«Los lobos no lloran»: Bruce Elliott; relato y análisis.


«Los lobos no lloran»: Bruce Elliott; relato y análisis.




«Aprendió a ladrar «hola» y «tengo hambre» y,
después de meses de esfuerzo, a preguntar:
«¿Por qué no puedo volver al zoológico?».
Pero eso no sirvió de mucho, porque
lo único que le respondían era: «Porque eres un humano».»



Los lobos no lloran (Wolves Don't Cry) es un relato de hombres lobo del escritor norteamericano Bruce Elliott (1914-1973), publicado originalmente en la edición de abril de 1954 de la revista The Magazine of Fantasy and Science Fiction, y luego reeditado en la antología de 1988: El monstruoso libro de los monstruos (The Monster Book Of Monsters).

Los lobos no lloran, uno de los mejores cuentos de Bruce Elliott, presenta un enfoque original sobre el tema de la licantropía. De hecho, desarma y reconstruye esta leyenda de un modo asombroso.

El protagonista es un lobo que se transforma en humano. Al despertar en su jaula, descubre su nuevo cuerpo, y el personal del zoológico lo confunde con un loco o un borracho que entró a pasar la noche en la jaula, dejando escapar al lobo. Desconcertado, Lobo [así lo había llamado la gente del zoológico] descubre que no puede aullar, que su olfato se ha debilitado enormemente [para colmo, ahora su nariz está lejos del suelo] y puede ver colores que antes no percibía.

Lobo es trasladado a un hospital psiquiátrico. Es encerrado en una celda [con barrotes, como su jaula en el zoológico] y obligado a diversas cuestiones que considera indignas: usar ropa, comer una papilla insípida en lugar de carne, caminar sobre sus patas traseras y seguir nuevas normas sociales. Sin embargo, lo peor de todo es que Lobo extraña a su hembra, su olor, y a sus cachorros.

A pesar de su incomodidad, Lobo se adapta al nuevo entorno y aprende a comportarse como un humano, incluso adquiere cierto manejo de los extraños sonidos que emiten los bípedos y empieza a comunicarse con ellos. Lo más sorprendente es que aprende a llorar, algo que los lobos son incapaces de hacer.

Al salir del hospital, Lobo asiste a un cine y ve una película de hombres lobo donde el protagonista examina un libro que describe cómo un ser humano puede convertirse en lobo a través de un ritual, que debe realizarse con un cinturón de piel humana. Bruce Elliott no lo menciona específicamente, pero se trata del libro de Sabine Baring-Gould de 1865: El libro de los hombres lobo (The Book of Were-Wolves). Lobo lleva a cabo el ritual con algunas modificaciones; por ejemplo, el cinturón es de piel de lobo, no humana, y recupera su forma original [ver: Atrapado en el cuerpo equivocado]

Antes de eso, Lobo mantiene relaciones con una mujer humana y ella queda embarazada.

Ya en su forma original, Lobo regresa al zoológico, de noche, y se echa junto a la jaula de su antigua compañera. Al amanecer, los empleados lo reconocen y lo hacen entrar en la jaula. Allí, un día, ve a una mujer que se acerca con un carrito de bebé. El niño es humano, pero tiene ojos extraños. Lobo imagina cómo el niño, su hijo humano [lo reconoce por su olor], algún día padecerá algo que, para el resto del mundo, incluso para él mismo, será una maldición:


«Y el último pensamiento que tuvo al respecto fue de infinita lástima por su pequeño hijo, quien, en una noche de luna llena, se arrodillaría y se convertiría en un animal, para luego vagar en la oscuridad en busca de algo que jamás llegaría a comprender.»


Los lobos no lloran de Bruce Elliott no solo invierte la leyenda del hombre lobo, sino que prescinde de todas las convenciones del género, encontrando en el proceso distintos puntos de enlace con la estructura original. Por ejemplo, el hijo humano de Lobo será un licántropo, y esto será un misterio para él. Nunca sabrá que su padre fue, en realidad, un lobo. También es interesante que el comportamiento de los licántropos se deba a la incomodidad física que experimenta un lobo que debe articular los movimientos de un cuerpo humano [ver: Razas y clanes de hombres lobo]

Bruce Elliott no proporciona ninguna explicación sobre por qué Lobo se convierte en humano al principio. Como Gregor Samsa en La metamorfosis (Die Verwandlung) de Franz Kafka; no hay maldiciones ni infecciones detrás de la transformación [ver: Kafka y lo Kafkiano]. A falta de un origen es lícito pensar que, tal vez, Lobo fue anteriormente un humano, y vive inmerso en un ciclo de transformaciones. Es cierto, tiene compañera y cachorros, por lo cual ha sido animal durante bastante tiempo, pero también los tiene cuando luego es humano.

Si bien hay algunos puntos en común, Lobo no es exactamente como Gregor Samsa; y ciertamente no pertenece a la tradición surrealista. Tampoco es una total inversión de convenciones sino una expansión. Por ejemplo, la escena en el cine hace referencia al rol tradicional del licántropo en las películas de terror, y el ritual posterior se vincula con la leyenda del nigromante que manipula fuerzas oscuras. Todo eso forma parte de este universo, pero el eje de la historia no es un humano que se convierte en lobo, sino un lobo, convertido en humano, que busca ser lobo otra vez [ver: Análisis psicológico del Hombre Lobo]




Los lobos no lloran.
Wolves Don't Cry, Bruce Elliott (1914-1973)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


El hombre desnudo tras las rejas dormía profundamente. En la jaula contigua, un oso se revolcó sobre su espalda y miró somnoliento al sol naciente. No muy lejos, un chacal paseaba ágilmente de un lado a otro, como si intentara lo imposible: alejar aquel olor fétido. Las moscas se agolpaban alrededor del gran hueso que descansaba cerca de la cabeza del hombre dormido. Pequeños trozos de carne en descomposición atraían a los insectos, y su zumbido constante inquietó al hombre. Acostumbrado a despertar al instante, abrió los ojos y, al mismo tiempo, su mano derecha se extendió y aplastó a las molestas moscas. Estas se dispersaron, pero el hombre desnudo permaneció en la misma posición. Sus ojos estaban fijos en su mano.

Así seguía cuando el cuidador del zoológico se acercó a la jaula con un cubo de comida en una mano y de agua en la otra; dijo:

—¡Hola, Lobo! ¡A despertar! Pronto vendrán los visitantes.

Entonces, él también se quedó inmóvil. En la mente del hombre desnudo surgían ideas extrañas. Su pata... ¿qué le había pasado? ¿Dónde estaba el pelo gris y rígido? ¿Las uñas negras y fuertes como el acero? ¿Y qué era ese extraño quinto dedo que sobresalía de su pata? Lo movió con curiosidad. Giraba. Nunca había podido mover su dedo rudimentario, y el hecho de hacerlo era aún más desconcertante que las otras extrañeces que le intrigaban.

—¡Malditos borrachos! —gritó el cuidador—. ¿Acaso no fue suficiente que una noche entrara un grupo de ustedes, una chica molestara al oso y perdiera un brazo? ¡Ahora tienen que dormir en mis jaulas! ¿Y dónde está Lobo? ¿Qué han hecho con él?

El hombre desnudo deseaba que los bipedos dejaran de gritar. Ya era difícil intentar comprender lo que había pasado sin que esos gruñidos interfirieran en sus pensamientos.

Luego llegaron más bipedos y el ruido aumentó, y el hombre desnudo deseó que se fueran todos y le dejaran pensar. Finalmente, abrieron la jaula e intentaron sacarlo. Retrocedió rápidamente hacia la parte trasera de la jaula, hacia su guarida.

—¡Déjenlo en paz! —gritó el humano que lo alimentaba.

—Que entre a la guarida de Lobo. ¡Ya se arrepentirá!

Dentro de la guarida, en la cueva que tan fielmente imitaba su hogar antes de ser capturado, andaba de un lado a otro, sintiendo una extraña incomodidad al caminar con las patas descubiertas. Sus almohadillas no se agarraban bien al suelo y la roca le lastimaba las sensibles plantas.

Los humanos se estaban enojando; podía percibir la emoción que emanaban, pero incluso eso le resultaba extraño, pues tenía que abrir las fosas nasales al máximo para olerlo, y el olor era difuso, no tan nítido y definido como de costumbre. Alzó la cabeza y aulló con frustración y rabia. Pero el sonido no era el correcto. No era el aullido habitual. Para su horror, descubrió que sonaba como un cachorro o una hembra.

¿Qué le había pasado? Al cortarse una de las almohadillas con una piedra, levantó la pata y se lamió la sangre. Su corazón, que palpitaba con fuerza, casi se detuvo. Aquella no era sangre de lobo. Entonces llegaron los bípedos y la pelea, que normalmente le habría gustado, ahora no le interesaba. Un pavor terrible lo invadió, pues el sabor de su propia sangre le había infundido miedo, un miedo diferente a cualquier otro que hubiera conocido, incluso cuando fue atrapado, metido en una caja y transportado en un vehículo que oscilaba de un lado a otro, y que apestaba a humanos. Este era un miedo nuevo, y horrible.

Sus ladridos se intensificaron al ver que estaba solo en su guarida. Ladraban una y otra vez, aunque él no los entendía:

—¿Qué has hecho con Lobo? ¿Dónde está? ¿Lo has soltado?

Pasó mucho tiempo, hasta que el sol estuvo en lo alto del cielo estival, cuando lo envolvieron en una tela maloliente y lo metieron en un vehículo de cuatro ruedas para llevárselo de su guarida.

Nunca hubiera imaginado, al ser capturado, que extrañaría el nuevo hogar que los humanos le habían dado, pero lo extrañaba, y sobre todo, mientras el vehículo rodaba por las calles de la ciudad, se preocupaba por su compañera en la jaula contigua. ¿Qué pensaría cuando lo viera desaparecido, justo cuando estaba a punto de tener crías? Sabía que la mayoría de los machos no se preocupaban por sus crías, pero los lobos eran diferentes. Ninguna madre lobo tenía que preocuparse, como las osas, de que un lobo macho se comiera a sus crías. No, los lobos eran diferentes.

Y, siendo diferentes, descubrió que peor que estar atado con una tela y metido en un vehículo era la preocupación que sentía por su compañera y sus futuras crías. Pero algo más estaba por venir: cuando lo sacaron del vehículo, los humanos lo llevaron a un gran edificio y los olores que invadieron su olfato lo horrorizaron. Había enfermos, olores nauseabundos. peores que los que jamás había olido, y, por encima de todo, el hedor a muerte impregnaba los largos pasillos blancos por los que lo llevaban.

Al observar a su alrededor, como solía hacerlo en tonos grises, blancos y negros, descubrió que las nuevas sensaciones que golpeaban sus ojos irritados eran inexplicables. No tener palabras para describir el rojo, el verde, el amarillo, el rosa, el naranja y todos los demás colores de un mundo policromático, no tener idea de qué eran, solo lo confundía aún más.

Suspiró.

Los olores, la incomodidad, el horror de ser manipulado, eran insignificantes comparados con el dolor que sentía en los ojos. Acostado sobre una superficie plana y dura, descubrió que le resultaba útil mirar fijamente hacia arriba. Al menos el techo, a tres metros de él, era blanco, y eso le tranquilizaba.

El bípedo que estaba a su lado ladró suavemente, pero eso no le ayudó mucho. Le preguntaba una y otra vez:

—¿Quién eres? ¿Sabes dónde estás? ¿Qué día es hoy?

Después de un rato, los ladridos se calmaron, y, ya no desnudo, envuelto en una sábana húmeda que lo envolvía como un capullo, sintió que sus ojos se cerraban. Era demasiado para él.

Se durmió.

El siguiente despertar fue, si cabe, aún peor que el primero.

Primero pensó que estaba de vuelta en su jaula del zoológico, pues delante de él veía las rejas. Suspiró aliviado y se preguntó qué había podido causar un sueño tan absurdo en un lobo adulto. Recordaba su infancia, cuando el sueño era peculiar, muy diferente a la vida que disfrutaba despierto. Los tirones, los gruñidos, los murmullos dormidos... había visto a sus hijos pasar por lo mismo y eso le recordaba su juventud.

Pero ahora las rejas estaban delante de él y todo parecía bien. Excepto que debía haber dormido en una posición extraña. Estaba rígido y, al intentar darse la vuelta, cayó de la superficie dura donde estaba y golpeó el suelo. Con o sin rejas, no era su jaula. Eso hizo que el segundo despertar fuera tan difícil. Tras caer de la cama del hospital, notó que sus patas estaban cubiertas por una prenda larga que le revoloteaba al darse la vuelta y comenzar a caminar con miedo dentro de la estrecha celda.

Peor aún, cuando los humanos oyeron el ruido de su caída, varios se acercaron y lo obligaron a ponerse una prenda extraña que le cubría las patas. Luego lo hicieron sentar, lo que le causó un dolor agudo, y le pusieron un objeto de metal en la pata derecha, envolviendo la piel con él. Lo obligaron a levantar algo de una bandeja con comida.

Eso fue malo, pero el sabor de la papilla que le metían en la boca era repugnante. ¿Dónde estaba su carne? ¿Dónde su hueso? ¿Cómo iba a afilar sus colmillos con esa comida? ¿Qué querían lograr? ¿Que perdiera los dientes?

Se ahogó y vomitó. De nada sirvió. Los humanos seguían metiéndosela a la fuerza. Finalmente, desesperado, tragó un poco.

Luego lo hicieron mantenerse en equilibrio sobre las patas traseras. Había visto a menudo al oso de la jaula contigua hacer ese truco y se burlaba de ese gordo y torpe por complacer a los humanos imitando sus movimientos. Ahora se dio cuenta de que era más difícil de lo que pensaba. Pero, finalmente, después de que los humanos lo entrenaran, logró, con mucho esfuerzo y balanceándose, mantenerse de pie. Pero no le gustaba.

Su nariz estaba demasiado lejos del suelo y, debido a su deficiente olfato, le resultaba difícil oler. A esa distancia, no podía rastrear nada, ni siquiera un conejo. Si uno pasara corriendo a su lado, pensaba, sintiéndose terriblemente mal, nunca podría olerlo, ni siquiera si fuera gordo y jugoso, porque, ¿cómo iba a correr un lobo sobre dos patas?

En el nuevo y gran zoológico le hicieron muchas cosas, y con el tiempo descubrió que, por mucho que le disgustara, podían obligarlo con métodos dolorosos a realizar muchas de las tareas que le imponían. Por supuesto, eso no le ayudaba a entender por qué querían que hiciera cosas tan absurdas como cubrirse las patas con telas que le molestaban, o balancearse precariamente sobre las patas traseras, o cualquier otra tontería. De alguna manera superó todo y, con el tiempo, incluso aprendió a ladrar un poco como ellos. Aprendió a ladrar «hola» y «tengo hambre» y, después de meses de esfuerzo, a preguntar: «¿Por qué no puedo volver al zoológico?». Pero eso no sirvió de mucho, porque lo único que le respondían era: «Porque eres un humano».

Desde aquella terrible mañana, muchas cosas le resultaban inciertas, pero había algo de lo que estaba seguro: era un lobo. Y otros también lo sabían. Lo descubrió el día que permitieron que extraños entraran al lugar donde lo tenían cautivo. Estaba sentado, con dolor, sobre la punta de la columna vertebral, en lo que él llamaba silla, cuando unas hembras pasaron cerca. Sus fosas nasales se cerraron ante el dulce aroma que llevaban, pero a través de él podía percibir el olor real, el olor a hembra, y sus fosas nasales se dilataron, corrió hacia la puerta de su celda, y sus ojos se enrojecieron al mirarlas. No eran tan atractivas como su compañera, pero al menos estaban cubiertas de pelo, no como aquellas que a veces veía vestidas con prendas blancas rígidas y crujientes.

Las cubiertas de pelo rieron como cachorras, y sus patas tenían ganas de agarrarlas, y sus mandíbulas deseaban morderles el cuello peludo. Uno de los seres de dos patas cubiertos de pelo se había reído:

—¡Mira ese lobo!

Así pues, algunos de esos seres de dos patas tenían cierta percepción y podían darse cuenta de que quienes lo tenían en ese extraño zoológico se equivocaban; no era un hombre, sino un lobo. Inflando al máximo sus débiles pulmones, levantó la cabeza y lanzó un rugido desafiante que, en el pasado, en el bosque, habría provocado un escalofrío de placer en todas las hembras a kilómetros a la redonda. Pero en lugar de ese rugido estremecedor, de su garganta salió un pequeño ladrido, un sonido ahogado. Si aún hubiera tenido cola, la habría bajado entre las patas mientras se alejaba.

La primera vez que lo dejaron ver su reflejo en lo que llamaban espejo, gimió como un cachorro. ¿Dónde estaba su hocico largo, los bigotes, la cabeza plana, las orejas puntiagudas? ¿Qué era aquello que lo miraba con ojos dilatados desde la superficie brillante? Cara blanca, casi sin pelo, salvo por una franja de cejas negras que formaba una línea recta en su frente redonda; mandíbula pequeña, dientes pequeños... sintió una punzada en el estómago al darse cuenta de que incluso un lobo de un año no dudaría en desafiarlo. No solo desafiarlo, sino vencerlo, porque, ¿cómo podía luchar con esos pequeños caninos, esas débiles patas blancas sin pelo?

Otra cosa que le irritaba, como a cualquier lobo, era que lo movían constantemente. Apenas se acostumbraba a un recinto y lo convertía en suyo, lo trasladaban a otro. El último en el que estuvo no tenía barras. Si hubiera podido leer su expediente, habría sabido que se le consideraba en recuperación, que las autoridades creían que estaba casi «curado» de su «anormalidad». Ese recinto sin barras era para pacientes con libertad condicional. Pero no tenía ni idea de lo que significaba eso y la primera vez que lo dejaron salir al «mundo real», olvidó las extrañas formas de «terapia ocupacional» con las que lo torturaban.

Su libertad diurna era irreal y pasaba lentamente. De tal manera que casi le entraban ganas de regresar a casa, a su nueva guarida. Estaba a punto de hacerlo cuando, al caer el sol, una imagen le cautivó y no pudo resistirse. ¡En la oscuridad podría andar a cuatro patas! Dejó atrás las bulliciosas calles de la ciudad y se dirigió rápidamente a los suburbios, donde los aromas primaverales impregnaban el aire nocturno.

Anhelaba tanto poder ponerse a gatas y correr por la suave noche primaveral que, cuando lo intentó, descubrió que los meses de estar de pie lo habían vuelto demasiado rígido para correr, y casi pudo haber aullado de frustración. Además, aquellos incómodos objetos de cuero en sus patas traseras le molestaban, y hubiera querido quitárselos, pero recordó lo suaves que eran sus nuevas almohadillas y temió por su estado.

Obligándose a mantenerse erguido, conservando la curvatura en la espalda que le permitía mantenerse sobre las patas traseras, avanzó con cautela por una superficie plana que se extendía hasta la distancia.

El vehículo que se detuvo cerca de él normalmente le habría asustado. Pero incluso su olfato, ahora débil, podía percibir, entre los olores fuertes y desagradables del vehículo, el olor real de la hembra, a pesar del perfume que llevaba, y cuando le dijo: «Sube, te llevo», no huyó. En cambio, se acercó a ella. Su ladrido era agradable al principio.

Más tarde, mientras hacía con ella lo que su olor le indicaba, su ladrido se volvió agudo y le dolía incluso a sus oídos, ahora menos sensibles. Eso, por supuesto, no le impidió hacer lo que debía en primavera. Los sonidos que aún provenían de ella se fueron atenuando mientras intentaba correr sobre sus patas traseras. No era mucho más rápido que caminar, pero necesitaba sentir la brisa en la cara, la respiración agitada; necesitaba correr.

Sentía pesar por no poder conseguir comida para ella ni estar a su lado cuando diera a luz, pues así era la naturaleza del lobo; pero sabía que siempre la reconocería por su olor y que, si podía, estaría a su lado cuando llegara el momento. Ni siquiera correr en primavera era igual, porque sin la emoción de estar a gatas, sin la agilidad que solía tener, tropezaba demasiado, no había emoción.

Además, a su alrededor, los diversos olores le indicaban que muchos humanos estaban juntos. El olor era como una pestilencia, y ni siquiera el hedor omnipresente que provenía de los vehículos todoterreno lograba ocultarlo. Deteniéndose, se sentó sobre sus patas traseras, y por primera vez se preguntó si realmente era un lobo, como siempre había creído, pues una humedad salada le picoteaba las esquinas de los ojos. Y los lobos no lloran.

Pero, si no era un lobo, ¿qué era entonces? ¿Qué eran todos los recuerdos que abarrotaban su mente? Llorara o no, sabía que era un lobo. Y, siendo lobo, debía deshacerse de ese pelaje suave, de esa falta de pelo que le provocaba náuseas solo al tocarlo con sus blandas almohadillas.

Ese era su sueño: volver a ser lo que había sido. Ser lo que era su única realidad: un lobo, con la vida y los instintos de un lobo. Aquello fue su primera incursión en la realidad del mundo exterior. Su segundo día y noche de «libertad limitada» lo impulsaron a regresar a su guarida. Nada en su vida de lobo lo había preparado para lo que encontró en las calles de la gran ciudad a medianoche. Descubrió que los osos no eran los únicos machos contra los que las hembras tenían que proteger a sus crías...

Y ningún animal que hubiera conocido jamás había gemido como oyó gemir a un hombre: «¡Si el dolor no doliera tanto...!» Y los gritos ahogados, los movimientos bruscos de los brazos y las piernas, la violencia y el sonido del látigo. Nunca había imaginado que los humanos se usaran látigos entre sí...

Intentó emborracharse como lo hacían los humanos, yendo a un gran lugar donde, en una pantalla, sombras en blanco y negro representaban escenas de la vida real. No fue a una proyección en color, pues le pareció que las sombras en tonos grises y blanco y negro reflejaban la vida tal como la veía con sus ojos de lobo. En ese gran lugar, donde se proyectaban las sombras, descubrió que quizás no era único. Con los ojos fijos en la pantalla, vio cómo un hombre se arrodillaba lentamente, alzaba la cabeza, aullaba a la luna y, ante la mirada de todos, ¡se transformaba en lobo!

Un hombre lobo, así llamaban al personaje en la película. Y si existían hombres lobo, pensó, mientras permanecía inmóvil entre los humanos, entonces, por supuesto, debían existir lobos-hombre... y él era uno de ellos.

En la pantalla, el melodrama llegó a su final rápido, sangriento y predecible: el hombre lobo murió tras recibir un disparo de bala de plata... Vio cómo el pelaje desaparecía de su piel y las patas se convertían en manos y pies. Lo único que tenía que hacer, pensó al salir del cine, con la mente llena de ese sueño, era descubrir cómo volver a ser lobo sin morir. Mientras tanto, en cada salida, sin falta, iba al zoológico. Los cuidadores ya estaban acostumbrados a verlo. Ya no se quejaban cuando les daba trozos de carne a sus cachorros. Al principio, su compañera gruñía cuando se acercaba a las rejas, pero con el tiempo, aunque seguía extrañada, y aunque mantenía las orejas bajas y lo olfateaba constantemente, parecía resignarse a que estuviera lo más cerca posible de la jaula.

Sus cachorros crecían bien, casi adultos. Lamentaba, en cierto modo, que tuvieran que crecer tras las rejas, pues nunca conocerían la emoción de correr libres, pero le tranquilizaba saber que estaban a salvo, bien alimentados y con un hogar propio.

Cuando sus cachorros estaban casi listos para dejar a su madre, descubrió que los humanos tenían un lugar lleno de libros. Se trataba de una biblioteca, y la mujer del hospital que le enseñaba a él y a otros pacientes con afasia a leer, escribir y hablar, le había recomendado ir allí. Recordando la obra de teatro de sombras sobre el hombre lobo, forzó a sus ojos, aún confundidos, a leer todo lo que encontraba sobre el enigmático tema de la licantropía.

En todas las épocas y lugares, encontró referencias a seres bípedos que se habían convertido en animales de cuatro patas: lobos, tigres, panteras... pero nunca una referencia a un animal que se hubiera convertido en humano. Durante su investigación halló instrucciones sobre cómo un ser humano podía transformarse. Eran complicadas e incomprensibles para él. Incluían cosas extrañas como un cinturón de piel humana con un número impar de cabezas de clavos dispuestas en un patrón peculiar. La hebilla debía fabricarse en circunstancias especiales, y había que recitar muchos cantos. Era esencial, leía en los viejos libros, que el humano que deseaba la transformación fuera a un lugar donde dos caminos se cruzaran en un ángulo específico. Luego, de pie en el cruce, recitando las palabras rituales, con el cinturón de piel humana, debía quitarse toda la ropa y orinar. Solo así, decían los viejos libros, se produciría la transformación.

Cuando terminó de leer el último libro, sintió que su corazón palpitaba con fuerza. Si un humano podía convertirse en animal, sin duda...

Tras reflexionar, decidió que un cinturón de piel humana no era apropiado para él. El hombre de la tienda de pieles lo miró extrañado cuando le pidió un trozo de piel de lobo, largo y estrecho, para hacer un cinturón. Pero consiguió la piel, hizo el patrón con los clavos y siguió las instrucciones de los libros. Fue una suerte, pensó, que cerca de las jaulas del zoológico hubiera encontrado dos caminos que se cruzaban exactamente como decían los libros.

De pie en el cruce, con la ropa tirada en la hierba, el cinturón alrededor de la cintura, acariciando la piel con los dedos, recitando las palabras rituales, descubrió que estar desnudo era frío y que orinar era fácil, como decían los libros.

Y entonces, todo terminó.

Había hecho todo correctamente. Al principio, nada ocurrió; la fría luna blanca lo observaba desde arriba, y un escalofrío de miedo recorría su cuerpo al pensar que podría ser visto por uno de aquellos seres de dos piernas que siempre vestían de azul, y que lo llevarían de vuelta a aquel lugar que, a pesar de tener barrotes en las ventanas, no era un zoológico.

Pero entonces comenzó a sentir un dolor agudo en la espalda, y cayó de rodillas. El sufrimiento era insoportable, el dolor le cegaba y no le permitía percibir los extraños cambios que ocurrían en su cuerpo. Pasó mucho tiempo antes de que se atreviera a abrir los ojos.

Incluso antes de abrirlos, sintió que algo había ocurrido, pues, a través del viento nocturno, percibió un olor que, como sabía, debía percibir. Los olores llegaban y le contaban viejas historias.

Se puso de cuclillas, sin prestar atención a la ropa que ahora olía mal, olor de humano, y comenzó a correr. Sus fuertes garras arañaban el cemento y se apresuró hacia la hierba; fue maravilloso y emocionante sentir el agradable tacto de la vegetación bajo sus patas. Echando la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y, desde lo más profundo de su ser, cantó un canto a la diosa de los lobos, la luna.

Sus aullidos emocionaron a los animales en las jaulas cercanas, que comenzaron a rugir y aullar, y esos sonidos también le gustaron.

Corriendo por la noche, sin rumbo, pero corriendo, sintiendo el suelo bajo sus patas. Y entonces, entre todos los aullidos y rugidos de los animales, oyó la voz de su compañera y olvidó la libertad, el viento nocturno y la fría luna blanca, y corrió de vuelta a la jaula donde ella estaba.

Los cuidadores del zoológico quedaron tan desconcertados al encontrar al lobo acurrucado fuera de la jaula, cerca del comedero, como cuando habían encontrado al hombre en la jaula del lobo.

El cuidador lo reconoció y le permitió volver a su jaula, y entonces llegó el éxtasis, el éxtasis de la primavera y el otoño de estar con su compañera... Poco a poco, al acostumbrarse a su vida de lobo, olvidó la vida fuera de la jaula, y pronto todo quedó en meros recuerdos de sueños inquietos. Y aun así, su compañera estaba allí para acariciarlo y despertarlo si las pesadillas se volvían demasiado intensas.

Solo una vez, después de los primeros días, le vino a la mente algún recuerdo de su vida humana, y fue cuando una mujer pasó por su jaula empujando un carrito de bebé. Su olor le resultaba familiar.

También lo era el olor del bebé.

Corrió hacia la puerta de su jaula y olisqueó con insistencia. Y por un instante, la mujer que empujaba el cochecito donde viajaba su hijo, miró fijamente sus ojos amarillos y, al igual que él, supo quién era y qué destino le esperaba.

Y el último pensamiento que tuvo al respecto fue de infinita lástima por su pequeño hijo, quien, en una noche de luna llena, se arrodillaría y se convertiría en un animal peludo... para luego vagar en la oscuridad, en busca de algo que jamás llegaría a comprender.

Bruce Elliott (1914-1973)


(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Bruce Elliott.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Bruce Elliott: Los lobos no lloran (Wolves Don't Cry), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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