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«Toma el Tren Z»: Allison V. Harding; relato y análisis


«Toma el Tren Z»: Allison V. Harding; relato y análisis.




Toma el Tren Z (Take the Z-Train) es un relato de terror de la escritora norteamericana Allison V. Harding (1919-2004), publicado originalmente en la edición de marzo de 1950 de la revista Weird Tales, y luego reeditado en la antología de 1982: Macabras historias sobre rieles (Macabre Railway Stories).

Toma el Tren Z, uno de los grandes cuentos de Allison V. Harding, relata la historia de Henry Abernathy, un oscuro oficinista que regresa a casa en el metro después de otro día sin sentido en el trabajo. En lugar de tomar el habitual tren A o B, Henry advierte que se ha subido al misterioso Tren Z, cuyos pasajeros parecen ser variaciones de él mismo en diferentes etapas de su vida (ver: En el Metro: el horror subterráneo de lo reprimido)

SPOILERS.

Toma el Tren Z es el relato de Allison V. Harding más enigmático y estimulante. Aquí conocemos a Henry Abernathy, un empleado promedio, inseguro, desilusionado con la vida, que toma el mismo tren a casa todas las noches, no sin antes considerar seriamente el suicidio. Sin embargo, este día en particular se sube por error al Tren Z, cuya ruta le es desconocida. Pronto advierte que el vagón en el que viaja está lleno de personas que conoció en el pasado [una mujer que lo rechazó, un jefe tiránico], también otras que quizás conocerá en el futuro, e incluso versiones anteriores de sí mismo. En cualquier caso, todos los pasajeros han hecho alguna contribución significativa al desencanto de Henry Abernathy con la vida, añadiendo un grano de arena a su actual existencia desesperada (ver: Lo Subterráneo en la ficción: descenso hacia un estado elemental del ser)

Henry nota que hay un cuerpo sobre las vías, y entonces sobreviene una visión, un recuerdo de su infancia: su madre presionándolo para descifrar una letra [naturalmente, la Z], y luego un carrusel. De este modo Henry Abernathy parece revivir un día mágico en la feria, girando en el carrusel, cuando el futuro lo esperaba con los brazos abiertos, un mundo que podría haber sido, pero que nunca fue. La única realidad para él es el Tren Z (ver: Lo Siniestro en la ficción: cuando lo familiar se vuelve extraño)

Toma el Tren Z de Allison V. Harding es un relato enigmático, simbólico y fundamentalmente personal; tal es así que el lector puede sentir [al menos yo he sentido eso] que se lo está dejando al margen de muchas cuestiones importantes que nunca son aclaradas, ni siquiera sugeridas. Pero, primero, analicemos los aspectos más evidentes de la historia. Más adelante entraremos en el misterio de la autora, Allison V. Harding, cuya identidad acaso tenga la respuesta para conocer qué significa el Tren Z y el extraño viaje de Henry Abernathy.

Hechos: Henry Abernathy sale de la oficina poco después de las cinco de la tarde. y camina hasta la estación del metro. Piensa en el suicidio, pero aparentemente esto es parte de su rutina. Siempre toma el tren A o B. Después de abordar descubre que se ha subido al Tren Z; un tren del que nunca ha oído hablar. A medida que el tren avanza, Henry nota que todos los pasajeros del vagón son personas de su vida pasada, incluido él mismo cuando era joven. La historia, si la despojamos de simbolismo, es una especie de pesadilla atmosférica y tecnófoba que desgarra la vida cuidadosamente mesurada y aburrida del protagonista (ver: Las nuevas tecnologías en la mecánica del Horror)

La verdadera identidad de Allison V. Harding es un misterio. Algunos suponen que podría ser el seudónimo de Jean Milligan, esposa de Lamont Buchanan, editor de arte de Weird Tales. Otros, más temerarios, argumentan que podría ser un seudónimo utilizado nada menos que por J.D. Salinger, autor de El guardián entre el centeno (The Catcher in the Rye); pero lo cierto es que no lo sabemos. Buena parte de esas suposiciones esconden una mirada bastante misógina: Allison V. Harding no era una mujer, ya que ninguna mujer escribiría sobre otra de la manera en que lo hace en algunas de sus historias, como El hombre húmedo (The Damp Man). Según esta hipótesis, solo un hombre, un hombre amargado y enojado, podría escribir sobre las mujeres con tamaña crueldad, mostrando incluso indicios de algún tipo de psicopatía (ver: El Machismo en el Horror)

Este argumento no parece demasiado convicente, sobre todo porque parte de una premisa falsa [ser mujer no te impide escribir con extrema crueldad sobre el comportamiento femicida de un hombre], pero de todos modos podría tener algo de verdad (ver: El cuerpo de la mujer en el Horror). Todos los relatos de Allison V. Harding publicados en Weird Tales coinciden con el trabajo de Buchanan en la revista, quien [siempre en el terreno hipotético] habría escondido su verdadera identidad [vaya uno a saber por qué] bajo dos capas: el seundónimo Allison V. Harding, y el nombre de soltera de su esposa, Jean Milligan. Independientemente de todo esto, que puede tener o no algún grado de veracidad, lo que nos importa aquí es que el misterio de la identidad de Allison V. Harding parece estar relacionado con Toma el Tren Z.

Toma el Tren Z posee un tono de desilusión, de amargura, de desesperación, que quizás no tenga que ver con un hombre que esconde su identidad detrás de una mujer, sino con una mujer que parece ser perfectamente conciente de este lado oculto de los hombres aparentemente exitosos. Después de todo, Henry Abernathy, quien ha considerado el suicidio como una salida elegante para su desesperación, eventualmente se dispone a comenzar de nuevo en su vida, por lo demás sombría, monótona y opresiva; pero hasta aquí nos permite llegar la autora. A partir de entonces, la historia se desarrolla en el más absoluto hermetismo.

Como en todos los cuentos de Allison V. Harding, el protagonista de Toma el Tren Z es un hombre. Se cuenta desde su punto de vista y con su singular voz interior. Es una historia de desesperación, hasta que de repente se nos revela un recuerdo o una visión de la infancia de Abernathy, una visión tan extraña y personal que resulta casi incomprensible para el lector. De algún modo, esta visión se siente como algo genuino, real, algo que tenía un profundo significado para la autora, pero que solo podía sugerir, no abordar directamente, quizás para proteger su identidad. Es muy posible, según mi lectura, que Toma el Tren Z sea la revisión de un trauma de la infancia, el cual Abernathy recién puede recordar completamente tras su muerte (ver: Algo interfiere con nuestra experiencia del Tiempo)

En este punto dejamos la puerta abierta a cualquier interpretación que el lector de El Espejo Gótico pueda aportar. Por algún motivo, es un relato que se me desliza entre los dedos. Ninguna interpretación, hasta ahora, me ha dejado satisfecho, de modo tal que solo menciono aquí la que me resulta más verosimil. Más allá de esto, Toma el Tren Z de Allison V. Harding es un relato brillante, aún cuando al final uno sienta que está presenciando una especie de recapitulación encriptada que excluye al lector. Si bien parece quedar claro que Abernathy ha muerto, y que el Tren Z le permite ir descubriendo algunos aspectos desconocidos de sí mismo, y de las personas que formaron parte de su vida, ese trauma alrededor de su madre, el carrusel, y la letra Z, son completamente opacos para mí.




Toma el Tren Z.
Take the Z-Train, Allison V. Harding (1919-2004)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


El vidente había dicho —todas las cosas de cierta sabiduría y origen incierto van muy bien con los videntes— «Al final, los viejos miran hacia atrás para revivir el patrón de sus vidas. Pero los jóvenes, particularmente favorecidos por un destino que, de lo contrario, parece haberlos descuidado, miran hacia adelante y, durante este breve instante de eternidad, ven realmente lo que está delante antes de que se apague la luz.»

Eran las 17:05 cuando Henry Abernathy salió de la oficina. Siempre eran las 17:05 cuando Henry Abernathy salía de la oficina. Para entonces, se había ocupado del exceso de trabajo que de alguna manera siempre llegaba a su escritorio hacia el final de la jornada laboral y había guardado su abrigo en el casillero de empleados generales.

Hace más tiempo de lo que podía recordar, Henry había estado complacido con el título de Supervisor Asistente de Transporte. Era ayudante, de acuerdo, para todos en la oficina, supervisor de nada. ¡Eso era una risa en alguien con el pelo gris y los hombros encorvados!

Como de costumbre, Henry caminó tres cuadras directamente hacia el sur desde la oficina hasta la estación del metro, deteniéndose solo para comprar el periódico de la tarde en el puesto de la esquina. Todo fue como de costumbre. Pero se había estado diciendo todo el día que este era un día importante. Iba a romper con la vida anterior. Desde el principio, una frase había estado corriendo por su cabeza. Corría por canales muy gastados porque ya había tenido este pensamiento antes, lo sabía, aunque su autoría era oscura. El vidente había dicho…

La cita le fascinaba, no sabía por qué, nunca había sabido por qué.

Henry Abernathy había creído que podía romper con su rutina sin sentido, con los mismos rostros de siempre en la oficina, con las mismas tareas estúpidas, con el mismo miedo que lo azotaba con sus correas de inseguridad a su humilde posición. Pensar de esta manera lo llevó por las escaleras del metro, a través del molinete y al nivel inferior donde esperó su tren como lo había hecho, parecía, miles de veces antes.

De repente se vio sorprendido por esta caverna tenue e iluminada por un centelleo debajo del perímetro de la superficie de la tierra. La gente a su alrededor, las vigas de acero que impiden que el resto del mundo caiga sobre los rieles, las máquinas de goma de mascar, las balanzas de un centavo... todos estos objetos parecían desenfocarse en sus pensamientos internos.

Por instinto, observó el agujero negro a su izquierda al final de la plataforma. Observó más de cerca, cuando primero le llegó el ruido y luego el parpadeo de algo en el túnel. Miró hacia arriba, no sabía por qué, porque era un acto completamente irrelevante, al techo de la estación. Parecía, en la penumbra subterránea, tan lejano como la cima del universo.

Estaba cansado, supuso. La vida te hace eso, ¿no? A todos. Abernathy se preguntó si los que lo rodeaban eran tan miserables como él, o si su desdicha era algo no reconocido y encerrado en lo más profundo de su interior. Porque esta tumba subterránea era un lugar para la reflexión, aunque a la inversa, en su bullicio y repugnante urgencia, los humanos podían tomar vacaciones de sus conciencias, y empujar, retorcerse, apresurarse hacia estos topos mecanizados que los llevaban hacia y desde sus tareas, olvidar, y en el olvido ser complacientes.

Otras veces, cuando Henry Abernathy había esperado aquí así su tren A o B, había pensado que la gente debía envejecer más rápido en tal entorno extraño: la plataforma tan dura e inflexible, el aire húmedo, la lejanía de las cosas que importaban, como el cielo, el sol y el viento. Se preguntó si personas como él seguramente no envejecerían más rápidamente en una tumba subterránea como esta, donde ni la esperanza ni ninguna otra cosa podrían crecer o florecer.

La cosa de metal opaco se deslizó dentro de la estación. Su longitud de oruga se movía con protestas estridentes y ásperas, sus coches de luces chillonas llamaban. Las puertas se abrieron y Henry Abernathy caminó automáticamente hacia adelante, mirando como siempre —porque era un hombre meticuloso— el cuadrado de la ventana que mostraba la letra alfabética del tren. Sólo dos paraban en esta plataforma: el A, que era un expreso, y el B, un local. Ambos lo llevarían a casa.

Subió, con las puertas cerrándose detrás y el tren sacudiéndose, saltando a la vida de nuevo. Estaba sentado en los incómodos asientos de madera cuando lo que acababa de mirar automáticamente en el cuadro de identificación de la ventana exterior tomó forma en su mente, y con tanta fuerza que se levantó, se acercó a la ventana y miró el cartel al revés. Brillaba levemente contra el fondo negro en movimiento del túnel, porque ahora estaban fuera de la estación.

Decía claramente, por lo que no podía haber ningún error: Tren Z.

El metro se sacudió con su velocidad creciente, y Henry volvió a su asiento. Era de lo más peculiar. Nunca antes había circulado un tren que no fuese A o B por esta vía. Nunca había oído hablar de un Tren Z. ¡Ni siquiera sabía a dónde iba!

Se sentó con las manos entrelazadas en su regazo y sintió alivio. Tal vez este era el comienzo de su aventura.

El tren se tambaleó y aceleró, y mientras los momentos pasaban siniestramente, se dio cuenta de que el monstruo subterráneo huía sin cabeza y sin prestar atención, sin el respiro de esos ocasionales oasis iluminados en la espantosa noche del metro. ¡Seguramente ya habrían llegado a otra estación! Luego… espera un momento. ¡Ésta, entonces, era su aventura!

Ésta era la diferencia que, a pesar de sí mismo y de su propia debilidad para efectuar cualquier cambio, alteraría el rumbo para él. No más jefe, no más horas regulares...

El tren iba más rápido.

Fue una vida monótona, se dijo Henry Abernathy. Monótona y bastante terrible. Ahora podía confesarse a sí mismo algo que nunca haría bajo el sol, algo que lo abrumaba. Podía confesar que había pensado en matarse.

Le invadió una sensación de humedad. El aire del túnel estaba húmedo cuando silbó en una ventana abierta en el otro extremo del coche. Había un camino muy largo entre estaciones, y a esta velocidad, eso no estaba nada bien.

Buscó otras caras en busca de consuelo. De alguna manera, parecía haber tan pocos de ellos, con esos ojos desviados u ocultos detrás de bultos o papeles. Abernathy se aclaró la garganta para probar su voz.

—Perdón, pero ¿en qué tren estoy? —le dijo a la persona más cercana.

No era una pregunta tonta, a pesar de que estaba sentado casi enfrente de la ventana donde estaba colocada la placa de identificación, y esa placa decía claramente: Tren Z.

Se sentó más rígido contra el respaldo del asiento, la tensión se apoderó de él. Fue su imaginación la que le dijo que el tren se precipitaba ansiosamente en la oscuridad cada vez mayor del túnel, porque un tren no se precipita ansiosamente, ni siquiera un Tren Z. Una libertad poética, sin dudas, un producto de la imaginación.

Henry fijó sus ojos en la persona más cercana a él: un hombre muy joven con libros y suéter, obviamente recién llegado de la universidad, un joven ansioso. Con sueños, pensó Henry Abernathy con una especie de tristeza.

El joven no miraba nada en particular, y Abernathy pensó.

—Ah, pronto me mirará. Le llamaré la atención y diré, inclinándome hacia adelante para no tener que anunciarlo al resto del vagón: Joven, parece que me he equivocado de tren —una pequeña sonrisa por mi propia estupidez—. ¿Podría decirme adónde vamos?

El joven del suéter golpeó sus libros con las yemas de los dedos, golpeó el suelo con el pie, silbó entre dientes y miró por la ventana, o hacia arriba y hacia abajo del coche, de forma casual y rápida.

Abernathy se levantó para hablar con él directamente y luego lo pensó mejor. Pasó lo suficientemente cerca para ver que el joven estaba más limpio que la mayoría. Imaginó que así debió verse él al regresar de la universidad, años atrás, pero eso estaba lejos de aquí tanto en el tiempo como en el espacio.

Había una chica, una chica bonita, notó. Tenía ojos muy abiertos, un buen mentón, una boca agradable, bien vestida. Le preguntaría a ella… pero con otros hombres en el coche se vería... bueno, no se vería bien si un hombre como él se dirigía a una hermosa jovencita.

Había varios otros hombres, bien vestidos, semi-exitosos o mejor, con cadenas de reloj sobre sus barrigas, maletines, el tipo de hombres de negocios. Jefes.

Entonces, casi en la puerta que se abría entre los coches había otro hombre, más joven, con un esmoquin que no le quedaba bien, probablemente yendo a una fiesta. Era un esmoquin alquilado, pensó Henry Abernathy con cierta satisfacción. ¡Él sabía lo que era eso! Por qué, cuando tenía esa edad, una vez había alquilado un esmoquin y probablemente no le había quedado mejor que a este tipo.

Abernathy llegó a la puerta y se aferró al pomo de latón de color amarillo rojizo. Tenía la sensación reconfortante de toda la vida, de la realidad, con la pegajosidad de decenas de manos; la gente lo abre y lo cierra, camina hacia adelante, hacia atrás, tocándolo con las manos.

Entonces avanzó, sumando sus pasos a la velocidad del tren en esa dirección.

No estaba seguro si eran uno, dos o tres coches, ni tampoco de los demás pasajeros. Se tambaleó un poco ante el balanceo del metro. Anhelaba de repente deshacerse de esta cosa, esta escena, este lugar. Todas esas figuras, esas personas con las que se había sentado en el primer coche adquirieron una extraña familiaridad de pesadilla en su mente.

Fue el trabajo penoso, el exceso de trabajo y la desesperanza de su vida, lo que lo hacían pensar así. O quizás algo más.

—Algo que comí.

Eso fue lo que le hizo saber que el muchacho del suéter era Henry Abernathy, y quizás también lo era el hombre un poco mayor con el esmoquin alquilado. La niña era la que había dicho que no. Eso también fue hace mucho tiempo. Y esos hombres fuera de forma, regordetes y caros fumadores de puros, eran los jefes para los que había trabajado, y otros para los que no había llegado a trabajar; sujetos que le habían echado una mirada de superioridad, haciéndolo sentir inferior, indigno de su atención.

La plenitud del horror se apoderó de Henry Abernathy cuando llegó a la parte delantera del primer coche. Se apoyó en el compartimento del motorista y miró hacia el túnel que se precipitaba hacia ellos y a su alrededor.

El túnel se alejaba, se alejaba, siempre girando, al parecer, como si estuviera dando vueltas.

Henry se puso de pie y miró, fascinado. No pudo ir más lejos. No pudo regresar. Miró con curiosidad el cubículo del motorista. Ese lugar estaba oscuro, la sombra se dibujaba casi hasta la parte inferior de la ventana. Pero había un hombre allí con gorra, y una mano enguantada descansaba sobre el acelerador colocado al máximo, un hombre que se balanceaba con el movimiento del tren que conducía. Un motorista.

Los años volvieron a Henry como hojas que caen en secuencia, y supo que las personas que estaban detrás de él eran parte de él, de él mismo y de otros que había conocido.

¿Qué era entonces este tren? ¿Su vida de principio a fin, y su destino?

Se quedó hipnotizado por sus pensamientos, atraído por la oscura fascinación del túnel que tenía delante, las pequeñas luces amarillas que brillaban, marcando con su debilidad tanto el espacio como la velocidad. Fue una eternidad la que Henry Abernathy estuvo allí... o fue un segundo. Tampoco importaba.

Pero adelante, finalmente, vio algo. No era exactamente una estación, pero había una luz, una pequeña luz parpadeante al costado del túnel. El tren no parecía acercarse a la luz, sino flotar hacia ella.

Los chillidos y quejidos del metro a alta velocidad se apagaron, por lo que debieron reducir la velocidad. La luz se acercó. Había una señal, una señal muy grande. La había visto antes cuando viajaba en un tren abarrotado, en la hora pico, se detuvo en la oscuridad entre dos estaciones, tal vez indicando una escalera cercana que conducía a lo anterior. El letrero decía «Salida».

Pero… había más que eso. Al otro lado de las vías había algo. Observó con atención durante las horas en las que parecía que el tren tardaba en acercarse. No importaba qué vio primero, en qué orden percibió estas cosas: la señal, la cosa en las vías; la cosa en las vías, la señal.

Era un cuerpo sobre las vías, tendido boca arriba, como un saco de algo. El rostro estaba extrañamente luminoso en la oscuridad del túnel, y ese rostro era tan terriblemente familiar como los demás que estaban detrás de él en el tren. Tan familiar y claro como el letrero debajo de la luz amarilla. Simplemente decía: «Z».

Ahora estaban cerca. El cuerpo casi estaba debajo del monstruo de metal; el signo, la «Z», era cada vez más grande.

Y luego hubo un destello cegador: todo el brillo de todo el mundo, de todos los tiempos explotando en el túnel, a través de ese cuerpo familiar y el cartel; una luz que tocó acordes y notas en su mente. Eso era, música, fácil de escuchar mientras se reproducía y giraba.

Era el sonido del carrusel, el calíope, y mientras la pequeña serie de silbidos, tocados por teclas como un órgano, estallaban y ululaban, Henry Abernathy daba vueltas y vueltas en el mar de los recuerdos sobre el caballito alegremente pintado: un caballito que se alimentaba y se iluminaba con sus lágrimas de alegría y placer.

Este fue un día importante para Henry. Iba a romper con su vida anterior, y tal vez esa vida anterior comenzaba —o la única parte que contaba— en el piso de la casa con las paredes color crema que parecían tan altas a los siete años.

Tenía que deletrear algo. Madre insistió. Era una palabra, una palabra sin sentido, que no importa entre las miles de nuestro idioma. Era perversa y había una letra que no quiso agregar, pero mamá fue tan insistente.

—¡Piensa! —dijo ella—. ¡Piensa!

Y recordó el color cada vez más profundo de su rostro, lo recordó como recordaba ahora todas estas otras cosas, pasadas y futuras.

—¡Piensa! —repitió—. ¡Piensa!

Tenía que añadir una letra para corregir la palabra perfecta, para rellenarla, para que su mente adulta funcionara correctamente.

—¡Piensa! —dijo de nuevo—. ¡Es una carta inusual!

Conocía muy bien la carta. Solo tenía que empujarla en su lugar con el pie o la mano. Pero la rebelión lo detuvo.

Y luego mamá dijo sombríamente:

—¡Piensa, Henry! ¡Hazlo o no irás a la feria!

Y con eso, la rueda de la ruleta completó su giro final y se detuvo, marcando su elección, y él, petulantemente, y todavía sin querer, pero abrumado por el conocimiento de que perdería algo más grande, puso la letra en su lugar.

Y ella gritó victoriosa:

—¡Por supuesto! ¡Z! ¡Lo sabías todo el tiempo, Henry!

Fue más tarde, entonces, cuando visitó el carnaval casi explotando con su entusiasmo de niño pequeño. ¿Hubo tiempo suficiente para todas las cosas que había que hacer y ver, tocar y jugar? ¿Había suficiente de él para oler y comer todas las cosas que se podían oler y comer?

Y al final, lo mejor de todo, el carrusel, los caballitos que subían y bajaban, subían y bajaban, giraban y giraban, con la extraña, extraña y maravillosa música del calíope, viajó millas en su caballito verde y amarillo.

Madre se quedó fuera del mundo de carreras e hizo un gesto, como golpeando con el pie, como queriendo que se detuviera.

Fue entonces, en algún momento durante su enésimo paseo en el caballito verde y amarillo que se movía de un lado a otro, cuando su mente de siete años, que conocía bien los silbidos del órgano del carrusel, oyó algo más, algo que había venido de otro mundo. Un estruendo y una luz cegadora; algo precedido solo por un poco de humedad y la ira de Madre mientras estaba de pie, sin controlarlo más, ya completamente fuera de su mundo, bajo un paraguas levantado apresuradamente, pateando con el pie y llamándolo.

Henry fue atrapado entonces en ese instante por su amigo, quien lo acogió en este momento de alegría estallando como el cabeceo de una flor. Fue por ese momento que el vidente había hablado. Fue por ese momento que la «Z» fue recordada. Y fue ese momento el que le mostró cómo habría sido en tiempos aún no nacidos, ser olvidado para siempre en un tiempo que nunca será.

Allison V. Harding (1919-2004)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Allison V. Harding.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Allison V. Harding: Toma el Tren Z (Take the Z-Train), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«La caza»: Joseph Payne Brennan; relato y análisis


«La caza»: Joseph Payne Brennan; relato y análisis.




La caza (The Hunt) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Joseph Payne Brennan (1918-1990), publicado por Arkham House en la antología de 1958: Nueve horrores y un sueño (Nine Horrors and a Dream).

La caza, posiblemente uno de los mejores cuentos de Joseph Payne Brennan, relata la dramática noche del señor Oricto, un sujeto temeroso, pusilánime, que espera el tren nocturno en una estación casi desierta, excepto por un misterioso desconocido en el andén: un hombre de aspecto extraño, muy delgado y alto, que parece estar siguiéndolo.

SPOILERS.

Lo único que el señor Oricto desea es tomar su tren y regresar a casa. Podemos identificarnos con él, con sus modestas ambiciones burguesas, y también con el miedo que experimenta cuando algunos indicios lo llevan a pensar que el otro sujeto en el andén, el Extraño, en realidad lo está persiguiendo. ¿Es un asesino? ¿Un psicópata? Quizás el señor Oricto esté sufriendo algún tipo de colapso nervioso, y el Extraño sea simplemente otro hombre prosaico que desea tomar su tren y regresar a casa.

La caza de Joseph Payne Brennan es un relato muy bien construido, donde poco a poco vamos conociendo al señor Oricto: un hombre gris, anodino, quien ante la menor amenaza asume el rol de víctima, como si se viera a sí mismo como una presa. No podemos culparlo por esa actitud. Lo es.

Porque el Extraño, después de todo, no es un sujeto común y corriente que espera el tren. Es un Vampiro.

La caza de Joseph Payne Brennan nos permite descubrir, desde la perspectiva del señor Oricto, a este misterioso Extraño en el andén, quien sigue al protagonista pero sin emplear la violencia, jugando psicológicamente con su presa. De hecho, y aunque el destino de la víctima parece sellado desde el primer momento, el Vampiro le ofrece muchas oportunidades para escapar; sin embargo, el señor Oricto no lo hace; como si de algún modo la presa ansiara finalmente los colmillos del depredador.

La caza de Joseph Payne Brennan examina de forma brillante una posible estrategia de caza de los vampiros, donde no hay movimientos apresurados, donde no hay agresión ni violencia realmente (al menos al comienzo), sino más bien la imposición de la presencia del Vampiro justo fuera del límite de la zona de confort de la presa; no lo suficientemente cerca como para generar pánico en ella, y no tan lejos como para pasar inadvertido. Por otro lado, el instinto del señor Oricto (el Miedo) es agudo como el de un conejo: sabe que hay una amenaza, pero al racionalizar el peligro lo descarta, facilitándole las cosas a su perseguidor (ver: ¿Cómo se siente el Sexto Sentido?).

De este modo, el Extraño debilita las defensas psicológicas del señor Oricto. Se acerca más y más: primero en el andén, luego en el tren, y después en un taxi. Juega con su presa, pero no creo que haya malicia aquí. Al igual que Pennywise en It, al Vampiro de Joseph Payne Brennan quizás le agrade echarle algo de sal a sus presas, darles un sabor más apetecible, a través del miedo.




La caza.
The Hunt, Joseph Payne Brennan (1918-1990)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Cuando entró en la fría y poco iluminada sala de espera de la estación de ferrocarril de Newbridge, el señor Oricto decidió que esta era el lugar más desolado del mundo. Todo lo deprimía: las duras luces del techo, el frío suelo de piedra y los incómodos bancos ennegrecidos. Excepto por él mismo, la estación parecía estar desierta. Frunciendo el ceño, dejó su bolso en el suelo y se sentó. Su tren llegó tarde. Tendría que aprovechar la demora de una hora. Era una perspectiva sombría.

Pequeño de cuerpo, nervioso y de mediana edad, experimentó una inquietante sensación de aislamiento, de vulnerabilidad, mientras miraba alrededor de la gran habitación estéril. Por lo general, sus orejas bastante grandes y sus mejillas colgantes le daban una apariencia cómica, pero ahora parecía simplemente patético.

Era consciente de un inexplicable sentimiento de aprensión. No podía explicarlo. Newbridge era una ciudad razonablemente grande, debía haber gente moviéndose en el área de la estación. Pero ya era bastante tarde y...

De repente se congeló. Alguien parado en las sombras en el otro extremo de la sala de espera lo estaba mirando. Esta persona estaba apoyada contra la parte posterior de uno de los bancos, con los brazos en la cabeza, y parecía estar examinando al señor Oricto con curiosa intensidad.

El corazón del señor Oricto comenzó a latir entre sus frágiles costillas. Le devolvió la mirada con miedo, repelido pero fascinado.

Aunque sus ojos comenzaron a llorar, no pudo retirar su mirada. Mientras observaba, el objeto de su escrutinio involuntario se movió a lo largo del banco y se dirigió hacia la luz.

Por alguna razón, que no se atrevió a analizar, el señor Oricto entró en pánico. Para un observador casual, podría haber habido poco en la apariencia del otro para justificar tal reacción. El hombre estaba bien arreglado. Era incluso más pequeño que el señor Oricto. Una parte desinteresada habría concluido que no había nada notable en él. Incluso podría ser llamado anodino. Pero el señor Oricto lo encontró espantoso. Los ojos inquietos del extraño, su mirada, su delgadez, su actitud, eran alarmantes en sí mismos. Su interés rápido y concentrado en el señor Oricto era aterrador.

Sin pensar, sin esperar siquiera a sopesar el resultado de su acción, el señor Oricto agarró su bolso y se apresuró hacia la puerta de la plataforma. Casi, pero no del todo, corrió.

Apresurándose hasta el final de la plataforma, dejó su bolso y miró hacia atrás. No vio a nadie.

Su corazón gradualmente se desaceleró. Expulsó un suspiro largo y tembloroso. ¡Qué tímido y nervioso se había vuelto de repente! Realmente debía controlarse. Había perdido el sueño últimamente; sus nervios debían estar un poco deshilachados. El extraño probablemente había querido entablar una conversación, nada más.

Pero mientras razonaba consigo mismo, una parte secreta de él permaneció fría y asustada. No pudo obligarse a abandonar el otro extremo de la plataforma.

Unas gotas de lluvia golpearon su rostro. Mirando alrededor, vio que no había nadie en ninguna dirección. La estación bien podría haber estado ubicada en medio de un desierto. Mirando su reloj, se dio cuenta de que todavía tenía cuarenta minutos para esperar.

La lluvia caía más fuerte, golpeando contra las tablas de madera. Un tramo escaso del techo cubría esa porción de la plataforma adyacente a la sala de espera, pero terminaba a unos metros del lugar donde estaba el señor Oricto. A medida que aumentaba la lluvia, comenzó a avanzar lentamente hacia este techo. Estaba casi debajo de su borde protector cuando vio al extraño parado justo afuera de las puertas de la sala de espera. El señor Oricto no lo había visto salir; no había advertido siquiera que las puertas se abrían desde allí. Pero ahí estaba el sujeto, sin embargo.

El señor Oricto se detuvo al instante, afectado por un renovado temor. El delgado desconocido no hizo ningún movimiento hacia él, pero el señor Oricto estaba convencido de que el otro lo estaba analizando con astucia, incluso con hostilidad. A pesar de las capas de lluvia arrojadas por un viento creciente, se apresuró una vez más al otro extremo de la plataforma.

La lluvia caía en torrentes, empapando su ropa, corriendo por su cara. Estaba seguro de que el extraño, que estaba seco bajo el techo de la plataforma, estaba muy entretenido con su situación. En un momento le pareció escuchar una suave risa, pero tal vez fue solo el viento. Su desagradable compañero de plataforma en realidad no había hecho un solo movimiento o comentario, pero su mera presencia infundía terror en la médula del señor Oricto. Este miedo escalofriante no podía ser racionalizado. Era aparentemente tangible, una amenaza que llenaba la plataforma de la estación como un manto negro.

A intervalos, la lluvia disminuía. En estos breves instantes de respiro, el señor Oricto se sacudía el sombrero empapado, se secaba el agua de la cara y, en general, recuperaba algo de dignidad. En uno de estos intervalos, mientras se quitaba el pañuelo de la cara, se horrorizó al observar que el extraño había dejado su puesto cerca de las puertas de la sala de espera y había avanzado hasta la mitad de la plataforma.

Se quedó petrificado de miedo. El extraño avanzó poco a poco, moviendo sus pies muy lentamente. Su cabeza pequeña, empujada hacia adelante sobre un cuello bastante largo, apuntaba al señor Oricto como una flecha. Sus ojos sostenían los ojos del señor Oricto con una mirada inquebrantable.

El señor Oricto deseó salir corriendo, saltar de la plataforma y correr ciegamente por las vías del ferrocarril. Esa era una cosa en la que siempre había sido bueno: correr. Pero sus piernas bien pudieron haber sido de gelatina. Simplemente no respondían al pánico que se había apoderado de su voluntad.

Abrió la boca para gritar. Justo entonces hubo un repentino destello de luces, un rugido moderado, y su tren apareció a la vista en una curva. El extraño vaciló. Por un instante de pesadilla pareció estar a punto de lanzarse hacia adelante. Luego se enderezó, giró y caminó hacia la sala de espera.

Nunca en su vida el señor Oricto había estado tan contento de ver llegar al tren. Avanzó hacia el borde del andén, agradecido, inexpresablemente aliviado, bendiciendo al gigante de acero enviado en la noche para salvarlo. Mientras subía a bordo, lanzó una mirada rápida en ambas direcciones. Con inmenso alivio, vio que nadie más estaba subiendo.

El tren no se detuvo mucho en Newbridge. Era un expreso a Porthaven, y Newbridge era una parada sin importancia en el camino; la última parada, de hecho, antes de Porthaven. Cuando el señor Oricto colocó su bolso en el estante superior, el tren echó a correr por la noche lluviosa.

Se tumbó en su asiento, sintiéndose débil, helado y exhausto. Nunca antes había experimentado un miedo sin nombre, una aprensión tan aguda y abrumadora. No se atrevió a pensar qué podría haber sucedido si el tren no hubiera llegado cuando lo hizo.

El guarda atravesó el vagón vacío, tomó su boleto a Porthaven, le dirigió una mirada persistente y perpleja, y pasó al siguiente.

La relativa calidez del tren, y su vaivén constante, lo arrullaron. Se recostó con los ojos cerrados. Poco a poco su corazón dejó de latir excesivamente y comenzó a respirar normalmente de nuevo. La lluvia caía en cascada contra las ventanas del tren, difuminando las pocas luces que cortaban la oscuridad exterior.

El señor Oricto se despertó. Probablemente se habría pescado un buen resfriado, reflexionó. Bueno, había leído que uno debería beber mucha agua para un resfriado. Se levantó, tembloroso, y se paró en el pasillo, horrorizado por su debilidad. Caminando despacio hacia el expendedor de agua, llenó un vaso de papel. Después de beber tres vasos, se dio la vuelta para regresar a su asiento; pero se detuvo en seco. El delgado desconocido estaba descansando en un asiento en el medio del vagón. Su semblante tenía una expresión divertida, pero sus ojos se clavaron en los del señor Oricto como agujas de acero.

Por un segundo de pánico, el señor Oricto casi cedió a un impulso urgente: quería dar media vuelta y correr a través de los vagones delanteros hasta que hubiera puesto la mayor distancia posible entre él y su perseguidor. Algunas células no afectadas de su cerebro asustado le aseguraron que se vería ridículo. ¿Qué pensarían los otros pasajeros? Además, tendría que abandonar su bolso en el estante. Este contenía algunas de sus posesiones más preciadas. ¿Lo iba a dejar porque un extraño desagradable era lo suficientemente grosero como para seguir mirándolo fijamente?

De mala gana, abrumado por el pánico, regresó a su asiento. Parte de su cerebro todavía le gritaba que corriera, que huyera mientras había tiempo; pero una vez de vuelta en el asiento, no pudo moverse.

La lluvia caía sobre las ventanas. Las luces de colores producían ocasionalmente breves caleidoscopios, y luego la oscuridad sólida se cerraba nuevamente. El señor Oricto se sentó como paralizado. No se atrevió a girar la cabeza, pero podía sentir la mirada inquisitiva del otro en la nuca. Un escalofrío le recorrió la espalda.

¡Ojalá volviera el guarda!

Luchando contra una sensación de impotencia hipnótica que parecía estar filtrándose en cada fibra, trató de planificar con anticipación.

Cuando el tren se acercaba a Porthaven, rápidamente tomaría su bolso y correría hacia la puerta. Saltaría del tren tan pronto como entrara en la estación, tal vez incluso antes de que se detuviera. Entonces, correría. No tenía reparos al respecto ahora. Correría, furioso, sin vergüenza, a través de la estación, cruzando la calle y doblando la esquina donde debería esperar un taxi. Una vez dentro del taxi, estaría a salvo. Le ofrecería al conductor dinero extra para acelerar el viaje. Unos minutos más tarde estaría seguro en sus habitaciones.

Una vez ideado el plan, se sintió mejor. Entonces, una nueva idea lo golpeó y el miedo regresó. ¿El otro estaba leyendo sus pensamientos? ¿Todo lo que pasaba en su cabeza era evidente para él? ¿Acaso esos ojos perforaban su cráneo justo en el área secreta de sus procesos mentales? El señor Oricto sintió que sí. El miedo creciente lo acosaba, pero no podía pensar en ningún plan alternativo. Tendría que depender de su velocidad, de su flotabilidad en marcha. Había una buena posibilidad de que lo lograra.

Cuando el tren se acercó a Porthaven, se levantó y tomó el bolso del estante. Se quedó temblando mientras el expreso se disparaba hacia la estación. Sabía que los ojos del otro estaban fijos en él. Una ola de pánico, de aterradora debilidad, lo invadió. El poder de la voluntad solo lo condujo con piernas de goma hacia la puerta del tren. La estación se deslizó a la vista. Bajó los escalones de metal, y saltó. La inercia del tren en movimiento lo hizo trastabillar. Luchando por sostener su bolso y mantener el equilibrio, hizo un pequeño y grotesco movimiento.

Enderezándose, miró con miedo hacia la plataforma. El delgado desconocido ya había abandonado el tren. Estaba caminando rápidamente por el andén.

Si el señor Oricto, previamente, había albergado dudas sobre el interés del extraño en su propia persona, ahora se disiparon instantáneamente.

Saltó hacia las escaleras de la plataforma.

Bajando los escalones de a cuatro y cinco a la vez, llegó al final y giró por un largo túnel, débilmente iluminado, que conectaba la plataforma con la estación propiamente dicha. Un terror puro lo desgarró. Corriendo por el túnel, atravesó las últimas puertas hacia la estación. Parecía estar completamente desierta. Ni siquiera un barrendero tardío estaba a la vista. La mitad de las luces estaban apagadas. No podría haber refugio aquí.

Corriendo hacia las puertas de la calle, escuchó las puertas del túnel abrirse detrás de él.

Llegó a la calle, resbaladiza por la lluvia, y corrió hacia la esquina donde debería estar esperando un taxi. Al acercarse a la esquina, un gran temor se apoderó de él. ¿Y si no había ningún taxi? Estaba seguro de que daría vuelta a la esquina y no encontraría nada. Pero tenía que arriesgarse ahora, así que corrió salvajemente.

Al dar la vuelta a la esquina, vio el taxi. Gimiendo de alivio, se lanzó hacia él. Un giro de la manija de la puerta y estaba adentro.

El conductor parecía no haber notado que el señor Oricto había entrado en la cabina, de manera tal que este jadeó su destino:

—Bishop Street, 573. ¡Por favor, conductor, dese prisa!

El conductor levantó la vista hacia el espejo retrovisor. Había una reprimenda tácita en su mirada.

El señor Oricto estaba a punto de hacer su oferta de dinero cuando la puerta del lado opuesto del taxi se abrió de golpe. El extraño se deslizó hacia dentro, cerró la puerta de golpe y habló en voz baja al conductor. Este asintió y se volvió hacia el señor Oricto.

—¿Te importa compartir el viaje, amigo? Solo hay un taxi esta tarde. Y está lloviendo.

El señor Oricto estaba sentado sin palabras, rígido, con una sensación de miedo desnudo como un cuchillo clavado en su corazón. El conductor confundió su silencio con un consentimiento renuente. Murmurando para sí mismo, dejó el periódico que estaba ojeando y encendió el motor.

Mientras el taxi salpicaba las calles oscuras y desiertas, el señor Oricto se quedó mirando al frente. No se atrevió a mover los ojos ni una fracción de pulgada. Durante varias cuadras permaneció inmóvil, sintiendo los ojos del otro, inspeccionándolo, regodeándose, triunfante.

Finalmente volvió el pensamiento coherente. ¿Podría decirle al conductor que lo llevara a la estación de policía? Se sintió convencido de que, por alguna razón, el conductor no lo haría. ¿Qué pretexto podría dar? Y si, en efecto, el conductor lo llevaba a la policía, ¿qué podía decir? ¿Que lo estaban siguiendo? ¿Le creerían? Parecería absurdo. No podía probar nada. El extraño, estaba seguro, esquivaría suavemente cualquier situación de ese tipo. Él mismo se convertiría en objeto de sospecha. Incluso podrían considerarlo como un caso mental.

La desesperación lo venció. Pero a medida que los frentes de las tiendas oscuras y barridas por la lluvia entraban y salían de su rango de visión, un pensamiento se volvió más importante que todos los demás: no podía dejar que el extraño supiera dónde vivía.

Tomada esa decisión, supo que tendría que obligarse a actuar de inmediato. De lo contrario, perdería a poca fuerza que le quedaba.

Mientras buscaba su billetera, le dijo al conductor que se detuviera. Su voz salió tan débil que casi pasó una cuadra antes de que el conductor escuchara sus órdenes desesperadamente repetidas y se dirigiera hacia la acera.

La cara taciturna y acusadora del conductor se volvió hacia él inquisitivamente.

—Cambié de opinión —explicó el señor Oricto en un susurro. Le entregó al conductor una factura—. Quédese con el cambio.

Abrió la puerta y corrió. Ni una sola vez se había atrevido a mirar hacia el extraño.

La lluvia se había detenido. Una fuerte neblina se asentaba sobre las calles, levantando del asfalto una especie de vapor que oscurecía la visión. Mientras corría a través de la niebla, el señor Oricto recordó que había dejado su bolso en la cabina. Apenas le importaba ahora. Podría correr más rápido sin eso.

Había planeado entrar en un bar que todavía estuviese abierto, pero ahora vio con un nuevo latido de miedo que era mucho más tarde de lo que había estimado. Todos los establecimientos estaban cerrados. Las calles estaban completamente abandonadas.

Cuando finalmente redujo la velocidad para caminar, estaba jadeando. ¿Por qué?, se preguntó. Toda su vida había podido correr casi sin esfuerzo, sin…

Se detuvo para escuchar.

Detrás de él, en la niebla, escuchó el rápido golpe de unos pies que se acercaban. Estaban corriendo.

Saltó hacia adelante, corriendo más rápido que antes. El terror puro lo condujo. Sus piernas trabajaban como pistones. Pero ya estaba sin aliento. Ni siquiera el terror más absoluto podría suministrarle la energía necesaria. Sabía que su perseguidor estaba acercándose cada vez más.

Mientras corría hacia una intersección, decidió girar en ángulo recto. Tal vez, si el otro no veía esa maniobra...

Justo cuando intentó girar, lanzó una mirada frenética hacia atrás.

La cara del desconocido se deslizó a través de la niebla. Estaba corriendo suavemente, con la cabeza hacia adelante. Con una emoción de horror absoluto, el señor Oricto pensó en una comadreja que una vez había visto atravesar el bosque. Incluso cuando dobló la esquina, sintió que su maniobra había sido detectada. La visión de su seguidor, sin embargo, lo impulsó a una nueva explosión de velocidad.

El área en la que se había metido estaba más desierta y desolada que la anterior. Oscuros callejones llenos de basura se abrieron por todos lados. Almacenes y viviendas abandonadas, sin ventanas, se alineaban en la calle estrecha. La sangre del señor Oricto le latía en la cabeza. Se sintió mareado, débil. Sabía que colapsaría si seguía corriendo.

Había una última oportunidad desesperada. Sin atreverse a mirar a su alrededor, se lanzó a un callejón negro. A mitad de camino se estrelló contra una caja vacía, dentada con alambres sobresalientes. En lugar de levantarse, saltó sobre manos y rodillas y se escondió detrás de la caja.

Los pasos se acercaron, se detuvieron por un instante, y siguieron de largo.

El señor Oricto apenas comenzaba a tener esperanza cuando los pasos regresaron. Bajaron suavemente por el callejón hacia donde estaba la caja. El señor Oricto se encogió todo lo que pudo, impotente, contra la pared, mientras su corazón latía con fuerza y toda esperanza se desvanecía en él.

El extraño se inclinó sobre él, con la cabeza hacia adelante y hacia abajo, los ojos brillantes.

Incluso en medio de esa desesperación, había una pregunta que molestaba al señor Oricto. No podía ponerla en palabras adecuadas. Todo lo que logró fue un leve susurro:

—¿Por qué?

El extraño lo miró con algo parecido a una leve sorpresa.

—¿Por qué? —repitió el extraño—. ¿Por qué?

Levantó su pequeña cabeza calva y rio. Sus dientes brillaron.

—¿Por qué? —dijo de nuevo, bajando la cabeza—. ¿Porque eres un conejo y yo nací para cazar conejos?

El señor Oricto trató de gritar, pero solo salió una bocanada de terror. Un instante después los colmillos del extraño se dirigieron hacia su yugular.

Joseph Payne Brennan (1918-1990)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Joseph Payne Brennan.


Más literatura gótica:
El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Joseph Payne Brennan: La caza (The Hunt), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Relatos de ciudades subterráneas


Relatos de ciudades subterráneas.




Las ciudades subterráneas han participado escasamente en el relato de terror y el cuento fantástico, al menos desde sus rostros más conocidos, como Agartha, por ejemplo, aquella ciudad intraterrena que supuestamente se encuentra bajo las montañas del Tíbet.

A continuación compartimos con ustedes algunos pocos ejemplos de relatos de ciudades subterráneas. Casi todas están inspiradas en ciudades intraterrenas reales, es decir, en mitos reales acerca de ciudades subterráneas.





Relatos de ciudades subterráneas.




Relatos góticos. I Relatos fantásticos.


El artículo: Relatos de ciudades subterráneas fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Relatos de terror de trenes


Relatos de terror de trenes.




Los trenes pueden ser vehículos notablemente afines al cuento de terror. No solo dentro de sus vagones y coches, sino en las estaciones, rieles, cruces y, sobre todo, en una estirpe muy peculiar de fantasmagorías que prefieren manifestarse de manera itinerante.

A continuación les dejamos una buena antología, titulada: Macabras historias sobre rieles (Macabre Railway Stories), con algunos relatos de terror para leer en el tren, es decir, relatos de terror de trenes que han entrado en el selecto olimpo de horrores sobre rieles.





Macabras historias sobre rieles.
Macabre Railway Stories.
  • El expreso de medianoche (Midnight Express, A. Noyes)
  • El ferrocarril celestial (The Celestial Railroad, Nathaniel Hawthorne)
  • El guardavías (The Signalman, Charles Dickens)
  • Toma el tren Z (Take the Z Train, A.V. Harding)
  • El desastre del Garside Fell (The Garside Fell Disaster, L.T.C. Rolt)
  • El expreso del Ático (The Attic Express, Alex Hamilton)
  • El hombre que cabalgaba los trenes (The Man Who Rode The Trains, Paul A. Carter)
  • El ingeniero (The Engineer, Amelia B. Edwards)
  • El tercer nivel (The Third Level, Jack Finney)
  • El túnel (The Tunnel, Raymond Harvey)
  • El último tren (The Last Train, Harry Harrison)
  • La casa de compensación (The Compensation House, Charles Collins)
  • La mujer del vestido verde (The Woman in the Green Dress, Joyce Marsh)
  • La octava lámpara (The Eighth Lamp, Roy Vickers)
  • Todo cambia (All Change, John Edgell)
  • Un pasajero muy silencioso (A Very Silent Traveller, Paul Tabori)




Antologías. I Relatos fantásticos.


El análisis y resumen del libro: Macabras historias sobre rieles (Macabre Railway Stories) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

Misteriosas historias del ferrocarril.


Misteriosas historias del ferrocarril.




Casi desde sus comienzos, el ferrocarril fue sede de numerosos relatos de terror, ya sea como escenario principal de la historia o como hábitat provisorio de sus protagonistas.

En esta antología sobre rieles, titulada: Misteriosas historias del ferrocarril (Mysterious Railway Stories), se reunen los mejores relatos de terror de ferrocarriles, cuentos donde el tren nunca es un protagonista central, pero si un vehículo del horror [ver: Relatos de terror de trenes]





Misteriosas historias del ferrocarril.
Mysterious Railway Stories.
  • El ferrocarril celestial (The Celestial Railroad, Nathaniel Hawthorne)
  • El guardavías (The Signal Man, Charles Dickens)
  • Aquel tren al infierno (That Hell-Bound Train, Robert Bloch)
  • El especial del pescador (The Fisherman's Special, Hal Thomson)
  • El expreso de las 4.15 (The Four Fifteen Express, Amelia B. Edwards y Charles Dickens)
  • El hombre en el B-17 (The Man on B-17, August Derleth)
  • El paso a nivel (The Level Crossing, Freeman Wills Croft)
  • El tren del pantano (Swamp Train, Harry Walton)
  • El tren especial perdido (The Lost Special, Arthur Conan Doyle)
  • El tren fantasma (The Ghost Train, Arnold Ridley y Ruth Alexander)
  • El último tren (The Last Train, Fredric Brown)
  • La chica en el tren (The Girl in the Train, Agatha Christie)
  • Los lanzadores de nubes (The Cloud-Busters, Francis Lynde)
  • Mi aventura en el Holandés Volador (My Adventure in the Flying Dutchman, Eden Phillpotts)




Antologías. I Relatos góticos.


El análisis y resumen del libro: Misteriosas historias del ferrocarril (Mysterious Railway Stories) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

«El ferrocarril celestial»: Nathaniel Hawthorne; relato y análisis


«El ferrocarril celestial»: Nathaniel Hawthorne; relato y análisis.




El ferrocarril celestial (The Celestial Railroad) es un relato fantástico del escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne (1804-1864), publicado originalmente en la edición de mayo de 1843 del periódico Democratic Review, y luego reeditado en la antología de 1846: Musgos de la vieja rectoría.

El ferrocarril celestial, uno de los más notables cuentos de Nathaniel Hawthorne, es una alegoría pero también una exquisita parodia del clásico de John Bunyan: El progreso del peregrino (The Pilgrim's Progress), donde los destinos prometidos y la felicidad que supone llegar al final del camino, o, como en este caso, a la última estación del recorrido, jamás se cumplen.

Es importante mencionar que El ferrocarril celestial es uno de los grandes relatos de trenes de la historia, y sobre todo que puede leerse y disfrutarse independientemente de los aspectos alegóricos del argumento.




El ferrocarril celestial.
The Celestial Railroad; Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

No hace mucho tiempo, al traspasar la puerta de los sueños visité esa región de la tierra en la que está la famosa Ciudad de la Destrucción. Me interesó mucho enterarme de que, gracias al espíritu cívico de algunos de sus habitantes, recientemente se había trazado una línea de ferrocarril entre esta populosa y floreciente urbe y la Ciudad Celestial. Como tenía un poco de tiempo, decidí satisfacer mi curiosidad realizando un viaje hasta allí. Por ello una hermosa mañana, tras pagar la cuenta del hotel y ordenar al conserje que pusiera mi equipaje en la parte trasera de un coche, tomé asiento en el vehículo y partí para la estación de ferrocarril.

Mi buena fortuna me hizo disfrutar de la compañía de un caballero, un tal señor Smooth-it-away, que, aunque no había llegado a visitar la Ciudad Celestial, parecía conocer muy bien, sin embargo, sus leyes, costumbres, política y estadísticas, lo mismo que las de la Ciudad de la Destrucción, en la que había nacido. Como además era director de la empresa del ferrocarril, y uno de sus más importantes accionistas, podía darme toda la información que yo deseara con respecto a esa loable empresa.

Traqueteamos en el coche hasta salir de la ciudad, y a escasa distancia de ésta cruzamos un puente de construcción elegante, aunque me pareció demasiado ligero para sostener un peso considerable. A ambos lados había un extenso cenagal que no habría resultado más desagradable a la vista o el olfato de haberse vaciado allí la suciedad de todas las perreras de la tierra.

—Es el famoso Cenagal del Abatimiento —comentó el señor Smooth-itaway—.Una desgracia para toda la vecindad; y tanto mayor por cuanto que podría convertirse fácilmente en tierra firme.

—Había oído que se han hecho esfuerzos en ese sentido desde tiempo inmemorial —contesté yo—. El predicador Bunyan menciona que se han arrojado aquí en vano más de veinte mil carretas cargadas de sanas enseñanzas.

—¡Es muy probable! ¿Y qué podía esperarse de ese material tan insustancial? —preguntó el señor Smooth-it-away—. Fíjese en este adecuado puente. Conseguimos unos cimientos suficientes para él arrojando al cenagal algunas ediciones de libros de moralidad; volúmenes de filosofía francesa y racionalismo alemán; tratados, sermones y ensayos de clérigos modernos; extractos de Platón y Confucio y varias sagas hindúes, junto con algunos ingeniosos comentarios sobre los textos de las Escrituras; todo ello, mediante un proceso científico, se convirtió en una masa semejante al granito. El fangal entero podría llenarse con materias similares.

Sin embargo a mí me pareció que el puente vibraba y subía y bajaba de una manera formidable; y a pesar del testimonio del señor Smooth-it-away acerca de la solidez de sus cimientos, no me gustaría cruzarlo en un ómnibus atestado, sobre todo si cada uno de los pasajeros llevaba tanto equipaje como el caballero y yo mismo. Lo pasamos, no obstante, sin accidente, llegando muy pronto a la estación. Ese edificio, muy pulcro y espacioso, se levantaba sobre la sede del pequeño portillo que antiguamente, como recordarán todos los viejos peregrinos, estaba directamente encima del camino, y por su inadecuada estrechez representaba una gran obstrucción para el viajero de mente liberal y estómago expansivo.

El lector de John Bunyan se alegrará de saber que el amigable evangelista del cristiano, que acostumbraba a dar a cada peregrino un pergamino místico, preside ahora el despacho de billetes. Es cierto que algunas personas maliciosas niegan que este famoso personaje sea idéntico al Evangelista de la antigüedad, e incluso pretenden poder aportar pruebas coherentes de la impostura. Sin comprometerme en una disputa, observaré simplemente que, por lo que me dicta mi experiencia, las piezas cuadradas de cartón que se entregan ahora a los pasajeros resultan mucho más convenientes y útiles para el camino que el antiguo rollo de pergamino. Pero declino opinar acerca de si se aceptan con igual facilidad en la puerta de la Ciudad Celestial.

En la estación se hallaban ya un gran número de pasajeros esperando la partida del tren. Por el aspecto y el porte de estas personas era fácil juzgar que los sentimientos de la comunidad habían sufrido un cambio muy favorable en relación al peregrinaje celestial. Al corazón de Bunyan le habría agradado verlo. En lugar de un hombre solitario y andrajoso, con una enorme carga a la espalda, caminando despacio y penosamente mientras la ciudad entera le abucheaba, había aquí grupos formados por los principales nobles y las personas más respetables de la vecindad, que partían hacia la Ciudad Celestial tan alegremente como si el peregrinaje fuera simplemente un viaje de verano.

Entre los caballeros había personajes de merecida eminencia: magistrados, políticos y hombres ricos cuyo ejemplo religioso sería muy recomendable para sus hermanos menores. Me alegró descubrir también en la parte de las damas a algunas de esas flores de la sociedad de moda que pueden resultar un adorno bien adecuado para los círculos más elevados de la Ciudad Celestial. Había muchas conversaciones agradables acerca de las noticias del día, temas de negocios y política, o asuntos divertidos más ligeros; mientras que la religión aunque indudablemente era el objetivo principal en el corazón, quedaba por elegancia en un segundo plano. Incluso un ateo habría escuchado muy poco, o nada, que atacara a su sensibilidad.

No debo olvidar mencionar una gran conveniencia del nuevo método de peregrinaje. Nuestras enormes cargas, en lugar de llevarlas sobre nuestros hombros tal como se acostumbraba en la antigüedad, iban todas cómodamente depositadas en el coche de equipajes, y se me aseguró que serían entregadas a sus propietarios respectivos al final del viaje. Al benevolente lector le complacerá asimismo saber otra cosa. Debe recordarse que existía una antigua enemistad entre el Príncipe Belcebú y el guardador del portillo, y que los seguidores del primer y distinguido personaje acostumbraban a lanzar flechas mortales a los peregrinos honestos que llamaban a la puerta.

Para honor tanto del ilustre potentado antes mencionado como de los dignos y sabios directores del ferrocarril, esa disputa se había arreglado pacíficamente por el principio del compromiso mutuo. Los súbditos del príncipe son empleados ahora en gran número en la estación, ocupándose algunos del equipaje, otros de recoger el combustible, alimentar los motores u otras tareas afines; y puedo afirmar con conocimiento que en ningún otro ferrocarril se encontrarán personas más atentas a su tarea, más deseosas de acomodar o más agradables en general a los pasajeros. Todo buen corazón seguramente se sentirá jubiloso de que se haya encontrado un arreglo tan satisfactorio a una dificultad inmemorial.

—¿Dónde está el señor Greatheart? —pregunté—. Sin duda los directores habrán contratado a ese famoso y antiguo campeón para que sea el revisor principal del ferrocarril.

—Bueno, no —contestó el señor Smooth-it-away con una tos seca—. Se le ofreció el empleo de encargado de los frenos; pero si quiere que le diga la verdad, nuestro amigo Greatheart se ha vuelto absolutamente rígido y estrecho en su vejez. Tantas veces ha guiado a los peregrinos a pie por los caminos que considera un pecado viajar de cualquier otro modo. Además, el pobre viejo guarda una enemistad tan enérgica hacia el Príncipe Belcebú que siempre se está peleando o cruzando insultos con alguno de los súbditos del príncipe, haciendo que nos indispongamos de nuevo con ellos. Por eso en general no nos apenó que, en una rabieta, el honesto Greatheart se fuera a la Ciudad Celestial dejándonos en libertad de elegir un hombre más adecuado y acomodaticio. Allí viene el maquinista del tren. Probablemente le reconocerá enseguida.

En ese momento la máquina se colocaba delante de los coches, y debo confesar que se asemejaba mucho más a un demonio mecánico que nos conduciría a las regiones infernales que a un artilugio laudable para llevarnos a la Ciudad Celestial. En la parte superior se sentó un personaje casi envuelto en humo y llamas que, no se asuste el lector, parecían brotar de su boca y su estómago, tanto como del abdomen soldado de la máquina.

—¿Me engañan mis ojos? —pregunté—. ¿Qué demonios es eso? ¿Un ser vivo? ¡Si es así, es el hermano de la máquina sobre la que cabalga!

—¡Bah, bah, qué obtuso es usted! —contestó el señor Smooth-it-away con una risa cordial—. ¿Es que no conoce a Apolíon, el viejo enemigo de los cristianos, con los que libró tan fiera batalla en el Valle de la Humillación? Fue él quien hizo la máquina; y le hemos reconciliado con la costumbre de ir de peregrinaje, contratándole como maquinista jefe.

—¡Bravo, bravo! —exclamé con irreprimible entusiasmo—. Esto muestra la liberalidad de la época; esto prueba, más que cualquier otra cosa, que todos los prejuicios rancios están en el camino justo para ser eliminados. ¡Y cómo se regocija el cristiano al enterarse de esa feliz transformación de su antiguo antagonista! Me será muy placentero informar sobre él cuando lleguemos a la Ciudad Celestial.

Sentados cómodamente todos los pasajeros, empezamos a traquetear alegremente consiguiendo en diez minutos una distancia probablemente mayor de la que un cristiano recorría a pie penosamente en un día entero. Era de risa cuando miramos, por así decirlo, a la cola de un rayo, observar a dos polvorientos caminantes con el antiguo traje de peregrino, con la concha y el cayado, los rollos místicos de pergamino en las manos y la carga intolerable sobre la espalda. La obstinación con la que esos honestos hermanos persistían en gemir y dar traspiés por un camino difícil en lugar de aprovecharse de las mejoras modernas, provocó gran alegría entre nuestros hermanos más sabios.

Saludamos a los dos peregrinos con muchas agradables pullas y un estruendo de risas; y ellos nos miraron con semblantes tan tristes y absurdamente compasivos que nuestra alegría se hizo diez veces más estrepitosa. Apollon participó también cordialmente en la broma, y se esforzó por lanzar el humo y las llamas de la máquina, o de su propia respiración, hacia sus rostros, envolviéndoles en una atmósfera de vapor ardiente. Estas pequeñas bromas nos divertían enormemente, y sin duda dieron a los peregrinos la gratificación de que pudieran considerarse mártires.

A cierta distancia del ferrocarril el señor Smooth-it-away señaló hacia un edificio grande y antiguo que dijo era una taberna que antiguamente había sido un famoso lugar de reposo para peregrinos. En el libro del camino de Bunyan se menciona como la Casa del Intérprete.

—Hacía tiempo que tenía curiosidad por visitar esa casa —comenté yo.

—No es una de nuestras paradas, tal como advertirá —contestó mi compañero—.El tabernero se opuso violentamente al ferrocarril; y es normal que lo hiciera, pues la vía dejó a un lado su negocio privándole con seguridad de todos sus clientes famosos.

Pero el sendero sigue pasando junto a su puerta, y el anciano caballero recibe de vez en cuando la llamada de algún viajero simple al que entretiene con comidas tan anticuadas como él mismo. Antes de que nuestra conversación sobre ese tema llegara a una conclusión, pasamos junto al lugar en el que la carga del cristiano cayó de sus hombros ante la vista de la Cruz. Ello sirvió como tema para que el señor Smooth-it-away, el señor Live-forthe-world, el señor Hide-sin-in-the-heart, el señor Scaly-conscience y un grupo de caballeros procedentes de la ciudad de Shun-repentance, disertaran largamente sobre las inestimables ventajas resultantes de la seguridad de nuestro equipaje.

Yo mismo, y en realidad todos los pasajeros, nos mostramos totalmente unánimes con esa opinión acerca del asunto; pues nuestras cargas eran ricas en muchas cosas que se consideraban preciosas en todo el mundo; y especialmente cada uno de nosotros poseía una gran variedad de Hábitos favoritos, que confiábamos no estarían de moda ni siquiera en los círculos más elevados de la Ciudad Celestial. Habría sido un triste espectáculo ver toda esa serie de valiosos artículos cayendo en el sepulcro. Y así, conversando acerca de las circunstancias favorables de nuestra posición, en comparación con las de los peregrinos del pasado y los de mente estrecha del día de hoy, nos encontramos pronto al pie de la Colina de la Dificultad. A través del corazón mismo de esta montaña rocosa se había abierto un túnel de admirable arquitectura, con un elevado arco y una espaciosa doble vía; por tanto, a menos que la tierra y las rocas se desmoronaran, sería un monumento eterno a la habilidad y capacidad emprendedora del constructor.

Es una gran ventaja, aunque no resulte esencial, el que los materiales del corazón de la Colina de la Dificultad se hayan empleado para rellenar el Valle de la Humillación, evitando así la necesidad de descender a ese desagradable e insano agujero.

—Es una mejora ciertamente maravillosa —comenté yo—. Pero me habría alegrado tener la oportunidad de visitar el Palacio Hermoso, y ser presentado a las encantadores y jóvenes damas —la señorita Prudencia, la señorita Piedad y la señorita Caridad, y todas las demás—, que tienen la amabilidad de entretener allí a los peregrinos.

—¡Jóvenes damas! —exclamó el señor Smooth-it-away en cuanto la risa le dejó hablar—. ¡Y encantadoras! Vaya, mi querido amigo, son doncellas viejas todas y cada una de ellas: estiradas, almidonadas, secas y angulosas; y me atrevería a decir que ninguna de ellas ha cambiado tanto como la moda de sus vestidos desde la época del peregrinaje cristiano.

—Ah, bien, entonces podemos pasar muy bien de conocerlas —contesté muy reconfortado.

El respetable Apollon estaba soltando ahora vapor a una velocidad prodigiosa, deseoso quizás de liberarse de los recuerdos desagradables relacionados con la zona en la que había tenido el desastroso encuentro con el cristiano. Consultando el libro de viajes del señor Bunyan, comprendí que debíamos estar ahora a pocos kilómetros del Valle de la Sombra de la Muerte, a cuya triste región llegaríamos, a la velocidad que llevábamos, mucho antes de lo que parecía deseable. En realidad no esperaba nada mejor que encontrarme con el arroyo por un lado y el cenagal por el otro; pero al comunicar mis aprensiones al señor Smooth-it-away, me aseguró éste que las dificultades de ese paso, incluso en sus peores condiciones, se habían exagerado mucho, y que dado el actual estado de mejoras podía considerarme tan seguro como en cualquier otro ferrocarril de la cristiandad.

Mientras así hablábamos, el tren penetró en ese temible valle. Aunque me confieso culpable de algunas absurdas palpitaciones del corazón mientras recorríamos presurosamente la calzada allí construida, sería sin embargo injusto no mencionar encomiásticamente la audacia de su concepción original y el ingenio de quienes la ejecutaron. Asimismo era gratificante observar cuánto cuidado se había puesto en deshacer la oscuridad permanente compensando la falta de la alegre luz del sol, pues ni un solo rayo de ésta penetraba nunca entre aquellas terribles sombras. Para ello, el gas inflamable que sale en abundancia del suelo se recogía por medio de tuberías que comunicaban con una cuádruple fila de lámparas a lo largo del todo el conducto.

Por tanto, se había obtenido resplandor incluso de la maldición sulfurosa que hay permanentemente en el valle: aunque era un brillo dañino para los ojos, y que producía cierta confusión, tal como descubrí por los cambios que producía en el rostro de mis compañeros. A este respecto, y en comparación con la luz diurna natural, se da la misma diferencia que entre la verdad y la falsedad; pero si el lector ha recorrido alguna vez ese Valle Oscuro, habrá aprendido a agradecer cualquier luz que pudiera conseguir; y si no la lograba del cielo que hay arriba, era mejor obtenerla del condenado suelo que tenía debajo. Tan rojo era el brillo de esas lámparas que parecían construir paredes de fuego a ambos lados del camino, entre las cuales avanzábamos a la velocidad del rayo al tiempo que un trueno reverberante llenaba con sus ecos el valle. De haberse salido la máquina de la vía —una catástrofe, se susurraba, que no carecía de precedentes—, sin duda nos habría recibido el pozo sin fondo, si es que existía tal lugar.

Precisamente cuando algunas tonterías tenebrosas de esta naturaleza habían hecho estremecer mi corazón, escuché un grito tremendo que recorrió a toda velocidad el valle como si mil diablos hubieran reventado sus pulmones para lanzarlo, pero que simplemente resultó ser el silbido de la máquina al llegar a una parada.

El lugar en el que acabábamos de detenemos es el mismo que nuestro amiga Bunyan —un hombre sincero, pero infectado de muchas ideas fantásticas— había designado, en términos más claros de lo que a mí me gustaría repetir, como la boca de la región infernal. Debía tratarse sin embargo de un error, por cuanto que el señor Smooth-it-away, mientras permanecíamos en la caverna misteriosa y cubierta de humo, aprovechó la ocasión para demostrar que Tophet no tenía ni siquiera una existencia metafórica. Nos aseguró que ese lugar no es otro que el cráter de un volcán casi extinguido en el que los directores habían establecido forjas para la fabricación del hierro de las vías.

Por tanto se obtiene allí abundante suministro de combustible para el uso de las máquinas. Quienquiera que hubiera contemplado la tenebrosa oscuridad de la ancha boca de la caverna, por la que de vez en cuando brotaban enormes lenguas de llamas oscuras, y hubiera visto los monstruos , extraños y formados a medias, y hubiera tenido visiones de los rostros horrible mente grotescos que parecía formar el humo, y hubiera escuchado los murmullos terribles, y los gritos, y los susurros profundos y estremecedores de las explosiones, que a veces tomaban la forma de palabras casi articuladas, habría aceptado tan de buena gana como nosotros la consoladora explicación del señor Smooth-it-away. Además, los habitantes de la caverna eran personajes desagradables, oscuros, tiznados por el humo, generalmente deformes, con pies desfigurados, y un brillo rojizo oscuro en los ojos, como si sus corazones hubieran apresado el fuego y lo estuvieran lanzando por las ventanas superiores.

Me sorprendió, considerándolo una peculiaridad, el que los trabajadores de la forja y los que llevaban el combustible a la máquina cuando empezaron a respirar soltaran claramente humo por la boca y la nariz.

Entre los ociosos que deambulaban por el tren, casi todos dando bocanadas a cigarros que habían encendido en la llama del cráter, me sorprendió encontrar a varios que estaba yo seguro de que ya antes habían ido por ferrocarril a la Ciudad Celestial. Parecían oscuros, salvajes y cubiertos de humo, y se asemejaban singularmente a los habitantes nativos que, también ellos, tenían una desagradable inclinación a las pullas y muecas maliciosas, por cuya costumbre se les había quedado una contorsión del rostro.

Como había hablado ya con una de esas personas —un tipo indolente que no servía para nada y respondía al nombre de Take-it-easy—, le llamé y le pregunté que a qué se dedicaba allí.

—¿No partió usted hacia la Ciudad Celestial? —pregunté.

—Eso es un hecho —contestó el señor Take-it-easy lanzando descuidadamente una bocanada de humo a mis ojos—. Pero escuché unos relatos tan malos acerca del lugar que jamás me esforcé por subir la colina sobre la que se levanta la ciudad. Allí no hay negocios, no hay diversión, no hay nada que beber y no dejan fumar, y suena música de iglesia desde la mañana hasta la noche. No me quedaría en un lugar así ni aunque me ofrecieran gratis casa y comida.

—Pero mi buen señor Take-it-easy —dije yo—. ¿Por qué ha fijado aquí su residencia, de entre todos los lugares del mundo?

—Ah —respondió el gandul sonriendo—. Es un lugar muy caluroso, me he encontrado con muchísimos viejos amigos, y en general el lugar me conviene. Espero verle regresar pronto. Y le deseo un viaje agradable.

Mientras así me hablaba, sonó la campana de la máquina y partimos velozmente dejando algunos pasajeros y sin coger a ninguno nuevo. Traqueteando valle adelante, nos deslumbró como antes el fuerte resplandor de las lámparas de gas. Pero a veces, en la oscuridad del brillo intenso, unos rostros ceñudos que tenían el aspecto y la expresión de los pecados individuales, o las pasiones malignas, parecían traspasar el velo de luz, nos contemplaban y extendían una mano grande y oscura, como si pretendieran retrasar nuestro avance. Casi llegué a pensar que se trataba de mis propios pecados que me atraían hacia allí. En realidad se trataba sólo de caprichos de la imaginación, simples engaños de los que sinceramente debía avergonzarme; pero a lo largo de todo el Valle Oscuro fui atormentado, acosado y tristemente confundido por el mismo tipo de ensoñaciones. Los gases mefíticos de esa región intoxicaban el cerebro.

Sin embargo, cuando la luz del día natural empezó a luchar con el brillo de los faroles, esas imágenes vanas perdieron su viveza y acabaron por desaparecer con el primer rayo de sol que nos iluminó en cuanto salimos del Valle de la Sombra de la Muerte. Y cuando habían recorrido ya dos kilómetros casi habría podido jurar que todo aquel recorrido tenebroso no era más que un sueño.

Tal como dice John Bunyan, al final del valle hay una caverna en la que habitaban en su tiempo dos gigantes crueles, Pope y Pagan, quienes habían cubierto el suelo de su residencia con los huesos de los peregrinos masacrados. Ya no están allí esos viles y viejos trogloditas; pero en su cueva abandonada hay otro gigante terrible que se dedica a lanzarse sobre los viajeros honestos y engordarlos, para servirlos luego en su mesa, con abundantes comidas de humo, niebla, luz de luna, patatas crudas y serrín.

Es alemán de nacimiento, y recibe el nombre de Gigante Trascendentalista; pero en cuanto a su forma, rasgos, sustancia y naturaleza general, la principal peculiaridad de este bellaco enorme es que ni él mismo ha sabido describirse ni nadie ha conseguido hacerlo por él. Mientras cruzamos la boca de la caverna, pudimos vislumbrarlo velozmente y tenía un aspecto semejante a una figura mal proporcionada, aunque todavía se parecía mucho más a un montón de niebla y oscuridad. Nos gritó, pero con una fraseología tan extraña que no sabíamos lo que quería decir, ni siquiera si se sentía animado o asustado.

Al final del día el tren penetró estruendosamente en la antigua ciudad de Vanidad, donde la Feria de las Vanidades sigue siendo muy próspera y muestra un resumen de todo lo que hay de brillante, alegre y fascinante bajo el sol. Como me proponía quedarme allí un tiempo considerable, me gratificó saber que no existe ya la falta de armonía entre los habitantes de la ciudad y los peregrinos, que impulsaba a los primeros a medidas tan lamentablemente erróneas como la persecución de los cristianos y el martirio de los fieles.

Por el contrario, como el nuevo ferrocarril ha traído con él un importante comercio y una entrada constante de extranjeros, el señor de la Feria de las Vanidades es su primer patrón, y los capitalistas de la ciudad se encuentran entre los accionistas más importantes. Muchos pasajeros se detienen por motivos de placer o negocios en la feria, en lugar de seguir avanzando hacia la Ciudad Celestial. Y lo cierto es que son tales los encantos del lugar que la gente suele afirmar que es el verdadero y único cielo; resueltamente afirman que no hay otro, que los que buscan más allá no son más que soñadores, y que aunque el fabuloso brillo de la Ciudad Celestial estuviera un kilómetro más allá de las puertas de Vanidad, ni siquiera entonces serían tan estúpidos como para ir allí. Sin suscribir esos encomios quizás exagerados, puedo afirmar sinceramente que mi estancia en la ciudad fue muy agradable, y mi relación con sus habitantes me produjo gran diversión e instrucción.

Siendo por naturaleza de disposición seria, dirigí mi atención hacia las ventajas sólidas que se derivarían de residir allí, en lugar de a los placeres efervescentes que son el objetivo principal de muchos visitantes. El lector cristiano que no tenga ningún relato de la ciudad posterior a la época de Bunyan se sorprenderá de oír que casi todas las calles tienen su iglesia, y que en ningún lugar se respeta más a los reverendos clérigos que en la Feria de las Vanidades. Y bien que merecen tan honorable estima, pues las máximas de sabiduría y virtud que salen de sus labios proceden de una profunda fuente espiritual y tienden a un objetivo religioso tan elevado como el de los más sabios filósofos de la antigüedad.

Como justificación de esta gran alabanza sólo necesito mencionar los nombres del reverendo señor Shallow-deep, el reverendo señor Stumbleat-truth, ese hermoso personaje clerical que es el reverendo señor This-to-day, que espera traspasar pronto su público al reverendo señor That-tomorrow; junto con el reverendo señor Bewilderment, y reverendo señor Clog-the-spirit, y por último el más grande, el reverendo doctor Wind-of-doctrine. Los trabajos de estos teólogos eminentes son impulsados por los de innumerables conferenciantes que difunden una profundidad tan diversa en todos los temas de la ciencia humana o celestial que cualquier hombre puede conseguir una erudición total sin ni siquiera tomarse el trabajo de aprender a leer. De esta manera la literatura se vuelve etérea asumiendo como medio la voz humana; y el conocimiento, al depositar todas sus partículas más pesadas, salvo sin duda el oro, se exhala en un sonido que penetra después en los oídos siempre abiertos de la comunidad. Estos métodos ingeniosos forman una especie de maquinaria mediante al cual el pensamiento y el estudio pasan a cada persona sin que ésta oponga el más ligero inconveniente.

Existe otra especie de máquina para la manufactura sana de la moralidad individual. La sociedad obtiene estos resultados excelentes en todo tipo de propósitos virtuosos, para lo que un hombre simplemente tiene que conectarse con los demás arrojando por así decirlo su cuota de virtud a la cantidad común, y el presidente y los directores se ocuparán de que se aplique bien la suma total. Éstas y otras muchas mejoras maravillosas en la ética, la religión y la literatura las entendí claramente gracias al ingenio del señor Smooth-it-away, lo que me inspiró una gran admiración por la Feria de las Vanidades.

En una época de panfletos llenaría un volumen si me dedicara a registrar todas las observaciones que hice en esa gran capital del placer y los negocios humanos. Había una gama ilimitada de la sociedad —el poderoso, el sabio, el ingenioso y el famoso en todas las posiciones de la vida; príncipes, presidentes, poetas, generales, artistas, actores y filántropos—, todos los cuales ponían su propio mercado en la feria, y no consideraban que esos bienes que atraían su fantasía tuvieran un precio exorbitante.

Aunque uno no pensara en comprar o vender, era una buena idea pasear despacio por los bazares y observar los diversos movimientos que se producían.

Pensé que algunos de los compradores hacían tratos realmente estúpidos. Por ejemplo, un joven que había heredado una fortuna espléndida gastó una parte considerable de ésta en la compra de enfermedades, y empleó finalmente el resto de su dinero en un gran lote de arrepentimiento y un traje de andrajos. Una joven muy hermosa cambió un corazón tan claro como el cristal, que le parecía su posesión más valiosa, por otra joya del mismo tipo, pero tan gastada y con tan poco brillo que no parecía en absoluto valiosa. En una tienda había muchas grandes coronas de laurel y mirto que deseaban comprar con urgencia soldados, autores, estadistas y otras personas diversas; algunos pagaban esas guirnaldas insignificantes con su vida, otros con una laboriosa servidumbre de muchos años, y muchos sacrificaban lo que les era más valioso y sin embargo al final se quedaban sin la corona.

Había una especie de acción o vale, llamado Conciencia, del que existía una gran demanda y servía para comprar casi cualquier cosa. Ciertamente muy pocos bienes de alto precio podían obtenerse sin pagar una fuerte suma con esa moneda particular, y los negocios de un hombre raras veces resultaban muy lucrativos a menos que supiera con exactitud cuándo y cómo meter en el mercado su provisión de conciencia. Sin embargo, como esta acción era lo único que tenía un valor permanente, quien se separara de ella podía estar seguro de perder a la larga. Algunas de las especulaciones tenían un carácter cuestionable. Ocasionalmente, un miembro del Congreso restablecía su bolsa con la venta de sus electores; y se aseguraba que funcionarios públicos habían vendido con frecuencia el país a precios muy moderados. Eran miles los que vendían su felicidad por un capricho. Las cadenas de oro tenían gran demanda, y se compraban a costa casi de cualquier sacrificio.

Y en verdad los que de acuerdo con el viejo refrán deseaban vender cualquier cosa valiosa por una canción encontraban compradores en toda la Feria; y había innumerables platos de lentejas bien calientes para los que querían vender su derecho de primogenitura. Sin embargo había algunos artículos que no podían encontrarse en estado auténtico en la Feria de las Vanidades. Si un cliente deseaba renovar su porción de juventud, los tratantes le ofrecían unos dientes postizos y una peluca de color castaño rojizo; y si quería paz mental, le recomendaban opio o una botella de brandy.

Terrenos y mansiones doradas situados en la Ciudad Celestial se cambiaban a menudo, muy desventajosamente, por unos años de alquiler de pequeños e inadecuados apartamentos en la Feria de las Vanidades. El propio Príncipe Belcebú estaba muy interesado por este tipo de tráfico, y a veces condescendía a entrometerse en asuntos menores. En una ocasión tuve el placer de verle negociar el alma a un avaro, y tras muchas e ingeniosas escaramuzas por ambos lados su alteza consiguió obtenerla por el valor de seis peniques. Con una sonrisa, el príncipe comentó que había perdido en la transacción.

Día tras día, mientras caminaba por las calles de Vanidad, mis maneras y porte se fueron asemejando más y más a los de los habitantes. El lugar empezó a parecerme mi hogar; casi llegó a borrarse de mi mente la idea de proseguir mi viaje hacia la Ciudad Celestial. Sin embargo, me lo recordó el ver a la misma pareja de peregrinos simples de quienes tanto nos habíamos reído cuando Apollon lanzó humo y vapor a sus rostros al comienzo de nuestro viaje. Allí estaban ellos, en medio del denso bullicio de Vanidad; los tratantes les ofrecían su púrpura y sus más finas telas y joyas, los hombres de ingenio y humor se burlaban de ellos, un par de rollizas damas se los comían con los ojos, y el benevolente señor Smoothit-away les susurraba parte de su sabiduría, señalándoles un templo recién levantado; pero allí estaban esos hombres dignos y simples que hacían que todo pareciera salvaje y monstruoso simplemente porque con tenacidad se negaban a tomar parte en sus negocios o placeres.

Uno de ellos —su nombre era Stick-to-the-right- supongo que percibió en mi rostro una especie de simpatía, casi de admiración, que con gran sorpresa por mi parte no podía dejar de sentir por esta pragmática pareja. Ello le impulsó a dirigirse a mí.

—Señor, ¿se considera usted un peregrino? —preguntó con una voz triste, pero al mismo tiempo suave y amable.

—Así es, mi derecho a esa apelación es indudable —contesté—. Simplemente paso una temporada aquí, en la Feria de las Vanidades, pero me dirijo a la Ciudad Celestial en el nuevo ferrocarril.

—Ay, amigo, le aseguro, y le suplico que reciba la verdad que hay en mis palabras, que todo el asunto no es más que una burbuja. Podría viajar en él toda la vida, y vivir mil años, y nunca llegaría más allá de los límites de la Feria de las Vanidades. Sí, aunque creyera estar entrando por las puertas de la ciudad bendita, no sería otra cosa que un engaño miserable.

—El Señor de la Ciudad Celestial se ha negado y se negará siempre a conceder un acta de incorporación a este ferrocarril —empezó a decir el otro peregrino, cuyo nombre era señor Foot-it-to-heaven-. Y a menos que se obtenga ese acta, ningún pasajero tendrá nunca la esperanza de entrar en sus dominios. Y por ello todo hombre que compre un billete debe poner en sus cuentas que ha perdido el dinero, que es el valor de su propia alma.

—¡Bah, tonterías! —exclamó el señor Smooth-it-away cogiéndome del brazo y alejándome de ellos—. Esos hombres deberían ser acusados de calumnias. Si la ley siguiera siendo lo que fue en la Feria de las Vanidades, los veríamos gesticular a través de los barrotes de hierro de las ventanas de la prisión.

Ese incidente produjo una considerable impresión en mi mente, y con otras circunstancias contribuyó a indisponerme hacia una residencia permanente en la ciudad de Vanidad; aunque desde luego no era lo bastante simple como para abandonar mi plan original de deslizarme cómoda y fácilmente por el ferrocarril. Aun así, cada vez estaba más ansioso por irme. Había algo extraño que me turbaba. Entre las ocupaciones o diversiones de la Feria, nada había más común que el que una persona que podía estar en una fiesta, teatro o iglesia, o traficando en busca de riqueza y honores, o haciendo cualquier otra cosa, y por muy inoportuna que fuera la interrupción —desapareciera repentinamente como una burbuja de jabón y nunca lo volvieran a ver sus amigos—; y tan acostumbrados estaban éstos a esos pequeños accidentes que seguían con sus asuntos tan tranquilamente como si no hubiera pasado nada. Pero a mí me parecía de otro modo.

Finalmente, tras residir bastante tiempo en la Feria, reanudé mi viaje hacia la Ciudad Celestial, llevando todavía a mi lado al señor Smooth-it-away. A escasa distancia de los barrios residenciales de Vanidad, pasamos junto a la antigua mina de plata, que Demas fue el primero en descubrir y que ahora se trabaja con grandes beneficios, pues proporciona casi todas las monedas acuñadas en el mundo. Un poco más lejos estaba el lugar en el que la esposa de Lot se quedó para siempre con el semblante de una columna de sal. Desde entonces los viajeros curiosos se han ido llevando pequeños trozos. Si todos los pesares fueran castigados tan rigurosamente como lo fueron los de esta pobre dama, mi deseo de los placeres abandonados en la Feria de las Vanidades podría haber producido un cambio similar en mi sustancia corporal, dejándome como advertencia para peregrinos futuros.

El siguiente objeto notable era un edificio grande construido con piedra cubierta de musgo, pero con un estilo arquitectónico moderno y aéreo. La máquina se detuvo cerca de él emitiendo el habitual y tremendo grito.

—Éste era antiguamente el castillo del temido gigante Desesperación —comentó el señor Smooth-it-away—. Pero desde su muerte el señor Flimsy-faith lo ha reparado, y dirige allí una excelente casa de entretenimientos. Es una de nuestras paradas. —Parece unido de manera muy ligera —comenté yo observando los muros gruesos pero frágiles—. No envidio su morada al señor Flimsy-faith. Algún día se caerá sobre las cabezas de sus ocupantes.
—En todo caso nosotros escaparemos —comento el señor Smooth-it-away—, pues Apolíon está lanzando vapor otra vez.

El camino se sumergía ahora en una garganta de los Montes Delectables, y atravesaba el campo en el que en épocas anteriores vagaban los cielos tropezando con las tumbas. Una de esas lápidas antiguas había sido lanzada en mitad del camino por una persona maliciosa, haciendo que el tren diera un salto terrible. Arriba, en el lado escabroso de una montaña, vi una puerta de hierro oxidado, cubierta a medias por arbustos y plantas trepadoras, por cuyas grietas salía humo.

—¿Es ésa la puerta de la ladera que aseguran los pastores cristianos era un atajo al infierno? —pregunté.

—Ésa era una broma de los pastores —contestó sonriendo el señor Smoothit-away —. No es ni más ni menos que la puerta de una caverna que utilizan para preparar jamones ahumados.

Mi recuerdo del viaje se vuelve durante un trecho oscuro y confuso porque me sobrecogió una somnolencia singular debida al hecho de que estábamos pasando por un terreno encantado cuyo aire estimula la disposición al sueño. Desperté sin embargo en cuanto cruzamos las fronteras de la agradable tierra Beulah. Todos los pasajeros se frotaban los ojos, comparaban la horade sus relojes y se felicitaban unos a otros por la perspectiva de llegar tan a tiempo al final del viaje. Las dulces brisas de este clima feliz eran refrescantes en nuestra nariz; contemplábamos los chorros brillantes de las fuentes plateadas, teniendo por encima árboles de hermoso follaje y frutos deliciosos, que se habían propagado mediante injertos de los jardines celestiales.

En una ocasión, mientras avanzábamos como un huracán hubo un aleteo y vimos la brillante aparición de un ángel en el aire que velozmente acudía a realizar alguna misión celestial. La máquina anunció ahora la proximidad de la estación término con un último y horrible grito, en el cual parecía poder distinguirse todo tipo de lamentación y dolor, y la acerva fiereza de la cólera, mezclado todo con la risa salvaje de un diablo o un loco. A lo largo de todo el viaje, en cada parada, Apollon había ejercitado su ingenio lanzando los sonidos más abominables por el silbato de la máquina de vapor; pero en este esfuerzo final se superó a sí mismo y creó un estruendo infernal que, además de turbar a los pacíficos habitantes de Beulah, debió enviar sus discordancias incluso más allá de las puertas celestiales.

Mientras el horrible clamor seguía resonando en nuestros oídos, escuchamos una melodía jubilosa, como si mil instrumentos de música, con altura, profundidad y dulzura en sus tonos, al mismo tiempo tierna y triunfal, sonara al unísono para saludar a algún héroe ilustre que llegaba, que había combatido por el bien y obtenido una victoria gloriosa, e iba a dejar a un lado para siempre sus armas magulladas. Mirando para saber cuál sería el motivo de esa alegre armonía, al bajar del coche vi que una multitud de seres brillantes se había reunido al otro lado del río para dar la bienvenida a los dos peregrinos pobres, que emergían ahora de las profundidades. Eran los mismos a quienes Apollon y nosotros habíamos perseguido con mofas, pullas y vapor ardiente al comienzo del viaje; los mismos cuyo aspecto nada terrenal y palabras impresionantes habían agitado mi conciencia en medio de las ensoñaciones desbocadas de la Feria de las Vanidades.

—Es sorprendente lo bien que han llegado esos hombres —grité al señor Smoothit- away—. Me gustaría que estuviéramos seguros de ser recibidos igualmente.

—¡No tema, no tema! —respondió mi amigo—. Vamos, apresurémonos; la barca nos llevará directamente y en tres minutos estará al otro lado del río. Sin duda encontrará algún coche que le suba hasta las puertas de la ciudad.

Un barco de vapor, la última mejora en esta importante ruta, estaba a la orilla del río lanzando humo, piafando y emitiendo todo tipo de sonidos desagradables que indicaban que iba a partir de inmediato. Subí rápidamente a bordo con el resto de los pasajeros, la mayoría de los cuales estaban muy perturbados: algunos se desgañitaban preguntando por su equipaje; algunos se arrancaban los cabellos exclamando que el barco explotaría o se hundiría; otros estaban ya pálidos por el movimiento de la corriente; algunos contemplaban asustados el mal aspecto del timonel; y otros seguían adormilados por la influencia de la Tierra Encantada. Al mirar hacia la orilla, me sorprendió ver al señor Smooth-it-away agitando la mano en señal de despedida.

—¿No va a la Ciudad Celestial? —le pregunté.

—¡Oh, no! —respondió con una sonrisa extraña y esa misma desagradable contorsión del rostro que había observado en los habitantes del Valle Oscuro—. ¡Oh, no! He llegado hasta aquí sólo por lo agradable de su compañía. ¡Adiós! Volveremos a encontramos.

Y entonces mi excelente amigo el señor Smooth-it-away lanzó una carcajada en medio de la cual salió de su boca y nariz una corona de humo, mientras un centelleo de llamas horripilantes salía de cada uno de sus ojos demostrando, de manera indudable, que su corazón era una llama rojiza. ¡Qué demonio tan insolente! Negar la existencia de Tophet cuando sentía sus crueles torturas rabiando dentro de su pecho.

Corrí al lado del barco intentando arrojarme a la orilla; pero las ruedas, al empezar a girar, arrojaron sobre mí una espuma tan fría —tan mortalmente fría, con ese frío que no abandonará nunca esas aguas hasta que la Muerte se ahogue en su propio río—, que con un estremecimiento y un temblor del corazón desperté. ¡Gracias al cielo sólo había sido un sueño!

Nathaniel Hawthorne (1804-1864)




Relatos góticos. I Relatos de Nathaniel Hawthorne.


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El análisis y resumen del cuento de Nathaniel Hawthorne: El ferrocarril celestial (The Celestial Railroad), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com



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