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Charles Maturin: novelas destacadas


Charles Maturin: novelas destacadas.




Charles Maturin (1782-1824) fue un notable escritor irlandés dedicado principalmente a la novela gótica. De hecho, las novelas de Charles Maturin se encuentran entre los más importantes clásicos de la literatura gótica, género al cual se le atruibuye una influencia decisiva.

En esta sección iremos recorriendo todas las novelas de Charles Maturin.




Novelas de Charles Maturin.




Novelas góticas. I Novelas de Charles Maturin.


El artículo: Charles Maturin: novelas destacadas fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

10 extrañas secuelas literarias que quizás no conocías


10 extrañas secuelas literarias que quizás no conocías.




En el universo de las secuelas literarias, y sobre todo de las no oficiales, podemos encontrar tesoros realmente extraños, muchos de los cuales son casi desconocidos aún para los fanáticos de las novelas originales.

A continuación daremos un repaso sucinto por las secuelas literarias más desconcertantes.



10- El Señor de los Anillos (The Lord of the Rings, J.R.R. Tolkien)


La Guerra del Anillo ha terminado. Los Elfos abandonan la Tierra Media. Gondor estabiliza su burocracia señorial. Mordor se convierte en una plaza fuerte de los herederos de Aragorn. Los Orcos huyen hacia el Este. Los Ents retoman su sueño inmemorial. Los Enanos se ocultan en las raíces de las montañas. El Señor de los Anillos ha terminado... o quizás no.

Lo cierto es que la historia de la Tierra Media no termina cuando Frodo, Bilbo, Gandalf, Elrond y Galadriel parten de los Puertos Grises. Por el contrario, el lector que observa al barco élfico perdiéndose en el horizonte posee varias secuelas para aliviar su sensación de desamparo.

El autor ruso Nikolay Danilovich Perumov escribió una novela muy interesante: Descenso hacia la oscuridad (Нисхождение тьмы), que luego sería dividida en dos libros: Espada de elfo (Эльфийский Клинок) y Lanza negra (Черное Копье). Ambas nos ubican en la Tierra Media, unos trescientos años después del final de la Guerra del Anillo, es decir, después que Frodo, Gollum y Sam llegaran al Monte del Destino para destruir el Anillo Único.

El protagonista de la novela es un hobbit llamado Folko Brandybuck, descendiente de Meriadoc Tuk —Merry—, uno de los miembros de la Comunidad del Anillo. Folko y sus compañeros, dos Enanos de temperamento inestable, luchan contra una nueva amenaza para la Tierra Media: Olmer, el líder de las naciones Orientales, quien ha logrado recuperar los Nueve Anillos de los Nazgûl.



9- La máquina del tiempo (The Time Machine, H.G. Wells)


Esta novela clásica de ciencia ficción ha inspirado varias secuelas; entre ellas se encuentra La noche del Morlock (Morlock Night), de K.W. Jeter, y El hombre que amaba a los Morlocks (The Man Who Loved Morlocks), de David J. Lake. En ambas se explora la sociedad los Morlocks, criaturas que en el futuro pensado por H.G. Wells se encuentran recluidas a una existencia subterránea.

A propósito de H.G. Wells, también es oportuno mencionar algunas secuelas de otras de sus grandes novelas: Conquista de Marte (Edison's Mars Conquest), de Garrett P. Serviss, e Invasión de Marte (Invasion of Mars), de Forrest J. Ackerman, continúan el argumento de La guerra de los mundos (The War of the Worlds); mientras que La masacre de la humanidad (The Massacre of Mankind), de Stephen Baxter, nos ubica unos veinte años después de la primera invasión frustrada de los alienígenas, en un mundo donde la Primera Guerra Mundial jamás tuvo lugar.

Finalmente, La isla del doctor Moreau (The Island of Dr. Moreau), otro clásico de H.G. Wells, encontró su secuela en La hija del lunático (The Madman's Daughter), de Megan Shepherd, que relata la historia desde la perspectiva de la hija del doctor Moreau.



8- Frankenstein (Frankenstein, Mary Shelley)


El argumento de Frankenstein o el moderno Prometeo (Frankenstein or Modern Prometheus), de Mary Shelley, no deja la puerta abierta para una continuación. Esto no impidió que una cifra inconcebible de autores mal remunerados considere la posibilidad de expandir el universo original del monstruo creado por Victor Frankenstein.

Jean-Claude Carrière saqueó la historia de Mary Shelley y escribió seis novelas más en solo dos años: La torre de Frankenstein (La Tour de Frankenstein), El paso de Frankenstein (Le Pas de Frankenstein), La noche de Frankenstein (La Nuit de Frankenstein), El sello de Frankenstein (Le Sceau de Frankenstein), El merodeo de Frankenstein (Frankenstein Rôde) y La cueva de Frankenstein (La Cave de Frankenstein). Esta saga le da un nombre propio al monstruo, Gouroull, quien realiza un soporífero periplo delictivo que atraviesa Escocia, Alemania y Suiza.

Si bien no se trata de una secuela, es importante mencionar a Frankenstein desencadenado (Frankenstein Unbound), de Brian Aldiss, donde se relata la historia de un viajero en el tiempo que llega a 1816, desde el siglo XXI, justo en el momento en el que Mary Shelley empieza a escribir el primer borrador de su novela clásica.



7- Melmoth, el errabundo (Melmoth the Wanderer, Charles Maturin)


Si hablamos de novelas góticas es imposible omitir al clásico de Charles Maturin: Melmoth el errabundo (Melmoth the Wanderer), donde un hombre realiza un pacto con el diablo a cambio de doscientos años de vida, solo para descubrir que ese tiempo será destinado a encontrar la forma de recuperar su alma.

La secuela de Melmoth fue escrita nada menos que por Honoré de Balzac. Se titula: Melmoth reconciliado (Melmoth Reconcilé), y cuenta con un argumento notablemente sarcástico; donde el desgraciado Melmoth finalmente consigue trasladar su condena a un miserable empleado bancario parisino.



6- El monje (The Monk, Matthew Lewis)


En la novela de Matthew Lewis: El monje (The Monk), se exploran temas escandalosos como el pacto satánico, el incesto, la violación, el abuso de poder, la doble moral de la Iglesia. Sobre estos cimientos se construyó una secuela extraña, prácticamente desconocida, titulada El nuevo monje (The New Monk).

Se trata de una áspera parodia, un intento por utilizar el humor para socavar los temas escabrosos del argumento original. El resultado: una obra realmente grotesca, obscena, capaz de impresionar a sujetos como el Marqués de Sade.

El nuevo monje pertenece a un tal R.S., Esq., sobre el que poco se sabe. En sus páginas encontramos las correrías del sustituto de Ambrosio: un ministro metodista llamado Joshua Pentateuch. Al igual que Ambrosio, Joshua es reconocido por su elocuencia y su piedad. No obstante, este monje aparentemente perfecto está dispuesto a firmar un pacto con el demonio, no ya para obtener el amor de una mujer, al estilo de Fausto, sino para conseguir dinero, poder... y una jugosa pierna de cordero.



5- Orgullo y prejuicio (Pride and Prejudice, Jane Austen)


Convicción (Conviction), de Skylar Hamilton Burris, es una secuela del clásico de Jane Austen: Orgullo y prejuicio (Pride and Prejudice), que a pesar de eso no presenta a los personajes del original. Es Georgiana, hermana de Darcy, la encargada de unir los hilos entre ambos argumentos.

Convicción relata el destino romántico de Georgiana Darcy, aunque su argumento aborda cuestiones ambiciosas, principalmente la necesidad de hallar apoyo en las convicciones que cada uno tiene acerca de su propia felicidad y cómo alcanzarla. En cierta forma, es una novela que solo puede ser entendida como parte del universo de Jane Austen, aunque de hecho su trama tal vez resulte irritante para el admirador de su obra.

Ya en el terreno del absurdo, hay que mencionar tres reversiones desconcertantes: Orgullo y prejuicio y zombies (Pride and Prejudice and Zombies); Orgullo y prejuicio y zombies: el amanecer de los zombies (Pride and Prejudice and Zombies: Dawn of the Dreadfuls), y La historia de Darcy (Darcy's Story).



4- La narración de Arthur Gordon Pym (The Narrative of Arthur Gordon Pym, Edgar Allan Poe)


La esfinge de los hielos (Le sphinx des glaces), del maestro Julio Verne, es en realidad una secuela de la historia de Edgar Allan Poe: La narración de Arthur Gordon Pym (The Narrative of Arthur Gordon Pym of Nantucket). La novela relata la búsqueda de Gordon Pym, desaparecido en los hielos de la Antártida, y cuyo destino E.A. Poe dejó inconcluso.

Esta continuación parece haber surgido del deseo de Julio Verne por conocer el final de aquella expedición. En uno de sus ensayos, comenta su decepción por el abrupto final de la historia de Gordon Pym, y se si él mismo sería lo suficientemente audaz como para continuarla.

El Halbrane sigue el itinerario de Arthur Gordon Pym. En el camino logran rescatar a un puñado de sobrevivientes del Jane, quienes agitan la imaginación de los hombres narrando extrañas historias. Tal como ocurre en la novela de Edgar Allan Poe, se produce un motín. El Halbrane zozobra y finalmente choca contra un iceberg al pasar las islas Aurora. Los sobrevivientes se dividen en dos bandos. Por un lado están los amotinados; por el otro, los oficiales. Una fuerza misteriosa parece atraerlos hacia un punto incierto del Polo Sur. Esta fuerza no es otra cosa que la propia isla montañosa, cuya forma recuerda a la de la esfinge egipcia. La isla funciona como un gigantesco imán, cuya fuerza de atracción resulta ser la causa de todos los naufragios de la zona. El cadáver de Arthur Gordon Pym también fue arrastrado hacia allí, ya que al morir todavía llevaba su fusil a la espalda.



3- Carmilla (Carmilla, Sheridan Le Fanu)


Carmilla: el regreso (Carmilla: The Return), de Kyle Marffin, continúa el relato clásico de vampiros de Sheridan Le Fanu: Carmilla (Carmilla). El argumento de la historia, lejos de la atmósfera del original, nos ubica en los Estados Unidos, en plena década de los '90.

Esta Carmilla de finales del siglo XX posee una memoria deteriorada. Recuerda vagamente su pasado, pero poco y nada sobre los sucesos ominosos del relato de Sheridan Le Fanu. Como muchos otros vampiros, Carmilla se encuentra perdida en el mundo moderno, observando con cierta desconfianza como los vampiros se han convertido en un ícono de la cultura popular.

Carmilla: el regreso, se destaca en la reconstrucción de su protagonista, basándose en detalles insinuados por Sheridan Le Fanu. Aquí, la vampiresa no reniega de sus deseos lésbicos. Sin embargo, no desprecia a los hombres, sólo le resultan indiferentes, casi elementos decorativos que no poseen ningún tipo de atractivo gastronómico.



2- Otra vuelta de tuerca (The Turn of the Screw, Henry James)


La novela de terror de Henry James: Otra vuelta de tuerca (The Turn of the Screw), probablemente una de las mejores del género, también tuvo su secuela no oficial. Fue escrita por Hilary Bailey y se titula: Miles y Flora (Miles and Flora).

El argumento de la historia regresa sobre aquellos dos niños que la niñera debe cuidar en la historia de Henry James, Miles y Flora. Aquí, Flora se encuentra en la adolescencia, justo antes de una velada en la que le presentará oficialmente a su prometido. En el proceso de embellecerse, comienza a ver en el espejo a un joven muchacho parado detrás de ella.

Posteriormente, esas apariciones se repiten en todos los espejos de la casa. Flora es la única capaz de verlo, justamente porque se trata del fantasma de su hermano, Miles, cuyo destino ingrato coincide con el climaz de la historia de Henry James.



1- El cuervo (The Raven, Edgar Allan Poe)


Si bien no se trata estrictamente de una secuela, al menos en términos formales, La doncella bienaventurada (The Blessed Damozel), de Dante Gabriel Rossetti, continúa en cierto modo la historia del poema de E.A. Poe: El cuervo (The Raven).

En el original atestiguamos el tránsito de la obsesión a la locura de un hombre atormentado por un odioso cuervo que le recuerda, una y otra vez, que su amada ha muerto y que nunca más podrá reunirse con ella en el cielo. En La doncella bienaventurada, Dante Rossetti nos ofrece una situación inversa: una mujer muerta que observa desde el cielo la pena de su amante, llegando a la conclusión de que nunca más podrá reunirse con él.

Para muchos, la doncella de Dante Gabriel Rossetti es la mujer a quien el protagonista de El cuervo desea volver a ver en el cielo. Más allá de ese vínculo, ambos autores aciertan sobre un punto esencial: la verdadera tragedia se produce a través del más irreversible de los desencuentros.

Para el protagonista de El cuervo, la vida sin su amada se asemeja a la muerte, mientras ella, en el poema de Dante Gabriel Rossetti, siente que el cielo se transforma en un infierno sin él. Ni siquiera el canto de los ángeles, o la presencia inconcebible de Dios, le sirven de consuelo.

Y así como Edgar Allan Poe describe a su hombre atormentado observando hacia arriba, sometido a las cacofonías de un cuervo insidioso, Dante Gabriel Rossetti retrata a una doncella inclinada hacia abajo desde los balcones del cielo, observando entre las nubes rosadas el peregrinaje de las almas que ascienden y se reencuentran con sus seres queridos mientras ella, sola y abatida, se pregunta cuál es la razón de la demora de su amante. Los lectores de El cuervo lo intuyen: el hombre, enloquecido por aquel insistente "nunca más", se ha quitado la vida, y las puertas del cielo están eternamente cerradas para él.




Libros extraños y lecturas extraordinarias. I Antologías.


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«El relato de la familia de Guzmán»: Charles Maturin.


«El relato de la familia de Guzmán»: Charles Maturin.




El relato de la familia de Guzmán (Tale of Guzman's Family) es un relato de vampiros del escritor irlandés Charles Maturin (1782-1824), publicado en 1820.

En realidad, El relato de la familia Guzmán es apenas un extracto del capítulo XXVI de la novela de Charles Maturin: Melmouth el errabundo (Melmouth the Wanderer), obra que ganó fieles acólitos y feroces detractores.

En el ensayo: El horror sobrenatural en la literatura, H.P. Lovecraft elogió la obra de Charles Maturin:

«Posee una afinidad con la verdad esencial de la naturaleza humana, una comprensión de las fuentes más hondas del auténtico miedo cósmico y una abrasadora pasión de simpatía por parte del escritor, que hacen del libro un verdadero documento de autoexpresión estética, más que una hábil combinación y artificio»

El relato de la familia Guzmán es uno de los cinco cuentos que conforman Melmoth el errabundo, tal vez el más autobiográfico de todos.




El relato de la familia de Guzmán
Tale of Guzman's Family, Charles Maturin (1782-1824)

»Parte de lo que vaya leeros –dijo el desconocido–, lo he presenciado yo. El resto se asienta sobre una base todo lo firme que la evidencia humana puede establecer:

»En la ciudad de Sevilla, donde viví muchos años, conocí a un rico mercader de muy avanzada edad que era conocido por el nombre de Guzmán el rico. Era de oscuro nacimiento, y quienes rendían homenaje a su riqueza lo bastante como para pedirle prestado con frecuencia, no honraban jamás su nombre haciéndolo preceder del prefijo don, ni añadiendo su apellido, que, como es natural, ignoraba la mayoría; y entre ellos, se decía, el propio mercader. Era muy respetado, sin embargo; y cuando veían salir a Guzmán, con la misma regularidad que el toque de vísperas, de la estrecha puerta de su casa, cerrarla con cuidado, inspeccionarla dos o tres veces con ojos ansiosos, enterrar la llave en su pecho, y dirigirse lentamente a la iglesia, tentándose la llave por encima de la ropa durante todo el trayecto, las más orgullosas cabezas de Sevilla se descubrían a su paso, y los niños que jugaban en la calle suspendían sus diversiones hasta que hubiese pasado él.

»Guzmán no tenía esposa ni hijos... ni parientes ni amigos. Toda su servidumbre estaba constituida por una vieja criada que le atendía, y sus gastos personales se calculaban al nivel de la más estrecha frugalidad; era, pues, tema de ansiosa conjetura para muchos cuál sería el destino de su enorme fortuna cuando muriese. Esta ansiedad dio lugar a indagaciones sobre la posibilidad de que Guzmán tuviera parientes, aunque remotos y oscuros; y la diligencia en la investigación, cuando se ve estimulada a la vez por la avaricia y la curiosidad, es insaciable. Así que se descubrió finalmente que Guzmán había tenido en tiempos una hermana, mucho más joven que él, la cual, a edad muy temprana, se había casado con un músico alemán protestante, marchándose de España poco después. Se recordaba, o se rumoreaba, que ella había hecho grandes esfuerzos por ablandar el corazón y abrir la mano de su hermano, que ya entonces era muy rico, y convencerle para que se reconciliase con su unión, permitiendo así que ella y su marido permanecieran en España. Guzmán fue inflexible. Opulento, y orgulloso de su opulencia, habría sido capaz de digerir el poco sustancioso bocado de su unión con un pobre, a quien él podía haber hecho rico; pero se negó a tragar siquiera la noticia de que su hermana se había casado con un protestante. Inés – pues tal era el nombre de la hermana– y su marido se fueron a Alemania, confiando en parte en las habilidades musicales de él, que eran altamente apreciadas en ese.país, en parte en las vagas esperanzas de los emigrantes, de que con el cambio de lugar vendría el cambio de circunstancias... y en parte, también, pensando que la desventura se sobrelleva en cualquier lugar menos en presencia de quien la inflige. Tal fue la historia contada por un viejo que afirmaba recordar los hechos, y creída por un joven cuya imaginación suplía todos los defectos de la memoria, representándosela, de una belleza subyugan te, con sus hijos cogidos a su alrededor, embarcando con un marido hereje hacia un país lejano y despidiéndose con tristeza de la tierra y la religión de sus padres.

»Ahora, mientras se hablaba de estas cosas en Sevilla, Guzmán cayó enfermo y fue deshauciado por los físicos, a los que consintió en llamar de muy mala gana.

»En el proceso de su enfermedad, tanto si la naturaleza visitó de nuevo a un corazón al cual parecía haber abandonado hacía tanto tiempo, o si concibió él que la mano de un pariente podía ser más grato apoyo para su cabeza moribunda que la de una criada rapaz y servil, o si el fuego de sus pasiones se debilitó ante la esperada proximidad de la muerte como palidece la llama artificial de la vela cuando surge la mañana, así pensó Guzmán, enfermo, en su hermana y su familia, y expidió –lo que le supuso un gasto considerable– un mensajero a la región de Alemania donde ella residía para invitarla a que regresase y se reconciliase con él; y rezó devotamente por que se le permitiese vivir hasta poder expirar en los brazos de ella y de sus hijos. Además, corría un rumor en ese tiempo al que los oídos prestaban más interés que a cualquier otra cosa referente a la vida o la muerte de Guzmán, y era que había anulado su primer testamento y había mandado llamar a un notario, con el que, pese a su evidente debilidad, estuvo encerrado varias horas, dictando en un tono que, aunque claro para el notario, no sonaba distintamente a los oídos que, tensos hasta extremos angustiosos, estaban pegados a la puerta doblemente cerrada de su cámara.

»Todos los amigos habían intentado disuadir a Guzmán de hacer este esfuerzo, el cual, aseguraron, sólo contribuiría a precipitar su desenlace. Pero para sorpresa y sin duda alegría de todos ellos, desde el momento en que hubo hecho su testamento, la salud de Guzmán comenzó a mejorar, y en menos de una semana empezó a pasear por su cámara, a calcular cuánto tiempo tardaría en llegar un mensajero a Alemania, y cuánto tendría que esperar para recibir noticias de su familia.

»Transcurrieron algunos meses, y los sacerdotes aprovecharon este intervalo para presionar a Guzmán. Pero tras realizar todos los esfuerzos de ingeniosidad, y de acosarle intensa aunque infructuosamente por el lado de la conciencia, del deber y de la religión, empezaron a comprender su interés, y cambiaron de táctica. Pero al ver que el decidido objetivo del alma de Guzmán no cambiaba, y que estaba dispuesto a llamar a su hermana y a su familia a España, se contentaron con pedirle que no se comunicase con la herética familia, salvo a través de ellos, y que no viese a su hermana ni a sus hijos, a menos que estuviesen ellos presentes en la entrevista.

»Guzmán accedió fácilmente a esta condición, ya que no sentía clara inclinación a ver a su hermana, cuya presencia podía despertarle sentimientos apagados y deberes olvidados. Además, era hombre de hábitos arraigados; y la presencia del ser más interesante de la tierra, que amenazase la más leve alteración o suspensión de esos hábitos, podría haberle resultado insoportable.

»Así nos endurecen a todos la vejez y los hábitos, y nos damos cuenta al final de que los lazos más queridos de la naturaleza o de la pasión pueden sacrificarse a esas pequeñas indulgencias que la presencia o influencia de un extraño puede alterar. De este modo, Guzmán oscilaba entre su conciencia y sus sentimientos. Y decidió, pese a todos los sacerdotes de Sevilla, invitar a su hermana y su familia a venir a España, y dejarles toda su inmensa fortuna (y a este efecto escribió y escribió repetida y explícitamente). Pero, por otra parte, prometió y juró a sus consejeros espirituales que jamás vería a uno solo de los miembros de la familia, y que, aunque su hermana heredase su fortuna, ella nunca, nunca vería su rostro. Quedaron satisfechos los sacerdotes, o aparentaron quedar, con esta declaración. y Guzmán, habiéndoselos propiciado con generosos ofrecimientos de capillas a diversos santos, a cada uno de los cuales se atribuyó su recuperación en exclusividad, se sentó a calcular el probable gasto que le supondría el regreso de su hermana a España, y la necesidad de proveer para su familia, a la que, por así decir, desarraigaba de su lecho natal, y por lo cual se sentía obligado, con toda honradez, a hacerles prosperar en el suelo al que los trasplantaba. »Ese mismo año regresaron a España su hermana, su marido y sus cuatro hijos. Ella se llamaba Inés y su marido Walberg. Éste era un hombre trabajador, y un músico excelente. Su talento le había facilitado la plaza de maestro de capilla del duque de Sajonia; y sus hijos se educaban (de acuerdo con sus medios) para ocupar su puesto cuando él lo dejase vacante por fallecimiento o accidente, o para entrar como maestros de música en las cortes de los príncipes alemanes. Él y su esposa habían vivido en la mayor frugalidad, y esperaban aumentar para sus hijos, con el ejercicio de sus aptitudes, los medios de esa subsistencia que diariamente luchaban por proveer.

»El hijo mayor, que se llamaba Everhard, había heredado el talento musical de su padre. Las hijas, Julia e Inés, habían estudiado música también, y eran muy hábiles en el bordado. El más pequeño, Mauricio, era alternativamente la delicia y el tormento de la familia.

»Durante bastantes años habían luchado con dificultades demasiado insignificantes para entrar en ellas, aunque demasiado rigurosas para no ser dolorosamente sentidas por aquellos cuyo destino es enfrentarse con ellas a diario y a todas horas... Hasta que la súbita noticia, traída por un mensajero de España, de que su acaudalado pariente Guzmán les invitaba a regresar, y les declaraba herederos de toda su inmensa riqueza, les llegó como llega la primera claridad de ese verano que dura medio año al escuálido y encogido habitante de las chozas de Laponia. Olvidaron toda preocupación, aplazaron toda inquietud, pagaron todas sus pequeñas deudas e hicieron los preparativos para partir inmediatamente para España.

»Y llegaron a España, y siguieron hasta la ciudad de Sevilla, donde, a su llegada, salió a recibirles un grave eclesiástico que les puso al corriente de la decisión de Guzmán de no ver jamás a su hermana ni a su familia, pues le ofendían, aunque confirmándoles al mismo tiempo su intención de mantenerles y proporcionarles todas las comodidades, hasta que la muerte les hiciese entrar en posesión de su fortuna. La familia se sintió algo turbada ante tal notificación, y la madre lloró al saber que le impedían ver a su hermano, por quien sentía aún el afecto del recuerdo. Entretanto el sacerdote, tratando de suavizar lo ingrato de su misión, dejó entender que en caso de que cambiasen sus heréticas convicciones era muy probable que se abriese un canal de comunicación entre ellos y su pariente. El silencio con que fue recibida esta alusión resultó más elocuente que un discurso entero, y el sacerdote se marchó.

»Ésta fue la primera nube que empañó su expectativa de felicidad desde que el mensajero llegara a Alemania, y siguieron lúgubremente a su sombra durante el resto de la tarde. Walberg, con la confianza de la esperada fortuna, no sólo había persuadido a sus hijos de que se viniesen a España, sino que había escrito a sus padres, que eran muy ancianos y míseramente pobres, para que viniesen a Sevilla a reunirse con ellos; y con la venta de la casa y el mobiliario, había podido mandarles el dinero del elevado coste de tan largo viaje. Ahora les esperaban de un momento a otro, y los niños, que tenían un débil pero agradecido recuerdo de la bendición que recibieron en sus pequeñas cabezas de aquellos labios temblorosos y aquellas manos secas, esperaban con alegría la llegada de la anciana pareja. Inés había dicho muchas veces a su marido:

»–¿No habría sido mejor dejar a tus padres en Alemania y enviarles el dinero de su mantenimiento, en vez de someterlos al cansancio de un viaje tan largo a esa edad tan avanzada?

»A lo que él había contestado siempre:

»–Prefiero que mueran bajo mi techo a que vivan bajo el techo de extraños.

»Esa noche empezó él, quizá, a comprender la prudencia de su mujer; ella le miraba, y con delicada discreción, precisamente por ese motivo, evitaba recordárselo. »El tiempo era oscuro y desapacible; no parecía una noche de España. Su frío pareció comunicarse a la familia. Inés, sentada, trabajaba en silencio; los hijos, reunidos delante de la ventana, intercambiaban en susurros sus esperanzas y conjeturas sobre la llegada de los ancianos viajeros, y Walberg, que se paseaba inquieto por la habitación, suspiraba de cuando en cuando al oírles.

»El día siguiente amaneció soleado y sin nubes. El sacerdote vino a visitarles otra vez, y, tras lamentar que la decisión de Guzmán fuese inflexible, les informó que se le había ordenado pagarles una asignación anual para su mantenimiento, que él calificó, y así les pareció a ellos, de enorme, y destinar otra a la educación de los hijos, que parecía estar calculada a la escala de una generosidad principesca. Puso en manos de ellos los documentos convenientemente redactados y testificados a este propósito, y luego se retiró, después de reiterar la seguridad de que serían los indudables herederos de la fortuna de Guzmán a su muerte, y que, como este período transcurriría en la abundancia, no tenían por qué inquietarse. Apenas se hubo marchado el sacerdote, llegaron los ancianos padres de Walberg, débiles de alegría y de cansancio, pero no agotados, y toda la familia se sentó ante una comida que les pareció un lujo, con esa placentera expectación de futura felicidad que a menudo es más exquisita que su efectiva fornición.

»–Yo les vi –dijo el desconocido, interrumpiéndose–; les vi la tarde de ese día en que se reunieron todos, y un pintor que quisiese plasmar la imagen de la felicidad doméstica en un grupo de figuras vivas, no habría necesitado ir más allá de la mansión de Walberg. Él y su esposa estaban sentados a la cabecera de la mesa, sonriendo a los hijos, y viendo cómo éstos les devolvían la sonrisa, sin ninguna preocupación ni pequeña dificultad que les atormentase en el momento presente, o turbio presagio de desdicha futura; sin un temor por el mañana, ni un doloroso recuerdo del pasado. Sus hijos constituían, efectivamente, un grupo en el que el ojo del pintor o del padre, la mirada del gusto o del afecto, podían haberse demorado con igual complacencia. Everhard, el mayor, que a la sazón tenía dieciséis años, poseía una belleza excepcional para su sexo, una constitución delicada y radiante y una modulación tierna y trémula en la voz que inspiraban ese interés con el que miramos a la juventud, por encima de la lucha de la debilidad presente con la promesa de la fuerza futura, e infundía en el corazón de los padres esa amorosa ansiedad con que observamos el progreso de una agradable pero nublada mañana de primavera, gozaba en los suaves y perfumados esplendores de su amanecer, pero temiendo que las nubes los cubran antes del mediodía. Las hijas, Inés y Julia, tenían todo el encanto de su clima más frío: los exuberantes rizos de sus dorados cabellos, los grandes, azules y brillantes ojos, la nívea blancura del pecho, los brazos delgados, la piel sonrosada, y la tersa suavidad de sus mejillas, las hacían parecer, cuando atendían a sus padres con graciosa y cariñosa solicitud, dos jóvenes Hebes sirviendo bebida, a cuyo mero contacto se convertía en néctar.

»El espíritu de estos jóvenes se había sentido abatido muy pronto a causa de las dificultades que sus padres habían atravesado; y ya en la niñez habían adoptado el paso tímido, el habla baja, la mirada ansiosa e inquisitiva que la constante sensación de penuria doméstica enseña amargamente a los niños, y que es el más agudo dolor que un padre puede contemplar. Pero ahora no había nada que cohibiese sus jóvenes corazones: la sonrisa, esa desconocida, acudía a alegrar el hogar encantador de sus labios, y la timidez de sus primitivos hábitos se limitaba a prestar una graciosa sombra a la radiante exuberancia de la juvenil dicha. Frente a este cuadro justamente, cuyos matices eran tan brillantes, y cuyas sombras tan tiernas, se hallaban sentadas las figuras de los ancianos abuelos. El contraste era grande; no había relación ni gradación alguna: viéndoles, se pasaba de las primeras y más puras flores de la primavera a la seca y marchita aridez del invierno.

»Estas viejísimas personas, no obstante, tenían algo en sus semblantes que agradaba a la vista, y Teniers o Wouverman habrían apreciado sus figuras y su vestimenta mucho más que las de sus jóvenes y encantadores nietos. Estaban rígida y originalmente vestidos con sus prendas alemanas: el viejo con su jubón y su gorro, y la vieja con su gorguera, su peto y su cofia semejante a un casquete, con largas bandas colgantes, de la que se escapaban algunos cabellos blancos, muy largos, que le caían sobre sus arrugadas mejillas. Pero el semblante de ambos resplandecía de gozo como la fría sonrisa de una puesta de sol en un paisaje invernal. No oían con claridad las amables insistencias de sus hijos para que compartiesen más ampliamente la mesa más abundante que habían tenido nunca delante en sus frugales vidas, aunque asentían con la cabeza, con ese agradecimiento que es a la vez hiriente y grato a los corazones de los hijos afectuosos.

Sonreían también ante la belleza de Everhard, ante las travesuras de Mauricio, tan atolondrado en la hora de la aflicción como en la de la prosperidad; y en fin, sonreían por cuanto se decía, aunque no oían ni la mitad, y por cuanto veían, aunque podían gozar de muy poco..., y esa sonrisa de la vejez, esa plácida sumisión a los placeres de los jóvenes, mezclada a las evidentes expectativas de una felicidad más pura y perfecta, daba una expresión casi celestial a sus semblantes, que de otro modo habrían reflejado tan sólo el marchito aspecto de la debilidad y la consunción.

»Ocurrieron ciertos incidentes durante esta fiesta familiar bastante característicos de sus participantes. Walberg (que era persona muy sobria) insistió repetidamente a su padre para que bebiese más vino del que estaba acostumbrado; el viejo rehusó suavemente. El hijo insistió con más calor, y el anciano, deseando complacer a su hijo, no a sí mismo, accedió.

»Los niños, también, acariciaron a su abuela con ese turbulento afecto de su edad. La madre los reprendió.
»–No; déjales –dijo la amable anciana.

»– Te están molestando, madre –dijo la mujer de Walberg.

»–No podrán hacerlo por mucho tiempo –dijo la abuela con expresiva sonrisa.

»–Padre –dijo Walberg–, ¿no ves a Everhard muy crecido?

»–La última vez que lo vi –dijo el abuelo–, tuve que agacharme para darle un beso; ahora creo que tendrá que agacharse él para besarme a mí.

»A estas palabras, Everhard corrió como una flecha a los temblorosos brazos que estaban abiertos para acogerle, y sus rojos y tersos labios se apretaron contra la nevada barba de su abuelo.

»–Bésale, hijo mío –dijo el padre complacido–. Quiera Dios que tus besos no sean para labios menos puros.

»–¡Nunca lo serán, padre mío! –dijo el susceptible joven, ruborizándose ante sus propias emociones–. Nunca besaré otros labios que aquellos que me bendigan como los de mi abuelo.

»–¿Y deseas –dijo el anciano en broma– que la bendición salga siempre de labios tan ásperos y blanquecinos como los míos?

»Everhard, de pie detrás de la silla del anciano, se ruborizó ante esta pregunta; y Walberg, que había oído dar la hora en que acostumbraba siempre, en la prosperidad como en la adversidad, convocar a su familia a la oración, hizo una seña, que sus hijos entendieron muy bien, y que fue comunicada en susurros a los ancianos abuelos.

»–Gracias a Dios –dijo la abuela al niño que la avisó; y al tiempo que hablaba, se puso de rodillas. Sus nietos la ayudaron.

»–Gracias a Dios –repitió el anciano, doblando sus anquilosadas rodillas, y quitándose el gorro–; gracias a Dios, por "esta sombra de una gran roca en una tierra tan cansada" –y se arrodilló, mientras Walberg, después de leer un capítulo o dos de una Biblia alemana que tenía en sus manos, improvisó una plegaria, suplicando a Dios que llenase sus corazones de gratitud por las bendiciones temporales de que disfrutaban, y permitiese "que pasasen las cosas temporales, de manera que no pudiesen finalmente perder las eternas". Al concluir la oración, se levantó la familia, se saludaron unos a otros con ese afecto que no tiene su raíz en la tierra, y de cuyos brotes, aunque diminutos e incoloros a los ojos del hombre en este desdichado suelo, surgirá sin embargo el glorioso fruto del jardín de Dios. Fue una escena encantadora ver a los jóvenes ayudar a los mayores a levantarse de sus arrodilladas posturas, y más aún oírles el saludo de despedida que intercambiaron todos al retirarse. La mujer de Walberg atendió diligente las comodidades de los padres de su esposo, y Walberg se rindió a ella con esa orgullosa gratitud que siente más alegría en el beneficio que concedemos a quienes amamos, que en el que se nos otorga. Amaba a sus padres, pero estaba orgulloso del amor que su esposa sentía por ellos, porque eran los suyos. A los repetidos requerimientos de ella a los hijos para que ayudasen o atendiesen a los ancianos abuelos, contestó él:

»–No, queridos hijos; vuestra madre lo hará mejor; vuestra madre siempre lo hace mejor.

»Y mientras él hablaba, los hijos, de acuerdo con la costumbre hoy olvidada, se arrodillaron para pedirle su bendición. Su mano, trémula de afecto, se posó primero sobre los ensortijados rizos del adorable Everhard, cuya cabeza sobresalía orgullosamente por encima de sus hermanas y de Mauricio, quien, con la irreprensible y perdonable ligereza de su juguetona niñez, reía mientras estaba de rodillas.

»–¡Dios te bendiga! –dijo Walberg–, ¡Dios os bendiga a todos, y os haga tan buenos como vuestra madre, y tan felices como... como es vuestro padre esta noche! –y mientras hablaba, el feliz padre se volvió y lloró.

Charles Maturin (1782-1824)




Novelas de Charles Maturin. I Relatos de vampiros.


El análisis y resumen del relato de Charles Maturin: El relato de la familia de Guzmán (Tale of Guzman's Family) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El hijo del misterio»: Sarah Wilkinson; novela y análisis


«El hijo del misterio»: Sarah Wilkinson; novela y análisis.




El hijo del misterio (The Child of Mystery) —a veces traducido como El niño del misterio— es una novela gótica de la escritora inglesa Sarah Wilkinson (1779-1831), publicada en 1808.

Además de ser una de las mejores novelas de Sarah Wilkinson, El hijo del misterio mantiene un estrecho vínculo con otro de los grandes clásicos de la literatura gótica. Nos referimos nada menos que a: Melmoth, el errabundo (Melmoth the Wanderer); en este caso, dentro del formato de edición conocido como Gothic Blue Books, básicamente ediciones de bolsillo de la época.

El personaje principal de la novela de Charles Maturin, llamado Sebastián Melmoth, también aparece en El hijo del misterio, de forma secundaria pero también influyente en el desarrollo del argumento.

Sarah Wilkinson fue, sin dudas, una de las mujeres más importantes de la literatura gótica, y El hijo del misterio es, probablemente, el mejor indicio de esa influencia.

Lamentablemente, El hijo del misterio no ha sido traducido al español, de manera tal que remitimos al lector a su versión original.




El hijo del misterio.
The Child of Mystery, Sarah Wilkinson (1779-1831)

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  • https://chawtonhouse.org/_www/wp-content/uploads/2012/06/The-Child-of-Mystery.pdf




Novelas góticas. I Novelas de Sarah Wilkinson.


Más literatura gótica:
El análisis y resumen del libro de Sarah Wilkinson: El hijo del misterio (The Child of Mystery), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El castillo de Leixlip»: Charles Maturin; relato y análisis


«El castillo de Leixlip»: Charles Maturin; relato y análisis.




El castillo de Leixlip (Leixlip Castle) es un relato de terror del escritor irlandés Charles Maturin (1782-1824), publicada en 1825.

El castillo de Leixlip —probablemente uno de los mejores relatos de Charles Maturin junto con la novela gótica: Melmoth, el errabundo (Melmoth the Wanderer)— narra una de las leyendas irlandesas más escalofriantes: la historia del castillo Leixlip, un sitio real y con un pasado realmente oscuro.

El argumento de El castillo de Leixlip desarrolla los aspectos más tenebrosos de esta leyenda, la cual sostiene que las hijas de Redmond Blaney, amo y señor de aquellas tierras, fueron cruelmente asesinadas por sus respectivos maridos; ocultando aquellos crímenes infames bajo la vana hipótesis de que las muchachas en realidad fueron secuestradas por las hadas.




El castillo de Leixlip.
Leixlip Castle; Charles Maturin (1782-1824)

Los incidentes del relato no están basados en hechos; son hechos en sí mismos, que ocurrieron en una época en mi propia familia. El matrimonio de las partes, su repentina y misteriosa separación, y su total distanciamiento uno del otro hasta el último período de su existencia mortal, son todos hechos. No puedo garantizar la verdad de la solución sobrenatural dada a estos misterios; pero aun así debo considerar la historia como una muestra de horrores góticos, y nunca puedo olvidar la impresión que me hizo cuando lo escuché relatar la primera vez entre muchas otras estremecedoras narraciones del mismo suceso.

Charles Maturin.


La tranquilidad de los Católicos de Irlanda durante los perturbados períodos de 1715 y 1745 era de lo más admirable, y en cierto modo, extraordinaria; entrar en un análisis de sus motivos, no es en absoluto el objeto del escritor de este relato, tal como es más placentero afirmar el hecho de su honor que, a esta distancia en el tiempo, asignar dudosas razones para ella. Muchos de ellos, sin embargo, mostraban una especie de secreto disgusto con el existente estado de cosas, dejando sus residencias familiares y deambulando como personas que estuvieran dudosas de sus hogares, o posiblemente confiando más en alguna cercana y afortunada contingencia.

Entre los demás estaba un baronet jacobita, quien, disgustado de su antipática situación en un barrio Whig (*partido liberal inglés), en el norte —donde no escuchaba otra cosa que la heroica defensa de Londonderry, las barbaridades de los generales franceses, y las irresistibles exhortaciones del piadoso Sr. Walker, un clérigo presbiteriano, a quien los ciudadanos la daban el título de evangelista—, abandonó su residencia paterna y alrededor del año 1720 alquiló el Castillo Leixlip por tres años (era entonces la propiedad de los Connolly, que la dejaban a inquilinos), y se trasladó hacia allá con su familia, que consistía en tres hijas, ya que la madre de las niñas estaba muerta desde hacía tiempo.

El Castillo de Leixlip, en esa época, poseía una belleza romántica y grandeza feudal, como pocos edificios en Irlanda pueden mostrar, y el cual está ahora totalmente borrado por la destrucción de sus nobles bosques. Leixlip, aunque alrededor de siete millas de Dublín, tiene todo el retirado y pintoresco carácter que la imaginación podría atribuir a un paisaje a cien millas de, no sólo la metrópolis, sino de un pueblo inhabitado.

Después de conducir una monótona milla al pasar de Lucan a Leixlip, el camino de inmediato se abre al puente de Leixlip, casi en ángulo recto, y se despliega un lujo de paisaje sobre el cual la vista que lo ha contemplado, incluso en la infancia, se aposenta con regocijada memoria. El puente de Leixlip, una tosca pero sólida estructura, se proyecta desde un alto banco del Liffey, y declina hacia el lado opuesto, que descansa notablemente bajo. A la derecha las plantaciones de la propiedad de Vesey casi entremezclan sus oscuros bosques en su corriente, con los opuestos de los de Marshfield y St. Catherine. El río es apenas visible, empequeñecido por el profundo y curvado follaje de los árboles. A la izquierda explota en toda la refulgencia de la luz, baña los escalones de los jardines de las casas de Leixlip, discurre alrededor de las bajas tapias de su campo santo, juega con la embarcación de placer amarrada bajo los arcos sobre los cuales está levantada la casa de verano del castillo, y luego se pierde entre los fértiles bosques que alguna vez orillaron los campos en su misma margen. El contraste en el otro lado, con los exuberantes paseos, matorrales desparramados, templos asentados sobre pináculos, y malezas que ocultan la vista del río hasta que se está en los bancos, que marcan el carácter de los campos que son ahora la propiedad del coronel Marly, es peculiarmente impactante.

Visible sobre los más altos techos del pueblo, aunque un cuarto de milla distante de ellos, están las ruinas del Castillo de Confy, una recta, bien antigua torre de rapiña de los agitados tiempos cuando la sangre era vertida como agua; y cuando se pasa el puente se alcanza a ver la cascada (o salto de salmón, como la llaman) en cuyos brillos del mediodía, o su belleza como luz de luna, probablemente los ásperos habitantes del tiempo en que el Castillo de Confy era una torre de fortaleza, nunca echaron una mirada o proyectaron un pensamiento, mientras traqueteaban con sus arreos sobre el puente de Leixlip, o se abrían camino a través de la corriente antes de que esa comodidad estuviera en existencia.

Si la soledad en la cual él vivía contribuyó a tranquilizar los sentimientos de Sir Redmond Blaney, o si éstos habían comenzado a oxidarse por necesidad de colisión con los de otros, es imposible de decir, pero es seguro que el buen baronet comenzó gradualmente a perder su tenacidad en asuntos políticos; y excepto cuando un amigo jacobita concurría a cenar con él, el rey en la otra orilla o el cura de la parroquia hablaba de las esperanzas de mejores tiempos y el éxito final de la causa, y la antigua religión; o se escuchaba a un sirviente jacobita en la soledad de la gran mansión silbar Charlie es mi favorito, a lo cual Sir Redmond involuntariamente respondía con una profunda voz de bajo, de alguna forma la peor para el deterioro, y marcaba con más énfasis que buen tino. Su vida, parecía pasar sin novedades o esfuerzos. Las calamidades domésticas, también, estrujaban dolorosamente al anciano caballero: de tres hijas, la más joven, Jane, había desaparecido de tan extraordinaria manera en su infancia, que aunque no es más que una alocada, remota tradición familiar, no puedo resistirme a relatarla:

La muchacha era de belleza e inteligencia poco comunes, y estaba restringida a recorrer las inmediaciones del castillo con la hija de una sirvienta, que también se llamaba Jane, como un nombre de caricia. Una tarde Jane Blaney y su compañera se internaron en el bosque. Su ausencia no creó ninguna inquietud, ya que estas excursiones no eran inusuales, hasta que su compañera de juegos regresó sola y llorando. Su explicación fue que al atravesar una senda a cierta distancia del castillo, una vieja, con vestido fingalliano (un refajo o enagua roja y un largo saco verde), de pronto salió al camino desde un matorral, y tomó a Jane Blaney por el brazo: tenía en su mano dos juncos, uno de los cuales arrojó por sobre su hombro, y dando el otro a la niña, le indicó con la mano que hiciera lo mismo. Su joven compañera, aterrorizada por lo que veía, estaba ya escapando, cuando Jane Blaney la llamó:

—Adiós, adiós, mucho tiempo pasará antes de que me veas de nuevo.

La chica dijo que entonces desaparecieron, y que ella encontró el camino a casa como pudo. Una infatigable batida comenzó inmediatamente —se recorrieron los bosques, se exploraron los matorrales, se secaron los estanques— todo en vano. La búsqueda y la esperanza se abandonaron al fin. Diez años más tarde, el ama de llaves de Sir Redmond, habiendo recordado que dejara la llave de un armario donde se guardaban las golosinas sobre la mesa de la cocina, volvió a recogerla. Al aproximarse a la puerta escuchó una voz infantil murmurando:

—Frío… frío… frío… cuánto tiempo hace desde que he sentido un fuego.

Ella avanzó, y vio, para su asombro, a Jane Blaney, encogida a la mitad de su tamaño normal, y cubierta de harapos, acuclillándose sobre los rescoldos del fuego. El ama de llaves voló de terror del lugar, y alertó a los sirvientes, pero la visión se había desvanecido. Se reportó que la niña había sido vista varias veces posteriormente, en forma diminuta, como si no hubiera crecido una pulgada desde que tenía diez años de edad, y siempre acuclillándose sobre un fuego, ya sea en la habitación del torreón o en la cocina, quejándose de frío y hambre, y aparentemente cubierta de harapos. Se dice que su existencia se prolonga bajo estas deprimentes circunstancias, tan distintas de aquéllas de Lucy Gray en la hermosa balada de Wordsworth:


Y aun alguien dirá, que hasta el día de hoy
ella es una niña viviente…
Que han encontrado a la dulce Lucy Gray
en la yerma estepa;
Sobre lo agreste y lo suave ella marcha,
y nunca mira atrás;
y tararea una solitaria canción
que silba en el viento.


El destino de la hermana mayor fue más melancólico, aunque menos extraordinario. Estaba comprometida con un caballero de calificada fortuna e irreprochable carácter: era católico, además; y Sir Redmond Blaney refrendó las cláusulas del matrimonio, en total satisfacción de la seguridad del alma de su hija, tanto como de sus bienes parafernales. La boda fue celebrada en el Castillo de Leixlip, y después de que los novios se hubieran retirado, los invitados no obstante permanecieron bebiendo a la salud de su futura felicidad, cuando de repente, para gran alarma de Sir Redmond y sus amigos, se escucharon fuertes y penetrantes gritos, emitidos desde la parte del castillo en la cual estaba situada la cámara nupcial.

Algunos de los más valientes se apresuraron escaleras arriba. Era demasiado tarde… el desventurado novio había estallado, en esa noche fatal, en un repentino y de lo más horrible paroxismo de locura. La mutilada forma de la infortunada y agonizante dama daba testimonio de la mortal virulencia con la cual la enfermedad había operado en el infeliz esposo, que se mató luego del involuntario asesinato de su consorte. Los cuerpos fueron enterrados tan pronto como la decencia lo permitió, y la historia se silenció.

Las esperanzas de Sir Redmond sobre el rescate de Jane fueron disminuyendo cada día, aunque todavía continuaba escuchando cada descabellado relato contado por las domésticas; y se suponía que toda su dedicación estaba ahora dirigida hacia su única hija sobreviviente. Anne, viviendo en soledad, y tomando parte solamente de la muy limitada educación de las mujeres irlandesas de ese tiempo, fue abandonada más que nada a los sirvientes, entre quienes incrementó su gusto por los horrores supersticiosos y sobrenaturales, a un grado que tuviera el más desastroso efecto en su vida futura.

Entre los numerosos lacayos del castillo, se encontraba una marchita vieja, que había sido niñera de la madre de la finada Lady Blaney, y cuya memoria era un completo Thesaurus terrorum. El misterioso destino de Jane primero alentó a su hermana a escuchar los disparatados cuentos de esta arpía, que aseveraba que una vez vio a la fugitiva de pie frente al retrato de su madre muerta en uno de los aposentos del castillo, y murmurando para sí misma:

—¡Pobre de mí, pobre de mí! ¡Nunca mi madre pensó que su diminuta Jane se convertiría en lo que es!

Pero a medida que Anne crecía comenzó a “inclinarse más seriamente” a las promesas de la vieja bruja de que ella podría mostrarle a su futuro prometido, luego de la ejecución de ciertas ceremonias, las cuales a ella al principio le disgustaban, como horribles e impías. Pero finalmente, bajo la repetida instigación de la vieja, consintió en tomar parte. El período fijado para la realización de estos ritos no consagrados estaba a la sazón aproximándose —era cerca del 31 de octubre—; la memorable noche cuando tales ceremonias eran, y todavía se suponen que son, en el norte de Irlanda, más potentes en sus efectos.

Durante todo el día la vieja bruja tuvo cuidado de reducir la mente de la joven damita al apropiado tono de sumisa y vacilante credulidad, con todas las horribles historias que pudo relatar; y las narró con aterradora y sobrenatural energía. A esta mujer la familia la llamaba Collogue, un nombre equivalente a Chisme en Inglaterra, o Bruja en Escocia (aunque su nombre real era Bridget Dease); y ella convalidaba el sobrenombre a través del ejercicio de una incansable locuacidad, una infatigable memoria y un ensañamiento por comunicar e infligir terror, que no tenía piedad de ninguna víctima en la casa, desde el palafrenero, a quien mandaba temblando a su manta, hasta la Dama del Castillo, sobre quien sentía que tenía ilimitada influencia.

El 31 de octubre llegó —el castillo estaba perfectamente calmo antes de las once—. Media hora después, la Collogue y Anne Blaney eran vistas deslizándose a lo largo de un pasadizo que las dirigía a lo que se llama la Torre del Rey John, donde se dice que el monarca recibió el homenaje del príncipe irlandés como Señor de Irlanda y el cual era, en todo caso, la parte más antigua de la estructura.

La Collogue abrió una pequeña puerta con una llave que había ocultado entre sus ropas, y urgió a la joven a que se apurase. Anne avanzó hacia el postigo y permaneció de pie allí, irresoluta y temblando como una tímida bañista a la vera de un arroyo desconocido. Era una oscura noche otoñal. Un fuerte viento suspiraba entre los bosques del castillo, e inclinaba las ramas de los árboles más bajos casi hasta las olas del Liffey, el cual, crecido por las recientes lluvias, luchaba y rugía entre las piedras que obstruían su cauce. La pronunciada pendiente desde el castillo se extendía frente a ella, con su oscura avenida de olmos. Unas pocas luces todavía brillaban en el pequeño pueblo de Leixlip, pero por lo tardío de la hora era probable que pronto se extinguieran.

La dama se demoró.

—¿Y debo ir sola? —dijo, anticipando que los terrores de su espantosa excursión podrían ser agravados por su más espantoso propósito.

—Debéis, o todo será arruinado —dijo la vieja, oscureciendo la miserable luz, que no extendía su influencia más de seis pulgadas en el camino de la víctima—. Debéis ir sola… y yo vigilaré por ti aquí, querida, hasta que vuelvas, y veas entonces lo que vendrá a ti a las doce en punto.

La infortunada muchacha hizo una pausa.

—¡Oh! Collogue, Collogue, si tan solo vinieras conmigo. ¡Oh! Collogue, ven conmigo, aunque más no sea hasta el final de la cuesta del castillo.

—Si yo fuera contigo, querida, nunca alcanzaríamos vivas de nuevo su cima, porque los que están cerca nos desgarrarían en pedazos.

—¡Oh! Collogue, Collogue… déjame volver entonces, e ir a mi cuarto… he ido demasiado lejos y he hecho demasiado.

—Y eso es lo que tienes, querida, y por eso debes ir más lejos, y todavía hacer más, no sea que, cuando regreses a tu cuarto, vieres la imitación de alguien en vez de un apuesto y joven novio.

La joven dama miró a su alrededor por un momento, el terror y una indómita esperanza tremolando en su corazón. Entonces, con un repentino impulso de coraje sobrenatural, se lanzó como un pájaro desde la terraza del castillo. El revoloteo de sus blancas prendas fue visto por unos pocos momentos, y luego la vieja bruja, que había estado oscureciendo el parpadeo de la luz con una mano, echó el cerrojo al postigo, y ubicando la vela delante de una tronera vidriada, se sentó sobre una silla de piedra a la entrada de la torre, para mirar la ocurrencia del hechizo. Pasó una hora antes de que la joven dama regresara. Su rostro estaba pálido y sus ojos fijos como los de un cuerpo muerto, pero sostenía en su puño una vestidura chorreante, una prueba de que su diligencia había sido ejecutada.

Se arrojó a las manos de su compañera, y luego permaneció de pie, resoplando y mirando enloquecidamente a su alrededor, como si no supiera dónde estaba. La propia vieja se aterrorizó ante el insano y jadeante estado de su víctima, y la llevó apresuradamente a su cámara; pero aquí, las preparaciones de las terribles ceremonias de la noche fueron los primeros objetos que la impresionaron, y estremeciéndose a la vista de ellas, se cubrió los ojos con las manos, y se paró firmemente clavada en el centro de la habitación.

Se necesitaron todas las persuasiones de la vieja (ayudada incluso por misteriosas amenazas), combinada con las facultades que retornaban y la renacida curiosidad de la pobre chica, para persuadirla de pasar por los asuntos pendientes de la noche. Al final, dijo como presa de desesperación:

—Lo llevaré a cabo: pero en la habitación de al lado; y si lo que temo pasa, haré sonar la pequeña campana de plata de mi padre, que me he procurado por esta noche… y si tienes un alma para ser salvada, Collogue, ven a mí con el primer sonido.

La vieja prometió, le dio sus últimas instrucciones con ferviente y celosa minuciosidad, y luego se retiró a su propio cuarto, que era adyacente al de la joven. La vela se había consumido, pero removió las ascuas del fuego de turba, y se sentó, dando cabezadas sobre ellas, alisando el camastro de vez en cuando, pero resolvió no acostarse mientras existiera la posibilidad de un sonido del cuarto de la damita, el cual ella misma, marchitos como estaban sus sentimientos, esperaba con una mezcla de ansiedad y terror.

Era ya muy pasada la medianoche, y todo estaba en silencio sepulcral en el castillo. La vieja bruja dormitaba sobre los rescoldos hasta que su cabeza tocó sus rodillas, entonces se incorporó cuando el sonido de la campana pareció tintinear en sus oídos, luego dormitó otra vez, y de nuevo se incorporó cuando la campana pareció tintinear más claramente. De pronto se despertó, no por la campana, sino por los más agudos y horribles gritos de la cámara vecina. La Collogue, consternada por primera vez por las posibles consecuencias de la fechoría que podría haber ocasionado, se apresuró a ir al dormitorio. Anne estaba con convulsiones, y la vieja se vio obligada, con desagrado, a llamar al ama de llaves (quitando mientras tanto los implementos de la ceremonia), y a ayudar a poner en práctica todos los específicos conocidos de esa época; plumas quemadas, etc., para reestablecerla. Cuando al fin lo hubieron logrado, el ama de llaves fue despedida, se trancó la puerta, y la Collogue quedó a solas con Anne. El asunto de su sesión podría haber sido adivinado, pero no fue conocido hasta muchos años más tarde. Pero Anne esa noche sostenía en su mano, en la forma de un arma, con cuya utilización ninguna de ellas estaba al corriente, una evidencia de que su cuarto había sido visitado por un ser fuera de este mundo.

La vieja le importunó con peticiones de destruir esta evidencia, o tirarla: pero ella insistió con fatal tenacidad en conservarla. La guardó bajo llave, sin embargo, inmediatamente, y parecía pensar que había adquirido un derecho, ya que había lidiado tan espantosamente con los misterios de la vida futura, a saber todos los secretos a cuyos descubrimientos esa arma aún podría conducir. Pero desde esa noche se notó que su carácter, sus modales, y aun su aspecto, se alteraron. Se volvió adusta y solitaria, engurruñada a la vista de sus antiguas compañeras, e imperativamente prohibió la menor alusión a las circunstancias que habían ocasionado este misterioso cambio.

Fue unos pocos días subsiguientes a este suceso que Anne, que después del almuerzo había dejado al capellán leyendo la vida de San Francisco Xavier a Sir Redmond, y se había retirado a su propio cuarto a trabajar, y, quizás, a meditar, se sorprendió al escuchar la campana del portón exterior repiquetear fuerte y repetidamente —un sonido que nunca había escuchado desde su primera estadía en el castillo, ya que los pocos invitados que concurrían allí, venían y partían tan calladamente como los humildes visitantes de un gran hombre generalmente lo hacen—. Al instante cabalgó por la avenida de olmos, que ya hemos mencionado, un imponente caballero, seguido de cuatro sirvientes, todos montados, los dos primeros con pistolas en sus fundas, y los dos últimos cargando talegos de montura delante de ellos: aunque era la primera semana de noviembre, siendo la hora del almuerzo la una en punto, Anne tenía suficiente luz como para notar todas estas circunstancias.

El arribo del extraño parecía causar mucho (aunque no mal recibido) tumulto en el castillo; las órdenes se daban fuerte y apremiantemente para el alojamiento de sirvientes y caballos —se escucharon pasos recorriendo los pasadizos por una hora entera— y luego todo estuvo quieto; y se dijo que Sir Redmond había cerrado con llave con su propia mano la puerta de la sala donde él y el extraño se sentaron, y pidió que nadie se atreviera a acercarse. Alrededor de dos horas más tarde, una sirvienta vino con órdenes de su amo, de tener lista una abundante cena a las ocho en punto, en la cual deseaba la presencia de su hija.

El establecimiento familiar estaba en un buen nivel, para una casa irlandesa, y Anne solamente tuvo que descender a la cocina para ordenar que los pollos asados estuvieran bien cubiertos de azúcar negra de acuerdo a la refinada moda de aquellos días, para inspeccionar la mezcla del bol de sagú con su ración de una botella de oporto y un buen puñado de las más ricas especias, y para ordenar particularmente que el pudín de arvejas tuviera un enorme trozo de manteca salada fría en el centro; y luego, sus preocupaciones de menaje terminadas, para retirarse a su cuarto y vestirse para la ocasión con un largo traje de noche blanco adamascado.

A las ocho en punto fue mandada llamar al comedor. Entró, de acuerdo a la moda de la época, con el primer plato; pero al atravesar la antesala, donde los sirvientes estaban sosteniendo luces y cargando los platos, le tiraron bruscamente de las mangas, y la fantasmal cara de la Collogue se arrimó a la de ella, mientras murmuraba:

—¿No dije que vendría por ti, querida?

A Anne se le heló la sangre, pero avanzó, saludó a su padre y al desconocido con dos profundas y marcadas reverencias, y luego tomó su lugar a la mesa. Sus sentimientos de pasmo y quizá de terror por el susurro de su aliada, no se vieron disminuidos por la aparición del extraño; hubo una singular y muda solemnidad en su comportamiento durante la cena. Él no comió nada. Sir Redmond parecía embarazado, sombrío y pensativo. Al fin, comenzando, dijo (sin mencionar el nombre del desconocido):

—¿Beberá a la salud de mi hija?

El extraño dio a entender su buena voluntad de tener ese honor, pero distraídamente llenó su copa con agua; Anne puso unas pocas gotas de vino en la de ella y se inclinó hacia él. En ese momento, por primera vez desde que se habían conocido, ella contempló su rostro: era pálido como el de un cadáver. La blancura mortal de sus mejillas y labios, el hueco y distante sonido de su voz, y el extraño brillo de sus grandes y oscuros ojos inmóviles, fuertemente fijos en ella, la hizo detenerse e inclusive temblar mientras llevaba la copa a sus labios; la bajó, y luego con otra silenciosa reverencia se retiró a su cámara.

Allí encontró a Bridget Dease, ocupada en recoger la turba que ardía en la chimenea, ya que no había ninguna rejilla en el aposento.

—¿Por qué estás tú aquí? —dijo ella impacientemente.

La vieja se volvió, con un espantoso rictus de satisfacción.

—¿No te dije que él vendría por ti?

—Creo que por eso ha venido —dijo la infortunada muchacha, hundiéndose en la enorme silla de mimbre al lado de su cama—, ya que nunca vi un mortal con tal apariencia.

—¿Pero no es un fino y majestuoso caballero? —prosiguió la vieja.

—Luce como si no fuera de este mundo —dijo Anne.

—De este mundo, o del próximo —dijo la vieja, levantando su huesudo dedo índice—. Atención a mis palabras… tan cierto como el… (aquí repitió algunas de las horribles fórmulas del 31 de octubre)… así también es seguro que él será tu prometido.

—Entonces seré la novia de un cadáver —dijo Anne—, ya que el que vi esta noche no es un hombre vivo.

Transcurrieron dos semanas, y ya sea que Anne se reconcilió con las facciones que las había considerado tan espectrales, al descubrir que ellas eran las más agraciadas que había contemplado jamás, y que la voz, cuyo sonido al principio era tan extraño y sobrenatural, se redujo a un tono de lastimera blandura cuando se dirigía a ella o si es imposible para dos jóvenes con corazones disponibles encontrarse en el campo —y encontrarse seguido, para observar silenciosamente el mismo arroyuelo, vagar bajo los mismos árboles y escuchar juntos el viento que bate las ramas— sin experimentar una asimilación de sentimientos rápidamente deviniendo en una asimilación de gustos; o si fue por todas estas causas combinadas, pero en menos de un mes Anne oyó la declaración de la pasión del extranjero con mucho sonrojo, aunque sin un suspiro. Entonces declaró su nombre y posición. Afirmó ser un baronet escocés, con el nombre de Sir Richard Maxwell. Adversidades familiares lo habían separado de su país, y habían excluido para siempre la posibilidad de su retorno: había trasladado sus pertenencias a Irlanda, y se proponía fijar su residencia allí de por vida. Tal fue su declaración.

El galanteo de esos días era breve y simple. Anne se convirtió en esposa de Sir Richard, y, creo, residieron con su padre hasta su muerte, cuando se mudaron a sus propiedades en el norte. Allí permanecieron por muchos años, en tranquilidad y felicidad, y tuvieron una numerosa familia. La conducta de Sir Richard estuvo marcada por dos peculiaridades: no sólo rehuía toda comunicación, sino la vista de cualquiera de sus compatriotas, y si llegaba a escuchar que un escocés había llegado al pueblo vecino, se encerraba hasta estar seguro de la partida del extranjero.

La otra era su costumbre de retirarse a su propia cámara, y permanecer invisible para su familia en el aniversario del 31 de octubre. La señora, que tenía sus propias asociaciones con relación a ese período, solamente le preguntó una vez sobre la razón de su encierro, y entonces, solemne e incluso severamente, se le ordenó nunca repetir sus averiguaciones. Así estaban las cosas, en cierto sentido, de forma extraña, pero no desgraciada, cuando de súbito, sin ninguna causa asignada o asignable, Sir Richard y Lady Maxwell se separaron, y nunca más se encontraron en este mundo, ni a ella le fue permitido ver a ninguno de sus hijos hasta el momento de su muerte. Él continuó viviendo en la mansión familiar y ella fijó su residencia con un pariente lejano en una remota parte del país. Tan total fue su desunión, que el nombre de ambos nunca fue escuchado filtrarse por los labios del otro, desde el momento de la separación hasta el de la desintegración.

Lady Maxwell sobrevivió a Sir Richard cuarenta años, viviendo hasta la edad de noventa y seis años; y de acuerdo con una promesa previamente dada, reveló a un descendiente con quien ella había vivido las siguientes extraordinarias circunstancias.

Dijo que en la noche del 31 de octubre, alrededor de setenta y cinco años antes, a instigaciones y malos consejos de su asistente, había lavado una de sus prendas en un lugar donde confluían cuatro arroyos, y había llevado a cabo otras ceremonias no consagradas bajo la dirección de la Collogue, con la esperanza de que su futuro marido se le apareciera en su cámara a las doce en punto de esa noche. El momento crítico llegó, pero no en forma de un amante. Una visión de indescriptible horror se acercó a su cama, y arrojándole un arma de hierro de una forma y construcción desconocida para ella, le ordenó que “reconociera a su futuro marido por eso”. Los terrores de esta visita pronto la privaron de sus sentidos; pero con su recuperación, insistió, como ha sido dicho, en conservar la hórrida prueba de la realidad de la visión, la cual, puesta bajo examen, resultó estar incrustada con sangre.

Permaneció escondida en el cajón más interno de su armario hasta la mañana de la separación. Esa mañana, Sir Richard Maxwell se levantó antes de amanecer para sumarse a una partida de caza. Precisaba un cuchillo para algún propósito casual, y habiendo perdido el suyo, llamó a Lady Maxwell, que todavía estaba acostada, para que le prestara uno. La señora, que estaba medio dormida, respondió que en tal cajón de su armario lo encontraría. Él fue, sin embargo, a otro, y al instante siguiente ella estaba totalmente despierta al ver a su marido presentando la terrible arma en su garganta, y amenazándola con una muerte instantánea a menos que le revelara cómo la había conseguido. Ella suplicó por su vida, y luego, en una agonía de horror y contrición, le contó la historia de aquella memorable noche. Él la miró por un momento con un semblante al que la furia, el odio y la desesperación convertían, como ella admitió, en un símil viviente de la faz de demonio que alguna vez había contemplado (tan singularmente fue cumplida la semejanza predestinada), y luego exclamando “Me conseguiste con la ayuda del diablo, pero no me conservarás por mucho tiempo”, la dejó, para no encontrarse ya en este mundo.

El secreto de su marido no era desconocido para la señora, aunque los medios por los cuales los poseyó eran completamente injustificables. Su curiosidad había sido fuertemente excitada por la aversión de su marido a sus compatriotas, y tanto fue así —estimulada por la llegada de un caballero escocés en las vecindades algún tiempo antes, quien se declaró antiguo conocido de Sir Richard, y habló misteriosamente de las causas que lo habían llevado fuera de su país—, que ella se dio maña para obtener una entrevista con él bajo un nombre falso, y obtuvo de él el conocimiento de circunstancias que amargaran su vida venidera hasta su última hora. Su historia fue esta:

Sir Richard Maxwell estaba en mortal contienda con un hermano menor. Se propuso una fiesta familiar para reconciliarlos, y como el uso de cuchillos y tenedores era entonces desconocido en las Tierras Altas, los comensales se reunieron con sus puñales con el propósito de trinchar. Bebieron de firme. La fiesta, en vez de armonizar, comenzó a inflamar sus espíritus; se renovaron las cuestiones de viejo antagonismo; las manos, que al principio tanteaban las armas en desafío, las desenvainaron al fin en furia, y en la refriega Sir Richard hirió mortalmente a su hermano. Su vida fue salvada con dificultad de la venganza del clan, y fue llevado deprisa hacia la costa del mar, cerca de la cual se erigía la casa, y se escondió allí hasta que se pudo conseguir una nave para conducirlo a Irlanda.

Embarcó en la noche del 31 de octubre, y mientras estaba atravesando la cubierta en indecible agonía de espíritu, su mano tocó accidentalmente el puñal que inconscientemente había llevado desde la noche fatal. Lo desenvainó, y rogando “que la culpa de la sangre de su hermano estuviera tan lejos de su alma, como pudiera arrojar el arma de su cuerpo,” lo lanzó por el aire con todas su fuerzas. Este instrumento encontró él oculto en el armario de la señora, y si realmente le creyó a ella que tomó posesión de él por medios sobrenaturales, o si temió que su esposa fuera un testigo secreto de su crimen, no ha sido determinado.

La separación tuvo lugar con el descubrimiento. Por lo demás, desconozco cuál pueda ser la verdad fundada, cuento la historia tal como a mí me fue contada.

Charles Maturin (1782-1824)




Relatos góticos. I Novelas de Charles Maturin.


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El análisis y resumen del cuento de Charles Maturin: El castillo de Leixlip (Leixlip Castle), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Charles Maturin: novelas góticas


Charles Maturin: novelas góticas.




Charles Maturin (1782-1824) fue un excelente escritor irlandés y uno de los precursores de la literatura gótica. Su obra, no tan prolífica pero ciertamente decisiva para el desarrollo de la novela gótica, se encuentra entre las más importantes e influyentes de aquel período.

En esta sección de El Espejo Gótico daremos cuenta de todos los relatos y novelas góticas de Charles Maturin.




Charles Maturin: obras completas:
  • Charles Maturin: novelas destacadas.
  • El castillo de Leixlip (Leixlip Castle)
  • El relato de la familia de Guzmán (Tale of Guzman's Family)
  • Melmoth el errabundo (Melmoth, the Wanderer)
  • Bertram (Bertram)
  • Cinco sermones sobre los errores de la Inglesia Católica de Roma (Five Sermons on the Errors of the Roman Catholic Church)
  • El cuento del parricida (The Parricide's Tale)
  • El salvaje muchacho irlandés (The Wild Irish Boy)
  • El jefe milesiano (The Milesian Chief)
  • El universo (The Universe)
  • Fredolfo (Fredolfo)
  • Líneas sobre la Batalla de Waterloo (Lines on the Battle of Waterloo)
  • Las hermanas malditas (The Doomed Sisters)
  • Los albigenses (The Albigenses)
  • Manuel (Manuel)
  • Mujeres, a favor o en contra (Women; or, Pour Et Contre; a Tale)
  • Osmyn el renegado (Osmyn the Renegade)
  • Sermones (Sermons)
  • Venganza fatal o la familia de Montorio (The Family of Montorio)




Autores en El Espejo Gótico. I Autores con historia.


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