Algo interfiere con nuestra experiencia del Tiempo.
Las Máquinas del Tiempo no son un dispositivo práctico. Demasiadas cosas pueden salir mal, desde problemas mecánicos (y la consecuente falta de repuestos, por ejemplo, si viajamos a la Edad de Piedra) a cuestiones más bien inesperadas, como trasladarse hacia adelante o atrás en la Cuarta Dimensión sin saber exactamente qué encontraremos (ver: Aragorn, el Sendero de los Muertos y un pasaje a la Cuarta Dimensión).
La ciencia ficción, sin embargo, ha hecho de las Máquinas del Tiempo algo sumamente popular, e incluso ha brindado algunas propuestas confiables, seguras, con un porcentaje mínimo de error, aunque habitualmente el destino de los viajeros en el tiempo siempre encuentre alguna contingencia que los mantenga alejados de la línea de tiempo a la cual pertenecen.
Es decir que las Máquinas del Tiempo, en términos de cliché de la ciencia ficción, funcionan, eso sí, con algunos defectos serios; pero, ¿qué pasaría si simplemente pudiésemos interferir con nuestra experiencia del Tiempo? ¿El resultado no sería aproximadamente el mismo?
O peor aun, ¿qué pasaría si otros pudieran interferir con nuestra experiencia del tiempo, arrancarnos de nuestro presente e insertarnos en otro lugar de la corriente temporal?
Exactamente eso es lo que le ocurre a Nathaniel Wingate Peaslee, un sujeto que sufrió una extraña forma de amnesia que se prolongó desde 1908 hasta 1913. Físicamente era el mismo, pero tanto sus amigos como sus familiares más cercanos aseguraron que se había convertido en alguien más... o en algo más.
¿Qué le sucedió a Peaslee? Bueno, digamos que sufrió una especie de trastorno de estrés postraumático, algo perfectamente comprensible si tenemos en cuenta su largo e incómodo encarcelamiento mental entre los Antiguos, tal vez la raza más poderosa de los Mitos de Cthulhu, precisamente por ser la única que ha conquistado el secreto del Tiempo (ver: H.P. Lovecraft, la Gran Raza y viajes en el tiempo).
Estos seres, altamente avanzados, no necesitan máquinas del tiempo para moverse en la Cuarta Dimensión. El secreto consiste en la capacidad de transferir e intercambiar consciencias con otras mentes situadas en cualquier punto del cosmos, y del Tiempo (Lovecraft, viajes en el tiempo, y la tecnología de los Antiguos)
H.P. Lovecraft describe con eficacia los síntomas psicológicos que experimenta Peaslee poco después de que su consciencia sea transferida nuevamente a su cuerpo en La sombra fuera del tiempo (The Shadow Out of Time), publicado en la edición de junio de 1936 de la revista Astounding Stories, y luego reeditado en la colección de 1939: El extraño y otros (The Outsider and Others). A pesar de sus deficiencias —no hay diálogo, tampoco demasiada caracterización y acción—, esta novela corta elabora una de las ideas más originales para viajar en el tiempo.
Este dispositivo no solo resulta interesante dentro de la ficción. Hay algunos que creen que la propia mente de Lovecraft fue abducida por seres interdimensionales, y que sus Mitos de Cthulhu son una especie de reflejo tamizado de otras realidades, otros mundos y otras criaturas que realmente existen (ver: ¿La literatura podría ser un portal para seres de otra dimensión?). La idea, aunque absurda, reviste interés para este artículo, ya que a la luz de esa posibilidad La sombra fuera del tiempo adquiere un matiz autobiográfico.
Peaslee, o Lovecraft, son incapaces de procesar adecuadamente la realidad de los Antiguos. Su tecnología es tan avanzada como inconcebible para nosotros; incluso su biología trasciende nuestras especulaciones más audaces respecto de la vida orgánica en otros mundos. Estos seres son como enormes conos iridiscentes recubiertos por una materia escamosa, semielástica (ver: Monstruosidades amorfas en la ficción), y con una agenda tan alejada de nuestro entendimiento que ni siquiera se puede percibir en ella cuestiones elementales para nosotros, como los conceptos del bien y el mal.
Si bien en La sombra fuera del tiempo está implícito el viaje en el tiempo, este tipo de transferencia mental es un elemento recurrente en la obra de Lovecraft; por ejemplo, en Más allá del muro del sueño (Beyond the Wall of Sleep), El que susurra en la oscuridad (The Whisperer in Darkness), Hypnos (Hypnos), El ser en el umbral (The Thing on the Doorstep), El clérigo malvado (The Evil Clergyman).
En cierto modo, la conceptualización de lo que podría denominarse transferencia mental se superpone aquí con otros tópicos interesantes, como la reencarnación y la posesión psíquica, aunque en este caso en particular el eje gira alrededor del viaje en el tiempo y no de oscuros ancestros que buscan apropiarse de la consciencia del protagonista.
La posibilidad de que un ser extraterreno interfiera con nuestra experiencia del tiempo, arrancándonos de nuestro cuerpo, de nuestro presente, y trasladándonos a una realidad inconcebible, es un dispositivo muy interesante, precisamente porque responde a inquietudes y preocupaciones personales del autor.
H.G. Wells, distinguido y reconocido victoriano, fabrica una máquina del tiempo racional, limpia, elegante; un ejemplo maravilloso del progreso. Lovecraft, que no se sentía cómodo en su tiempo, y tampoco con su propio cuerpo, forjó una especie de viaje en el tiempo más integral, un abandono que va más allá del presente, como en el caso de Wells, sino también del propio cuerpo físico.
Es interesante considerar que un motivo como el viaje en el tiempo, o en este caso, la transferencia de consciencia a través del tiempo, pueda reflejar la incomodidad personal del autor con su propio cuerpo, anclado en un perpetuo presente. No es de extrañar que alguien que se consideraba poco atractivo —desde pequeño, sus tías se aseguraron de que lo creyera—, y que además tuvo una vida llena de frustraciones, con escaso reconocimiento y ningún éxito económico, forjara un dispositivo que, además de viajar en el tiempo, le permitiese existir como alguien más.
Dentro de este esquema fascinante, Lovecraft utiliza la transferencia de consciencia y el viaje en el tiempo para establecer algunas ideas provocativas. Para él, una sociedad extraterrestre ideal, altamente avanzada, estaría gobernada por alguna variante del socialismo (El Marxismo en el Horror: los pobres siempre mueren primero).
Si bien el Horror Cósmico está presente en el relato, con su diferencia de escala entre los humanos y estas inteligencias interestelares, Lovecraft también derriba la idea de que el conocimiento es evolutivo. Según él, los seres humanos no son la última especie, ni la primera, en desarrollarse en la Tierra, y que los logros más significativos de esas civilizaciones pueden rastrearse como influencias externas; es decir, el antiguo conocimiento de los predecesores del ser humano se preserva y se trasmite a través de mitos, sociedades y cultos secretos, siendo la denominada magia una forma degradada de tecnología.
Esta Gran Raza, los Yith, conoce el secreto del tiempo, de manera tal que han aprendido todo el conocimiento forjado en el universo, antes e incluso después de que ellos mismos aparecieran en él, ya que sus consciencias pueden proyectarse adelante y atrás en la cuarta dimensión (ver: El «Upside Down» de «Stranger Things» y la Cuarta Dimensión en la literatura). Las posibilidades en este sentido son ilimitadas. Pensemos en todo lo que podríamos aprender si pudiésemos proyectarnos millones de años en cualquier dirección y estudiar el conocimiento almacenado en cualquier sitio del cosmos.
La consciencia de Peaslee, desalojada de su tiempo y de su cuerpo, pero transportada a un organismo gelatinoso de los Yith, pasa la mayor parte del tiempo en la biblioteca de la Gran Raza —¡y qué biblioteca!—, situada hace millones de años en lo que actualmente sería el territorio de Australia. Allí, sin nada de acción, ni diálogo, Lovecraft deja en claro por qué es uno de los grandes maestros del género; por ejemplo, retratando una parte de ese conocimiento arcano, y describiendo como el pobre Peaslee aprende a articular ese cuerpo extraño y amorfo que ahora ocupa.
Es imposible que los intereses de un autor no se reflejen en su obra. Lovecraft no es la excepción, y Peaslee, especie de alter ego, examina los intereses del autor, en este caso, el conocimiento.
Tampoco es posible eludir los miedos de un autor, de manera que Peaslee debe enfrentarse a sitios oscuros, sin ventanas, y cosas sin nombre que acechan debajo de la superficie (ver: Lo Subterráneo en la ficción:).
Lovecraft es probablemente uno de los autores más subvalorados que existen, quizás porque se pone el foco en aspectos estéticos, como la sobreadjetivación, y no de fondo.
Él mismo reconocía sus debilidades como narrador, y la gran mayoría de la crítica hace hincapié en este punto, olvidando los aspectos más notables de su producción. Lovecraft es un autor sobresaliente en la creación de escenarios, realidades y, lo más importante, un verdadero maestro a la hora de conceptualizar los aspectos más extraños e inquietantes de la naturaleza del universo, y de nuestro lugar como especie dentro de él.
El maestro de Providence murió un año después de escribir La sombra fuera del tiempo, donde sus conceptos claramente se estaban refinando, y su oficio narrativo continuaba desarrollándose de forma cada vez más sofisticada. Este cuento, en lo particular, expresa aquello que Lovecraft pudo haber sido si la muerte no se lo hubiese llevado prematuramente, algo distinto de los Mitos que conocemos: un panteón mucho más perturbador, complejo, incomprensible e indiferente a la humanidad.
Quizás, así lo esperamos, la Gran Raza de Yith haya interferido en el tiempo de Lovecraft, y arrancado su consciencia justo antes de morir. Cualquier otro destino nos parece ingrato con él.
Taller literario. I Más H.P. Lovecraft.
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