«El Gran Oculto»: Francis Stevens; relato y análisis.


«El Gran Oculto»: Francis Stevens; relato y análisis.




El Gran Oculto (Unseen - Unfeared) es un relato de terror de la escritora norteamericana Francis Stevens —seudónimo de Gertrude Mabel Barrows Bennett (1883-1948)—, publicado originalmente en la edición de febrero de 1919 de la revista People's Favorite Magazine.

Hace tiempo que en El Espejo Gótico estamos esperando hablar de El Gran Oculto, uno de los mejores cuentos de Francis Stevens.

SPOILERS.


[«Mis ojos se fijaron, fascinados, en algo que se movía junto a los pies del anciano. Se retorcía en el suelo como una enorme y repulsiva estrella de mar, una cosa inmensa, invertebrada, con patas, que se retorcía convulsivamente. Era lisa, como de goma, de color verde blanquecino. Levantó su gran masa redonda sobre tentáculos tambaleantes, se deslizó hacia mi anfitrión y se retorció hacia arriba; sí, trepó por sus piernas, por su cuerpo. Y él se quedó allí, erguido, con los brazos cruzados, mirando severamente a la cosa que trepaba.»]


El narrador [Blaisdell] cena con el detective Jenkins en un restaurante italiano. Jenkins habla sobre el viejo Doc Holt, recientemente implicado en un asesinato por envenenamiento. Antes de que Blaisdell pueda saber más sobre el caso, Jenkins lo deja vagar solo por el vecindario. Sus tiendas destartaladas y la multitud diversa contrastan con el resto de la ciudad. Esa noche, sin embargo, el lugar le repugna. ¡Todos esos italianos, judíos y negros, descuidados y antihigiénicos! Pensar que todos son humanos, y que él también es humano [de alguna manera a Blaisdell no le gusta esa idea].

Presiente cosas malas e impuras que debe evitar, y pronto se siente físicamente enfermo. Claro, es un tipo sensible, pero no cederá a su temperamento imaginativo. Si huye, nunca podrá volver a South Street. Así que sigue deambulando, tratando de recomponerse. Entonces un cartel llama su atención:


¡VEA EL GRAN OCULTO!
¡ADELANTE!
¡GRATIS PARA TODOS!


Blaisdell se siente atraído, aunque al mismo tiempo experimenta un miedo superior. Se obliga a subir los escalones de la antigua residencia. Pasa junto a un grupo de italianos. Un joven lo mira y en sus ojos ve «crueldad pura y maliciosa, desnuda y sin vergüenza». Temblando, entra en un pasillo maloliente, más una pensión decadente que un espacio público. Al menos su terror irracional ha disminuido, y ahora un anciano bien vestido entra en el salón para invitarlo a ver el GRAN OCULTO. La sala no es ni un museo ni una sala de conferencias, sino un laboratorio, con la parafernalia habitual.

El anciano ordena a Blaisdell que se siente y luego comienza un monólogo sobre la fotografía en color de microorganismos. Blaisdell presta poca atención a esas minucias técnicas, hasta que el anciano menciona una lámina de membrana opalescente, obtenida por casualidad en una farmacia. Estaba envuelta alrededor de un paquete de hierbas de América del Sur, dijo el empleado. Eso la hace aún más valiosa, ya que ha demostrado ser la clave para... bueno, para lo que Blaisdell pronto verá por sí mismo.

El anciano asegura que existen seres intangibles, invisbles a nuestros ojos, pero perceptibles para nuestros espíritus. Él mismo ha desarrollado una técnica para ver a estos seres, e insta a Blaisdell a verlos, con la condición de que no debe tener miedo. El anciano enciende su lámpara, luego inserta la membrana, y la habitación se convierte en «una cámara lívida y espantosa, llena de... invadida por... ¿qué?». Bueno, hay una cosa enorme, parecida a una estrella de mar, que trepa por las piernas del anciano; seres como ciempiés de un metro de largo, cosas peludas como arañas que acechan en las sombras, horrores flotantes, translúcidos; cosas con rostros humanos.

«Entre tales seres te mueves cada hora del día y de la noche», dice el anciano. Dios, que podría haber creado ángeles hermosos, forjó un universo donde los malos pensamientos, el odio, la lujuria, pueden encarnarse en seres invisibles que nos acechan [ver: Black Goo y otras monstruosidades amorfas en la ficción]

Blaisdell ve una gran Cosa que viene hacia él. No puede soportarlo y se desmaya. Cuando vuelve en sí, está solo con la convicción de que no soñó las revelaciones de la noche anterior. No es de extrañar que se estremeciera ante el contacto humano y odiara su propia humanidad: todos los hombres son creadores de monstruos. Antes de que pueda suicidarse, llega Jenkins. Parece que un cigarro que este le dio accidentalmente a Blaisdell, la noche anterior, era de un lote envenenado que mató al joven Ralph Peeler. Al darse cuenta de su error, Jenkins persiguió a su amigo. Por suerte, ese joven italiano que miró fijamente a Blaisdell no lo hizo por malicia sino por preocupación por lo enfermo que parecía Blaisdell. Cuando vio casualmente a Jenkins más tarde mencionó al hombre enfermo en el umbral.

Independientemente de lo que Jenkins pueda pensar al respecto, está de acuerdo con Blaisdell en que la duda a veces es mejor que la certeza; de modo que destruyen el laboratorio. Después de todo, si hay criaturas terribles que acechan a nuestro alrededor esperando el avance científico adecuado para revelarse, es mejor retrasar esos descubrimientos.

Francis Stevens es una de esas autoras que fueron amadas en su época, incluso por propio Lovecraft, pero que no tuvo un acólito como August Derleth, ni un círculo de seguidores que continuaran y difundieran su legado [ver: El Círculo de Lovecraft y la aristocracia de «Weird Tales»]. Produjo mucho material durante 4 o 5 años y luego se detuvo sin razón aparente. Muchos creyeron equivocadamente que Francis Stevens era un seudónimo de Abraham Merritt, lo cual evidencia su calidad literaria.

El Gran Oculto lo tiene todo, incluso un vecindario en el que Lovecraft se sentiría tan a disgusto como el narrador. A Blaisdell le repugnan los italianos, los judíos y los negros; se estremece cuando un «hebreo de barba gris» lo roza en la calle. Por supuesto, asegura que estas reacciones son atípicas en él. En esto El Gran Oculto se aleja de Lovecraft, para quien un vecindario lleno de inmigrantes era un elemento horrorífico por derecho propio. Francis Stevens está haciendo algo más inteligente aquí: la repugnancia del narrador es realmente atípica él y resulta ser el efecto secundario de un cigarro envenenado. O posiblemente una reacción intuitiva ante los horrores más profundos y cósmicos ocultos en el vecindario.

El Gran Oculto de Francis Stevens desarrolla esta idea clásica en el género: hay cosas que el hombre no está destinado a conocer. Y, por primera vez, un protagonista tiene el sentido común de no cruzar completamente el umbral de ese conocimiento oculto, no por miedo, sino por principios. «Me niego a creer en la depravación de la raza humana», dice el narrador. En medio de tantos años de horror cómico en El Espejo Gótico, es refrescante encontrarse con un personaje con este tipo de madurez [ver: Horror Cósmico: la vida no tiene sentido, la muerte tampoco]

Muchos relatos de Lovecraft terminan en ese momento de disolución psicológica en el laboratorio, donde el protagonista acepta que vida humana no tiene sentido. El narrador de Del más allá (From Beyond) pasa toda su vida estremeciéndose ante las cosas invisibles que rodean a la humanidad, incapaz de superar esa revelación. Thurber [El modelo de Pickman (Pickman's Model)] no puede hacer frente al hecho de saber que existen los Ghouls [ver: Ghouls: la historia secreta de los Necrófagos en la ficción]. Un vistaso a un Profundo gigante [con un poco de ayuda de los traumas de la Primera Guerra Mundial] lleva al narrador de Dagón (Dagón) a la locura; y la lista podría prolongarse bastante [ver: El despertar del Dios-Pez: análisis de «Dagón»]. En cambio, El Gran Oculto de Francis Stevens plantea otro escenario. Supongamos que el universo es vasto e indiferente [y lo es]; supongamos que estamos rodeados de horrores invisibles [y lo estamos], nada de eso cancela nuestra obligación de ser solidarios unos con otros.

Más aún, El Gran Oculto opera inversamente a la dinámica lovecraftiana clásica: el personaje principal [incluso si está bajo la influencia del veneno] ve a todas las personas que no son como él como horribles y amenazantes; su temor racial lo perturba a nivel visceral, y esto también resulta perturbador de leer porque coloca al lector de manera convincente en los zapatos de un racista que camina por un barrio pobre y étnico. Sin embargo, esas personas que considera repugnantes resultan ser compasivas. Incluso el villano le advierte que los monstruos a los que se enfrenta están hechos por la mente humana. En resumen: el narrador está rodeado de monstruos porque tiene miedo. Cuando acepta esto, llega a odiar la visión de su propio odio, porque es el odio el que ha creado estas abominaciones [ver: Vermifobia: gusanos y otros anélidos freudianos en la ficción]

La influencia de El Gran Oculto en El horror oculto de Lovecraft, escrito un año después de el cuento de Francis Stevens, es evidente [ver: ¡No te metas con la glándula pineal!: análisis de «Del más allá»]. También que ambos tomaron la idea de estos seres invisbles de la teosofía, que en el siglo XIX desarrolló el concepto de Tulpas [ver: Tulpas, Seres Interdimensionales y una teoría sobre el Horror]. La versión de Lovecraft es más plausible científicamente [las visiones de estos seres astrales se produce a través del estímulo de la glándula pineal], pero también es probable que la experiencia de Blaisdell sea completamente inducida por drogas. No es un narrador poco confiable, pero tampoco podemos poner las manos en el fuego por él.




El Gran Oculto.
Unseen - Unfeared, Francis Stevens (1883-1948)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Había estado cenando con mi siempre interesante amigo, Mark Jenkins, en un pequeño restaurante italiano cerca de South Street. Fue un encuentro casual. Jenkins está demasiado ocupado, por lo general, para hacer compromisos para cenar. Mientras comíamos nuestra cena muy condimentada y el vino tinto, aguado y agrio, habló de pequeños incidentes extraños y aventuras de su profesión. Nada vital o importante, por supuesto. Jenkins no es el tipo de detective que primero detecta y luego vierte los detalles egoístas y reveladores del logro en los oídos de cada conocido, por muy agradecido que sea. Pero cuando hablé de algo que había visto en los periódicos de la mañana, se rio.

—¡Pobre viejo Doc Holt! Fascinante vejete, para cualquiera que realmente lo conozca. He tenido su amistad durante años, desde que estaba en la policía de la ciudad y salvé de la cárcel a un joven asistente suyo por un cargo falso. ¡Y tuvieron que arrastrarlo al envenenamiento de este joven deporte, Ralph Peeler!

—¿Por qué estás tan seguro de que no pudo haber estado implicado? —pregunté.

Pero Jenkins se limitó a negar con la cabeza:

—Tengo razones para creer lo contrario —fue todo lo que pude sacar de él en ese punto—. Pero la única razón por la que se sospechaba de él es el temor supersticioso de esta gente ignorante que lo rodeaba. No puedo ver por qué vive en un lugar así. Sé a ciencia cierta que no tiene que hacerlo. Doc tiene dinero propio. Es un químico aficionado a diferentes tipos de trabajos de investigación, y sospecho que ha sido culpable de presumir. Resultado, todos juran que tiene el mal de ojo y mantiene una comunión prohibida con poderes invisibles. ¿Fumas?

Jenkins me ofreció uno de sus invariablemente buenos cigarros, que acepté, diciendo pensativamente:

—Un hombre no tiene derecho a jugar con las supersticiones de la gente ignorante. Tarde o temprano significa problemas.

—Eso sucedió en su caso. Juraban que vendía amuletos de amor abiertamente y venenos en secreto, y eso, junto con vivir tan cerca de alguien más, lo hizo sospechar temporalmente. ¡Pero mi lengua se me está escapando, como de costumbre!

—Como de costumbre —repliqué con impaciencia—, usted se abre con toda la franqueza de un diplomático chino.

Me sonrió amablemente y se levantó de la mesa con una mirada a su reloj.

—Lamento dejarte, Blaisdell, pero tengo que reunirme con Jimmy Brennan en diez minutos.

Permanecí sentado un rato después de su partida; luego tomé mi propio camino de regreso a casa. Esas calles siempre tuvieron para mí cierta fascinación, sobre todo de noche. Son tan diferentes al resto de la ciudad, tan extrañas en apariencia, con sus pequeñas tiendas destartaladas, siempre abiertas hasta tarde en la noche, sus productos increíblemente baratos, exhibidos tanto fuera como dentro de las tiendas, colgados en los frentes y dispuestos en mesas junto a la acera y en la calle misma. Esa noche, sin embargo, ni la gente ni las tiendas me atrajeron en ningún sentido. La mezcla de italianos, judíos y unos cuantos negros, en su mayoría con la cabeza descubierta, descuidados y de apariencia poco higiénica, me pareció simplemente repugnante. Todos eran humanos, y yo también era humano. De alguna manera no me gustó la idea.

Un poco desconcertado, porque me inclino más a simpatizar con la pobreza que a acusarla, miré los rostros con los que me cruzaba. Nunca antes había observado cuán estúpidos, cuán bestiales, cuán brutales eran los semblantes de los habitantes de esta región. De hecho, me estremecí cuando un hombre vestido con ropa vieja, un hebreo de barba gris, me rozó mientras pasaba con su carretilla.

Había una sensación de maldad en el aire, una advertencia de cosas que es prudente que un hombre limpio evite. La impresión se hizo tan fuerte que antes de haber caminado dos cuadrados comencé a sentirme mal físicamente. Entonces se me ocurrió que la única copa de Chianti barato que había bebido podría tener algo que ver con la sensación. Sin embargo, dudaba que esa fuera la verdadera causa de mi incomodidad.

Por naturaleza, soy más bien un tipo sensible e impresionable. De alguna manera, esa noche, ese vecindario, con sus vistas y olores sórdidos, me había golpeado mal.

Mi sensación de mal inminente se estaba fusionando con el miedo real. Esto nunca funcionaría. Solo hay una manera de lidiar con un temperamento imaginativo como el mío: conquistar sus caprichos. Si salía de South Street con este terror sin nombre sobre mí, nunca podría volver a pasar por allí sin que volviera a sentir ese sentimiento. Simplemente tendría que quedarme aquí hasta que obtuviera lo mejor de esto, eso era todo.

Me detuve en una esquina frente a una pequeña farmacia destartalada pero bien iluminada. Sus ventanas relucientes y el verde luminoso de sus frascos de vidrio formaban el punto más brillante de la cuadra. Me di cuenta de que estaba cansado, pero casi no quería entrar allí y descansar. Sabía cómo sería la compañía en su fuente de soda gastada y pegajosa. Mientras estaba allí, mis ojos se posaron en un largo cartel de lona blanca frente a mí, y sus letras en negro y rojo me llamaron la atención.

¡VEA EL GRAN OCULTO!
¡ADELANTE!
¡GRATIS PARA TODOS!

Un farsa, pensé, pero también reflexioné que si fuera un espectáculo de algún tipo, podría sentarme un rato, descansar y luchar contra esta creciente obsesión. Ese lado de la calle estaba casi desierto, y el lugar en sí bien podría estar casi vacío.


II

Me acerqué, pero con cada paso mi sensación de temor aumentaba. Miedo a no sé qué. Un horror incorpóreo e inexplicable me tenía como en una red, cuyos hilos, siendo intangibles, sin razón de existir, no podía deshacer. No era la gente ahora. Allí, en la calle abierta e iluminada, sin vista ni sonido que me asaltaran, fui la víctima temblorosa de un miedo como nunca había creído posible. Sin embargo, todavía no cedía.

Apretando los dientes y luchando conmigo mismo como con un animal doméstico enloquecido, obligué a mis pasos a ser más lentos y caminé por la acera, buscando la entrada. Justo allí no había tiendas, sino varias puertas a las que se accedía por medio de unos escalones de piedra con barandillas de hierro. En ese barrio hay museos, tiendas y otras empresas comerciales en muchas casas viejas y destartaladas, como eran estas. Detrás del cristal de la puerta que había elegido podía ver una luz tenue y rosada, pero a ambos lados las ventanas estaban bastante oscuras.

Probando la puerta, la encontré abierta. Cuando la abrí, un grupo de italianos pasó por la acera de abajo y los miré por encima del hombro. Iban alegremente vestidos, hombres, mujeres y niños, riéndose y charlando unos con otros; probablemente de camino a alguna boda u otra festividad.

Al pasar, uno de los hombres me miró e involuntariamente me estremecí contra la puerta. Era un hombre joven, apuesto según los modales moreno de su raza, pero nunca en mi vida había visto un rostro tan expresivo de crueldad, pura y maliciosa, desnuda y sin vergüenza. Nuestros ojos se encontraron y los suyos parecieron iluminarse con un brillo vil, como si toda la maldad de su naturaleza se hubiera concentrado en la mirada que me dirigió.

Pasaron, pero a cierta distancia pude verlo mirándome, con la barbilla apoyada en el hombro, hasta que él y su grupo fueron tragados por la multitud de comerciantes más abajo en la calle.

Enfermo y temblando por ese encuentro, aunque solo había sido de ojos, tiré a un lado mi cigarro a medio fumar y entré. Dentro había un pequeño vestíbulo, cuyo antiguo suelo de mosaico estaba sucio por el paso de muchos pies. Podía sentir la arena de la suciedad debajo de mis zapatos raspando mis nervios en carne viva. La puerta interior estaba entreabierta y, al seguir, me encontré en un pasillo desnudo y sucio, y me recibió el olor agrio, mohoso y azotado por la pobreza, común en las viviendas de los más pobres. Más allá había una escalera alfombrada. Un chorro de gas dentro de un globo rosa muy polvoriento era la luz que había visto desde afuera.

La casa parecía completamente silenciosa. Seguramente, este no era un lugar de diversión pública de ningún tipo. Lo más probable era que fuera una casa de huéspedes. Tal vez me había equivocado de entrada.

Para mi intenso alivio, la peor agonía de mi terror irrazonable había pasado. Si tan solo pudiera llegar a un lugar donde sentarme y estar tranquilo. Decidido a probar otra entrada, estaba a punto de dejar el pasillo desnudo cuando una de varias puertas a lo largo del costado se abrió de repente y un hombre salió al pasillo.

—¿Bien? —dijo, mirándome intensamente, pero sin la menor muestra de sorpresa por mi presencia.

—Le ruego me disculpe —respondí—. La puerta estaba abierta y entré pensando que era la entrada a la exhibición, ¿cómo la llaman?, el Gran Invisible. La que se menciona en ese largo cartel blanco. ¿Puede decirme qué puerta es la correcta?

—Puedo.

Con esa breve respuesta se detuvo y me miró de nuevo. Era un hombre alto, delgado, algo encorvado, pero que poseía una considerable dignidad de porte. Para ese barrio, parecía inusualmente bien vestido, y su rostro alargado y bien afeitado era notable. Si bien su tez era oscura y sus ojos eran negros como el carbón, las cejas pobladas y su cabello eran casi plateados. Su edad podría haber sido cualquiera por encima de la marca de los sesenta.

Me cansé de que me mirara.

—Si puede y no quiere, entonces no importa —observé un poco irritado, y me di la vuelta para irme. Pero su aguda exclamación me detuvo.

—¡No! —dijo él—. ¡No! Perdóneme, no fue vacilación, se lo aseguro. Todo el día pasan junto a mi cartel allá arriba, pasan y temen entrar. Pero usted es diferente. No es de esos campesinos extranjeros timoratos e ignorantes. ¿Quiere saber cuál es la puerta correcta? ¡Aquí está! ¡Aquí!

Y golpeó el panel de la puerta, que había cerrado detrás de él, de modo que el sonido agudo pero hueco de la misma resonó en la casa silenciosa.

Se puede pensar que, después de todo mi terror sin sentido en la calle, una bienvenida tan extraña habría devuelto el sentimiento con toda su fuerza. Pero hay una emoción más fuerte, hasta cierto punto, que el miedo. Este extraño anciano despertó mi curiosidad. ¿Qué clase de museo sería el que acusaba al público que pasaba de temer entrar? Nada realmente terrible, seguramente, o la policía lo habría cerrado. Normalmente no soy una persona excesivamente timorata.

—Entonces, está ahí, ¿verdad? —pregunté, acercándome a él—. ¿Y yo seré la única audiencia?

—Venga, será una experiencia interesante —estaba medio riendo ahora—. La más interesante del mundo —dijo el anciano con una solemnidad que reprochaba mi ligereza.

Dicho esto, abrió la puerta, entró y volvió a cerrarla en mi misma cara. Me quedé mirándolo sin comprender. Los paneles, recuerdo, habían sido originalmente pintados de blanco, pero ahora la pintura estaba descascarada y ampollada, gris por la suciedad y las huellas dactilares sucias. De repente se me ocurrió que no tenía ningún deseo de entrar allí. Fuera lo que fuera lo que había detrás, difícilmente valdría la pena verlo, o no elegiría ese lugar para exhibirlo.

Con la desaparición del anciano, mi curiosidad se había enfriado, pero justo cuando me di la vuelta para irme, la puerta se abrió y este singular showman asomó su rostro de cejas blancas por la abertura. Estaba frunciendo el ceño con impaciencia.

—¡Adelante, adelante! —espetó, y retirando rápidamente la cabeza, una vez más cerró la puerta.

—Tiene algo ahí dentro que no quiere que salga —fue la conclusión natural que saqué—. Bueno, difícilmente puede ser algo peligroso.

Dicho esto, giré el pomo de porcelana sucia y entré.

La habitación no era ni muy grande ni estaba muy iluminada. De ninguna manera se parecía a un museo o sala de conferencias. Por el contrario, parecía haber sido acondicionada como un laboratorio bastante bien equipado. El piso estaba cubierto de linóleo, había vitrinas a lo largo de las paredes cuyos estantes estaban llenos de botellas, frascos de muestras, graduados y similares.

Una mesa grande en una esquina tenía lo que parecía una especie de cámara extraña, y una más grande en el medio de la habitación estaba equipada con un estante largo lleno de botellas y tubos de ensayo, y además estaba llena de papeles, portaobjetos de vidrio y parafernalia diversa que mi ignorancia no logró identificar. Había varias estanterías con libros, unas cuantas sillas sencillas de madera y en un rincón un gran fregadero de hierro con agua corriente.

Mi anfitrión de pelo blanco y ojos negros me esperaba de pie cerca de la mesa más grande. Señaló una de las sillas de madera con un dedo delgado que temblaba un poco, ya fuera por la edad o por el afán.

—¡Siéntese, siéntese! No tema que le interese, amigo mío. ¡No tenga miedo en absoluto, de nada!

Mientras lo decía fijó sus ojos oscuros en mí y me miró con más fuerza que nunca. Pero el efecto de sus palabras fue lo contrario de su significado. Me senté, porque mis rodillas cedieron debajo de mí, pero si en el salón exterior había perdido mi terror, ahora volvió sobre mí doblemente. Allá afuera la luz había sido tenue, lúgubremente rosada, indefinida. Debido a esa luz no había percibido cómo el rostro de este anciano era una máscara de malicia viva, de crueldad, de odio y de cierto desprecio magistral. Ahora entendía el significado de mi miedo, cuya advertencia no haría caso. Sabía que había caído en la misma trampa de la que mi sensibilidad anormal se había esforzado en vano por salvarme.


III

De nuevo luché dentro de mí, me mordí el labio hasta que probé la sangre, y pronto pasó el paroxismo ciego. Debe haber sido más largo de lo que pensaba, y el anciano debe haber estado hablando todo ese tiempo, porque cuando pude controlar mi atención una vez más, se había colocado cerca del fregadero, a unos diez metros de distancia, y se dirigía a mí como si yo hubiera sido la gran audiencia que tanto había esperado.

—Y entonces —decía—, me vi obligado a hacer estas placas con mucho cuidado, para representar fielmente los matices característicos de cada organismo por separado. Ahora bien, la película es extremadamente sensible. Sin duda usted está familiarizado con las exquisitas transparencias producidas por la fotografía en color de una sola placa.

Hizo una pausa y, tratando de actuar como un ser humano normal, observé:

—Vi algunos paisajes bonitos hechos de esa manera, la semana pasada en una conferencia ilustrada en Franklin Hall.

Frunció el ceño y me hizo un gesto de impaciencia con la mano.

—Puedo proceder mejor sin interrupciones —dijo.

—Mi pausa fue puramente oratoria.

Me calmé dócilmente y él continuó con su voz alta y clara. Habría sido un excelente disertante ante una audiencia mucho más numerosa, si tan solo su voz hubiera perdido esa nota inquietante y resonante. Pensando en eso debo haberme perdido algo más, porque cuando retomé la atención estaba diciendo:

—Como he indicado, la placa original es la imagen final. Ahora bien, muchos de estos organismos son extremadamente difíciles de fotografiar, y la microfotografía en color es particularmente difícil. En consecuencia, las placas ponen a prueba la paciencia del fotógrafo. Son tan sensibles que la lámpara de rubí ordinaria de un cuarto oscuro las estropearía instantáneamente y, por lo tanto, deben revelarse en la oscuridad o con una luz especial producida interponiendo delgadas láminas de tejido de un tono particular de verde y amarillo entre la lámpara y la placa, e incluso eso a menudo causará una niebla. Ahora bien, yo, encontrando difícil manejarlas así, hice numerosos experimentos con miras a descubrir algún vidrio o tela de un color que contribuyera a la seguridad del verde, sin quitarle toda eficacia. Todos resultaron igualmente inútiles, pero perseveré intermitentemente, hasta la semana pasada.

Su voz bajó a un tono casi confidencial y se inclinó ligeramente hacia mí. Tenía frío desde el cuello hasta los pies, aunque me ardía la cabeza, pero traté de forzar una sonrisa apreciativa.

—La semana pasada —continuó— me dieron una receta en la farmacia de la esquina. Me enviaron la botella a casa envuelta en un trozo de lo que al principio tomé como papel blanquecino, ligeramente opalescente. Más tarde decidí que era una especie de membrana. Cuando interrogué al farmacéutico, buscando su fuente, dijo que era una hoja de papel que estaba alrededor de un paquete de hierbas de América del Sur. Que no tenía más, y dudaba que pudiera rastrearlo. Había envuelto mi botella así porque tenía prisa y el papel estaba a mano. Difícilmente puedo decir qué me inspiró a probar esa membrana en mi trabajo fotográfico. Era simplemente de un blanco opaco con un leve toque de opalescencia, excepto cuando se sostenía contra la luz. Luego se volvía translúcido y brillantemente prismático. Por alguna razón se me ocurrió que este efecto refractivo podría ayudar a romper los rayos actínicos, que afectan la emulsión sensible. Así que esa noche lo inserté detrás de las sábanas de papel verde y amarillo, al lado de la lámpara, preparé mis bandejas y productos químicos, puse mis platos a mano, apagué la luz blanca y encendí la verde.

No había nada en sus palabras que inspirara miedo. Era un relato abrumadoramente detallado de sus luchas con la fotografía. Sin embargo, cuando volvió a hacer una pausa deseé que no volviera a hablar. Estaba desesperado aterrado por lo que pudiera decir a continuación.

De repente se enderezó, el encorvamiento salió de sus hombros, echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír. Era un sonido hueco, como si se riera una trompeta.

—¡No te diré lo que vi! ¿Por qué debería? Tus propios ojos darán testimonio. Pero esto es todo lo que diré, para que puedas entender mejor. Cuando nuestra pobre y deficiente visión percibe una cosa, decimos que es visible. Cuando los nervios del tacto pueden sentirlo, decimos que es tangible. Sin embargo, les digo que hay seres intangibles para nuestro sentido físico, pero cuya presencia es sentida por el espíritu. Son invisibles a nuestros ojos simplemente porque esos órganos no están en sintonía con la luz que se refleja en sus cuerpos. Pero la luz que pasó a través de la pantalla que estamos a punto de usar tiene una longitud de onda novedosa para el mundo científico, y por ella verás con los ojos de la carne lo que ha sido invisible desde que comenzó la vida. ¡No tengas miedo!

Se detuvo para reírse de nuevo, y su alegría fue amarillenta, amenazadora.

—¡No tengas miedo! —reiteró, y con eso estiró su mano hacia la pared, se escuchó un clic y nos encontramos en una oscuridad negra e impenetrable.

Quería levantarme de un salto, buscar la puerta por la que había entrado y salir corriendo, pero la parálisis del terror me retuvo. Podía oírlo moverse en la oscuridad, y un momento después un tenue resplandor verde apareció en la habitación. Su fuente estaba sobre el gran fregadero, donde supongo que reveló sus preciosas láminas de color.

Cada instante, a medida que mis ojos se acostumbraban a la penumbra, podía ver con más claridad. La luz verde es peculiar. Puede ser mucho más tenue que el rojo y, al mismo tiempo, más iluminadora. El anciano estaba de pie debajo de la luz, y su rostro, por ese espantoso resplandor, tenía el aspecto de un hombre muerto. Aparte de esto no pude observar nada espantoso.

—Esa —continuó el hombre—, es la simple luz en desarrollo de la que he hablado; ahora observen, porque lo que están a punto de contemplar ningún mortal excepto yo mismo ha visto antes.

Por un momento se entretuvo con la lámpara verde sobre el fregadero. Estaba construido de tal manera que todos los rayos caían hacia abajo. Abrió una tapa lateral, por un momento hubo un rayo de reconfortante luminosidad blanca desde el interior, luego insertó algo, lo deslizó lentamente y cerró la tapa.

Lo que puso, esa membrana sudamericana, en lugar de disminuir la luz, la aumentó asombrosamente. El tono cambió de verde a gris verdoso, y toda la habitación saltó a la vista, una cámara lívida y espantosa, llena de... invadida por... ¿qué?

Mis ojos se fijaron, fascinados, en algo que se movía junto a los pies del anciano. Se retorcía en el suelo como una enorme y repulsiva estrella de mar, una cosa inmensa, armada, con patas, que se retorcía convulsivamente. Era lisa, como de goma, de color verde blanquecino; y luego levantó su gran masa redonda sobre tentáculos tambaleantes, se deslizó hacia mi anfitrión y se retorció hacia arriba, sí, trepó por sus piernas, su cuerpo. Y él se quedó allí, erguido, con los brazos cruzados, y miró severamente a la cosa que trepaba.

Pero la habitación, toda la habitación, estaba llena de otras criaturas. Dondequiera que miraba había ciempiés con cuerpos de un metro de largo, detestables arañas peludas que acechaban en las sombras y horrores translúcidos con forma de salchicha que se movían y flotaban por el aire. Se zambullían aquí y allá entre la luz y yo, y pude ver su verdor más brillante a través de sus cuerpos.

Peor, sin embargo, mucho peor que estas eran las cosas con rostros humanos. Como máscaras, monstruosas, enormes bocas abiertas y ojos como hendiduras: me doy cuenta de que no puedo escribir sobre ellas. Tenían algo que hace que su recuerdo sea intolerable incluso ahora.

El anciano estaba hablando de nuevo, y cada palabra resonaba en mi cerebro como el sonido de un gong.

—¡Miedo a nada! Entre tales cosas te mueves cada hora del día y de la noche. Solo tú y yo hemos visto, porque Dios es misericordioso y ha salvado a nuestra raza de la vista. ¡Pero yo no soy misericordioso! Detesto la raza que dio a luz a estas criaturas, la raza que podría estar tan rodeada de seres invisibles, insospechados pero benditos, ¡y los elige como compañeros! Todo el mundo verá y sabrá. Uno por uno vendrán aquí, aprenderán la verdad y perecerán. Porque, ¿quién puede sobrevivir al terror definitivo? Entonces yo también encontraré la paz y dejaré la tierra con su herencia de horrores creados por el hombre. ¿Sabes qué son estos, de dónde vienen?

Su voz retumbó como la campana de una catedral. No pude responderle.

—Del éter, del éter omnipresente, de cuya sustancia intangible la mente de Dios hizo los planetas, todas las cosas vivas, y el hombre, ¡el hombre los ha hecho! ¡Por sus malos pensamientos, por sus pánicos egoístas, por sus lujurias y su odio interminable, él los ha creado, y están en todas partes! No temas, no pueden dañar tu cuerpo, ¡pero deja que tu espíritu se cuide! No temas nada, ¡pero mira de dónde viene a ti, su creador, la forma y el cuerpo de tu MIEDO!

Y mientras lo decía, percibí una gran Cosa que venía hacia mí, y no lo soporté. La voz resonante y amenazante se fundió en un rugido dentro de mis oídos, se produjo un oscurecimiento misericordioso de la visión terrible y espeluznante, y la nada vacía sucedió al horror.


IV

Sentía un dolor sordo y pesado sobre mis ojos. Sabía que estaban cerrados, que estaba soñando y que el estante lleno de botellas de colores que me parecía ver tan claramente no era más que una parte del sueño. Había alguna razón vaga pero imperativa por la que debía despertarme. Quise despertarme y pensé que mirando muy fijamente podría disolver esta estúpida visión de botellas azules y amarillentas. Pero en lugar de disolverse se hicieron más claras, más sólidas y sustanciales en apariencia, hasta que de repente el resto de mis sentidos acudieron en apoyo de la vista, y me di cuenta de que mis ojos estaban abiertos, las botellas eran bastante reales y que yo estaba sentado en una silla caída de lado, de modo que mi mejilla descansaba muy incómodamente sobre la mesa que sostenía el estante.

Me enderecé lentamente y con dificultad, buscando a tientas en mi cerebro embotado alguna pista de mi presencia en este lugar desconocido, este laboratorio que estaba iluminado solo por los rayos de un arco de luz en la calle fuera de sus tres grandes ventanales. Allí estaba sentado, solo, y si el dolor de los miembros acalambrados significaba algo, era que había estado sentado durante un buen rato.

Luego, con la dolorosa conmoción que acompaña al despertar, vino el recuerdo. Era esta misma habitación, que los rayos de la farola mostraban vacía de vida, la que había visto atestada de criaturas demasiado repugnantes para describirlas. Me puse de pie tambaleándome, mirando temeroso a mi alrededor. Estaban las vitrinas, las estanterías, las dos mesas con sus cargas y el largo fregadero de hierro sobre el cual ahora sólo había una oscura mancha de sombra. También colgaba la lámpara de la que había emanado aquella lívida y reveladora iluminación. Entonces la experiencia no había sido un sueño, sino una espantosa realidad. Estaba solo. Con cruel indiferencia, mi extraño anfitrión me había permitido permanecer inconsciente durante horas, sin el menor esfuerzo por ayudarme o revivirme. Tal vez esperaba que yo muriera allí.

Al principio no hice ningún esfuerzo por salir del lugar. Tenía muchas ganas de irme, pero me sentía demasiado débil y enfermo para el esfuerzo. Tanto mental como físicamente mi estado era deplorable, y por primera vez me di cuenta de que un golpe en la mente puede reaccionar sobre el cuerpo tan vilmente como cualquier libertinaje de autocomplacencia.

Temblando en cada nervio y músculo, mareado por el dolor de cabeza y las náuseas, me dejé caer en la silla, con la esperanza de que antes de que el anciano regresara pudiera recuperar el autocontrol suficiente para escapar de él. Sabía que me odiaba, y por qué.

Mientras esperaba, enfermo, miserable, comprendí al hombre. Temblando, recordé los repugnantes horrores que me había mostrado. Si los meros deseos y emociones de la humanidad se encarnaban diariamente en formas como esas, no es de extrañar que mirara a sus semejantes con aborrecimiento y solo deseara destruirlos.

Pensé también en los rostros crueles y sensuales que había visto en las calles, como si un velo hubiera sido retirado de unos ojos hasta entonces cegados por el autoengaño. Confiado como un cachorro, había vivido en un mundo sombrío y malvado, donde la bondad es una palabra y el crudo egoísmo es la única realidad. Tristemente, mis pensamientos vagaron por mi propia vida, sus propósitos, errores y actividades fútiles. Todo el mal que conocía volvió a abrumarme. Nuestros tanteos hacia la divinidad eran una farsa, un movimiento hacia el sol de bestias cubiertas de baba que reclamaban la luz como su herencia, pero en sus corazones preferían las profundidades repugnantes y fáciles.

Incluso entonces, aunque no podía verlos ni sentirlos, esa habitación, el mundo entero, estaba repleto de seres creados por nuestra verdadera naturaleza. Recordé el miedo aterrador y despreciable al que mi espíritu se había rendido tan fácilmente, y la Cosa sin rostro a la que la emoción había dado a luz.

Luego, abruptamente, sorprendentemente, recordé que a cada momento estaba agregando algo a la horda. Puesto que mi mente sólo podía concebir íncubos repulsivos, y puesto que mientras viviera debo pensar, sentir y así seguir formándolos, ¿no había manera de detener tan abominable sucesión? Mis ojos se posaron en los estantes largos con sus botellas multicolores. En la química de la fotografía hay venenos mortales, eso lo sabía. Era el momento de terminar con todo.

Una cosa buena que podría hacer, si sólo una. Podría abolir mi yo creador de monstruos.


V

Mi amigo Mark Jenkins es un hombre inteligente y por lo general muy cuidadoso. Cuando le quitó a Smiler Callahan un cigarro que tenía todas las apariencias de ser un habano excelente, el acto denotaba tanto inteligencia como cautela. Con un trabajo muy inteligente, había rastreado el envenenamiento del joven Ralph Peeler hasta la puerta del señor Callahan, y creía que este cigarro en particular era el compañero de uno que Peeler fumó justo antes de su fallecimiento. Y si, al arrestar a Callahan, no hubiera confiscado esta prueba, sin duda habría sido destruida por su inconsciente propietario.

Pero cuando Jenkins, poco después, me dio ese cigarro, como si fuera uno de los suyos, cometió uno de esos errores casi inconcebibles que, creo, se les impone ocasionalmente a los hombres inteligentes para evitar la vanidad desmesurada.

Al descubrir su pequeño error, mi amigo detective pasó la noche buscando a su víctima no deseada, yo mismo, y el éxito de su búsqueda se debió a Pietro Marini, un joven italiano conocido de Jenkins, a quien conoció alrededor de las dos de la mañana cuando regresaba de un baile.

Ahora bien, Marini me había visto de pie en los escalones de la casa donde el doctor Frederick Holt tenía su laboratorio, y me había mirado fijamente, no con malas intenciones, sino porque pensaba que yo era el más enfermizo, el más espantoso espécimen de humanidad que jamás había contemplado. Y, compartiendo la superstición de sus vecinos de South Street, se preguntó si el doctor me habría envenenado tanto como a Peeler. Esta sospecha se la transmitió a Jenkins, quien, sin embargo, tenía las mejores razones para creer lo contrario. Además, como le informó a Marini, Holt estaba muerto, ya que se había ahogado a última hora de la tarde anterior. Aproximadamente una hora después de nuestra charla en el restaurante, Jenkins recibió la noticia de su suicidio.

Parecía prudente registrar cualquier lugar donde se hubiera visto entrar a un joven de aspecto muy enfermo, por lo que Jenkins fue directamente al laboratorio. En los frentes de esas casas había un letrero largo con su misteriosa inscripción: Mira el Gran Oculto, nada misterioso para el detective. Sabía que el segundo piso de la casa contigua a la del doctor Holt había sido transformado en una sala de conferencias, donde, a ciertas horas, un joven empleado por los trabajadores del asentamiento mostraba en una pantalla imágenes estereoscópicas de varios bacilos mortales, los gérmenes de enfermedades apropiadas para la suciedad y la indiferencia. Sabía, también, que el propio doctor Holt había ayudado en el esfuerzo educativo al proporcionar algunas diapositivas realmente maravillosas, hechas con fotografías en microcolor.

En la acera Jenkins encontró los dos tercios restantes de un cigarro, los recogió y subió los escalones. Ni la puerta exterior ni la interior estaban cerradas, y en el laboratorio me encontró vivo, pero al borde de la muerte por otro medio del que había temido.

En la extrema depresión física que siguió a mi despertar, y sin saber nada de su causa, creí el hecho de mi aventura en su totalidad. Mi mentalidad estaba demasiado baja para resistir su terrible sugerencia. Estaba buscando entre las diversas botellas de Holt cuando irrumpió Jenkins. Al principio estaba simplemente molesto por la interrupción, pero antes del anticlímax de su explicación, las nieblas de la obsesión se disiparon y me dejaron todavía enfermo en el cuerpo, pero feliz en el espíritu, como bien puede estarlo cualquier hombre que ha sufrido la ilusión de que el mundo es totalmente malo y ha aprendido que su maldad surge de su propio cerebro envenenado.

La malicia que había observado en todos los rostros, incluido el del joven Marini, sólo existía en mi visión afectada por las drogas. La conferencia de popularidad científica de la semana pasada había sido recordada en mi mente subconsciente, la mente que gobierna los sueños y el delirio, por el aparato fotográfico en el taller de Holt. El Gran Oculto ayudó materialmente, e incluso la farmacia de la esquina ante la cual me detuve, con sus jarrones iluminados en verde, sin duda había desempeñado un papel. Pero ahora, siguiendo algo que me dijo Jenkins, fui llevado a una protesta.

—Holt no estaba aquí —exigí—, si Holt está muerto, como dices, ¿cómo explicas el hecho de que yo, que nunca he visto al hombre, pude darte una descripción precisa?

Señaló al otro lado de la habitación.

Era un retrato de tamaño natural, en crayones, la imagen de un hombre de cabello blanco con cejas pobladas y los ojos negros más penetrantes que jamás había visto, hasta la noche anterior. Colgaba frente a la puerta y cerca de las ventanas, y las características se destacaban con una apariencia extrañamente real en los rayos blancos de la lámpara de arco en el exterior.

—Al entrar —prosiguió Jenkins—, lo primero que viste fue ese retrato, y a partir de él tu delirio construyó un hombre vivo, hablante. Entonces, ahí están tu showman de cabello blanco, tu miedo antinatural, tu fotografía en color, todo muy bien explicado. Y gracias a Dios que estás vivo para escuchar la explicación. Si te hubieras fumado todo ese cigarro, bueno, no importa. No lo hiciste Y ahora, mi muy querido amigo, creo que ya es hora de que entrevistes a un médico de carne y hueso. Llamaré a un taxi.

—No —dije—. Un paseo al aire libre me hará más bien que cincuenta médicos.

—¡Aire fresco! No hay aire fresco en South Street en julio —Se quejó Jenkins, pero cedió de mala gana.

Tenía una razón para mi preferencia. Deseaba ver a la gente, encontrarme cara a cara incluso con los merodeadores extraviados que pudieran estar a esta hora, más cerca del amanecer que de la medianoche, y regocijarme en la bondad y amabilidad del rostro humano, particularmente de las clases bajas. Pero incluso cuando nos íbamos de allí se me ocurrió una curiosa inconsistencia.

—Jenkins —dije—, afirmas que la razón por la que Holt, cuando lo vi por primera vez en el pasillo, pareció cerrarme dos veces la puerta en la cara fue porque la puerta nunca se abrió hasta que yo mismo la abrí.

—Sí —confirmó Jenkins, pero frunció el ceño, previendo mi próxima pregunta.

—Entonces, ¿por qué, si fue a partir de esa imagen que construí una visión tan sólida y convincente del hombre, vi a Holt en el pasillo antes de que se abriera la puerta?

—Confundes tus recuerdos —replicó Jenkins con bastante brevedad.

—No creo. Holt estaba muerto a esa hora, pero, ¡te digo que lo vi afuera de la puerta! ¿Y cuál fue la razón por la que se suicidó?

Antes de que mi amigo pudiera responder, estaba al otro lado de la habitación, buscando a tientas en la oscuridad la lámpara eléctrica sobre el fregadero. Abrí la solapa de hojalata y saqué la pantalla corredera, que consistía en dos láminas de vidrio con una tela en el medio, oscura por un lado y amarilla por el otro. Con ella vino lo que más temía: una hoja de material blanquecino, parecido a un pergamino, ligeramente opalescente.

Jenkins estaba a mi lado mientras la sostenía con el brazo extendido hacia las ventanas. A través de él caía la luz de la lámpara de arco, dividida en los tonos de arco iris más asombrosamente brillantes. Y en lugar de disminuir la luz, se incrementó perceptiblemente y de la manera más extraña. Uno casi podía pensar que la sábana en sí era luminosa y, sin embargo, cuando se mantuvo en la sombra, no emitió ninguna luz.

—¿Deberíamos ponerla de nuevo en la lámpara y probarla? —preguntó Jenkins lentamente, y en su voz no había rastro de burla.

Lo miré directamente a los ojos.

—No —dije—, no lo haremos. me drogaron. Tal vez en ese estado recibí una revelación despiadada del descubrimiento que provocó el suicidio de Holt, pero no lo creo. Fantasma o no, me niego a creer en la depravación de la raza humana. Si el aire y la tierra están repletos de horrores invisibles, no son obra nuestra, y es mejor dejar de lado el estudio de la demonología. ¿Quemamos esto o lo despedazamos?

—Nosotros tampoco tenemos derecho a hacerlo —respondió Jenkins, pensativo—, pero sabes, Blaisdell, hay demasiado realismo en algunas partes de tu sueño. No he estado fumando puros dopados, pero cuando sostuve esa cosa contra la luz, juraría que vi… bueno, no importa. Quémalo, o envíalo de vuelta al lugar de donde vino.

—¿Sudamérica? —dije.

—Un lugar más cálido que ese. Quémalo.

Así que encendió un fósforo y lo hicimos. Desapareció en un gran destello blanco.

Los periódicos de la mañana dieron un gran lugar al suicidio del doctor Frederick Holt, causado, se supuso, por el trastorno mental provocado por su injusta implicación en el asesinato de Peeler. Parecía una razón inadecuada, ya que nunca había sido arrestado, pero no se descubrió otra.

Por supuesto, nuestra acción al destruir esa membrana fue ilegal y bastante precipitada, pero, aunque él no hablará de eso, sé que Jenkins está de acuerdo conmigo: la duda es a veces mejor que la certeza, y hay maravillas que es mejor dejar sin probar. Aquellas, por ejemplo, que conciernen a los Poderes del Mal.

Francis Stevens (1883-1948)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de terror.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Francis Stevens: El Gran Oculto (Unseen - Unfeared), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

2 comentarios:

nito dijo...

Realmente Lovecraft debe haberse basado en este cuento.Me pareció que pierde fuerza cuando intenta dar una explicacion al fenómeno.

Sebastian Beringheli dijo...

Coincido, Nito. Lo curioso es que Lovecraft nunca mencionó esta historia, y solía hacerlo cuando un relato lo influenciaba. Extraño.



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