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«El pequeño huerto verde»: Walter de la Mare; poema y análisis.


«El pequeño huerto verde»: Walter de la Mare; poema y análisis.




«Cuando más solo estás,
todo menos el silencio se va.
Alguien está esperando y observando ahí,
en el pequeño huerto verde.»



El pequeño huerto verde (The Little Green Orchard) es un poema gótico del escritor inglés Walter de la Mare (1873-1956), publicado originalmente en la antología de 1913: Peacock Pie; y luego recopilado por August Derleth en la colección de Arkham House: El lado oscuro de la luna (Dark of the Moon)

El pequeño huerto verde. uno de los poemas de Walter de la Mare menos conocidos, nos sitúa en un huerto [simbólico] donde el Orador siente que alguien, o algo, «siempre está sentado allí».

Este «siempre» es precisamente eso: la presencia siempre está en el huerto, día y noche. No hay demasiados indicios, excepto por unas voces suaves que llaman al anochecer y ciertos sonidos nocturnos. El Orador no siente miedo; y si bien la sensación de estar siendo observado es extraña, tal vez incómoda, no es aterradora.

Visitemos primero el huerto de Walter de la Mare y luego intentemos desentrañar sus misterios:


Siempre hay alguien sentado ahí,
en el pequeño huerto verde;
incluso cuando el sol está alto
en el cielo despejado del mediodía
y la abeja va zumbando débilmente
de rosa en rosa,
siempre hay alguien sentado en la sombra,
en el pequeño huerto verde.

Sí, y cuando el crepúsculo cae suavemente
en el pequeño huerto verde;
cuando el perlado rocío destila
y cada copa de flor se llena;
cuando el último mirlo dice:
"¡Qué, qué!" y se va.
He oído voces que llaman delicadamente
en el pequeño huerto verde.

No es que tenga miedo de estar ahí,
en el pequeño huerto verde;
porqué, cuando la luna brilla,
derramando su luz solitaria
y las polillas vienen como fantasmas,
y el cornudo caracol abandona su hogar:
me he sentado ahí, susurrando y escuchando
en el pequeño huerto verde.

Sólo que es extraño sentarse ahí,
en el pequeño huerto verde;
ya sea que pintes o dibujes,
caves, martilles, cortes o serruches;
cuando más solo estás,
todo menos el silencio se va...
Alguien está esperando y observando ahí,
en el pequeño huerto verde.


Está sentado, esperando, observando, en el pequeño huerto verde. Pero, ¿quién?

Lo único claro es que el Orador siente una presencia en el huerto, invisible, tranquila, que aguarda. No es simplemente una experiencia aparicional, es decir, cuando sentimos que no estamos solos en un lugar [ver: Sentir «presencias» cuando estás solo]. El Orador percibe algunas características de la entidad, que podría definirse como algo consciente que espera y observa en silencio. De hecho, el Orador no siente miedo, sino que experimenta una sensación de asombro y serenidad.

Walter de la Mare es un maestro capturando misterios cotidianos: sensaciones y emociones que aparecen y desaparecen tan fugazmente que no podríamos asegurar que hayan ocurrido en primer lugar.

El misterio central de El pequeño huerto verde está cerrado a la lógica. Sabemos que es una presencia, que es constante, que observa, que espera, que está sentada a la sombra. Leído fríamente, Walter de la Mare fabrica una atmósfera serena pero inquietante, pero creo que el poeta busca que nos coloquemos en una perspectiva infantil, que volvamos a ser niños por un momento. En este sentido, el poema expresa la naturaleza imaginativa de la infancia, donde las cosas mágicas no son analizadas para desentrañar sus mecanismos internos. La magia, en el huerto de la infancia, se acepta. Simplemente está ahí.

Es agradable pesar que la presencia en el huerto tal vez sea el adulto que regresa en la memoria a los días de su infancia.

Esto explicaría porqué el Orador no siente miedo por la presencia; sin embargo, también dice que oye «voces» [en plural] que «llaman delicadamente». De todos modos, esto tampoco lo asusta ni le impide estar en el huerto. ¿Acaso la presencia es otro tipo de fuerza benévola, como un genius loci? Quizás seamos nosotros, quizás, mientras Walter de la Mare escribía su huerto, percibió la presencia silenciosa, observadora y expectante del lector.

El pequeño huerto verde no necesita estas interpretaciones. Todas son válidas y ninguna es incorrecta. En lo personal, creo que Walter de la Mare está hablando del proceso artístico, o, mejor dicho, de la creatividad, como sinónimo del acto de vivir. No importa realmente cuál sea la actividad, «ya sea que pintes o dibujes, caves, martilles, cortes o serruches; cuando más solo estás, todo menos el silencio se va». Sin embargo, «alguien está esperando y observando ahí, en el pequeño huerto verde».

En efecto, alguien está.

Y quien aguarda, y siempre aguardará, es la muerte.




El pequeño huerto verde.
The Little Green Orchard, Walter de la Mare (1873-1956)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Siempre hay alguien sentado ahí,
en el pequeño huerto verde;
incluso cuando el sol está alto
en el cielo despejado del mediodía
y la abeja va zumbando débilmente
de rosa en rosa,
siempre hay alguien sentado en la sombra,
en el pequeño huerto verde.

Sí, y cuando el crepúsculo cae suavemente
en el pequeño huerto verde;
cuando el perlado rocío destila
y cada copa de flor se llena;
cuando el último mirlo dice:
"¡Qué, qué!" y se va.
He oído voces que llaman delicadamente
en el pequeño huerto verde.

No es que tenga miedo de estar ahí,
en el pequeño huerto verde;
porqué, cuando la luna brilla,
derramando su luz solitaria
y las polillas vienen como fantasmas,
y el cornudo caracol abandona su hogar:
me he sentado ahí, susurrando y escuchando
en el pequeño huerto verde.

Sólo que es extraño sentarse ahí,
en el pequeño huerto verde;
ya sea que pintes o dibujes,
caves, martilles, cortes o serruches;
cuando más solo estás,
todo menos el silencio se va..
. Alguien está esperando y observando ahí,
en el pequeño huerto verde.


Some one is always sitting there,
In the little green orchard;
Even when the sun is high
In noon's unclouded sky,
And faintly droning goes
The bee from rose to rose,
Some one in shadow is sitting there,
In the little green orchard.

Yes, and when twilight is falling softly
In the little green orchard;
When the grey dew distils
And every flower-cup fills;
When the last blackbird says,
"What - what!" and goes her way - s-sh!
I have heard voices calling softly
In the little green orchard.

Not that I am afraid of being there,
In the little green orchard;
Why, when the moon's been bright,
Shedding her lonesome light,
And moths like ghosties come,
And the horned snail leaves home:
I've sat there, whispering and listening there,
In the little green orchard.

Only it's strange to be feeling there,
In the little green orchard;
Whether you paint or draw,
Dig, hammer, chop, or saw;
When you are most alone,
All but the silence gone...
Some one is waiting and watching there,
In the little green orchard.


Walter de la Mare (1873-1956)


(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Poemas góticos. I Poemas de Walter de la Mare.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del poema de Walter de la Mare: El pequeño huerto verde (The Little Green Orchard), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El enigma»: Walter de la Mare; relato y análisis.


«El enigma»: Walter de la Mare; relato y análisis.




«Estas cosas le trajeron a la memoria a su madre,
que con su resplandeciente vestido blanco solía leerle al anochecer.
Se metió al baúl; y la tapa se cerró suavemente sobre él.»



El enigma (The Riddle) es un relato de terror del escritor inglés Walter de la Mare (1873-1956), publicado originalmente en la edición de febrero de 1903 de la revista Monthly Review, y luego reeditado en la antología de 1947: Cuentos recopilados para niños (Collected Stories for Children).

El Enigma, uno de los mejores cuentos de Walter de la Mare, relata la historia de siete niños huérfanos que van a vivir con su abuela. Son libres de vivir sin reglas en la enorme mansión, siempre y cuando se mantengan alejados del cuarto de invitados, donde se encuentra un baúl con propiedades asombrosas.

El Enigma comienza como un cuento de hadas moderno, tal es así que uno espera encontrar el clásico «y vivieron felices para siempre al final»; sin embargo, pronto se hace evidente que la voz temblorosa de la abuela delata algo más que su avanzada edad: a medida que pasan los años, los niños desaparecen uno a uno en el baúl [ver: Los cuentos de hadas no son para chicos]

Aunque nunca se hace explícito, podemos deducir que los niños han ido a vivir con su abuela debido a la muerte de sus padres [la anciana dice que sus caritas le recuerdan a la de su hijo Harry]. Ella les informa que pueden ir a verla dos veces al día, por la mañana y por la noche. El resto del tiempo tienen libertad para recorrer la casa y los terrenos aledaños, con la excepción del gran dormitorio de invitados, donde hay un viejo baúl de roble [más viejo que la propia abuela de la anciana]. El Narrador no lo dice explícitamente, pero por su descripción podemos pensar que el baúl está decorado como un ataúd.

Cada niño tiene una personalidad definida, que se expresa en sus respectivos estilos de juego. Y es durante sus juegos que el baúl comienza a atraerlos uno a uno. Harry es el primero. Al abrir el cofre, encuentra algo extrañamente seductor que le recuerda a su madre, así que se mete dentro y la tapa se cierra sola. Cuando sus hermanos le cuentan a la abuela sobre la desaparición de Harry, ella responde:


«Entonces debe irse por un tiempo... Pero recuerden, todos ustedes, no se entrometan con el baúl de roble.»


Ann es la última niña que se ve atraída por el baúl, y camina hacia él como en un sueño, como si la llevaran de la mano.

Si El Enigma es un cuento de hadas [y creo que lo es a su manera], la Abuela evidentemente no es el Hada Madrina que dispensa obsequios y dones mágicos, sino la Bruja que seduce a los niños [ver: Mæra: la bruja de todos los cuentos de hadas]. De hecho, ésa parece ser la respuesta al enigma; pero las cosas nunca son tan simples con Walter de la Mare: la Abuela no rejuvenece mágicamente con cada desaparición [como ocurriría en un cuento mediocre], y al final, cuando todos los niños han desaparecido y ella vuelve a estar sola en la casa, entra en el cuarto de invitados, y parece olvidar todo lo sucedido, incluso a sus nietos:


«Apoyó la mano en el marco de la puerta y miró hacia el reluciente cuadrado de la ventana en la silenciosa penumbra. Pero no podía ver muy lejos, porque su vista estaba borrosa y la luz del día era débil. Tampoco podía percibir la leve fragancia, como de hojas otoñales. Pero en su mente había una maraña de recuerdos: risas y lágrimas, y niños pequeños que ahora no estaban.»


Estas son las pistas que tenemos para resolver el enigma que plantea Walter de la Mare. ¿Será que los niños están siendo «transferidos» a un plano de existencia diferente después de la muerte de sus padres? La gran casona parece un espacio intermedio, liminal, debido a la ausencia de reglas terrenales. Después de todo, los niños son libres, no tienen obligaciones; excepto saludar a la Abuela dos veces al día y no abrir el baúl.. Durante un tiempo viven en este espacio intermedio y, cuando están listos, son llamados por el baúl, y ascienden o se reincorporan a otro plano. La Abuela, que se queda atrás, no puede hacer su duelo por su hijo muerto, por lo que se queda eternamente donde está. Al final, ella ni siquiera puede ver el baúl.

Es evidente que el baúl está enviando a los niños a otro lugar. No funciona exactamente como el ropero de C.S. Lewis, donde los niños son transportados físicamente a otro mundo, Narnia [especie de turismo de ultratumba], pero posee algunas propiedades singulares. Por ejemplo, los niños en El Enigma siempre son «llamados» por el baúl cuando están utilizando su imaginación: o bien interpretando un papel en sus juegos infantiles, o bien soñando. Más que una guardiana, la Abuela parece estar atrapada en este reino intermedio, perdiendo la memoria progresivamente hasta que sólo le queda el vago recuerdo de su hijo y un baúl peligroso; pero incluso esto se pierde al final.

Por otro lado, el baúl [con forma de ataúd] podría ser un símbolo de la muerte, y por lo tanto algo cuyo llamado es inevitable. La Abuela sabe que los niños morirán, pero no puede cambiar el momento o la naturaleza de su muerte.

Cuando se publicó esta historia, la mayoría de los críticos asumió que la Abuela está alimentando al baúl con los niños, y que probablemente también sacrificó a su propio hijo. Pero, ¿qué obtiene ella de este proceso? No se hace más joven, no pasa la «maldición» a alguien más, ni parece querer irse del lugar. ¿Seguir viviendo? Quizás, aunque en el transcurso de la historia la vemos deteriorarse. Entonces, ¿el baúl le otorga una vida antinaturalmente larga? Recibe recuerdos nuevos y coloridos de los niños, pero luego los olvida.

No estoy seguro de nada de todo esto. Todas las respuestas al «enigma» parecen demasiado simples, pero a veces las respuestas simples terminan siendo las correctas. Walter de la Mare podría estar hablando del enigma de la muerte, que todos deberíamos intentar evitar [como al baúl de la Abuela], pero que tarde o temprano nos terminará llamando, y responderemos, no importa qué tan inmersos estemos en nuestras fantasías, juegos e ilusiones mundanas.

Los relatos de Walter de la Mare son cuentos de hadas disfrrazados de preocupaciones modernas. En todas sus historias encontramos el mismo patrón: el mundo cotidiano en el que vivimos, nuestras experiencias terrenales, son un velo que nos separa del mundo real. Ahora bien, no es necesario atravesar un ropero mágico para acceder a esta realidad, más bien, el velo puede perforarse a través de los sueños y el cultivo de la imaginación. En este sentido, entre la realidad que conocemos y el mundo real [más allá de nuestros sentidos] no existe, según palabras de Walter de la Mare, «ningún abismo infranqueable». Sólo necesitamos dar un paso en la dirección correcta.

El Enigma es un cuento de hadas, insisto, porque desmiente una realidad subyacente. Esboza la textura de la experiencia humana normal con exquisito detalle, construye su estructura con tal lucidez que el lector se sorprende al encontrar el horror dentro de lo que es aparentemente mundano, «normal». En las historias de Walter de la Mare, el velo que nos separa del «otro lado» es sumamente delgado. Pensemos, por ejemplo, en Los oyentes (The Listeners), donde un viajero solitario se adentra en un bosque y siente que hay algo allí, algo opresivo. Pregunta en voz alta: «¿hay alguien ahí?», y sólo responde el silencio, que en este caso no significa ausencia, sino la presencia de los «oyentes», los mudos espíritus del bosque. En definitiva, el lector debe decidir cuál es el significado del baúl prohibido. Lo único que sabemos con certeza es que, en El Enigma, la infancia y la vejez no son extremos, sino los estados de la vida en los que más cerca nos encontramos del misterio de nuestro orígen y destino.




El enigma.
The Riddle, Walter de la Mare (1873-1956)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Así que estos siete niños, Ann y Matilda, James, William y Henry, Harriet y Dorothea, fueron a vivir con su abuela. La casa fue construida en la época georgiana. No era una casa bonita, pero sí espaciosa, sólida y cuadrada; y un olmo extendía sus ramas casi hasta las ventanas.

Cuando los niños salieron del coche (cinco atrás y dos al lado del conductor), fueron llevados ante su abuela. Se pararon en un pequeño grupo delante de la anciana, sentada en su ventana salediza. Y ella les preguntó a cada uno sus nombres, y repitió cada nombre con su voz amable y temblorosa. Luego a uno le dio una caja de herramientas, a William una navaja, a Dorothea una pelota pintada; a cada uno un regalo según la edad. Y besó a todos sus nietos, hasta al más pequeño.

—Queridos míos —dijo—, deseo verlos a todos alegres y brillantes en mi casa. Soy una mujer mayor, así que no puedo jugar con ustedes, pero Ann y la señora Fenn los cuidará. Y todas las mañanas y todas las tardes vendrán a verme y me traerán caras sonrientes que me recuerden a mi propio hijo Harry. Pero el resto del día, cuando termine la escuela, harán lo que les plazca, queridos míos. Hay una sola cosa, sólo una, que quiero que recuerden. En el gran dormitorio de invitados hay en un rincón un viejo baúl roble; sí, más viejo que yo, queridos, mucho más viejo; más viejo que mi abuela. Jueguen en cualquier otro lugar de la casa, pero no allí.

Les habló a todos con dulzura, sonriéndoles; pero era muy mayor y sus ojos parecían no ver nada de este mundo.

Y los siete niños, aunque al principio se sentían tristes y extraños, pronto empezaron a sentirse felices, como en casa. Había mucho que les interesaba y divertía allí; todo era nuevo para ellos. Dos veces al día, por la mañana y por la tarde, iban a ver a su abuela, que cada día parecía más débil, y ella les hablaba con cariño de su madre y de su infancia, pero nunca se olvidaba de visitar su almacén de confites. Y así pasaban las semanas.

Era el crepúsculo cuando Henry subió solo las escaleras desde el cuarto de los niños para mirar el baúl de roble. Presionó los dedos sobre las frutas y flores talladas y habló a las cabezas de sonrisa oscura que estaban en las esquinas; luego, mirando por encima del hombro, abrió la tapa y miró dentro. Pero el baúl no ocultaba ningún tesoro, ni oro ni baratijas, ni había nada que alarmara la vista. El baúl estaba vacío, forrado con seda de color rosa añejo, que parecía más oscura en la penumbra y olía dulcemente a popurrí.

Y mientras Henry miraba dentro, oyó las risas suaves y el tintineo de las tazas en el cuarto de los niños, y por la ventana vio que el día oscurecía. Estas cosas le trajeron a la memoria a su madre, que con su resplandeciente vestido blanco solía leerle al anochecer. Se metió al baúl; y la tapa se cerró suavemente sobre él.

Cuando los otros seis niños se cansaron de jugar, entraron en fila en la habitación de su abuela, como de costumbre, para darle las buenas noches. Ella los miró entre las velas como si no estuviera segura de algo en sus pensamientos. Al día siguiente, Ann le dijo a su abuela que Henry no estaba por ningún lado.

—Dios mío, niño. Entonces debe irse por un tiempo —dijo la anciana. Hizo una pausa—. Pero recuerden todos ustedes, no se entrometan con el baúl de roble.

Pero Matilda no podía olvidar a su hermano Henry, pues no encontraba placer en jugar sin él. Así que se quedaba en la casa pensando dónde podría estar. Llevaba su muñeca de madera en sus brazos desnudos, cantando en voz baja todo lo que podía inventar sobre él. Y cuando una mañana clara se asomó al baúl, no volvió a verse, tal como el propio Henry.

Así que Ann, James, William, Harriet y Dorothea se quedaron en casa para jugar juntos.

—Algún día tal vez regresen con ustedes, queridos míos —dijo su abuela—, o tal vez ustedes vayan con ellos. Hagan caso de mi advertencia lo mejor que puedan.

Harriet y William eran amigos y fingían ser novios, mientras que a James y Dorothea les gustaban los juegos salvajes de caza, pesca y batallas.

Una tarde silenciosa de octubre, Harriet y William conversaban en voz baja mientras contemplaban los verdes campos desde el tejado. Oyeron el chillido y los saltos de un ratón detrás de ellos en la habitación. Fueron juntos a buscar el pequeño agujero oscuro por donde había salido. Pero al no encontrar ningún agujero, empezaron a tocar la talla del baúl y a ponerle nombre a las cabezas de sonrisas oscuras, tal como lo había hecho Henry.

—¡Ya sé! Vamos a fingir que tú eres la Bella Durmiente, Harriet —dijo William—, y yo seré el Príncipe que se abre paso entre las espinas y entra.

Harriet miró a su hermano con dulzura y extrañeza, pero se metió en el baúl y se acostó, fingiendo estar profundamente dormida. William se puso en puntas de pie y, al ver lo grande que era el baúl, entró para besar a la Bella Durmiente y despertarla de su tranquilo sueño. Lentamente, la tapa tallada giró sobre sus silenciosas bisagras. Sólo el ruido de James y Dorothea llegaba a veces para hacer que Ann se distrajera de su libro.

Pero su abuela estaba muy débil, tenía la vista borrosa y el oído extremadamente malo.

La nieve caía en el aire quieto sobre el tejado. Dorothea era un pez en el baúl de roble, y James estaba de pie sobre el agujero en el hielo, blandiendo un bastón como arpón, fingiendo ser un esquimal. La cara de Dorothea estaba roja, y sus ojos salvajes brillaban a través de su pelo enmarañado. Y James tenía un rasguño torcido en la mejilla.

—Debes luchar, Dorothea, y luego nadaré de regreso y te sacaré. ¡Date prisa! —gritó entre risas mientras lo arrastraban hacia el baúl abierto.

Y la tapa se cerró suave y delicadamente como antes.

Ann, abandonada a sí misma, era demasiado mayor para preocuparse por las ciruelas confitadas, pero iría sola a darle las buenas noches a su abuela. La anciana la miró con nostalgia por encima de sus anteojos.

—Bueno, querida —dijo con la cabeza temblorosa, y tomó su mano entre las suyas—. ¡Qué viejas solitarias somos!

Ann besó la suave y relajada mejilla de su abuela. Dejó a la anciana sentada en su sillón, con las manos sobre las rodillas y la cabeza vuelta hacia ella.

Cuando Ann se iba a la cama, solía sentarse a leer su libro a la luz de las velas. Encogía las rodillas bajo las sábanas y apoyaba el libro sobre ellas. Su historia era sobre hadas y gnomos, y la suave luz de la luna que fluía del relato parecía iluminar las páginas blancas. Podía oír con su fantasía voces de hadas, tan silenciosa estaba la gran casa de muchas habitaciones y tan dulces eran las palabras de la historia. En ese momento apagó la vela y, con una confusa babel de voces cerca de su oído y tenues imágenes rápidas ante sus ojos, se quedó dormida.

En medio de la noche se levantó de la cama en sueños, con los ojos bien abiertos pero sin ver nada de la realidad. Avanzó en silencio por la casa vacía. Pasó junto a la habitación donde su abuela roncaba en un breve y profundo sueño, y caminó con paso ligero y seguro por la amplia escalera. La estrella Vega, que brillaba a lo lejos, estaba frente a la ventana, sobre el tejado. Ann entró en la extraña habitación como si la guiara una mano hacia el baúl de roble. Allí, como si soñara que era su cama, se acostó en la vieja seda rosa, en el lugar fragante. Pero estaba tan oscuro en la habitación que el movimiento de la tapa era indistinguible.

Durante todo el día, la abuela se sentó en su ventanal. Tenía los labios fruncidos y miraba con un escrutinio vago e inquisitivo la calle por donde pasaba la gente de un lado a otro. Al atardecer subió la escalera y se detuvo en la puerta del gran dormitorio de invitados. La subida le había dificultado la respiración. Se colocó las gafas sobre la nariz. Apoyó la mano en el marco de la puerta y miró hacia el reluciente cuadrado de la ventana en la silenciosa penumbra. Pero no podía ver muy lejos, porque su vista estaba borrosa y la luz del día era débil. Tampoco podía percibir la leve fragancia, como de hojas otoñales. Pero en su mente había una maraña de recuerdos: risas y lágrimas, y niños pequeños que ahora no estaban, y la llegada de amigos y largas despedidas. Y, chismorreando entre dientes, sin poder articular palabra, la anciana dama volvió a sentarse en su asiento junto a la ventana.

Walter de la Mare (1873-1956)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Walter de la Mare.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Walter de la Mare: El enigma (The Riddle), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Las Criaturas»: Walter de la Mare; relato y análisis.


«Las Criaturas»: Walter de la Mare; relato y análisis.




«Sus pequeños ojos azules me miraron con una expresión fugaz que no supe traducir.
—¿Y viste a alguna de las Criaturas? —me preguntó con una voz que no era del todo la suya.»



Las Criaturas (The Creatures) es un relato de fantástico del escritor inglés Walter de la Mare (1873-1956), publicado originalmente en la edición de enero de 1920 del periódico London Mercury, y luego reeditado en la antología de 1923: El enigma y otros cuentos (The Riddle and Other Stories).

Las Criaturas, como muchos cuentos de Walter de la Mare, comienza estableciendo una postura metafísica sobre la naturaleza de la realidad [el mundo que nos rodea es un sueño creado por la conciencia], y luego procede a narrar una experiencia personal que ilustra esa posición. La historia relata una experiencia del pasado del Narrador, quien se encontró por casualidad con uno de los pocos individuos que parecen ser conscientes de la naturaleza imaginativa de la realidad.

En uno de sus viajes [casi todos los personajes de Walter de la Mare son caminantes, viajeros, peregrinos], el hombre se topa con «país de ensueño». Su encuentro con los habitantes de esta región [una mujer encorvada, un hombre «oscuro», demacrado, y sus dos hijos enanos] bordea algunas ideas desarrolladas más ampliamente por J.R.R. Tolkien y Lord Dunsany: un país liminal, a medio camino entre la realidad y la imaginación, y habitado por gente que parece real. Por ejemplo, el Narrador advierte que el hombre oscuro podría pertenecer a la estirpe de los «los ermitaños, los lamas, los faquires», mientras que los enanos lucen como si «animales y ángeles hubieran conspirado en su creación». El Narrador siente que ha regresado a los límites del Edén, «mirando de un sueño a otro, nostálgico, abandonado». Por supuesto, Walter de la Mare no proporciona ninguna explicación sobre la naturaleza de las Criaturas.

Al regresar al mundo ordinario, el Narrador le pregunta a una anciana [cuyos rasgos son parecidos a los de su cerdo] sobre aquel extraño lugar. Ella primero quiere saber si ha visto a alguna de las «Criaturas». El Narrador se sorprende ante esa palabra. Eventualmente se da cuenta de que «Criaturas» es el nombre del anfitrión y que María y Christus son los nombres de los dos jardineros enanos. Pero el Narrador está interesado en «la mujer del mar», muda, que dio a luz a dos niños «naturales» [¿elementales?]. La anciana con cara de cerdo le dice que esta mujer está enterrada en el cementerio local. Cuando él lo visita, las últimas palabras de la historia [en latín] están talladas en una lápida: Femina Creature [«Criatura Femenina»].

Esta ambigüedad sobre la naturaleza de las Criaturas [no puede saberse si son seres de otro plano o personas comunes llamadas Criaturas] no se resuelve al final. Quizás la inscripción en la lápida no sólo revele el nombre de la mujer, pero también su estatus o raza.

Las Criaturas es una historia necesariamente ambigua: trata sobre la frontera entre la realidad y el sueño, la conciencia y la inconsciencia, elementos que aquí se encuentran inextricablemente entrelazados. Las Criaturas del título son, en efecto, criaturas, en el sentido de que han sido creados. Es como si el Narrador tropezara con el mundo de las historias populares y los cuentos de hadas.

Las Criaturas no es un relato para cerrar en un análisis prolijo. No hay nada que entender en él, excepto lo que es: un vistazo fragmentario e incoherente sobre la Imaginacón. Exigirle lógica y cohesión sería pedirle algo que no es.


«¿No somos nosotros quienes creamos nuestro mundo? ¿No es ésa nuestra responsabilidad? (...) ¿No son nuestras mentes disecadas y hastiadas las que continuamente se alejan de la libertad, de lo vasto y desconocido, de la presencia infinita, eligiendo un viaje estúpido de un hecho sensual a otro, a la cola de ese burro llamado Razón? Sugiero que, en esa soledad, el espíritu que hay dentro de nosotros nota que está pisando las afueras de una región llamada Imaginación.»


Nunca encontraremos un cuento o poema de Walter de la Mare que explique cabalmente los misterios que plantea, lo que hace imposible saber exactamente qué está buscando. Esto está fuera de su universo. La fantasía pierde fuerza en la medida en que se vuelve racional, y por lo tanto reducible al ejercicio intelectual. Walter de la Mare aborda la ficción como si se tratara de un sueño, no los episodios oníricos que podemos recordar en mayor o menor medida, sino el sentimiento, la emoción profunda que nos causó. A diferencia del panteísmo Arthur Machen y Algernon Blackwood, los otros dos grandes maestros de lo sobrenatural, le interesaba escribir sobre cosas que no pudieran explicarse mediante el razonamiento ordinario. En este sentido, De la Mare es un autor mucho más hermético y difícil de leer.

Las Criaturas parece darnos un vistazo fugaz a un espacio primordial, edénico, un sitio donde la naturaleza y los seres mágicos que lo pueblan resultan indistinguibles entre sí; pero en realidad es un cuento que visualiza una instancia previa, un estado pre-edénico. Algernon Blackwood también utiliza este concepto, llevándonos desde la naturaleza ordinaria a un espacio liminal, pero Walter de la Mare es más conciente de la diferencia entre el Edén [en términos de lugar idílico, mitológico, anterior a la «caída»] y el concepto de pre-edénico. Después de todo, el Edén fue hecho para los humanos en todas las mitologías, y regresar a él, o al menos echar un vistazo a su realidad, es una especie de retorno al hogar en la Edad de Oro. El pre-Edén, en cambio, fue hecho para los semidioses y seres angelicales, como los Elfos de Tolkien; y no es apto para los seres humanos; de modo que produce inquietud, intranquilidad, o directamente terror. Pensemos en los Hobbits de la Comunidad, que pasaron un tiempo en Rivendel y Lórien y fueron capaces de percibir su increíble belleza y sutileza, pero también el pavor que evocan los sitios hechos y habitados por inmortales.

El Narrador de Las Criaturas se refiere a este espacio como su «paraíso particular, un país lejano», con «un fugaz parecido con el país de los sueños». Es atraído hacia él por sonidos [«lo que parecía el tañido de un arpa»], aunque no encuentra su origen. Reflexiona: «Regresé a los límites del Edén, encorvado y cansado, mirando desde el sueño hacia el sueño». Hay un jardín, pero es una mezcla desconcertante de belleza y brutalidad. Eventualmente descubre que los seres que ha visto son reales, incluso poseen apellido [Criaturas], y son bien conocidos en los alrededores, aunque tienen una reputación misteriosa. Este extraño apellido es lo más parecido a una pista que podemos encontrar en el contexto pre-edénico: las Criaturas [en términos de «creados»] son seres humanos, pero vistos y nombrados desde la perspectiva de los seres angelicales. Tolkien también explora esta idea en el primer encuentro de los Elfos con los Hombres, a quienes se les da el título de «Segundos Nacidos».

Supongo que Las Criaturas también podría interpretarse como una alegoría, pero es más elusiva que eso. Ciertamente no es una historia alegórica en el sentido de que todos los significados y correspondencias son fijos.




Las Criaturas.
The Creatures, Walter de la Mare (1873-1956)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Fue la luz menguante de la tarde lo que me hizo salir de mi relato y tomar conciencia de mi paradero. Dejé caer el pequeño y rechoncho libro rojo sobre mis rodillas y miré por la estrecha y sucia ventana rectangular. Estábamos bordeando la costa oriental de acantilados, en cuyo borde mismo un labrador, tropezando detrás de sus dos grandes caballos, estaba abriendo el último de sus oscuros surcos. En una hendidura muy abajo entre las rocas, un mar frío y tranquilo dejaba silenciosamente sus gélidas guirnaldas de espuma. Miré fijamente la extensión plana de aguas, luego giré la cabeza y miré con una especie de brusquedad el rostro de mi único compañero de viaje.

Había subido al vagón, casi sin que nadie lo notara, en la última estación rural. Sus rasgos estaban un poco borrosos en la luz que se desvanecía entre nuestras cuatro paredes estrechas, pero aparentemente sus ojos habían estado fijos en mi rostro durante un breve tiempo.

Entrecerró los párpados ante esta inesperada confrontación, echó la cabeza hacia atrás y lanzó una mirada por su catalejo turbio al fragmento de luna verdosa que luchaba por alcanzar su máximo esplendor sobre las tierras altas, pardas y onduladas.

—Viajar en tren es una experiencia extraña —empezó en voz baja, casi despectiva, pasándose la mano por los ojos—. Uno se ve arrojado a una intimidad pasajera con un compañero desconocido y luego se va.

Era como si hubiera esperado pacientemente la atención de un oyente.

Asentí, mirándolo.

—Esa privacidad también —exclamó.

Mis ojos se volvieron hacia la ventana de nuevo: un seto desnudo, espinoso y negro de enero, una inhóspita costa salada, un páramo de agua del norte. Nuestro maquinista apagó de inmediato el vapor y nos deslizamos casi sin hacer ruido fuera de la vista del cielo y el mar hacia un desfiladero.

—Es un país desolado —me aventuré a comentar.

—Oh, sí, desolado —repitió con cierta fatiga—. Pero lo que me preocupa es la manera en que nos arrogamos los cargos de juez, jurado y abogado, todo a la vez. Como si esta tierra... Nunca lo olvido: la futilidad, la presunción. No conducen a ninguna parte. Nos adentramos en todo este silencio, este... este abandono, este sueño de un mundo entre las luces del día y la noche. Profanamos. ¡La conciencia! ¡Qué monos inquietos son los hombres! —Se recobró y se tragó la indignación—. Como si —continuó, en tono más escarmentado—, como si esa otra puerta no estuviera siempre entreabierta, hacia Dios sabe qué lugar de paz y misterio. —Se inclinó hacia adelante, delgado, oscurecido—. ¿No somos nosotros quienes creamos nuestro mundo? ¿No es ésa nuestra bendita, nuestra traicionada responsabilidad?

Asentí y me acurruqué, como un perro en la paja, en la más baja de todas las respuestas a una rara, aunque excéntrica, sinceridad: la cautela.

—Bueno —continuó, un poco cansado—, esa es la acusación. No es de extrañar que necesite una trompeta para llamarnos a esa última Oración Familiar. Entonces, tal vez, algunos solitarios, sólo unos pocos, saldrán de sus agujeros y escondites, y obtendrán misericordia de los misericordiosos, en las ciudades de la llanura. El talento enterrado no brillará peor por la larga, larga aparición de su manto tejido a partir del sueño y el deseo.

—Hace unos años, diez o quince, me topé con el ejemplar más extraño de este tipo de «talentosos». Y más o menos el mismo país. Éste —dijo, dirigiendo la mirada hacia el mar, ahora invisible— es una especie de réplica enana del mismo. ¡Más desnudo, más liso, más repentino y escarpado, más abandonado, más melancólico! Los árboles están podados allí, como con tijeras monstruosas, por los vendavales invernales. El aire es salado. Es un país de piedras y prados esmeralda, de senderos verdes, sinuosos y sin rumbo, de granjas enclavadas en sus acantilados y valles como toscas joyas empañadas por el tiempo, como si las hubiera creado un ángel de la humanidad, vagando entre la oscuridad y el amanecer.

»Yo era más joven entonces... de cuerpo: la juventud de la mente es para los hombres de cierta edad; la tuya, tal vez, y la mía. Incluso entonces, en ese momento, me asqueaban las multitudes, ese Londres inimaginable, un desierto lleno de humanidad en el que un pobre perro perdido y sediento de Otro Lugar prueba por primera vez el significado completo de esa palabra ociosa: abandonado. ¿Abandonado por quién?, es la pregunta que me hago ahora. Los visitantes de mi paraíso particular eran pocos entonces, como si, mi querido señor, no fuéramos todos visitantes, aparecidos, ansiando tiempo para contar y compartir nuestros secretos, vagando en busca de señales que demuestren que nuestra búsqueda no es vana, no es inaudita, no es una traición. Pero que así sea.

»Salía mañana tras mañana, con pan y queso en el bolsillo, de la vieja casa en la que me alojaba, rumbo a ese imprevisto lugar que anhela el corazón. Los mediodías calurosos y prolongados me encontraban tendido en un estado medio comatoso, pero vigilante, sobre el césped de los campos o los acantilados, sobre las arenas y rocas calentadas por el sol, absorbiendo el paisaje y la vida que me rodeaban como un camaleón peregrino. Me ponía en camino con la esperanza de perderme. ¿Cómo puede un hombre encontrar su camino si no lo pierde? De vez en cuando lo conseguía. Ese país es grande, y sus marcas terrestres y marítimas engañan fácilmente al extraño. Yo todavía tenía una edad, ya ves, en que mi «pequeña puerta» estaba entreabierta, y planté un pie sólido para evitar que se cerrara. Pero, ¿cómo podía saber lo que buscaba? Uno simplemente sacude el árbol de la vida y los raros frutos caen rodando para pudrirse en su mayor parte en las exuberantes hierbas.

»Lo más inquietante y provocador de ese país lejano era su fugaz parecido con el país de los sueños. Te quedas de pie, te sientas o te tumbas boca abajo en sus alturas llenas de estrellas y miras hacia abajo: un paisaje verde se extiende, disperso y sin árboles, con sus laderas cóncavas y llenas de montículos, sus granjas apiñadas y sus aldeas, todas inmóviles bajo la vasta capa de sol y azul, como el escenario de una casa de teatro encantada de siglos de antigüedad. Así también, los visionarios promontorios embrujados por los pájaros, velados débilmente en una niebla de irrealidad sobre sus piedras rotas y el enorme platillo del mar.

»Allí no puedes adivinar qué es lo que no puedes encontrar por casualidad, o con quién. Las campanas chocan, retumban y riñen huecamente al borde de la oscuridad en esas olas. Las voces vacilan a través de los vientos más débiles. Los pájaros gritan en una lengua desconocida. El cielo es de los halcones y las estrellas. Allí uno se encuentra al borde de la vida, de lo imprevisto, mientras que nuestras ciudades... ¿No son nuestras mentes disecadas y hastiadas las que continuamente se alejan cada vez más de la libertad, de lo vasto y desconocido, de la presencia infinita, eligiendo un viaje estúpido de un hecho sensual a otro, a la cola de ese burro llamado Razón? Sugiero que en esa soledad el espíritu que hay dentro de nosotros se da cuenta de que está pisando las afueras de una región que se llama la Imaginación. Afirmo que nos hemos extraviado y que en nuestra ceguera hemos abandonado...

Mi extraño se detuvo en su frenesí, me miró desde su rincón oscuro como si hubiera tenido la intención de aturdirme, de asombrarme con alguna herejía violenta. Salimos resoplando lenta y laboriosamente de un Alto en el que, en la oscuridad creciente y la luz de la luna, habíamos estado parados durante algún tiempo. Nunca un invitado estuvo más desesperadamente a merced de un viejo marinero.

—Pues bien —continuó, alzando un poco la voz para dominar los resonantes latidos del corazón de nuestra máquina de vapor—, una tarde, en mis vagabundeos sin rumbo, subí a la cima de un empinado camino de carros cubierto de hierba que serpenteaba entre setos densos y descuidados. Incluso entonces podría haber pasado por alto la casa a la que conducía, porque, como una horquilla, el camino giraba bruscamente sobre sí mismo, y sólo un sendero mucho más débil conducía a la cima de la colina. Podría, digo, haber pasado por alto la casa y... y a sus ocupantes, si no hubiera oído el sonido musical de lo que parecía el tañido de un arpa. Ese gorjeo suave, fino, brotaba sobre la hierba tupida como si surgiera del espacio. La verdad no puedo decir si era ese aire o de mi propia fantasía. Tampoco descubrí nunca qué instrumento, si del hombre o de Ariel, había emitido una melodía tan pura y, sin embargo, tan incorpórea.

»Seguí avanzando y me encontré frente a un terreno que se extendía a unos cientos de pasos a través del abrupto y repentino valle que había en medio. En una entrada en forma de V a la izquierda, y hacia el sol, se extendía una lengua azul y perezosa del mar. Y mientras mi mirada se deslizaba de allí hacia arriba y a lo largo de la nítida y verde línea del horizonte contra el turquesa transparente del espacio, capté el brillo de una chimenea cuadrada. Seguí avanzando y pronto me encontré ante la puerta de un patio de granja.

»Unas cuantas aves tomaban el sol en sus baños de polvo. Palomas blancas se acicalaban y arrullaban en el techo de un edificio anexo tan dorado por sus líquenes como si el sol del oeste hubiera esparcido su polvo durante siglos sobre las grandes losas. Sólo esa vida y el susurro del viento: nada más. Sin embargo, con sólo echar un vistazo me pareció haber traspasado una paz que había perdurado durante siglos, haber cruzado la frontera invisible que divide el tiempo de la eternidad. Me incliné, descansando, sobre la puerta, y podría haber permanecido allí durante horas, sumido cada vez más en la bendita quietud que se había apoderado de mis pensamientos.

»Una mujer encorvada apareció en la oscura entrada de un cobertizo de piedra frente a mí y, protegiéndose los ojos, se detuvo a escrutarme prolongadamente. En ese momento entré por la puerta y, explicándole que me había extraviado y que estaba cansado y sediento, le pedí un poco de leche. No respondió, pero después de mirarme con algo entre sospecha en su rostro viejo y curtido por el clima, me condujo hacia la casa que se encontraba a la izquierda en la ladera del valle, oculta hasta entonces por arbustos.

»Era una casa baja y grave, con chimeneas grises, con las paredes de piedra atravesadas por una profunda sombra proyectada por el sol poniente, las ventanas oscuras, redondeadas y sin cortinas, la puerta abierta de par en par que daba al porche. Entró y yo me detuve en el umbral. En el interior reinaba una quietud profunda, como la del agua de una cueva renovada por la marea. Sobre una mesa colgaba una corona de flores silvestres. A la derecha había un roble macizo sobre las losas. Un rayo de sol atravesaba el aire de la escalera desde una ventana superior.

»De pronto apareció un hombre moreno, de rostro alargado y demacrado, que me contemplaba mientras avanzaba con unos ojos que no parecían tanto fijar al intruso como rodear su imagen, como el mar contiene la mota lejana de un barco en su ancho seno de agua. Podrían haber sido los ojos de un ciego; las ventanas de una casa en sueños a la que el ocupante debe hacer una especie de peregrinación para contemplar la realidad. Entonces sonrió, y sus rasgos alargados y oscuros, melancólicos pero serenos, se iluminaron como un peñasco bajo un tenue rayo de sol pasajero. Con un gesto me dio la bienvenida a la gran cocina de losas oscuras, fresca como un sótano, aireada como un campanario, su aire dulce atravesado por un largo rectángulo de luz que venía del oeste.

»Los amplios estantes de la cómoda estaban cargados de vajilla. Una corona de flores recién cortadas colgaba sobre la repisa de la chimenea. Cuando entramos, una nube de pájaros pequeños, petirrojos, gorriones, pinzones revolotearon a pocos centímetros del suelo, el alféizar y el asiento de la ventana, y una vez más, con diminutos ojos oscuros como estrellas, observándome, se posaron silenciosamente. Podía oír el infinitesimal tic-tac de sus diminutas garras sobre la pizarra. Mi mirada se desvió por la ventana hacia el jardín que había más allá, una caverna de un cristal y un color más claros que los que asombraron los ojos del joven Aladino.

»Aparte de la retorcida guirnalda de flores silvestres, el metal de la estufa y el candelabro de cobre, y la vajilla brillante, no había ningún adorno en la habitación excepto un marco tosco, colgado de un clavo en la pared y que encerraba lo que parecía ser un fragmento de seda azul o lino fino con un patrón tenue. Las sillas y la mesa eran viejas y pesadas. Un gorjeo bajo y suave, un ocasional aleteo, un zumbido como de neblina de abejas y moscas: estos eran los únicos sonidos que bordeaban un silencio intensificado en su profundidad por los movimientos remotos del mar.

»La casa se quedó en silencio como por un hechizo, pero el pensamiento que había en mi interior no hacía preguntas; la especulación dormía en su perrera. Me senté a la mesa a tomar la leche y el pan, la miel y la fruta que la anciana había dispuesto, y su amo se sentó frente a mí, ya en un susurro bajo y sibilante (una lengua que ellos parecían entender), dirigiéndose a los pájaros, ya, como si hiciera un esfuerzo, alzando esos extraños ojos verdegrisáceos suyos para dedicarme una observación tranquila. Me hizo, más por cortesía que por interés activo, algunas preguntas, referidas al mundo, a sus negocios y transportes (nuestro hermoso mundo), como un astrónomo de madrugada podría murmurar unas palabras al invitado enviado por casualidad a su soledad sobre los secretos de Urano o Saturno. Hay otro lado inexplorable de la luna. Sin embargo, dijo lo suficiente para que yo comprendiera que él también pertenecía a esa pequeña tribu de los distantes y salvajes a los que se podría aplicar nuestra vieja y agrietada palabra «abandonado», ermitaños, lamas, faquires de esteras de arcilla y similares; los pájaros nevados que juegan y gritan en medio de las olas del océano; la vida de un oasis en el desierto; que comparten una realidad sólo lejanamente soñada por las congregaciones de hombres impulsadas por el tiempo y corroídas por el pensamiento.

»Sin embargo, de alguna manera me di cuenta de que el borde de la camaradería (¿debería llamarlo así?) que compartíamos, él y yo, era tan estrecho y peligroso que una y otra vez la fantasía dentro de mí parecía flotar sobre ese precipicio que la Noche conoce como miedo. Era él, al parecer, con esa contemplación abrasadora, con esa sonrisa lejana pero tranquilizadora, quien mantenía mi equilibrio. «No», parecía pronunciar una voz dentro de él, «estás a salvo; los límites están fijados; Aunque la alucinación cante su señuelo, no pasarás irremediablemente. Come y bebe, y pronto volverás a la vida». Y escuché, y, como un niño somnoliento en su cuna, mi conciencia se hundió más y más, se calmó, se apaciguó en el sueño que, según parecía, esta casa de piedra silenciosa ahora alzaba sus paredes.

»Casi había terminado mi comida cuando oí pasos que se acercaban por las losas de afuera. El murmullo de otras voces, claramente estridentes pero guturales incluso a la distancia, y a pesar de las densas piedras y vigas de la casa que habían embotado su timbre, ya habían llegado hasta mí. Entonces los pies se detuvieron. Giré la cabeza, con cautela, incluso tal vez con aprensión, y me enfrenté a dos figuras en la puerta.

»Ahora no puedo adivinar la edad de mi anfitrión. Estos niños —en cuanto a rostros, gestos y apariencia, en cuanto a figura y estatura, aparentemente, ya estaban en la última etapa de la adolescencia— eran mucho más problemáticos. Digo «figura y estatura», pero obviamente eran enanos. Tenían la cabeza clavada entre los hombros, el pelo espeso, los ojos desconcertantemente hundidos. Eran desgarbados; sus rasgos eran peculiarmente irregulares, como si dos razas venidas de los confines de la tierra hubieran mezclado en ellos su sangre y su extrañeza; como si, más bien, un animal y un ángel hubieran conspirado para crearlos.

»Pero si alguna luz interior se reflejaba en los ojos inmóviles, en el rostro demacrado, triste y quijotesco que ahora estaba total e intensamente clavado en el mío, esa luz era también la de ellos. Él les habló; ellos respondieron, en inglés, mi propia lengua; pero un inglés arrastrado, entrecortado e ininteligible para mí, aunque claro como una campana, inquietante, penetrante, anhelante como la voz de un pez o de una sirena. Mis oídos absorbieron el sonido mientras un árabe reseco por la arena del desierto se deja caer sobre su vientre seco y traga a sorbos el agua cristalina. Los pájaros se acercaban saltando como si estuvieran bajo la vara de un hechicero. Un clamor dulce y continuo surgió de sus pequeñas gargantas. Los exquisitos colores de la pluma y el pecho ardían, reverdecían, se derretían en el rayo de sol, en el aire oscuro que había más allá.

»Una especie de alegría triste, una felicidad lamentable, como los anillos en las cadencias de una vieja canción popular, inundó mi corazón. Había regresado a los límites del Edén, encorvado y cansado, mirando de un sueño a otro, nostálgico, «abandonado».

—Bueno, han pasado años —murmuró mi compañero de viaje con desdén—, pero no he olvidado los árboles primigenios y la sombra de ese Edén.

»Me sacaron, esos extraños compañeros, un él y una ella, si puedo decirlo tan crudamente como lo hizo entonces mi percepción. A través de una amplia puerta me condujeron —si se puede decir que alguien que guía es conducido— a su jardín. ¡Jardín! De una milla de largo, entre muros invisibles, se inclinaba y se estrechaba hacia un mar cuyo azul oscuro y sin espuma, incluso a esta distancia, deslumbraba mis ojos. Sin embargo, ¿cómo se puede llamar jardín a eso que no revela el más mínimo rastro de ordenación humana, de esclavitud humana, de pala o azada?

»Grandes rocas se alzaban en relieve, espolvoreadas con mil musgos y líquenes diversos, entre un verdor florido de malezas. Árboles atrofiados por el viento, de color esmeralda claro, cubiertos de líquenes, suavizaban y crujían los aires entrantes del océano con sus hojas y espinas, silbando una música tenue y apenas audible. Frutas escasas, rancias y sin cultivar colgaban cerca de las ramas nudosas, con sus mejillas de vivos colores. Era el refugio de los pájaros, la pequeña sala de estar de su casa de vida, bajo un cielo vespertino, puro y brillante como una gota de agua. Gritaba: «¡Hospital!» a los vagabundos del universo.

»Cuando miro hacia atrás, con un recuerdo cada vez más tenue y nebuloso, a mis dos compañeros, oigo sus voces guturales, dulces y estridentes, vuelvo a captar su ser, por así decirlo, me doy cuenta de que había una especie de orientalismo en su efecto. Su cortesía no era occidental; las sonrisas que me saludaban, cada vez que giraba la cabeza para mirarlos, eran infinitamente amistosas, pero infinitamente remotas. Tan desgarbados, tan alejados de nuestras nociones de belleza y simetría eran sus cuerpos y rostros, esas cabezas pesadamente hundidas entre sus hombros, sus brazos y manos desproporcionados pero gráciles, que los niños de algunos de nuestros pueblos ingleses podrían sentirse impulsados a apedrearlos, mientras sus mayores miraban y reían.

»El anochecer se acercaba; pronto llegaría la noche. Los colores del atardecer, chupando su tinte más extremo de cada hoja, brizna y pétalo, tocaron mi conciencia incluso entonces con una vaga y fugaz alarma.

»Recuerdo que pregunté a estos seres extraños y felices, repitiendo mi pregunta dos o tres veces, mientras nos acercábamos a la entrada del valle en cuyas arenas un pequeño arroyo vertía su agua fresca; les pregunté si eran ellos quienes habían plantado esta multitud de flores, muchas de una especie desconocida para mí y ajena a un país inagotablemente rico. «¡Esperamos; esperamos!», creo que gritaron. Y fue como si su grito despertara el eco de los valles verdes de la mente en los que me había extraviado. ¿Debo confesar que las lágrimas brotaron de mis ojos mientras miraba, hambriento, a mi alrededor, la cosecha de su paciencia?

»Nunca la realidad estuvo tan cerca del sueño. No era sólo un país desconocido, deslizado entre estas plácidas colinas, en el que me había topado por casualidad en mis divagaciones. Había entrado por unos breves momentos en una extraña región de la conciencia. Estaba caminando, así acompañado, en medio de un mundo de vida acogedora y sin miedo; los caminos de la imaginación del hombre, el reino del cual el pensamiento y la curiosidad, el escrutinio molesto y la lujuria habían demostrado prehistóricamente el medio insensato de su destierro. «Realidad», «Conciencia»: ¿se habían extraviado por el momento?

»Ahora especulo. En esa extraña, sí, y posiblemente siniestra compañía, siniestra sólo porque me era ajena, no especulé. En su jardín, lo familiar se había convertido en extraño, «lo extraño» que acecha en lo más íntimo del corazón, descarga sus riquezas en trance, arroja su luz y su dorado sobre el amor, da un sabor celestial al cuenco intemperante de la pasión y es el secreto de nuestra piedad incomunicable. Lo que es aún más extraño, estas cosas evidentemente se alegraban de mi compañía. Caminaban tras de mí (como hombres amarillos perseguirían a un cuadrúpedo occidental nunca antes visto) en alegre complicidad de asentimientos y sonrisas envueltas ante esta intrusión tal vez sin precedentes.

»Me quedé un momento mirando la plácida superficie del mar. Un barco a vela flotaba como un fantasma en el horizonte. Anhelaba anunciar mi descubrimiento a sus marineros. La marea se desató, se rompió, se agotó en las rocas desnudas, de repente sentí frío y me sentí solo, y me volví felizmente hacia el jardín, mis compañeros se separaron instintivamente para dejarme pasar entre ellos. Respiré el calor raro, casi exótico, el aire tenue, meloso, cargado de almendras de sus flores y pájaros: gaviota, pato silvestre, chorlito, lavandera, pinzón, petirrojo, que, como me di cuenta medio enfadado, medio tristemente, revoloteaban en un momento de consternación solo por mi presencia: el espectro encarnado de su enemigo, el hombre. ¿El hombre? Entonces, ¿quiénes eran estos?

»Me perdí de nuevo en un camino esa mañana, mientras andaba con dificultad. Llegó la oscuridad, cálida y estrellada. Estaba abatido y exhausto más allá de las palabras. Aquella noche dormí en un granero y me despertó poco después del amanecer el canto de los gallos. Salí, aturdido y parpadeando por la luz del sol, me lavé la cara y las manos en un arroyo cercano y llegué a un pueblo antes de que se moviera un alma. Así que me senté bajo un muro cubierto de espinas en un prado y una vez más me quedé dormido. Cuando me desperté de nuevo eran las diez. El reloj de la iglesia en su torre dio las campanadas y entré en una posada a comer.

»Una mujer corpulenta, rubia, amable y hospitalaria, con un rostro que se parecía cómodamente al de su propia cerda, que resopló y husmeó en la puerta abierta mientras yo estaba sentado en mi taburete, me sirvió lo que pedí. Le describí, no sin cierta vergüenza, como si fuera una traición, mi granja, su paradero.

»Sus pequeños ojos azules me miraron con una expresión fugaz que no supe traducir. El nombre de la granja, al parecer, era Trevarras.

»—¿Y viste a alguna de las Criaturas? —me preguntó con una voz que no era del todo la suya.

»—¿Criaturas?

Me recosté un instante y la miré; luego me di cuenta de que Criatura era el nombre de mi anfitrión, y María y Christus (aunque en esto su dialecto puede haberme engañado) los nombres de los dos jardineros. Ella contó una historia absurda, hasta donde pude unirla y hacerla coherente. Cosas supersticiosas sobre este hombre que había llegado a los curiosos habitantes del distrito y se había instalado en Trevarras, un extraño y peregrino, un extranjero, al parecer, de pocas palabras y modales dudosos.

»Y luego había algo (puso sus dos manos regordetas, una de ellas con un anillo de boda, sobre el cinc de la barra del bar y me miró). Dijo algo sobre una mujer «del mar». Con un «vestido azul» y muda, inarticulada o maestra de una lengua extranjera. Debía de haber vivido en pecado, además, esos ojos de cerdo parecían anhelar, ya que los niños eran «simples», «naturales», como Dios manda en estos asuntos. Era inútil. El estómago a veces puede rechazar el agua fría y sanadora y gasificada de «la mañana siguiente», y mi ridícula embriaguez me había dejado seco pero todavía no del todo sobrio.

»De todos modos, esto es lo que me dijo: mi mujer azul, tan rubia como el lino, había muerto y estaba enterrada en el cementerio vecino (el más cercano, aunque a millas de distancia de Trevarras). Me aseguró repetidamente, como si de otro modo pudiera dudar de un hecho tan sofisticado, que allí encontraría su tumba, su «lápida».

»Y así fue, lejos de los elegidos y en un rincón sombrío al noroeste de la tierra soñolienta y sin cosechas: una losa de granito, apenas redondeada, con un solo nombre grabado a mordiscos en la superficie oscura y áspera: «Femina Creature».

Walter de la Mare (1873-1956)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Walter de la Mare


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Walter de la Mare: Las Criaturas (The Creatures), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El extraño»: Walter De la Mare; poema y análisis.


«El extraño»: Walter De la Mare; poema y análisis.




El extraño (The Stranger) es un poema gótico del escritor inglés Walter De la Mare (1873-1956), publicado originalmente en la antología de 1912: Los oyentes (The Listeners).

El extraño, quizás uno de los poemas de Walter de la Mare menos conocidos, explora un motivo frecuente en la obra de este gran maestro. Escondidas en la naturaleza, remotas pero de algún modo accesibles, se alzan estructuras misteriosas: a veces una casa, una iglesia, un cementerio; cuya aparente inmovilidad se derriba cuando se la examina detenidamente. Nunca es aconsejable dar por sentado un poema de Walter de la Mare. No solo poseen una complejidad evidente, sino que, debajo de la superficie, se expanden territorios inexplorados.

El extraño nos sitúa en un cementerio, a la sombra de un tejo, donde hay una vieja tumba con su «lápida verde y torcida» cuyo epitafio se ha degastado por la lluvia, de manera tal que ni siquiera sabemos quién está enterrado allí. Con estos elementos Walter de la Mare construye una breve e inquietante historia.

A pesar del elogio de H.P. Lovecraft, Walter de la Mare sigue siendo una figura marginal, menos representativa del gótico que M.R. James o Sheridan Le Fanu. Esto se debe, quizás, a la originalidad de su obra. Algo [indefinible] está torcido en sus poemas, algo que se aparta de las características de lo fantasmagórico. T.S. Eliot alude a ese «algo» en su poema de 1948: Para Walter de la Mare (To Walter de la Mare), como «el misterio inexplicable del sonido». En efecto, los fantasmas de Walter de la Mare nunca son identificados o explicados con el tipo de lógica que suelen tener las historias de fantasmas: una lógica que aclara los motivos, los efectos y los propósitos de aquellos que regresan de la muerte. La fantasmalidad de Walter de la Mare es sensorial, como un escalofrío, una vaga sensación, una respuesta involuntaria del cuerpo. El extraño participa de esta elusiva sensorialidad interna, inmaterial e inexplicable que el lector puede captar [ver: Lo olfativo, lo visual, lo auditivo y lo táctil en el Horror Cósmico]

En Lo sobrenatural en la ficción (The Supernatural in Fiction), una conferencia dada en el Trinity College, Walter de la Mare considera el potencial de lo fantasmal como si buscara tantear sus límites:


«A menos que, de hecho, seamos meras máquinas, estos cuerpos nuestros son en sí mismos casas embrujadas. Una breve hora de soledad y oscuridad; un furtivo sonido que surge de lo desconocido, el chillido de un búho, un suspiro de viento en las chimeneas, y el fantasma inquieto que llevamos dentro se agita, despierta, escucha.»


De eso se trata El extraño. Describir sus elementos sería absurdo, porque su valor consiste en despertar en el lector la sensación de estar al límite de «algo», sin aliento, al borde de una revelación. Todo eso se traduce en algo sensorial, algo que reacciona dentro del cuerpo, quizás ese «fantasma inquieto que llevamos dentro» que «se agita, despierta, escucha» cuando algo externo vibra en su misma sintonía.




El extraño.
The Stranger, Walter De la Mare (1873-1956)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Medio escondida en un cementerio,
a la negrura de un tejo,
donde ninguna criatura se mueve
ni los rayos del sol atraviesan,

hay una lápida verde y torcida,
su leyenda desvanecida,
solo una cabeza de querubín desgastada por la lluvia
canta a lo desconocido.

Allí, cuando cae el crepúsculo,
el silencio se hace tan profundo
que parece que todo el viento que respira
sopla desde los campos del sueño.

El día amanece en una belleza descuidada,
encendiendo cada gota de rocío,
pero una sombra implacable
mora bajo el solitario este tejo.

Y, todo lo demás perdido y olvidado,
sólo esta cabeza que escucha
guarda con una extraña sonrisa muda
su secreto con los muertos.


Half-hidden in a graveyard,
In the blackness of a yew,
Where never living creature stirs,
Nor sunbeam pierces through,

Is a tombstone green and crooked,
Its faded legend gone,
And but one rain-worn cherub’s head
To sing of the unknown.

There, when the dusk is falling,
Silence broods so deep
It seems that every wind that breathes
Blows from the fields of sleep.

Day breaks in heedless beauty,
Kindling each drop of dew,
But unforsaking shadow dwells
Beneath this lonely yew.

And, all else lost and faded,
Only this listening head
Keeps with a strange unanswering smile
Its secret with the dead.


Walter De la Mare
(1873-1956)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Poemas góticos. I Poemas de Walter De la Mare.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del poema de Walter De la Mare: El extraño (The Stranger), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«La casa vacía»: Walter de La Mare; poema y análisis.


«La casa vacía»: Walter de La Mare; poema y análisis.




La casa vacía (The Empty House) es un poema gótico del escritor inglés Walter de La Mare (1873-1956), publicado en sucesivas reediciones de Los oyentes (The Listeners) y Poemas (Poems).

La casa vacía, uno de los grandes poemas de Walter de la Mare, regresa sobre un tema recurrente en la literatura gótica: la extraña fascinación que ejerce la Casa Vacía. No, no me refiero a una Casa Embrujada [aunque puede estarlo] por alguna entidad sobrenatural, sino ocupada únicamente por el vacío; una Casa cuya única presencia es una ausencia [ver: Psicología de las Casas Embrujadas]

Todas las casas vacías en la poesía de Walter de la Mare culminan en ese espacio simbólico de la memoria. Como menciona el filósofo Gastón Bachelard, toda casa vieja es una especie de «geometría de ecos» en la que se puede recuperar el timbre de las voces que la habitaron. La casa vacía de Walter de la Mare explora este espacio de ecos, donde los sonidos del pasado se aferran a la arquitectura y resuenan de forma vaga pero persistente; rastros que son interpretados por aquellos que saben escuchar. Una casa vacía conserva esta memoria sonora, y también el poema que la contiene [ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror]

Ahora bien, esta memoria grabada en la casa implica que falta algo. Ya no alberga lo que solía contener en su interior; es un caparazón sin sus ocupantes. Esta implicación del Fantasma, no en términos sobrenaturales, sino más bien como ausencia, resuena en La casa vacía de Walter de la Mare. Es una ausencia que se manifiesta, que llama a los vivos a escuchar vestigios de lo que ya no se puede ver. Por supuesto, se necesita cierto grado de sensibilidad para percibir estas manifestaciones. Se necesita a alguien en sintonía con la Casa, alguien alerta a los sonidos que se producen al borde de la audibilidad.


«Secretos —suspira el viento nocturno—,
vacío es todo lo que encuentro
Cada cerradura por la que silbo
gime una llamada, débil y triste,
Ninguna voz me responde,
solo el vacío.»


La casa vacía examina este espacio metafórico. En cierto modo, Walter de la Mare parece referirse a la Casa Vacía como un caparazón donde resuena el rugido del mar. De eso se trata, creo, este poema: de la experiencia de escuchar un caparazón resonante, de escuchar el vacío [ver: La Casa como entidad orgánica y consciente en el Gótico], no pasivamente, sino buscando una respuesta.

La pregunta que abre otro de los grandes poemas de Walter de la Mare: Los oyentes (The Listeners): «¿Hay alguien allí?», se responde sólo por la ausencia de una respuesta. De hecho, toda la poesía de Walter de la Mare gira alrededor de esta idea de alguien que llama y escucha, esperando una señal, sin saber qué hay del otro lado, ni siquiera si hay algo al otro lado. Por supuesto, nada responde, pero esa nada, ese vacío, también es una respuesta [en un lenguaje intraducible]. Estos ruidos aleatorios que pueden escucharse en una casa vacía no están vacíos de significado. Activan un estado emocional en el oyente.

La casa vacía insinúa estos sonidos fantasmales, impresos en la memoria del lugar; sonidos extraños e indirectos que complican la narrativa de la experiencia, poseen una fuerza evocadora, atávica, anterior al significado de la palabra, más cerca del ruido que del lenguaje [ver: La teoría de la Cinta de Piedra]. Desde luego, estos sonidos forman mensajes en un dialecto codificado que solo puede ser descifrable por una persona sensible. Para un espíritu vulgar, los ruidos que emite una casa no significan nada.


Sombras mudas que se arrastran lentamente
marcan el paso de las horas.
Cada piedra se pudre pausadamente.
Y los vientos que soplan débiles
algún diminuto átomo sacuden,
descascarando el techo y las paredes.


Escuchar los sonidos fantasmales en La casa vacía de Walter de la Mare significa escuchar no solo los sonidos extraños que parecen provenir de otro mundo, sino también los sonidos de las palabras antes de que se asimilen al orden verbal, como las sensaciones que experimenta un niño lactante al oír la voz de su madre, o de su padre, sin entender el significado de las palabras pero sí su intención, su espíritu. Rastrear los ecos que resuenan en una casa vacía es algo así.




La casa vacía.
The Empty House, Walter de La Mare (1873-1956)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


¡Mirá esta casa, cuán oscura está
bajo sus árboles de arqueadas ramas!
Ni una temblorosa hoja le grita
a ese Vigilante en los cielos.
«Aparta, aparta tu mirada inquisitiva,
inocente de los caminos del paraíso,
No reveles, luna, tan salvajamente brillante,
los secretos escondidos a la vista.»

«Secretos —suspira el viento nocturno—,
vacío es todo lo que encuentro
Cada cerradura por la que silbo
gime una llamada, débil y triste,
Ninguna voz me responde,
Solo el vacío.»
«Una vez, una vez…», canta el grillo,
Y lejos y cerca la quietud se llena
con su pequeña voz, y entonces
vuelve a caer el silencio.

Sombras mudas que se arrastran lentamente
marcan el paso de las horas.
Cada piedra se pudre pausadamente.
Y los vientos que soplan débiles
algún diminuto átomo sacuden,
descascarando el techo y las paredes.
¡Cuán oscuro
está bajo estos gruesos y arqueados árboles!


See this house, how dark it is
Beneath its vast-boughed trees!
Not one trembling leaflet cries
To that Watcher in the skies—
‘Remove, remove thy searching gaze,
Innocent of heaven’s ways,
Brood not, Moon, so wildly bright,
On secrets hidden from sight.’

‘Secrets,’ sighs the night-wind,
‘Vacancy is all I find;
Every keyhole I have made
Wails a summons, faint and sad,
No voice ever answers me,
Only vacancy.’
‘Once, once … ’ the cricket shrills,
And far and near the quiet fills
With its tiny voice, and then
Hush falls again.

Mute shadows creeping slow
Mark how the hours go.
Every stone is mouldering slow.
And the least winds that blow
Some minutest atom shake,
Some fretting ruin make
In roof and walls. How black it is
Beneath these thick boughed trees!


Walter de La Mare
(1873-1956)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Poemas góticos. I Poemas de Walter de La Mare.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del poema de Walter de La Mare: La casa vacía (The Empty House), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«La tía de Seaton»: Walter de la Mare; relato y análisis


«La tía de Seaton»: Walter de la Mare; relato y análisis.




La tía de Seaton (Seaton's Aunt) es un relato de vampirismo del escritor inglés Walter de la Mare (1873-1956), publicado originalmente en la edición de abril de 1922 del periódico The London Mercury, y luego reeditado en la antología de 1923: El acertijo y otras historias (The Riddle and Other Stories).

La tía de Seaton, uno de los mejores cuentos de Walter de la Mare, relata la historia de Withers, el narrador, quien de niño pasa unos días en la casa de la tía de un compañero de escuela, Arthur Seaton. Este está convencido de que su tía posee la habilidad de escuchar sus pensamientos, y que de algún modo se alimenta de ellos. A lo largo de los años, Withers observa que la tía de Seaton tiene un efecto diabólico sobre él, aunque su verdadera naturaleza permanece ambigua [ver: Vampiros antiage: cómo mantenerse joven con el paso de los siglos]

SPOILERS.

La tía de Seaton ofrece un buen ejemplo del sentido de lo macabro de Walter de la Mare. Aunque la Tía del título eventualmente domina la historia, el autor toma la precaución de comenzar con una narrativa y personajes lo suficientemente convencionales como para contrastar esa extrañeza. Seaton, un estudiante impopular que se aferra desesperadamente a un amigo reacio, y Withers, demasiado avergonzado para rechazar su cercanía, son los protagonistas de la historia. El entorno, una antigua mansión rural, remite a los fantasmas victorianos; pero en lugar de la esperada multitud de familiares y sirvientes, encontramos nuestra atención centrada en un solo ser extraño: la tía de Seaton [ver: La Casa como entidad orgánica y consciente en el Gótico]

Aunque algo anda mal con esta anciana, Walter de la Mare nos brinda un ingenioso contraste de puntos de vista. El de Seaton es diferente al de Withers, y la percepción juvenil de cada uno es diferente de su comprensión adulta posterior. La atmósfera se construye por el contraste entre la mezcla de aprensión real de Seaton y su deseo exhibicionista de impresionar a su amigo. Como Withers también es el narrador, hay un contraste entre las cosas extrañas que describe y su desdeñoso rechazo a las interpretaciones de Seaton. Algunas de las sospechas de Seaton pueden ser mera fantasía. ¿Cómo podemos saber si la tía «estuvo a punto de matar» a su madre? Pero el burlón Withers se ve afectado gradualmente por la atmósfera opresiva de la casa, y por la presencia vampírica de la tía de Seaton; de modo que los dos niños, normalmente carentes de simpatía mutua, se sienten impulsados a unirse ​​por el miedo [ver: Casas como metáfora de la psique en el Horror]

La cualidad siniestra de la Tía se expresa de dos formas opuestas. En primer lugar, casi siempre está ausente. Su rostro está «fijamente vacío y extraño», y parece estar viviendo una vida más real e intensa en un mundo invisible, ya sea mental o proyectado fantásticamente en la realidad. Pero, cuando habla, generalmente transmite ácidos comentarios de malevolencia personal hacia su sobrino. La Tía es una experta en particularizar lo general. Esto se vuelve más evidente en una escena adulta posterior, cuando la prometida de Seaton, Alice, se suma a la fiesta. Su cabello oscuro se convierte en una excusa para un sermón sobre la mortalidad que también es una amenaza personal:


[Considere, señor Withers; cabello oscuro, ojos oscuros, nube oscura, noche oscura, visión oscura, muerte oscura, tumba oscura, OSCURIDAD.]


Pero la amenaza también va más allá de la muerte cuando cita a Withers: «En cuanto a la muerte y la tumba, supongo que no las notaremos mucho». Esto presagia el clímax de la historia, cuando, en la última visita de Withers a la casa, después de la muerte de Seaton, ella lo llama por el nombre de Seaton. Su expresión al encontrarse en presencia de los vivos sugiere que su verdadero placer es atormentar a los muertos. De manera similar, las sugerencias anteriores sobre compañeros fantasmales se expresan de manera definida cuando ella refuta la sugerencia de la soledad:


[Nunca me sentí sola en mi vida —dijo con amargura—. No busco compañía de carne y hueso. Cuando tenga mi edad, señor Whiters (Dios no lo quiera), encontrará que la vida es un asunto muy diferente de lo que piensa ahora.]


En una historia llena de ambigüedades, ese «Dios no lo quiera» es extraño. ¿Surge de la malevolencia o de la piedad? Si es lo segundo, entonces podemos encontrar algo casi desinteresado en su pesimismo. La Tía quizás quiere decir que la vida solo se vuelve más triste a medida que se prolonga. Como tantos personajes de Walter De la Mare, después de esto Withers escapa a la estación de tren. Se siente culpable porque no va a visitar la tumba de Seaton en el cementerio, pero no sabe claramente por qué. La última frase de la historia, que fácilmente podría descartarse como una mera formalidad, merece una atención especial:


[Mi pensamiento horrible fue que, en lo que a mí respecta, uno de sus muy pocos amigos, nunca había estado mucho mejor que «enterrado» en mi mente.]


Aquí hay un punto que nos ayuda a definir las diferencias entre de la Walter de la Mare y otros autores de lo macabro. Lo siniestro en Walter de la Mare está subordinado a los valores humanos [ver: Lo Siniestro en la ficción]. Al final, lo que importa no es solo la inquietud de la experiencia paranormal, sino las relaciones humanas. De repente vemos a Seaton y su dependencia bajo una nueva luz. Experimentamos indirectamente la oportunidad perdida. Seaton está más allá de la ayuda de Withers. Un punto general similar podría hacerse sobre la obsesión de Walter De la Mare con la muerte: espeluznante, inquietante, ingeniosa, pero también capaz de cuestionar radicalmente la vida, quizás porque hasta que no entendamos el significado de la muerte no podemos tener una visión coherente de la vida. Por supuesto, siempre hay más preguntas que respuestas sobre el significado de la muerte, pero en Walter de la Mare esas preguntas no son meros recursos literarios [ver: La Casa Embrujada como representación del cuerpo de la mujer]

En La tía de Seaton, Walter de La Mare no parece tener mucha simpatía por su personaje principal, Arthur Seaton, quien está condenado desde la primera página. Cómo se desarrollará ese final es un misterio, pero el lector sabe desde el principio que las cosas no terminarán bien para él. A diferencia de otros relatos del género, La tía de Seaton no es tanto el perfil de un solo individuo como el análisis de las relaciones tóxicas y sus consecuencias para un miembro de una familia. El lector actual, acostumbrado a las características más alarmantes de las familias disfuncionales, quizás se inquiete por el enfoque sobrenatural de la situación de Arthur Seaton. El narrador, supuestamente un amigo, solo observa la degradación de Seaton a lo largo del tiempo, lo que puede estar relacionado o no con los cuidados de su dominante tía solterona.

A nadie le agrada Arthur Seaton, incluido el autor, que lo describe como «desagradablemente extraño con su piel amarillenta, ojos de color chocolate y una figura delgada». Estos son rasgos que comparte con su misteriosa tía, y también [inquietantemente] con su prometida más adelante en la historia. Pero, al comienzo, Withers, el narrador, y Arthur, son solo niños. Arthur es frecuentemente intimidado y condenado al ostracismo por sus compañeros de clase, pero Withers se hace amigo de él a regañadientes. Lo acompaña a visitar a su tía para pasar la noche. Por su parte, a la tía tampoco le agrada Arthur. Ella lo descuida y menosprecia durante la visita, a pesar de ser huérfano y de que la casa y la propiedad circundante son en realidad suyas para reclamar cuando sea mayor de edad. Cuando llegue ese momento, Arthur planea que su tía «entregue cada chelín»; y de hecho duda de que la mujer sea realmente su tía [ver: Psicología de las Casas Embrujadas]

Pero Arthur está aterrorizado de su tía. Cree que lo está observando todo el tiempo. De hecho, hay pinturas extrañas de ojos esparcidas por toda la casa; una tiene una leyenda debajo que dice: «Tú Dios me ve». Arthur intenta demostrarle a Withers el alcance de los poderes sobrenaturales de la anciana, y su comunicación con el mundo espiritual. Considera que su tía está aliada con el diablo, que probablemente mató a su madre y que, por la noche, es capaz de atraer enjambres de fantasmas a la casa, quienes apenas pueden oírse en la oscuridad. «Ella simplemente te deja seco —dice Seaton—. Ella simplemente odia verme vivo» [ver: «In Articulo Mortis»: Poe, Lovecraft y algunas opciones para retrasar la muerte]

En una escena notable por su ambientación, los niños se acercan sigilosamente al dormitorio de la anciana para ver qué está haciendo en la oscuridad de la noche. Pero Withers no está convencido y acusa a Seaton de inventar todo el asunto. Los miedos de Seaton y las observaciones que los respaldan parecen existir solo en su imaginación. Sin embargo, en el camino de regreso a la cama, Withers experimenta «una especie de terror frío y mortal» que se apodera de él, haciéndolo correr para enterrarse bajo las sábanas.

Después de la visita, los dos niños toman caminos separados y pasan los años. Cerca del final de la historia, Arthur Seaton tiene la intención de casarse con una joven llamada Alice. Withers los visita. La tía es despectiva y ambivalente sobre el inminente matrimonio. Hay un tono de cinismo y sarcasmo en cuanto a la pareja —y a la humanidad en general—. Más tarde en la noche, Withers tiene una conversación inquietante con la tía mientras la pareja todavía está paseando por el jardín.

Walter de la Mare sugiere que el matrimonio podría permitirle a Arthur trascender la influencia de su Tía y tener una vida normal, pero la esperanza es vana aquí. Una matriarca tóxica, controladora, que probablemente actúa como una bruja o un vampiro psíquico [no lo sabemos realmente] no permitirá un desenlace feliz [ver: Cómo funciona el Vampirismo Psíquico]. Esta mujer: vieja, inteligente, poderosa y sobrenaturalmente más perceptiva que los demás, parece ser un arquetipo de la Bruja, pero no una bruja marginal, viviendo en una choza mugrienta en medio del bosque, sino una Bruja con el poder de una Matriarca, una mediadora con el mundo espectral. Ella todavía sigue viva después de la muerte de Arthur Seaton, y aunque envejece visiblemente, está claro al final de la historia que estará presente en este mundo durante algún tiempo. ¿Quién sabe? Quizás todavía lo esté.

Profundamente inquietante, La tía de Seaton evidencia cómo Walter de La Mare allanó el camino para el género en el siglo XX. Es un relato increíblemente sutil, hasta el punto de que es muy difícil describir exactamente por qué es aterrador; un verdadero placer para quien ama esa sensación de incomodidad. Walter de la Mare realmente no nos deja ver todo lo que está pasando, insinúa, nos guiña un ojo y nos deja imaginar el verdadero horror debajo de la superficie; sin embargo, esa misma sutileza hace que resulte un poco difícil de asimilar para el lector acostumbrado a las historias impactantes [ver: El ABC de las historias de fantasmas]

Cualquiera que sea la taxonomía que utilicemos, La tía de Seaton es un relato que pertenece sólidamente a la categoría del Weird, o Ficción Extraña, donde el surrealismo se mezcla con un tono amenazante, generando a su vez una atmósfera misteriosa e inquietante [ver: ¿Qué es el «Weird» (Ficción Extraña)?]. H. P. Lovecraft leyó la historia en 1926 y escribió que La tía de Seaton tiene un «trasfondo nocivo de vampirismo maligno». Quizás. Definitivamente no hay colmillos aquí. No hay cadáveres hinchados de sangre descansando en ataúdes durante el día. Tal vez puede contener una especie de vampirismo psíquico latente. Puede que haya fantasmas. Pero la historia, independientemente de su costado sobrenatural, se enfoca en el tema del arrepentimiento. El narrador y, tal vez, la sociedad en general, son culpables del destino final de Arthur Seaton.




La tía de Seaton.
Seaton's Aunt, Walter de la Mare (1873-1956)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Había escuchado rumores sobre la tía de Seaton mucho antes de encontrarla. Seaton, en el silencio de la confidencia o en cualquier pequeña muestra de tolerancia de nuestra parte, se refería a ella como: «Mi tía vieja, ya sabes». Tenía una cantidad inusual de dinero; o, en cualquier caso, se le otorgaba en cantidades inusualmente grandes; y lo gastaba libremente, aunque ninguno de nosotros lo habría descrito como un tipo muy generoso.

Al principio del trimestre traía delicadezas sorprendentes y exóticas en una caja con un candado que lo acompañó desde su primera aparición en Gummidge's hasta la conclusión bastante abrupta de sus días escolares. Desde el punto de vista de un niño, parecía desagradablemente extraño con su piel amarillenta, ojos lentos de color chocolate y una figura delgada. Simplemente por su aspecto, la mayoría de nosotros, los ingleses de azul verdadero, lo tratamos con condescendencia, hostilidad o desprecio. Solíamos llamarlo Pongo, pero sin una excusa mucho mejor para el apodo que su piel.

Seaton y yo, como puedo decir, nunca fuimos íntimos en la escuela; nuestras órbitas solo se cruzaban en clase. Me mantuve deliberadamente alejado de él. Sentí vagamente que era un falso, de manera tal que lo ignoré altivamente.

Los dos éramos rápidos, y en la escuela solíamos escondernos ocasionalmente. Este es mi mejor recuerdo de Seaton: su rostro estrecho y vigilante, al anochecer de una tarde de verano; su peculiar forma de agacharse y sus susurros y murmullos inarticulados. De lo contrario, jugaba todos los juegos flojamente y sin fuerzas; solía pararse y alimentarse en su casillero con un amigo o dos. Después malgastaba su dinero en una fantasía extravagante u otra. Compró, por ejemplo, un brazalete de plata, que llevaba encima del codo izquierdo, hasta que algunos de los muchachos mostraron su desdén magistral por la práctica colocársela alrededor del cuello.

Necesitaba, por lo tanto, un gusto bastante peculiar, y un tipo bastante raro de coraje escolar e indiferencia a la crítica, para estar muy asociado con él. Yo no tenía ninguna de las dos cosas. Sin embargo, sí hizo avances, y en una ocasión memorable me otorgó una olla entera de una gelatina extravagante de color morera. En la exuberancia de mi gratitud, prometí pasar las próximas vacaciones de medio término con él en la casa de su tía.

Había olvidado mi promesa cuando, dos o tres días antes de las vacaciones, él apareció y me lo recordó triunfalmente.

—Bueno, para decirte la verdad, Seaton, viejo amigo... —comencé gentilmente, pero él me interrumpió.

—Mi tía te espera —dijo—. Está muy contenta de que vengas. Seguro que será bastante decente contigo, Withers.

Lo miré con asombro. El énfasis era incalculable. Parecía sugerir que una tía no insinuada hasta ahora, y una sensación amistosa del lado de Seaton, eran elementos mucho más desconcertantes que bienvenidos.

Llegamos a la casa de su tía en tren, pero también realizando un trecho en carro e incluso un último caminando. Fue un día de viaje completo, y sentí que necesitaba dormir toda la noche. Me prestó una extraordinaria ropa de noche, recuerdo. La calle del pueblo era inusualmente ancha, y se unía a dos caminos convergentes, con una posada y un alto cartel verde en la esquina. A unos cien metros calle abajo había una farmacia, de un tal señor Tanner. Bajamos los dos escalones hasta su interior oscuro y oloroso para comprar, recuerdo, un poco de veneno para ratas. Un poco más allá de la farmacia estaba la fragua. Luego caminamos por un sendero muy estrecho, debajo de una pared bastante alta, sobre malezas y mechones de hierba, y así llegamos a las puertas de hierro del jardín y la alta casona detrás de su enorme sicómoro. A la izquierda de la casa había una cochera y, a la derecha, una puerta que conducía a una especie de huerto. El césped yacía nuevamente a la izquierda, y en el fondo (porque todo el jardín se inclinaba suavemente hacia un arroyo lento y apresurado como un estanque) había un prado.

Llegamos al mediodía y entramos por las puertas bajo el brillo de las ventanas con cortinas oscuras. Seaton me condujo de inmediato a través de la pequeña puerta del jardín para mostrarme su estanque de renacuajos, plagado (estando yo en absoluto interesado) de las criaturas más horribles, de todas las formas, consistencias y tamaños. Todavía puedo ver su rostro absorto mientras, poniéndose en cuclillas, pescaba las cosas viscosas con sus palmas cetrinas. Cansados por fin de estas mascotas, merodeamos por un tiempo sin rumbo. Seaton parecía estar escuchando, o al menos esperando, que algo sucediera o que alguien viniera. Pero no pasó nada y nadie vino.

De todos modos, la primera vista que tuve de su tía fue cuando, a la llamada de un gong distante, nos alejamos del jardín, muy hambrientos y sedientos, para almorzar. Nos estábamos acercando a la casa, cuando Seaton se detuvo de repente. De hecho, siempre he tenido la impresión de que me tiró de la manga, como si quisiera atraparme, mientras gritaba:

—¡Cuidado, ahí está!

Estaba parada en una ventana superior que se abría de par en par. A primera vista parecía una figura excesivamente alta y abrumadora. En realidad, era más bien una mujer de menor tamaño, a pesar de su cara larga y cabeza grande. Creo que debe haberse quedado inusualmente quieta, con los ojos fijos en nosotros, aunque esta impresión puede deberse a la repentina advertencia de Seaton y a mi conciencia del aire cauteloso y apagado que había caído sobre él al verla. Sé que sin la menor razón en el mundo sentí una especie de culpa, como si me hubieran descubierto. Había un patrón de estrellas rociado en su vestido de seda negro, e incluso desde el suelo podía ver los inmensos mechones de su cabello y los anillos en su mano izquierda que sostenían los pequeños botones a presión de su corpiño. Observó nuestro avance sin moverse, hasta que, imperceptiblemente, sus ojos se alzaron y se perdieron en la distancia, de modo que fue por un supuesto ensueño que pareció despertar repentinamente a nuestra presencia debajo de ella cuando nos acercamos a la casa.

—Así que este es su amigo. Señor Smithers, supongo —dijo ella, balanceándose hacia mí.

—Withers, tía —dijo Seaton.

—Es casi lo mismo —dijo, con los ojos fijos en mí—. Entre, señor Withers.

Ella continuó mirándome, al menos, creo que lo hizo. Sé que la fijeza de su escrutinio y su irónico señor me hicieron sentir particularmente incómodo. No obstante, fue extremadamente amable y atenta conmigo, aunque, sin duda, su amabilidad y atención se mostraron más vívidamente en contraste con la total indiferencia que mostró con Seaton. Recuerdo una observación que ella hizo en cierto momento:

—Cuando miro a mi sobrino, señor Smithers, me doy cuenta de que somos polvo, y en polvo nos convertiremos. Eres ardiente, sucio e incorregible, Arthur.

Ella se sentó a la cabecera de la mesa, Seaton a los pies, y yo ante un gran mantel de damasco, entre ellos. Era un comedor viejo y bastante cerrado, con ventanas abiertas al jardín verde y una maravillosa cascada de rosas marchitas. La gran silla de la señorita Seaton daba a esta ventana, de modo que su luz reflejada en rosa brillaba por completo en su rostro amarillento y en los ojos color chocolate, como los de mi compañero de escuela, excepto que los suyos estaban más que medio cubiertos por párpados inusualmente largos y pesados.

Allí se sentó, comiendo constantemente, con esos ojos fijos en su mayor parte en mi cara. Por encima de ellos había unas líneas profundas entre sus cejas; y encima de eso, la amplia extensión de una ceja notable debajo de un extraño banco de cabello. El almuerzo fue abundante y, recuerdo, consistía en todos los platos que generalmente se consideran demasiado ricos y demasiado buenos para la digestión de los escolares: mayonesa de langosta, salchichas, una inmensa tarta de ternera y jamón con huevos, trufas e innumerables sabores deliciosos; además de cremas y dulces. Incluso tomamos vino, y medio vaso de jerez cada uno.

La señorita Seaton disfrutó y satisfizo un apetito enorme. Su voracidad natural pronto superó mi nerviosismo hacia ella, incluso hasta el punto de permitirme disfrutar al máximo de mi inclinación. Seaton era singularmente modesto; la mayor parte de su comida consistía en almendras y pasas, que mordisqueaba subrepticiamente, como si tuviera dificultades para tragarlas.

No quiero decir que la señorita Seaton «conversara» conmigo. Ella simplemente esparcía comentarios mordaces y de vez en cuando lanzaba una pregunta provocada. Pero su rostro era como un denso muro e implicaba un acompañamiento a su charla. En ese momento dejó el «señor», para mi gran alivio, y comenzó a llamarme Withers, o a veces Withe o Smithers, e incluso una vez hacia el final de la comida, Johnson.

—¿Y Arthur es un buen chico en la escuela, señor Withers? —fue una de sus muchas preguntas—. ¿Le agradan sus maestros? ¿Es el primero en su clase? ¿Qué piensa de él el reverendo doctor Gummidge?

Sabía que se estaba burlando de él, pero su rostro se mantuvo firme ante el menor destello de sarcasmo o broma. Contemplé fijamente una media luna de langosta ruborizada.

—Creo que eres octavo, ¿no es así, Seaton?

Seaton movió sus pequeñas pupilas hacia su tía. Pero ella continuó mirándome con una especie de concentrado desapego.

—Me temo que Arthur nunca será un erudito brillante —dijo, llevándose un tenedor hábilmente cargado a su boca ancha.

Después del almuerzo, me precedió hasta mi dormitorio. Era un dormitorio pequeño y alegre, con un suelo pulido. Sobre el lavabo había un pequeño dibujo de acuarela enmarcado en negro, que representaba un ojo grande con una intensidad extremadamente parecida a la de un pez, y en letras iluminadas, debajo, estaba impreso «Tú Dios me ve», seguido de un monograma largo en bucle. Las otras imágenes eran todas del mar: bergantines, una goleta sobrevolando acantilados calcáreos; una isla rocosa de prodigiosa pendiente, con dos diminutos marineros arrastrando un monstruoso barco por una plataforma de playa.

—Ésta es la habitación, Withers, mi pobre y querido hermano William murió cuando era niño. ¡Admire la vista!

Miré por la ventana a través de las copas de los árboles. Era un día caluroso sobre los campos verdes, y el ganado estaba de pie agitando sus colas en las aguas poco profundas. Pero la vista en ese momento se hizo más vívidamente impresionante por el temor de que ella preguntara por mi equipaje. Yo no había traído ni siquiera un cepillo de dientes. No necesitaba haber tenido miedo. La suya no era ese tipo de mente sumamente civilizada que está repleta de detalles afilados y materiales. Su amplia presencia tampoco podía describirse como en lo más mínimo maternal.

—Nunca consentiría en interrogar a un compañero de escuela a espaldas de mi sobrino —dijo, de pie en medio de la habitación—, pero dime, Smithers, ¿por qué Arthur es tan impopular? Entiendo que usted es su único amigo íntimo.

Estaba de pie bajo un destello de sol, y sus ojos me miraban con tal penetración bajo sus párpados gruesos que dudo que mi rostro ocultara el menor pensamiento.

—Pero —añadió con mucha suavidad, inclinando un poco la cabeza—, no se moleste en contestarme. Nunca extorsiono una respuesta. Los chicos son peces raros. Brains quizás le sugirió que se lavara las manos antes del almuerzo; pero... no es mi elección, Smithers. ¡Dios no lo quiera! Y ahora, quizás, le gustaría volver al jardín. En realidad, no puedo verlo desde aquí, pero no me sorprendería que Arthur se esconda detrás de ese seto.

Era él. Vi que asomaba la cabeza y echaba un rápido vistazo a las ventanas.

—Únase a él, señor Smithers. Espero que volvamos a encontrarnos en la mesa del té.

Seaton nos comprometimos en dar vueltas y vueltas en un torpe y viejo caballo gris que encontramos en el prado, antes de que apareciera una figura caminando por el sendero del campo. al otro lado del agua, con un parasol magenta cuidadosamente colocado en nuestra dirección a lo largo de su lento avance, como si esa fuera la aguja magnética y nosotros el Polo fijo. Seaton perdió inmediatamente el valor y el interés. A la siguiente sacudida de la vieja yegua, se desplomó sobre la hierba, y yo me deslicé de la lustrosa y ancha espalda para unirme a él, frotándole el hombro y mirando con amargura la figura pomposa hasta que se escapó de nuestra visión.

—¿Era tu tía, Seaton? —pregunté.

El asintió.

—Entonces, ¿por qué no se fijó en nosotros?

—Ella nunca lo hace.

—¿Por qué no?

—Oh, maldita sea, esa es la peor parte de todo esto.

Seaton fue uno de los pocos compañeros de Gummidge's que tuvo la ostentación de usar malas palabras. Él también había sufrido por eso. Pero no fue, creo, una bravuconería. Creo que realmente sentía ciertas cosas con más intensidad que la mayoría de los demás compañeros, y generalmente eran cosas que la gente afortunada y corriente no siente en absoluto: la peculiar cualidad, por ejemplo, de la imaginación de un escolar británico.

—Te lo digo, Withers —continuó malhumorado, deslizándose por el prado con las manos en los bolsillos—, ella lo ve todo. Y lo que no ve, lo sabe.

—¿Pero cómo? —dije, no porque estuviera muy interesado, sino porque la tarde era tan calurosa, tediosa y sin propósito, y parecía más aburrido permanecer en silencio. Seaton se volvió tristemente y habló en voz muy baja.

—Es... porque está aliada con el diablo —asintió con la cabeza y se inclinó para recoger un guijarro redondo y plano—. Te lo digo —todavía agachado—, los demás no se dan cuenta de lo que es. Sé que estoy un poco loco y todo eso. Pero tú también lo estarías si tuvieras a esa vieja bruja escuchando cada pensamiento que piensas.

Lo miré, luego me volví y contemplé una por una las ventanas de la casa.

—¿Dónde está tu padre? —dije torpemente.

—Muerto, hace siglos y siglos, y mi madre también. Ella no es mi tía ni siquiera por derecho.

—Entonces, ¿qué es?

—Quiero decir que no es la hermana de mi madre, porque mi abuela se casó dos veces. No sé cómo llamarla, pero de todos modos no es mi verdadera tía.

—Te da mucho dinero.

Seaton me miró fijamente con sus ojos planos.

—No puede darme lo que es mío. Cuando llegue a la mayoría de edad, la mitad del lote será mío; y lo que es más —le dio la espalda a la casa—, haré que su mano pague cada bendito chelín.

Metí las manos en los bolsillos y miré a Seaton.

—¿Es mucho?

Asintió.

—¿Quién te lo dijo? —de repente se enojó mucho; un rojo oscuro asomó a sus mejillas, le brillaron los ojos, pero no respondió, y deambulamos con indiferencia por el jardín hasta que llegó la hora del té.

La tía de Seaton vestía un tipo extraordinario de chaqueta de encaje cuando entramos juntos, tímidamente, en el salón. Me saludó con una sonrisa pesada y prolongada y me pidió que acercara una silla a la mesita.

—Espero que Arthur te haya hecho sentir como en casa —dijo mientras me entregaba mi taza en su mano torcida—. No me habla mucho; pero en fin, soy una anciana. Debes volver, Wither, y sacarlo de su caparazón. ¡Viejo caracol!

Meneó la cabeza hacia Seaton, que estaba sentado comiendo pastel y mirándola fijamente.

Confieso que encontré su compañía bastante inquietante.

La noche avanzaba. Las lámparas fueron traídas por un hombre de rostro anodino y pasos muy silenciosos. Se le dijo a Seaton que trajera el ajedrez. Y jugamos una partida, ella y yo, con su gran barbilla sobre el tablero en cada movimiento mientras se regodeaba con las piezas y de vez en cuando graznaba: «¡jaque!», después de lo cual se sentaba inescrutablemente, mirándome. Pero el juego nunca terminó. Ella simplemente me rodeó con una nube piezas, manteniéndome impotente; sin embargo, nunca le administró a mi pobre y nervioso rey un misericordioso golpe de gracia.

—Ahí está —dijo, cuando el reloj dio las diez—, un juego empatado, Withers. Estamos igualados. Una defensa muy digna de crédito, Withers. Ya conoces tu habitación. Hay cena en una bandeja en el comedor. No dejes que la criatura coma en exceso. El gong sonará tres cuartos de hora antes de un desayuno puntual.

Ella le tendió la mejilla a Seaton y él la besó con obvia sencillez. A mí me dio la mano.

—Un juego excelente —dijo cordialmente—, pero mi memoria es pobre, y —metió las piezas en la caja—, el resultado nunca se sabrá.

Ella levantó su gran cabeza hacia atrás.

—¿Eh?

Fue una especie de desafío, y solo pude murmurar:

—¡Oh, estaba absolutamente distraído! —se echó a reír y nos hizo un gesto para que saliéramos de la habitación.

Seaton y yo nos pusimos de pie y cenamos, con un candelabro para iluminarnos, en un rincón del comedor.

—Bueno, ¿y cómo te sentirías? —dijo en voz muy baja, después de asomar cautelosamente la cabeza por la puerta.

—No entiendo.

—¿Ser espiado, todo lo que haces y piensas?

—No me gustaría en absoluto —dije.

—¡Y, sin embargo, dejaste que te aplastara jugando al ajedrez!

—¡No la dejé! —dije indignado.

—Bueno, entonces te divertiste con ella.

—No —dije—; es muy inteligente con sus caballos.

Seaton miró fijamente la vela.

—Caballos —dijo lentamente.

Y nos fuimos a la cama. Creo que no llevaba mucho tiempo acostado cuando un toque en el hombro me despertó cautelosamente. Vi el rostro de Seaton a la luz de las velas.

—¿Qué pasa? —dije, dando bandazos sobre mi codo.

—¡Ssh! No te apresures —susurró—. Ella escuchará. Lamento haberte despertado, pero no pensé que te dormirías tan pronto.

—¿Qué hora es?

Seaton llevaba, lo que entonces era bastante inusual, un camisón, y sacó su gran reloj plateado del bolsillo de su chaqueta.

—Son las doce menos cuarto. Nunca me duermo antes de las doce, no aquí.

—¿Qué haces entonces?

—Leo y escucho.

—¿Escuchar?

Seaton miró fijamente la llama de la vela como si estuviera escuchando incluso entonces.

—Lo que lees en las historias de fantasmas es todo falso. No puedes ver mucho, Withers, pero lo sabes de todos modos.

—¿Saber qué?

—Vaya, que están ahí.

—¿Quién está ahí? —pregunté con inquietud, mirando hacia la puerta.

—Pues en la casa. Está lleno de ellos. Quédate quieto y escucha afuera de la puerta de mi habitación en medio de la noche. Lo he hecho, decenas de veces; están por todas partes.

—Mira, Seaton —dije—, me has pedido que viniera aquí, y no me importó dejar un permiso sólo para complacerte; pero no hables tonterías, eso es todo, o notarás la diferencia cuando regresemos.

—No te preocupes —dijo con frialdad, dándose la vuelta—. No estaré mucho tiempo en la escuela. Además, estás aquí ahora y no hay nadie más con quien hablar.

—Mira, Seaton —dije—, puedes pensar que me vas a asustar con historias sobre voces y todo eso. Pero solo te agradeceré que te vayas. Puedes darte el gusto de andar dando vueltas toda la noche.

No respondió. Estaba de pie junto al tocador, mirando a través de su vela en el espejo; se volvió y miró lentamente alrededor de las paredes.

—Incluso esta habitación no es más que un ataúd. Supongo que ella te dijo que todo está exactamente igual que cuando murió su hermano William. ¡Puedes confiar en eso! Y buena suerte para él, digo yo. Mira eso —acercó su vela a la pequeña acuarela que he mencionado—. Hay cientos de ojos así en esta casa; e incluso si Dios te ve, cuida mucho que no lo veas. Es lo mismo con ellos. Te diré una cosa, Withers, me estoy cansando de todo esto. No lo aguantaré mucho más.

La casa estaba en silencio, e incluso en el resplandor amarillento de la vela se asomaba una tenue plata a través de la ventana abierta de mi persiana. Me quité la ropa de cama, completamente despierto, y me senté indeciso al lado de la cama.

—Sé que solo me estás engañando —dije con enojo—, pero, ¿por qué la casa está llena de... lo que dices? ¿Por qué escuchas lo que escuchas? ¡Dime eso, tonto!

Seaton se sentó en una silla y apoyó el candelabro en la rodilla. Parpadeó con calma.

—Ella los trae —dijo, con las cejas levantadas.

—¿Tu tía?

Él asintió.

—¿Cómo?

—Te lo dije —respondió con mal humor—. Ella está metida en el tema. No lo sabes. Estuvo a punto de matar a mi madre. Yo sé eso. Ella solo te deja seco. Sí. Y eso es lo que hará conmigo, porque soy como ella, como mi madre, quiero decir. Simplemente odia verme con vida. No sería como esa vieja loba por un millón de libras. Entonces —se interrumpió, con un amplio movimiento de su candelabro—, siempre están aquí. ¡Ah, muchacho, espera a que muera! Entonces oirás algo, te lo puedo asegurar. Todo está muy bien ahora, ¡pero espera hasta entonces! No estaría en tus zapatos cuando tengas que irte. No creas que me preocupan los fantasmas, o como quieras llamarlos. Estamos todos en la misma caja. Todos estamos bajo su control.

Estaba mirando casi con indiferencia al techo cuando vi que su rostro cambiaba, vi que sus ojos de repente caían como pájaros disparados y se fijaban en la rendija de la puerta que había dejado entreabierta. Incluso desde donde me senté pude ver su mejilla cambiar de color; se volvió verdosa. Se agachó sin moverse, como un animal. Y yo, sin apenas atreverme a respirar, me senté con la piel reptante, mirándolo con amargura. Sus manos se relajaron y soltó una especie de suspiro.

—¿Era eso a lo que te referías? —susurré, con una tímida muestra de jovialidad.

Miró a su alrededor, abrió la boca y asintió.

—¿Qué era? —dije.

Hizo un gesto y supe que quería decir que su tía había estado allí escuchando en la grieta de nuestra puerta.

—Mira, Seaton —dije una vez más, poniéndome en pie—. Puedes pensar que soy un tonto, como quieras. Pero tu tía ha sido cortés conmigo. No creo una palabra de lo que dices sobre ella, eso es todo. Todo el mundo está un poco fuera de lugar por la noche, y puede que pienses que es un buen deporte probarme con tus tonterías. Escuché a tu tía subir las escaleras antes de que me durmiera. Y te apuesto lo que quieras a que ella está en la cama ahora. Además, puedes guardar tus benditos fantasmas para ti. Creo que es una conciencia culpable.

Seaton me miró fijamente.

—No soy un mentiroso, Withers; pero tampoco voy a discutir. Eres el único chico que me importa; o, en todo caso, el único tipo que ha venido aquí. No me importan un comino los fantasmas, aunque juro que sé que están aquí. Pero ella —se volvió deliberadamente—, te ha engañado, Withers. Nunca está en la cama gran durante gran parte de la noche, y puedo probarlo, solo para mostrarte que no soy tan tonto como crees. ¡Vamos!

—¿Adónde?

—Ver para creer.

Vacilé. Abrió un gran armario y sacó una pequeña bata oscura y una especie de chal. Arrojó la chaqueta sobre la cama y se puso la bata. Su rostro oscuro era incoloro, y pude ver por la forma en que hurgaba en las mangas que estaba temblando. Pero no servía de nada mostrar mi vacilación. Así que me eché el chal con borlas sobre los hombros y, dejando nuestra vela encendida en la silla, salimos juntos y nos detuvimos en el pasillo.

—¡Ahora bien, escucha! —susurró Seaton.

Nos paramos inclinados sobre la escalera. Era como inclinarse sobre un pozo, tan quieto y frío que el aire nos rodeaba. Pero en ese momento, como supongo que sucede en la mayoría de las casas antiguas, comenzó a resonar en mis oídos una mezcla de infinitos pequeños movimientos y susurros. Ahora, a lo lejos, una vieja madera relajaría sus fibras, o una fuga se extinguiría detrás del friso. Pero en medio y detrás de sonidos como estos, me pareció comenzar a ser consciente, por así decirlo, del más leve de los pasos, sonidos tan débiles como el recuerdo que se desvanece de voces en un sueño. Los ojos de Seaton brillaron oscuramente, mirándome.

—Tú también oirías con el tiempo, buen soldado —murmuró—. ¡Vamos!

Bajó las escaleras, deslizando sus delgados dedos suavemente a lo largo de los balaustres. Giró a la derecha en el bucle y lo seguí descalzo por un pasillo densamente alfombrado. Al final había una puerta entreabierta. Y desde aquí subimos muy sigilosamente y en completa oscuridad. Seaton, con inmensa precaución, abrió lentamente una puerta y nos quedamos juntos, contemplando un gran charco de oscuridad, del cual, iluminado por la débil claridad de una lamparita nocturna, se elevaba un enorme lecho. Había un montón de ropa en el suelo; a su lado dormitaban dos pantuflas. En algún lugar, un pequeño reloj hizo tictac. Había un olor denso; lavanda y agua de colonia, mezclados con la fragancia de saquitos antiguos de jabón. Sin embargo, era un aroma aún más peculiarmente compuesto que eso.

¡Y la cama! Me quedé mirando con cautela. Estaba vacía.

Seaton puso un rostro vago y pálido, todo sombras:

—¿Qué dije? —murmuró—. ¿Quién es el tonto ahora? ¿Cómo vamos a volver sin encontrarla en el camino? ¡Contéstame eso! Oh, ojalá no hubieras venido aquí, Withers.

Se quedó de pie temblando audiblemente con su escasa túnica, y apenas podía hablar por el castañeteo de sus dientes. Muy claramente, en el silencio que siguió a su susurro, escuché que se acercaba algo voluminoso, suave y pausado. Seaton me agarró del brazo, me arrastró hacia la derecha a través de la habitación hasta un gran armario. En ese momento, como con los pulmones a punto de estallar, me asomé al dormitorio largo, bajo y con cortinas. Pude verla, toda remendada y llena de sombras, su cabello recogido (debe haber tenido enormes cantidades para una mujer tan mayor), sus párpados pesados sobre esos ojos planos, lentos y vigilantes.

Esperamos, escuchando el tictac del reloj. Ni el fantasma de un sonido se levantó de la gran cama. O se quedó tendida escuchando maliciosamente o durmió un sueño más sereno que el de un bebé. Y cuando, al parecer, llevábamos horas escondidos, helados y medio asfixiado en el armarios, salimos en cuatro patas, con el terror golpeándonos en las costillas, y así bajamos las escaleras estrechas y volvimos al pequeño dormitorio iluminado por la vela.

Una vez allí, Seaton cedió. Se sentó lívido en una silla con los ojos cerrados.

—Basta —dije, sacudiendo su brazo—, me voy a la cama. Ya he tenido suficiente de esta tontería.

Le temblaron los labios, pero no respondió. Vertí un poco de agua en mi palangana y salpiqué el rostro cetrino y la frente de Seaton. En ese momento suspiró y abrió los ojos.

—¡Vamos! —dije—. Deja de fingir, eres un buen tipo. Súbete a mi espalda, si quieres, y te llevaré a tu dormitorio.

Me despidió con un gesto y se puso de pie. Entonces, con mi vela en una mano, lo tomé por debajo del brazo y lo acompañé por el pasillo. La suya era una habitación mucho más lúgubre que la mía, y estaba llena de cajas, papeles, jaulas y ropa. Lo acurruqué en la cama y me volví para irme. Y de repente, apenas puedo explicarlo ahora, una especie de terror frío y mortal se apoderó de mí. Casi salí corriendo de la habitación, con los ojos fijos rígidamente frente a mí, apagué la vela y hundí la cabeza bajo las sábanas.

Desperté por un golpe continuo en mi puerta. La luz del sol entraba por las ventanas y los pájaros cantaban en el jardín. Me levanté avergonzado de la locura de la noche, me vestí rápidamente y bajé. La sala del desayuno estaba llena de flores, frutas y miel. La tía de Seaton estaba de pie en el jardín junto a la ventana abierta, dando de comer a un gran revoloteo de pájaros. La miré por un momento, sin ser visto. Su rostro estaba sumido en una profunda ensoñación bajo la sombra de un gran sombrero holgado para el sol. Estaba profundamente torcido y, de una manera que no puedo describir, fijamente vacío y extraño. Tosí cortésmente y ella se volvió con una mueca sonriente para preguntarme cómo había dormido. Y de esa manera misteriosa por la que aprendemos los pensamientos secretos del otro sin decir una sílaba, supe que ella había seguido cada palabra y movimiento de la noche anterior, y estaba triunfando sobre mi inocencia afectada y ridiculizando mis avances amistosos.

Regresamos a la escuela, Seaton y yo. En el tren no hice ninguna referencia a la oscura conversación que habíamos tenido, y me negué resueltamente a mirarlo a los ojos o aceptar las insinuaciones que dejaba caer. Me sentí aliviado, y sin embargo lo lamenté. Caminé tan rápido como pude desde la estación, con Seaton casi trotando en mis talones. Pero insistió en comprar más frutas y dulces, mi parte de la cual acepté de mala gana. Era como un soborno; y, después de todo, no tenía ninguna disputa con su vieja tía. Realmente no había creído ni la mitad de las cosas que me había contado.

Lo vi lo menos que pude después de eso. Nunca se refirió a nuestra visita ni retomó sus confidencias, aunque en clase a veces veía su mirada fija en la mía, llena de un entendimiento mudo, que fácilmente fingía no comprender. Abandonó Gummidge's, como he dicho, de manera bastante abrupta, aunque nunca supe nada que lo desacreditara. Y no volví a verlo ni a tener noticias de él hasta que, por casualidad, nos encontramos una tarde de verano en el Strand.

Iba vestido de manera bastante extraña, con un abrigo demasiado grande para él y una corbata de seda brillante. Pero al instante nos reconocimos bajo el toldo de una joyería barata. Inmediatamente se unió a mí y me arrastró, no muy alegremente, a almorzar con él en un restaurante italiano cercano. Charló sobre nuestra vieja escuela, que sólo recordaba con disgusto; me contó a sangre fría el destino desastroso de uno o dos de los compañeros mayores que habían estado entre sus principales torturadores; insistió en un vino caro y toda la gama del menú extranjero; y finalmente me informó, con muchas quejas, que había ido a la ciudad a comprar un anillo de compromiso.

—¿Cómo está tu tía? —pregunté al fin.

Parecía haber estado esperando la pregunta. Cayó como una piedra en un estanque profundo, tantas expresiones revolotearon a través de su rostro largo, triste, cetrino y poco inglés.

—Ha envejecido mucho —dijo en voz baja, y se interrumpió—. Lamentablemente, nuestra familia ha perdido gran parte de su dinero.

—No —dije.

—¡Oh sí! —dijo Seaton, y volvió a hacer una pausa.

De alguna manera supe que me había mentido; que no poseía, y nunca había poseído, un centavo más de lo que su tía había derrochado en su excesiva asignación de dinero.

—¿Y los fantasmas? —pregunté con curiosidad.

Se puso instantáneamente solemne y, aunque pudo haber sido mi imaginación, se puso ligeramente amarillento.

—Me estás burlando, Withers —fue todo lo que dijo.

Me pidió mi dirección y yo le di mi tarjeta de mala gana.

—Mira, Withers —dijo, mientras nos despedíamos juntos a la luz del sol en la acera—, aquí estoy, y todo está muy bien. Quizás no soy tan imaginativo como antes. Pero eres prácticamente el único amigo que tengo en la tierra, excepto Alice. Y ahí, para dejarlo en claro, no estoy seguro de que a mi tía le importe mucho que me case. Ella no lo dice, por supuesto. La conoces lo suficientemente bien para eso.

Miró de reojo el ruidoso tráfico.

—Lo que iba a decir es esto: ¿Te importaría venir? No necesitas pasar la noche a menos que lo desees, aunque, por supuesto, sabes que sería muy bienvenido. Pero me gustaría que conocieras a mi... a Alice; y luego, quizás, podrías decirme tu sincera opinión sobre... sobre lo otro también.

Vagamente objeté. Me presionó. Y nos despedimos con una promesa a medias de que iría. Me agitó su bastón y salió corriendo con su chaqueta larga detrás del autobús.

Una carta llegó poco después, con su letra pequeña y débil, dándome detalles sobre la ruta y los trenes. Sin la menor curiosidad, incluso tal vez con alguna pequeña molestia de que el azar nos hubiera vuelto a juntar, acepté su invitación y llegué un mediodía brumoso a la estación apartada para encontrarlo sentado en un banco bajo, esperándome. Parecía preocupado y singularmente apático; pero, no obstante, alegre de verme.

Caminamos por la calle del pueblo, pasamos por la pequeña y lúgubre botica y la fragua vacía y, como en mi primera visita, bordeamos la casa. En lugar de entrar por la puerta principal, bajamos por el sendero verde hacia el jardín, en la parte trasera. Una pálida neblina amortiguaba el sol; el jardín se encontraba en un resplandor gris: sus viejos árboles, sus paredes levemente relucientes. Pero ahora había un aire de descuido donde antes todo había sido pulcro y metódico. En un parche de tierra poco excavada había una pala desgastada apoyada contra un árbol y una vieja carretilla deteriorada. Las rosas se habían convertido en hojas y brezos; los árboles frutales estaban sin podar.

—No eres un gran jardinero, Seaton —dije por fin con un suspiro de alivio.

—Creo que me gusta más así —dijo Seaton—. Ahora no tenemos ningún hombre, por supuesto. No puedo pagarlo —se quedó mirando la tierra recién removida—. Y siempre me parece —continuó cavilando— que, después de todo, no somos nada mejor que intrusos en la tierra, desfigurando y manchando dondequiera que vayamos. Puede parecer una blasfemia decirlo; pero todo es diferente aquí, ya ves. Estamos más lejos.

—Para decirte la verdad, Seaton, no se ve muy bien.

—Es sólo lo que pienso —respondió, con toda su extraña y terca mansedumbre—. Y uno piensa como es.

Caminamos juntos, hablando poco y todavía con esa expresión de inquieta vigilancia en el rostro de Seaton. Sacó su reloj mientras nos quedamos mirando ociosos los prados verdes y los juncos oscuros e inmóviles.

—Creo que, tal vez, es casi la hora de almorzar —dijo—. ¿Te gustaría entrar?

Dimos media vuelta y caminamos lentamente hacia la casa, a través de cuyas ventanas confieso que también mis propios ojos se paseaban sin descanso en busca de su desconcertante reclusa. Había una expresión patética de suciedad, óxido y pintura descolorida. La tía de Seaton, un poco para mi alivio, no compartió nuestra comida. Así que se le cortó un trozo de carne fría y se lo envió por un criado anciano para su consumo privado. Hablamos poco y en tonos medio reprimidos, y bebimos un poco del Madeira que Seaton, después de escuchar durante un momento o dos, sacó del gran aparador de caoba.

Le jugué una partida de ajedrez, aburrida y sin esfuerzo, bostezando entre los movimientos que él mismo hacía casi al azar y con la atención en otra parte. Hacia las cinco se escuchó el sonido de un timbre distante, y Seaton se levantó de un salto, volcando el tablero, y así terminó un juego que de otra manera podría haber continuado fatuosamente hasta el día de hoy. Se disculpó efusivamente, y al cabo de un rato regresó con una chica delgada, morena y de rostro pálido, de unos diecinueve años, con una bata blanca y un sombrero, a quien me presentaron con un poco de nerviosismo como su «querida vieja amiga y compañera de escuela».

Seguimos hablando a la luz dorada de la tarde. Incluso a pesar de nuestros esfuerzos por ser animados y alegres, la charla fue reprimida y sin brillo. Todos parecíamos expectantes, casi ansiosos, esperando una llegada, la aparición de alguien cuya imagen llenaba nuestra conciencia colectiva. Seaton era el que menos hablaba, y de una manera inquieta mientras continuamente se movía de una silla a otra. Por fin propuso dar un paseo por el jardín antes de que el sol se hubiera puesto del todo.

Alice caminó entre nosotros. Su cabello y sus ojos eran notoriamente oscuros contra la blancura de su vestido. Ella se comportó sin falta de gracia y, sin embargo, con un movimiento peculiarmente pequeño de los brazos y el cuerpo, y nos respondió a los dos sin volver la cabeza. Había una curiosa reserva provocadora en ese impasible rostro melancólico. Parecía estar atormentado por una trágica influencia que ella misma ignoraba.

Y, sin embargo, de alguna manera supe, creo que todos lo sabíamos, que este paseo, esta discusión de sus planes futuros, era una futilidad. No tenía nada en que basar tal escepticismo, excepto en una vaga sensación de opresión, una conciencia presagiada de algún poder inerte e invencible en el fondo, para quien los planes optimistas, las relaciones amorosas y la juventud son como paja y cardo. Regresamos, silenciosos, con la última luz. La tía de Seaton estaba allí, bajo una vieja lámpara de bronce. Su cabello estaba tan rizado como siempre. Sus párpados, creo, colgaban incluso un poco más pesados sobre sus pupilas inescrutables. Salimos de la noche con suavidad e hice mi reverencia.

—En este breve intervalo, señor Withers —comentó amablemente—, ha dejado de lado la juventud. Se ha convertido en un hombre. ¡Dios mío, qué triste es ver desaparecer la juventud! Siéntate. Mi sobrino me dice que lo encontró por casualidad, o tal vez por acto de la Providencia. Usted, creo, debe ser el padrino. ¡Sí, el padrino! ¿O estoy divulgando secretos?

Observó a Arthur y Alice con abrumadora cortesía. Se sentaron separados en dos sillas bajas y sonrieron a cambio.

—Y Arthur, ¿cómo cree que se ve Arthur?

—Creo que parece muy necesitado de un cambio —dije.

—¡Un cambio! —ella casi cerró los ojos y con un sentimentalismo exagerado negó con la cabeza—. ¡Mi querido señor Withers!

—¿No necesitamos todos un cambio en este mundo fugaz?

Reflexionó sobre el comentario como una experta.

—Y usted —continuó, volviéndose bruscamente hacia Alice—, espero que le haya mostrado al señor Withers todas mis cosas bonitas.

—Solo caminamos por el jardín —respondió la chica; luego, mirando a Seaton, añadió casi inaudiblemente—: Es una noche muy hermosa.

—¿Lo es? —dijo la anciana, levantándose violentamente—. En esta noche tan hermosa entraremos a cenar. Señor Withers, su brazo; Arthur, trae a tu novia.

Éramos un cuarteto extraño, pensé, mientras conducía solemnemente al comedor descolorido y frío, con esta vieja e indefinible criatura inclinada en mi brazo con su gran brazalete plano en la muñeca amarillenta. Respiraba pesadamente, pero como si hiciera un esfuerzo mental más que físico; porque se había vuelto mucho más corpulenta y, sin embargo, más proporcionada.

Hablarle a esa gran cara blanca, tan cercana a la mía, fue una experiencia extraña en la tenue luz del pasillo, e incluso en el centelleante cristal de las velas. Ella no era ingenua, era astuta y desafiante.

La comida fue tremenda. Nunca había visto una ensalada tan monstruosa. Los platos estaban grasientos y demasiado condimentados, como cocinados con indiferencia. Solo una cosa permaneció sin cambios: el apetito de mi anfitriona era tan gigantesco como siempre. El pesado candelabro de plata que nos iluminaba estaba frente a su silla de respaldo alto. Seaton se sentó un poco apartado, su plato casi a oscuras.

Y a lo largo de esta prodigiosa comida su tía habló, principalmente conmigo, principalmente con él, pero con alguna que otra broma satírica a Alice y murmurando explosiones de reprimenda al criado. Había envejecido y, sin embargo, si no es una tontería decirlo, no parecía mayor. Supongo que para las pirámides una década no es más que el susurro de un puñado de polvo. Ella me recordó un prehistorismo tan inquebrantable.

Ciertamente era una conversadora asombrosa, rápida, atroz, con una expresión perfectamente abrumadora. En cuanto a Seaton, sus destellos de silencio fueron para él. Sobre su enorme volubilidad caería de pronto un silencio: el sarcasmo ácido quedaría implícito; y ella se sentaría suavemente moviendo su gran cabeza, con los ojos fijos en una sonrisa soñadora; pero con toda su atención, se podía ver, lenta y alegremente, absorbiendo su mudo desconcierto.

Nos confió sus opiniones sobre un tema que ocupaba vagamente en este momento, supongo, todas nuestras mentes.

—Tenemos instituciones bárbaras, por lo que debemos aguantar, supongo, una procesión interminable de tontos, de tontos ad infinitum. El matrimonio, señor Withers, se instituyó en la intimidad de un jardín; sub rosa, por así decirlo. La civilización hace alarde de ella en el resplandor del día. Los aburridos se casan con los pobres; el rico, el decadente; y así nuestra Nueva Jerusalén está poblada de naturales, sencillos y coloridos, en ambos extremos. Detesto la locura; Detesto aún más (si debo ser sincera, querido Arthur) la mera inteligencia. La humanidad simplemente se ha convertido en una hueste sin cola de animales poco instintivos. Nunca deberíamos haber aceptado la evolución, señor Withers. ¡Selección natural! Deberíamos haber usado nuestro cerebro: orgullo intelectual, lo llaman los eclesiásticos. Y por cerebro me refiero, ¿a qué me refiero, Alice? Quiero decir, mi querida niña —y puso dos dedos groseros sobre la estrecha manga de Alice—, me refiero al coraje. Considéralo, Arthur. Leí que el mundo científico está comenzando una vez más a tener miedo de las agencias espirituales. Agencias espirituales que tocan y flotan. Creo que solo una más de esas moras, gracias.

»Hablan de amor ciego —continuó burlonamente mientras se servía, sus ojos vagando por el plato—, pero, ¿por qué ciego? Creo, señor Withers, que por llorar por su raquitismo. Después de todo, somos las mujeres sencillas las que triunfamos, ¿no es así? Más allá de la burla del tiempo. ¡Alice, escucha! Fugaz, fugaz es la juventud, hija mía. ¿Qué es lo que le confías a tu plato, Arthur? Chico satírico. Se ríe de su vieja tía: no, pero tú te reíste. Detesta todo sentimiento. Susurra los apartes más ácidos. Ven, querida, dejaremos a estos cínicos; iremos y nos compadeceremos de nuestro sexo. ¡La elección de dos males, señor Smithers!

Abrí la puerta y ella salió como si la llevara un torrente de indignación ininteligible. Arthur y yo nos quedamos solos en la clara luz de cuatro llamas.

Por un rato nos sentamos en silencio. Encendí un cigarrillo. En ese momento se movió inquieto en su silla y asomó la cabeza hacia la luz. Hizo una pausa para levantarse y volvió a cerrar la puerta.

—¿Cuánto tiempo te quedarás? —preguntó.

Me reí.

—¡Oh, no es eso! —dijo, en cierta confusión—. Por supuesto, me gusta estar con ella. Pero no es eso. La verdad, Withers, no me importa dejarla demasiado tiempo con mi tía.

Vacilé. Me miró inquisitivamente.

—Mira, Seaton —dije—, sabes lo suficientemente bien que no quiero interferir en tus asuntos ni ofrecer consejos donde no sea necesario. ¿Pero no crees que quizás no tratas a tu tía de la manera correcta? A medida que uno envejece, ya sabes… Tengo una vieja madrina, o algo por el estilo. Ella también es un poco rara. Una pequeña concesión de vez en cuando no hace daño.

Se sentó con las manos en los bolsillos y todavía con los ojos fijos casi con incredulidad en los míos.

—¿Cómo? —dijo.

—Bueno, querido amigo, no puedo evitar pensar que ella piensa que no te preocupas por ella; y tal vez tome tu silencio por...mal genio. Ha sido muy decente contigo, ¿no es así?

Seguí fumando en silencio; pero Seaton siguió mirándome con esa peculiar concentración que recordaba de antaño.

—Quizá, Withers —empezó a decir—, no estés entendiendo del todo. Quizás no eres del todo de nuestra clase. Eres como los demás en la escuela. Te reíste de mí esa noche que viniste a quedarte aquí, sobre las voces y todo eso. Pero no me importa que se rían de mí, porque lo sé.

Era el mismo viejo sistema de preguntas aburridas y respuestas evasivas.

—Quiero decir, sé que lo que vemos y oímos es solo la fracción de lo que es. Sé que vive fuera de esto. Ella te habla; pero todo es una fantasía. Es todo un juego de salón. Ella no está realmente contigo; sólo enfrentando su ingenio exterior contra el tuyo y disfrutando del engaño. Ella vive por dentro, y se da un festín caníbal. Es una araña. No importa mucho cómo la llames, significa lo mismo. Te lo digo, Withers, ella me odia; y apenas puedes soñar lo que significa ese odio. Solía pensar que tenía una idea del motivo. Son océanos más profundos que eso. Ni siquiera conocemos nuestras propias historias, ni una décima parte de las razones. ¿Qué ha sido la vida para mí? Nada más que una trampa. Y cuando uno se libera por un tiempo, solo comienza de nuevo. Pensé que lo entenderías; pero estás en un nivel diferente: eso es todo.

—¿De qué diablos estás hablando? —dije con desdén, a mi pesar.

—Quiero decir lo que digo —dijo guturalmente—. Todo esto de afuera es una fantasía, ¡pero ahí está! ¿De qué sirve hablar? En lo que a esto se refiere, ya he terminado.

Seaton apagó tres de las velas y, dejando la habitación vacía en la penumbra, avanzamos a tientas por el pasillo hasta el salón. Allí, la luna llena brillaba en las largas ventanas del jardín. Alice se sentó agachada en la puerta, con las manos entrelazadas en su regazo, mirando hacia afuera, sola.

—¿Dónde está ella? —preguntó Seaton en voz baja.

Los ojos de Alice se encontraron en una mirada de comprensión instantánea, y la puerta, inmediatamente después, se abrió detrás de nosotros.

—¡Qué luna! —dijo una voz que, una vez escuchada, permanecía inolvidable en el oído—. Una noche de enamorados, señor Withers, si es que alguna vez hubo una. Consíguete un chal, querido Arthur, y lleva a Alice a dar un paseo. Me atrevería a decir que los viejos compinches conseguiremos mantenernos despiertos. ¡Date prisa, Romeo! Mi pobre, pobre Alice. ¡Qué amante tan perezoso!

Seaton regresó con un chal. Se desviaron hacia la luz de la luna. Mi compañera los siguió con la mirada y luego se volvió hacia mí con gravedad. De repente, torció su pálido rostro en una convulsión de diversión desdeñosa que solo pude contestar con la mirada perdida.

—¡Queridos niños inocentes! —dijo, con untuosidad inimitable—. Bueno, señor Withers, nosotros, las pobres criaturas viejas y experimentadas, debemos adaptarnos a los tiempos. ¿Cantas?

—Exploré la idea.

—Entonces debes escucharme tocar. El ajedrez —se apretó la frente con ambas manos entumecidas—, está completamente más allá de mi pobre ingenio.

Se sentó al piano y pasó los dedos con una floritura sobre las teclas.

—¿Cómo los capturaremos, esos corazones apasionados? —dijo— ¿Ese primer rapto fino y descuidado? La poesía misma.

Miró suavemente hacia el jardín por un momento, y luego, con un movimiento de su cuerpo, comenzó a tocar los primeros compases de la Sonata a la Luz de la Luna de Beethoven. El piano era viejo y lanoso. La luz de la lámpara era bastante tenue. Los rayos de luna que entraban por la ventana atravesaban las teclas. Su cabeza estaba en la sombra. Y si se debió simplemente a su personalidad o a alguna habilidad realmente oculta en su interpretación, no puedo decirlo; solo sé que se dispuso grave y deliberadamente a satirizar la hermosa música. Rumió en el aire, desilusionada, cargado de burla y amargura.

Me paré junto a la ventana. A lo lejos en el camino pude ver una figura blanca brillando en ese charco de luz incolora. Algunas estrellas tenues brillaron, mientras esa mujer asombrosa detrás de mí sacaba de las teclas involuntarias su maravilloso grotesco de juventud, amor y belleza.

Sabía que el jugador me estaba mirando cuando se detuvo.

—¡Por favor, por favor, continúe! —murmuré sin volverme—. Siga tocando, señorita Seaton.

No hubo respuesta a este meloso sarcasmo, pero me di cuenta, de una manera vaga, de que me estaban escudriñando intensamente, cuando de repente siguió una procesión de acordes silenciosos y quejumbrosos que finalmente rompieron suavemente en el himno, A Few More Years Shall Roll.

Confieso que me dejó hechizado. Hay un patetismo melancólico, tenso, en la melodía; pero bajo esas magistrales manos ancianas lloraba suave y amargamente la soledad y el desesperado alejamiento del mundo. Arthur y su amada desaparecieron de mis pensamientos. Nadie podría poner en una melodía tan trillada un himno tan atractivo.

Me volví una fracción de pulgada para mirarla. Se inclinaba un poco hacia adelante sobre las teclas, de modo que, al aproximarse mi escrutinio silencioso, no tuvo más que adelantar su rostro en la tenue luz de la luna para que cada rasgo se volviera claramente visible. Y así, con la melodía terminada abruptamente, nos miramos fijamente el uno al otro; y estalló en una risa prolongada.

—No es tan experimentado como suponía, señor Withers. Veo que es un verdadero amante de la música. Para mí es demasiado dolorosa. Evoca demasiados pensamientos.

Apenas podía ver sus ojillos brillantes bajo los párpados.

—Y ahora —se interrumpió bruscamente—, dígame, como hombre de mundo, ¿qué piensa de mi nueva sobrina?

Yo no era un hombre de mundo, ni me sentí muy halagado en mi forma rígida y aburrida de ver las cosas por ser llamado así.

—No creo, señorita Seaton, que sea un gran juez de carácter. Pero ella es muy encantadora.

—¿Una morena?

—Creo que prefiero a las mujeres morenas.

—¿Y por qué? Considere, señor Withers; cabello oscuro, ojos oscuros, nube oscura, noche oscura, visión oscura, muerte oscura, tumba oscura, OSCURIDAD…

Quizás el clímax hubiera emocionado bastante a Seaton, pero yo era demasiado insensible.

—No sé mucho de todo eso —respondí pomposamente—. La luz del día es bastante difícil para la mayoría de nosotros.

—Ah —dijo ella, con un estallido de risa satírica.

—Y supongo —continué, quizás un poco irritado—, no es la oscuridad real que uno admira, es el contraste de la piel y el color de los ojos y... y su brillo. Sería un largo día sin la noche. En cuanto a la muerte y la tumba, supongo que no las notaremos.

Arthur y su amada regresaban lentamente por el sendero cubierto de rocío.

—Creo en sacar lo mejor de las cosas.

—¡Qué interesante! —vino la suave respuesta—. Veo que es filósofo, señor Withers. ¡Hmm! En cuanto a la muerte y la tumba, coincido, supongo que no las notaremos. Muy interesante.

Se levantó lentamente de su taburete.

—Espero que vuelva a tener piedad de mí. Usted y yo nos llevaríamos de maravilla, almas gemelas, afinidades electivas. Y, por supuesto, ahora que mi sobrino me va a dejar, ahora que sus afectos se centran en otra, seré una anciana muy solitaria. ¿Verdad, Arthur?

Seaton parpadeó estúpidamente.

—No escuché lo que dijiste, tía.

—Le estaba diciendo a nuestro viejo amigo, Arthur, que cuando te vayas seré una anciana muy solitaria.

—Oh, no lo creo —dijo con una voz extraña.

—Quiere decir, señor Withers —dijo, pasando los ojos por encima de Alice—, que tendré memoria para la compañía, una memoria celestial, los fantasmas de otros días. ¡Chico sentimental! ¿Disfrutaste nuestra música, Alice? ¿Realmente conmoví ese corazón juvenil? —continuó la horrible vieja criatura—. ¡He estado escuchando tales halagos, tales confesiones! Cuidado, Arthur.

Me miró con los ojos en blanco, se encogió de hombros ante Alice y miró un instante con expresión fría a la cara de su sobrino.

Le tendí la mano.

—¡Buenas noches! —dijo ella—. El que lucha y huye... Ah, buenas noches, señor Withers; ¡Vuelva pronto!

Extendió la mejilla hacia Alice y los tres salimos lentamente de la habitación.

Una sombra negra oscureció el porche y la mitad del sicomoro. Caminamos sin hablar por la polvorienta calle del pueblo. Aquí y allá brillaba una ventana carmesí. En la bifurcación de la carretera me despedí. Pero había dado poco más de una docena de pasos cuando un repentino impulso se apoderó de mí.

—¡Seaton! —llamé.

Se volvió bajo el frío sigilo de la luz de la luna.

—Tienes mi dirección. Si por casualidad, ya sabes, te gustaría pasar una semana o dos en la ciudad, estaría encantado.

—Gracias, Withers —dijo en voz baja.

—Me atrevo a decir —le hice un gesto galante con mi bastón a Alice— que podríamos encontrarnos todos —agregué riendo.

—Gracias, gracias, Withers —repitió.

Y así nos separamos.

Siendo de naturaleza estólida e indiferente, dejé a Seaton y su matrimonio, e incluso a su tía, solos en mi memoria, y apenas pensé en ellos hasta que un día volvía a caminar por el Strand y me crucé con el destellante crepúsculo de la joyería de segunda categoría donde accidentalmente me encontré con mi antiguo compañero de escuela en el verano. Era uno de esos días otoñales estancados después de una noche de lluvia. No puedo decir por qué, pero un vívido recuerdo regresó a mi mente: nuestro encuentro y lo reprimido que parecía Seaton, lo inútilmente que se había esforzado por parecer seguro. A estas alturas debía estar casado y sin duda había regresado de su luna de miel. Ciertamente había olvidado mis modales, no había enviado una palabra de felicitación, ni —como bien podría haberlo hecho— ni siquiera el fantasma de un regalo de bodas.

Por otro lado, no había recibido ninguna invitación.

Me detuve en la esquina de Trafalgar Square y, a instancias de uno de esos caprichos que se apoderan de vez en cuando incluso de una mente poco imaginativa, me encontré a mí mismo corriendo tras un autobús verde y, de hecho, me dirigí a una visita que no tenía la menor intención o de hacer.

Los colores del otoño estaban sobre el pueblo cuando llegué. Un hermoso sol de la tarde bañaba paja y prado. Me encontré con un niño, dos perros, una mujer muy anciana con una cesta pesada. Uno o dos comerciantes indiferentes alzaron la mirada cuando pasé. Todo era tan rural y remoto, y mi impulso caprichoso había decaído tanto, que por un momento dudé en aventurarme bajo la sombra del sicómoro para preguntar por la feliz pareja.

De hecho, pasé primero por las puertas de un azul pálido y continué mi caminata bajo la pared alta. Las malvarrosas habían alcanzado su brote más alto y, sembradas en los pequeños jardines de la cabaña más allá, las margaritas estaban en flor. En el aire flotaba un dulce y cálido olor de hojas marchitas. Más allá de las cabañas había un campo donde pastaba el ganado, y después un pequeño cementerio. Luego, el camino serpenteaba, sin caminos y sin casas, entre árboles y helechos. Me volví impaciente, caminé rápidamente de regreso a la casa y toqué el timbre.

La anciana bastante incolora que respondió a mi pregunta me informó que la señorita Seaton estaba en casa, como si sólo la taciturnidad se lo impidiera agregar:

—Pero no quiere verlo.

—¿Cree que podría darme la dirección del señor Arthur? —dije.

Me miró con silencioso asombro, como si esperara una explicación. Ni la más leve de las sonrisas apareció en su rostro delgado.

—Se lo preguntaré a la señorita Seaton —dijo después de una pausa—. Por favor, entre.

Me hizo pasar al lúgubre salón, iluminado por el sol del atardecer y por la luz teñida de verde que penetraba las hojas que sobresalían de las largas ventanas francesas. Me senté y esperé, ocasionalmente consciente de un crujido de pisadas en lo alto. Por fin, la puerta se abrió un poco y el gran rostro que había conocido una vez me miró. Estaba enormemente cambiado. Sobre todo, creo, porque los ojos envejecidos habían caído de repente, y así una especie de quietud y oscuridad cubría su palidez serena y arrugada.

—¿Quién es? —preguntó ella.

Me expliqué y le conté el motivo de mi visita.

Entró, cerró la puerta con cuidado tras ella y, aunque el tanteo era apenas perceptible, se dirigió a tientas hasta una silla. Llevaba puesta una vieja bata, a modo de sotana, de un estampado de color canela.

—¿Qué es lo que quiere? —dijo, sentándose y levantando su rostro inexpresivo hacia el mío.

—¿Puedo tener la dirección de Arthur? —dije con deferencia—. Lamento mucho haberla molestado.

—Hmm. ¿Has venido a ver a mi sobrino?

—No necesariamente para verlo, solo para escuchar cómo está y, por supuesto, también a la señora Seaton. Me temo que mi silencio debe haberlos molestado…

—No ha notado su silencio —gruñó la vieja voz desde la gran máscara—. Además, no hay ninguna señora Seaton.

—Ah, entonces —respondí después de una pausa momentánea—, ¿cómo está la señorita Outram?

—Se ha ido a Yorkshire —respondió la tía de Seaton.

—¿Y Arthur también?

Ella no respondió, simplemente se sentó, mirándome, parpadeando con la barbilla levantada, como si escuchara, pero ciertamente no por lo que podría tener que decir. Empecé a sentirme un poco perdido.

—¿No era usted un amigo íntimo de mi sobrino, señor Smithers? —dijo en un momento.

—No —respondí, dándole la bienvenida a la señal—. Sin embargo, ¿sabe, señorita Seaton? Él es uno de los pocos de mis antiguos compañeros de escuela con los que me he encontrado en los últimos años, y supongo que como tal envejece uno empieza a valorar las viejas compañías.

Mi voz pareció desvanecerse en el vacío.

—Pensé que la señorita Outram —comencé de nuevo apresuradamente—, era una chica particularmente encantadora. Espero que ambos estén bastante bien.

Aún así, el viejo rostro parpadeó solemnemente en silencio.

—¿Debe de encontrarlo muy solitario, señorita Seaton, con Arthur ausente?

—Nunca me sentí sola en mi vida —dijo con amargura—. No busco mi compañía carne y hueso. Cuando tenga mi edad, señor Smithers (Dios no lo quiera), encontrará que la vida es un asunto muy diferente de lo que piensa ahora. Entonces no buscará compañía, estará obligado.

Su rostro se transformó en la clara luz verde, y sus ojos buscaron a tientas, por así decirlo, en mi rostro vacío y desconcertado.

—Me atrevo a decir, ahora —dijo ella, componiendo la boca—, que mi sobrino le contó muchas tonterías en su tiempo. Oh, sí, muchas, ¿eh? Siempre fue un mentiroso. ¿Qué dijo de mí? Dígamelo ahora.

Se inclinó hacia adelante tanto como pudo, temblando, con una sonrisa congraciadora.

—Creo que él es bastante supersticioso —dije con frialdad—, pero, sinceramente, tengo muy mala memoria, señorita Seaton. Espero que el compromiso no se haya roto.

—Bueno, entre usted y yo —dijo ella, encogiéndose y con una mueca inmensamente confidencial—, se ha roto.

—Lamento mucho oírlo. ¿Y dónde está Arthur?

—¿Eh?

—¿Dónde está Arthur?

Nos miramos en silencio entre los muebles viejos y muertos. Más allá de todo mi análisis estaba ese semblante grande, plano, gris y críptico. Y luego, de repente, nuestros ojos se encontraron por primera vez. De alguna manera indescriptible fuera de esa oscuridad de párpados gruesos, algo muy pequeño se inclinó y me miró por un mero instante de tiempo que pareció una prolongación casi intolerable.

Involuntariamente, parpadeé y negué con la cabeza. Murmuró algo con gran rapidez, pero de manera bastante inarticulada; se levantó y cojeó hasta la puerta. Creí oír, mezclado en murmullos entrecortados, algo sobre el té.

—Por favor, por favor, no se preocupe —comencé, pero no pude decir más, porque la puerta ya estaba cerrada entre nosotros.

Me paré y miré hacia el jardín abandonado durante mucho tiempo. Solo podía ver el verde brillante y maleza del estanque de renacuajos. Vagué por la habitación. Comenzó a anochecer, los últimos pájaros en esa densa sombra de árboles habían dejado de cantar. No se oía ni un sonido en la casa. Esperé una y otra vez, especulando en vano. Incluso intenté tocar el timbre; pero el cable estaba roto y solo tintineó ligeramente por mis esfuerzos.

Dudé, sin querer llamar ni aventurarme a salir, y aún más reacio a quedarme, esperando un té que prometía ser sumamente incómodo. Y mientras la oscuridad caía, me invadió una sensación de máxima inquietud. Todas mis conversaciones con Seaton volvieron a mí con un significado repentinamente enriquecido. Recordé su rostro cuando nos habíamos quedado en la escalera, escuchando en la madrugada los inexplicables movimientos de la noche.

No había velas en la habitación; cada minuto se profundizaba la oscuridad otoñal. Abrí la puerta con cautela y escuché, y con un poco de consternación me retiré, porque no estaba seguro de cómo salir. Incluso probé el jardín, pero me encontré bajo un verdadero matorral de follaje por una puerta con candado. ¡Sería un poco vergonzoso ser sorprendido escalando la cerca del jardín de un amigo!

Volviendo con cautela al silencioso y mohoso salón, saqué el reloj y le di a la anciana diez minutos para que reapareciera. Pero decidí no esperar más, abrí la puerta y, confiando en mi sentido de la orientación, me abrí paso a tientas por el pasillo. Recordaba vagamente que conducía al frente de la casa.

Subí tres o cuatro escalones y, al levantar una pesada cortina, me encontré frente a la lumbrera estrellada del porche. Desde allí miré hacia la penumbra del comedor. Mis dedos estaban en el pestillo de la puerta exterior cuando escuché un leve movimiento en la oscuridad sobre el pasillo. Miré hacia arriba y me volví consciente, en lugar de ver, de la vieja figura acurrucada mirándome.

Hubo una inmensa pausa silenciosa. Luego:

—Arthur, Arthur —susurró una voz áspera e inexpresablemente malhumorada—, ¿eres tú? ¿Eres tú, Arthur?

Apenas puedo decir por qué, pero la pregunta me asustó terriblemente. No se me ocurrió ninguna respuesta concebible. Con la cabeza echada hacia atrás, la mano apretada sobre mi paraguas, continué mirando hacia la penumbra, en este fatuo enfrentamiento.

—Oh, oh —graznó la voz—. Eres tú, ¿verdad? ¡Ese hombre repugnante! Vete. Vete.

Ante esta despedida, abrí la puerta de un tirón y, cerrándola con rudeza detrás de mí, salí corriendo al jardín, bajo el gigantesco y viejo sicomoro.

Me encontré a la mitad de la calle del pueblo antes de dejar de correr. El carnicero local estaba sentado en su tienda leyendo un periódico a la luz de una pequeña lámpara de aceite. Crucé la calle y pregunté el camino a la estación. Y después de que me había dirigido con minucioso e innecesario cuidado, le pregunté casualmente si el señor Arthur Seaton todavía vivía con su tía en la casa grande más allá del pueblo. Asomó la cabeza por la pequeña puerta del salón.

—Aquí hay un caballero preguntando por el joven señor Seaton, Millie —dijo—. Está muerto, ¿no?

—Vaya, sí, Dios le bendiga —respondió una voz alegre desde dentro—. Muerto y enterrado hace tres meses o más. Pobre joven señor Seaton. Y justo antes de casarse, ¿no te acuerdas, Bob?

Vi el rostro de una joven rubia asomándose por encima de la muselina de la puertecita.

—Gracias —respondí.

—No hay problema, señor. Y recuerde, más allá del estanque, suba la colina un poco a la izquierda, y entonces verá las luces de la estación ante sus ojos.

Nos miramos a la luz de la lámpara humeante. Pero ni una de las muchas preguntas en mi mente pude poner en palabras.

Y de nuevo me detuve, indeciso, unos pasos más adelante. No fue, me imagino, simplemente una aprensión tonta de lo que el carnicero podría pensar lo que me impidió regresar para ver si podía encontrar la tumba de Seaton en el cementerio de la iglesia. Era muy poco útil deambular en la oscuridad fangosa simplemente para descubrir dónde estaba enterrado. Y, sin embargo, me sentí un poco incómodo. Mi pensamiento horrible fue que, en lo que a mí respecta, uno de sus extremadamente pocos amigos, nunca había estado mucho mejor que «enterrado» en mi mente.

Walter de la Mare (1873-1956)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Walter de la Mare.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Walter de la Mare: La tía de Seaton (Seaton's Aunt), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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