«El castillo de Leixlip»: Charles Maturin; relato y análisis.
El castillo de Leixlip (Leixlip Castle) es un relato de terror del escritor irlandés Charles Maturin (1782-1824), publicada en 1825.
El castillo de Leixlip —probablemente uno de los mejores relatos de Charles Maturin junto con la novela gótica: Melmoth, el errabundo (Melmoth the Wanderer)— narra una de las leyendas irlandesas más escalofriantes: la historia del castillo Leixlip, un sitio real y con un pasado realmente oscuro.
El argumento de El castillo de Leixlip desarrolla los aspectos más tenebrosos de esta leyenda, la cual sostiene que las hijas de Redmond Blaney, amo y señor de aquellas tierras, fueron cruelmente asesinadas por sus respectivos maridos; ocultando aquellos crímenes infames bajo la vana hipótesis de que las muchachas en realidad fueron secuestradas por las hadas.
El castillo de Leixlip.
Leixlip Castle; Charles Maturin (1782-1824)
Los incidentes del relato no están basados en hechos; son hechos en sí mismos, que ocurrieron en una época en mi propia familia. El matrimonio de las partes, su repentina y misteriosa separación, y su total distanciamiento uno del otro hasta el último período de su existencia mortal, son todos hechos. No puedo garantizar la verdad de la solución sobrenatural dada a estos misterios; pero aun así debo considerar la historia como una muestra de horrores góticos, y nunca puedo olvidar la impresión que me hizo cuando lo escuché relatar la primera vez entre muchas otras estremecedoras narraciones del mismo suceso.
Charles Maturin.
La tranquilidad de los Católicos de Irlanda durante los perturbados períodos de 1715 y 1745 era de lo más admirable, y en cierto modo, extraordinaria; entrar en un análisis de sus motivos, no es en absoluto el objeto del escritor de este relato, tal como es más placentero afirmar el hecho de su honor que, a esta distancia en el tiempo, asignar dudosas razones para ella. Muchos de ellos, sin embargo, mostraban una especie de secreto disgusto con el existente estado de cosas, dejando sus residencias familiares y deambulando como personas que estuvieran dudosas de sus hogares, o posiblemente confiando más en alguna cercana y afortunada contingencia.
Entre los demás estaba un baronet jacobita, quien, disgustado de su antipática situación en un barrio Whig (*partido liberal inglés), en el norte —donde no escuchaba otra cosa que la heroica defensa de Londonderry, las barbaridades de los generales franceses, y las irresistibles exhortaciones del piadoso Sr. Walker, un clérigo presbiteriano, a quien los ciudadanos la daban el título de evangelista—, abandonó su residencia paterna y alrededor del año 1720 alquiló el Castillo Leixlip por tres años (era entonces la propiedad de los Connolly, que la dejaban a inquilinos), y se trasladó hacia allá con su familia, que consistía en tres hijas, ya que la madre de las niñas estaba muerta desde hacía tiempo.
El Castillo de Leixlip, en esa época, poseía una belleza romántica y grandeza feudal, como pocos edificios en Irlanda pueden mostrar, y el cual está ahora totalmente borrado por la destrucción de sus nobles bosques. Leixlip, aunque alrededor de siete millas de Dublín, tiene todo el retirado y pintoresco carácter que la imaginación podría atribuir a un paisaje a cien millas de, no sólo la metrópolis, sino de un pueblo inhabitado.
Después de conducir una monótona milla al pasar de Lucan a Leixlip, el camino de inmediato se abre al puente de Leixlip, casi en ángulo recto, y se despliega un lujo de paisaje sobre el cual la vista que lo ha contemplado, incluso en la infancia, se aposenta con regocijada memoria. El puente de Leixlip, una tosca pero sólida estructura, se proyecta desde un alto banco del Liffey, y declina hacia el lado opuesto, que descansa notablemente bajo. A la derecha las plantaciones de la propiedad de Vesey casi entremezclan sus oscuros bosques en su corriente, con los opuestos de los de Marshfield y St. Catherine. El río es apenas visible, empequeñecido por el profundo y curvado follaje de los árboles. A la izquierda explota en toda la refulgencia de la luz, baña los escalones de los jardines de las casas de Leixlip, discurre alrededor de las bajas tapias de su campo santo, juega con la embarcación de placer amarrada bajo los arcos sobre los cuales está levantada la casa de verano del castillo, y luego se pierde entre los fértiles bosques que alguna vez orillaron los campos en su misma margen. El contraste en el otro lado, con los exuberantes paseos, matorrales desparramados, templos asentados sobre pináculos, y malezas que ocultan la vista del río hasta que se está en los bancos, que marcan el carácter de los campos que son ahora la propiedad del coronel Marly, es peculiarmente impactante.
Visible sobre los más altos techos del pueblo, aunque un cuarto de milla distante de ellos, están las ruinas del Castillo de Confy, una recta, bien antigua torre de rapiña de los agitados tiempos cuando la sangre era vertida como agua; y cuando se pasa el puente se alcanza a ver la cascada (o salto de salmón, como la llaman) en cuyos brillos del mediodía, o su belleza como luz de luna, probablemente los ásperos habitantes del tiempo en que el Castillo de Confy era una torre de fortaleza, nunca echaron una mirada o proyectaron un pensamiento, mientras traqueteaban con sus arreos sobre el puente de Leixlip, o se abrían camino a través de la corriente antes de que esa comodidad estuviera en existencia.
Si la soledad en la cual él vivía contribuyó a tranquilizar los sentimientos de Sir Redmond Blaney, o si éstos habían comenzado a oxidarse por necesidad de colisión con los de otros, es imposible de decir, pero es seguro que el buen baronet comenzó gradualmente a perder su tenacidad en asuntos políticos; y excepto cuando un amigo jacobita concurría a cenar con él, el rey en la otra orilla o el cura de la parroquia hablaba de las esperanzas de mejores tiempos y el éxito final de la causa, y la antigua religión; o se escuchaba a un sirviente jacobita en la soledad de la gran mansión silbar Charlie es mi favorito, a lo cual Sir Redmond involuntariamente respondía con una profunda voz de bajo, de alguna forma la peor para el deterioro, y marcaba con más énfasis que buen tino. Su vida, parecía pasar sin novedades o esfuerzos. Las calamidades domésticas, también, estrujaban dolorosamente al anciano caballero: de tres hijas, la más joven, Jane, había desaparecido de tan extraordinaria manera en su infancia, que aunque no es más que una alocada, remota tradición familiar, no puedo resistirme a relatarla:
La muchacha era de belleza e inteligencia poco comunes, y estaba restringida a recorrer las inmediaciones del castillo con la hija de una sirvienta, que también se llamaba Jane, como un nombre de caricia. Una tarde Jane Blaney y su compañera se internaron en el bosque. Su ausencia no creó ninguna inquietud, ya que estas excursiones no eran inusuales, hasta que su compañera de juegos regresó sola y llorando. Su explicación fue que al atravesar una senda a cierta distancia del castillo, una vieja, con vestido fingalliano (un refajo o enagua roja y un largo saco verde), de pronto salió al camino desde un matorral, y tomó a Jane Blaney por el brazo: tenía en su mano dos juncos, uno de los cuales arrojó por sobre su hombro, y dando el otro a la niña, le indicó con la mano que hiciera lo mismo. Su joven compañera, aterrorizada por lo que veía, estaba ya escapando, cuando Jane Blaney la llamó:
—Adiós, adiós, mucho tiempo pasará antes de que me veas de nuevo.
La chica dijo que entonces desaparecieron, y que ella encontró el camino a casa como pudo. Una infatigable batida comenzó inmediatamente —se recorrieron los bosques, se exploraron los matorrales, se secaron los estanques— todo en vano. La búsqueda y la esperanza se abandonaron al fin. Diez años más tarde, el ama de llaves de Sir Redmond, habiendo recordado que dejara la llave de un armario donde se guardaban las golosinas sobre la mesa de la cocina, volvió a recogerla. Al aproximarse a la puerta escuchó una voz infantil murmurando:
—Frío… frío… frío… cuánto tiempo hace desde que he sentido un fuego.
Ella avanzó, y vio, para su asombro, a Jane Blaney, encogida a la mitad de su tamaño normal, y cubierta de harapos, acuclillándose sobre los rescoldos del fuego. El ama de llaves voló de terror del lugar, y alertó a los sirvientes, pero la visión se había desvanecido. Se reportó que la niña había sido vista varias veces posteriormente, en forma diminuta, como si no hubiera crecido una pulgada desde que tenía diez años de edad, y siempre acuclillándose sobre un fuego, ya sea en la habitación del torreón o en la cocina, quejándose de frío y hambre, y aparentemente cubierta de harapos. Se dice que su existencia se prolonga bajo estas deprimentes circunstancias, tan distintas de aquéllas de Lucy Gray en la hermosa balada de Wordsworth:
Y aun alguien dirá, que hasta el día de hoy
ella es una niña viviente…
Que han encontrado a la dulce Lucy Gray
en la yerma estepa;
Sobre lo agreste y lo suave ella marcha,
y nunca mira atrás;
y tararea una solitaria canción
que silba en el viento.
ella es una niña viviente…
Que han encontrado a la dulce Lucy Gray
en la yerma estepa;
Sobre lo agreste y lo suave ella marcha,
y nunca mira atrás;
y tararea una solitaria canción
que silba en el viento.
El destino de la hermana mayor fue más melancólico, aunque menos extraordinario. Estaba comprometida con un caballero de calificada fortuna e irreprochable carácter: era católico, además; y Sir Redmond Blaney refrendó las cláusulas del matrimonio, en total satisfacción de la seguridad del alma de su hija, tanto como de sus bienes parafernales. La boda fue celebrada en el Castillo de Leixlip, y después de que los novios se hubieran retirado, los invitados no obstante permanecieron bebiendo a la salud de su futura felicidad, cuando de repente, para gran alarma de Sir Redmond y sus amigos, se escucharon fuertes y penetrantes gritos, emitidos desde la parte del castillo en la cual estaba situada la cámara nupcial.
Algunos de los más valientes se apresuraron escaleras arriba. Era demasiado tarde… el desventurado novio había estallado, en esa noche fatal, en un repentino y de lo más horrible paroxismo de locura. La mutilada forma de la infortunada y agonizante dama daba testimonio de la mortal virulencia con la cual la enfermedad había operado en el infeliz esposo, que se mató luego del involuntario asesinato de su consorte. Los cuerpos fueron enterrados tan pronto como la decencia lo permitió, y la historia se silenció.
Las esperanzas de Sir Redmond sobre el rescate de Jane fueron disminuyendo cada día, aunque todavía continuaba escuchando cada descabellado relato contado por las domésticas; y se suponía que toda su dedicación estaba ahora dirigida hacia su única hija sobreviviente. Anne, viviendo en soledad, y tomando parte solamente de la muy limitada educación de las mujeres irlandesas de ese tiempo, fue abandonada más que nada a los sirvientes, entre quienes incrementó su gusto por los horrores supersticiosos y sobrenaturales, a un grado que tuviera el más desastroso efecto en su vida futura.
Entre los numerosos lacayos del castillo, se encontraba una marchita vieja, que había sido niñera de la madre de la finada Lady Blaney, y cuya memoria era un completo Thesaurus terrorum. El misterioso destino de Jane primero alentó a su hermana a escuchar los disparatados cuentos de esta arpía, que aseveraba que una vez vio a la fugitiva de pie frente al retrato de su madre muerta en uno de los aposentos del castillo, y murmurando para sí misma:
—¡Pobre de mí, pobre de mí! ¡Nunca mi madre pensó que su diminuta Jane se convertiría en lo que es!
Pero a medida que Anne crecía comenzó a “inclinarse más seriamente” a las promesas de la vieja bruja de que ella podría mostrarle a su futuro prometido, luego de la ejecución de ciertas ceremonias, las cuales a ella al principio le disgustaban, como horribles e impías. Pero finalmente, bajo la repetida instigación de la vieja, consintió en tomar parte. El período fijado para la realización de estos ritos no consagrados estaba a la sazón aproximándose —era cerca del 31 de octubre—; la memorable noche cuando tales ceremonias eran, y todavía se suponen que son, en el norte de Irlanda, más potentes en sus efectos.
Durante todo el día la vieja bruja tuvo cuidado de reducir la mente de la joven damita al apropiado tono de sumisa y vacilante credulidad, con todas las horribles historias que pudo relatar; y las narró con aterradora y sobrenatural energía. A esta mujer la familia la llamaba Collogue, un nombre equivalente a Chisme en Inglaterra, o Bruja en Escocia (aunque su nombre real era Bridget Dease); y ella convalidaba el sobrenombre a través del ejercicio de una incansable locuacidad, una infatigable memoria y un ensañamiento por comunicar e infligir terror, que no tenía piedad de ninguna víctima en la casa, desde el palafrenero, a quien mandaba temblando a su manta, hasta la Dama del Castillo, sobre quien sentía que tenía ilimitada influencia.
El 31 de octubre llegó —el castillo estaba perfectamente calmo antes de las once—. Media hora después, la Collogue y Anne Blaney eran vistas deslizándose a lo largo de un pasadizo que las dirigía a lo que se llama la Torre del Rey John, donde se dice que el monarca recibió el homenaje del príncipe irlandés como Señor de Irlanda y el cual era, en todo caso, la parte más antigua de la estructura.
La Collogue abrió una pequeña puerta con una llave que había ocultado entre sus ropas, y urgió a la joven a que se apurase. Anne avanzó hacia el postigo y permaneció de pie allí, irresoluta y temblando como una tímida bañista a la vera de un arroyo desconocido. Era una oscura noche otoñal. Un fuerte viento suspiraba entre los bosques del castillo, e inclinaba las ramas de los árboles más bajos casi hasta las olas del Liffey, el cual, crecido por las recientes lluvias, luchaba y rugía entre las piedras que obstruían su cauce. La pronunciada pendiente desde el castillo se extendía frente a ella, con su oscura avenida de olmos. Unas pocas luces todavía brillaban en el pequeño pueblo de Leixlip, pero por lo tardío de la hora era probable que pronto se extinguieran.
La dama se demoró.
—¿Y debo ir sola? —dijo, anticipando que los terrores de su espantosa excursión podrían ser agravados por su más espantoso propósito.
—Debéis, o todo será arruinado —dijo la vieja, oscureciendo la miserable luz, que no extendía su influencia más de seis pulgadas en el camino de la víctima—. Debéis ir sola… y yo vigilaré por ti aquí, querida, hasta que vuelvas, y veas entonces lo que vendrá a ti a las doce en punto.
La infortunada muchacha hizo una pausa.
—¡Oh! Collogue, Collogue, si tan solo vinieras conmigo. ¡Oh! Collogue, ven conmigo, aunque más no sea hasta el final de la cuesta del castillo.
—Si yo fuera contigo, querida, nunca alcanzaríamos vivas de nuevo su cima, porque los que están cerca nos desgarrarían en pedazos.
—¡Oh! Collogue, Collogue… déjame volver entonces, e ir a mi cuarto… he ido demasiado lejos y he hecho demasiado.
—Y eso es lo que tienes, querida, y por eso debes ir más lejos, y todavía hacer más, no sea que, cuando regreses a tu cuarto, vieres la imitación de alguien en vez de un apuesto y joven novio.
La joven dama miró a su alrededor por un momento, el terror y una indómita esperanza tremolando en su corazón. Entonces, con un repentino impulso de coraje sobrenatural, se lanzó como un pájaro desde la terraza del castillo. El revoloteo de sus blancas prendas fue visto por unos pocos momentos, y luego la vieja bruja, que había estado oscureciendo el parpadeo de la luz con una mano, echó el cerrojo al postigo, y ubicando la vela delante de una tronera vidriada, se sentó sobre una silla de piedra a la entrada de la torre, para mirar la ocurrencia del hechizo. Pasó una hora antes de que la joven dama regresara. Su rostro estaba pálido y sus ojos fijos como los de un cuerpo muerto, pero sostenía en su puño una vestidura chorreante, una prueba de que su diligencia había sido ejecutada.
Se arrojó a las manos de su compañera, y luego permaneció de pie, resoplando y mirando enloquecidamente a su alrededor, como si no supiera dónde estaba. La propia vieja se aterrorizó ante el insano y jadeante estado de su víctima, y la llevó apresuradamente a su cámara; pero aquí, las preparaciones de las terribles ceremonias de la noche fueron los primeros objetos que la impresionaron, y estremeciéndose a la vista de ellas, se cubrió los ojos con las manos, y se paró firmemente clavada en el centro de la habitación.
Se necesitaron todas las persuasiones de la vieja (ayudada incluso por misteriosas amenazas), combinada con las facultades que retornaban y la renacida curiosidad de la pobre chica, para persuadirla de pasar por los asuntos pendientes de la noche. Al final, dijo como presa de desesperación:
—Lo llevaré a cabo: pero en la habitación de al lado; y si lo que temo pasa, haré sonar la pequeña campana de plata de mi padre, que me he procurado por esta noche… y si tienes un alma para ser salvada, Collogue, ven a mí con el primer sonido.
La vieja prometió, le dio sus últimas instrucciones con ferviente y celosa minuciosidad, y luego se retiró a su propio cuarto, que era adyacente al de la joven. La vela se había consumido, pero removió las ascuas del fuego de turba, y se sentó, dando cabezadas sobre ellas, alisando el camastro de vez en cuando, pero resolvió no acostarse mientras existiera la posibilidad de un sonido del cuarto de la damita, el cual ella misma, marchitos como estaban sus sentimientos, esperaba con una mezcla de ansiedad y terror.
Era ya muy pasada la medianoche, y todo estaba en silencio sepulcral en el castillo. La vieja bruja dormitaba sobre los rescoldos hasta que su cabeza tocó sus rodillas, entonces se incorporó cuando el sonido de la campana pareció tintinear en sus oídos, luego dormitó otra vez, y de nuevo se incorporó cuando la campana pareció tintinear más claramente. De pronto se despertó, no por la campana, sino por los más agudos y horribles gritos de la cámara vecina. La Collogue, consternada por primera vez por las posibles consecuencias de la fechoría que podría haber ocasionado, se apresuró a ir al dormitorio. Anne estaba con convulsiones, y la vieja se vio obligada, con desagrado, a llamar al ama de llaves (quitando mientras tanto los implementos de la ceremonia), y a ayudar a poner en práctica todos los específicos conocidos de esa época; plumas quemadas, etc., para reestablecerla. Cuando al fin lo hubieron logrado, el ama de llaves fue despedida, se trancó la puerta, y la Collogue quedó a solas con Anne. El asunto de su sesión podría haber sido adivinado, pero no fue conocido hasta muchos años más tarde. Pero Anne esa noche sostenía en su mano, en la forma de un arma, con cuya utilización ninguna de ellas estaba al corriente, una evidencia de que su cuarto había sido visitado por un ser fuera de este mundo.
La vieja le importunó con peticiones de destruir esta evidencia, o tirarla: pero ella insistió con fatal tenacidad en conservarla. La guardó bajo llave, sin embargo, inmediatamente, y parecía pensar que había adquirido un derecho, ya que había lidiado tan espantosamente con los misterios de la vida futura, a saber todos los secretos a cuyos descubrimientos esa arma aún podría conducir. Pero desde esa noche se notó que su carácter, sus modales, y aun su aspecto, se alteraron. Se volvió adusta y solitaria, engurruñada a la vista de sus antiguas compañeras, e imperativamente prohibió la menor alusión a las circunstancias que habían ocasionado este misterioso cambio.
Fue unos pocos días subsiguientes a este suceso que Anne, que después del almuerzo había dejado al capellán leyendo la vida de San Francisco Xavier a Sir Redmond, y se había retirado a su propio cuarto a trabajar, y, quizás, a meditar, se sorprendió al escuchar la campana del portón exterior repiquetear fuerte y repetidamente —un sonido que nunca había escuchado desde su primera estadía en el castillo, ya que los pocos invitados que concurrían allí, venían y partían tan calladamente como los humildes visitantes de un gran hombre generalmente lo hacen—. Al instante cabalgó por la avenida de olmos, que ya hemos mencionado, un imponente caballero, seguido de cuatro sirvientes, todos montados, los dos primeros con pistolas en sus fundas, y los dos últimos cargando talegos de montura delante de ellos: aunque era la primera semana de noviembre, siendo la hora del almuerzo la una en punto, Anne tenía suficiente luz como para notar todas estas circunstancias.
El arribo del extraño parecía causar mucho (aunque no mal recibido) tumulto en el castillo; las órdenes se daban fuerte y apremiantemente para el alojamiento de sirvientes y caballos —se escucharon pasos recorriendo los pasadizos por una hora entera— y luego todo estuvo quieto; y se dijo que Sir Redmond había cerrado con llave con su propia mano la puerta de la sala donde él y el extraño se sentaron, y pidió que nadie se atreviera a acercarse. Alrededor de dos horas más tarde, una sirvienta vino con órdenes de su amo, de tener lista una abundante cena a las ocho en punto, en la cual deseaba la presencia de su hija.
El establecimiento familiar estaba en un buen nivel, para una casa irlandesa, y Anne solamente tuvo que descender a la cocina para ordenar que los pollos asados estuvieran bien cubiertos de azúcar negra de acuerdo a la refinada moda de aquellos días, para inspeccionar la mezcla del bol de sagú con su ración de una botella de oporto y un buen puñado de las más ricas especias, y para ordenar particularmente que el pudín de arvejas tuviera un enorme trozo de manteca salada fría en el centro; y luego, sus preocupaciones de menaje terminadas, para retirarse a su cuarto y vestirse para la ocasión con un largo traje de noche blanco adamascado.
A las ocho en punto fue mandada llamar al comedor. Entró, de acuerdo a la moda de la época, con el primer plato; pero al atravesar la antesala, donde los sirvientes estaban sosteniendo luces y cargando los platos, le tiraron bruscamente de las mangas, y la fantasmal cara de la Collogue se arrimó a la de ella, mientras murmuraba:
—¿No dije que vendría por ti, querida?
A Anne se le heló la sangre, pero avanzó, saludó a su padre y al desconocido con dos profundas y marcadas reverencias, y luego tomó su lugar a la mesa. Sus sentimientos de pasmo y quizá de terror por el susurro de su aliada, no se vieron disminuidos por la aparición del extraño; hubo una singular y muda solemnidad en su comportamiento durante la cena. Él no comió nada. Sir Redmond parecía embarazado, sombrío y pensativo. Al fin, comenzando, dijo (sin mencionar el nombre del desconocido):
—¿Beberá a la salud de mi hija?
El extraño dio a entender su buena voluntad de tener ese honor, pero distraídamente llenó su copa con agua; Anne puso unas pocas gotas de vino en la de ella y se inclinó hacia él. En ese momento, por primera vez desde que se habían conocido, ella contempló su rostro: era pálido como el de un cadáver. La blancura mortal de sus mejillas y labios, el hueco y distante sonido de su voz, y el extraño brillo de sus grandes y oscuros ojos inmóviles, fuertemente fijos en ella, la hizo detenerse e inclusive temblar mientras llevaba la copa a sus labios; la bajó, y luego con otra silenciosa reverencia se retiró a su cámara.
Allí encontró a Bridget Dease, ocupada en recoger la turba que ardía en la chimenea, ya que no había ninguna rejilla en el aposento.
—¿Por qué estás tú aquí? —dijo ella impacientemente.
La vieja se volvió, con un espantoso rictus de satisfacción.
—¿No te dije que él vendría por ti?
—Creo que por eso ha venido —dijo la infortunada muchacha, hundiéndose en la enorme silla de mimbre al lado de su cama—, ya que nunca vi un mortal con tal apariencia.
—¿Pero no es un fino y majestuoso caballero? —prosiguió la vieja.
—Luce como si no fuera de este mundo —dijo Anne.
—De este mundo, o del próximo —dijo la vieja, levantando su huesudo dedo índice—. Atención a mis palabras… tan cierto como el… (aquí repitió algunas de las horribles fórmulas del 31 de octubre)… así también es seguro que él será tu prometido.
—Entonces seré la novia de un cadáver —dijo Anne—, ya que el que vi esta noche no es un hombre vivo.
Transcurrieron dos semanas, y ya sea que Anne se reconcilió con las facciones que las había considerado tan espectrales, al descubrir que ellas eran las más agraciadas que había contemplado jamás, y que la voz, cuyo sonido al principio era tan extraño y sobrenatural, se redujo a un tono de lastimera blandura cuando se dirigía a ella o si es imposible para dos jóvenes con corazones disponibles encontrarse en el campo —y encontrarse seguido, para observar silenciosamente el mismo arroyuelo, vagar bajo los mismos árboles y escuchar juntos el viento que bate las ramas— sin experimentar una asimilación de sentimientos rápidamente deviniendo en una asimilación de gustos; o si fue por todas estas causas combinadas, pero en menos de un mes Anne oyó la declaración de la pasión del extranjero con mucho sonrojo, aunque sin un suspiro. Entonces declaró su nombre y posición. Afirmó ser un baronet escocés, con el nombre de Sir Richard Maxwell. Adversidades familiares lo habían separado de su país, y habían excluido para siempre la posibilidad de su retorno: había trasladado sus pertenencias a Irlanda, y se proponía fijar su residencia allí de por vida. Tal fue su declaración.
El galanteo de esos días era breve y simple. Anne se convirtió en esposa de Sir Richard, y, creo, residieron con su padre hasta su muerte, cuando se mudaron a sus propiedades en el norte. Allí permanecieron por muchos años, en tranquilidad y felicidad, y tuvieron una numerosa familia. La conducta de Sir Richard estuvo marcada por dos peculiaridades: no sólo rehuía toda comunicación, sino la vista de cualquiera de sus compatriotas, y si llegaba a escuchar que un escocés había llegado al pueblo vecino, se encerraba hasta estar seguro de la partida del extranjero.
La otra era su costumbre de retirarse a su propia cámara, y permanecer invisible para su familia en el aniversario del 31 de octubre. La señora, que tenía sus propias asociaciones con relación a ese período, solamente le preguntó una vez sobre la razón de su encierro, y entonces, solemne e incluso severamente, se le ordenó nunca repetir sus averiguaciones. Así estaban las cosas, en cierto sentido, de forma extraña, pero no desgraciada, cuando de súbito, sin ninguna causa asignada o asignable, Sir Richard y Lady Maxwell se separaron, y nunca más se encontraron en este mundo, ni a ella le fue permitido ver a ninguno de sus hijos hasta el momento de su muerte. Él continuó viviendo en la mansión familiar y ella fijó su residencia con un pariente lejano en una remota parte del país. Tan total fue su desunión, que el nombre de ambos nunca fue escuchado filtrarse por los labios del otro, desde el momento de la separación hasta el de la desintegración.
Lady Maxwell sobrevivió a Sir Richard cuarenta años, viviendo hasta la edad de noventa y seis años; y de acuerdo con una promesa previamente dada, reveló a un descendiente con quien ella había vivido las siguientes extraordinarias circunstancias.
Dijo que en la noche del 31 de octubre, alrededor de setenta y cinco años antes, a instigaciones y malos consejos de su asistente, había lavado una de sus prendas en un lugar donde confluían cuatro arroyos, y había llevado a cabo otras ceremonias no consagradas bajo la dirección de la Collogue, con la esperanza de que su futuro marido se le apareciera en su cámara a las doce en punto de esa noche. El momento crítico llegó, pero no en forma de un amante. Una visión de indescriptible horror se acercó a su cama, y arrojándole un arma de hierro de una forma y construcción desconocida para ella, le ordenó que “reconociera a su futuro marido por eso”. Los terrores de esta visita pronto la privaron de sus sentidos; pero con su recuperación, insistió, como ha sido dicho, en conservar la hórrida prueba de la realidad de la visión, la cual, puesta bajo examen, resultó estar incrustada con sangre.
Permaneció escondida en el cajón más interno de su armario hasta la mañana de la separación. Esa mañana, Sir Richard Maxwell se levantó antes de amanecer para sumarse a una partida de caza. Precisaba un cuchillo para algún propósito casual, y habiendo perdido el suyo, llamó a Lady Maxwell, que todavía estaba acostada, para que le prestara uno. La señora, que estaba medio dormida, respondió que en tal cajón de su armario lo encontraría. Él fue, sin embargo, a otro, y al instante siguiente ella estaba totalmente despierta al ver a su marido presentando la terrible arma en su garganta, y amenazándola con una muerte instantánea a menos que le revelara cómo la había conseguido. Ella suplicó por su vida, y luego, en una agonía de horror y contrición, le contó la historia de aquella memorable noche. Él la miró por un momento con un semblante al que la furia, el odio y la desesperación convertían, como ella admitió, en un símil viviente de la faz de demonio que alguna vez había contemplado (tan singularmente fue cumplida la semejanza predestinada), y luego exclamando “Me conseguiste con la ayuda del diablo, pero no me conservarás por mucho tiempo”, la dejó, para no encontrarse ya en este mundo.
El secreto de su marido no era desconocido para la señora, aunque los medios por los cuales los poseyó eran completamente injustificables. Su curiosidad había sido fuertemente excitada por la aversión de su marido a sus compatriotas, y tanto fue así —estimulada por la llegada de un caballero escocés en las vecindades algún tiempo antes, quien se declaró antiguo conocido de Sir Richard, y habló misteriosamente de las causas que lo habían llevado fuera de su país—, que ella se dio maña para obtener una entrevista con él bajo un nombre falso, y obtuvo de él el conocimiento de circunstancias que amargaran su vida venidera hasta su última hora. Su historia fue esta:
Sir Richard Maxwell estaba en mortal contienda con un hermano menor. Se propuso una fiesta familiar para reconciliarlos, y como el uso de cuchillos y tenedores era entonces desconocido en las Tierras Altas, los comensales se reunieron con sus puñales con el propósito de trinchar. Bebieron de firme. La fiesta, en vez de armonizar, comenzó a inflamar sus espíritus; se renovaron las cuestiones de viejo antagonismo; las manos, que al principio tanteaban las armas en desafío, las desenvainaron al fin en furia, y en la refriega Sir Richard hirió mortalmente a su hermano. Su vida fue salvada con dificultad de la venganza del clan, y fue llevado deprisa hacia la costa del mar, cerca de la cual se erigía la casa, y se escondió allí hasta que se pudo conseguir una nave para conducirlo a Irlanda.
Embarcó en la noche del 31 de octubre, y mientras estaba atravesando la cubierta en indecible agonía de espíritu, su mano tocó accidentalmente el puñal que inconscientemente había llevado desde la noche fatal. Lo desenvainó, y rogando “que la culpa de la sangre de su hermano estuviera tan lejos de su alma, como pudiera arrojar el arma de su cuerpo,” lo lanzó por el aire con todas su fuerzas. Este instrumento encontró él oculto en el armario de la señora, y si realmente le creyó a ella que tomó posesión de él por medios sobrenaturales, o si temió que su esposa fuera un testigo secreto de su crimen, no ha sido determinado.
La separación tuvo lugar con el descubrimiento. Por lo demás, desconozco cuál pueda ser la verdad fundada, cuento la historia tal como a mí me fue contada.
Charles Maturin (1782-1824)
Relatos góticos. I Novelas de Charles Maturin.
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