«En la oscuridad»: Edith Nesbit; relato y análisis.


«En la oscuridad»: Edith Nesbit; relato y análisis.




«Dijo que no podría deshacerme del cuerpo.
Y no puedo. No puedo.»



En la oscuridad (In the Dark) es un relato de terror de la escritora inglesa Edith Nesbit (1858-1924), publicado originalmente en la antología de 1910: Miedo (Fear). Más adelante reaparecería en El libro de Oxford de cuentos góticos (The Oxford Book of Gothic Tales).

En la oscuridad, uno de los cuentos de Edith Nesbit menos conocidos, relata la historia de dos viejos amigos [Haldane y Winston] que se reencuentran y conversan sobre un tercer camarada, llamado Visger, un sujeto que posee la inusual habilidad de saberlo todo.


«Cuando estudiábamos en la escuela con mi amigo había un chico. Era un tramposo. Siempre les decía a los profesores cosas malas que hacían otros niños. Pero no veía estas malas acciones con sus propios ojos. Simplemente lo sabía todo y los profesores le creían. No sé qué era. ¿Un tercer ojo o un sexto sentido?»


Es casi sobrenatural cómo Visiger conoce los secretos más oscuros de cada persona. Esta capacidad de anticipación lo hace notablemente difícil de asesinar.

Sin embargo, Haldane estrangula a Visger luego de que este «mojigato» insufrible le costó la relación con su prometida. La última burla de Visger es una predicción justo antes de morir: Haldane nunca podrá deshacerse de su cuerpo, y así se demuestra en el curso de la historia. «Siempre supo cosas que no podía saber», lamenta el asesino.

Desde entonces, Haldane es atormentado por extrañas presencias durante la noche, a tal punto que ha decidido terminar con su vida antes de morir de puro terror en la oscuridad.

En la oscuridad cuenta con un reducido elenco de personajes, y en el poco tiempo que pasamos con ellos adquieren agencia propia. Por un lado está Haldane, un hombre al borde del colapso nervioso después de haber sucumbido a la ira y el rencor, y haber asesinado a un tipo desagradable. Por el otro tenemos a Winston [el narrador], un sujeto de buen corazón que hace todo lo que está a su alcance para que su amigo logre recuperar la cordura. Y después está Visger. No pasamos tiempo con él, pero aun así entendemos a la perfección la clase de idiota que era:


«Visger creció siendo un mojigato. Era vegetariano y abstemio, un fanático de la ciencia cristiana y todas esas cosas.»


En este contexto, Winston convence a Haldane de realizar un viaje juntos. Durante un tiempo, las cosas marchan bastante bien. Las visiones dejan de atormentar a Haldane, sin embargo, este todavía conserva un comportamiento infantiloide cuando se encuentra en un sitio oscuro.

A pesar de los mejores esfuerzos del narrador por liberar a su amigo de la desesperación, el ciclo que pronosticó Visiger se completa, aunque no de manera sobrenatural. Pensándolo bien, el final que plantea Edith Nesbit es tan absurdo, tan inverosímil, que el elemento sobrenatural bien podría estar presente de forma subrepticia. Como mínimo, estamos ante un hombre [Haldane] que es una especie de imán para cadáveres.




En la oscuridad.
In the Dark, Edith Nesbit (1858-1924)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Puede que fuera una forma de locura, puede que realmente estuviera obsesionado, o puede que —aunque no pretendo entender cómo— haya sido el desarrollo, a través de un intenso sufrimiento, de un sexto sentido en una naturaleza muy nerviosa y muy sensible. Algo ciertamente lo llevó a donde estaban Ellos. Y para él Todos eran uno.

Me contó la primera parte de la historia. La última parte la vi con mis propios ojos.


I

Haldane y yo éramos amigos incluso en nuestros días de escuela. Lo primero que nos unió fue nuestro odio común hacia Visger, que venía de nuestra parte del país. Era la persona más intolerable, niño y hombre, que he conocido. No decía una mentira. Y eso estaba bien, pero no se detenía allí. Si le preguntaban si algún otro tipo había hecho algo, si se había salido de los límites o si había hecho alguna clase de broma, siempre decía: «No lo sé, señor, pero creo que sí». Lo que él creía siempre era correcto. Recuerdo que Haldane le retorcía el brazo para que dijera cómo sabía lo del cerezo, y él sólo dijo: «No lo sé; estoy seguro». Y tenía razón, ¿entiende?. ¿Qué se puede hacer con un chico así?

Crecimos para ser hombres. Al menos Haldane y yo lo hicimos. Visger creció para ser un mojigato. Era vegetariano y abstemio, un fanático de la Ciencia Cristiana, pero no era un mojigato común. Sabía todo tipo de cosas que no debería haber sabido, que no podría haber sabido de ninguna manera ordinaria y decente. No es que descubriera cosas; simplemente las sabía. Una vez, cuando yo estaba muy triste, él entró en mi habitación (estábamos todos en nuestro último año en Oxford) y habló de cosas que yo apenas entendía. Ésa fue realmente la razón por la que fui a la India ese invierno.

Estuve fuera más de un año. Al regresar, pensé mucho en lo maravilloso que sería volver a ver al viejo Haldane. Si pensaba en Visger, deseaba que estuviera muerto, pero no pensaba mucho en él.

Quería ver a Haldane. Siempre fue un tipo tan alegre, amable, sencillo, honorable, tenso y lleno de simpatías prácticas. Anhelaba verlo, ver la sonrisa en sus alegres ojos azules que miraban desde la red de arrugas que la risa había formado alrededor, oírlo y sentir el buen apretón de su gran mano. Fui directamente de los muelles a sus aposentos en Gray's Inn, y lo encontré frío, pálido, anémico, con ojos apagados y una mano flácida, labios pálidos que sonreían sin alegría y expresaban una bienvenida anodina.

Estaba rodeado de un montón de muebles desordenados y efectos personales a medio embalar. Había unas cajas grandes atadas con cuerdas y estanterías de libros.

—Sí, me voy —dijo—. No soporto estas habitaciones. Hay algo extraño en ellas, algo diabólico.

El crepúsculo otoñal llenaba de sombras los rincones.

—Tienes las pieles —dije, sólo por decir algo, porque vi la gran caja que las contenía.

—¿Pieles? —dijo—. Oh, sí. Muchas gracias. Sí. Me olvidé de las pieles.

Se rió, supongo que por cortesía, porque no era broma lo de las pieles. Eran muchas y de buena calidad, las mejores que podía conseguir con mi dinero, y las había visto empaquetadas y enviadas cuando tenía el corazón muy apenado. Se quedó mirándome y no dijo nada.

—Vamos a cenar algo —dije con toda la alegría que pude.

—Estoy demasiado ocupado —respondió, después de una breve pausa y de echar un vistazo a la habitación—. Mira, me alegro muchísimo de verte. Si pudieras pasarte y pedir la cena…

Fui.

Cuando volví había despejado un espacio cerca del fuego y había trasladado allí su gran mesa de entrada. Cenamos a la luz de las velas. Traté de ser divertido. Estoy seguro de que él también lo intentó. Ninguno de los dos lo logró. Sus ojos demacrados me observaban todo el tiempo, salvo en esos fugaces momentos en los que, sin girar la cabeza, miraba por encima del hombro hacia las sombras que se agolpaban alrededor del pequeño lugar iluminado donde estábamos sentados.

Cuando terminamos de cenar y el hombre vino a retirar los platos, miré a Haldane con mucha atención, de modo que se detuvo en una anécdota sin sentido y me miró interrogativamente.

—¿Y bien? —dije.

—No me estás escuchando —dijo petulantemente—. ¿Qué pasa?

—Eso es lo que quiero que me digas —dije.

Se quedó callado, lanzó una de esas miradas furtivas a las sombras y se agachó para atizar el fuego.

—Estás hecho pedazos —dije alegremente—. ¿Qué has estado haciendo? ¿Vino? ¿Jugando a las cartas? ¿Especulando? ¿Una mujer? Si no me lo quieres decir, tendrás que decírselo a tu médico. Pero, querido amigo, estás hecho un desastre.

—Eres un buen amigo para tener en casa —dijo, y sonrió con una sonrisa mecánica que no resultaba nada agradable de ver.

—Creo que soy el amigo que buscas —dije—. ¿Crees que soy ciego? Algo ha ido mal. ¿Morfina, tal vez? Y has estado dándole vueltas al asunto hasta perder todo sentido de la proporción. Déjalo ya, amigo. Te apuesto un dólar a que no es tan malo como crees.

—Si pudiera decírtelo a ti... o a cualquiera —dijo lentamente—, no sería tan malo como es. Si pudiera decírselo a alguien, te lo diría a ti. Y, aun así, te he dicho más a ti que a cualquier otra persona.

No pude sacarle nada más, pero me presionó para que me quedara. Me habría dado su cama pero yo había alquilado mi habitación en el Victoria y esperaba cartas. Así que lo dejé, bastante tarde, y él se quedó de pie en las escaleras, sosteniendo una vela sobre la barandilla para iluminarme.

Cuando volví a la mañana siguiente, ya no estaba. Unos hombres estaban trasladando sus muebles a un gran furgón que tenía pintado en letras grandes el nombre de alguien. No le había dejado ninguna dirección al portero y se había ido en un cabriolé con dos maletas... a Waterloo, pensó el portero.

Bueno, un hombre tiene derecho al monopolio de sus propios problemas, si así lo desea. Y yo tenía mis propios problemas que me mantenían ocupado.


II

Pasó más de un año cuando volví a ver a Haldane. Para entonces ya había alquilado habitaciones en el Albany y él se presentó allí una mañana, muy temprano, antes del desayuno. Si antes tenía un aspecto cadavérico, ahora parecía casi fantasmal. Su rostro parecía desgastado, como una concha de ostra que durante años ha sido arrojada al mar dos veces al día en una orilla llena de guijarros. Sus manos eran delgadas como las garras de un pájaro y temblaban como mariposas atrapadas.

Le di la bienvenida con cordialidad y le pedí que desayunara. Esta vez, decidí, no haría preguntas, porque vi que no eran necesarias. Él me lo diría. Tenía la intención de decírmelo. Había venido para decírmelo y para nada más.

Encendí la lámpara de alcohol, preparé café y le conversé un rato, comí y bebí y esperé a que empezara. Y así empezó:

—Voy a suicidarme —dijo—. No te alarmes —supongo que yo había dicho o mirado algo—. No lo haré aquí ni ahora. Lo haré cuando tenga que hacerlo, cuando ya no pueda soportarlo más. Y quiero que alguien sepa por qué. No quiero sentir que soy el único ser vivo que lo sabe. Y puedo confiar en ti, ¿no?

Murmuré algo tranquilizador.

—Me gustaría que, si no te importa, me dieras tu palabra de que no le dirás a nadie lo que te voy a contar mientras viva. Después podrás decírselo a quien quieras.

Le di mi palabra.

Se quedó en silencio mirando el fuego. Luego se encogió de hombros.

—Es extraordinario lo difícil que es decirlo —dijo y sonrió. —El caso es que ya conoces a esa bestia, George Visger.

—Sí —dije—. No lo he visto desde que regresé. Alguien me dijo que había ido a una isla u otra a predicar el vegetarianismo a los caníbales. De todos modos, ya no está en el camino, mala suerte para él.

—Sí —dijo Haldane—, ya no está en el camino. Pero no está predicando nada. De hecho, está muerto.

—¿Muerto? —fue todo lo que se me ocurrió decir.

—Sí —dijo él—; no es de conocimiento público, pero lo está.

—¿De qué murió? —pregunté, aunque no me importaba. El simple hecho me bastaba.

—Ya sabes lo entrometido que era siempre. Siempre lo sabía todo. Hablaba de corazón a corazón... y lo decía todo abiertamente y con transparencia. Bueno, se interpuso entre otra persona y yo... le dijo un montón de mentiras.

—¿Mentiras?

—Bueno, las cosas eran ciertas, pero él las convirtió en mentiras de la manera en que las contó, ya sabes.

Asentí.

—Y ella me abandonó. Murió. Ni siquiera éramos amigos. No pude verla... antes... ni siquiera pude... Oh, Dios mío... Pero fui al funeral. Él estaba allí. Lo habían invitado. Y luego volví a mis habitaciones, y me quedé sentado, pensando. Y él se acercó.

—Espero que lo hayas echado.

—No, no lo hice. Escuché lo que tenía que decir: «Sin duda, todo fue para bien». Él no sabía lo que yo pensaba. Sólo había adivinado. Y había adivinado bien, maldita sea. ¿Qué derecho tenía a adivinar bien? Y dijo que todo era para bien, porque, además de eso, había locura en mi familia. Él también lo había descubierto...

—¿Y la hay?

—Yo no lo sabía. Y por eso era lo mejor. Entonces dije: «Antes no había locura en mi familia, pero ahora sí», y lo agarré del cuello. No estoy seguro si tenía intención de matarlo; debería haber tenido intención de matarlo. De todos modos, lo maté. ¿Qué dijiste?

No había dicho nada. No es fácil pensar en algo diplomático y apropiado que decir cuando tu más viejo amigo te dice que es un asesino.

—Cuando pude sacar mis manos de su cuello (era tan difícil como soltar las asas de una batería galvánica), cayó hecho un bulto sobre la alfombra. Vi lo que había hecho. ¿Cómo es que los asesinos son descubiertos?

—Supongo que son descuidados —me sorprendí diciendo—, pierden el valor.

—No lo hice —dijo—. Nunca estuve más tranquilo. Me senté en el sillón, lo miré, y lo pensé todo. Acababa de irse a esa isla, lo sabía. Se había despedido de todos. Me lo había dicho. No había sangre de la que deshacerse... o sólo un toque en la comisura de su boca flácida. Él no iba a viajar con su propio nombre por culpa de los entrevistadores. El equipaje de señor No Sé Qué quedaría sin reclamar y su camarote estaría vacío. Nadie adivinaría que el señor No Sé Qué era Sir George Visger. Todo estaba claro. No había nada de lo que deshacerse, excepto del hombre. Ni un arma, ni sangre... y me deshice de él sin problemas.

—¿Cómo?

Sonrió astutamente.

—No, no —dijo—; ahí es donde pongo el límite. No es que dude de tu palabra, pero si alguna vez hablas en sueños o tienes fiebre o algo así... No, no. Mientras no sepas dónde está el cuerpo estoy bien. Incluso si pudieras demostrar que he dicho todo esto (cosa que no puedes), no son más que los devaneos de mi pobre cerebro trastornado. ¿Lo ves?

Lo vi. Y lo sentí por él. No creía que hubiera matado a Visger. No era el tipo de hombre que mata. Así que dije:

—Sí, viejo amigo, ya lo veo. Ahora mira. Vámonos juntos, tú y yo, viajemos un poco, veamos el mundo, y olvidémonos por completo de ese tipo bestial.

Al oír eso sus ojos se iluminaron.

—Bueno —dijo—, tú lo entiendes. No me odias ni me rechazas. Ojalá te lo hubiera dicho antes, cuando llegaste y yo estaba empacando todas mis cosas. Pero ahora es demasiado tarde.

—¿Demasiado tarde? En absoluto —dije—. Vamos, empacaremos nuestras cosas y nos iremos esta noche... hacia lo desconocido, ¿qué dices?

—Allí es adónde voy —dijo—. Espera. Cuando hayas oído lo que me ha estado sucediendo, no estarás tan entusiasmado por viajar conmigo.

—Pero me has contado lo que te ha estado sucediendo —dije, y cuanto más pensaba en lo que me había dicho, menos lo creía.

—No —dijo lentamente—, no; te he contado lo que le pasó a él. Lo que me pasó a mí es muy diferente. ¿Te conté cuáles fueron sus últimas palabras? Justo cuando me acercaba a él. Antes de que le hubiera agarrado por el cuello, me dijo: «Cuidado, nunca podrás deshacerte del cuerpo. Además, la ira es pecado». Ya sabes que él tenía esa actitud, pero no lo volví a pensar en eso durante un año. Porque sí que me deshice de su cuerpo. Y entonces estaba sentado en ese cómodo sillón y pensé: «Debe de haber pasado un año desde que...». Saqué mi cartera y me acerqué a la ventana para mirar un pequeño almanaque que llevo conmigo. Estaba anocheciendo y, efectivamente, había pasado un año, exactamente. Y entonces recordé lo que había dicho. Y me dije: «No es mucho problema deshacerse de tu cuerpo, bruto». Y entonces miré la alfombra de la chimenea y... ¡Ah! —gritó de repente y muy fuerte—: No puedo decírtelo... no, no puedo.

Mi amigo abrió la puerta; su rostro era suave y su curiosidad se retorcía.

—¿Ha llamado, señor?

—Sí —mentí—. Quiero que lleve una nota al banco y espere una respuesta.

Cuando se deshizo de él, Haldane dijo:

—¿Dónde estaba?

—Me estabas contando lo que pasó después de mirar el almanaque. ¿Qué era?

—Nada importante —dijo, riendo suavemente—, oh, nada importante; solo que miré la alfombra y allí estaba él, el hombre que había matado un año antes. No intentes explicarlo o perderé los estribos. La puerta estaba cerrada. Las ventanas estaban cerradas. No había estado allí un minuto antes. Y estaba allí en ese momento. Eso es todo.

Alucinación, fue una de las palabras con las que me tropecé.

—Exactamente lo que pensé —dijo triunfante—, pero... lo toqué. Era completamente real. Pesado, ya sabes, y más duro que la gente viva al tacto; las manos eran más como una cosa de piedra y los brazos como una estatua de mármol con un traje de sarga azul. ¿No odias a los hombres que llevan trajes de sarga azul?

—También hay alucinaciones del tacto —me encontré diciendo.

—Exactamente lo que pensé —dijo Haldane más triunfante que nunca—, pero hay límites, ya sabes... límites. Entonces pensé que alguien lo había sacado, al verdadero él, y lo había dejado allí para asustarme, mientras yo estaba de espaldas, y fui al lugar donde lo había escondido, y estaba allí... ¡ah!... tal como lo había dejado. Sólo que... fue hace un año. Hay dos de él ahora.

—Mi querido amigo —dije—, esto es simplemente cómico.

—Sí —dijo—, es cómico. A mí también me parece cómico. Especialmente por la noche, cuando me despierto y pienso en ello. Espero no morir en la oscuridad, Winston. Ésa es una de las razones por las que creo que tendré que suicidarme. Así podría estar seguro de no morir en la oscuridad.

—¿Eso es todo? —pregunté, sintiéndome seguro de que debía serlo.

—No —dijo Haldane de inmediato—. Eso no es todo. Ha vuelto otra vez. Fue en un vagón de tren. Yo estaba dormido. Cuando me desperté, allí estaba él, tendido en el asiento frente al mío. Parecía exactamente el mismo. Lo arrojé a la vía en el túnel de Red Hill. Y si lo vuelvo a ver, me iré yo también. No lo soporto. Es demasiado. Prefiero irme. Sea como sea el otro mundo, no hay cosas así en él. Las dejamos aquí, en tumbas y cajas y... Tú crees que estoy loco, pero no lo estoy. No puedes ayudarme, nadie puede. Él lo sabía, ¿sabes? Dijo que no podría deshacerme del cuerpo. Y no puedo deshacerme de él. No puedo. Él lo sabía. Siempre supo cosas que no podía saber. Pero voy a interrumpir su juego. Después de todo, tengo el as de triunfo y lo jugaré. Te doy mi palabra de honor, Winston, de que no estoy loco.

—Mi querido amigo —dije—, no creo que estés loco. Pero sí creo que tus nervios están alterados. Los míos también. ¿Sabes por qué fui a la India? Fue por ti y por ella. No pude quedarme a verlo, aunque deseaba tu felicidad y todo eso; tú sabes que lo deseaba. Y cuando regresé, ella... y tú... Basta, no seguirás imaginando cosas si me tienes a mí para hablar. Y siempre dije que no eras un viejo tonto.

—Le gustabas —dijo.

—Oh, sí —dije—, yo le gustaba.


III

Así fue como llegamos juntos al extranjero. Tenía muchas esperanzas en él. Siempre había sido un tipo espléndido, cuerdo y fuerte. No podía creer que se hubiera vuelto loco. Tal vez mis propios problemas me hicieron ver las cosas con más claridad. De todos modos, me lo llevé para que recuperara la salud mental, exactamente como debería haberlo llevado para que se fortaleciera después de una fiebre. Y la locura pareció pasar, y en un mes o dos estábamos perfectamente alegres. Creí que lo había curado. Yo estaba muy contento por esa antigua amistad que teníamos, y porque ella lo había amado y me había querido a mí.

Nunca hablamos de Visger. Pensé que se había olvidado por completo de él. Creí comprender cómo su mente, sobrecargada por el dolor y la ira, se había fijado en el hombre que odiaba y había tejido una red de pesadilla alrededor de esa personalidad detestable. Y yo había recibido el látigo de mi propio problema. Estuvimos tan alegres como muñecos de arena juntos durante todos esos meses.

Y finalmente llegamos a Brujas, atestada de gente debido a la Exposición. Sólo pudimos conseguir una habitación y una cama. Así que echamos a suertes la cama, y el que perdiera pasaría la noche lo mejor posible en el sillón. Las sábanas las compartiríamos equitativamente.

Pasamos la noche en un café y terminamos en una cervecería. Era tarde cuando regresamos a la Grande Vigne. Saqué la llave de su clavo en la habitación del portero y subimos. Recuerdo que hablamos un rato de la ciudad, del campanario y del aspecto veneciano de los canales a la luz de la luna. Luego Haldane se metió en la cama, yo me convertí en crisálida con mi parte de las mantas y acomodé en el sillón. No estaba nada cómodo, pero estaba cansado y casi dormía cuando Haldane me despertó para contarme su testamento.

—Te lo he dejado todo a ti, viejo —dijo—. Sé que puedo confiar para que te ocupes de todo.

—Así es —dije—, y si no te importa hablaremos de ello por la mañana.

Intentó seguir hablando de lo buen amigo que había sido y todo eso, pero lo callé y le dije que se fuera a dormir. Pero no. No se sentía cómodo, dijo. Y tenía una sed terrible. Se había dado cuenta de que no había ninguna botella de agua en la habitación.

—Y el agua de la jarra es como una sopa pálida —dijo.

—Está bien —dije—. Enciende tu vela y ve a buscar un poco de agua entonces, en nombre del Cielo, y déjame dormir.

Pero él dijo:

—No, enciéndela tú. No quiero levantarme de la cama a oscuras. Podría... podría pisar algo, ¿no? O tropezar con algo que no estaba allí cuando me acosté.

—¡Qué tontería! —dije.

Pero encendí la vela de todos modos. Se sentó en la cama y me miró, muy pálido, con el pelo despeinado y los ojos parpadeando.

—Está mejor —dijo. Y luego—: Oye, mira.

—Ah, sí, ya veo. Está bien. Es curioso cómo marcan las sábanas aquí.

—Maldita sea si no pensé que era sangre, aunque sea por un momento

La sábana estaba marcada, no en la esquina, sino justo en el medio, donde se dobla hacia abajo, con un gran punto rojo.

—Sí, ya veo —dije—, es un lugar extraño para marcarla.

—Es extraño que tenga letras —dijo. G.V.

—Grande Vigne —dije—. ¿Con qué letras esperas que marquen las cosas? Date prisa.

—Sí, significa Grande Vigne, por supuesto. Me gustaría que vinieras tú también, Winston.

—Bajaré —dije y me di la vuelta con la vela en la mano.

En un instante se levantó de la cama y estuvo cerca de mí.

—No —dijo—, no quiero quedarme solo en la oscuridad.

Lo dijo como lo hubiera dicho un niño asustado.

—Muy bien, ven conmigo —dije. Y nos fuimos.

Recuerdo que intenté hacer una broma sobre el largo de su pelo y el corte de su pijama.

Estaba casi bastante claro para mí, incluso entonces, que todo mi tiempo y mis problemas habían sido en vano, y que él no estaba curado después de todo. Bajamos lo más silenciosamente que pudimos y nos llevamos una jarra de agua de la larga mesa vacía del comedor. Al principio me agarró del brazo, pero después me quitó la vela y se fue muy despacio, protegiendo la luz con la mano y mirando con mucho cuidado a su alrededor, como si esperara ver algo que deseaba desesperadamente no ver. Por supuesto, yo sabía qué era ese algo. No me gustaba su forma de actuar. No puedo expresar en absoluto lo profundamente que me disgustaba. Miraba por encima del hombro de vez en cuando, tal como hizo aquella primera noche después de mi regreso de la India.

El asunto me puso tan nervioso que apenas podía encontrar el camino de regreso a la habitación. Cuando llegamos allí, te doy mi palabra de que esperaba ver lo mismo que él, eso o algo parecido en la alfombra. Pero, por supuesto, no había nada.

Apagué la luz y acomodé las mantas; las había estado arrastrando tras de mí en nuestra expedición. En ese momento, Haldane habló.

—Tienes todas las mantas —dijo.

—No, no las tengo —dije—, sólo las que tenía antes.

—Entonces no puedo encontrar la mía —dijo, y pude escuchar sus dientes castañetear—. Tengo frío. Tengo... ¡Por el amor de Dios, enciende la vela. Enciéndela. Enciéndela. Algo horrible...!

No pude encontrar las cerillas.

—Enciende la vela, enciende la vela —dijo, y se le quebró la voz, como a veces le ocurre a un niño—. Si no lo haces, vendrá a mí. Es tan fácil acercarse a cualquiera en la oscuridad. ¡Oh, Winston, enciende la vela, por el amor de Dios! No puedo morir en la oscuridad.

—La estoy encendiendo —dije con furia. Estaba buscando las cerillas en la cómoda de mármol, en la repisa de la chimenea, en todas partes menos en la mesa redonda del centro, donde las había dejado—. No vas a morir. No seas tonto —dije—. Está bien. En un segundo habrá luz.

—Hace frío. Hace frío. Hace frío —dijo tres veces.

Y luego gritó en voz alta, como una mujer, como un niño, como una liebre cuando los perros la tienen atrapada. Ya lo había oído gritar así una vez.

—¿Qué pasa? —grité, apenas menos fuerte—. Por el amor de Dios, no hagas tanto ruido. ¿Qué pasa?

Hubo un silencio vacío. Luego, muy lentamente:

—Es Visger —dijo.

Habló con voz ronca, como a través de un velo sofocante.

—Tonterías. ¿Dónde? —pregunté, justo cuando mi mano se cerró sobre las cerillas.

—Aquí —gritó con fuerza, como si hubiera desgarrado el velo—, aquí, a mi lado. En la cama.

Encendí la vela. Me acerqué a él.

Estaba aplastado en un montón al borde de la cama. Tendido detrás de él había un hombre muerto, blanco y muy frío.

Haldane había muerto en la oscuridad.

Todo era tan simple.

Habíamos llegado a la habitación equivocada. El hombre al que pertenecía la habitación estaba allí, en la cama que había contratado y pagado antes de morir de una enfermedad cardíaca, más temprano. Un comisionado de viajes francés que representaba jabones y perfumes. Su nombre era Félix Leblanc.

Más tarde, en Inglaterra, hice averiguaciones. En el túnel de Red Hill se había encontrado el cuerpo de un hombre: un mercero llamado Simmons, que había bebido alcohol de sales debido a la depresión del comercio. La botella estaba apretada en su mano muerta.

Por razones de seguridad, me ocupé de tener a un inspector de policía conmigo cuando abrí las cajas que me llegaron por testamento de Haldane. Una de ellas era la gran caja, forrada de metal, en la que le había enviado las pieles desde la India. Era un regalo de bodas, Dios nos ayude a todos.

Estaba bien soldada.

¿Dentro había pieles de animales? No. Los cuerpos de dos hombres. Uno fue identificado, después de algunas dificultades, como el de un vendedor ambulante de plumas en las oficinas de la ciudad, propenso a sufrir ataques. Había muerto en uno, al parecer. El otro cuerpo era el de Visger, claro.

Explíquelo como quiera. Le ofrecí, si recuerda, una variedad de explicaciones antes de comenzar la historia. Aún no he encontrado una explicación que pueda satisfacerme.

Edith Nesbit (1858-1924)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Edith Nesbit.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Edith Nesbit: En la oscuridad (In the Dark), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Paranormal: espejos en el dormitorio.


Paranormal: espejos en el dormitorio.




«Cuando miras largo tiempo al abismo,
el abismo te devuelve la mirada.»
(Nietzsche)



¿Es malo tener espejos frente a la cama?

Existe una variedad de creencias en torno a los espejos. En términos generales, muchos afirman que son puertas espirituales. Pero, si los espejos son un portal a otros planos o dimensiones, es lógico suponer que sólo están activos cuando uno quiere que lo estén, por ejemplo, a través de un ritual de invocación [ver: Sobre espejos mágicos y seres interdimensionales]

Algunos sostienen que se necesitan dos espejos enfrentados para formar un portal; otros que si tienes un espejo frente a la cama tu propio reflejo te verá dormir durante la noche. Las opiniones son variadas, y a menudo ridículas. Comencemos con algunas explicaciones racionales.

Cuando no estás del todo despierto, los reflejos pueden jugarle una mala pasada a tu mente. La primera reacción del cerebro ante los espejos es ver a «otra persona», aunque esto apenas dure una fracción de segundo. Es un reflejo de supervivencia útil. Nuestro cerebro está programado para detectar depredadores en la naturaleza y, por supuesto, esto no siempre tiene sentido en el mundo moderno. En un entorno oscuro, medio dormido, el cerebro funciona aún peor, y eso hace que creas que estás viendo cosas que no están ahí.

Una experiencia común a todos es despertarse justo antes de quedarse dormido, aparentemente al azar, sintiendo una presencia o que algo te está observando. Estas reacciones ocurren normalmente cuando hay un espejo en la habitación [ver: Experiencia aparicional: cuando sentimos que no estamos solos]

El ámbito cerrado de un dormitorio con uno o varios espejos, en medio de la noche, es muy similar a un ambiente utilizado frecuentemente en el ocultismo, llamado Psicomanteum.

El Psicomanteum es un espacio cerrado y pequeño donde se practica un método de comunicación con los espíritus de los muertos a través de un espejo. Para ello, se crea un ambiente a oscuras [idealmente de techos y paredes pintados de negro], y se coloca un espejo inclinado para que no refleje nada más que oscuridad a los ojos del observador. Acto seguido, el practicante debe guardar silencio y simplemente observar la superficie reflectante.

En teoría, el contexto del Psicomanteum [oscuridad, silencio, aislamiento de estímulos externos, y un espejo] produce increíbles impresiones visuales, auditivas y táctiles gracias a la pantalla de proyección que ofrece el espejo. El Psicomanteum es básicamente una versión moderna del Nekromanteion griego, un antiguo templo dedicado a Hades y Perséfone, deidades del inframundo en los mitos griegos, al cual los devotos acudían para comunicarse con sus antepasados fallecidos.

Podríamos decir que un dormitorio moderno, a oscuras, con un espejo y un sujeto en estado de relajación [semidormido] es una especie de Nekromanteion involuntario.

Los espejos son dispositivos fundamentales en el ocultismo. Hasta hace poco, la mayoría de los espejos estaban hechos de nitrato de plata [que también se utiliza para hacer agua bendita]. La plata, por supuesto, es el metal asociado a la luna; y ésta es un espejo simbólico que refleja la luz del sol. Existen muchos rituales básicos con espejos, pero todos aspiran a generar el mismo efecto que el Nekromanteion: intenta mirarte en un espejo con poca luz; la punta de la nariz o la frente, y observa el resto de tu rostro con tu visión periférica. Si no mueves los ojos después de un rato, tu rostro comienza a transformarse en todo tipo de cosas espeluznantes [ver: Si los ves, Ellos te ven]

El esoterismo considera que los espejos son portales y que pueden ser activados involuntariamente, por ejemplo, colocando un espejo frente a otro espejo. Ésa, en teoría, es la forma para que seres de otros planos entren y salgan de esta dimensión. Afortunadamente, en la tradición también existe una forma de bloquear los espejos enfrentados empleando marcas hechas con agua sobre la superficie reflectante. La señal de la cruz sobre un espejo, en teoría, es la manera más simple [ver: Experiencia invocando a «Bloody Mary»]

En algunas culturas, los espejos deben cubrirse en determinados momentos, particularmente cuando se produce un flujo de energía negativa y no se desea que sea absorbida y más tarde reflejada. El ejemplo típico es la muerte de una persona en la casa. En algunas tradiciones, si encuentras huellas de manos y dedos en un espejo [que no haya sido manipulado] se deben al espíritu de alguien que ha muerto allí [ver: Hay una entidad en mi habitación]

El ocultista Eliphas Levi concluyó que los espejos actúan como límites entre el mundo material y el espiritual. Pueden actuar como portales, pero están cerrados por defecto, y para abrirlos necesitas invitar a un espíritu para que pueda cruzar, pero el espejo en sí no es peligroso. Según la interpretación de Levi, no hay problema en dormir frente a un espejo siempre y cuando no abras esa puerta.

Mirarse a uno mismo [a los ojos] en el espejo durante un largo período de tiempo se siente, al comienzo, como una forma de meditación, pero no exactamente. Si esto se prolonga (superando los 15 minutos) definitivamente empezarás a sentir que te hundes dentro de tí mismo de alguna manera. Te sentirás introspectivo, como si estuvieras mirando dentro de tu propia alma. Es una gran técnica de autoexploración, el problema es que puede llevarte a explorar demasiado profundo. Eventualmente, empezarás a experimentar una sensación extraña, incómoda, como si no fueras tú mismo quien te está mirando desde el espejo.

La superstición de que tener un espejo en el dormitorio es algo negativo tiene bases bastante sólidas. Después de todo, el espejo es un artefacto [tecnológico] que produce comportamientos antropológicos únicos en el ser humano. Desde que los espejos comenzaron a usarse, como los de bronce u obsidiana, las personas se dieron cuenta de que estos dispositivos producían toda clase de experiencias anómalas. La mayoría de los oráculos [epifanías divinas] se hacían sobre una superficie reflectante [espejo, agua, bola de cristal, etc]. En última instancia, el espejo siempre fue considerado una puerta dentro de la realidad física ordinaria que se abre [o se cierra] sobre el mundo de los espíritus.

Encontrarte con tu reflejo en el espejo de tu dormitorio es como una experiencia en el Nekromanteion pero en miniatura. En un ambiente con un bajo nivel de iluminación, como una habitación durante la noche, la tarea de mirarse al espejo puede producir la ilusión fugaz de estar mirando un rostro extraño; aunque la mayoría de las veces se trata de deformaciones faciales que aún representaban la propia cara. Durante una experiencia buscada surgen otras posibilidades. Podrías ver [en tu propio reflejo] el rostro de tu padre [o madre, si eres mujer] con rasgos alterados, una persona desconocida con una identidad independiente; un anciano [o una anciana]; y en última instancia seres no humanos, como Gente Sombra, entidades oscuras y encapuchadas [ver: 5 tipos de Gente Sombra]

Los efectos extremos del Psicomanteum son similares a un breve trastorno de la personalidad. En cierto modo, el observador siente una desconexión con la imagen reflejada; es decir, puede experimentar su cuerpo pero percibir visualmente a alguien más en el espejo. Esto es acentuado en la observación prolongada, con su consecuente entumecimiento de las expresiones faciales hasta concluir en la experiencia de estar viento un rostro muerto, o el rostro de alguien más.

Por supuesto, tener un espejo en el dormitorio y verse fugazmente en él no es lo mismo que someterse a los procedimientos del Nekromanteion, pero esta sensación [subjetiva] de la distorsión temporal, incluso de la despersonalización de la imagen que nos devuelve el reflejo, puede estar presente y producirnos un tremendo sobresalto. Uno podría suponer que esto tiene alguna relación con la ansiedad, tal vez con un síntoma de dismorfia o descontento general con el propio aspecto, pero no es así en absoluto. Es más como una sensación de miedo a lo desconocido, como si mirarse en el espejo durante el tiempo suficiente pudiera revelar algo aterrador.

En el caso de los rituales, el espejo se utiliza como punto focal de la experiencia. La persona se mira fijamente en el espejo y, después de un período de tiempo, si el espíritu o la entidad invocada está dispuesta, se revelará en el reflejo. Esto es muy similar a la experiencia de mirarse en un espejo en medio de la noche y, al menos durante una fracción de segundo, sentir que alguien más nos está devolviendo la mirada. Como dice Jorge Luis Borges en su poema Los espejos:


Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro
paredes de la alcoba hay un espejo,
ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo
que arma en el alba un sigiloso teatro.




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«La casa silenciosa»: Charlotte Mew; poema y análisis.


«La casa silenciosa»: Charlotte Mew; poema y análisis.




«La habitación donde murió mamá está cerrada,
las otras están como estaban,
afuera, el mundo sigue igual.»



La casa silenciosa (The Quiet House) es un poema de la escritora inglesa Charlotte Mew (1869-1928), publicado en la antología de 1916: La novia del granjero (The Farmer's Bride).

La casa silenciosa, uno de los poemas de Charlotte Mew más destacados, comienza con la vida tranquila de una mujer bajo la atenta mirada de un padre protector. A medida que el poema avanza nos damos cuenta que debajo de esta fachada de respetable soltería la mujer está al borde del colapso mental.

La casa silenciosa presenta algunos hechos sobre los cuales construye una especie de narración: la Oradora es una mujer joven y solitaria que vive con su padre en una casa de Londres. El poema pasa por abruptas transiciones entre sentimientos ominosos, agobiantes, y detalles absolutamente prosaicos. Apenas Charlotte Mew establece un hecho concreto, procede a brindar una declaración de lo intangible. En esta Casa, los sentimientos viven en las cosas, y las cosas viven en los sentimientos [ver: Casas como metáfora de la psique]

Charlotte Mew era la mayor de siete hermanos cuyas vidas terminaron prematuramente. Tres de ellos murieron siendo niños, a los otros dos [Henry y Freda] se les diagnosticó dementia praecox [esquizofrenia], y fueron internados en un hospital psiquiátrico [nunca volverían a salir]. Tras la muerte de su padre, Charlotte Mew quedó a cargo de su madre y de su hermana, Anne, la única hermana sobreviviente. En su biografía oficial, Penelope Fitzgerald comenta que, tras el encierro de Henry y Freda, Charlotte y Anne se prometieron que nunca se casarían y tendrían hijos por temor a transmitirles algún tipo de enfermedad mental [ver: La locura hereditaria de Charlotte Mew]

En La casa silenciosa podemos encontrar este miedo a descubrir la locura en uno mismo, particularmente de la posibilidad de ver, oír y sentir realidades que no existen objetivamente: En un momento del poema, llaman a la puerta pero al abrir no hay nadie, y la Oradora concluye que es ella misma quien está llamándose, que la campana suena únicamente para ella, dentro de su cabeza:


Esta noche volví a escuchar una campana.
Afuera estaba la misma niebla de delicada lluvia,
las farolas recién encendidas en la calle larga y oscura,
nadie para mí.
Creo que es a mí misma a quien voy a encontrar.


En general, los oradores de Charlotte Mew le dan voz a personas tristes, afligidas, marginadas; hablan de la muerte de niños e historias de enfermedades mentales. Los oradores masculinos, como el oficinista de En el cementerio de Nunhead (In Nunhead Cemetery), que presencia el entierro de la mujer que ama, son dignos de compasión; mientras que las oradoras mujeres poseen un mayor grado de integridad ante el dolor y la pérdida. Supongo que esto tiene que ver con los elementos autobiográficos que recaen sobre las oradoras. Si cambiáramos los nombres de los cuatro niños y la problemática que aflige a los padres [en La casa silenciosa es la madre la que ha fallecido] tendríamos un panorama muy similar a la verdadera situación de vida que atravesó Charlotte Mew.

La figura del «Padre» es central. Después de la muerte de su madre, la Oradora vive sola con él, quien es representado desde la distancia como el clásico patriarca victoriano. En este contexto, el título del poema no alude a la tranquilidad y el silencio de una casa pacífica, sino más bien a un sitio de aislamiento físico del exterior y sus goces sensoriales. De hecho, La casa silenciosa parece tratarse de dos poemas, no uno: el primero habla de la devastadora monotonía de la vida cotidiana; el otro expresa la voluptuosa vida interior de la Oradora:


Ningún año ha sido como éste que acaba de pasar;
puede que lo que dice Padre sea verdad,
si las cosas son así no importa por qué:
todo se ha quemado aunque no del todo.


Al igual que Madeleine [Madeleine en la iglesia (Madeleine in Church)], la Oradora de La casa silenciosa necesita de los hombres para satisfacer su deseo sexual. La figura sombría del «amigo de mi prima» introduce el interés sexual en la trama, pero al final es pasajero [«su voz se ha apagado, su rostro se está oscureciendo / y si me gusta ahora no lo sé»]. Es como si la sexualidad ofreciera una via de escape para la Oradora, pero en última instancia no logra resolver sus problemas psicológicos.

Al igual que en la mayoría de los poemas de Edgar Allan Poe, para la Oradora de La casa silenciosa la satisfacción sexual está ligada a la muerte. En la tercera estrofa, la idea del deseo que trae la muerte sugiere un ciclo que se desarrolla incesantemente. En este sentido, el Rojo [la Muerte] es predominante en el poema; de hecho, resulta significativo que sólo en términos de color ella pueda localizar su propia identidad [«Pienso que mi alma es roja / como la de una espada o una flor escarlata»]. El poema continúa:


La habitación donde murió mamá está cerrada,
las otras están como estaban,
afuera, el mundo sigue igual,
los gorriones vuelan por la plaza,
los niños juegan como lo hicimos nosotros,
los árboles crecen verdes y marrones y desnudos,
el sol brilla en la torre de la iglesia muerta,
y nada vive aquí excepto el fuego,
mientras papá observa desde su silla,
día tras día,
igual, o de vez en cuando, de un gris diferente,
hasta que, como su cabello,
que mamá dijo que una vez fue ondulado y brillante,
todos se volverán blancos.


La ralentización del tiempo implica que la Oradora se encuentra suspendida en una situación. Como en muchos de los poemas de Charlotte Mew, ella está atrapada en un momento:

No hay reencuentro entre la Oradora y el afuera. En cierto modo, el afuera es una exteriorización del mundo interior. Cuando ella va a abrir la puerta, reconoce al otro que ha tocado la campana como «yo misma». Este encuentro con el Yo es menos macabro que el que se produce en el cuento de H. P. Lovecraft: El Extraño (The Outsider), donde el orador irrumpe en una fiesta, todos salen corriendo, y descubre en el espejo que su aspecto es el que ha causado el terror. Aquí, la Oradora de Charlotte Mew no se horroriza al encontrase a «sí misma» al otro lado de la puerta; más bien parece una reconciliación entre sus diversas identidades, hasta entonces fracturadas e independientes [¿psicosis?].

Antes de reencontrarse consigo misma, la Oradora tiene fantasías donde es apuñalada y quemada; imagina el derramamiento de su propia sangre y lo asocia con «desperdiciar» su vida. Algunos han intepretado esto en relación a la soltería [victoriana] y el «desperdicio» de la sangre menstrual. Lo cierto es que el motivo del desprendimiento de los fluidos corporales es un aspecto crucial de la poesía de Charlotte Mew. Sus Oradoras siempre parecen ansiosas por purgarse de estos fluidos, como si se desangraran.

Después de la muerte de su hermana, Anne, en 1927, Charlotte cayó en una depresión y fue internada. De a poco pareció ir progresando, sin embargo, poco después del mediodía del sábado 24 de marzo de 1928, le informó al director de la institución que saldría por un rato. Regresó con una botella de Lysol [un desinfectante], vertió la mitad del contenido en un vaso y bebió. Cuando un médico hizo su visita de rutina la encontró en la cama, echando espuma por la boca. No pudo hacer nada para salvarla. Sus últimas palabras, según Penelope Fitzgerald, fueron: Don’t keep me; let me go [«No me retengan; déjenme ir»].

Charlotte Mew fue enterrada en el cementerio Fortune Green, Londres, junto a su hermana Anne.

Es curioso cómo la historia de vida de un autor afecta la forma en que uno lee e interpreta sus obras. Conociendo el final de Charlotte Mew, hay rastros de ese dolor oculto en La casa silenciosa.




La casa silenciosa.
The Quiet House, Charlotte Mew (1869-1928)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Cuando éramos niños, la vieja niñera solía decir
que la casa era como una subasta o una feria
hasta que todos estábamos a salvo en la cama.
Ha estado tan tranquila como el campo
desde que Ted y Janey y luego mamá murieron,
y Tom se enojó con papá y lo enviaron lejos.
Después del juicio, el pobre papá
no podía mantener la cabeza en alto
y no le importa la gente de aquí, tampoco ir a ninguna parte.

Fue difícil escapar a casa de mi tía
ese fin de semana (desde entonces, hace un año,
apenas me deja escapar de su vista).
Al principio no me gustó el amigo de mi prima,
no pensé que lo recordaría:
su voz se ha apagado, su rostro se está oscureciendo
y si me gusta ahora no lo sé.
Me asustó antes de sonreír
—No me preguntó si podía—,
dijo que un domingo por la noche vendría,
me habló como si fuera una niña.

Ningún año ha sido como éste que acaba de pasar;
puede que lo que dice Padre sea verdad,
si las cosas son así no importa por qué:
todo se ha quemado aunque no del todo.
Los colores del mundo se han convertido en llamas,
el azul, el oro, han ardido en lo que solía ser un cielo plomizo.
Cuando uno arde por completo, muere.

El rojo es el dolor más extraño de soportar;
en primavera las hojas de los árboles en ciernes;
en verano las rosas son peores,
más terribles que dulces:
una rosa puede apuñalarte
más hondo que cualquier cuchillo:
y el carmesí te persigue en todas partes.
Delgados rayos de sol, como fantasmas de espadas enrojecidas,
han golpeado nuestra escalera como si,
al bajar, hubieras derramado tu vida.

Pienso que mi alma es roja
como la de una espada o una flor escarlata:
pero cuando éstas mueren,
tuvieron su hora.

Yo también habré tenido la mía,
porque desde la cabeza hasta los pies
estoy quemada y apuñalada,
y el dolor es mortalmente dulce.

Las cosas que nos matan parecen
ciegas a la muerte que nos dan:
sólo en nuestro sueño
viven las cosas que nos matan.

La habitación donde murió mamá está cerrada,
las otras están como estaban,
afuera, el mundo sigue igual,
los gorriones vuelan por la plaza,
los niños juegan como lo hicimos nosotros,
los árboles crecen verdes y marrones y desnudos,
el sol brilla en la torre de la iglesia muerta,
y nada vive aquí excepto el fuego,
mientras papá observa desde su silla,
día tras día,
igual, o de vez en cuando, de un gris diferente,
hasta que, como su cabello,
que mamá dijo que una vez fue ondulado y brillante,
todos se volverán blancos.

Esta noche volví a escuchar una campana.
Afuera estaba la misma niebla de delicada lluvia,
las farolas recién encendidas en la calle larga y oscura,
nadie para mí.
Creo que es a mí misma a quien voy a encontrar:
no importa; algún día ya no pensaré; ¡ya no seré!


When we were children old Nurse used to say,
The house was like an auction or a fair
Until the lot of us were safe in bed.
It has been quiet as the country-side
Since Ted and Janey and then Mother died
And Tom crossed Father and was sent away.
After the lawsuit he could not hold up his head,
Poor Father, and he does not care
For people here, or to go anywhere.

To get away to Aunt’s for that week-end
Was hard enough; (since then, a year ago,
He scarcely lets me slip out of his sight—)
At first I did not like my cousin’s friend,
I did not think I should remember him:
His voice has gone, his face is growing dim
And if I like him now I do not know.
He frightened me before he smiled—
He did not ask me if he might—
He said that he would come one Sunday night,
He spoke to me as if I were a child.

No year has been like this that has just gone by;
It may be that what Father says is true,
If things are so it does not matter why:
But everything has burned and not quite through.
The colours of the world have turned
To flame, the blue, the gold has burned
In what used to be such a leaden sky.
When you are burned quite through you die.

Red is the strangest pain to bear;
In Spring the leaves on the budding trees;
In Summer the roses are worse than these,
More terrible than they are sweet:
A rose can stab you across the street
Deeper than any knife:
And the crimson haunts you everywhere—
Thin shafts of sunlight, like the ghosts of reddened swords have struck our stair
As if, coming down, you had spilt your life.

I think that my soul is red
Like the soul of a sword or a scarlet flower:
But when these are dead
They have had their hour.

I shall have had mine, too,
For from head to feet,
I am burned and stabbed half through,
And the pain is deadly sweet.

The things that kill us seem
Blind to the death they give:
It is only in our dream
The things that kill us live.

The room is shut where Mother died,
The other rooms are as they were,
The world goes on the same outside,
The sparrows fly across the Square,
The children play as we four did there,
The trees grow green and brown and bare,
The sun shines on the dead Church spire,
And nothing lives here but the fire,
While Father watches from his chair
Day follows day
The same, or now and then, a different grey,
Till, like his hair,
Which Mother said was wavy once and bright,
They will all turn white.

To-night I heard a bell again—
Outside it was the same mist of fine rain,
The lamps just lighted down the long, dim street,
No one for me—
I think it is myself I go to meet:
I do not care; some day I shall not think; I shall not be!


Charlotte Mew (1869-1928)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Poemas góticos. I Poemas de Charlotte Mew.


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El análisis, traducción al español y resumen del poema de Charlotte Mew: La casa silenciosa (The Quiet House), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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