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«Los mil y un fantasmas»: Alejandro Dumas; relatos y análisis


«Los mil y un fantasmas»: Alejandro Dumas; relatos y análisis.




Los mil y un fantasmas (Les Mille et Un Fantômes) es una colección de relatos de terror del escritor francés Alejandro Dumas (1802-1870), publicada en 1849.

La antología reúne algunos de los relatos de Alejandro Dumas más importantes dentro del género gótico.

Su título hace referencia a los cuentos de Las mil y una noches, aunque desde una perspectiva mucho más afín al horror, o mejor dicho, a lo sobrenatural. En definitiva, Los mil y un fantasmas nos permiten descubrir esta otra faceta de Alejandro Dumas como autor de exquisitos relatos de fantasmas.




Los mil y un fantasmas.
Les Mille et Un Fantômes, Alejandro Dumas (1802-1870)
  • Historia de un muerto contada por él mismo (Histoire d'un mort racontée par lui-même)
  • La dama pálida (Histoire de la dame pâle)
  • Las tumbas de San Denis (Les tombeaux de Saint-Denis)
  • Albert (Albert)
  • El brazalete de pelo (Le bracelet de cheveux)
  • El castillo de Brankovan (Le Château de Brankovan)
  • El fuelle de Charlotte Corday (Le soufflet de Charlotte Corday)
  • El gato, el ujier y el esqueleto (Le Chat, l’Huissier et le Squelette)
  • El impasse de los sargentos (L’impasse des Sergents)
  • El monasterio de Hango (Le monastère de Hango)
  • El proceso verbal (Le procès-verbal)
  • El testamento de M. de Chauvelin (Le testament de Monsieur Chauvelin)
  • Fontenay de las rosas (La rue de Diane à Fontenay-aux-Roses)
  • La casa de Scarron (La maison de Scarron)
  • La liebre de mi abuelo (Le lièvre de mon grand-père)
  • La mujer del collar de terciopelo (La femme au collier de velours)
  • Las montañas Krapacks (Les monts Krapacks)
  • Los dos hermanos (Les deux frères)
  • Los hombres gentiles de Sierra Morena (Les gentilshommes de la Sierra-Morena)
  • Los matrimonios del tío Olifo (Les mariages du père Olifus)
  • Los montes Cárpatos (Les monts Carpathes)
  • Solange (Solange)
  • Una comida en casa de Rossini (Un dîner chez Rossini)




Antologías. I Relatos de Alejandro Dumas.


El análisis y resumen del libro de Alejandro Dumas: Los mil y un fantasmas (Les Mille et Un Fantômes), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Alejandro Dumas: poemas y relatos más importantes


Alejandro Dumas: poemas y relatos más importantes.




Agrupar en unos pocos ejemplos los poemas y relatos más importantes de Alejandro Dumas es, quizá, un ejercicio que necesariamente nos conducirá a cometer más de una injusticia. Sin embargo, e independientemente de la calidad de las obras de este autor, es cierto que algunos poemas y relatos de Alejandro Dumas se destacan considerablemente del resto de su vasta producción literaria.

Alejandro Dumas (1802-1870) fue, lisa y llanamente, uno de los mejores escritores franceses del romanticismo. Sus novelas, sobre todo, son ampliamente reconocidas, pero sus poemas y relatos a menudo ocupan un espacio secundario entre sus obras más destacadas.

En esta sección de El Espejo Gótico dejaremos de lado sus novelas y, en cambio, daremos cuenta de los relatos y poemas más importantes de Alejandro Dumas, muchos de ellos publicados en la antología: Los mil y un fantasmas (Les Mille et Un Fantômes).




Alejandro Dumas: relatos y poemas más importantes:




Más autores en El Espejo Gótico. I Autores con historia


El artículo: Alejandro Dumas: relatos y poemas más importantes fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

10 grandes autores adictos a las drogas


10 grandes autores adictos a las drogas.




Las drogas y la literatura no necesariamente están vinculadas, aunque de hecho existan varios casos de notable asimilación.

Si bien el consumo de drogas no es un requisito indispensable para que un autor pueda acceder a los sótanos de su conciencia y enfrentar a los miedos primordiales que lo pueblan, tampoco una vida frugal, libre de colesterol y sobresaltos hepáticos, nos aseguran ese grado de indiscreción.

En esta sección de El Espejo Gótico daremos cuenta de 10 grandes autores adictos a las drogas. Naturalmente, podríamos citar docenas más de ellos, quizás cientos, pero difícilmente con el mismo nivel de compromiso con la adicción, la autodestrucción y el arte de escribir para socavar el infierno personal, la esclavitud que supone cualquier atadura física y emocional a las drogas.

En esta lista evitaremos la adicción al alcohol, la cual merece un capítulo aparte.


10- John Keats.


John Keats fue un notable poeta del siglo XIX. A pesar de su enorme genio, sus progresos eran muy lentos, a tal punto que publicó su primer poema apenas cuatro años antes de su muerte, que de hecho se produjo de forma prematura, a los 25 años de edad, debido a la tuberculosis.

De una lentitud pasmosa John Keats pasó a la productividad más impresionante. A comienzos de 1819, se volvió adicto al opio, lo cual le trajo aparejado un sinfín de malestares físicos pero también un ritmo de composición asombroso. En pocos meses creó sus poemas más conocidos: Oda a un ruiseñor (Ode to a Nightingale) y Oda a la indolencia (Ode to Indolence); los cuales parecen evidenciar un corte abrupto, un quiebre, con sus primeras obras.

Como a muchos niños de aquella época, a John Keats también se le administró láudano desde muy temprana edad para tratar los efectos letales de la diarrea.



9- Charles Baudelaire.


El autor francés Charles Baudelaire, creador de Las flores del mal (Les fleurs du mal), fue un miembro activo del Club de Hachichins (Hashish Club), donde entabló amistad con otros artistas de la época, como Alejandro Dumas y el pintor Eugène Delacroix.

Charles Baudelaire no solo se volvió un consumidor frecuente del hashish, sino que también escribió sobre sus virtudes terapéuticas —totalmente desacreditadas en nuestros días— y la facilidad con la que esta sustancia podía inducir estados vecinos de la inspiración.
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8- Samuel Taylor Coleridge.


Samuel Taylor Coleridge obtuvo la inmortalidad a través de dos poemas impresionantes: La balada del viejo marinero (The Rime of the Ancient Mariner) y Kubla Khan (Kubla Khan). De hecho, toda su obra poética posee un aura etérea, anhelante, como si hubiese sido construida dentro de un sueño.

Samuel Taylor Coleridge no se enorgullecía de su adicción; de hecho, la ocultaba como un secreto bastante incómodo. Por ejemplo, aseguraba que Kubla Khan había sido compuesto durante el sueño, sin aclarar que ese sueño era en realidad una ensoñación inducida por el consumo de opio, en este caso, para tratar los síntomas de la disentería.

Samuel Taylor Coleridge comenzó su adicción cuando era un estudiante, y durante cuarenta años construyó una resistencia admirable contra sus efectos, a tal punto que podía llegar a consumir dos cuartos de botella de láudano (derivado del opio) en una semana.

Para poner en perspectiva esa dosis descomunal hay que calcular que, en el siglo XVIII, las concentraciones de láudano contenían 10 mg. de morfina por mililitro; lo cual se traduce en unos 18.9 gramos de morfina por semana para la dieta de Coleridge. Solo se necesita 1.2 gramos de esta sustancia para matar a un caballo.



7- Percy Shelley.


En una época difícil para ejercer la libertad personal, Percy Shelley se volcó al opio para alterar su conciencia y ejecutar acciones consideradas totalmente inadecuadas para la sociedad.

Tanto él como su futura esposa, Mary Shelley —autora de Frankenstein (Frankenstein)—, se entregaron al abrazo devastador del dragón verde. Años después, esas experiencias se transformaron en frecuentes episodios de confusión, pesadillas, espasmos, convulsiones, y al menos un intento de suicidio.

Según sus propias observaciones, el opio era una especie de catalizador de la creatividad de Percy Shelley; sin embargo, lo esclavizaba en el resto de las áreas de su vida cotidiana, perjudicando con particular énfasis su salud mental y estabilidad emocional, al punto de conducirlo a verdaderos arrebatos de locura.



6- Elizabeth Barrett Browning.


Elizabeth Barrett Browning fue una de las más reconocidas poetisas victorianas. A su increíble productividad hay que sumarle otras ocupaciones, por ejemplo, sus campañas contra la esclavitud y varias reformas legislativas vinculadas al trabajo infantil y los derechos de la mujer.

Por prescripción médica, Elizabeth Barrett Browning empezó a consumir láudano (más precisamente, tintura de opio) a los 14 años de edad para suavizar los terribles dolores que sufría en la columna y el cuello.

Los dolores la acompañaron durante el resto de su vida, así como el láudano y la morfina. A los 20 años de edad, la adicción era una parte esencial de su rutina diaria. Elizabeth Barrett Browning consumió su última dosis el 29 de junio de 1861, cuando contaba con apenas 37 años. Horas después, su cuerpo sin vida fue hallado en la cama, según los dichos de su esposo, el poeta Robert Browning, con una sonrisa rígida tallada en el rostro.



5- Aleister Crowley.


Aleister Crowley, más conocido por sus aportes al ocultismo y el esoterismo, también fue un excelente poeta; y quizás habría llegado a ser uno realmente genial si hubiese evitado frecuentar ciertas adicciones particularmente desagradables.

Después de haber consumido heroína para tratar su asma, Aleister Crowley se convirtió en adicto. En su obra: Confesiones (Confessions), el mago realiza un minucioso repaso por sus sustancias predilectas: peyote, marihuana, morfina, mescal, ether, opio. Murió en 1947 de una complicación respiratoria producida por su primer gran amor: la heroína.



4- Robert Louis Stevenson.


Robert Louis Stevenson fue un consumidor frecuente de cocaína, por aquel entonces, una sustancia legal. Estaba enfermo de tuberculosis y las drogas servían para paliar las terribles dolencias y malestares que padecía prácticamente todo el tiempo. No obstante, el consumo trajo aparejadas otras prestaciones.

Casi inválido, incapaz de realizar las tareas más elementales, Robert Louis Stevenson llegó a escribir más de 60.000 palabras en cinco días. No cualquier tipo de palabras, como fácilmente podríamos atribuirle a un adicto fuera de control, sino las que conforman la totalidad de la novela: El extraño caso del doctor Jeckyll y mr. Hyde (The Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde); la cual menciona un polvo blanco capaz de transformar a alguien correcto y agradable en un detestable criminal.



3- William S. Burroughs.


William S. Burroughs escribió más de 18 novelas y una cifra incalculable de relatos. Su obra más famosa, sin embargo, no tiene nada que ver con la ficción: Junkie, autobiografía despiadada, relata precisamente su experiencia como adicto a las drogas, de todo tipo, clase y frecuencia.

Burroughs manifiesta un punto de vista negativo acerca del uso de drogas como forma de aumentar la creatividad. Por el contrario, opina que las drogas solo aumentan la productividad del escritor mediocre:

Ya sea si la aspiras, la fumas, la comes, o si te la metes por el culo: el resultado es el mismo.

(Whether you sniff, it smoke it, eat it, or shove it up your ass, the result is the same)



2- Philip K. Dick.


Philip K. Dick, que dicho de paso también sufría de esquizofrenia, fue un verdadero maestro de la ciencia ficción. Publicó 44 novelas y 121 relatos fantásticos, muchos de los cuales fueron escritos bajo el abuso de anfetaminas.

Buena parte de sus novelas se basan en personajes incapaces de diferenciar la realidad de la psicosis; de hecho, el propio Philip K. Dick solía tener alucinaciones frecuentes acerca de un gigantesco rostro metálico que lo observaba desde el cielo, y hasta llegó a considerar la posibilidad de que su cuerpo estuviese poseído por el espíritu del profeta Elías.

Las drogas lo convirtieron en un sujeto paranoico; lo cual se refleja en un episodio ocurrido en 1971, donde un ladrón común ingresó a su domicilio. Durante los siguientes 11 años, Philip K. Dick escribió docenas de miles de páginas acerca de una conspiración mundial. La hipótesis más interesante deduce que él mismo fue aquel ladrón, y que su cerebro habría sido lavado por una agencia gubernamental desconocida.

En 1982, a la edad de 54 años, Philip K. Dick sufrió dos derrames cerebrales y murió pocos días después. Dentro de su interminable lista de genialidades podemos mencionar: El hombre en el castillo (The Man in the High Castle), Ubik (Ubik), SIVAINVI (VALIS), Podemos recordarlo por usted (We Can Remember It for You Wholesale) y Una mirada a la oscuridad (A Scanner Darkly).



1- Thomas De Quincey.


Thomas De Quincey escribió el primer libro sobre adicciones a las drogas de occidente: Confesiones de un inglés comedor de opio (Confessions of an English Opium-Eater).

Si bien Thomas De Quincey cayó en las garras del opio al utilizar esta sustancia como tratamiento para la neuralgia, rápidamente se convirtió en un adicto. Para 1813 se encontraba totalmente obsesionado con el consumo, el cual se acentuaba durante breves pero horrorosos períodos de abstinencia.

De Quincey, en parte gracias a la traducción de Charles Baudelaire, titulada Los paraísos artificiales (Les paradis artificiels), se convirtió en un referente de la literatura más oscura del período, y en uno de los ejemplos más perturbadores de lo que la adicción a las drogas puede hacer con la integridad del hombre.




Autores con historia. I Autores en El Espejo Gótico.


Más literatura gótica:
El artículo: 10 grandes autores adictos a las drogas fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Relatos eduardianos de terror.


Relatos eduardianos de terror.




Segunda antología sobre una era que sus editores insisten en imaginarla bajo una luz incierta: Pesadillas góticas II: relatos eduardianos y victorianos de terror (Gaslit Nightmares II: Victorian and Eduardian Tales of terror); obra que cierra otra magnífica colección de cuentos de terror: Cuentos desde un cementerio iluminado a gas (Tales from a Gaslit Graveyard).




Pesadillas góticas: relatos victorianos y eduardianos de terror.
Gaslit Nightmares II: Victorian and Edwardian Tales Of Terror.
  • Diplomacia (Diplomacy, Lafcadio Hearn)
  • El mensajero (The Messenger, Robert W. Chambers)
  • La casa de pesadillas (Nightmare House, Edward Lucas White)
  • La dama negra (La dame noire, Alejandro Dumas)
  • Un horror tropical (A Tropical Horror, William Hope Hodgson)
  • Bajo la luz de la lámpara roja (In the Light of the Red Lamp, Maurice Level)
  • El caballero oscuro (The Black Knight, Raymund Allen)
  • El cinturón de cuero de cerdo (The Pig-Skin Belt, Edward Lucas White)
  • El diario de la señora Rivers (Mrs. River's Journal, Perceval Landon)
  • El espíritu del fiordo (The Spirit of the Fjord, John C. Shannon)
  • El manuscrito del diablo (The Devil's Manuscript, S. Levett-Yates)
  • El misterio del tunel de Felwyn (The Mystery of the Felwyn Tunnel, L.T. Meade y Robert Eustace)
  • El prisionero de Marceau (Marceau’s Prisoner, Alejandro Dumas)
  • El rey de los babuinos (The King of the Baboons, Perceval Gibbon)
  • El terror nocturno (The Terror By Night, Lewis Lister)
  • El toque de pesadilla (Nightmare-Touch, Lafcadio Hearn)
  • El viejo Gervais (Old Gervais, Mrs. Molesworth)
  • La casa evanescente (The Vanishing House, Bernard Capes)
  • La extraña historia del priorato de Northavon (The Strange Story of Northavon Priory, Frank Frankfort Moore)
  • La mujer de la vela (The Woman with a Candle, W. Bourne Cooke)
  • La prueba (The Test, Maurice Level)
  • La sombra oscura (The Dark Shadow, Wirt Gerrare)
  • Los jinetes fantasma (The Phantom Riders, E.R. Suffling)
  • Mustafa (Mustapha, S. Baring Gould)
  • Un poco de amor (Un Peu D’Amour, Robert W. Chambers)




Antologías. I Relatos góticos.


El análisis y resumen del libro: Pesadillas góticas II: relatos eduardianos y victorianos de terror (Gaslit Nightmares II: Victorian and Eduardian Tales of terror) fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«La mujer del collar de terciopelo»: Alejandro Dumas; novela y análisis


«La mujer del collar de terciopelo»: Alejandro Dumas; novela y análisis.




La mujer del collar de terciopelo (La femme au collier de velours) es una novela del romanticismo del escritor francés Alejandro Dumas (1802-1870), publicada en la antología de 1850: Los mil y un fantasmas (Les mille et un fantòme).

La mujer del collar de terciopelo, una de las novelas de Alejandro Dumas menos conocidas, tiene una historia interesante detrás. Al parecer, justo antes de morir el escritor Charles Nodier le comentó a Alejandro Dumas una anécdota muy curiosa, que refiere las andanzas del gran maestro del terror alemán E.T.A. Hoffmann en su paso por Francia, quien de hecho es el protagonista del libro.

En este sentido, hay que decir que La mujer del collar de terciopelo es claramente el retrato de una historia de amor, que poco a poco va mutando en las manos de Alejandro Dumas hasta transformarse en algo mucho más inquietante.




La mujer del collar de terciopelo.
La femme au collier de velours, Alejandro Dumas (1802-1870)

Copia y pega el link en tu navegador para leer online o descargar en PDF: La mujer del collar de terciopelo de Alejandro Dumas:
  • https://www.alexandredumasobras.com/2016/08/la-mujer-del-collar-de-terciopelo-1851-libro-gratis.html




Novelas góticas. I Novelas de Alejandro Dumas.


El análisis y resumen de la novela de Alejandro Dumas: La mujer del collar de terciopelo (La femme au collier de velours), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El hombre de la máscara de hierro»: Alejandro Dumas; novela y análisis


«El hombre de la máscara de hierro»: Alejandro Dumas; novela y análisis.




El hombre de la máscara de hierro (L'homme au masque de fer) es una novela del romanticismo del escritor francés Alejandro Dumas (1802-1870), publicada por entregas entre 1847 y 1850.

El título original de El hombre de la máscara de hierro, posiblemente entre las mejores novelas de Alejandro Dumas, es El vizconde de Bragelonne (Le vicomte de Bragelonne), obra en la que el autor deduce que el Hombre de la Máscara de Hierro quizás haya sido un hermano gemelo de Luis XIV de Francia, añadiéndole así un dato de color que no posee la leyenda original.

Lo cierto es que el Hombre de la Máscara de Hierro sigue siendo uno de los personajes más misteriosos de la Francia de aquellos años, encarcelado por motivos desconocidos en la Bastilla. La leyenda sostiene que durante su estadía en la prisión se le colocó una máscara sobre el rostro, probablemente de terciopelo, no de hierro. La primera referencia directa a este personaje fue hecha nada menos que por Voltaire.

Volviendo al Hombre de la máscara de hierro de Alejandro Dumas, es importante mencionar que la novela es la tercera entrega de la saga de D'Artagnan y sus camaradas.




El hombre de la máscara de hierro.
L'homme au masque de fer, Alejandro Dumas (1802-1870)

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  • http://www.biblioteca.org.ar/libros/133444.pdf




Novelas góticas. I Novelas de Alejandro Dumas.


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«El caballero de la Casa Roja»: Alejandro Dumas; novela y análisis


«El caballero de la Casa Roja»: Alejandro Dumas; novela y análisis.




El caballero de la Casa Roja (Le Chevalier de Maison-Rouge) —a veces publicada como El caballero de Maison Rouge o El caballero de la Mansión Roja— es una novela del romanticismo del escritor francés Alejandro Dumas (1802-1870), escrita en 1845.

El caballero de la Casa Roja, una de las grandes novelas de Alejandro Dumas, nos sitúa en el reinado del terror, y relata las aventuras de un valiente joven llamado Maurice Lindey, quien se ve implicado involuntariamente en un plan para liberar de prisión a María Antonieta. Maurice es devoto de la causa republicana, no obstante, el amor por una misteriosa mujer lo involucra en esta intriga, cuyo orquestador es el Caballero de la Casa Roja.

El libro de Alejandro Dumas está basado en las comunicaciones entre el marqués de Rougeville y María Antonieta. De hecho, el autor originalmente concibió la posibilidad de titular la novela: El caballero de Rougeville, pero un descendiente de aquel noble, justicia mediante, lo intimó a cambiar el nombre.

Este capítulo escabroso de la historia francesa es conocido como El affaire de oeillet, o el «affaire del clavel», debido a que los mensajes que el marqués de Rougeville le enviaba a María Antonieta iban escondidos entre los pétalos de esta flor.




El caballero de la Casa Roja.
Le Chevalier de Maison-Rouge, Alejandro Dumas (1802-1870)

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  • http://www.biblioteca.org.ar/libros/153996.pdf




Novelas góticas. I Novelas de Alejandro Dumas.


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«La reina Margot»: Alejandro Dumas; novela y análisis


«La reina Margot»: Alejandro Dumas; novela y análisis.




La reina Margot (La reine Margot) es una novela del romanticismo del escritor francés Alejandro Dumas (1802-1870), publicada en 1845.

La reina Margot, posiblemente entre las novelas de Alejandro Dumas menos conocidas, nos sitúa en París, en el año 1572, durante el reinado de Carlos IX. En otras palabras, en medio de las Guerras de Religión.

La protagonista de La reina Margot es una figura histórica: Marguerite de Valois —más conocida como Margot—, hija de Enrique II y Catalina de Médici.

Si bien la novela está basada en eventos reales, es decir, es una novela histórica, muchos personajes y acontecimientos resultan incongruentes con los registros históricos. Las licencias artísticas de Alejandro Dumas resultan curiosamente funcionales a la crítica de Catalina de Médici sobre cualquier otro personaje. De todos modos, aquel período estuvo lleno de intrigas y traiciones, las cuales son reflejadas elegantemente por el autor, quien además les dio cierta congruencia y un marco adecuado para acomodarse a las necesidades de la ficción.

La reina Margot fue un éxito de ventas en su época. Casi inmediatamente después de su publicación apareció una traducción al inglés —y que aún pertenece a los clásicos de Oxford— llamada Marguerite de Valois.




La reina Margot.
La reine Margot, Alejandro Dumas (1802-1870)

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  • http://www.biblioteca.org.ar/libros/155505.pdf




Novelas góticas. I Novelas de Alejandro Dumas.


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«El tulipán negro»: Alejandro Dumas; novela y análisis


«El tulipán negro»: Alejandro Dumas; novela y análisis.




El tulipán negro (La tulipe noire) es una novela del romanticismo del escritor francés Alejandro Dumas (1802-1870), publicada originalmente en tres volúmenes durante 1850.

El tulipán negro, acaso una de las ovelas de Alejandro Dumas menos conocidas, nos sitúa en el año 1672, en el centro de un hecho histórico: el linchamiento del primer ministro holandés Johann de Witt y su hermano Cornelis, por parte de una turba que, al parecer, estaba en desacuerdo con sus políticas de estado.

El episodio narrado en libro es, sin dudas, uno de los capítulos más oscuros de la historia. En este sentido, la trama de El tulipán negro de Alejandro Dumas se desarrolla en los once meses posteriores al asesinato.

En la ciudad de Haarlem se realiza una especie de concurso, cuyo premio es otorgado a quien pueda cultivar un tulipán negro. Los mejores jardineros del país se hacen presentes. Entre ellos está el joven burgués Cornelius Van Baerle, quien momentos antes de obtener el ansiado tulipán negro, y el premio, súbitamente es arrojado a prisión, donde conoce a una muchacha, Rosa. Juntos, y ensombrecidos por los muros de la cárcel, llegan a descubrir algunos detalles sumamente inquietantes de la trastienda política que los ha encarcelado.




El tulipán negro.
La Tulipe noire, Alejandro Dumas (1802-1870)

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  • https://www.getafe.es/wp-content/uploads/El-Tulip%C3%A1n-Negro-Alejandro-Dumas.pdf




Novelas góticas. I Novelas de Alejandro Dumas.


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«El castillo de Eppstein»: Alejandro Dumas; novela y análisis


«El castillo de Eppstein»: Alejandro Dumas; novela y análisis.




El castillo de Eppstein (Le château d'Eppstein) es una novela gótica del escritor francés Alejandro Dumas (1802-1870), publicada en 1843.

El castillo de Eppstein, una de las grandes novelas de Alejandro Dumas, se introduce de lleno en la literatura gótica, empleando algunos recursos esenciales del género, como los fantasmas y las casas embrujadas.

La trama del libro se desarrolla en 1789, en el terrorífico castillo Eppstein, ubicado en las montañas Taunus, al norte de Frankfurt, Alemania. Allí se nos presentan los conflictos e intrigas de la antigua y aristocrática familia Eppstein.

Albina, una integrante del clan, es asesinada por su amante, quien duda sobre la paternidad de su hijo. Sin embargo, el fantasma de Albina continúa rondando por el castillo, reuniéndose con su pequeño y entrando en una extraña comunión mística con los bosques circundantes. Finalmente, el espectro tiene un encuentro directo con el asesino y sus inquietantes circunstancias.

Estos tenebrosos hechos son descubiertos por el conde Élim, quien tras extraviarse en el bosque, en medio de una tormenta, encuentra el Castillo Eppstein, o lo que queda de él. El conde no tarda demasiado en descubrir los misterios ominosos que rodean al castillo, en particular a una de sus habitaciones, la Cámara Roja. Al parecer, una oscura leyenda pesa sobre aquel linaje: todas las mujeres que mueren en el castillo la noche, en la noche de Navidad, regresan desde el más allá para atormentar a sus habitantes.

Albina, naturalmente, no es la excepción.




El castillo de Eppstein.
Le château d'Eppstein, Alejandro Dumas (1802-1870)

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  • http://www.ataun.net/bibliotecagratuita/Cl%C3%A1sicos%20en%20Espa%C3%B1ol/Alejandro%20Dumas/El%20castillo%20de%20Eppstein.pdf




Novelas góticas. I Novelas de Alejandro Dumas.


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«Un baile de máscaras»: Alejandro Dumas; relato y análisis


«Un baile de máscaras»: Alejandro Dumas; relato y análisis.




Un baile de máscaras (Un bal masqué) es un relato fantástico del escritor francés Alejandro Dumas (1802-1870), publicado en la antología de 1835: Recuerdos de Anthony (Souvenirs d'Anthony).

Un baile de máscaras, uno de los más interesantes relatos de Alejandro Dumas, cuenta la historia de un hombre que se enamora de una misteriosa mujer en un baile de máscaras. No conoce su identidad; de manera tal que pasa largos meses tratando de encontrarla, hasta que por fin lo consigue, acaso demasiado tarde.




Un baile de máscaras.
Un bal masqué; Alejandro Dumas (1802-1870)

Había dado la orden de que se dijese que no estaba en casa para nadie: uno de mis amigos forzó la consigna. Mi criado me anunció al señor Antony R. Descubrí, detrás de la librea de José, el cuerpo de una levita negra. Era probable, por lo tanto, que el que la llevaba hubiese visto, por su parte, la falda de mi bata de casa. Siendo imposible ocultarme:

—¡Muy bien! Que entre —dije en voz alta.

—¡Que se vaya al diablo! —murmuré para mí.

Cuando se trabaja, sólo la mujer que se ama puede interrumpir a uno impunemente; pues, hasta cierto punto, siempre está ella de algún modo en el fondo de lo que se hace. Me fui, pues, hacia él con el aspecto medio irritado de un autor interrumpido en uno de los momentos en que más teme serlo, cuando le vi tan pálido y tan descompuesto que las primeras palabras que le dirigí fueron éstas:

—¿Qué tenéis? ¿Qué os ha ocurrido?

—¡Oh! Dejadme respirar —dijo—. Voy a contároslo; pero, ¡qué digo!, esto es un sueño o sin duda, estoy loco.

Se arrojó sobre un sofá y dejó caer la cabeza entre sus manos. Le miré asombrado: sus cabellos estaban mojados por la lluvia; sus botas, sus rodillas y la parte baja de su pantalón, estaban cubiertos de barro. Me asomé a la ventana y vi a la puerta a su criado con el cabriolé: nada comprendía de aquello. Él vio mi sorpresa.

—He estado en el cementerio del Pére-Lachaise —me dijo.

—¿A las diez de la mañana?

—Estaba allí a las siete... ¡Maldito baile de máscaras!

Yo no podía adivinar la relación que podía tener un baile de máscaras con el Pére-Lachaise. Así es que me resigné, y volviendo la espalda a la chimenea, empecé a envolver un cigarrillo entre mis dedos, con la flema y paciencia de un español. Cuando terminé de hacerlo, se lo ofrecí a Antony, el cual sabía yo que de ordinario agradecía mucho esta clase de atención. Me hizo un signo de agradecimiento, pero rechazó mi mano. Por mi parte, me incliné a fin de encender el cigarrillo: Antony me detuvo.

—Alejandro —me dijo—, escuchadme: os lo ruego.

—Pero si hace un cuarto de hora que estáis aquí y no me decís nada.

—¡Oh! ¡Es una aventura muy rara!

Me enderecé, puse mi cigarro sobre la chimenea y me crucé de brazos como un hombre resignado; únicamente que empezaba a creer como él que muy bien podía haberse vuelto loco.

—¿Os acordáis de aquel baile de la Ópera, en que os encontré? —me dijo, después de un instante de silencio.

—¿El último, en el que había a lo más doscientas personas?

—Ese mismo. Os dejé con la intención de irme al de Variedades, del cual me habían hablado como cosa curiosa en medio de nuestra curiosa época: usted quiso disuadirme de que fuese; la fatalidad me empujaba a aquel sitio. ¡Oh! ¿Por qué no ha visto usted aquello; usted, dedicado a describir las costumbres? ¿Por qué Hoffman o Callot no estaban allí para pintar aquel cuadro fantástico y burlesco a la par que se desarrolló ante mis ojos? Acababa de dejar la Ópera vacía y triste y encontré una sala llena y gozosa: corredores, palcos, plateas, todo estaba lleno.

»Di una vuelta por el salón: veinte máscaras me llamaron por mi nombre y me dijeron el suyo. Eran celebridades aristocráticas o financieras bajo innobles disfraces de pierrots, de postillones, de payasos o de verduleras. Eran todos jóvenes de nombre, de corazón, de mérito; y allí, olvidando familia, artes y política, reedificaban una tertulia del tiempo de la Regencia en medio de nuestra época grave y severa. ¡Ya me lo habían dicho y, sin embargo, yo no había querido creerlo! Subí algunas gradas, y, apoyándome sobre una columna, y medio escondido por ella, fijé los ojos en aquella ola de criaturas humanas que se movían a mis pies. Aquellos dominós de todos los colores, aquellos vestidos pintorreados y aquellos grotescos disfraces, formaban un espectáculo que no tenía semejanza con nada humano.

»La música empezó a tocar. ¡Oh! Entonces fue ella. Aquellas extrañas criaturas se agitaron al son de aquella orquesta cuya armonía llegaba a mis oídos en medio de gritos, de risas y de algazara; se cogieron unos a otros por las manos, por los brazos, por el cuello: se formó un gran círculo, empezando entonces un movimiento circular; bailadores y bailadoras pateando, haciendo levantar con ruido un polvo cuyos átomos hacía visibles la pálida luz de las arañas; dando vueltas con velocidad creciente y con extrañas posturas, con gestos obscenos, con gritos desordenados: dando vueltas cada vez con más rapidez, tirados por tierra como hombres borrachos, dando alaridos como mujeres perdidas, con más delirio que alegría, con más rabia que placer: semejantes a una cadena de condenados que hubiesen cumplido, bajo el látigo de los demonios, una penitencia infernal. Aquello ocurría en mi presencia y a mis pies.

»Sentía el viento que producían en su carrera: cada uno de los que me conocía me decía, al pasar, alguna palabra que me hacía enrojecer. Todo aquel ruido, todo aquel murmullo, toda aquella confusión, toda aquella música, estaban en mis oídos como en la sala. Muy pronto llegué a no saber si lo que tenia ante mis ojos era sueño o realidad; llegué a preguntarme si no era yo el insensato y ellos los razonables: se apoderaban de mí extrañas tentaciones de arrojarme en medio de aquella bacanal, como Fausto a través de las regiones infernales, y sentí entonces que tendría gritos, gestos, posturas y risas como las suyas. ¡Oh! De aquello a la locura no hay más que un paso. Quedé asombrado y me lancé fuera de la sala, perseguido hasta la puerta de la calle por aullidos que parecían aquellos rugidos de amor que salen de la caverna de las bestias feroces.

»Me detuve un instante bajo el pórtico para tranquilizarme. No quería aventurarme en la calle lleno mi espíritu de tanta confusión: es muy fácil que no hubiese conocido el camino: es muy fácil que hubiese sido atropellado por un coche sin quererlo yo mismo. Me encontraba en ese estado en que se encuentra un hombre borracho que empieza a recobrar la razón suficiente en su cerebro ofuscado para darse cuenta de su estado y que, sintiendo que recobra la voluntad, pero no aún el poder, se apoya, inmóvil, con los ojos fijos y extraviados, contra un poyo de la calle o contra un árbol de un paseo público. En este momento, un coche se detuvo ante la puerta: una mujer salió de su puertecilla o, más bien, se precipitó fuera de ella.

»Entró bajo el peristilo, volviendo la cabeza a derecha e izquierda como una persona perdida. Vestía un dominó negro y tenía la cara cubierta con un antifaz de terciopelo. Llegó hasta la puerta.

—¿Vuestro billete? —le dijo el portero.

—¿Mi billete? —respondió ella—. No lo tengo.

—Pues, entonces, tomadlo en la taquilla.

»La mujer del dominó volvió bajo el peristilo, registrando vivamente todos sus bolsillos.

—¡No traigo dinero! —exclamó—. ¡Ah! Este anillo... Un billete de entrada por este anillo —dijo ella.

—Imposible —respondió la mujer que vendía los billetes—; no hacemos negocios de ese género.

»Y rechazó el brillante, que cayó a tierra y rodó hacia mi lado. La mujer del dominó permaneció inmóvil, olvidando el anillo y abismada, sin duda, en algún pensamiento. Yo recogí el anillo y se lo presenté. Vi, a través de su antifaz, que sus ojos se fijaban en los míos; me miró un instante con indecisión. Después, de repente, pasando su brazo alrededor del mío:

—Es necesario que me paguéis la entrada —me dijo—. ¡Por piedad, es necesario!

—Yo salía ya, señora —le dije.

—Entonces dadme seis francos por este anillo, y me habréis hecho un servicio por el que os bendeciré toda mi vida.

»Volví a poner el anillo en su dedo; fui a la taquilla y tomé dos billetes. Entramos juntos. Una vez llegados al corredor, sentí que vacilaba. Formó entonces con su segundo brazo una especie de anillo alrededor del mío.

—¿Sufrís? —le dije.

—No, no: esto no es nada —repuso ella—. Un desvanecimiento: eso es todo

»Y me condujo hacia el salón. Entramos en aquel gozoso Charenton. Tres veces dimos la vuelta abriéndonos paso con gran pena por entre aquella multitud de máscaras que se empujaban las unas a las otras: ella, estremeciéndose a cada palabra obscena que escuchaba; yo, avergonzado de que me viesen dando el brazo a una mujer que se atrevía a escuchar tales palabras. Después nos volvimos al extremo del salón. Ella se dejó caer sobre un banco. Yo permanecí de pie ante ella, con la mano apoyada en el respaldo de su asiento.

—¡Oh! Esto debe pareceros muy extravagante —me dijo—: pero no más que a mí: os lo juro. Yo no tenía idea alguna de esto -miraba al baile-, pues ni aun en sueños he podido ver tales cosas. Pero, vea usted, me han escrito que estaría aquí con una mujer. Y ¿qué mujer será esa que se atreve a venir a un sitio semejante?

»Yo hice un gesto de asombro; ella lo comprendió.

—Quiere usted decir que yo también estoy aquí, ¿no es verdad? ¡Oh! pero ya es otra cosa: yo lo busco, yo soy su mujer. Estas gentes vienen aquí impulsadas por la locura y el libertinaje. ¡Oh! Pero yo vengo por celos infernales. Hubiera ido a buscarle a cualquier parte: por la noche, a un cementerio, hubiera ido a Greve el día de una ejecución, y, sin embargo, os lo juro, cuando era joven, no he salido ni una sola vez a la calle sin mi madre. Mujer ya, no he dado un paso fuera de casa sin ir seguida de un lacayo; y, sin embargo, heme aquí, como todas estas mujeres perdidas: heme aquí dando el brazo a un hombre a quien no conozco, enrojeciendo, bajo mi antifaz, de la opinión que de mí habéis podido formaros. ¡Yo comprendo todo esto!... Caballero, ¿habéis estado alguna vez celoso?

—Atrozmente —respondí.

—Entonces, seguramente que me perdonáis y que lo comprendéis todo. Conocéis aquella voz que os grita, como si lo hiciese a la oreja de un insensato: "¡Ve!". Conocéis el brazo que, como el de la fatalidad, os empuja a la vergüenza y al crimen. Sabéis ya que en tales momentos uno es capaz de todo, con tal que pueda vengarse.

»Iba a responderle; pero se levantó de repente con la mirada fija en dos dominós que pasaban en aquel momento ante nosotros.

—¡Callaos! —me dijo.

»Y me arrastró en su persecución.

»Yo estaba metido en una intriga de la que no comprendía nada; sentía vibrar todas sus cuerdas y ninguna me la hacía comprender; pero aquella pobre mujer parecía tan agitada que estaba verdaderamente interesante. Tan imperiosa es una pasión verdadera, que obedecí como un niño, y nos pusimos en persecución de las dos máscaras, de las que la una era evidentemente un hombre y la otra una mujer. Hablaban a media voz; sus palabras apenas llegaban a nuestros oídos.

—¡Es él! —murmuraba ella—. Es su voz. Sí, sí, es su estatura...

»El más alto de los dos que vestían dominó empezó a reírse.

—¡Es su risa! —dijo ella—. ¡Es él, señor, es él! La carta decía la verdad. ¡Oh Dios mío! ¡Dios mío!

»Sin embargo, las máscaras avanzaban y nosotros salimos detrás de ellas. Tomaron la escalera de los palcos, y nosotros la subimos en su persecución. No se detuvieron hasta que llegaron a la de la gran bóveda: nosotros parecíamos sus dos sombras. Un pequeño palco enrejado se abrió; entraron en él y la puerta se cerró tras ellos. La pobre criatura que yo llevaba del brazo me asustaba con su agitación: no podía ver su cara; pero, apretada contra mí como estaba, sentía latir su corazón, temblar su cuerpo y estremecerse sus miembros. Había algo de extraño en la manera como llegaban a mí los sufrimientos inauditos cuyo espectáculo se desarrollaba ante mis ojos, cuya víctima no conocía y cuya causa ignoraba por completo. Sin embargo, por nada del mundo hubiese abandonado a aquella mujer en semejante momento.

»Cuando ella vio a las dos máscaras entrar en el palco y el palco cerrarse tras ellos, permaneció un momento inmóvil y como herida de un rayo. Después se abalanzó sobre la puerta para escuchar. Colocada como estaba, el menor movimiento denunciaba su presencia y la perdía: yo la tomé violentamente por el brazo, abrí el pestillo del palco contiguo, la arrastré allí conmigo, eché la cortina y cerré la puerta.

—Si queréis escuchar —le dije—, hacedlo de aquí al menos.

»Ella se dejó caer sobre una rodilla y aproximó la oreja al tabique, y yo me mantuve de pie al lado opuesto, con los brazos cruzados, cabizbajo y pensativo. Todo lo que yo había visto de aquella mujer me había hecho creer que era un verdadero tipo de belleza. La parte baja de su cara, que no ocultaba el antifaz, era fresca, aterciopelada y llena; sus labios rojos y finos; sus dientes, a los que el terciopelo que llegaba hasta ellos hacía parecer más blancos, pequeños, separados y brillantes; su mano parecía un modelo; su talle podía abrazarse con las manos; sus cabellos negros, sedosos, se escapaban con profusión de la cofia de su dominó, y su pequeño pie, que apenas se dejaba ver fuera de la bata, parecía no poder apenas sostener aquel cuerpo, ligero, gracioso y aéreo.

»¡Oh! ¡Debía ser una maravillosa criatura! ¡Oh, el que la hubiese tenido en sus brazos, el que hubiese visto todas las facultades de aquella alma empleadas en amarle, el que hubiese sentido sobre su corazón aquellas palpitaciones, aquellos estremecimientos, aquellos espasmos neurálgicos, y el que hubiese podido decir: "¡Todo esto, todo esto, es producido por el amor que por mí siente; por el amor que tiene para mí solo entre todos los hombres y es el ángel para mi predestinado!" ¡Oh! ¡Este hombre... este hombre...!

»Estos eran mis pensamientos, cuando de repente vi a aquella mujer levantarse, volverse hacia mí y decirme con voz entrecortada y furiosa:

—Caballero, soy hermosa: os lo juro. Soy joven, pues tengo diez y nueve años. Hasta ahora, he sido pura como el ángel de la creación. Pues bien...—echó sus brazos a mi cuello— pues, bien: soy vuestra... ¡Tomadme!...

»En el mismo instante sentí sus labios pegarse a los míos, y la impresión de un mordisco, más bien que la de un beso, corrió por todo su cuerpo tembloroso y enloquecido por la pasión: una nube de fuego pasó por mis ojos. Diez minutos después, la tenía entre mis brazos, desmayada, medio muerta, sollozando.

»Poco a poco volvió en si. Yo distinguía, a través de su antifaz, sus ojos extraviados; vi la parte inferior de su cara pálida, vi que sus dientes chocaban unos con otros, como si estuviese poseída de un temblor febril. Toda esta escena se presenta aún ante mi vista. Recordó lo que acababa de pasar y cayó a mis pies.

—Si os inspiro alguna compasión, me dijo sollozando, alguna piedad, no fijéis en mí vuestros ojos, no procuréis nunca reconocerme: dejadme marchar y olvidadlo todo. ¡Ya me acordaré yo de ello por los dos!

»A estas palabras se levantó, rápida como el pensamiento que huye de nosotros; se abalanzó hacia la puerta, la abrió, y, volviéndose aún una vez, me dijo:

—¡Caballero, no me sigáis; en nombre del Cielo, no me sigáis!

»La puerta, empujada con violencia, se cerró entre mí y ella, ocultándomela como una aparición. ¡No he vuelto a verla!

»No he vuelto a verla! Y en los diez meses que han pasado desde entonces la he buscado por todas partes, en los bailes, en los espectáculos, en los paseos. Cuantas veces veía de lejos una mujer de fino talle, de pie pequeño y de cabellos negros, la seguía, me aproximaba a ella, la miraba de frente, esperando que su rubor la descubriese. ¡En ninguna parte la he vuelto a encontrar; en ninguna parte la he vuelto a ver... nada más que en mis noches de insomnio y en mis sueños! ¡Oh! Entonces ella volvía a venir allí; allí la sentía, sentía sus abrazos, sus mordiscos, sus caricias tan ardientes, que tenían algo de infernal; después, el antifaz caía, y la cara más extraña se presentaba a mis ojos, ya velada, como si estuviese cubierta por una nube; ya brillante, como rodeada de una aureola; ya pálida, con el cráneo blanco y pelado, con las órbitas de los ojos vacías, y con los dientes vacilantes y raros.

»En fin, que desde aquella noche no he vivido, abrasado de un amor insensato por una mujer a quien no conocía, esperando siempre y siempre engañado en mis esperanzas, celoso sin tener el derecho de serlo, sin saber de quién debía estarlo, sin atreverme a manifestar a nadie tamaña locura, y, sin embargo, perseguido , acabado, consumido y devorado por ella.


Al acabar estas palabras, sacó una carta de su pecho.

—Ahora que te lo he contado todo, toma esta carta y léela —me dijo.

La tomé y leí:


»Acaso hayáis olvidado a una pobre mujer que no ha olvidado nada y que muere porque no puede olvidar. Cuando recibáis esta carta ya habré dejado de existir. Entonces, id al cementerio del Pére-Lachaise, decid al conserje que os enseñe, de las últimas tumbas, una que llevará sobre su piedra funeraria el sencillo nombre de María, y cuando estéis en presencia de esta tumba arrodillaos y rezad.


—Pues bien —continuó Antony—; he recibido esta carta ayer y he estado allí esta mañana. El conserje me condujo a la tumba y he permanecido ante ella dos horas, arrodillado, rezando y llorando. ¿Comprendes? ¡Aquella mujer estaba allí! ¡Su alma ardiente había volado; su cuerpo, consumido por ella, se había doblado hasta romperse bajo el peso de los celos y de los remordimientos! ¡Estaba allí, a mis pies, y había vivido y muerto desconocida para mí, desconocida... y ocupando un lugar en mi vida como lo ocupa en la tumba; desconocida... y encerrando en mi corazón un cadáver frío e inanimado como el que se había depositado en el sepulcro! ¡Oh! ¿Conoces cosa alguna semejante? ¿Has oído algún acontecimiento tan extraño? Así es que ahora, adiós mis esperanzas, pues jamás volveré a verla. Cavaría su fosa y no podría encontrar ya allí los restos con que poder recomponer su cara. ¡Y continúo amándola! ¿Comprendes, Alejandro? La amo como un insensato; y me mataría al momento para unirme a ella si no supiese que ha de permanecer desconocida para mí en la eternidad, como lo ha sido en este mundo.

A estas palabras, me quitó la carta de las manos, la besó varias veces y se puso a llorar como un niño.

Yo lo abracé, y, no sabiendo qué responderle, lloré con él.

Alejandro Dumas (1802-1870)




Relatos góticos. I Relatos de Alejandro Dumas.


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El análisis y resumen del cuento de Alejandro Dumas: Un baile de máscaras (Un Bal Masqué), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Las tumbas de Saint Denis»: Alejandro Dumas; relato y análisis


«Las tumbas de Saint Denis»: Alejandro Dumas; relato y análisis.




Las tumbas de Saint Denis (Les Tombeaux de Saint-Denis) es un relato fantástico del escritor francés Alejandro Dumas (1802-1870), publicado en la antología de 1949: Los mil y un fantasmas (Les Mille et un fantômes).

Las tumbas de Saint Denis, uno de los grandes relatos de Alejandro Dumas, está lejos de ser una simple historia de cementerios y aparecidos; pero posee, en cambio, esa exquisita fascinación por lo macabro, lo grotesco, que caracteriza a los cuentos más perturbadores de este notable autor, y cuyo eje, en este caso, gira en torno a la exhumación de cadáveres en la vieja abadía de Saint Denis.




Las tumbas de Saint Denis.
Les Tombeaux de Saint-Denis; Alejandro Dumas (1802-1870)

En 1793, había sido nombrado director del Museo de Monumentos franceses y, como tal, estuve presente en la exhumación de los cadáveres de la abadía de Saint-Denis cuyo nombre había sido cambiado por los patriotas ilustrados por el de Franciade. Cuarenta años después, puedo contarles las cosas extrañas que acompañaron a aquella profanación.

El odio que habían logrado inspirarle al pueblo en contra del rey Luis XVI, y que la guillotina del día 21 de enero no había podido saciar, había retrocedido hasta los reyes de su dinastía: quisieron perseguir a la monarquía hasta en su origen, a los monarcas hasta en su tumba, lanzar al viento las cenizas de sesenta reyes. Además es posible también que tuvieran curiosidad por comprobar si los grandes tesoros que decían estaban encerrados en algunas de aquellas tumbas se habían conservado tan intactos como pretendían. El pueblo se abalanzó pues sobre Saint-Denis. Del 6 al 8 de agosto destruyó cincuenta y una tumbas, la historia de doce siglos.

Entonces, el gobierno resolvió regularizar aquel desorden, excavar por su cuenta las tumbas y heredar de la monarquía a la que acababa de golpear en la persona de Luis XVI, su último representante. Pues se trataba de aniquilar hasta el nombre, hasta el recuerdo, hasta los huesos de los reyes; se trataba de borrar de la historia catorce siglos de monarquía. Pobres locos los que no comprenden que los hombres pueden a veces cambiar el futuro, pero jamás el pasado.

Habían preparado en el cementerio una gran fosa común según el modelo de las de los pobres. En aquella fosa, y sobre un lecho de cal, debían ser arrojados, como a un basurero, los huesos de los que habían hecho de Francia la primera de las naciones, desde Dagoberto hasta Luis XV. Así se daría satisfacción al pueblo, pero sobre todo se daría placer a los legisladores, a los abogados, a los periodistas envidiosos, aves de rapiña de las revoluciones, cuyo ojo queda herido por cualquier esplendor, como el ojo de sus hermanas, las aves nocturnas, es herido por cualquier tipo de luz. El orgullo de los que no pueden edificar es destruir.

Fui nombrado inspector de las excavaciones; era para mí una posibilidad de salvar gran cantidad de cosas valiosas, y acepté. El sábado 21 de octubre, mientras se instruía el proceso de la reina, mandé abrir la cripta de los Borbones, al lado de las capillas subterráneas y empecé por sacar el ataúd de Enrique IV, asesinado el 14 de mayo de 1610, a la edad de cincuenta y siete años. Su estatua del Pont-Neuf, obra maestra de Jean de Bologne y de su discípulo, había sido fundida para hacer monedas de perra gorda. El cuerpo de Enrique IV estaba maravillosamente conservado; las facciones, perfectamente reconocibles, eran sin duda las que el amor del pueblo y el pincel de Rubens han consagrado.

Cuando lo vieron salir de la tumba y mostrarse a la luz en su sudario, bien conservado como él, la emoción fue grande, y poco faltó para que el grito de «¡Viva Enrique IV!», tan popular en Francia, no brotara instintivamente bajo las bóvedas de la iglesia. Cuando vi aquellas muestras de respeto, yo diría incluso de amor, mandé colocar el cuerpo de pie, apoyado sobre una de las columnas del coro, y así cada cual pudo acercarse a contemplarlo. Estaba vestido, como en vida, con su jubón de terciopelo negro, sobre el que destacaban la gola y las puñetas blancas; calzas de terciopelo semejante al del jubón, medias de seda del mismo color, y zapatos de terciopelo. Sus hermosos cabellos canosos seguían formando una aureola alrededor de la cabeza, su bella barba blanca le caía sobre el pecho.

Entonces comenzó una inmensa procesión como la que se organiza para honrar las reliquias de un santo: unas mujeres venían a tocar las manos del buen rey, otras besaban la orla de su capa, otras obligaban a sus hijos a ponerse de rodillas susurrando en voz baja: «¡Ah! si él viviera, el pueblo no sería tan desgraciado» Y habrían podido añadir: «Ni tan feroz», pues lo que origina la ferocidad del pueblo es la infelicidad.

La procesión se prolongó durante las jornadas del sábado 12 de octubre, del domingo 13 y del lunes 14. El lunes las excavaciones se reanudaron después del almuerzo de los obreros, es decir, hacia las tres de la tarde. El primer cadáver que salió a la luz después del de Enrique IV fue el de su hijo, Luis XIII. Estaba bien conservado y, aunque las facciones estaban hundidas, se le podía reconocer aún por el bigote. Luego salió el de Luis XIV, reconocible por los rasgos que han hecho de su cara la máscara típica de los Borbones, sólo que estaba negro como la tinta. Luego salieron sucesivamente los de María de Médicis, segunda esposa de Enrique IV; de Ana de Austria, esposa de Luis XIII; de María Teresa, infanta de España y esposa de Luis XIV; y del gran Delfín. Todos aquellos cuerpos estaban putrefactos. Sólo el del gran Delfín estaba en putrefacción líquida.

El martes 15 de octubre las exhumaciones continuaron. El cadáver de Enrique IV seguía estando allí de pie sobre la columna, asistiendo impasible a aquel amplio sacrilegio que se cometía a la vez con sus predecesores y con su descendencia. El miércoles 16, justo en el momento en que se le cortaba la cabeza a la reina María Antonieta en la Plaza de la Revolución, es decir, a las once de la mañana, se sacaba de la cripta de los Borbones el ataúd del rey Luis XV. Estaba, según la antigua costumbre del ceremonial de Francia, situado a la entrada de la cripta esperando a su sucesor, que no iría a reunirse con él. Lo cogieron, lo trasladaron y sólo lo abrieron en el cementerio, al borde de la fosa.

Cuando se sacó el cuerpo del ataúd de plomo, bien envuelto en paños y vendas, parecía entero y bien conservado; pero una vez que se le retiró lo que le envolvía, no ofrecía sino la imagen de la más repugnante putrefacción y se desprendía de él un hedor tan infecto, que todos huyeron, y hubo que quemar varias libras de pólvora para purificar el ambiente. Arrojaron de inmediato a la fosa lo que quedaba del héroe del Parc-aux-Cerfs, del amante de Madame de Châteauroux, de Madame de Pompadour y de Madame du Barry, y caídas sobre un lecho de cal viva, se recubrieron además con más cal aquellas inmundas reliquias.

Me había quedado el último para quemar la pólvora y arrojar la cal cuando oí un gran ruido en la iglesia; entré rápidamente y vi a un obrero que se debatía en medio de un grupo de compañeros, mientras las mujeres le enseñaban el puño y lo amenazaban. El miserable había abandonado su penoso trabajo para ir a contemplar un espectáculo más triste aún, la ejecución de María Antonieta; y luego, embriagado por los gritos que había lanzado y había oído lanzar, por el espectáculo de la sangre que había visto derramar, había vuelto a Saint-Denis y, acercándose a Enrique IV, apoyado sobre su pilar y rodeado aún de curiosos, yo diría incluso de devotos, le espetó:

—¿Con qué derecho sigues ahí de pie, cuando se corta la cabeza de los reyes en la Plaza de la Revolución?

Y, simultáneamente, agarrando la barba con la mano izquierda, que había arrancado, con la derecha daba una bofetada al cadáver real. El cadáver había caído al suelo produciendo un ruido seco semejante al de un saco de huesos que se hubiera dejado caer.

De inmediato, un grito resonó por todas partes. A cualquier otro rey, se podría haber arriesgado a hacerle un ultraje semejante, pero un ultraje a Enrique IV, el rey del pueblo, era casi un ultraje al pueblo mismo. El obrero sacrílego corría pues el mayor peligro cuando acudí en su ayuda. Tan pronto como vio que podía encontrar apoyo en mí, se puso bajo mi protección. Pero, mientras lo protegía, quise dejarlo bajo el peso del acto infame que había cometido.

—Muchachos —dije a los obreros—, dejad a este miserable; aquel a quien ha insultado se encuentra en buena posición allá arriba como para obtener de Dios su castigo.

Luego, tomando la barba que le había arrancado al cadáver y que aún tenía en la mano izquierda, lo expulsé de la iglesia, anunciándole que ya no formaba parte de los obreros a mis órdenes. Los abucheos y amenazas de sus compañeros lo acompañaron hasta la calle. Temiendo que se produjeran nuevos ultrajes a Enrique IV, ordené que fuera transportado a la fosa común; pero hasta llegar allí, el cadáver fue acompañado de muestras de respeto. En lugar de ser arrojado, como los demás, al osario real, fue bajado, depositado suavemente y acostado en una de las esquinas; luego una capa de tierra, en lugar de la capa de cal, fue piadosamente extendida sobre él.

Una vez terminada la jornada, los obreros se retiraron y sólo quedó el guarda; era un buen hombre que yo había colocado allí por miedo a que por la noche entraran en la iglesia, bien para realizar nuevas mutilaciones, bien para operar nuevos robos; aquel guarda dormía de día y vigilaba de siete de la tarde a siete de la mañana. Pasaba la noche de pie, paseándose para calentarse, o sentado junto a una hoguera encendida junto a uno de los pilares más próximos a la puerta

En la basílica todo presentaba la imagen de la muerte, y la devastación convertía esa imagen de la muerte en algo más terrible aún. Las tumbas estaban abiertas y las lápidas apoyadas sobre los muros; las estatuas rotas cubrían las losas de la iglesia; aquí y allá, ataúdes forzados habían devuelto los muertos de los que creían no tener que dar cuenta sino el día del Juicio Final. Todo abocaba al espíritu humano, si era elevado, a la meditación; y si era débil, al terror. Afortunadamente, el guarda no era un espíritu sino una materia organizada.

Contemplaba todos aquellos restos como si hubiera contemplado un bosque talado o un campo segado, y sólo se preocupaba de contar las horas de la noche en la monótona voz del reloj, único objeto vivo aún en la basílica desolada. Cuando dieron las doce y la última campanada resonaba aún en las oscuras profundidades de la iglesia, oyó grandes gritos provenientes del lado del cementerio. Aquellos gritos eran llamadas, quejas prolongadas, dolorosos lamentos. Tras el primer momento de sorpresa, se armó con un piocha y se dirigió hacia la puerta que comunicaba la iglesia y el cementerio; y, una vez abierta aquella puerta, reconociendo claramente que los gritos procedían de la fosa de los reyes, no se atrevió a ir más allá, volvió a cerrar la puerta, y corrió a despertarme al hotel en el que me alojaba.

Me negué en un primer momento a creer en la existencia de aquellos gritos saliendo de la fosa real; pero como me alojaba justamente enfrente de la iglesia, el guarda abrió mi ventana y, en medio del silencio turbado sólo por el ruido sordo de la brisa invernal, me pareció oír efectivamente largos lamentos que me parecieron que no eran sólo el lamento del viento. Me levanté y acompañé al guarda hasta la iglesia. Cuando llegamos allá, y una vez que cerramos la cancela detrás de nosotros, oí más claramente las quejas de las que me había hablado. Era tanto más fácil distinguir de dónde provenían los lamentos, cuanto que la puerta del cementerio, mal cerrada por el guarda, se había vuelto a abrir cuando él se marchó.

Era pues, efectivamente, del cementerio de donde venían los lamentos. Encendimos dos antorchas y nos dirigimos hacia la puerta; pero por tres veces, al acercarnos a la puerta, la corriente de aire que se establecía entre el exterior y el interior, las apagó. Comprendí que era algo similar a los estrechos difíciles de franquear, y que una vez que estuviéramos en el cementerio, la dificultad disminuiría. Mandé encender un farol además de las antorchas. Las antorchas se apagaron, pero el farol aguantó. Franqueamos el estrecho y, una vez en el cementerio, volvimos a encender las antorchas, que el viento respetó. No obstante, a medida que nos acercábamos, los lamentos habían ido apagándose y en el momento en que llegamos al borde de la fosa, habían desaparecido prácticamente. Pasamos las antorchas por encima de la ancha abertura y, en medio de los esqueletos, sobre la capa de cal y tierra agujereada por ellos, vimos algo informe que se debatía. Aquel algo se parecía a un hombre.

—¿Qué le pasa y qué desea? —pregunté a aquella especie de sombra.

—¡Ay! —murmuró— soy el miserable obrero que abofeteó a Enrique IV.

—Pero ¿cómo es que te encuentras ahí? —pregunté.

—Sáqueme primero de aquí, señor Lenoir, porque me estoy muriendo; luego lo sabrá todo.

Desde el momento en que el guarda de los muertos estuvo convencido de que tenía que vérselas con un vivo, el terror que antes se había apoderado de él, desapareció; había levantado una escalera que se encontraba sobre la hierba del cementerio, y manteniendo de pie la escalera, esperaba mis órdenes. Le ordené que introdujera la escalera en la fosa, e invité al obrero a subir. Se arrastró, efectivamente, hasta el pie de la escalera; pero, una vez llegado allí, cuando quiso ponerse de pie y subir los peldaños, se dio cuenta de que tenía una pierna y un brazo rotos. Le lanzamos una soga con un nudo corredizo; la pasó por debajo de los brazos. Yo sujeté al otro extremo la soga entre mis manos; el guarda bajó unos cuantos escalones y, gracias a aquella doble ayuda, conseguimos sacar a aquel vivo de la compañía de los muertos.

Apenas estuvo fuera de la fosa, se desmayó. Lo transportamos junto al fuego; lo acostamos sobre un lecho de paja, luego envié al guarda a buscar un médico. El guarda volvió con un médico antes de que el herido hubiera recuperado el conocimiento, y sólo abrió los ojos durante la cura. Cuando ésta estuvo concluida, le di las gracias al médico y, como quería saber por qué extraña circunstancia se encontraba el profanador dentro de la fosa real, despedí también al guarda.

Éste no pedía nada mejor que ir a acostarse después de las emociones de una noche semejante, y me quedé a solas con el obrero. Me senté sobre una piedra cerca de la paja en la que estaba acostado y frente a la hoguera, cuyas llamas temblorosas iluminaban la parte de la iglesia en la que nos encontrábamos, dejando todas las profundidades en una oscuridad tanto más densa, cuanto que la parte en la que estábamos estaba muy iluminada. Interrogué al herido, y esto es lo que me contó:

Su despido lo hay inquietado poco. Tenía dinero en el bolsillo y hasta entonces había visto que con dinero no falta de nada. Por lo que había ido a sentarse en una taberna. En la taberna, había empezado a atacar una botella, pero al tercer vaso había visto entrar al dueño.

—¿Acabamos pronto? —había preguntado éste.

—¿Y eso por qué? —había contestado el obrero.

—Porque he oído decir que eras tú el que había abofeteado a Enrique IV

—¡Pues sí, soy yo! —dijo insolentemente el obrero— ¿Qué pasa?

—Pasa que yo no quiero darle de beber a un mal tipo como tú, que atraerá la mala suerte sobre mi casa.

—Tu casa, tu casa es la casa de todo el mundo y desde el momento en que uno paga, está en su casa.

—Sí, pero tú no pagarás.

—¿Y eso por qué?

—Porque yo no quiero tu dinero. Por lo tanto, como no pagarás no estarás en tu casa sino en la mía; y como estarás en mi casa, yo tendré derecho a ponerte en la calle.

—Sí, si eres el más fuerte.

—Si no soy el más fuerte, llamaré a mis muchachos.

—¡Ah, bien! llámalos, para que veamos.

El tabernero había llamado; tres chicos, avisados por anticipado, habían entrado al oír su llamada, cada uno con un bastón en la mano, y aunque tuviera ganas de resistir, el obrero se había visto obligado a marcharse sin decir palabra. Entonces había salido, había errado un rato por la ciudad y, a la hora de la cena, había entrado en el figón en el que los obreros acostumbraban a comer. Acababa de tomarse la sopa cuando los obreros que habían terminado la jornada de trabajo entraron. Al verlo, se detuvieron en el umbral y, llamando al figonero, le dijeron que si aquel hombre seguía comiendo en su establecimiento, ellos dejarían de venir desde el primero hasta el último. El figonero preguntó qué había hecho aquel hombre para ser víctima de la reprobación general. Le dijeron que era el hombre que había abofeteado a Enrique IV.

—Entonces, ¡sal de aquí! —dijo el figonero dirigiéndose a él— ¡y que lo que te acabas de comer te sirva de veneno!

Había menos posibilidades de resistir en el figón que en la taberna. El obrero maldito se levantó amenazando a sus compañeros, que se apartaban para dejarlo pasar, no por las amenazas que había proferido, sino por la profanación que había cometido. Salió con rabia en el corazón, erró una parte de la noche por las calles de Saint-Denis, jurando y blasfemando. Luego, hacia las diez de la noche, se dirigió hacia su pensión. En contra de la costumbre de la casa, las puertas estaban cerradas. Llamó a la puerta. El hospedero se asomó a una ventana. Como la noche era oscura, no pudo reconocer al que llamaba.

—¿Quién es? —preguntó.

El obrero dijo su nombre.

—¡Ah! —dijo el hospedero— tú eres el que ha abofeteado a Enrique IV; espera.

—¡Qué! ¿qué hay que esperar? —dijo impaciente.

Al instante, un paquete cayó a sus pies.

—¿Qué es esto? —preguntó el obrero.

—Todo lo tuyo que hay aquí.

—¡Cómo! Todo lo mío que hay aquí.

—Sí, puedes ir a dormir adonde quieres; no tengo ganas de que se me caiga la casa encima.

El obrero furioso, tomó un adoquín y lo lanzó contra la puerta.

—Espera —dijo el hospedero— voy a despertar a tus compañeros, y vamos a ver.

El obrero comprendió que no podía esperar nada bueno. Se marchó y como encontró una puerta abierta a unos cien pasos de allí, entró y se acostó en un hangar. En el hangar había paja; se acostó sobre la paja y se quedó dormido. A las doce menos cuarto, le pareció que alguien le tocaba en un hombro. Se despertó, y vio ante él una forma blanca que tenía el aspecto de una mujer, y que le hacía señas para que la siguiera. Creyó que era una de esas desgraciadas que tienen siempre una cama y placer que ofrecer a quien puede pagar ambas cosas; y, como tenía dinero, como prefería pasar la noche a cubierto y acostado en una cama, antes que pasarla en un hangar acostado sobre paja, se levantó y siguió a la mujer.

La mujer bordeó primero las casas del lateral izquierdo de la calle Mayor, luego cruzó la calle y se introdujo en una calleja a la derecha, haciéndole constantemente señas al obrero para que la siguiera. Éste, acostumbrado a aquel trajín nocturno, conociendo por experiencia las callejas en las que normalmente viven las mujeres del tipo de la que seguía, no puso ninguna dificultad, y se introdujo en la calleja. La calleja desembocaba en el campo; pensó que aquella mujer vivía en alguna casa aislada, y la seguía. Al cabo de cien pasos, pasaron por un portillo; pero, de repente, al levantar la vista, vio ante él la antigua abadía de Saint-Denis, con su gigantesco campanario y las ventanas ligeramente tintadas por la hoguera interior junto a la cual velaba el guarda.

Buscó a la mujer, pero ésta había desaparecido. Se encontraba en el cementerio. Quiso volver a salir por el portillo. Pero en el portillo, sombrío, amenazador, con un brazo tendido hacia él, le pareció ver el fantasma de Enrique IV.

El fantasma dio un paso hacia delante, el obrero un paso hacia atrás. Al cuarto o quinto paso, la tierra le faltó bajo los pies y cayó de espaldas en la fosa. Entonces, creyó ver erguirse a su alrededor todos aquellos reyes, predecesores y descendientes de Enrique IV; creyó que levantaban sobre él unos sus cetros, otros sus manos de justicia, deseándole desgracia al sacrílego. Entonces, le pareció que al contacto con aquellas manos de justicia y aquellos cetros, pesados como el plomo y ardientes como el fuego, sus miembros se rompían uno tras otro. Fue en aquel momento cuando sonaron las doce y cuando el guarda oyó sus lamentos.

Hice cuanto pude por tranquilizar a aquel desgraciado; pero había perdido la razón, y después de un delirio de tres días murió pidiendo clemencia.

—Perdón —dijo el doctor—, pero no comprendo muy bien la consecuencia de su relato. El accidente de su obrero prueba que, con la cabeza preocupada por lo que le había ocurrido durante la jornada, bien en estado de vigilia, bien en estado de sonambulismo, se había puesto a errar por la noche; caminando, había entrado en el cementerio y mirando hacia arriba en lugar de hacia sus pies, había caído en la fosa donde, naturalmente, al caer se había roto un brazo y una pierna. Pero usted ha hablado de una predicción que se ha cumplido y yo no veo en esto ni la más mínima predicción.

—Espere, doctor —dijo el caballero— la historia que acabo de contar y que, usted tiene razón, no es sino un hecho, conduce directamente a la predicción de la que voy a hablarle, y que es un misterio.

Ésta es la predicción: hacia el 20 de enero de 1794, después de la demolición del panteón de Francisco I, se abrió el sepulcro de la condesa de Flandes, hija de Felipe el Largo. Aquellas dos tumbas eran las últimas que quedaban por excavar: todos los esqueletos estaban en el osario. Una última sepultura permanecía sin identificar: la del cardenal de Metz que, según decían, había sido enterrado en Saint-Denis. Todas las criptas habían sido cerradas más o menos, la de los Valois, la de los Carlos. Sólo faltaba la cripta de los Borbones que debíamos cerrar al día siguiente.

El guarda pasaba su última noche en la iglesia y como ya no había nada que guardar en ella, se le dio permiso para que durmiera, y él aprovechó el permiso. A medianoche, lo despertaron el sonido del órgano y unos cantos religiosos. Se despertó, se frotó los ojos y volvió la cabeza hacia el coro, es decir, hacia el lugar de donde provenían los cantos. Entonces vio con sorpresa que la sillería del coro estaba ocupaba por los religiosos de Saint-Denis; vio un arzobispo que oficiaba en el altar; vio la capilla ardiente encendida; y bajo la capilla ardiente encendida, el gran paño mortuorio dorado que, normalmente, sólo cubre el cuerpo de los reyes. En el momento en el que se despertaba, la misa había concluido y empezaba el ceremonial del entierro.

El cetro, la corona y la mano de justicia, colocados sobre cojines de terciopelo rojo, eran entregados a los heraldos que los presentaban a tres príncipes, que los cogían. Inmediatamente se adelantaron, más deslizándose que andando y sin que el ruido de sus pasos despertara el menor eco en la sala, los nobles de la Cámara que cogieron el cuerpo y lo trasladaron a la cripta de los Borbones, la única que permanecía abierta, pues las otras habían sido cerradas de nuevo. Entonces el rey de armas descendió y cuando estuvo abajo, gritó a los demás heraldos que bajaran y cumplieran con su misión. Los heraldos era cinco. Desde el fondo de la cripta, el rey de armas llamó al primer heraldo, que descendió llevando las espuelas; luego al segundo, que descendió llevando los guanteletes; luego al tercero, que descendió llevando el escudo; luego al cuarto, que descendió llevando el almete; luego al quinto, que descendió llevando la cota de mallas. Luego llamó al primer lacayo, que trajo el pendón; al escudero mayor, que trajo la espada real; al primer chambelán, que trajo el estandarte de Francia; al gran maestre, ante el que pasaron todos los maestresala arrojado sus bastones blancos a la cripta y saludando a los tres príncipes que sostenían la corona, el cetro y la mano de justicia, a medida que iban desfilando; luego a los tres príncipes que depositaron a su vez el cetro, la mano de justicia y la corona.

Entonces, el rey de armas gritó en voz alta y por tres veces: «El rey ha muerto. ¡Viva el rey! — El rey ha muerto. ¡Viva el rey! — El rey ha muerto. ¡Viva el rey!».

Un heraldo, que había permanecido en el coro, repitió el triple grito. Finalmente, el gran maestre rompió su baqueta como símbolo de que la casa real había acabado, y que los oficiales del rey podían establecerse. Entonces sonaron las trompetas y el órgano se despertó. Luego, mientras las trompetas iban sonando cada vez más suavemente, mientras el órgano gemía cada vez más bajo, las luces de los cirios palidecieron los cuerpos de los asistentes desaparecieron y, tras el último lamento del órgano y el último sonido de la trompeta, todo desapareció.

A la mañana siguiente, el guarda, llorando, contó el entierro real que había visto, y al que el pobre hombre había asistido solo; prediciendo que las tumbas destrozadas serían restauradas y que, pese a los decretos de la Convención y al trabajo de la guillotina, Francia volvería a ver una nueva monarquía y Sainte-Denis a nuevos reyes. Esta predicción le valió la cárcel y casi la guillotina al pobre diablo que, treinta años después, es decir, el 20 de septiembre de 1824, detrás de la misma columna junto a la que había tenido su visión, me decía tirándome del faldón de mi levita:

—Y bien, señor Lenoir, cuando le dije que nuestros pobres reyes volverían algún día a Saint-Denis, ¿me equivocaba?

Efectivamente, aquel día se procedía al entierro de Luis XVIII con el mismo ceremonial que el guarda de las tumbas había visto realizar treinta años antes.

Alejandro Dumas (1802-1870)




Relatos góticos. I Relatos de Alejandro Dumas.


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El análisis y resumen del cuento de Alejandro Dumas: Las tumbas de Saint Denis (Les Tombeaux de Saint-Denis), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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