«El Hombre-Polilla»: Elizabeth Bishop; poema y análisis.


«El Hombre-Polilla»: Elizabeth Bishop; poema y análisis.




«Si llegas a verlo,
acércale una linterna a los ojos. Pupilas negras,
todo noche, cuyo horizonte veteado se contrae
cuando te devuelve la mirada.»



El Hombre-Polilla (The Man-Moth) es un poema de la escritora norteamericana Elizabeth Bishop (1911-1979), escrito en 1935 y publicado en la antología de 1946: Norte y sur (North and South).

El Hombre-Polilla, uno de los mejores poemas de Elizabeth Bishop, está inspirado en un error tipográfico en un artículo del New York Times, en el que se utilizó equivocadamente el término manmoth [«hombre-polilla»] en lugar de la palabra correcta: mammoth [«mamut»]. En una entrevista, la autora mencionó que es errata «parecía estar destinada» a ella:


«Un oráculo me habló desde la página del New York Times (...) A una le ofrecen este tipo de declaraciones oraculares todo el tiempo, pero a menudo se las pasa por alto, o el significado se niega a permanecer en su lugar.»


El Hombre-Polilla nos introduce en un escenario urbano, nocturno: la luz de la luna se filtra por las grietas de los edificios, y esto atrae a una criatura humanoide, extraordinariamente delgada, que emerge de las alcantarillas. El El Hombre-Polilla no puede ver la luna, pero sí sentir su luz. Comienza a trepar por un edificio; cree que la luna es en realidad una pequeña abertura en el cielo por la cual podrá meter su cabeza. Está asustado, pero la luz lo atrae inexorablemente.


«Aquí, arriba,
las grietas de los edificios están llenas de la maltrecha luz de la luna.
La sombra del Hombre es tan grande como su sombrero.
Yace a sus pies como el pedestal circular de una muñeca,
y él es como un alfiler invertido, con la punta magnetizada hacia la luna.
No ve la luna; sólo observa sus vastas propiedades,
sintiendo la extraña luz en sus manos, ni cálida ni fría,
de una temperatura imposible de registrar en los termómetros.»


Como en otras ocasiones, el Hombre-Polilla cae y regresa a su mundo subterráneo. Abatido por una sensación general de lentitud, se sube a un vagón del metro. Por alguna razón siempre elige sentarse «al revés», es decir, de espaldas a la dirección en la que se mueve el tren. «No se atreve a mirar por la ventana» a causa del tercer raíl [siendo mitad polilla, probablemente termine siendo atraído y carbonizado por la electridad]. Temeroso, el Hombre-Polilla no se permite tocar o interactuar con su entorno [«Tiene que mantener / sus manos en los bolsillos»], limitando aún más sus oportunidades de conexión y hace que su soledad sea aún más completa. Todas las noches de luna se repite la misma escena: el ascenso por los edificios, la caída y el retorno a los túneles «a soñar los mismos sueños» [ver: El Hombre Polilla: una leyenda urbana]

Elizabeth Bishop concluye el poema con una advertencia: si el lector llega a encontrarse por casualidad con el Hombre-Polilla, debe iluminarle los ojos con una linterna. No tiene iris; todo es negro, como el cielo nocturno. Sus párpados son como el horizonte, se contraen cuando te miran. Entonces se le escapa una lágrima: lo único que tiene para ofrecer. Pero, cuidado, intentará esconderla en su mano y, si no estás atento, se la comerá.


Si llegas a verlo,
acércale una linterna a los ojos. Pupilas negras,
todo noche, cuyo horizonte veteado se contrae
cuando él te devuelve la mirada y cierra sus ojos. Entonces, de los párpados
se desliza una lágrima, su única posesión, como el aguijón de una abeja.
La recoge disimuladamente y, si no estás atento, se la traga.
Pero si la ves, te la entregará,
fresca como los manantiales subterráneos y lo bastante pura como para beberla.


Elizabeth Bishop escribió El Hombre-Polilla a los veinticuatro años, justo después de graduarse de la universidad. Es un poema diferente del resto de su obra, mucho más surrealista, casi abstracto, y que por lo tanto permite una variedad de interpretaciones. La más obvia, y debido a eso probablemente equivocada, sugiere que los intentos metódicos de esta polilla de llegar a la luna, que cree es un agujero, y meter la cabeza, son una expresión alegórica de la sexualidad masculina. El mismo argumento puede utilizarse en relación a la espiritualidad o a la ambición.

En efecto, el Hombre-Polilla cree que la luna es un agujero en el cielo, y trata repetidamente [sin éxito] de alcanzarla. Esto podría verse como un ejemplo de perseverancia; al mismo tiempo, estos intentos podrían representar un deseo [inútil] de escape que deja al Hombre-Polilla atrapado en un ciclo de esperanza y decepción.

Si el Hombre-Polilla alcanzara la luna [esta es su teoría], cree que podría ver más allá, tal vez incluso salir de su lúgubre morada en la ciudad. Nunca ha estado ni cerca de lograrlo, pero eso no importa demasiado. En cada intento, el Hombre-Polilla cree que «se las arreglará para meter su cabecita a través de esa abertura redonda y limpia» y abrirse paso hacia el otro lado. El Orador del poema señala que, «por supuesto, falla» una y otra vez, resaltando tanto el empeño como la inutilidad de sus esfuerzos. ¿Será que el Hombre-Polilla no está buscando algo exterior [a sí mismo] sino tratando de escapar del mundo ordinario que lo rodea, paradójicamente, a través de una rutina?

Elizabeth Bishop nos anima a identificarnos con el Hombre-Polilla. Después de todo, es difícil no sentir simpatía por esta criatura que existe en una soledad opresiva e intenta alcanzar un objetivo heróico. Entonces, de repente, se dirige al lector como si fuera parte de esta fábula. Donde antes invocaba nuestra identificación, ahora afirma que no sólo compartimos el mismo mundo del Hombre-Polilla: podemos encontrarlo y despojarlo de su única posesión [sus lágrimas]. Esto, de algún modo, nos hace ver como intrusos de la noche, seres que patrullan la oscuridad con la fría luz de nuestras linternas, perfectamente capaces de actuar con la mayor crueldad. De este modo, la escala sobrenatural del poema se funde con una escena familiar. Pasamos de observar desde una prudente distancia a intervenir.

Al final del poema, la imaginación es derrotada. El Hombre-Polilla se ve obligado a esconderse, a enfrentar la posibilidad de ser asesinado, aunque sea de manera incidental, mientras el ser humano saquea su único tesoro.

El Hombre-Polilla es un poema singular, casi expresionista [como el juego de sombras de Murnau], una exploración al estilo de Kafka [ver: Kafka y lo Kafkiano]. El propio Hombre-Polilla es una figura lógica dentro del mundo que esboza Elizabeth Bishop, salida desde los túneles de la imaginación; de hecho, su incomodidad durante esta «visita a la superficie» es palpable. La naturaleza de su otra vida, bajo tierra, en los túneles, es desconocida [ver: En el Metro: el horror subterráneo de lo reprimido]

Algunos asocian ciertos aspectos de El Hombre-Polilla con el alcoholismo que sufría Elizabeth Bishop. Esas asociaciones derivan de sus cuadernos de trabajo, donde se forja una relación directa entre el fatal tercer raíl y los peligros del alcohol, haciendo del poema un retrato simbólico del artista como adicto. Es una interpretación plausible, pero alejada de lo más interesante de El Hombre-Polilla, que son sus puntos ciegos. La criatura intenta repetidamente [y sin éxito] perforar los límites físicos de la realidad [«meter su cabecita a través de esa abertura redonda y limpia»], y quizás nacer a una nueva existencia. Pero, ¿por que piensa que la luna es «como un pequeño agujero en lo alto del cielo»? ¿Por qué «debe atravesar túneles artificiales y tener sueños recurrentes»? Podríamos perdernos sin remedio en este laberinto de asociaciones.

Lo único cierto es que la luna ejerce una atracción compulsiva sobre el Hombre-Polilla. Todo el poema está atravesado por un patrón de verticalidad, desde los túneles a las alturas de los edificios y de vuelta hacia abajo: ascenso imposible y caída inevitable. Todo esto acaso tiene relación con el proceso de creación artística. En este contexto, la compulsión por escalar hasta la luna es un sustituto del poeta que intenta lograr algo elevado y significativo, algo que requiere, en primer lugar, superar el miedo [«lo que el Hombre-polilla más teme es lo que debe hacer»]; y en segundo la perseverancia ante el fracaso seguro.




El Hombre-Polilla.
The Man-Moth, Elizabeth Bishop (1911-1979)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Aquí, arriba, las grietas de los edificios están llenas de la maltrecha luz de la luna.
La sombra del Hombre es tan grande como su sombrero.
Yace a sus pies como el pedestal circular de una muñeca,
y él es como un alfiler invertido, con la punta magnetizada hacia la luna.
No ve la luna; sólo observa sus vastas propiedades,
sintiendo la extraña luz en sus manos, ni cálida ni fría,
de una temperatura imposible de registrar en el termómetro.

Pero cuando el Hombre-Polilla
hace sus raras, aunque ocasionales, visitas a la superficie,
la luna le parece bastante diferente. Él emerge
de una abertura bajo el borde de una de las aceras
y nerviosamente comienza a escalar las fachadas de los edificios.
Cree que la luna es un pequeño agujero en lo alto del cielo,
lo que demuestra que el cielo es bastante inútil para protegerse.
Tiembla, pero debe descubrir hasta dónde puede escalar.

Por las fachadas,
arrastrando su sombra como el paño de un fotógrafo,
asciende, temeroso, pensando que esta vez logrará
introducir su cabecita por esa limpia abertura redonda
y que la luz lo obligará a pasar, como por un tubo, en volutas negras.
(El hombre, de pie debajo de él, no alberga tales ilusiones.)
Pero lo que más teme el Hombre-Polilla es lo que debe hacer,
aunque fracase, por supuesto, y caiga hacia atrás, asustado pero ileso.

Luego regresa
a los pálidos túneles del subterráneo que considera su hogar.
Revolotea, se agita y no logra subir a bordo de los trenes silenciosos
con la rapidez necesaria. Las puertas se cierran rápidamente.
El Hombre-Polilla siempre se sienta mirando hacia el lado equivocado
y el tren arranca de inmediato a toda su terrible velocidad,
sin cambios de marcha ni gradación de ningún tipo.
No puede calcular a qué velocidad viaja hacia atrás.

Cada noche
debe atravesar túneles artificiales y tener sueños recurrentes.
Así como los durmientes se repiten bajo su tren, éstos subyacen
bajo su mente acelerada. No se atreve a mirar por la ventana,
porque el tercer raíl, la corriente ininterrumpida de veneno,
corre a su lado. Lo considera como a una enfermedad
cuya propensión ha heredado. Tiene que mantener
las manos en los bolsillos, como otros deben usar bufandas.

Si llegas a verlo,
acércale una linterna a los ojos. Pupilas negras,
todo noche, cuyo horizonte veteado se contrae
cuando él te devuelve la mirada y cierra sus ojos. Entonces, de los párpados
se desliza una lágrima, su única posesión, como el aguijón de una abeja.
La recoge disimuladamente y, si no estás atento, se la traga.
Pero si la ves, te la entregará,
fresca como los manantiales subterráneos y lo bastante pura como para beberla.


Here, above,
cracks in the buildings are filled with battered moonlight.
The whole shadow of Man is only as big as his hat.
It lies at his feet like a circle for a doll to stand on,
and he makes an inverted pin, the point magnetized to the moon.
He does not see the moon; he observes only her vast properties,
feeling the queer light on his hands, neither warm nor cold,
of a temperature impossible to record in thermometers.

But when the Man-Moth
pays his rare, although occasional, visits to the surface,
the moon looks rather different to him. He emerges
from an opening under the edge of one of the sidewalks
and nervously begins to scale the faces of the buildings.
He thinks the moon is a small hole at the top of the sky,
proving the sky quite useless for protection.
He trembles, but must investigate as high as he can climb.

Up the façades,
his shadow dragging like a photographer’s cloth behind him
he climbs fearfully, thinking that this time he will manage
to push his small head through that round clean opening
and be forced through, as from a tube, in black scrolls on the light.
(Man, standing below him, has no such illusions.)
But what the Man-Moth fears most he must do, although
he fails, of course, and falls back scared but quite unhurt.

Then he returns
to the pale subways of cement he calls his home. He flits,
he flutters, and cannot get aboard the silent trains
fast enough to suit him. The doors close swiftly.
The Man-Moth always seats himself facing the wrong way
and the train starts at once at its full, terrible speed,
without a shift in gears or a gradation of any sort.
He cannot tell the rate at which he travels backwards.

Each night he must
be carried through artificial tunnels and dream recurrent dreams.
Just as the ties recur beneath his train, these underlie
his rushing brain. He does not dare look out the window,
for the third rail, the unbroken draught of poison,
runs there beside him. He regards it as a disease
he has inherited the susceptibility to. He has to keep
his hands in his pockets, as others must wear mufflers.

If you catch him,
hold up a flashlight to his eye. It’s all dark pupil,
an entire night itself, whose haired horizon tightens
as he stares back, and closes up the eye. Then from the lids
one tear, his only possession, like the bee’s sting, slips.
Slyly he palms it, and if you’re not paying attention
he’ll swallow it. However, if you watch, he’ll hand it over,
cool as from underground springs and pure enough to drink.


Elizabeth Bishop (1911-1979)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Poemas góticos. I Poemas de Elizabeth Bishop.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del poema de Elizabeth Bishop: El Hombre-Polilla (The Man-Moth), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El gato»: Mary E. Wilkins Freeman; relato y análisis.


«El gato»: Mary E. Wilkins Freeman; relato y análisis.




«Él y el Gato se miraron a través de esa barrera infranqueable de silencio
que se alza entre el hombre y la bestia desde la creación del mundo.»



El gato (The Cat) es un relato fantástico de la escritora norteamericana Mary E. Wilkins Freeman (1852-1930), publicado originalmente en la edición de mayo de 1900 de la revista Harper's New Monthly.

El gato, uno de los cuentos de Mary Wilkins Freeman menos conocidos, está elaborado con astucia y paciencia, atributos de su protagonista felino. Trata, fundamentalmente, sobre la necesidad de compañía y afecto, incluso por parte de aquellos que pueden sobrevivir solos en las condiciones más duras.

El cuento nos sitúa en pleno invierno en las montañas. El dueño del Gato [un anciano] abandona la cabaña que comparte con el animal y se retira al pueblo hasta el final de la estación [«el frío cruel de las montañas se aferraba a sus entrañas como una pantera»]. Cuando conocemos al Gato está hambriento pero de ningún modo desesperado: aguarda pacientemente que el conejo que ha estado rastreando salga de su madriguera. Su inmovilidad, la espera, parecen detener el tiempo [«todos los tiempos eran uno para el Gato cuando acechaba a una presa»]. Está solo en las peores condiciones, «no había ninguna voz que lo llamara; en ningún hogar había un plato esperándolo», pero el Gato es un depredador excepcional.


«Caía la nieve, y el pelo del gato estaba rígido y en punta, pero seguía imperturbable. Permanecía sentado, preparado para el último salto, y así llevaba horas.»


El Gato piensa de vez en cuando en al anciano, a quien considera un buen hombre, pero no porque fuera su fuente de sustento, sino porque ambos se brindaban compañía. Mary Wilkins Freeman hace un trabajo soberbio al retratar la psique del animal en este aspecto: «su razonamiento era siempre secuencial y tortuoso; para él siempre sería lo que había sido, y para su maravillosa paciencia era más sencillo esperar que creer que su amo volvería».

De vuelta en la cabaña, el Gato se dispone a comerse el conejo cuando escucha una voz, afuera, entre las ráfagas de viento. Responde con un maullido que admite «la duda, el aviso, el miedo y, por fin, la camaradería». Al final el extraño consigue forzar la puerta. Es un hombre demacrado, famélico, que tiembla mientras trata de encender un fuego. El Gato sale de su escondite, desde donde ha estado evaluando la situación, y salta sobre el regazo del hombre con el conejo. El extraño se sobresalta, pero el Gato insiste en compartir su presa mientras se frota contra sus piernas y sus zapatos rotos.

Mary Wilkins Freeman describe al hombre como un «Ismael», es decir, un marginado de la sociedad; pero es amable y acepta el regalo. Cocina el conejo y lo divide por la mitad para que cada uno coma su parte. Esa noche, el hombre y el Gato duermen juntos en el catre, dándose calor mutuamente.


«El Gato pensó que era un hombre excelente. Lo amaba con todo su corazón, aunque lo conocía desde hacía tan poco tiempo y tenía un rostro a la vez lastimoso y marcadamente opuesto a lo mejor de las cosas. Era un rostro con el grisáceo sucio de la edad, con las mejillas hundidas por la fiebre y los recuerdos de la injusticia en los ojos apagados, pero el Gato lo aceptó sin cuestionarlo y lo amó.»


El hombre está demasiado débil y enfermo para cazar, así que el Gato comparte con él sus presas [que a veces le toman días de acechar a la intemperie] durante todo el invierno, excepto los ratones. A cambio, el hombre mantiene la cabaña caliente. Cada noche cenan y duermen juntos.

Un día, el Gato consigue cazar tres presas [un conejo, una perdiz y un ratón], que deposita en la puerta de la cabaña en varios viajes. Maulla para que el hombre le abra, pero nadie responde. Al cabo de un rato, el animal entra por una ventana. El hombre se ha ido.

El Gato se come al ratón, recupera fuerzas, y lleva al conejo y la perdiz al interior de la cabaña. Espera, pero no viene nadie. A los dos días empieza a comer el resto. Duerme, despierta, pero el hombre no vuelve. Sale a cazar de nuevo, consigue un pájaro, y al volver ve una luz en la ventana. Se detiene en la puerta y maulla. Su amo original ha regresado.

Este hombre lo trata como un compañero, pero no le dispensa ningún gesto de afecto. «Nunca lo acarició como ese paria más gentil». De todas formas, el Gato se frota contra sus piernas, pero no comparte el pájaro. Después de cenar, el hombre nota que la cabaña está distinta. Hay cosas que faltan [leña y tabaco, sobre todo], pero esto no parece molestarle. Al final, se sienta cerca del fuego:


«Él y el Gato se miraron a través de esa barrera infranqueable de silencio que se alza entre el hombre y la bestia desde la creación del mundo.»


El Gato de Mary Wilkins Freeman es un ejemplo de los de su especie: fuerte, independiente, ingenioso y respetuoso de sí mismo. Posee, como todos los gatos, una psicología que tiene pocos puntos de contacto con la psicología humana; excepto en su anhelo [no necesidad] de compañía y afecto. Los perros de la ficción son capaces de realizar verdaderas proezas humanísticas, desde salvar bebés de un incendio a proteger a sus amos de feroces lobos, pero el comportamiento habitual de los gatos, que posee otras virtudes, no admite tales hazañas. Mary Wilkins Freeman supera por lejos a otros relatos de gatos al centrarse específicamente en este punto donde psicología humana y la felina se fusionan [ver: La verdadera diferencia entre perros y gatos]

El Gato de la historia no es un animal domesticado. Considera que la cabaña y los terrenos adyacentes son su territorio y no se siente abandonado cuando el anciano se va. Desde luego, lo aprecia, pero no lo necesita para subsistir. Tampoco se siente amenazado ante la presencia intrusiva del extraño. La cabaña es suya y no hay nada que el hombre pueda hacer para desestabilizar su dominio. De hecho, Mary Wilkins Freeman establece que es el Gato quien acoge al extraño; es él quien acepta el vínculo y retribuye su compañía con la mitad de sus presas [excepto los ratones]. En cierto sentido, es el Gato quien domestica al hombre, ofreciéndole el conejo mientras el humano demuestra su docilidad al cocinarlo para los dos [ver: Lovecraft, los gatos y un paseo por Ulthar]

El Gato comienza con la ausencia de la civilización, que se vislumbra únicamente en las elipses del texto. Por ejemplo, el extraño lleva consigo «los recuerdos del mal», algo en su pasado entre los hombres que lo ha dejado con un sentimiento de misantropía, pero nunca se arroja luz sobre esto. Nada de eso importa para el comportamiento aristocrático del Gato. Nada de lo que el hombre haya podido hacer, nada que haya sufrido, tiene ninguna influencia ni interés para el Gato. Llega a amarlo por lo que es; es decir, por la forma en la que se relaciona con él; mejor dicho, por la forma en la que el hombre va reaccionando ante el proceso de domesticación que el animal ha iniciado desde que se conocen.

El foco de este relato de Mary Wilkins Freeman se desplaza del habitual antropocentrismo y se centra en su protagonista felino. Conocemos sus frustraciones, deseos y pensamientos, mientras que el universo interior de los dos hombres está ausente. Esto, además, modifica la concepción del tiempo. Por ejemplo, la temporalidad felina se mide en términos de satisfacción pendiente de sus deseos [de comida, de compañía, de refugio], no en horas, días y semanas.

El punto de encuentro entre la naturaleza y la civilización es la cabaña y los rituales que tienen lugar en ella [como compartir la comida y dormir juntos]. En este espacio, tanto el Gato [naturaleza] como el hombre [civilización] cambian, se aproximan mutuamente. El Gato que encontramos al principio de la historia es un cazador implacable, solitario, independiente; pero cuando se aproxima a la civilización [contacto afectivo con el hombre], decide ofrecerle el conejo que acaba de matar. En unos pocos párrafos, el Gato se ha vuelto más doméstico, incluso concede que se lo acaricie, mientras que el misántropo aprende a vivir con el felino y se vuelve más «humano», curiosamente, algo que logra junto a un animal, no con sus pares.

A simple vista, el final de El Gato es decepcionantemente conservador: el felino y el antiguo amo regresan a sus posiciones iniciales. Comparten la cabaña y se miran «a través de esa barrera infranqueable de silencio que se ha establecido entre el hombre y la bestia desde la creación del mundo». El hombre renuncia a averiguar qué ha pasado en su cabaña, a pesar de percibir una atmósfera extraña, objetos que no están en su lugar, o que directamente han desaparecido. En esencia, se rehúsa a tratar de comprender el pasado; sin embargo, el lector conoce la historia del gato y puede entender que ese pasado, en el presente, constituye una pérdida para el animal.




El gato.
The Cat, Mary E. Wilkins Freeman (1852-1930)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


La nieve caía y el pelaje del Gato estaba tieso y puntiagudo, pero él permanecía imperturbable. Estaba agachado, listo para la primavera de la muerte, como lo había estado sentado durante horas.

Era de noche, pero eso no importaba: todos los tiempos eran uno para el Gato cuando acechaba a una presa. Además, no estaba sujeto a ninguna voluntad humana, porque vivía solo ese invierno. No había ninguna voz que lo llamara; en ningún hogar había un plato esperándolo. Era completamente libre, salvo por sus propios deseos, que lo tiranizaban cuando no estaban satisfechos, como ahora.

El Gato tenía mucha hambre; estaba casi famélico, de hecho. Durante días el clima había sido muy severo, y todos los animales salvajes más débiles, que eran sus presas por herencia, se habían mantenido en sus madrigueras y nidos, y la larga caza del Gato no le había servido de nada. Pero siguió esperando con la inconcebible paciencia y persistencia de su raza.

El Gato era una criatura de convicciones absolutas, y su fe en sus deducciones nunca vaciló. El conejo había entrado allí, entre aquellas ramas bajas de pino. Ahora su pequeña abertura tenía ante sí una densa cortina de nieve, pero allí estaba. El Gato lo había visto entrar, tan parecido a una veloz sombra gris que incluso sus ojos agudos habían mirado hacia atrás en busca de la sustancia que lo seguía.

Así que se sentó y esperó y esperó en la blanca noche, escuchando con enojo el viento del norte que se iniciaba en las alturas superiores de las montañas con gritos distantes, y luego se hinchaba en un terrible crescendo de rabia y descendía en furiosas alas blancas de nieve como una bandada de feroces águilas sobre los valles y barrancos.

El Gato estaba en la ladera de una montaña, en una terraza boscosa. A unos cuantos pies de distancia, por encima de él, se alzaba una pendiente rocosa tan empinada como la pared de una catedral. El Gato nunca la había escalado: los árboles eran las escaleras que conducían a las alturas de su vida. A menudo había contemplado la roca con asombro y maullado amargamente y con resentimiento, como hace el hombre ante una Providencia amenazadora.

A su izquierda estaba el precipicio. Detrás de él, con un pequeño trecho de vegetación leñosa en medio, estaba la helada pared perpendicular de un arroyo de montaña. Delante estaba el camino hacia su casa. Cuando el conejo salió, estaba atrapado; sus pequeñas patas hendidas no podían escalar pendientes tan continuas.

Así que el Gato esperó.

El lugar en el que se encontraba parecía un torbellino del bosque. La maraña de árboles y arbustos que se aferraban a la ladera de la montaña con un severo manojo de raíces, los troncos y ramas caídos, las enredaderas que lo abrazaban todo con fuertes nudos y espirales de crecimiento, tenían un efecto curioso, como si fueran cosas que hubieran girado durante siglos en una corriente de agua furiosa, solo que no era agua, sino viento, que había dispuesto todo en líneas circulares para ceder a sus puntos de ataque más feroces.

Y ahora, sobre todo este remolino de madera y roca, troncos muertos y ramas y enredaderas, descendía la nieve. Soplaba como humo sobre la cresta de la roca que había encima; se erguía en una columna giratoria como un espectro de la muerte de la naturaleza, luego se desplomaba por el borde del precipicio y el Gato se encogía ante su feroz retroceso. Era como si agujas de hielo le pincharan la piel a través de su hermoso y espeso pelaje, pero nunca vaciló y nunca lloró. No tenía nada que ganar con llorar, y todo que perder; el conejo lo oiría y sabría que lo estaba esperando.

La oscuridad se fue haciendo cada vez más espesa, con una extraña negrura blanca. Era una noche de tormenta y muerte, añadida a la noche de la naturaleza. Las montañas estaban ocultas, envueltas, intimidadas y tumultuosamente dominadas por ella, pero en medio de todo eso aguardaba, completamente invicta, esta pequeña, inquebrantable, viva paciencia y poder bajo una capa de pelo gris.

Una ráfaga más feroz barrió la roca, giró sobre un poderoso pie de torbellino y luego se desplomó sobre el precipicio.

Entonces el Gato vio dos ojos luminosos de terror, frenéticos por el impulso de huir, vio una pequeña nariz temblorosa y dilatada, dos orejas puntiagudas, y se quedó quieto, con todos sus finos nervios y músculos tensos como cables. Entonces el conejo salió, hubo una larga línea de huida y terror encarnados, y el Gato lo atrapó.

El Gato volvió a casa, siguiendo el rastro por la nieve.

El Gato vivía en la casa que su amo había construido, tan rudimentariamente como un fortín infantil, pero lo suficientemente resistente. La nieve caía pesada sobre la leve pendiente del techo, pero no se asentaba debajo. Las dos ventanas y la puerta estaban bien cerradas, pero el Gato sabía cómo entrar. Subió a un pino que había detrás de la casa, aunque era un trabajo duro con su conejo, y se metió en su abertura debajo del alero, luego bajó la habitación de abajo, y se subió a la cama de su amo con un salto y un gran grito de triunfo, con conejo y todo.

Pero su amo no estaba allí; había estado fuera desde principios de otoño y ahora era febrero. No volvería hasta la primavera, porque era un hombre viejo y el frío cruel de las montañas se aferraba a sus entrañas como una pantera. Se había ido al pueblo a pasar el invierno.

El Gato sabía desde hacía mucho tiempo que su amo se había ido, pero su razonamiento era siempre secuencial y tortuoso; para él siempre sería lo que había sido, y para su maravillosa paciencia era más sencillo esperar que creer que su amo volvería.

Cuando vio que seguía desaparecido, arrastró al conejo desde el tosco sofá hasta el suelo, puso una patita sobre el cadáver para mantenerlo firme y empezó a roer con la cabeza ladeada para apoyar sus dientes más fuertes.

En la casa estaba más oscuro que en el bosque y el frío era igual de mortal, aunque no tan feroz. Si el Gato no hubiera recibido su abrigo de piel sin cuestionarlo de la Providencia, habría estado agradecido de tenerlo. Era de un gris moteado, blanco en la cara y el pecho, y tan espeso como el pelo puede crecer.

El viento empujaba la nieve contra las ventanas con tanta fuerza que la casa temblaba un poco. De pronto, el Gato oyó un ruido y dejó de mordisquear al conejo y escuchó, con sus brillantes ojos verdes fijos en una ventana. Entonces oyó un grito ronco, un alarido de desesperación y súplica; pero sabía que no era su amo que volvía a casa, y esperó, con una pata todavía sobre el conejo.

Luego se oyó el alarido de nuevo, y entonces el Gato respondió.

Dijo todo lo que era esencial para su propia comprensión. En su grito de respuesta había pregunta, información, advertencia, terror y, por último, la oferta de camaradería; pero el hombre que estaba fuera no lo oyó, a causa del aullido de la tormenta.

Entonces se oyó un fuerte golpe en la puerta, luego otro, y otro. El Gato arrastró a su conejo debajo de la cama. Los golpes se hicieron más fuertes y más rápidos. Era un brazo débil el que los daba, pero estaba fortalecido por la desesperación. Finalmente, la cerradura cedió y el extraño entró. Entonces el Gato, mirando desde debajo de la cama, parpadeó con una luz repentina y sus ojos verdes se entrecerraron.

El extraño encendió una cerilla y miró a su alrededor. El Gato vio un rostro salvaje y azul por el hambre y el frío, y un hombre que parecía más pobre y mayor que su pobre amo, que era un paria entre los hombres por su pobreza y el misterio de sus antecedentes; y oyó un murmullo ininteligible de angustia proveniente de la boca áspera y lastimera. Había en él tanto blasfemia como plegaria, pero el Gato no sabía nada de eso.

El extraño aseguró la puerta que había forzado, recogió un poco de leña del rincón y encendió un fuego en la vieja estufa tan rápido como sus manos medio congeladas se lo permitieron. Temblaba tan lastimosamente mientras trabajaba que el Gato sintió sus espasmos. Entonces el hombre, que era pequeño y débil y estaba marcado por las cicatrices del sufrimiento, se sentó en una de las viejas sillas y se agazapó sobre el fuego como si fuera el único amor y deseo de su alma, extendiendo sus manos amarillas como garras amarillas, y gimió.

El Gato salió de debajo de la cama y saltó sobre su regazo con el conejo. El hombre lanzó un gran grito y se sobresaltó de terror, y el Gato resbaló arañando hasta el suelo. El conejo cayó inerte, y el hombre, jadeante y espantado, se apoyó contra la pared. El Gato agarró al conejo por el cuello flojo y lo arrastró hasta los pies del hombre. Entonces levantó su grito agudo e insistente, arqueó la espalda y su cola era una espléndida pluma ondulante. Se frotó con los pies del hombre, que se le salían de los zapatos rotos.

El hombre apartó al Gato con bastante suavidad y empezó a buscar por la pequeña cabaña. Incluso subió con esfuerzo la escalera hasta el desván, encendió una cerilla y miró hacia arriba en la oscuridad con ojos forzados. Temía que pudiera haber un hombre, ya que había un Gato. Su experiencia con los hombres no había sido agradable. Era un viejo Ismael errante entre los de su especie; había tropezado con la casa de un hermano, y el hermano no estaba en casa, y estaba contento.

Volvió junto al Gato, se inclinó rígidamente y le acarició la espalda, que el animal arqueó como el resorte de un arco.

Luego tomó al conejo y lo miró ansiosamente a la luz del fuego. Sus mandíbulas se movían. Casi podría haberlo devorado crudo. Buscó a tientas, con el Gato pisándole los talones, entre unas estanterías rústicas y una mesa, y, con un gruñido de satisfacción, encontró una lámpara con aceite. La encendió; luego encontró una sartén y un cuchillo, despellejó al conejo y lo preparó para cocinarlo, con el Gato siempre a sus pies.

Cuando el olor de la carne cocinándose llenó la cabaña, tanto el hombre como el Gato parecieron lobos. El hombre dio vueltas al conejo con una mano y se agachó para acariciar al Gato con la otra. El Gato pensó que era un hombre excelente. Lo amaba con todo su corazón, aunque lo conocía desde hacía tan poco tiempo y tenía un rostro a la vez lastimoso y marcadamente opuesto a lo mejor de las cosas.

Era un rostro con el grisáceo sucio de la edad, con las mejillas hundidas por la fiebre y los recuerdos de la injusticia en los ojos apagados, pero el Gato aceptó al hombre sin cuestionarlo y lo amó. Cuando el conejo estuvo medio cocido, ni el hombre ni el gato pudieron esperar más. El hombre lo sacó del fuego, lo partió exactamente en dos mitades, le dio una al Gato y tomó la otra para él.

Comieron.

Luego el hombre apagó la luz, llamó al Gato, se subió a la cama, levantó las sábanas y se durmió con el animal en su regazo.

El hombre fue huésped del Gato durante el resto del invierno, y el invierno es largo en las montañas. El legítimo dueño de la pequeña cabaña no regresó hasta mayo. Durante todo ese tiempo el Gato trabajó duro y él mismo adelgazó bastante, porque compartía todo con su huésped, excepto los ratones. A veces la caza era cautelosa, y el fruto de la paciencia de días era muy poco para dos. Sin embargo, el hombre estaba enfermo y débil, y no podía comer mucho, lo cual era una suerte, ya que no podía cazar por sí mismo. Todo el día estaba acostado en la cama, o bien sentado junto al fuego. Era una suerte que la leña estuviera a un tiro de piedra de la puerta, porque tenía que ocuparse de eso solo.

El Gato buscaba comida incansablemente. A veces se ausentaba durante días seguidos, y al principio el hombre solía aterrorizarse, pensando que nunca volvería. Entonces oía el grito familiar en la puerta, se ponía de pie, lo dejaba entrar y los dos cenaban juntos, compartiendo por igual; luego el Gato descansaba y ronroneaba, y finalmente dormía en los brazos del hombre.

Hacia la primavera, la caza se hizo abundante; más presas salvajes se vieron tentadas a salir de sus hogares en busca de amor y de comida. Un día el Gato tuvo suerte: un conejo, una perdiz y un ratón. No pudo llevarlos todos a la vez, pero finalmente los reunió en la puerta de la casa. Entonces gritó, pero nadie respondió.

Todos los arroyos de la montaña se aflojaron y el aire estaba lleno del gorgoteo de muchas aguas, atravesado ocasionalmente por el silbido de un pájaro. Los árboles susurraban con un sonido nuevo al viento primaveral; había un rubor de color rosa y verde dorado en la superficie de una montaña distante vista a través de una abertura en el bosque. Las puntas de los arbustos estaban hinchadas y brillaban de un rojo rojizo, y de vez en cuando había una flor; pero el Gato no tenía nada que ver con las flores.

Se quedó junto a su botín en la puerta de la casa y gritó y gritó con su insistente triunfo, queja y súplica, pero nadie vino a dejarlo entrar. Entonces dejó sus pequeños tesoros en la puerta y se dirigió a la parte trasera de la casa, hacia el pino, y subió al tronco con una carrera salvaje, entró por su pequeña abertura y bajó hasta la habitación.

El hombre se había ido.

El Gato gritó de nuevo, ese grito del animal por la compañía humana que es una de las notas tristes del mundo; miró por todos los rincones; saltó a la silla junto a la ventana y miró hacia afuera; pero nadie vino.

El hombre se fue y nunca volvió.

El Gato se comió su ratón en el césped; llevó el conejo y la perdiz a la casa con mucho esfuerzo, pero el hombre no vino a compartirlos. Finalmente, en el transcurso de un día o dos, se los comió él mismo. Luego durmió largo rato en la cama y cuando despertó el hombre tampoco estaba.

Luego el Gato salió a sus cotos de caza y regresó por la noche con un pájaro gordo, pensando con su incansable persistencia que el hombre estaría allí; había una luz en la ventana y cuando gritó su viejo amo abrió la puerta y lo dejó entrar.

Su amo tenía una fuerte camaradería con el Gato, pero no afecto. Nunca lo acariciaba como ese paria más gentil, pero estaba orgulloso de él y se preocupaba por su bienestar, aunque lo había dejado solo todo el invierno sin escrúpulos. Temía que alguna desgracia le hubiera sucedido, a pesar de que era un poderoso cazador. Por lo tanto, cuando lo vio en la puerta con todo el esplendor de su brillante pelaje de invierno, su pecho blanco y su rostro brillando como la nieve al sol, su propio rostro se iluminó de bienvenida y el Gato abrazó sus pies con su cuerpo sinuoso vibrante con ronroneos de regocijo.

El Gato tenía a su pájaro para él solo, porque su amo ya tenía su propia cena cocinándose en la estufa. Después de comer, el amo tomó su pipa y fue a buscar una pequeña reserva de tabaco que había dejado en la cabaña durante el invierno. Había pensado en ello a menudo; eso y el Gato le parecían algo para volver a casa en primavera. Pero el tabaco se había acabado; no quedaba ni una mota de polvo. El hombre maldijo un poco en un tono monótono y sombrío, lo que hizo que la blasfemia perdiera su efecto habitual. Había sido, y era, un bebedor empedernido; había dado vueltas por el mundo hasta que las marcas de sus esquinas afiladas se le quedaron en el alma, que por ello se había endurecido, hasta que su sensibilidad se embotó. Era un hombre muy viejo.

Buscó el tabaco con una especie de combatividad aburrida, de persistencia; luego miró con estúpido asombro alrededor de la habitación. De repente, le pareció que muchos rasgos habían cambiado. Otra tapa de estufa estaba rota; un viejo trozo de alfombra estaba clavado sobre una ventana para protegerse del frío; la leña se había acabado. Miró y no quedaba aceite en la lata. Miró las mantas de su cama; las levantó y de nuevo emitió aquel extraño ruido gutural. Luego volvió a buscar el tabaco.

Por fin abandonó la tarea. Se sentó junto al fuego, pues en las montañas hace frío en mayo; sostuvo la pipa vacía en la boca, con la frente áspera fruncida, y él y el Gato se miraron a través de esa barrera infranqueable del silencio que se alza entre el hombre y la bestia desde la creación del mundo.

Mary E. Wilkins Freeman (1852-1930)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Mary Wilkins Freeman.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Mary E. Wilkins Freeman: El gato (The Cat), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

De hominibus post mortem sanguisugis, vulgo sic dictis Vampyren.


De hominibus post mortem sanguisugis, vulgo sic dictis Vampyren.




Dissertationem de hominibus post mortem sanguisugis, vulgo sic dictis Vampyren («Disertación sobre humanos que beben sangre después de la muerte, comúnmente llamados Vampiros») es un libro prohibido de los médicos alemanes Johann Christoph Pohl y Johann Gottlob Hertel, publicado en 1732.

El libro aborda el tema del vampirismo desde una perspectiva científica, crítica, pero admite su posible realidad a pesar de estar oculta bajo el «vicio de la superstición». En esencia, el libro propone que los vampiros, si es que realmente existen, son individuos que padecen morbi post mortem, «enfermedades posteriores a la muerte» [ver: Porque la sangre es la vida: análisis del «Caso Renfield»]

El primer caso que expone es el de Arnold Paul, un hombre en Serbia que untó su cuerpo con la sangre de un cadáver [de quien se sospechaba era un vampiro], y luego ingirió tierra de su tumba. Transcurridos unos días, varias personas de una aldea cercana «se quejaron de haber sido torturados por él», de hecho, se le atribuyó la muerte de cuatro personas. El cuerpo de Arnold Paul fue exhumado por orden judicial y se encontró sangre fresca saliendo de sus ojos, nariz, boca y oídos, «hasta tal punto que su ropa interior y las cubiertas del ataúd estaban manchadas». Las autoridades procedieron a clavarle una estaca en el pecho:


«No sin un suspiro murió apreciablemente, traspasado.»


De hominibus post mortem sanguisugis aclara que el cuerpo de los vampiros, al ser exhumado, se encuentra «libre de los estragos de la putrefacción». Las uñas de las manos y de los pies se caen, y en su lugar crecen otras, más duras y largas. Esto basta para concluir que la persona desenterrada es un vampiro, también sus víctimas, o lo serán en pocos días, de modo que los procedimientos de exhumación y perforación con estacas recién comienzan para las autoridades. Cuando se descubre a un vampiro, se debe proceder a desenterrar a todas sus presuntas víctimas.

Los métodos profilácticos, en el caso de los vampiros, requerían de la participación activa de toda la aldea. El libro vuelve a la historia de Arnold Paul, que no sólo atacaba a seres humanos, sino también a animales de granja, cuya carne luego era aprovechada por sus propietarios. Estas personas, se creía, podían convertirse en vampiros en el curso de algunos días.

Las personas atacadas por un vampiro mueren al segundo o tercer día, «sin enfermedades previas», pero habiendo tenido espantosas pesadillas, «gritando que los muertos los estaban estrangulando», y acusando un agudo dolor en el pecho. Después de la disección de algunos de estos cadáveres, se notó que «los estómagos y corazones se llenaron de sangre que escapaba de los vasos». En los casos más repugantes, los méditos observaron que «el cerebro se convertía en pus» [ver: «No-Muertos» en el folklore y la psicología]

De hominibus post mortem sanguisugis no vacila en brindar testimonios sobre vampiros que regresan a sus hogares para mantener relaciones con sus esposas [ver: Liber Incubis et Succubis]. Al parecer, estas actividades se efectuaban a la manera de los vivos, «con la única diferencia de que el semen emitido era frío». Después, «al expirar el período habitual de 40 semanas», nacía un niño con características físicas anormales, «sin miembros»; fundamentalmente «una masa de carne» indistinta que el autor, no sabemos si en un lapsus de macabro humor, define como «arrugado como una salchicha».

Esto último remite al Malleus Maleficarum, así como a varios tratados demonológicos medievales, donde se emite la opinión unánime de que el fluido seminal de los demonios era frío como el hielo [ver: Los Demonios, el amor, y el placer]. Sin embargo, los demonólogos sostenían que los demonios no podían engendrar vida, algo que aparentemente sí era posible entre los vampiros.

De hominibus post mortem sanguisugis presenta estos reportes asombrosos pero también es reacio a aceptarlos. La mayor sospecha recae sobre los testigos y personas involucradas en la investigación, y afirma que es necesaria la presencia de médicos bien formados para determinar «el estado natural o sobrenatural» de estos presuntos cadáveres ambulantes. Sin la opinión fundada de anatomistas, no se puede «investigar en profundidad cosas o incluso enfermedades posteriores a la muerte que, con ciertas cualidades únicas, parecen a primera vista trascender los límites de la naturaleza».


«En la práctica de la medicina a menudo nos encontramos con fenómenos sorprendentes de enfermedades que, en la antigüedad, se consideraban milagros y trucos del diablo, y que aún hoy los incautos y los menos experimentados se refieren a ellas como milagros.»


De hominibus post mortem sanguisugis plantea algunas «contradicciones y absurdos» en los reportes sobre actividad vampírica. Por ejemplo, muchos testimonios alegan que la ausencia de putrefacción es un signo evidente de que el cuerpo exhumado es un vampiro, cuando otras historias afirman la presencia de vampiros prácticamente consumidos por la putrefacción. Esto, afirma Johann Christoph Pohl, se debe a la impericia de los testigos, cuando no a la matriz de superstición cultural que los rodea:


«Cuando los cuerpos fueron encontrados inmunes a los estragos de la corrupción, guiados por alguna ley de superstición, les infligieron la pena capital, y también a los putrefactos, de manera tal que ningún cuerpo debía eximirse de la pena.»


Los «hechos» expuestos en los reportes de vampirismo, opina el De hominibus post mortem sanguisugis, son «dudosos, oscuros y llenos de superstición». El libro admite la posiblidad de las «enfermedades post-mortem» como fundamento detrás de las leyendas de vampiros, pero desconfía de aquellos que, «movidos por una convicción engañosa, parecen intentar perturbar a los mismos muertos prolongando los mandamientos de la tierra».

Antes de que la novela gótica instalara la idea del vampirismo como enfermedad infecciosa transmitida por una mordida, De hominibus post mortem sanguisugis se pregunta si realmente son los dientes del vampiro los que «llevan la maldición a los vivos»; incluso se pregunta si lo que estas criaturas ansían es beber sangre. Para responder estas preguntas el libro resume los reportes judiciales sobre actividad vampírica de la siguiente manera:


«De lo dicho anteriormente queda bastante claro que un VAMPIRO es una persona fallecida que, después de la muerte, regresa de la tumba, drena la sangre de otras personas y animales que aún viven.»


Esto coincide en gran medida con las leyendas y tradiciones populares, y ese es el problema de credibilidad que encuentra el De hominibus post mortem sanguisugis. Toma como ejemplo las historias griegas sobre el Vrykolaka, que «acecha de manera similar» a los vivos que el vampiro alemán. Esto podría tomarse como otra mirada sobre el mismo fenómeno, sin embargo, Johann Christoph Pohl opina que no se puede elegir qué leyendas aceptar como potencialmente verídicas, y cuáles descartar como absurdas. «Si hemos de creer a Aristóteles, algunas aves extraen en secreto leche de las cabras y de las nodrizas».

Acto seguido reproduce un caso de vampirismo perfectamente contrario al comportamiento civilizado de los vampiros del romanticismo:


«Las tres hijas de un pastor, que dormían en la habitación habitual, se vieron perturbadas por un llanto inusual e inquietud durante algún tiempo, porque sentían que algo las estaba ordeñando. Las sospechas se vieron confirmadas por los pezones, que sobresalían como los de una mujer lactante. Para romper el hechizo, había que untar los pezones con ciertas hierbas. A partir de ahí, sus ombligos fueron aplastados por una succión tan fuerte que no sólo se destacó claramente, sino que también mostró el tamaño de la boca de la ventosa en forma de huella.»


Este caso, sostiene el De hominibus post mortem sanguisugis, seguramente tiene una explicación natural, aunque desconocida, que nada tiene que ver con los Ephialtes, «elementales» griegos que muestran un gran apetito por la leche y la sangre. Esta «ficción» demuestra «la convicción de algunas naciones sobre almas que se deleitan en la sangre». Esto podría estar relacionado con los mitos griegos, donde las almas que no eran admitidas en el Hades «vagaban por las costas del Leteo» alimentándose de vino y leche.

De hominibus post mortem sanguisugis afirma que todas estas historias se apoyan en la creencia antigua de que es la sangre la que le aporta vida al cuerpo. «No hay lugar para la reanudación de la vida» debido a la inexorable «decadencia de los órganos» en la tumba. Además, «si la muerte rompe el vínculo entre el alma y el cuerpo, el alma no continuará en el cadáver».


«¿Quién puede creer que la vida y la muerte puedan albergarse juntas en un mismo cadáver?»


El libro comenta astutamente que «los atributos de los Vampiros surgen del uso de funciones que les han sido negadas» por la muerte. «De hecho, la succión no se puede realizar sin la función de los pulmones y la respiración, ni la deglución sin el movimiento de los diversos músculos de la lengua y la mandíbula». En este contexto, el De hominibus post mortem sanguisugis se pregunta cómo los vampiros consiguen digerir la sangre «sin la fuerza del estómago, de los intestinos y del calor procedente de la circulación». Y ni hablar «del deseo y apetito de comer y beber, que sólo absurdamente se atribuye a los muertos».

Son interrogantes interesantes, sin duda, sobre los que las leyendas populares no proporcionan respuestas. «¿Con qué fin tiene lugar esta succión de sangre?». ¿Por qué una criatura «privada de todo aire» en la tumba necesitaría la sangre de los vivos, si ni siquiera posee funciones biológcas que requieran algún tipo de alimento?


«¿Cómo estos muertos poseen el poder de salir de las tumbas, de caminar y de ejercitar el movimiento voluntario, de secretar el esperma de los testículos?»


Estas «funciones que se alegan aquí» sólo pueden existir en un cuerpo vivo; por lo tanto, o los llamados vampiros no existen, «y sus historias deben considerarse como relatos supersticiosos», o bien están vivos de alguna manera; por lo tanto, no serían criaturas sobrenaturales sino individuos que padecen algún tipo de enfermedad desconocida.

De hominibus post mortem sanguisugis apunta sobre todo a los testigos que afirman haber sido «atormentados por vampiros con diversas dolencias». Padecimientos reales y bien documentados, como la fiebre, pueden producir un «desbordamiento copioso y rápido» de la imaginación.

En cuanto a las exhumaciones, el libro sostiene que «la sangre puede fluir después de la muerte por causas naturales», particularmente «por los ojos, las fosas nasales, la boca y los oídos, en tal abundancia que la mortaja y el ataúd pueden estar manchados». Esto podría confundir a los profanadores, haciéndoles creer que el cuerpo es en realidad un vampiro, y que la sangre no es suya. Sobre la ausencia de signos de putrefacción, el libro presenta algunas ideas bastante originales:


«Los cadáveres de VAMPIROS no contaminados por la descomposición, podrían tal vez denotar la condición especial y milagrosa de estos muertos, si no fuera porque otras circunstancias, también naturales, causan el mismo efecto (...) En los hombres de hábito corporal más seco y tenso, o en las personas privadas de sangre por hemorragias anteriores, o por heridas más graves, se observa que sus cuerpos no contienen más que huesos, cartílagos, ligamentos, piel, y nada más.»


De hominibus post mortem sanguisugis también propone una explicación natural para los movimientos observados en el cuerpo de los supuestos vampiros cuando se les perfora el tórax con una estaca:


«Sobre el sonido y el suspiro que los presentes percibieron de ARNOLD PAOLE, cuando la estaca le atravesó el pecho y el corazón de la manera habitual, espero encontrar menos dificultades en la explicación de este fenómeno. Por supuesto, la constitución de los pulmones después de la exhalación es tal que, aunque se colapsaban notablemente, retenían sin embargo una gran cantidad de aire en sus células y vesículas que, al ser comprimidas violentamente contra el pecho, no podían dejar de estallar con fuerza.»


El libro concluye concluye que la verdadera causa del vampirismo podría ser algún tipo de enfermedad epidémica., y recomienda a los jueces no aprobar «la ejecución supersticiosa de los muertos», es decir, la exhumación y profanación, bajo pretextos irracionales.

El texto original puede encontrarse aquí.




Libros prohibidos. I Libros de vampiros.


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