y cautelosos hombres que estaban observándome dieron la vuelta, y uno de ellos, mientras yo corría por la abertura entre los dos montículos de delante, casi me alcanzó con un golpe de aquella terrible hacha de carnicero. ¡Seguro que no podía haber allí dos de aquellas armas!

Entonces empezó una caza auténticamente horrible. Me adelanté fácilmente a los viejos, e incluso cuando algunos hombres más jóvenes y unas cuantas mujeres se unieron a la caza, los distancié con facilidad. Pero no conocía el camino, y ni siquiera podía guiarme por la luz en el cielo, porque estaba corriendo en sentido contrario a ella. Había oído que, a menos que tengan un propósito consciente, los hombres perseguidos siempre giran hacia la izquierda, y eso descubrí que estaba haciendo ahora; y supongo que eso lo sabían también mis perseguidores, que eran más animales que hombres, y con astucia o instinto habían descubierto por sí mismos tales secretos: porque tras una rápida carrera, tras la cual esperaba tomarme un momento de respiro, vi de pronto delante de mí a dos o tres formas que pasaban velozmente por detrás de un montículo a la derecha.

¡Estaba metido en una tela de araña! Pero con el pensamiento de este nuevo peligro llegó la resolución del cazado, y así eché a correr por el siguiente giro a la derecha. Proseguí en esta dirección durante unos cien metros, y luego, girando de nuevo a la izquierda, me aseguré de que al menos había evitado el peligro de ser rodeado. Pero no de la persecución, porque la turba seguía tras de mí, firme, resuelta, incansable, y todavía en un hosco silencio. En la creciente oscuridad, los montículos parecían ahora ser un poco más pequeños que antes, aunque —porque la noche se estaba cerrando— aparentaban ser más grandes en proporción. Ahora estaba muy por delante de mis perseguidores, así que trepé rápidamente por el montículo que tenía delante.

¡Alegría de alegrías ! Estaba cerca del borde de aquel infierno de montículos de basura. Detrás, lejos de mí, la luz roja de París en el cielo y, alzándose detrás, las alturas de Montmartre.... una luminosidad débil, con algunos puntos brillantes como estrellas aquí y allá. Con el vigor restablecido en un momento, corrí por los pocos montículos de tamaño decreciente que faltaban, y me hallé en el terreno llano más allá. Incluso entonces, sin embargo, la perspectiva no era invitadora. Todo delante de mí era oscuro y deprimente, y evidentemente había llegado a uno de esos lugares desiertos, húmedos y llanos que pueden hallarse aquí y allá en las inmediaciones de las grandes ciudades. Lugares yermos y desolados, donde el espacio es requerido para la aglomeración definitiva de todo lo que es nocivo, y el terreno es demasiado pobre para crear un deseo de ocupación incluso entre la gente más baja. Con los ojos acostumbrados a la semioscuridad del anochecer, y lejos ahora de las sombras de aquellos terribles montículos de basura, podía ver mucho más fácilmente que hacía unos momentos. Era posible, por supuesto, que el resplandor en el cielo de las luces de París, aunque la ciudad estaba a algunos kilómetros de distancia, se reflejara aquí. Fuera lo que fuese, veía lo suficiente como para percibir todo lo que había a una cierta distancia a mi alrededor.

Delante había una lúgubre y plana extensión que parecía casi una llanura muerta, con el oscuro brillo de charcas de agua estancada aquí y allá. Aparentemente muy lejos a la derecha, entre un pequeño racimo de luces dispersas, se alzaba la oscura masa de Fort Montrouge, y lejos a la izquierda, en la oscura distancia, marcadas por el apagado brillo de las ventanas de algunas casas, las luces en el cielo mostraban la situación de Bicétre.. Un momento de reflexión me decidió a dirigirme hacia la derecha e intentar alcanzar Montrouge. Allí al menos habría algún tipo de seguridad, y posiblemente llegaría antes a alguno de los cruces de carreteras que conocía. En alguna parte, no muy lejos, tenía que estar la estratégica carretera que conectaba la cadena de fuertes que rodeaba la ciudad. Entonces miré hacia atrás. Sobre los montículos, y silueteados en negro contra el resplandor del horizonte parisino, vi varias figuras que se movían, y más a la derecha otras varias que se desplegaban entre yo y mi destino. Evidentemente, tenían intención de cortarme el paso en aquella dirección, y así mis elecciones se vieron reducidas; ahora se limitaban a ir directamente al frente o girar a la izquierda. Me incliné hacia el suelo, a fin de conseguir la ventaja del horizonte como línea de visión, y miré con atención en aquella dirección, pero no pude detectar ningún signo de mis enemigos. Argumenté que, puesto que no habían protegido o no intentaban proteger aquel punto, eso significaba que había allí un evidente peligro para mí de todos modos. Así que decidí avanzar directamente al frente.

No era una perspectiva invitadora y, a medida que avanzaba, la realidad se hizo peor. El ter-reno se volvió blando y rezumante, y de tanto en tanto cedía bajo mis pies de una forma desagradable. De alguna forma, parecía descender, porque vi a mi alrededor lugares aparentemente más elevados que donde estaba, y esto en un lugar que desde un poco más atrás parecía llano por completo. Miré a mi alrededor, pero no pude ver a ninguno de mis perseguidores. Aquello era extraño, porque durante todo el tiempo aquellos pájaros nocturnos me habían seguido en la oscuridad con tanta facilidad como si fuera a plena luz del día. Cómo me reproché el haber salido con mi traje de turista de tweed de color claro. El silencio, al no ser capaz de ver a mis enemigos mientras tenía la sensación de que ellos me estaban observando, era cada vez más terrible; y en la esperanza de que alguien que no fueran ellos me oyera, alcé la voz y grité varias veces. No hubo ni la más ligera respuesta, ni siquiera el eco recompensó mis esfuerzos. Durante un tiempo me mantuve inmóvil y clavé los ojos en una dirección. En uno de los lugares elevados a mi alrededor vi algo oscuro que se movía, luego otro, y otro. Era a mi izquierda, y al parecer se movían para adelantarme.

Creí que con mi habilidad como corredor podría de nuevo eludir a mis enemigos en aquel juego, y así eché a correr a toda velocidad.

¡Chap!

Mis pies cayeron en una masa fangosa, y caí cuando largo era en un hediondo charco de agua estancada. El agua y el lodo en el cual mis brazos se hundieron hasta el codo eran sucios y nauseabundos más allá de toda descripción, y con lo repentino de mi caída llegué a tragar algo de aquella asquerosa materia, que casi estuvo a punto de ahogarme y me hizo jadear en busca de aliento. Nunca olvidaré los momentos durante los cuales me mantuve inmóvil tras ponerme en pie, intentando recuperarme, al borde del desvanecimiento, del fétido olor del asqueroso charco, cuyos blancuzcos vapores se alzaban como fantasmas a mi alrededor. Lo peor de todo fue que, con la aguda desesperación del animal cazado cuando ve a la jauría perseguidora lanzarse contra él, vi ante mis ojos, mientras permanecía de pie, impotente, las oscuras formas de mis perseguidores avanzando rápidamente para rodearme.

Resulta curioso cómo nuestras mentes elaboran extraños vericuetos incluso cuando las energías del pensamiento se hallan en apariencia concentrados en alguna terrible y apremiante necesidad. Mi vida estaba en momentáneo peligro, mi seguridad dependía de mi acción, y mi elección de alternativas tenía que actuar ahora casi a cada paso que diera, y sin embargo no podía pensar más que en la extraña y testaruda persistencia de aquellos viejos. Su silenciosa resolución, su firme y hosca persistencia, despertaban incluso en aquellas circunstancias en mí, además de miedo, una cierta medida de respeto. Me pregunté qué hubiera ocurrido de estar en el vigor de su juventud. ¡Ahora podía comprender aquel arranque de energía en el puente de Arcola, aquella burlona exclamación de la Vieja Guardia en Waterloo! El homenaje inconsciente tiene sus propios placeres, incluso en tales momentos; pero afortunadamente no choca de ninguna forma con el pensamiento del cual brota la acción.

Me di cuenta a primera vista de que, aunque me sentía derrotado en mi objetivo, mis enemigos todavía no habían vencido. Habían conseguido rodearme por tres lados y estaban intentando empujarme hacia la izquierda, donde había ya algún peligro para mí, pero no habían dejado guardia. Acepté la alternativa: era un caso de elección de Hobson y de correr. Tenía que mantenerme en terreno bajo, porque mis perseguidores estaban en los lugares más altos. Sin embargo, aunque el rezumante y quebrado suelo dificultaba mi marcha, mi juventud y mi entrenamiento me permitieron mantener la distancia y conservar una línea en diagonal que no sólo les impedía ganar terreno sobre mí, sino que incluso empezó a distanciarlos. Esto me dio nuevo valor y fuerza, y por aquel entonces mi entrenamiento habitual empezaba a tomar de nuevo el mando y había recuperado el aliento. Delante de mí, el terreno ascendía ligeramente. Me apresuré ladera arriba y descubrí delante de mí una extensión de chapoteante terreno, con un bajo dique o talud de aspecto oscuro y ominoso más allá. Tuve la sensación de que si podía alcanzar con seguridad aquel dique, entonces, con terreno sólido bajo mis pies y algún tipo de sendero que me guiara, podría hallar con cierta facilidad una forma de salir de mis apuros. Tras una mirada a derecha e izquierda y sin ver a nadie cerca, mantuve los ojos durante unos breves minutos fijos en mis pies, para comprobar que trabajaban correctamente a la hora de cruzar aquel terreno pantanoso. Fue un trabajo duro y desagradable, pero había poco peligro, tan sólo esfuerzo; y al poco tiempo estaba en el dique. Subí exultante su ladera, pero allí me sacudió una nueva conmoción. A ambos lados de mí se alzaron un cierto número de figuras agazapadas. Se lanzaron contra mí desde la derecha y desde la izquierda. Entre todos, a cada lado, sujetaban una cuerda.

El cerco estaba casi completo. No podía ir a ningún lado, y el fin estaba cerca. Sólo había una posibilidad, y la tomé. Me dejé resbalar por el dique y, para escapar de las garras de mis enemigos, me lancé a la corriente. En cualquier otra circunstancia hubiera pensado que el agua estaba sucia y asquerosa, pero ahora le di la bienvenida como si fuera una corriente cristalina para un viajero sediento. ¡Era un camino a la seguridad!

Mis perseguidores se lanzaron tras de mí. Si tan sólo uno de ellos hubiera sujetado la cuerda, me hubieran cogido, porque me hubiera enredado con ella antes de tener tiempo de dar una brazada; pero las muchas manos que la sujetaban les dificultaron y retrasaron, y cuando la cuerda golpeó el agua oí el chapoteo muy detrás de mí. Unos minutos de fuertes brazadas me llevaron al otro lado de la corriente. Refrescado por la inmersión y alentado por la escapatoria, subí al dique del otro lado con un espíritu relativamente alegre.

Miré hacia atrás desde arriba. Por entre la oscuridad vi a mis asaltantes dispersarse a lo largo del dique hacia arriba y hacia abajo. Evidentemente, la persecución no había terminado, y de nuevo tuve que elegir mi camino. Más allá del dique donde me hallaba había un terreno salvaje y pantanoso muy similar al que había cruzado. Decidí evitar aquel lugar, y por un momento dudé en ir dique arriba o dique abajo. Creí oír un sonido, el apagado rumor de unos remos, así que escuché y luego grité. Ninguna respuesta, pero el sonido cesó. De alguna forma, mis enemigos habían conseguido un bote de algún tipo. Puesto que estaban más arriba de mi, tomé el camino descendente y empecé a correr. Cuando pasé a la izquierda de donde había entrado en el agua oí varios chapoteos, blandos y furtivos, como el sonido que hace una rata al sumergirse en una corriente, pero mucho mayor; y cuando miré, vi el oscuro brillo del agua roto por las ondulaciones de varias cabezas que avanzaban. Algunos enemigos estaban cruzando también a nado la corriente.

Y ahora detrás de mí, corriente arriba, el silencio se vio roto por el rápido crujir y resonar de remos; mis enemigos aceleraban su persecución. Empleé todas mis energías y seguí corriendo. Al cabo de un par de minutos, miré hacia atrás y, a la luz que se filtraba a través de las nubes, vi varias formas oscuras trepar al terraplén tras de mí. Había empezado a alzarse viento, y el agua a mi lado se estaba agitando y empezando a romperse en pequeñas olas contra la orilla. Tenia que mantener los ojos muy atentos al terreno delante de mí para evitar tropezar, porque sabía que tropezar era la muerte. Al cabo de otros pocos minutos miré de nuevo hacia atrás. En el dique sólo había unas pocas figuras oscuras, pero cruzando el terreno pantanoso había muchas más. Ignoraba qué nuevo peligro significaba esto, sólo podía suponerlo. Luego, mientras corría, tuve la sensación de que mi camino seguía desviándose hacia la derecha. Miré al frente y vi que el río era mucho más ancho que antes, y que el dique sobre el que estaba desaparecía allí delante, y que más allá había otra corriente en cuya orilla más cercana vi algunas de las formas oscuras ahora al otro lado del pantano. Me hallaba en una isla de algún tipo.

Mi situación era entonces realmente terrible, porque mis enemigos me habían atrapado entre ambos lados. Detrás de mí llegaba el acelerado rumor de los remos, como si mis perseguidores supieran que el fin estaba cerca. A mi alrededor, a cada lado, sólo había desolación; no había ningún techo, ninguna luz, hasta tan lejos como podía ver. Muy lejos a la derecha se alzaba una masa oscura, pero no sabía lo que era. Me detuve un momento para pensar en qué debía hacer, no mucho tiempo, porque mis perseguidores se estaban acercando. Entonces me decidí. Me deslicé orilla abajo y me lancé al agua. Lo hice de cabeza, a fin de aprovechar la corriente para rebasar el remolino de la isla. Aguardé hasta que una nube cruzó por delante de la luna y lo sumió todo en la oscuridad. Entonces me quité el sombrero y lo deposité suavemente en el agua, dejando que flotara con la corriente, y un segundo más tarde me zambullí hacia la derecha y me mantuve bajo el agua con todas mis fuerzas. Supongo que estuve medio minuto bajo el agua, y cuando salí lo hice tan suavemente como pude; me volví y miré hacia atrás. Allá iba mi sombrero de color pardo claro flotando alegremente corriente abajo. Muy cerca detrás apareció un viejo bote desvencijado, impulsado furiosamente por un par de remeros. La luna estaba todavía parcialmente oscurecida por las derivantes nubes, pero a la media luz pude ver a un hombre en la proa sujetando, lista para golpear, lo que me pareció que era la misma terrible hacha de la que antes habla escapado. Mientras miraba, el bote se acercó, se acercó, y el hombre golpeó salvajemente. El sombrero desapareció. El hombre cayó hacia adelante, casi fuera del bote. Sus camaradas lo sujetaron pero sin el hacha, y luego, mientras me volvía con todas mis energías para alcanzar la otra orilla, oí el feroz retumbar de la palabra «Sacré!» que indicaba la ira de mis frustrados perseguidores.

Ése fue el primer sonido que oí de unos labios humanos durante toda aquella terrible caza, y por muchas amenazas y peligros que me acechasen, fue un sonido bienvenido porque rompió aquel terrible silencio que me envolvía y abrumaba. Era como un signo claro de que mis oponentes eran hombres y no fantasmas, y que ante ellos tenía al menos las posibilidades de un hombre, aunque uno contra muchos. Pero ahora que el conjuro del silencio se había roto, los sonidos llegaron numerosos y rápidos. Del bote a la orilla y de vuelta de la orilla al bote llegaron una rápida pregunta y una rápida respuesta, todo ello en feroces susurros. Miré hacia atrás, un movimiento fatal, puesto que en aquel instante alguien vio mi rostro, que se reflejó blanco en la oscura agua, y gritó. Varias manos me señalaron, y en uno o dos momentos el bote estuvo en marcha de nuevo tras de mí. Me quedaba poco trecho que recorrer, pero el bote se acercaba más y más. Unas brazadas más y estaría en la orilla, pero sentía que el bote se aproximaba, y esperé a cada segundo el golpear de un remo o cualquier otra arma contra mi cabeza. De no haber visto aquella terrible hacha desaparecer en el agua creo que no hubiera alcanzado la orilla. Oí las maldiciones de aquellos que no remaban y la afanosa respiración de los remeros. Con un supremo esfuerzo por la vida o la libertad alcancé la orilla y salté a ella. No había un solo segundo que perder, porque detrás de mí el bote varó y varias formas saltaron en mi persecución. Alcancé la parte superior del dique y, manteniéndome a la izquierda, corrí de nuevo. El bote se separó de la orilla y siguió corriente abajo. Al ver aquello temí el peligro en aquella dirección y, volviéndome rápidamente, corrí dique abajo por el otro lado, y tras pasar un corto trecho de terreno pantanoso alcancé una llanura abierta y seguí corriendo.

Mis incansables perseguidores seguían detrás de mí. Muy lejos, más abajo, vi la misma masa oscura de antes, pero ahora estaba más cerca y era más grande. Mi corazón se estremeció de deleite, porque supe que debía de ser la fortaleza de Bicétre, y seguí corriendo con nuevas energías.. Había oído que entre cada uno y todos los fuertes que protegían París había caminos estratégicos, carreteras profundamente hundidas donde los soldados que avanzaban por ellas quedaban protegidos del enemigo. Sabía que si podía alcanzar esa carretera estaría a salvo, pero en la oscuridad no podía ver ningún signo de ella, así que seguí corriendo con la ciega esperanza de alcanzarla. De pronto, llegué al borde de un profundo corte, Y descubrí que allá abajo avanzaba una carretera protegida a cada lado por una zanja de agua con una alta pared vertical a cada lado.

Cada vez más débil y aturdido, seguí corriendo; el terreno se volvió quebrado, cada vez más y más, hasta que me tambaleé y caí, y me levanté de nuevo, y corrí con la ciega angustia de los perseguidos. De nuevo el pensamiento de Alice me dio nervio. No destrozada su vida; lucharía y me debatida hasta el final. Con un gran esfuerzo llegué a la muralla del fuerte. Mientras me izaba trepando como un gato montés, sentí realmente una mano que intentaba agarrar la suela de mi zapato. Me hallaba ahora en una especie de calzada elevada, y delante de mí vi una débil luz. Ciego y aturdido, seguí corriendo, me tambaleé, caí, me levanté de nuevo, cubierto de polvo y sangre.

—Halt là!

Las palabras sonaron como una voz celestial. Un chorro de luz pareció envolverme, y grité de alegría.

—Qui va lá?

El sonido de unos mosquetes, el destello del acero ante mis ojos. Me agaché instintivamente, pensando que muy cerca detrás de mí venían mis perseguidores. Otra palabra o dos, y de una puerta brotó, o eso me pareció, una marea de rojo y azul cuando salió la guardia. Todo a mi alrededor parecía arder con luz, y el destello del acero, el resonar y el cliquetear de las armas y las fuertes y secas voces de mando me aturdieron. Cuando caí hacia adelante, totalmente agotado, un soldado me sujetó. Miré hacia atrás con temida expectación, y vi la masa de formas oscuras desaparecer en la noche. Luego debí desvanecerme. Cuando recobré mis sentidos estaba en la sala de guardia. Me dieron brandy, y tras unos momentos fui capaz de contarles algo de lo que había pasado. Luego apareció un comisario de policía, al parecer surgido del aire, como suelen hacer los agentes de policía parisinos. Escuchó atentamente, y luego consultó durante unos momentos con el oficial al mando. Al parecer estuvieron de acuerdo, porque me preguntaron si estaba con fuerzas para ir con ellos.

—¿Adónde? —pregunté, mientras me levantaba para partir.

—De vuelta a los montículos de basura. ¡Puede que quizá todavía los atrapemos!

—¡Lo intentaré! —dije.

Me miró fijamente por un momento, y de pronto dijo

—¿No preferiría aguardar un poco o hasta mañana, joven inglés?

Aquello despertó en mí la fibra sensible que sin duda esperaba y salté en pie.

—¡Vamos ahora! —dije—. ¡Ahora, ahora! ¡Un inglés siempre está dispuesto a cumplir con su deber!

El comisario era un buen tipo, además de astuto; me dio una amable palmada en el hombro.

—¡Brave garçon! —dijo—. Discúlpeme, pero sabía que esto le haría bien. La guardia está preparada. ¡Vamos!

Y así, cruzando directamente la sala de guardia y un largo pasadizo abovedado, salimos a la noche. Algunos de los hombres que iban delante llevaban poderosas linternas. A través de patios y por un camino descendente salimos a través de un bajo arco hasta una carretera hundida, la misma que había visto en mi huida. Se dio orden de marcha, y con un rápido y elástico paso, medio correr, medio caminar, los soldados avanzaron. Sentí renovadas mis fuerzas.... ésta es la diferencia entre cazador y cazado. Una breve distancia nos llevó a un bajo puente de pontones que cruzaba la corriente. Evidentemente, se habían hecho algunos esfuerzos para dañarlo, porque las cuerdas habían sido cortadas y una de las cadenas estaba rota. Oí al oficial decir al comisario:

—¡Hemos llegado justo a tiempo! Unos minutos más, y hubieran destruido el puente. ¡Adelante, más aprisa todavía!

Y seguimos. De nuevo alcanzamos un pontón sobre la corriente; cuando llegamos a él oímos el hueco retumbar de los tambores metálicos mientras los esfuerzos por destruir el puente se renovaban. Una orden de mando, y varios hombres alzaron sus rifles.

—¡Fuego!

Sonó una descarga. Hubo un grito ahogado, y las formas oscuras se dispersaron. Pero el mal ya estaba hecho, y vimos el otro extremo del pontón derivar en la corriente. Aquello significó un retraso importante, y había transcurrido casi una hora antes de que hubiéramos renovado las cuerdas y restablecido lo suficiente el puente como para cruzarlo. Reanudamos la persecución. Avanzamos más y más rápidamente hacia los montículos de basura. Al cabo de un tiempo llegamos a un lugar que conocía. Había los restos de un fuego.... unas pocas cenizas de madera quemada aún dejaban escapar un resplandor rojizo, pero la mayor palie estaban frías. Reconocí el emplazamiento de la choza y el montículo detrás de ella por el que había escapado y, en el parpadeante resplandor, los ojos de las ratas todavía brillaban con una especie de fosforescencia. El comisario dijo una palabra al oficial, y éste gritó:

—¡Alto!

Se ordenó a los soldados que se desplegaran y vigilaran, y luego empezamos a examinar las ruinas. El propio comisario empezó a levantar las carbonizadas tablas y la porquería, que los soldados fueron retirando y apilando a un lado. De pronto se echó hacia atrás, luego se inclinó y, alzándose, me hizo una seña.

—¡Mire! —dijo.

Era una horrible visión. Había allí un esqueleto boca abajo, una mujer por la forma, una mujer vieja por la tosca fibra de los huesos. Entre las costillas asomaba una larga daga como una púa hecha con un cuchillo de carnicero afilado, con la punta enterrada en la espina dorsal.

—Observará —dijo el comisario al oficial y a mi mientras sacaba su bloc de notas— que la mujer debió de caer sobre su daga. Las ratas son muchas aquí, vea sus ojos brillar entre ese montón de huesos. Observará también —me estremecí cuando colocó su mano sobre el esqueleto— que esperaron poco tiempo, ¡porque los huesos apenas están fríos!

No había signos de nadie más cerca, ni vivo ni muerto; y así, desplegados de nuevo en línea, los soldados siguieron avanzando. Finalmente llegamos a la choza hecha con el viejo guardarropa. Nos acercamos. En cinco de los seis compartimentos había un viejo durmiendo ... durmiendo tan profundamente que ni siquiera el resplandor de las linternas los despertó. Parecían viejos y hoscos y canosos, con sus rostros hundidos, arrugados y curtidos y sus bigotes blancos. El oficial dio seca y fuertemente una voz de mando, y todos estuvieron de pie delante de nosotros en posición de firmes.

—¿Que hacéis aquí?

—Estábamos durmiendo —fue la respuesta.

—¿Dónde están los otros chiffoniers? —preguntó el comisario.

—Han ido a trabajar. ¿Y vosotros?

—¡Estamos de guardia!

—¡Peste! —rió el oficial hoscamente, mientras miraba a los viejos a la cara uno tras otro y añadía con fría y deliberada crueldad—: ¡Dormidos en servicio! ¿Así es como se comporta la Vieja Guardia? ¡No me extraña lo que ocurrió en Waterloo!

A la luz de la linterna vi los hoscos y viejos rostros ponerse mortalmente pálidos, y casi me estremecí ante la expresión de los ojos del viejo cuando las risas de los soldados hicieron eco a la burla del oficial. En aquel momento tuve la sensación de que en cierta medida había sido vengado.

Por un momento pareció como si fueran a arrojarse contra su atormentador, pero años de vida en el ejército les habían enseñado y permanecieron inmóviles.

—Sólo sois cinco —dijo el comisario—; ¿dónde está el sexto?

La respuesta llegó con una lúgubre risita.

—¡Está aquí! —y el que hablaba señaló al fondo del guardarropa—. Murió la otra noche. No va a hallar mucho de él. ¡El entierro de las ratas es rápido!

El comisario se inclinó y miró. Luego se volvió al oficial y dijo tranquilamente.

—Será mejor que nos marchemos. Ya no hay ninguna huella ahora; nada que pruebe que este hombre fue el herido por las balas de sus soldados. Probablemente lo asesinaron para cubrir sus huellas. ¡Mire! —Se inclinó de nuevo y apoyó sus manos sobre el esqueleto—. Las ratas trabajan rápido y son muchas. ¡Estos huesos todavía están calientes!

Me estremecí, y lo mismo hicieron varios de los que estaban a mi alrededor.

—¡Formen! —dijo el oficial; y así, en orden de marcha, con las linternas oscilando al frente y los veteranos arnanillados en medio, avanzamos con paso firme fuera de los montículos de basura y regresamos a la fortaleza de Bicétre.

Mi año de prueba terminó hace mucho tiempo, y ahora Alice es mi esposa. Pero cuando miro en retrospectiva el lapso de aquellos doce meses de mi vida, uno de los más vívidos incidentes que recuerda mi memoria es el asociado con mi visita a la Ciudad de la Basura .

Bram Stoker (1847-1912)





Relatos góticos. I Relatos de Bram Stoker.


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