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Lo intolerable: análisis de «La gallina degollada» de Horacio Quiroga.


Lo intolerable: análisis de «La gallina degollada» de Horacio Quiroga.




En El Espejo Gótico hoy analizaremos el relato de terror del escritor uruguayo Horacio Quiroga: La gallina degollada, publicado originalmente en la edición del 10 de julio de 1909 de la revista argentina Caras y Caretas, y luego reeditado en la antología de 1917: Cuentos de amor de locura y de muerte.


[«Todo el día, sentados en el patio, estaban los cuatro hijos idiotas del matrimonio Mazzini-Ferraz.»]


Después de un año de casados, la pareja Mazzini-Ferraz tiene a su primer hijo. El pequeño crece sano y fuerte hasta el año y medio, cuando sufre violentas convulsiones y despierta, a la mañana siguiente, sin reconocer a sus padres. Los médicos lo examinan pero no pueden explicar por qué ha perdido «la inteligencia, el alma, aun el instinto». El diagnóstico: «un caso perdido». La pareja comienza a preguntarse por el factor hereditario de la condición de su hijo. El médico, para salir del paso, afirma que la madre tiene un pulmón defectuoso.

Al poco tiempo la pareja tiene otro hijo, pero a los 18 meses convulsiona y queda «idiota» como su hermano mayor. Los padres desesperan, creen que su sangre está maldita. Sin embargo, vuelven a buscar un hijo sano. Tienen mellizos que repiten la misma enfermedad de sus hermanos.

Los padres están devastados, pero al mismo tiempo sienten compasión por sus cuatro hijos. Son niños que no saben comer solos, que caminan llevándose cosas por delante, que mugen, que ríen «sacando la lengua y ríos de baba». Si bien parecen abstraídos en su propio mundo, pasando horas enteras mirando la pared, en realidad están atentos a lo que sucede a su alrededor y hasta poseen «cierta facultad imitativa».

Años más tarde, el matrimonio tiene una niña, Bertita. El matrimonio vive con angustia y preocupación los primeros dos años, pero la niña no sufre ninguna convulsión. Es una chica sana, divertida y muy inteligente. Bertita empieza a recibir toda la atención de sus padres, lo cual hace que los cuatro hermanos reciban muy poca, y eventualmente una «absoluta falta de cuidado maternal». La sirvienta se encarga de vestirlos, darles de comer y acostarlos; no con cariño y ternura, sino más bien con brutalidad. Pasan la mayor parte del día sentados en el banco del patio mirando la pared.

Una tarde en la que Bertita, de cuatro años, tiene tiene fiebre, los padres discuten. Mazzini culpa a su esposa por la enfermedad de los hijos. Al día siguiente, Berta escupe sangre. Mazzini la consuela, pero nadie dice una palabra sobre el síntoma. Deciden salir con Bertita y le piden a la sirvienta, María, que mate a una gallina para la cena. Los cuatro hijos se levantan del banco, van a la cocina y observan a la sirvienta degollando al animal.

A la noche, el matrimonio sale a saludar a unos vecinos y Bertita queda dentro de la casa. Los cuatro hermanos están sentados como siempre, inmóviles en el banco, mirando inertes la pared de ladrillos. En ese momento, Bertita entra al patio. Quiere trepar el cerco. Los cuatro hermanos fijan sus miradas en ella. Una «una creciente sensación de gula bestial» se apodera de ellos. Lentamente, los cuatro niños avanzan hacia el cerco y agarran a su hermana de una pierna. Bertita grita, llama a su madre. Uno de los niños le aprieta el cuello como si fuera el cogote de una gallina. Los demás la arrastran hasta la cocina, la sostienen en la pileta [«separándole los rizos como si fueran plumas»] y la desangran al igual que María lo hizo con la gallina.

Mazzini, desde la casa de enfrente, escucha el grito de su hija. Vuelven a casa. El padre entra a la cocina, ve en el piso cubierto de sangre y lanza un grito de espanto. Le dice a su mujer que no entre. Berta se asoma y colapsa en brazos de su esposo.


La gallina de degollada no es solo una historia superficial de locura y muerte. Es eso y mucho más. Tampoco es una historia que permita un examen clínico, distante. Hay que ensuciarse las manos para analizar a Horacio Quiroga. [ver: Grandes cuentos de terror de Horacio Quiroga]

El médico atribuye la enfermedad de los muchachos a una condición sobre la cual Horacio Quiroga no ahonda, porque está clara. El lector porteño de 1909 puede deducir fácilmente que se trata de meningitis. Al mismo tiempo, la madre, Berta, está mostrando los primeros signos de la etapa más aguda de la sífilis.

Al principio, la pareja realmente ama a sus hijos «subnormales» y los cuidan y atienden lo mejor que pueden. Sin embargo, después de tres años, comienzan a anhelar otro hijo para compensar las cuatro «bestias» que han engendrado. Debido a que Berta no concibe de inmediato, se vuelven amargados y resentidos, y ya no se apoyan entre sí, sino que hacen acusaciones mutuas sobre quién es el culpable de la enfermedad de los niños [ver: El horror hereditario y la enfermedad de Lovecraft]

La llegada de Bertita los hace pasar de una «gran compasión por sus cuatro hijos» a una abierta hostilidad hacia ellos, demostrada por el lenguaje cada vez más fuerte utilizado por Horacio Quiroga para referirse a los muchachos: «monstruos», «animales», además del hecho de que se los mantiene en el patio.

Al cumplir cuatro años, Bertita cae enferma [por haber comido demasiados dulces]; en contraste con sus hermanos, ella es atendida y mimada en exceso. La niña se recupera de su indigestión, pero al día siguiente Berta tose sangre. El horror de la enfermedad vuelve a amenazar la felicidad de la pareja. Sin embargo, la ignoran y deciden pasar el día afuera con la niña. Esa es la mañana en la que los hermanos ven a la sirvienta degollando a la gallina y quedan fascinados al ver la sangre.

No es descabellado pensar que La gallina degollada de Horacio Quiroga está inspirado en Los idiotas (The Idiots) de Joseph Conrad, publicado en 1898. En este cuento, una pareja tiene cuatro hijos «idiotas» [gemelos, otro niño y luego una niña], la esposa mata a su esposo cuando él trata de obligarla a tener otro hijo, y luego se suicida arrojándose desde un acantilado. En ambos casos hay un matrimonio que se derrumba, y cuatro hijos «monstruosos» que nunca reciben nombres ni características particulares: funcionan como un colectivo, casi como una manada. Ambas parejas, además, llegan a odiar a sus hijos, manteniéndolos fuera de la vista en la medida de lo posible.

Horacio Quiroga coquetea con la noción bíblica de que los pecados del padre recaen sobre sus hijos. En este caso, el pecado es la sífilis. Tal vez por eso ambos padres están desesperados por encontrar la «redención de los cuatro animales que les han nacido» en la pobre Bertita.

En términos psicoanalíticos podemos entender el particular desprecio que Berta tiene hacia sus cuatro hijos; de hecho, no es infrecuente que la materialización de la maternidad no se produzca ante un hijo enfermo [afortunadamente, esto ha cambiado bastante desde 1909]. Sigmund Freud diría que Berta no ha podido recuperar el falo perdido a través de la maternidad de un hijo sano. Para ella, el conflicto edípico de castración se reencarna una y otra vez en la figura de los cuatro hijos incapaces, por su enfermedad, de encarnar la satisfacción narcisista de la madre, mientras que el objeto narcisista recuperado se representa en su única hija sana, Bertita [ver: Lo que Sigmund Freud no te contó sobre el complejo de Edipo]

Horacio Quiroga es ingenioso al utilizar la figura de la Casa como representación de la psique, en este caso, del inconsciente [ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror]. No es caprichoso que los cuatro muchachos pasen todo el día en el patio, marginados, excluidos de la casa, pero mirando constantemente hacia la pared. Más aún, sus instintos brutales, y su ubicación en la periferia de la Casa [la conciencia] los vuelve una clara representación del inconsciente, es decir, de aquello que no queremos ver, aquello con lo que no queremos lidiar. En este contexto, es significativo que cuando los muchachos irrumpen en la cocina, la sirvienta, María, lanza un grito advirtiéndole a la madre que han entrado, porque esta «no quería que jamás pisaran allí»; de la misma manera en que la conciencia sencillamente no puede lidiar con el material en bruto del inconsciente.

Los cuatro muchachos [los impulsos ciegos, «idiotas», del inconsciente] ahora han entrado en la casa [la conciencia] y observan un episodio cotidiano, casi banal para la época: el degüello de una gallina. Por esa razón el asesinato de Bertita no se comete en el patio [el ámbito inconsciente] sino en la cocina, en la conciencia, llevando a la superficie aquellos impulsos brutales que, hasta hace poco, estaban contenidos, reprimidos, pero en estado latente.

La enfermedad de los cuatro hijos, que parece comenzar con convulsiones, fiebre, seguido de un estado de postración y deterioro cognitivo, tiene claras implicaciones transgeneracionales. De hecho, el Narrador afirma que el primer hijo [«el pequeño idiota»] «pagaba los excesos del abuelo». De este modo, el viejo trauma familiar, sobre el cual el Narrador se abstiene de comentar, resurge con cada nuevo nacimiento.


[«—¡Mamá! ¡Ay, ma!... —No pudo gritar más. Uno de ellos le apretó el cuello, apartando los bucles como si fueran plumas, y otros la arrastraron de una sola pierna hasta la cocina, donde esa mañana se había desangrado la gallina, bien sujeta, arrancándole la vida, segundo por segundo.»]


Aquella «cierta facultad imitativa» de los hermanos se manifiesta de forma horrorosa, degollando a Bertita como la sirviena lo hizo con la gallina, pero Horacio Quiroga también proporciona ejemplos anteriores aparentemente inocentes:


[«... alineados en el banco, zumbaban horas enteras, imitando el tranvía eléctrico. Los ruidos fuertes sacudían asimismo su inercia, y corrían entonces, mordiéndose la lengua y mugiendo alrededor del patio. Pero casi siempre estaban apagados en un sombrío letargo de idiotismo, y pasaban todo el día sentados en un banco, con las piernas colgantes y quietas, empapando de glutinosa saliva el pantalón.»]


El comportamiento imitativo de los muchachos es ritualista, y la comisión del asesinato de Bertita es similar a los sacrificios rituales, pero su comisión no parece casual. De hecho, los padres deciden salir de la casa y dejar sola a Bertita con los cuatro «monstruos». ¿Por qué? Es cierto, hasta entonces los muchachos no han mostrado su agresividad. Pero, si estos no son agresivos, ¿por qué excluirlos permanentemente al patio? Lo interesante aquí es que esta «cierta facultad imitativa» de los hermanos solo tiene un ejemplo violento para imitar. No han recibido afecto, ni ternura, ni nada amoroso para imitar.

Definitivamente hay algo primordial en el asesinato de Bertita al seguir el procedimiento de la sirvienta al degollar a la gallina: el juego. En efecto, el crimen como una posibilidad de juego para las mentes perturbadas de los muchachos le añade una insoportable nota de regocijo a esta auténtica tragedia griega. De hecho, La gallina degollada de Horacio Quiroga posee todos los elementos de la tragedia griega, particularmente la de Sófocles: una maldición familiar [la tara hereditaria de los hermanos], el amor que se torna violento a causa de esa maldición [el asesinato de Bertita].

El contexto geográfico de la familia no es marginal: tienen sirvienta, viven en una casa con jardín, el matrimonio suele salir a «pasear por las quintas», y además cuentan con un médico familiar. Se trata, entonces, de un ambiente burgués, posiblemente un barrio rico en las afueras de Buenos Aires. Sin embargo, en este entorno aparentemente idílico sí hay marginalidad: los cuatro hermanos, quienes están excluidos de la casa y sus comodidades, viviendo prácticamente como animales. Por otro lado, la propia Bertita también es una marginal. Su normalidad la distingue de sus cuatro hermanos, y además lleva una gran responsabilidad sobre los hombros. Bertita, la marginal desde el punto de vista de los hermanos, «viene a cortar con la descendencia podrida» de la familia.

Ahora bien, el asesinato final plantea muchas preguntas. En primer lugar, no es un crimen premeditado ni fue fantaseado por los hermanos, sino más bien copiado de algo que vieron hacer anteriormente: el degüello de la gallina. Es la exclusión y el aislamiento en el que viven el principal instigador de aquel acto; porque lo cierto es que los hermanos imitan todo: imitan el sonido del tranvía, incluso imitan la pared del patio, quedándose inmóviles frente a ella. En estas condiciones de extremo aislamiento físico y emocional, el estímulo que supone haber presenciado el degüello de la gallina activó en ellos el mismo factor imitativo que otros estímulos habían despertado, pero con consecuencias mucho menos dramáticas.

La dinámica de este matrimonio constituye un tema en sí mismo. Después de cada pelea entre ellos, frecuentes y violentas, cuyo motivo irremediablemente tiene que ver con la sucesiva idiotez de sus hijos, llegaba la reconciliación y el «ansia por otro hijo». Por supuesto, los hermanos son los autores materiales del asesinato de Bertita, pero los verdaderos culpables son los padres [citando a Piglia] debido a esta «alucinada sucesión de hijos idiotas». Engendrar cuatro hijos solo para satisfacer la fantasía de un linaje perfecto, encontrar un sucesor «sano», relegando al resto, los enfermos [¿meningitis?], a una vida de encierro y aislamiento emocional, es tan abominable como el último eslabón en esta larga cadena de atrocidades.

El tema del abandono está fuertemente presente en La gallina degollada de Horacio Quiroga. En este caso, el abandono es una forma de infanticidio. Los cuatro hermanos primero son sometidos al descuido, la desatención, y finalmente al abandono emocional; tanto es así que carecen de nombre propio; son llamados «bestias», «engendros», «monstruos», despojándolos así de su humanidad, pero también de su individualidad. Sin nombre propio ni siquiera puede decirse que sean miembros de la familia. Bertita, en cambio, existe, tiene nombre y forma parte de una genealogía. Ella es el punto de referencia de la inocencia; aunque hasta el momento de su asesinato las únicas víctimas de la historia son sus asesinos.


[«Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras una creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros. Lentamente avanzaron hacia el cerco. La pequeña sintióse cogida de una pierna. Debajo de ella, los ocho ojos clavados en los suyos le dieron miedo»]


El asesinato de Bertita no es una venganza, sino la consecuencia lógica del abandono de los cuatro hermanos por parte de sus padres. Excluidos de la casa, aislados de cualquier gesto de afecto y contacto humano, incluso tratados más como animales, como no-personas, que como individuos, los cuatro hermanos simplemente reaccionan con la animalidad a la que otros los han condicionado.

La pureza y la belleza de Bertita parece despertar en los hermanos algo parecido al estímulo del sol, que observan extasiados todas las tardes desde el banco en el patio:


[«Como el sol se ocultaba tras el cerco, al declinar los idiotas tenían fiesta. La luz enceguecedora llamaba su atención al principio, poco a poco sus ojos se animaban; se reían al fin estrepitosamente, congestionados por la misma hilaridad ansiosa, mirando el sol con alegría bestial, como si fuera comida.»]


La forma en que «el sol se ocultaba tras el cerco» estimula a los hermanos, los arranca de ese «sombrío letargo de idiotismo» del mismo modo que lo hace la sirvienta al degollar parsimoniosamente a la gallina. Bertita, recordemos, es atrapada cuando intenta subirse al cerco. Creo que Horacio Quiroga quiere que pensemos que la pura y hermosa Bertita activa el mismo desenfreno de los hermanos al mirar al sol en el cerco, pero resulta más lógico pensar que Bertita se transforma en la gallina, en sus ojos, al tratar de subir al cerco.

La negligencia parental en La gallina degollada, sin embargo, no es absoluta. La madre no quiere que sus hijos merodeen por la cocina, y ciertamente le prohibe a la sirvienta que vean cómo se preparan las gallinas para la cena. ¿Por qué? Probablemente porque tiene miedo de que los hermanos imiten ese proceso. Es en un descuido que observan a la sirvienta realizar el degüello de la gallina:


[«El día radiante había arrancado a los idiotas de su banco. De modo que mientras la sirvienta degollaba en la cocina al animal, desangrándolo con parsimonia, creyó sentir algo como respiración tras ella. Volvióse, y vio a los cuatro idiotas, con los hombros pegados uno a otro, mirando estupefactos la operación... Rojo... rojo...»]


Si las causas del asesinato son obvias, y están relacionada con los padres, la circunstancia depende de varios factores: observar el degüello de la gallina, el hambre, el atardecer, el color rojo, Bertita subiendo al cerco, todo se sincroniza para detonar en los hermanos esta furia homicida:


[«Pero la mirada de los idiotas se había animado; una misma luz insistente estaba fija en sus pupilas. No apartaban los ojos de su hermana, mientras una creciente sensación de gula bestial iba cambiando cada línea de sus rostros.»]


La presencia del sol es clave para entender La gallina degollada de Horacio Quiroga. Su «luz enceguecedora llamaba su atención», los hermanos la observaban reflejarse en los ladrillos, incluso se animan con «alegría bestial» cuando la luz del sol declina al atardecer. De hecho, los hermanos relacionan el tono rojizo del ocaso con la sangre, gritando «Rojo... Rojo» al ver «estupefactos la operación» del degüello. Lamentablemente para Bertita, eligió un mal día, y un mal momento de ese día. para trepar el cerco.




Horacio Quiroga. I Taller gótico.


Más literatura gótica:
El artículo: Lo intolerable: análisis de «La gallina degollada» de Horacio Quiroga fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

En la cama de Alicia: análisis de «El almohadón de plumas» de Horacio Quiroga.


En la cama de Alicia: análisis de «El almohadón de plumas» de Horacio Quiroga.




En El Espejo Gótico hoy analizaremos el relato de Horacio Quiroga: El almohadón de plumas, publicado por primera vez en 1905, en la revista Caras y Caretas, y luego reeditado en la antología de 1917: Cuentos de amor de locura y de muerte.

La vida de casada no es lo que la «rubia, joven y angelical» Alicia pensó que sería. Su esposo, Jordán, es un hombre distante que nunca expresa su amor. Sin embargo, sus primeros tres meses de matrimonio son relativamente felices, hasta que, poco a poco, Alicia comienza a sentirse oprimida por el interior de la casa, pintado de un blanco uniforme.

Parece ser una casa bastante bonita, adornada con frisos, columnas y estatuas de mármol, pero esto ejerce una extraña influencia anímica en Alicia, tal es así que, durante el día, intenta «no pensar en nada» hasta que Jordán llega a casa por la noche. La boda se celebró en abril, y algunos meses después Alicia ya manifiesta signos de debilidad. Ha adelgazado mucho, enfermó de gripe y su salud se encuentra cada vez más delicada.

El último día que Alicia está fuera de la cama, Jordán se permite expresar algo de ternura física, y ella llora. Al día siguiente, el marido trae a un médico para que la examine. El doctor no encuentra nada. Jordán está cada vez más preocupado. Alicia, ahora postrada, comienza a alucinar.

Una noche, Alicia despierta y enfoca su atención en un punto de la alfombra y grita. Su alucinación más persistente es la de un «antropoide» agachado en la alfombra, mirándola. El médico es llamado nuevamente y no puede ofrecer ninguna explicación. Alicia delira, está «anémica», y su condición general empeora por las noches.

Al tercer día de su recaída, Alicia apenas puede moverse y no quiere que nadie toque su almohadón de plumas. Sigue delirando sobre estrañas criaturas trepando a la cama. Luego pierde el conocimiento y finalmente muere. Cuando están cambiando las sábanas del lecho de muerte, la criada comenta sobre unas extrañas manchas [que «parecen sangre»] en su almohada. La criada levanta la almohada y la deja caer, temblando. Jordán la recoge y la encuentra extraordinariamente pesada. Corta la funda:


[«Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.»]


Al principio, este parásito en el almohadón de plumas de Alicia le perforó la sien dejando pequeñas marcas. Pero, en los tres días que estuvo postrada en cama, realmente se cebó en ella. El último párrafo dice:


[«Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.»]


Horacio Quiroga estaba interesado en el mundo natural de la Amazonia, por lo que, presumiblemente, está mencionando algo real aunque exagerado en El almohadón de plumas; tal vez por eso el parásito que drena la vida de Alica parece inquietantemente plausible. Pero, si se trata de un ejemplar lovecraftiano de los «parásitos de las aves», ¿debemos ver a Alicia como una especie de ave enjaulada, lista para ser devorada? Más aún: ¿son las alucinaciones de Alicia una manifestación de la conciencia reprimida de una amenaza real?

Mientras que el sufrimiento y la muerte de Alicia se describen en El almohadón de plumas como causados por una posible condición psicológica [similar al brote psicótico de la mujer en El papel tapiz amarillo (The Yellow Wallpaper) de Charlotte Perkins Gilman], al final, Horacio Quiroga revela una razón diferente: un parásito; es decir, una causa natural. En consecuencia, el autor intenta construir una narrativa en la que el lector infiere algún tipo de conflicto psicológico [ver: Puérpera, loca y poseída: análisis de «El empapelado amarillo»]

De ahí que el matrimonio de Jordán y Alicia se retrate en términos idílicos al comienzo del relato. Acto seguido, Horacio Quiroga empieza a insinuar que la tragedia subsiguiente será el resultado del carácter de Jordán. Su postura de frialdad, a pesar de su amor explícito, parece ser la causa de todos los problemas. Esta distancia emocional, que finalmente hiere a Alicia, se enfatiza aún más en la descripción de la casa:


[«La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso —frisos, columnas y estatuas de mármol— producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.»]


El malestar que se cuela por las grietas de la relación de Alicia y Jordán, tras el inicial período de ensoñación, se refleja en el entorno: la Casa comienza a personificar la personalidad fría y sin emociones de Jordán [ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror]. En este sentido, Horacio Quiroga parece diseñar la caída de Alicia a los abismos de la depresión como consecuencia de la personalidad de su esposo. Sin embargo, todo esto es como rascar la superficie de El almohadón de plumas. El verdadero horror se encuentra debajo.

La causa [aparentemente] psicológica del malestar de Alicia se combina con un progresivo deterioro de su estado físico. Después de sufrir un ataque de influenza, empieza a perder peso. A esto le sigue un cuadro de anemia que es diagnosticado por el médico, una condición «totalmente inexplicable» [la medicina suele ser caracterizada como una disciplina ineficaz en el horror]. Como aclara el médico: «tiene una gran debilidad que no puedo explicar». La falta de un diagnóstico claro condiciona al lector a creer que todo pasa por lo psicológico; y esto es reforzado por las alucinaciones de Alicia:


[«Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.»]


El motivo arquetípico de estas alucinaciones sugiere un trastorno puramente mental [ver: Black Goo y otras monstruosidades amorfas en la ficción]. De acuerdo con los condicionamientos que Horacio Quiroga ya ha establecido en este punto de la narración, la criatura monstrusa que aparece ante Alicia es interpretada por el lector perspicaz en términos de deterioro de su estado mental. Es decir que el verdadero contenido de las alucinaciones [si es que lo son en primer lugar] se yuxtapone con el enfoque realista que Horacio Quiroga ha adoptado al comienzo de la historia.

Al representar cuidadosamente la típica historia de una pareja enamorada, recién casada, que se distancia debido a la personalidad de uno de ellos, resultando en la enfermedad del más sensible, Horacio Quiroga prepara el escenario para el golpe final. Nada hace pensar que haya razones ocultas para el deterioro de Alicia. Sin embargo, las alucinaciones dan un giro radical a la historia. Ahora parece que la depresión de la mujer se ha convertido en locura [ver: En el Manicomio: la locura en la ficción gótica]. La clásica historia de un amor idílico que se quiebra abruptamente se convierte en una historia de colapso mental.


[«Ante sus ojos se acababa una vida, desangrándose día a día, hora a hora, y no sabían por qué.»]


Habiendo preparado al lector para que acepte la justificación psicológica de la inminente muerte de Alicia, Horacio Quiroga transforma este psicodrama familiar en una narrativa de horror. Se revela que la causa de la enfermedad fue una parásito que vivía en el almohadón de plumas de Alicia. Si bien la repugnante descripción del «monstruo» sugiere que hemos entrado en el reino de lo fantástico, la última línea de la historia [«no es raro hallarlos en los almohadones de pluma»] deja en claro que se trata de un parásito conocido. Es decir que las razones, presumiblemente fantásticas, de la muerte de Alicia, son, de hecho, mundanas, ya que su vida fue drenada por un fenómeno zoológico explicable [ver: La biología de los Monstruos]

Horacio Quiroga nos induce a pensar que Jordán es una especie Vampiro que drena la energía vital de su esposa. En el primer párrafo se lo describe como un hombre frío y callado, con un «impasible semblante». Es decir que su frialdad e indiferencia parecen estar afectando la vitalidad de su esposa. Además, Jordán está ausente durante el día; y solo se lo ve de noche. Los paralelos entre Jordán y el parásito en el almohadón de plumas agudizan el efecto final.

La influencia de Edgar Allan Poe en El almohadón de plumas de Horacio Quiroga es evidente. Además de mencionar que la casa de Alicia y Jordán es como «un palacio encantado» [haciendo referencia al poema de E.A. Poe: El palacio encantado (The Haunte Palace)], la dinámica de la historia es similar a la de El retrato oval (The Oval Portrait), donde una especie de entidad vampírica drena la vida de una mujer. En el cuento de Poe, es la obsesión del marido la que hace perecer a su mujer, mientras que en El almohadón de plumas esto se utiliza como una distracción, siendo un parásito el verdadero asesino.

Es decir que, a simple vista, El almohadón de plumas de Horacio Quiroga no es un relato fantástico porque hay una resolución racional al final de la historia; sin embargo, todavía hay elementos fantásticos. La propia Alicia es uno de ellos.

Ella vive en un mundo de fantasía, está enamorada del amor, y su esposo hace todo lo posible para arrancarla de esta ensoñación infantil. Al mudarse a la casa, que Alicia encuentra fría y poco acogedora, su enamoramiento general disminuye. Horacio Quiroga no necesita vindicar sobre los derechos de la mujer para evidenciar que comprende perfectamente los condicionamientos de género, como cuando describe a Alicia «sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido», como si ella tratara de mantenerse alejada de las fantasías que su esposo desaprobaba [ver: El cuerpo de la mujer en el Gótico]

Más allá de los méritos obvios de El almoahadón de plumas como relato de terror, esta historia de Horacio Quiroga también es una tragedia humana. La verdadera causa de la enfermedad de Alicia no se detectó a tiempo porque era demasiado simple. Ni siquiera requería la presencia de un médico. Todo lo que demandaba el misterio era sentido común, es decir, buscar respuestas a las preguntas correctas. Aquí está la clave: ¿cómo es que todo esto escapó a la atención de Jordán? ¿Cómo es que un esposo no se da cuenta de que hay sangre en la almohada de su esposa?

Respuesta: nunca estuvieron juntos en la misma cama.

Alicia es una mujer frustrada, pero no siempre ha sido así. Su frustración comienza después del período idílico de la luna de miel. En otras palabras, está físicamente frustrada; y el parásito que acecha en el interior del almohadón de plumas puede interpretarse como un producto de las indulgencias onanísticas causadas por esa insatisfacción. Horacio Quiroga emplea con genialidad los prejuicios del discurso médico de la época sobre la masturbación. De hecho, si el caso hubiese caído en un médico de fines del siglo XIX, los síntomas de Alicia [desde la debilidad física, la depresión, incluso la locura] hubiesen sido diagnosticados como consecuencias de esas prácticas privadas.

Alicia pasa sus días en el aburrimiento y la soledad de su casa. Según el discurso médico de la época, este escenario de ociosidad es el ideal para que la mujer se entregue al goce de los placeres solitarios. Si a esto le sumamos el trato frío y distante de su esposo [aunque la frustración de Alicia es comprensible para el lector actual], la medicina decimonónica la habría diagnosticado como una mujer frígida, condición presente en los discursos médicos y que, por otro lado, justificaba las prácticas solitarias por una «incapacidad» para alcanzar la excitación por medios convencionales. La frigidez y la propensión de Alicia al placer propio se presagia en el entorno blanco de la casa, casi como el fluor albus que la medicina de la época asociaba a las prácticas solitarias [ver: La Casa Embrujada como representación del cuerpo de la mujer]

Esto contrasta con la mayoría de las interpretaciones de El almohadón de plumas de Horacio Quiroga, donde Alicia aparece como una esposa sumisa y privada de agencia sensual, una mujer cuyos deseos están bajo el severo control de su esposo. En parte, esto es así. Alicia es una mujer reprimida física y psicológicamente, pero Jordán ciertamente no es el monstruo sádico que drena su vitalidad a través de prácticas vampíricas. En todo caso, el parásito en el almohadón de plumas es una manifestación del castigo por la satisfacción autoinfligida, una vergonzosa señal de la incapacidad de Alicia de controlar sus impulsos.

En cada aspecto de El almohadón de plumas, Horacio Quiroga insinúa un camino para después tomar otro; y eso también se aplica a Alicia. El autor la describe como una mujer frágil, angelical, extremadamente sensible, propensa a las ensoñaciones y dependiente de su esposo, alguien incapaz de expresar sus necesidades afectivas, pero eso no la convierte en el mero objeto de placer de un esposo sádico, sino más bien en una víctima de un sujeto indiferente, o inepto en términos amorosos. En otras palabras, Horacio Quiroga crea una ilusión de dominio sobre una mujer sumisa, pero en realidad expone a una mujer que rechaza a su esposo para asumir el control sobre su propio cuerpo. Lejos de ser la víctima de un esposo depredador, Alicia misma es la depredadora insatisfecha y frustrada. En este sentido, su muerte es punitiva [ver: El cuerpo de la mujer en el Horror]

Por supuesto, este camino no tiene una sola dirección. Alicia bien puede ser una esposa insatisfecha, pero esto es producto de la ineptitud de Jordán durante la luna de miel. Si tomamos como referencia la personalidad fría y distante del esposo, podemos deducir que no es precisamente un amante cuidadoso, sino más bien alguien mecánico, sin tacto, alguien que llevó a Alicia a rechazarlo y retirarse gradualmente a la cama para satisfacer ella misma sus necesidades desatendidas.

En el discurso médico de la época, esta acumulación de frustración se conocía como histeria, una condición exclusivamente femenina; sin embargo, en la época de Horacio Quiroga la medicina proponía que estos deseos frustrados [básicamente insatisfacción] debían ser «domados» por el varón a través de la práctica de relaciones dentro del marco matrimonial.

Esto invirtió la carga de responsabilidades en relación a la histeria.

De repente, los maridos recién casados debían satisfacer las pasiones [supuestamente insaciables] de sus esposas «histéricas», lo cual aumentó las ansiedades masculinas. El varón educado ya no podía concentrarse únicamente en sus propios deseos; ahora estaba presionado a comprender y aliviar las misteriosas complejidades del deseo femenino. Para proyectar estas ansiedades de regreso a la mujer, muchos médicos recurrieron a una carta fácil: la frigidez. No es que seas un amante sin tacto, muchacho, ella es frígida.

Gracias, doctor.

Se sospechaba que las esposas «frígidas» e «histéricas» se involucraban en toda clase de aventuras sórdidas para satisfacer sus impulsos. En efecto, la frigidez no era vista como una falta de respuesta sensual, sino como una incapacidad para responder con entusiasmo a los estímulos mecánicos y egoístas que se les daba de acuerdo al riguroso código de comportamiento matrimonial. También se suponía que las mujeres frígidas [es decir, las que rechazaban o se mostraban indiferentes las caricias de los hombres] se entregaban a «prácticas solitarias» en sus alcobas, y las «practicantes» más inquietantes, desde el punto de vista médico, eran las mujeres casadas.

En Psychopathia Sexualis [1886] del psiquiatra alemán Richard von Krafft-Ebing, un libro de referencia en aquella época, se afirma que algunos maridos solo pueden estimular a sus esposas, no satisfacerlas, lo cual produce un deseo insatisfecho en ellas y, en consecuencia, un camino directo hacia las «prácticas solitarias». El desencanto de Alicia después de la luna de miel es sutilmente ilustrado por Horacio Quiroga en la reacción hostil de Jordán y el retiro final de la mujer a la cama, donde pasa sus últimos días inmersa en un mundo de fantasías [ver: Carmilla, Lucy y Helen: el monstruo femenino como figura de resiliencia]

El rechazo de Alicia a Jordán es expresado al comienzo de la historia, cuando el narrador describe cómo el trato poco delicado del esposo en la luna de miel hace añicos las ansiadas fantasías de Alicia, haciéndola experimentar sensaciones corporales de frialdad. El comportamiento áspero y la inexpresividad de Jordán son indicios encubiertos de su brutal [o, como mínimo, mecánico] comportamiento en la cama.


[«Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando, volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.»]


Cuando la pareja regresa de su luna de miel, Jordán continúa ignorando los deseos amenazadoramente complejos de su esposa. En este punto, Horacio Quiroga proyecta el cuerpo y las emociones de Alicia sobre la Casa:


[«La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio, silenciosos frisos, columnas y estatuas de mármol producían una impresión otoñal de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío.»]


El estado impecable de las paredes interiores sugieren Alicia le ha negado a Jordán sus derechos maritales después de la luna de miel, es decir, desde el momento en que se sintió insatisfecha en aquellas primeras experiencias. Del mismo modo, las descripciones de «silencio», «frialdad» y «mármol» pueden verse como indicadores de la frialdad de Alicia hacia su esposo. De hecho, las condiciones de la Casa [fría, húmeda y blanca] son análogas al cuerpo glacial e intocable de Alicia [ver: La Casa como entidad orgánica y consciente en el Gótico]

Horacio Quiroga deja varias pistas en El almohadón de plumas que insinúan que el descontento de Alicia con su esposo la lleva a entregarse a las «prácticas solitarias». Este es un tema recurrente en la obra de Horacio Quiroga, por ejemplo, en A la señorita Isabel Ruremonde, que trata de una muchacha francesa, llamada Sadie, cuyo estado tuberculoso es un velo para sus excesivas indulgencias masturbatorias. Por otro lado, la lujosa casa de Alicia [su «palacio encantado»] también continúa el discurso médico de que una vida cómoda y ociosa es el escenario ideal para despertar fantasías lascivas y provocar la tentación del placer autoinducido. Las tardes de soledad y aburrimiento hacen que la imaginación de Alicia se desate en fantasías sensuales, lo que se retrata cuando intenta alejar esos pensamientos hasta que su marido regrese del trabajo:


[«En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.»]


Aunque Alicia renuncia a la esperanza de que Jordán comprenda sus deseos, encuentra una salida alternativa para cumplir sus anhelos sensuales a través del sueño y las fantasías. Esto también forma parte del discurso médico imperante, el cual establecía que las indulgencias solitarias conducían al agotamiento, y por lo tanto al sueño excesivo. Otra pista de que el sueño continuo de Alicia es un símbolo encubierto de sus fantasías autoinglingidas es su pérdida de peso y debilidad y palidez repentinas.

Los sufrimientos físicos de Alicia también van acompañados de una crisis nerviosa mientras pasea por el jardín con Jordán. Este es otro punto interesante en El almohadón de plumas. La crisis puede deberse a la frustración, y esta parece liberarse al sentir la más leve caricia de su marido, una sensación que Horacio Quiroga define como «espanto callado», que no es otra cosa que culpa o remordimiento. En efecto, la agitación interna de Alicia, sumada a los ataques de llanto y la aversión por el contacto físico con su marido, parecen ser respuestas al vergonzoso secreto de sus prácticas privadas.

La anemia de Alicia bien podría haber sido diagnosticada por el doctor Abraham Van Helsing. Una de sus pacientes, víctima de Drácula, sufre «flujos sanguíneos anémicos» durante la noche [es decir, pérdidas de sangre], una metáfora poco práctica para el frenesí de las mismas indulgencias a las que se entrega Alicia [ver: La maternidad fallida en «Drácula»]. Al igual que ocurre con Lucy Westenra [ver: Bloofer Lady: la transformación de Lucy Westenra], las pérdidas de sangre de Alicia solo ocurren durante la noche y se atribuyen a una misteriosa fuerza vampírica dentro de su almohada que drena su cuerpo de fluidos vitales y hace que despierte débil e incolora cada mañana:


[«Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre.»]


Tanto en Van Helsing como en el médico anónimo de El almohadón de plumas hay una vaguedad en torno al uso de la anemia. En ambos casos suena como un término ambiguo para no hablar directamente de un tema incómodo. En cualquier caso, cuando la anemia de Alicia empeora, el narrador afirma:


[«Hubo consulta. Constató una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable.»]


Más adelante, el narrador destaca una vez más el carácter evasivo de la pérdida de sangre de Alicia:


[«Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo.»]


Horacio Quiroga usa la estrategia de las clases altas de disfrazar las «prácticas privadas» de la mujer bajo vagos trastornos, como la anemia inexplicable de Alicia. Por otro lado, mientras la vida de Alicia se apaga, Jordán experimenta una mayor presión para satisfacer las ardientes pasiones de su esposa, pero le preocupa fracasar de nuevo. Su confusión interior y sus ansiedades lo llevan a evitar el dormitorio conyugal y a recluirse en la sala de estar, donde camina frenéticamente de un lado a otro:


[«Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con todas las luces encendidas. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos.»]


Horacio Quiroga describe los pasos de Jordán por la sala como inaudibles, lo cual es muy extraño, considerando que, al comienzo de la historia, cada sonido podía escucharse como un eco resonante en toda la casa:


[«Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.»]


Cuando Jordán entra al dormitorio para espiar a Alicia, aparecen estos mismos detalles de sus pasos silenciosos y su presencia indetectable:


[«A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.»]


Esta presencia invisible e inaudible de Jordán tiene un doble significado. Por un lado, las vueltas silenciosas alrededor del cuerpo de Alicia y las miradas subrepticias hacia la cama expresan la sigilosa vigilancia de un marido preocupado por el comportamiento de su esposa mientras «duerme». En otras palabras, Jordán está caminando en puntas de pie para vigilar que Alicia no recaiga en sus prácticas íntimas. Por otro lado, en un nivel más simbólico, los pasos mudos de Jordán dan a entender que ha sido excluido del reino del placer imaginario de su esposa [ver: El Machismo en el Horror]

Después de estas avanzadas de espionaje en la habitación de Alicia, ella sufre alucinaciones espantosas, seguidas de sudoración y palpitaciones. En su primera alucinación, Alicia sueña que su esposo le da placer de la manera que ella quiere, lo que la hace despertar bruscamente, bañada en sudor, mientras grita su nombre:


[«Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

—¡Jordán! ¡Jordán! —clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.»]


La rigidez del cuerpo de Alicia, así como sus fuertes gritos, sudor y sofocación, son paralelos a una imagen del clímax. Y cuando Alicia grita el nombre de Jordán en medio de su sueño, el lector supone que ella lo está llamando para que la consuele después de haber tenido una pesadilla; sin embargo, esta posibilidad se desbarata cuando Alicia expresa más horror que alivio al verlo frente a ella:


[«Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.»]


Aunque Jordán le asegura que es él y no un producto de su «pesadilla», a Alicia le toma tiempo distinguir entre su esposo y los monstruos imaginarios que se arrastran por la alfombra:


[«Alicia lo miró con extravío, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.»]


La connotación del sueño de Alicia también se proyecta a través de su visión de un «antropoide» agachado en cuatro patas, mirándola directamente a los ojos:


[«Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.»]


La mirada fija y aterradora del antropoide es similar a la atenta mirada de vigilancia de Jordán durante sus rondas nocturnas por el dormitorio de Alicia. Las alucinaciones hacen que Alicia pierda el control de sus facultades mentales y caiga en el delirio, mientras emite monótonos gemidos que rompen el silencio de la casa:


[«Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y ​​el sordo retorno de los eternos pasos de Jordán.»]


El simbolismo de los gritos monótonos de Alicia, la rigidez de su cuerpo y sus visiones de bestias vigilantes mientras grita el nombre de Jordán, no necesitan mayor explicación. Los gemidos de Alicia contrastan con el mutismo de los pasos de su esposo. El amortiguamiento del andar de Jordán por la alfombra, el mismo lugar donde aparecen las visiones de Alicia, simboliza que la presencia real del marido se ha convertido en un objeto ilusorio del sueño fantástico de su esposa.

Alicia ya no tiene un uso para su esposo. Ha descubierto que puede cumplir sus deseos produciendo sus propias fantasías. Cuando Jordán escucha a Alicia disfrutar de los placeres que él nunca pudo brindarle, lo invaden sentimientos de insignificancia y rechazo, que se reflejan en el borrado de su presencia física.

Alicia es condenada a una muerte agónica en medio de su éxtasis. El narrador la describe de una manera aterradora, proyectando la fantasía masculina de domar este cuerpo rebelde que ha transgredido los límites. Resulta que no era la anemia la que drenaba la energía vital de Alicia cada noche, sino una fuerza parasitaria en su almohadón de plumas, que presumiblemente le chupaba la sangre de la cabeza:


[«Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca. Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca —su trompa, mejor dicho— a las sienes de aquella, chupándole la sangre.»]


El hecho de que la sangre se drene del cerebro de Alicia también refleja la idea de que una excesiva actividad venérea afectaba la cordura. El almohadón de plumas vincula la sangre del cerebro de Alicia con sus fluidos corporales al describir cómo la protagonista trata de evitar que alguien toque sus sábanas, o su almohada, en los momentos previos a su muerte:


[«No quería que le tocaran la cama, ni aun que le arreglaran el almohadón.»]


Una mancha de sangre en las sábanas se consideraba un signo evidente de comportamiento íntimo inapropiado. Al final de la historia, la empleada doméstica encuentra manchas en la funda del almohadón de plumas que «parecen sangre»; sin embargo, dado que el líquido dentro del parásito se describe como «viscoso», las manchas junto a la cabeza de Alicia podrían leerse como una referencia a sus secreciones que quedaron en la ropa de cama [ver: Vermifobia: gusanos y otros anélidos freudianos en la ficción]

Ahora bien, la «bola viviente y viscosa» con «patas velludas» encontradas dentro del almohadón de plumas bien puede ser una entidad parasitaria real e independiente, pero también una conglomeración de fluidos de la protagonista, mezclados entre las plumas, una especie de Tulpa monstruoso creado a partir de las pasiones desenfrenadas de Alicia [ver: Tulpas, Seres Interdimensionales y una elegante teoría sobre el Horror]; o mejor aún, un fetiche brujeril fabricado inadvertidamente por las secreciones que Alicia ha ido acumulando en las plumas al limpiar y secar sus manos dentro del almohadón. Cualquiera de estas opciones funciona muy bien. Pero todas funcionan perfectamente.

Es tentador pensar que, al representar las maniobras íntimas [y acaso compulsivas] de Alicia como una práctica repugnante y vergonzosa, y luego darle una muerte atroz, cuya agonía ni siquiera podemos imaginar, Horacio Quiroga está restableciendo el paradigma del dominio masculino sobre el cuerpo femenino; sin embargo, debajo de este tratamiento aparentemente misógino, el autor expone las ansiedades masculinas en relación al deseo femenino.

Por supuesto, El almohadón de plumas de Horacio Quiroga funciona perfectamente a nivel superficial; quiero decir, puede leerse y disfrutarse como un relato extraño sobre una misteriosa entidad vampírica alojada en la almohada de una muchacha; sin embargo, toda historia es hija de su tiempo, de los códigos y ansiedades de su tiempo, de manera que todos estos elementos también forman parte de la extrañeza y la inquietud que nos produce una narración, más de un siglo después, cuando fue ejecutada por un maestro, como sin dudas lo fue Horacio Quiroga.

Supongo que lo que quiero decir es que El almohadón de plumas es lo que el lector le permite ser. Puede ser la historia de un bicho raro, pero también eso y mucho más.




Horacio Quiroga. I Taller gótico.


Más literatura gótica:
El artículo: En la cama de Alicia: análisis de «El almohadón de plumas» de Horacio Quiroga fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El crimen del otro»: Horacio Quiroga; relato y análisis


«El crimen del otro»: Horacio Quiroga; relato y análisis.




El crimen del otro (El crimen del otro) es un relato de terror del escritor uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937), publicado en la antología de 1904: El crimen del otro.

El crimen del otro, sin dudas uno de los mejores cuentos de Horacio Quiroga, todavía refleja una marcada tendencia hacia el relato modernista, pero también una absoluta fascinación por la obra de Edgar Allan Poe.

El narrador de El crimen del otro está completamente obsesionado con los cuentos de Edgar Allan Poe. De hecho, a lo largo de la historia cita ocho relatos; siendo uno de ellos, precisamente el eje de esa obsesión, el que sella el destino del Otro, cuyo nombre, Fortunato, es el mismo que el protagonista del cuento de Poe: El barril de Amontillado (The Cask of Amontillado).



El crimen del otro.
El crimen del otro, Horacio Quiroga (1878-1937)

Las aventuras que voy a contar datan de cinco años atrás. Yo salía entonces de la adolescencia. Sin ser lo que se llama un nervioso, poseía en el más alto grado la facultad de gesticular, arrastrándome a veces a extremos de tal modo absurdos que llegué a inspirar, mientras hablaba, verdaderos sobresaltos. Este desequilibrio entre mis ideas —las más naturales posibles— y mis gestos —los más alocados posibles—, divertían a mis amigos, pero sólo a aquellos que estaban en el secreto de esas locuras sin igual. Hasta aquí mis nerviosismos y no siempre. Luego entra en acción mi amigo Fortunato, sobre quien versa todo lo que voy a contar.

Poe era en aquella época el único autor que yo leía. Ese maldito loco había llegado a dominarme por completo; no había sobre la mesa un solo libro que no fuera de él. Toda mi cabeza estaba llena de Poe, como si la hubieran vaciado en el molde de Ligeia.

¡Ligeia! ¡Qué adoración tenía por este cuento! Todos e intensamente: Valdemar, que murió siete meses después; Dupin, en procura de la carta robada; las Sras. de Espanaye, desesperadas en su cuarto piso; Berenice, muerta a traición, todos, todos me eran familiares. Pero entre todos, El barril de Amontillado me había seducido como una cosa íntima mía: Montresor, El Carnaval, Fortunato, me eran tan comunes que leía ese cuento sin nombrar ya a los personajes; y al mismo tiempo envidiaba tanto a Poe que me hubiera dejado cortar con gusto la mano derecha por escribir esa maravillosa intriga.

Sentado en casa, en un rincón, pasé más de cuatro horas leyendo ese cuento con una fruición en que entraba sin duda mucho de adverso para Fortunato. Dominaba todo el cuento, pero todo, todo, todo. Ni una sonrisa por ahí, ni una premura en Fortunato se escapaba a mi perspicacia. ¿Qué no sabía ya de Fortunato y su deplorable actitud?

A fines de diciembre leí a Fortunato algunos cuentos de Poe. Me escuchó amistosamente, con atención sin duda, pero a una legua de mi ardor. De aquí que al cansancio que yo experimenté al final, no pudo comparársele el de Fortunato, privado durante tres horas del entusiasmo que me sostenía.

Esta circunstancia de que mi amigo llevara el mismo nombre que el del héroe del El barril de Amontillado me desilusionó al principio, por la vulgarización de un nombre puramente literario; pero muy pronto me acostumbré a nombrarle así, y aun me extralimitaba a veces llamándole por cualquier insignificancia: tan explícito me parecía el nombre. Si no sabía el “barril” de memoria, no era ciertamente porque no lo hubiera oído hasta cansarme. A veces en el calor del delirio le llamaba a él mismo Montresor, Fortunato, Luchesi, cualquier nombre de ese cuento; y esto producía una indescriptible confusión de la que no llegaba a coger el hilo en largo rato.

Difícilmente me acuerdo del día en que Fortunato me dio pruebas de un fuerte entusiasmo literario. Creo que a Poe puédese sensatamente atribuir ese insólito afán, cuyas consecuencias fueron exaltar a tal grado el ánimo de mi amigo que mis predilecciones eran un frío desdén al lado de su fanatismo. ¿Cómo la literatura de Poe llegó a hacerse sensible en la ruda capacidad de Fortunato? Recordando, estoy dispuesto a creer que la resistencia de su sensibilidad, lucha diaria en que todo su organismo inconscientemente entraba en juego, fue motivo de sobra para ese desequilibrio, sobre todo en un ser tan profundamente inestable como Fortunato.

En una hermosa noche de verano se abrió a mi alma en esta nueva faz. Estábamos en la azotea, sentados en sendos sillones de tela. La noche cálida y enervante favorecía nuestros proyectos de errabunda meditación. El aire estaba débilmente oloroso por el gas de la usina próxima. Debajo nuestro clareaba la luz tranquila de las lámparas tras los balcones abiertos. Hacia el este, en la bahía, los farolillos coloridos de los buques cargaban de cambiantes el agua muerta como un vasto terciopelo, fósforos luminosos que las olas mansas sostenían temblando, fijos y paralelos a lo lejos, rotos bajo los muelles. El mar, de azul profundo, susurraba en la orilla. Con las cabezas echadas atrás, las frentes sin una preocupación, soñábamos bajo el gran cielo lleno de estrellas, cruzado solamente de lado a lado —en aquellas noches de evolución naval— por el brusco golpe de luz de un crucero en vigilancia.

—¡Qué hermosa noche! —murmuró Fortunato—. Se siente uno más irreal, leve y vagante como una boca de niño que aún no ha aprendido a besar...

Gustó la frase, cerrando los ojos.

—El aspecto especial de esta noche —prosiguió— tan quieta, me trae a la memoria la hora en que Poe llevó al altar y dio su mano a lady Rowena Tremanión, la de ojos azules y cabellos de oro. Tremanión de Tremaine. Igual fosforescencia en el cielo, igual olor a gas...

Meditó un momento. Volvió la cabeza hacia mí, sin mirarme:

—¿Se ha fijado en que Poe se sirve de la palabra locura, ahí donde su vuelo es más grande? En Ligeia está doce veces.

No recordaba haberla visto tanto, y se lo hice notar.

—¡Bah! No es cuestión de que la ponga tantas veces, sino de que en ciertas ocasiones, cuando va a subir muy alto, la frase ha hecho ya notar esa disculpa de locura que traerá consigo el vuelo de poesía.

Como no comprendía claramente, me puse de pie, encogiéndome de hombros. Comencé a pasearme con las manos en los bolsillos. No era la única vez que me hablaba así. Ya dos días antes había pretendido arrastrarme a una interpretación tan novedosa de El Cameleopardo que hube de mirarle con atención, asustado de su carrera vertiginosa. Seguramente había llegado a sentir hondamente; ¡pero a costa de qué peligros!

Al lado de ese franco entusiasmo, yo me sentía viejo, escudriñador y malicioso. Era en él un desborde de gestos y ademanes, una cabeza lírica que no sabía ya cómo oprimir con la mano la frente que volaba. Hacía frases. Creo que nuestro caso se podía resumir en la siguiente situación: en un cuarto donde estuviéramos con Poe y sus personajes, yo hablaría con éste, de éstos, y en el fondo Fortunato y los héroes de las Historias extraordinarias charlarían entusiasmados de Poe. Cuando lo comprendí recobré la calma, mientras Fortunato proseguía su vagabundaje lírico sin ton ni son:

—Algunos triunfos de Poe consisten en despertar en nosotros viejas preocupaciones musculares, dar un carácter de excesiva importancia al movimiento, tomar al vuelo un ademán cualquiera y desordenarlo insistentemente hasta que la constancia concluya por darle una vida bizarra.

—Perdón —le interrumpí—. Niego por lo pronto que el triunfo de Poe consista en eso. Después, supongo que el movimiento en sí debe ser la locura de la intención de moverse...

Esperé lleno de curiosidad su respuesta, atisbándole con el rabo del ojo.

—No sé —me dijo de pronto con la voz velada como si el suave rocío que empezaba a caer hubiera llegado a su garganta—. Un perro que yo tengo sigue y ladra cuadras enteras a los carruajes. Como todos. Les inquieta el movimiento. Les sorprende también que los carruajes sigan por su propia cuenta a los caballos. Estoy seguro de que si no obran y hablan racionalmente como nosotros, ello obedece a una falla de la voluntad. Sienten, piensan, pero no pueden querer. Estoy seguro.

¿Adónde iba a llegar aquel muchacho, tan manso un mes atrás? Su frente estrecha y blanca se dirigía al cielo. Hablaba con tristeza, tan puro de imaginación que sentí una tibia fiebre de azuzarle. Suspiré hondamente:

—¡Oh Fortunato! —Y abrí los brazos al mar como una griega antigua.

Permanecí así diez segundos, seguro de que iba a provocarle una repetición infinita del mismo tema. En efecto, habló, habló con el corazón en la boca, habló todo lo que despertaba en aquella encrespada cabeza. Antes le dije algo sobre la locura en términos generales. Creo sobre la facultad de escapar milagrosamente al movimiento durante el sueño.

—El sueño —siguió— o, más bien dicho, el sueño dentro de un sueño, es un estado de absoluta locura. Nada de conciencia, esto es, la facultad de presentarse a sí mismo lo contrario de lo que se está pensando y admitirle como posible. La tensión nerviosa que rompe las pesadillas tendría el mismo objeto que la ducha en los locos: el chorro de agua provoca esa tensión nerviosa que llevará al equilibrio, mientras en el ensueño esa misma tensión quiebra, por decirlo así, el eje de la locura. En el fondo el caso es el mismo: prescindencia absoluta de oposición. La oposición es el otro lado de las cosas. De las dos conciencias que tienen las cosas, el loco o el soñador sólo ve una: la afirmativa o la negativa. Los cuerdos se acogen primero a la probabilidad, que es la conciencia loca de las cosas. Por otra parte, los sueños de los locos son perfectamente posibles. Y esta misma posibilidad es una locura, por dar carácter de realidad a esa inconsciencia: no la niega, la cree posible.

»Hay casos sumamente curiosos. Sé de un juicio donde el reo tenía en la parte contraria la acusación de un testigo del hecho. Le preguntaban:

»—¿Ud. vio tal cosa?

»El testigo respondía:

»—Sí.

»Ahora bien, la defensa alegaba que siendo el lenguaje una convención, era solamente posible que en el testigo la palabra sí expresara afirmación. Proponía al jurado examinar la curiosa adaptación de las preguntas al monosílabo del testigo. En pos de éstas, hubiera sido imposible que el testigo dijera: no (entonces no sería afirmación, que era lo único de que se trataba, etc., etc.).

¡Valiente Fortunato! Habló todo esto sin respirar, firme con su palabra, los ojos seguros en que ardían como vírgenes todas estas castas locuras. Con las manos en los bolsillos, recostado en la balaustrada, le veía discurrir. Miraba con profunda atención, eso sí, un ligero vértigo de cuando en cuando. Y aún creo que esta atención era más bien una preocupación mía.

De repente levantamos la cabeza: el foco de un crucero azotó el cielo, barrió el mar, la bahía se puso clara con una lívida luz de tormenta, sacudió el horizonte de nuevo, y puso en manifiesto a lo lejos, sobre el agua ardiente de estaño, la fila inmóvil de acorazados.

Distraído, Fortunato permaneció un momento sin hablar. Pero la locura, cuando se la estrujan los dedos, hace piruetas increíbles que dan vértigos, y es fuerte como el amor y la muerte. Continuó:

—La locura tiene también sus mentiras convencionales y su pudor. No negará Ud. que el empeño de los locos en probar su razón sea una de aquéllas. Un escritor dice que tan ardua cosa es la razón que aun para negarla es menester razonar. Aunque no recuerdo bien la frase, algo de ello es. Pero la conciencia de una meditación razonable sólo es posible recordando que ésta podría no ser así. Habría comparación, lo que no es posible tratándose de una solución, uno de cuyos términos causales es reconocidamente loco. Sería tal vez un proceso de idea absoluta. Pero bueno es recordar que los locos jamás tienen problemas o hallazgos: tienen ideas.

Continuó con aquella su sabiduría de maestro y de recuerdos despertados a sazón:

—En cuanto al pudor, es innegable. Yo conocí un muchacho loco, hijo de un capitán, cuya sinrazón había dado en manifestarse como ciencia química. Contábanme sus parientes que aquél leía de un modo asombroso, escribía páginas inacabables, daba a entender, por monosílabos y confidencias vagas, que había hallado la ineficacia cabal de la teoría atómica (creo se refería en especial a los óxidos de manganeso. Lo raro es que después se habló seriamente de esas inconsecuencias del oxígeno). El tal loco era perfectamente cuerdo en lo demás, cerrándose a las requisitorias enemigas por medio de silbidos, pst y levantamientos del bigote. Gozaba del triste privilegio de creer que cuantos con él hablaban querían robarle su secreto. De aquí los prudentes silbidos que no afirmaban ni negaban nada.

»Ahora bien, yo fui llamado una tarde para ver lo que de sólido había en esa desvariada razón. Confieso que no pude orientarme un momento a través de su mirada de perfecto cuerdo, cuya única locura consistía entonces en silbar y extender suavemente el bigote, pobre cosa. Le hablé de todo, demostré una ignorancia crasa para despertar su orgullo, llegué hasta exponerle teoría tan extravagante y absurda que dudé si esa locura a alta presión sería capaz de ser comprendida por un simple loco. Nada hallé. Respondía apenas:

»—Es verdad... son cosas... pst... ideas... pst... pst...

»Y aquí estaban otra vez las ideas en toda su fuerza.

»Desalentado, le dejé. Era imposible obtener nada de aquel fino diplomático. Pero un día volví con nuevas fuerzas, dispuesto a dar a toda costa con el secreto de mi hombre. Le hablé de todo otra vez; no obtenía nada. Al fin, al borde del cansancio, me di cuenta de pronto de que durante esa y la anterior conferencia yo había estado muy acalorado con mi propio esfuerzo de investigación y hablé en demasía; había sido observado por el loco. Me calmé entonces y dejé de charlar. La cuestión cesó y le ofrecí un cigarro. Al mirarme inclinándose para tomarle, me alisé los bigotes lo más suavemente que me fue posible. Dirigióme una mirada de soslayo y movió la cabeza sonriendo. Aparté la vista, mas atento a sus menores movimientos. Al rato no pudo menos que mirarme de nuevo, y yo a mi vez me sonreí sin dejar el bigote. El loco se serenó por fin y habló todo lo que deseaba saber.

»Yo había estado dispuesto a llegar hasta el silbido; pero con el bigote bastó.

La noche continuaba en paz. Los ruidos se perdían en aislados estremecimientos, el rodar lejano de un carruaje, los cuartos de hora de una iglesia, un ¡ohé! en el puerto. En el cielo puro las constelaciones ascendían; sentíamos un poco de frío. Como Fortunato parecía dispuesto a no hablar más, me subí el cuello del saco, froté rápidamente las manos, y dejé caer como una bala perdida:

—Era perfectamente loco.

Al otro lado de la calle, en la azotea, un gato negro caminaba tranquilamente por el pretil. Debajo nuestro dos personas pasaron. El ruido claro sobre el adoquín me indicó que cambiaban de vereda; se alejaron hablando en voz baja. Me había sido necesario todo este tiempo para arrancar de mi cabeza un sinnúmero de ideas que al más insignificante movimiento se hubieran desordenado por completo. La vista fija se me iba. Fortunato decrecía, decrecía, hasta convertirse en un ratón que yo miraba. El silbido desesperado de un tren expreso correspondió exactamente a ese monstruoso ratón. Rodaba por mi cabeza una enorme distancia de tiempo y un pesadísimo y vertiginoso girar de mundos. Tres llamas cruzaron por mis ojos, seguidas de tres dolorosas puntadas de cabeza. Al fin logré sacudir eso y me volví:

—¿Vamos?

—Vamos. Me pareció que tenía un poco de frío.

Estoy seguro de que lo dijo sin intención; pero esta misma falta de intención me hizo temer no sé qué horrible extravío.

Esa noche, solo ya y calmado, pensé detenidamente. Fortunato me había transformado, esto era verdad. ¿Pero me condujo él al vértigo en que me había enmarañado, dejando en las espinas, a guisa de cándidos vellones de lana, cuatro o cinco ademanes rápidos que enseguida oculté? No lo creo. Fortunato había cambiado, su cerebro marchaba aprisa. Pero de esto al reconocimiento de mi superioridad había una legua de distancia. Este era el punto capital: yo podía hacer mil locuras, dejarme arrebatar por una endemoniada lógica de gestos repetidos; dar en el blanco de una ocurrencia del momento y retorcerla hasta crear una verdad extraña; dejar de lado la mínima intención de cualquier movimiento vago y acogerse a la que podría haberle dado un loco excesivamente detallista; todo esto y mucho más podía yo hacer. Pero en estos desenvolvimientos de una excesiva posesión de sí, virutas de torno que no impedían un centraje absoluto, Fortunato sólo podía ver trastornos de sugestión motivados por tal o cual ambiente propicio, de que él se creía sutil entrenador.

Pocos días más tarde me convencí de ello. Paseábamos. Desde las cinco habíamos recorrido un largo trayecto: los muelles de Florida, las revueltas de los pasadizos, los puentes carboneros, la Universidad, el rompeolas que había de guardar las aguas tranquilas del puerto en construcción, cuya tarjeta de acceso nos fue acordada gracias al recrudecimiento de amistad que en esos días tuvimos con un amigo nuestro —ahora de luto— estudiante de ingeniería. Fortunato gozaba esa tarde de una estabilidad perfecta, con todas sus nuevas locuras, eso sí, pero tan en equilibrio como las del loco de un manicomio cualquiera. Hablábamos de todo, los pañuelos en las manos, húmedos de sudor. El mar subía al horizonte, anaranjado en toda su extensión; dos o tres nubes de amianto erraban por el cielo purísimo; hacia el cerro de negro verdoso, el sol que acababa de trasponerlo circundábalo de una aureola dorada.

Tres muchachos cazadores de cangrejos pasaron a lo largo del muro. Discutieron un rato. Dos continuaron la marcha saltando sobre las rocas con el pantalón a la rodilla; el otro se quedó tirando piedras al mar. Después de cierto tiempo exclamé, como en conclusión de algún juicio interno provocado por la tal caza:

—Por ejemplo, bien pudiera ser que los cangrejos caminaran hacia atrás para acortar las distancias. Indudablemente el trayecto es más corto.

No tenía deseos de descarrilarle. Dije eso por costumbre de dar vuelta a las cosas. Y Fortunato cometió el lamentable error de tomar como locura mía lo que era entonces locura completamente del animal, y se dejó ir a corolarios por demás sutiles y vanidosos.

Una semana después Fortunato cayó. La llama que temblaba sobre él se extinguió, y de su aprendizaje inaudito, de aquel lindo cerebro desvariado que daba frutos amargos y jugosos como las plantas de un año, no quedó sino una cabeza distendida y hueca, agotada en quince días, tal como una muchacha que tocó demasiado pronto las raíces de la voluptuosidad. Hablaba aún, pero disparataba. Si tomaba a veces un hilo conductor, la misma inconsciente crispación de ahogado con que se sujetaba a él, le rompía. En vano traté de encauzarle, haciéndole notar de pronto con el dedo extendido y suspenso para lavar ese imperdonable olvido, el canto de un papel, una mancha diminuta del suelo. Él, que antes hubiera reído francamente conmigo, sintiendo la absoluta importancia de esas cosas así vanidosamente aisladas, se ensañaba ahora de tal modo con ellas que les quitaba su carácter de belleza únicamente momentánea y para nosotros.

Puesto así fuera de carrera, el desequilibrio se acentuó en los días siguientes. Hice un último esfuerzo para contener esa decadencia volviendo a Poe, causa de sus exageraciones. Pasaron los cuentos, Ligeia, El doble crimen, El gato negro. Yo leía, él escuchaba. De vez en cuando le dirigía rápidas miradas: me devoraba constantemente con los ojos, en el más santo entusiasmo.

No sintió absolutamente nada, estoy seguro. Repetía la lección demasiado sabida, y pensé en aquella manera de enseñar a bailar a los osos, de que hablan los titiriteros avezados; Fortunato ajustaba perfectamente en el marco del organillo. Deseando tocarle con fuego, le pregunté, distraído y jugando con el libro en el aire:

—¿Qué efecto cree Ud. que le causaría a un loco la lectura de Poe?

Locamente temió una estratagema por el jugueteo con el libro, en que estaba puesta toda su penetración.

—No sé. Y repitió: no sé, no sé, no sé —bastante acalorado.

—Sin embargo, tiene que gustarles. ¿No pasa eso con toda narración dramática o de simple idea, ellos que demuestran tanta afición a las especulaciones? Probablemente viéndose instigados en cualquier corazón delator se desencadenarán por completo.

—¡Oh! no —suspiró—. Lo probable es que todos creyeran ser autores de tales páginas. O simplemente, tendrían miedo de quedarse locos —Y se llevó la mano a la frente, con alma de héroe.

Suspendí mis juegos malabares. Con el rabo del ojo me enviaba una miradilla vanidosa. Pretendía afrontarlo y me desvié. Sentí una sensación de frío adelgazamiento en los tobillos y el cuello; me pareció que la corbata, floja, se me desprendía.

—¡Pero está loco! —le grité levantándome con los brazos abiertos—. ¡Está loco! —grité más.

Hubiera gritado mucho más pero me equivoqué y saqué toda la lengua de costado. Ante mi actitud, se levantó evitando apenas un salto, me miró de costado, acercóse a la mesa, me miró de nuevo, movió dos o tres libros, y fue a fijar cara y manos contra los vidrios, tocando el tambor. Entretanto yo estaba ya tranquilo y le pregunté algo. En vez de responderme francamente, dio vuelta un poco la cabeza y me miró a hurtadillas, si bien con miedo, envalentonado por el anterior triunfo. Pero se equivocó. Ya no era tiempo, debía haberlo conocido. Su cabeza, en pos de un momento de loca inteligencia dominadora, se había quebrado de nuevo.

Un mes siguió. Fortunato marchaba rápidamente a la locura, sin el consuelo de que ésta fuera uno de esos anonadamientos espirituales en que la facultad de hablar se convierte en una sencilla persecución animal de las palabras. Su locura iba derecha a un idiotismo craso, imbecilidad de negro que pasea todas las mañanas por los patios del manicomio su cara pintada de blanco. A ratos atareábame en apresurar la crisis, descargándome del pecho, a grandes maneras, dolores intolerables; sentándome en una silla en el extremo opuesto del cuarto, dejaba caer sobre nosotros toda una larga tarde, seguro de que el crepúsculo iba a concluir por no verme. Tenía avances. A veces gozaba haciéndose el muerto, riéndose de ello hasta llorar. Dos o tres veces se le cayó la baba. Pero en los últimos días de febrero le acometió un irreparable mutismo del que no pude sacarle por más esfuerzos que hice. Me hallé entonces completamente abandonado. Fortunato se iba, y la rabia de quedarme solo me hacía pensar en exceso.

Una noche de estas, le tomé del brazo para caminar. No sé adonde íbamos, pero estaba contentísimo de poder conducirle. Me reía despacio sacudiéndole del brazo. Él me miraba y se reía también, contento. Una vidriera, repleta de caretas por el inminente carnaval, me hizo recordar un baile para los próximos días de alegría, del que la cuñada de Fortunato me había hablado con entusiasmo.

—Y Ud., Fortunato, ¿no se disfrazará?
—Sí, sí.

—Entiendo que iremos juntos.

—Divinamente.

—¿Y de qué se disfrazará?

—¿Me disfrazaré?

—Ya sé —agregué bruscamente—: de Fortunato.

—¿Eh? —rompió éste, enormemente divertido.

—Sí, de eso.

Y le arranqué de la vidriera. Había hallado una solución a mi inevitable soledad, tan precisa, que mis temores sobre Fortunato se iban al viento como un pañuelo. ¿Me iban a quitar a Fortunato? Está bien. ¿Yo me iba a quedar solo? Está bien. ¿Fortunato no estaba a mi completa disposición? Está bien. Y sacudía en el aire mi cabeza tan feliz. Esta solución podía tener algunos puntos difíciles; pero de ella lo que me seducía era su perfecta adaptación a una famosa intriga italiana, bien conocida mía, por cierto, y sobre todo la gran facilidad para llevarla a término. Seguí a su lado sin incomodarle. Marchaba un poco detrás de él, cuidando de evitar las junturas de las piedras para caminar debidamente: tan bien me sentía.

Una vez en la cama, no me moví, pensando con los ojos abiertos. En efecto, mi idea era ésta: hacer con Fortunato lo que Poe hizo con Fortunato. Emborracharle, llevarle a la cueva con cualquier pretexto, reírse como un loco... ¡Qué luminoso momento había tenido! Los disfraces, los mismos nombres. Y el endemoniado gorro de cascabeles... Sobre todo: ¡qué facilidad! Y por último un hallazgo divino: como Fotunato estaba loco, no tenía necesidad de emborracharlo

A las tres de la mañana supuse próxima la hora. Fortunato, completamente entregado a galantes devaneos, paseaba del brazo a una extraviada Ofelia, cuya cola, en sus largos pasos de loca, barría furiosamente el suelo.

Nos detuvimos delante de la pareja.

—¡Y bien, querido amigo! ¿No es Ud. feliz en esta atmósfera de desbordante alegría?

—Sí, feliz —repitió Fortunato alborozado.

Le puse la mano sobre el corazón:

—¡Feliz como todos nosotros!

El grupo se rompió a fuerza de risas. Mi amplio ademán de teatro las había conquistado. Continué:

—Ofelia ríe, lo que es buena señal. Las flores son un fresco rocío para su frente. La tomé la mano y agregué: —¿no siente Ud. en mi mano la Razón Pura? Verá Ud., curará, y será otra en su ancho, pesado y melancólico vestido blanco... Y a propósito, querido Fortunato: ¿no le evoca a Ud. esta galante Ofelia una criatura bien semejante en cierto modo? Fíjese Ud. en el aire, los cabellos, la misma boca ideal, el mismo absurdo deseo de vivir sólo por la vida... perdón —concluí volviéndome—: son cosas que Fortunato conoce bien.

Fortunato me miraba asombrado, arrugando la frente. Me incliné a su oído y le susurré apretándole la mano:

—¡De Ligeia, mi adorada Ligeia!

—¡Ah, sí, ah sí! —y se fue. Huyó al trote, volviendo la cabeza con inquietud como los perros que oyen ladrar no se sabe dónde.

A las tres y media marchábamos en dirección a casa. Yo llevaba la cabeza clara y las manos frías; Fortunato no caminaba bien. De repente se cayó, y al ayudarle se resistió tendido de espaldas. Estaba pálido, miraba ansiosamente a todos lados. De las comisuras de sus labios pendientes caían fluidas babas. De pronto se echó a reír. Le dejé hacer un rato, esperando fuera una pasajera crisis de que aún podría volver.

Pero había llegado el momento; estaba completamente loco, mudo y sentado ahora, los ojos a todos lados, llorando a la luz de la luna en gruesas, dolorosas e incesantes lágrimas, su asombro de idiota.

Le levanté como pude y seguimos la calle desierta. Caminaba apoyado en mi hombro. Sus pies se habían vuelto hacia adentro.

Estaba desconcertado. ¿Cómo hallar el gusto de los tiernos consejos que pensaba darle a semejanza del otro, mientras le enseñaba con prolija amistad mi sótano, mis paredes, mi humedad y mi libro de Poe, que sería el tonel en cuestión? No habría nada, ni el terror al fin cuando se diera cuenta. Mi esperanza era que reaccionase, siquiera un momento para apreciar debidamente la distancia a que nos íbamos a hallar. Pero seguía lo mismo. En cierta calle una pareja pasó al lado nuestro, ella tan bien vestida que el alma antigua de Fortunato tuvo un tardío estremecimiento y volvió la cabeza. Fue lo último. Por fin llegamos a casa. Abrí la puerta sin ruido, le sostuve heroicamente con un brazo mien­tras cerraba con el otro, atravesamos los dos patios y bajamos al sótano. Fortunato miró todo atentamente y quiso sacarse el frac, no sé con qué objeto.

En el sótano de casa había un ancho agujero revocado, cuyo destino en otro tiempo ignoro del todo. Medía tres metros de profundidad por dos de diámetro. En días anteriores había amontonado en un rincón gran cantidad de tablas y piedras, apto todo para cerrar herméticamente una abertura. Allí conduje a Fortunato, y allí traté de descenderle. Pero cuando le cogí de la cintura se desasió violentamente, mirándome con terror. ¡Por fin! Contento, me froté las manos. Toda mi alma estaba otra vez conmigo. Me acerqué sonriendo y le dije al oído, con cuanta suavidad me fue posible:

—¡Es el pozo, mi querido Fortunato!

Me miró con desconfianza, escondiendo las manos.

—Es el pozo... ¡el pozo, querido amigo!

Entonces una luz pálida le iluminó los ojos. Tomó de mi mano la vela, se acercó cautelosamente al hueco, estiró el cuello y trató de ver el fondo. Se volvió, interrogante.

—¿...?

—¡El pozo! —concluí, abriendo los brazos. Su vista siguió mi ademán.

—¡Ah, no!

Me reí entonces, y le expresé claramente bajando las manos:

—¡El pozo!

Era bastante. Esta concreta idea: el pozo, concluyó por entrar en su cerebro completamente aislada y pura. La hizo suya: era el pozo. Fue feliz del todo. Nada me quedaba casi por hacer. Le ayudé a bajar, y aproximé mi seudocemento. En pos de cada acción acercaba la vela y le miraba.

Fortunato se había acurrucado, completamente satisfecho. Una vez me chistó.

—¿Eh? —me incliné. Levantó el dedo sagaz y lo bajó perpendicularmente. Comprendí y nos reímos con toda el alma.

De pronto me vino un recuerdo y me asomé rápidamente:

—¿Y el nitro? —Callé enseguida. En un momento eché encima las tablas y piedras. Ya estaba cerrado el pozo y Fortunato dentro. Me senté entonces, coloqué la vela al lado y como El Otro, esperé.

—¡Fortunato!

Nada: ¿Sentiría?

Más fuerte:

—¡Fortunato!

Y un grito sordo, pero horrible, subió del fondo del pozo. Di un salto, y comprendí entonces, pero locamente, la precaución de Poe al llevar la espada consigo. Busqué un arma desesperadamente: no había ninguna. Tomé la vela y la estrellé contra el suelo. Otro grito subió, pero más horrible. A mi vez aullé:

—¡Por el amor de Dios!

No hubo ni un eco. Aún subió otro grito y salí corriendo y en la calle corrí dos cuadras. Al fin me detuve, la cabeza zumbando.

¡Ah, cierto! Fortunato estaba metido dentro de su agujero y gritaba. ¿Habría filtraciones? Seguramente en el último momento palpó claramente lo que se estaba haciendo... ¡Qué facilidad para encerrarlo! El pozo... era su pasión. El otro Fortunato había gritado también. Todos gritan, porque se dan cuenta de sobra. Lo curioso es que uno anda más ligero que ellos...

Caminaba con la cabeza alta, dejándome ir a ensueños en que Fortunato lograba salir de su escondrijo y me perseguía con iguales asechanzas... ¡Qué sonrisa más franca la suya!... Presté oído... ¡Bah! Buena había sido la idea de quien hizo el agujero. Y después la vela...

Eran las cuatro. En el centro barrían aún las últimas máquinas. Sobre las calles claras la luna muerta descendía. De las casas dormidas quién sabe por qué tiempo, de las ventanas cerradas, caía un vasto silencio. Y continué mi marcha gozando las últimas aventuras con una fruición tal que no sería extraño que yo a mi vez estuviera un poco loco.

Horacio Quiroga (1878-1937)




Relatos góticos. I Relatos de Horacio Quiroga.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Horacio Quiroga: El crimen del otro (El crimen del otro), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El crimen del otro»: Horacio Quiroga; libro y análisis


«El crimen del otro»: Horacio Quiroga; libro y análisis.




El crimen del otro (El crimen del otro) es una colección de relatos de terror del escritor uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937), publicada en 1904.

La antología agrupa varios de los cuentos de Horacio Quiroga más interesantes, aunque claramente menos importantes en relación a los que llegarían más adelante en: Cuentos de amor de locura y de muerte y Los desterrados, entre otros.

Por tratarse del primer libro de cuentos de Horacio Quiroga —anteriormente había publicado Los arrecifes de coral, con algunos cuentos pero en su mayoría integrado por poemas—, El crimen del otro es una obra fundamental para conocer la evolución de este verdadero maestro del horror latinoamericano.

En El crimen del otro vemos a un Horacio Quiroga todavía atrapado en el laberinto del modernismo —género que lo cautivó en su juventud, y del que se iría desprendiendo poco a poco en la madurez—, aunque con pasajes que anticipan la cicatrización de esa herida.

A lo largo de la colección se observa la gran influencia de autores como Guy de Maupassant y Edgar Allan Poe; de hecho, el cuento que le da título al libro: El crimen del otro, es prácticamente una versión rioplatense del clásico de E.A. Poe: El barril de amontillado (The Cask of Amontillado).




El crimen del otro.
El crimen del otro, Horacio Quiroga (1878-1937)
  • El crimen del otro.
  • Corto poema de María Angélica.
  • El 2º y el 8º número.
  • El haschich.
  • El triple robo de Bellamore.
  • Flor de imperio.
  • Historia de Estilicón.
  • Idilio.
  • La justa proporción de las cosas.
  • La muerte del canario.
  • La princesa bizantina.
  • Rea Silvia.


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Relatos góticos. I Relatos de Horacio Quiroga.


El análisis y resumen del libro de Horacio Quiroga: El crimen del otro (El crimen del otro), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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