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10 grandes autores adictos a las drogas


10 grandes autores adictos a las drogas.




Las drogas y la literatura no necesariamente están vinculadas, aunque de hecho existan varios casos de notable asimilación.

Si bien el consumo de drogas no es un requisito indispensable para que un autor pueda acceder a los sótanos de su conciencia y enfrentar a los miedos primordiales que lo pueblan, tampoco una vida frugal, libre de colesterol y sobresaltos hepáticos, nos aseguran ese grado de indiscreción.

En esta sección de El Espejo Gótico daremos cuenta de 10 grandes autores adictos a las drogas. Naturalmente, podríamos citar docenas más de ellos, quizás cientos, pero difícilmente con el mismo nivel de compromiso con la adicción, la autodestrucción y el arte de escribir para socavar el infierno personal, la esclavitud que supone cualquier atadura física y emocional a las drogas.

En esta lista evitaremos la adicción al alcohol, la cual merece un capítulo aparte.


10- John Keats.


John Keats fue un notable poeta del siglo XIX. A pesar de su enorme genio, sus progresos eran muy lentos, a tal punto que publicó su primer poema apenas cuatro años antes de su muerte, que de hecho se produjo de forma prematura, a los 25 años de edad, debido a la tuberculosis.

De una lentitud pasmosa John Keats pasó a la productividad más impresionante. A comienzos de 1819, se volvió adicto al opio, lo cual le trajo aparejado un sinfín de malestares físicos pero también un ritmo de composición asombroso. En pocos meses creó sus poemas más conocidos: Oda a un ruiseñor (Ode to a Nightingale) y Oda a la indolencia (Ode to Indolence); los cuales parecen evidenciar un corte abrupto, un quiebre, con sus primeras obras.

Como a muchos niños de aquella época, a John Keats también se le administró láudano desde muy temprana edad para tratar los efectos letales de la diarrea.



9- Charles Baudelaire.


El autor francés Charles Baudelaire, creador de Las flores del mal (Les fleurs du mal), fue un miembro activo del Club de Hachichins (Hashish Club), donde entabló amistad con otros artistas de la época, como Alejandro Dumas y el pintor Eugène Delacroix.

Charles Baudelaire no solo se volvió un consumidor frecuente del hashish, sino que también escribió sobre sus virtudes terapéuticas —totalmente desacreditadas en nuestros días— y la facilidad con la que esta sustancia podía inducir estados vecinos de la inspiración.
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8- Samuel Taylor Coleridge.


Samuel Taylor Coleridge obtuvo la inmortalidad a través de dos poemas impresionantes: La balada del viejo marinero (The Rime of the Ancient Mariner) y Kubla Khan (Kubla Khan). De hecho, toda su obra poética posee un aura etérea, anhelante, como si hubiese sido construida dentro de un sueño.

Samuel Taylor Coleridge no se enorgullecía de su adicción; de hecho, la ocultaba como un secreto bastante incómodo. Por ejemplo, aseguraba que Kubla Khan había sido compuesto durante el sueño, sin aclarar que ese sueño era en realidad una ensoñación inducida por el consumo de opio, en este caso, para tratar los síntomas de la disentería.

Samuel Taylor Coleridge comenzó su adicción cuando era un estudiante, y durante cuarenta años construyó una resistencia admirable contra sus efectos, a tal punto que podía llegar a consumir dos cuartos de botella de láudano (derivado del opio) en una semana.

Para poner en perspectiva esa dosis descomunal hay que calcular que, en el siglo XVIII, las concentraciones de láudano contenían 10 mg. de morfina por mililitro; lo cual se traduce en unos 18.9 gramos de morfina por semana para la dieta de Coleridge. Solo se necesita 1.2 gramos de esta sustancia para matar a un caballo.



7- Percy Shelley.


En una época difícil para ejercer la libertad personal, Percy Shelley se volcó al opio para alterar su conciencia y ejecutar acciones consideradas totalmente inadecuadas para la sociedad.

Tanto él como su futura esposa, Mary Shelley —autora de Frankenstein (Frankenstein)—, se entregaron al abrazo devastador del dragón verde. Años después, esas experiencias se transformaron en frecuentes episodios de confusión, pesadillas, espasmos, convulsiones, y al menos un intento de suicidio.

Según sus propias observaciones, el opio era una especie de catalizador de la creatividad de Percy Shelley; sin embargo, lo esclavizaba en el resto de las áreas de su vida cotidiana, perjudicando con particular énfasis su salud mental y estabilidad emocional, al punto de conducirlo a verdaderos arrebatos de locura.



6- Elizabeth Barrett Browning.


Elizabeth Barrett Browning fue una de las más reconocidas poetisas victorianas. A su increíble productividad hay que sumarle otras ocupaciones, por ejemplo, sus campañas contra la esclavitud y varias reformas legislativas vinculadas al trabajo infantil y los derechos de la mujer.

Por prescripción médica, Elizabeth Barrett Browning empezó a consumir láudano (más precisamente, tintura de opio) a los 14 años de edad para suavizar los terribles dolores que sufría en la columna y el cuello.

Los dolores la acompañaron durante el resto de su vida, así como el láudano y la morfina. A los 20 años de edad, la adicción era una parte esencial de su rutina diaria. Elizabeth Barrett Browning consumió su última dosis el 29 de junio de 1861, cuando contaba con apenas 37 años. Horas después, su cuerpo sin vida fue hallado en la cama, según los dichos de su esposo, el poeta Robert Browning, con una sonrisa rígida tallada en el rostro.



5- Aleister Crowley.


Aleister Crowley, más conocido por sus aportes al ocultismo y el esoterismo, también fue un excelente poeta; y quizás habría llegado a ser uno realmente genial si hubiese evitado frecuentar ciertas adicciones particularmente desagradables.

Después de haber consumido heroína para tratar su asma, Aleister Crowley se convirtió en adicto. En su obra: Confesiones (Confessions), el mago realiza un minucioso repaso por sus sustancias predilectas: peyote, marihuana, morfina, mescal, ether, opio. Murió en 1947 de una complicación respiratoria producida por su primer gran amor: la heroína.



4- Robert Louis Stevenson.


Robert Louis Stevenson fue un consumidor frecuente de cocaína, por aquel entonces, una sustancia legal. Estaba enfermo de tuberculosis y las drogas servían para paliar las terribles dolencias y malestares que padecía prácticamente todo el tiempo. No obstante, el consumo trajo aparejadas otras prestaciones.

Casi inválido, incapaz de realizar las tareas más elementales, Robert Louis Stevenson llegó a escribir más de 60.000 palabras en cinco días. No cualquier tipo de palabras, como fácilmente podríamos atribuirle a un adicto fuera de control, sino las que conforman la totalidad de la novela: El extraño caso del doctor Jeckyll y mr. Hyde (The Strange Case of Dr Jekyll and Mr Hyde); la cual menciona un polvo blanco capaz de transformar a alguien correcto y agradable en un detestable criminal.



3- William S. Burroughs.


William S. Burroughs escribió más de 18 novelas y una cifra incalculable de relatos. Su obra más famosa, sin embargo, no tiene nada que ver con la ficción: Junkie, autobiografía despiadada, relata precisamente su experiencia como adicto a las drogas, de todo tipo, clase y frecuencia.

Burroughs manifiesta un punto de vista negativo acerca del uso de drogas como forma de aumentar la creatividad. Por el contrario, opina que las drogas solo aumentan la productividad del escritor mediocre:

Ya sea si la aspiras, la fumas, la comes, o si te la metes por el culo: el resultado es el mismo.

(Whether you sniff, it smoke it, eat it, or shove it up your ass, the result is the same)



2- Philip K. Dick.


Philip K. Dick, que dicho de paso también sufría de esquizofrenia, fue un verdadero maestro de la ciencia ficción. Publicó 44 novelas y 121 relatos fantásticos, muchos de los cuales fueron escritos bajo el abuso de anfetaminas.

Buena parte de sus novelas se basan en personajes incapaces de diferenciar la realidad de la psicosis; de hecho, el propio Philip K. Dick solía tener alucinaciones frecuentes acerca de un gigantesco rostro metálico que lo observaba desde el cielo, y hasta llegó a considerar la posibilidad de que su cuerpo estuviese poseído por el espíritu del profeta Elías.

Las drogas lo convirtieron en un sujeto paranoico; lo cual se refleja en un episodio ocurrido en 1971, donde un ladrón común ingresó a su domicilio. Durante los siguientes 11 años, Philip K. Dick escribió docenas de miles de páginas acerca de una conspiración mundial. La hipótesis más interesante deduce que él mismo fue aquel ladrón, y que su cerebro habría sido lavado por una agencia gubernamental desconocida.

En 1982, a la edad de 54 años, Philip K. Dick sufrió dos derrames cerebrales y murió pocos días después. Dentro de su interminable lista de genialidades podemos mencionar: El hombre en el castillo (The Man in the High Castle), Ubik (Ubik), SIVAINVI (VALIS), Podemos recordarlo por usted (We Can Remember It for You Wholesale) y Una mirada a la oscuridad (A Scanner Darkly).



1- Thomas De Quincey.


Thomas De Quincey escribió el primer libro sobre adicciones a las drogas de occidente: Confesiones de un inglés comedor de opio (Confessions of an English Opium-Eater).

Si bien Thomas De Quincey cayó en las garras del opio al utilizar esta sustancia como tratamiento para la neuralgia, rápidamente se convirtió en un adicto. Para 1813 se encontraba totalmente obsesionado con el consumo, el cual se acentuaba durante breves pero horrorosos períodos de abstinencia.

De Quincey, en parte gracias a la traducción de Charles Baudelaire, titulada Los paraísos artificiales (Les paradis artificiels), se convirtió en un referente de la literatura más oscura del período, y en uno de los ejemplos más perturbadores de lo que la adicción a las drogas puede hacer con la integridad del hombre.




Autores con historia. I Autores en El Espejo Gótico.


Más literatura gótica:
El artículo: 10 grandes autores adictos a las drogas fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Del asesinato considerado como una de las bellas artes»: Thomas de Quincey.


«Del asesinato considerado como una de las bellas artes»: Thomas de Quincey.




Del asesinato considerado como una de las bellas artes (On Murder Considered as one of the Fine Arts) es una novela gótica del escritor inglés Thomas de Quincey (1785-1859), publicada en la revista Blackwood Magazine durante 1827.

Del asesinato considerado como una de las bellas artes se disfraza de ensayo, aunque en realidad se trata de una ficción pura que, eventualmente, se convertiría en una de las bases fundamentales de la literatura fantástica.

La historia propone un camino alternativo para la moral. Es decir, Thomas de Quincey sugiere juzgar las acciones del hombre bajo un criterio estético que no necesariamente coincide con los fundamentos morales impuestos por la sociedad. Dentro de este concepto, el asesinato, bajo circunstancias especiales, es visto como una parte integral del hecho artístico.




Del asesinato como una de las bellas artes.
On Murder Considered as one of the Fine Arts, Thomas de Quincey (1785-1859)

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  • https://www.academia.edu/19993220/Del_asesinato_considerado_como_una_de_las_bellas_artes




Novelas de Thomas de Quincey. I Novelas góticas.


El análisis y resumen del libro de Thomas de Quincey: Del asesinato considerado como una de las bellas artes (On Murder Considered as one of the Fine Arts) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El vengador»: Thomas de Quincey; novela y análisis.


«El vengador»: Thomas de Quincey; novela y análisis.




El vengador (The Avenger) es una novela de terror del escritor británico Thomas de Quincey (1785-1859), publicada en 1838.

El vengador desarrolla una operación mental inquietante: si un hombre cede ante sus impulsos asesinos, pronto pensará que el robo no tiene importancia, y así sucesivamente. Thomas de Quincey desciende desde el crimen abyecto a los excesos banales en una verdadera vorágine narrativa, inédita en su época.




Novelas de Thomas de Quincey. I Novelas góticas.


El resumen de la novela de Thomas de Quincey: El vengador (The Avenger) fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«Confesiones de un comedor de opio inglés»: Thomas de Quincey; libro y análisis


«Confesiones de un comedor de opio inglés»: Thomas de Quincey; libro y análisis.




Confesiones de un comedor de opio inglés (Confessions of an English Opium-Eater) es una novela gótica del escritor inglés Thomas de Quincey (1785-1859), publicada de manera anónima entre septiembre y octubre de 1821 en la revista London Magazine; y luego reeditada en formato de libro en 1822.

Confesiones de un comedor de opio inglés, sin dudas una de las grandes novelas de Thomas de Quincey, es una obra cruda, autobiográfica, que describe la vida de un hombre sumido en el infierno de la adicción. En este contexto es importante aclarar que Thomas de Quincey padecía una terrible adicción al láudano, el alcohol y el opio, y sus efectos devastadores son detallados minuciosamente en las páginas de este libro.

El mérito de Thomas de Quincey es innegable. Confesiones de un comedor de opio inglés no es simplemente un diario personal, sino más bien la bitácora de un corresponsal de guerra, sólo que en este caso la batalla se desarrolla minuto a minuto, y su resultado, en el mejor de los casos, siempre es dudoso.

En principio, Thomas De Quincey separa los dos aspectos que rodean la vida del adicto: el placer y el dolor. La primera parte de la novela, titulada: Los placeres del opio (The Pleasures of Opium), describe extensamente las experiencias más agradables del autor entre 1804 y 1812. La segunda parte: Los dolores del opio (The Pains of Opium), se detiene en los aspectos arrasadores del consumo, puntualizando crudamente en los padecimientos mentales y físicos de tal adicción.




Confesiones de un comedor de opio inglés.
Confessions of an English Opium-Eater, Thomas de Quincey (1785-1859)

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  • https://libros-gratis.com/author/ebooks/thomas-de-quincey/




Novelas góticas. I Novelas de Thomas de Quincey.


El análisis y resumen del libro de Thomas de Quincey: Confesiones de un comedor de opio inglés (Confessions of an English Opium-Eater), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Thomas de Quincey: relatos y novelas


Thomas de Quincey: relatos y novelas.




Thomas de Quincey (1785-1859) fue un destacado escritor inglés dedicado principalmente a la novela gótica y el relato de terror. Su libro: Confesiones de un comedor de opio inglés (Confessions of an English Opium-Eater), se encuentra entre los clásicos de la literatura gótica.

En esta sección daremos cuenta de los mejores relatos y novelas de Thomas de Quincey.




Thomas de Quincey: obras completas:
  • Confesiones de un comedor de opio inglés (Confessions of an English Opium-Eater)
  • Del asesinato considerado como una de las bellas artes (On Murder Considered as one of the Fine Arts)
  • El vengador (The Avenger)
  • Apuntes autobiográficos (Autobiographical Sketches)
  • Cartas (Letters)
  • El coche correo inglés (The English Mail Coach)
  • El dado (The Dice)
  • El diario (The Diary)
  • Ensayos (Essays)
  • Escritos escogidos de Thomas de Quincey (Collected Writings of Thomas de Quincey)
  • John Paul Frederick Richter (John Paul Frederick Richter)
  • Juana de Arco (Joan of Arc)
  • Klosterheim o La máscara (Klosterheim, or The Masque)
  • La lógica de la economía política (The Logic of the Political Economy)
  • La máscara (The Masque)
  • La monja alférez (The Spanish Military Nun)
  • La rebelión de los tártaros (Revolt of the Tartars)
  • Las obras póstumas de Thomas de Quincey (The Posthumous Works of Thomas de Quincey)
  • Levana y nuestras señoras del dolor (Levana and Our Ladies of Sorrow)
  • Los golpes a la puerta en Macbeth (On the Knocking at the Gate in Macbeth)
  • Recuerdos del lago (Lake Reminscences)
  • Retratos literarios (Literarische Portraits)
  • Soledad (Solitude)
  • Suspiro desde lo profundo (Suspiria de profundis)
  • Walladmor (Walladmor)




Autores en El Espejo Gótico. I Autores con historia.


El artículo: Thomas de Quincey: relatos y novelas fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El caos reptante»: H.P. Lovecraft; relato y análisis


«El caos reptante»: H.P. Lovecraft; relato y análisis.




El caos reptante (The Crawling Chaos) es un relato de terror del escritor norteamericano H.P. Lovecraft (1890-1937), escrito en 1920 en colaboración con Winifred V. Jackson —con quien más adelante escribiría: La pradera verde (The Green Meadow) [ver: Lovecraft y Winifred Jackson: ¿una historia de amor?]—, publicado originalmente en la edición de abril de 1921 de la revista pulp The United Amateur, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1949: Más allá del muro del sueño (Beyond the Wall of Sleep).

El caos reptante es uno relatos surrealistas de H.P. Lovecraft perteneciente al Ciclo Onírico, que por sus imágenes extrañas recuerda —y tal vez homenajea— a Thomas De Quincey, Fitz James O'Brien y Charles Baudelaire.

El caos reptante propone que el velo que separa nuestra realidad de lo fantástico puede quitarse de distintas maneras, entre ellas, empleando las influencias alucinógenas del opio [ver: Un viaje en el tiempo inducido por el opio: análisis de «El Caos Reptante» de Lovecraft.]

El narrador de El caos reptante sufre una tremenda migraña que destroza su cerebro a tal punto que llega a desear la muerte. Arrinconado por el dolor, se somete a una sobredosis de opio administrada por un médico de dudosa ética.

Ya bajo la influencia del alucinógeno, la realidad se fragmenta. Un sonido aterrador, cuya procedencia de ninguna forma es terrenal y lógica, lo atrae hacia el exterior de la sórdida habitación.

A partir de allí, H.P. Lovecraft nos introduce en uno de sus más escalofriantes mundos fantásticos.



El caos reptante.
The Crawling Chaos, H.P. Lovecraft (1890-1937)

Mucho es lo que se ha escrito acerca de los placeres y los sufrimientos del opio. Los éxtasis y horrores de De Quincey y los paradis artificiels de Baudelaire son conservados e interpretados con tal arte que los hace inmortales, y el mundo conoce a fondo la belleza, el terror y el misterio de esos oscuros reinos donde el soñador es transportado.

Pero aunque mucho se ha hablado, ningún hombre ha osado todavía detallar la naturaleza de los fantasmas que entonces se revelan en la mente, o de sugerir la dirección de los inauditos caminos por cuyo adornado y exótico curso se ve irresistiblemente lanzado el adicto. De Quincey fue arrastrado a Asia, esa fecunda tierra de sombras nebulosas cuya temible antigüedad es tan impresionante que "la inmensa edad de la raza y el nombre se impone sobre el sentido de juventud en el individuo", pero él mismo no osó ir más lejos. Aquellos que han ido más allá rara vez volvieron y, cuando lo hicieron, fue siempre guardando silencio o sumidos en la locura. Yo consumí opio en una ocasión... en el año de la plaga, cuando los doctores trataban de aliviar los sufrimientos que no podían curar. Fue una sobredosis (mi médico estaba agotado por el horror y los esfuerzos) y, verdaderamente, viajé muy lejos. Finalmente regresé y viví, pero mis noches se colmaron de extraños recuerdos y nunca más he permitido a un doctor volver a darme opio.

Cuando me administraron la droga, el sufrimiento y el martilleo en mi cabeza habían sido insufribles. No me importaba el futuro; huir, bien mediante curación, inconsciencia o muerte, era cuanto me importaba. Estaba delirando, por eso es difícil ubicar el momento exacto de la transición, pero pienso que el efecto debió comenzar poco antes de que las palpitaciones dejaran de ser dolorosas. Como he dicho, fue una sobredosis; por lo cual, mis reacciones probablemente distaron mucho de ser normales. La sensación de caída, curiosamente disociada de la idea de gravedad o dirección, fue suprema, aunque había una impresión secundaria de muchedumbres invisibles de número incalculable, multitudes de naturaleza infinitamente diversa, aunque todas más o menos relacionadas conmigo. A veces menguaba la sensación de caída mientras sentía que el universo o las eras se desplomaban ante mí.

Mis sufrimientos cesaron repentinamente y comencé a asociar el latido con una fuerza externa más que con una interna. También se había detenido la caída, dando paso a una sensación de descanso, efímero e inquieto, y, cuando escuché con mayor atención, imaginé que los latidos procedían de un mar inmenso e inescrutable, como si sus siniestras y colosales rompientes laceraran alguna playa desolada tras una tempestad de titánica magnitud. Entonces abrí los ojos.

Por un instante, los contornos parecieron confusos, como una imagen totalmente desenfocada, pero gradualmente asimilé mi solitaria presencia en una habitación extraña y hermosa iluminada por multitud de ventanas. No pude hacerme la idea de la exacta naturaleza de la estancia, porque mis sentidos distaban aún de estar ajustados, pero advertí alfombras y colgaduras multicolores, mesas, sillas, tumbonas y divanes de elaborada factura, y delicados jarrones y ornatos que sugerían lo exótico sin llegar a ser totalmente ajenos. Todo eso percibí, aunque no ocupó mucho tiempo en mi mente. Lenta, pero inexorablemente, arrastrándose sobre mi conciencia e imponiéndose a cualquier otra impresión, llegó un temor vertiginoso a lo desconocido, un miedo tanto mayor cuanto que no podía analizarlo y que parecía concernir a una furtiva amenaza que se aproximaba... no la muerte, sino algo sin nombre, un ente inusitado indeciblemente más espantoso y aborrecible.

Inmediatamente, me percaté de que el símbolo directo y excitante de mi temor era el odioso martilleo cuyas incesantes reverberaciones batían enloquecedoramente contra mi exhausto cerebro. Parecía proceder de un punto fuera y abajo del edificio en el que me hallaba, y estar asociado con las más terroríficas imágenes mentales. Sentí que algún horrible paisaje u objeto acechaban más allá de los muros tapizados de seda, y me sobrecogí ante la idea de mirar por las arqueadas ventanas enrejadas que se abrían tan insólitamente por todas partes. Descubriendo postigos adosados a esas ventanas, los cerré todos, evitando dirigir mis ojos al exterior mientras lo hacía. Entonces, empleando pedernal y acero que encontré en una de las mesillas, encendí algunas velas dispuestas a lo largo de los muros en barrocos candelabros.

La añadida sensación de seguridad que prestaban los postigos cerrados y la luz artificial calmaron algo mis nervios, pero no fue posible acallar el monótono retumbar. Ahora que estaba más calmado, el sonido se convirtió en algo tan fascinante como espantoso. Abriendo una portezuela en el lado de la habitación cercano al martilleo, descubrí un pequeño y ricamente engalanado corredor que finalizaba en una tallada puerta y un amplio mirador. Me vi atraído hacia éste, aunque mis confusas aprehensiones me forzaban igualmente hacia atrás. Mientras me aproximaba, pude ver un caótico torbellino de aguas en la distancia. Enseguida, al alcanzarlo y observar el exterior en todas sus direcciones, la portentosa escena de los alrededores me golpeó con plena y devastadora fuerza.

Contemplé una visión como nunca antes había observado, y que ninguna persona viviente puede haber visto salvo en los delirios de la fiebre o en los infiernos del opio. La construcción se alzaba sobre un angosto punto de tierra (o lo que ahora era un angosto punto de tierra) remontando unos noventa metros sobre lo que últimamente debió ser un hirviente torbellino de aguas enloquecidas. A cada lado de la casa se abrían precipicios de tierra roja recién excavados por las aguas, mientras que enfrente las temibles olas continuaban batiendo de forma espantosa, devorando la tierra con terrible monotonía y deliberación. Como a un kilómetro se alzaban y caían amenazadoras rompientes de no menos de cinco metros de altura y, en el lejano horizonte, crueles nubes negras de grotescos contornos colgaban y acechaban como buitres malignos. Las olas eran oscuras y purpúreas, casi negras, y arañaban el flexible fango rojo de la orilla como toscas manos voraces. No pude por menos que sentir que alguna nociva entidad marina había declarado una guerra a muerte contra toda la tierra firme, quizá instigada por el cielo enfurecido.

Recobrándome al fin del estupor en que ese espectáculo antinatural me había sumido, descubrí que mi actual peligro físico era agudo. Aun durante el tiempo en que observaba, la orilla había perdido muchos metros y no estaba lejos el momento en que la casa se derrumbaría socavada en el atroz pozo de las olas embravecidas. Por tanto, me apresuré hacia el lado opuesto del edificio y, encontrando una puerta, la cerré tras de mí con una curiosa llave que colgaba en el interior. Entonces contemplé más de la extraña región a mi alrededor y percibí una singular división que parecía existir entre el océano hostil y el firmamento. A cada lado del descollante promontorio imperaban distintas condiciones. A mi izquierda, mirando tierra adentro, había un mar calmo con grandes olas verdes corriendo apaciblemente bajo un sol resplandeciente. Algo en la naturaleza y posición del sol me hicieron estremecer, aunque no pude entonces, como no puedo ahora, decir qué era. A mi derecha también estaba el mar, pero era azul, calmoso, y sólo ligeramente ondulado, mientras que el cielo sobre él estaba oscurecido y la ribera era más blanca que enrojecida.

Ahora volví mi atención a tierra, y tuve ocasión de sorprenderme nuevamente, puesto que la vegetación no se parecía en nada a cuanto hubiera visto o leído. Aparentemente, era tropical o al menos subtropical... una conclusión extraída del intenso calor del aire. Algunas veces pude encontrar una extraña analogía con la flora de mi tierra natal, fantaseando sobre el supuesto de que las plantas y matorrales familiares pudieran asumir dichas formas bajo un radical cambio de clima; pero las gigantescas y omnipresentes palmeras eran totalmente extranjeras. La casa que acababa de abandonar era muy pequeña (apenas mayor que una cabaña) pero su material era evidentemente mármol, y su arquitectura extraña y sincrética, en una exótica amalgama de formas orientales y occidentales.

En las esquinas había columnas corintias, pero los tejados rojos eran como los de una pagoda china. De la puerta que daba a tierra nacía un camino de singular arena blanca, de metro y medio de anchura y bordeado por imponentes palmeras, así como por plantas y arbustos en flor desconocidos. Corría hacia el lado del promontorio donde el mar era azul y la ribera casi blanca. Me sentí impelido a huir por este camino, como perseguido por algún espíritu maligno del océano retumbante. Al principio remontaba ligeramente la ribera, luego alcancé una suave cresta. Tras de mí, vi el paisaje que había abandonado: toda la punta con la cabaña y el agua negra, con el mar verde a un lado y el mar azul al otro, y una maldición sin nombre e indescriptible cerniéndose sobre todo. No volví a verlo más y a menudo me pregunto... Tras esta última mirada, me encaminé hacia delante y escruté el panorama de tierra adentro que se extendía ante mí.

El camino, como he dicho, corría por la ribera derecha si uno iba hacia el interior. Delante y a la izquierda vislumbré entonces un magnífico valle, que abarcaba miles de acres, sepultado bajo un oscilante manto de hierba tropical más alta que mi cabeza. Casi al límite de la visión había una colosal palmera que parecía fascinarme y reclamarme. En este momento, el asombro y la huida de la península condenada habían, con mucho, disipado mi temor, pero cuando me detuve y desplomé fatigado sobre el sendero, hundiendo ociosamente mis manos en la cálida arena dorada, un nuevo y agudo sonido de peligro me embargó. Algún terror en la alta hierba sibilante pareció sumarse a la del diabólico mar retumbante y me alcé gritando fuerte y desabridamente.

—¿Tigre? ¿Tigre? ¿Es un tigre? ¿Bestias? ¿Bestias? ¿Es una bestia lo que me atemoriza?

Mi mente retrocedía hasta una antigua y clásica historia de tigres que había leído; traté de recordar al autor, pero tuve alguna dificultad. Entonces, en mitad de mi espanto, recordé que el relato pertenecía a Ruyard Kipling; no se me ocurrió lo ridículo que resultaba considerarle como un antiguo autor. Anhelé el volumen que contenía esta historia, y casi había comenzado a desandar el camino hacia la cabaña condenada cuando el sentido común y el señuelo de la palmera me contuvieron.

Si hubiera o no podido resistir el deseo de retroceder sin el concurso de la fascinación por la inmensa palmera, es algo que no sé. Su atracción era ahora predominante, y dejé el camino para arrastrarme sobre manos y rodillas por la pendiente del valle, a pesar de mi miedo hacia la hierba y las serpientes que pudiera albergar. Decidí luchar por mi vida y cordura tanto como fuera posible y contra todas las amenazas del mar o tierra, aunque a veces temía la derrota mientras el enloquecido silbido de la misteriosa hierba se unía al todavía audible e irritante batir de las distantes rompientes. Con frecuencia, debía detenerme y tapar mis oídos con las manos para aliviarme, pero nunca pude acallar del todo el detestable sonido. Fue tan sólo tras eras, o así me lo pareció, cuando finalmente pude arrastrarme hasta la increíble palmera y reposar bajo su sombra protectora.

Entonces ocurrieron una serie de incidentes que me transportaron a los opuestos extremos del éxtasis y el horror; sucesos que temo recordar y sobre los que no me atrevo a buscar interpretación. Apenas me había arrastrado bajo el colgante follaje de la palmera, cuando brotó de entre sus ramas un muchacho de una belleza como nunca antes viera. Aunque sucio y harapiento, poseía las facciones de un fauno o semidiós, e incluso parecía irradiar en la espesa sombra del árbol. Sonrió tendiendo sus manos, pero antes de que yo pudiera alzarme y hablar, escuché en el aire superior la exquisita melodía de un canto; notas altas y bajas tramadas con etérea y sublime armonía. El sol se había hundido ya bajo el horizonte, y en el crepúsculo vi una aureola de mansa luz rodeando la cabeza del niño. Entonces se dirigió a mí con timbre argentino.

—Es el fin. Han bajado de las estrellas a través del ocaso. Todo está colmado y más allá de las corrientes arinurianas moraremos felices en Teloe.

Mientras el niño hablaba, descubrí una suave luminosidad a través de las frondas de las palmeras y vi alzarse saludando a dos seres que supe debían ser parte de los maestros cantores que había escuchado. Debían ser un dios y una diosa, porque su belleza no era la de los mortales, y ellos tomaron mis manos diciendo:

—Ven, niño, has escuchado las voces y todo está bien. En Teloe, más allá de las Vía Láctea y las corrientes arinurianas, existen ciudades de ámbar y calcedonia. Y sobre sus cúpulas de múltiples facetas relumbran los reflejos de extrañas y hermosas estrellas. Bajo los puentes de marfil de Teloe fluyen los ríos de oro líquido llevando embarcaciones de placer rumbo a la floreciente Cytarion de los Siete Soles. Y en Teloe y Cytarion no existe sino juventud, belleza y placer, ni se escuchan más sonidos que los de las risas, las canciones y el laúd. Sólo los dioses moran en Teloe la de los ríos dorados, pero entre ellos tú habitarás.

Mientras escuchaba embelesado, me percaté súbitamente de un cambio en los alrededores. La palmera, que últimamente había resguardado a mi cuerpo exhausto, estaba ahora a mi izquierda y considerablemente debajo. Obviamente flotaba en la atmósfera; acompañado no sólo por el extraño chico y la radiante pareja, sino por una creciente muchedumbre de jóvenes y doncellas semiluminosos y coronados de vides, con cabelleras sueltas y semblante feliz. Juntos ascendimos lentamente, como en alas de una fragante brisa que soplara no desde la tierra sino en dirección a la nebulosa dorada, y el chico me susurró en el oído que debía mirar siempre a los senderos de luz y nunca abajo, a la esfera que acababa de abandonar.

Los mozos y muchachas entonaban ahora dulces acompañamientos con los laúdes y me sentía envuelto en una paz y felicidad más profunda de lo que hubiera imaginado en toda mi vida, cuando la intrusión de un simple sonido alteró mi destino destrozando mi alma. A través de los arrebatados esfuerzos de cantores y tañedores de laúd, como una armonía burlesca y demoníaca, atronó desde los golfos inferiores el maldito, el detestable batir del odioso océano. Y cuando aquellas negras rompientes rugieron su mensaje en mis oídos, olvidé las palabras del niño y miré abajo, hacia el condenado paisaje del que creía haber escapado.

En las profundidades del éter vi la estigmatizada tierra girando, siempre girando, con irritados mares tempestuosos consumiendo las salvajes y arrasadas costas y arrojando espuma contra las tambaleantes torres de las ciudades desoladas. Bajo una espantosa luna centelleaban visiones que nunca podré describir, visiones que nunca olvidaré: desiertos de barro cadavérico y junglas de ruina y decadencia donde una vez se extendieron las llanuras y poblaciones de mi tierra natal, y remolinos de océano espumeante donde otrora se alzaran los poderosos templos de mis antepasados. Los alrededores del polo Norte hervían con ciénagas de estrepitoso crecimiento y vapores malsanos que silbaban ante la embestida de las inmensas olas que se encrespaban, lacerando, desde las temibles profundidades. Entonces, un desgarrado aviso cortó la noche, y a través del desierto de desiertos apareció una humeante falla. El océano negro aún espumeaba y devoraba, consumiendo el desierto por los cuatro costados mientras la brecha del centro se ampliaba y ampliaba.

No había otra tierra salvo el desierto, y el océano furioso todavía comía y comía. Sólo entonces pensé que incluso el retumbante mar parecía temeroso de algo, atemorizado de los negros dioses de la tierra profunda que son más grandes que el malvado dios de las aguas, pero, incluso si era así, no podía volverse atrás, y el desierto había sufrido demasiado bajo aquellas olas de pesadilla para apiadarse ahora. Así, el océano devoró la última tierra y se precipitó en la brecha humeante, cediendo de este modo todo cuanto había conquistado. Fluyó nuevamente desde las tierras recién sumergidas, desvelando muerte y decadencia y, desde su viejo e inmemorial lecho, goteó de forma repugnante, revelando secretos ocultos en los años en que el Tiempo era joven y los dioses aún no habían nacido. Sobre las olas se alzaron recordados capiteles sepultados bajo las algas. La luna arrojaba pálidos lirios de luz sobre la muerta Londres, y París se levantaba sobre su húmeda tumba para ser santificada con polvo de estrellas. Después, brotaron capiteles y monolitos que estaban cubiertos de algas pero que no eran recordados; terribles capiteles y monolitos de tierras acerca de las cuales el hombre jamás supo.

No había ya retumbar alguno, sino sólo el ultraterreno bramido y siseo de las aguas precipitándose en la falla. El humo de esta brecha se había convertido en vapor, ocultando casi el mundo mientras se hacía más y más denso. Chamuscó mi rostro y manos, y cuando miré para ver cómo afectaba a mis compañeros descubrí que todos habían desaparecido. Entonces todo terminó bruscamente y no supe más hasta que desperté sobre una cama de convalecencia. Cuando la nube de humo procedente del golfo plutónico veló por fin toda mi vista, el firmamento entero chilló mientras una repentina agonía de reverberaciones enloquecidas sacudía el estremecido éter. Sucedió en un relámpago y explosión delirantes; un cegador, ensordecedor holocausto de fuego, humo y trueno que disolvió la pálida luna mientras la arrojaba al vacío.

Y cuando el humo clareó y traté de ver la tierra, tan sólo pude contemplar, contra el telón de frías y burlonas estrellas, al sol moribundo y a los pálidos y afligidos planetas buscando a su hermana.

H.P. Lovecraft (1890-1937)




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El resumen y análisis del relato de H.P. Lovecraft: El caos reptante (The Crawling Chaos) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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