«La caza»: Joseph Payne Brennan; relato y análisis


«La caza»: Joseph Payne Brennan; relato y análisis.




La caza (The Hunt) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Joseph Payne Brennan (1918-1990), publicado por Arkham House en la antología de 1958: Nueve horrores y un sueño (Nine Horrors and a Dream).

La caza, posiblemente uno de los mejores cuentos de Joseph Payne Brennan, relata la dramática noche del señor Oricto, un sujeto temeroso, pusilánime, que espera el tren nocturno en una estación casi desierta, excepto por un misterioso desconocido en el andén: un hombre de aspecto extraño, muy delgado y alto, que parece estar siguiéndolo.

SPOILERS.

Lo único que el señor Oricto desea es tomar su tren y regresar a casa. Podemos identificarnos con él, con sus modestas ambiciones burguesas, y también con el miedo que experimenta cuando algunos indicios lo llevan a pensar que el otro sujeto en el andén, el Extraño, en realidad lo está persiguiendo. ¿Es un asesino? ¿Un psicópata? Quizás el señor Oricto esté sufriendo algún tipo de colapso nervioso, y el Extraño sea simplemente otro hombre prosaico que desea tomar su tren y regresar a casa.

La caza de Joseph Payne Brennan es un relato muy bien construido, donde poco a poco vamos conociendo al señor Oricto: un hombre gris, anodino, quien ante la menor amenaza asume el rol de víctima, como si se viera a sí mismo como una presa. No podemos culparlo por esa actitud. Lo es.

Porque el Extraño, después de todo, no es un sujeto común y corriente que espera el tren. Es un Vampiro.

La caza de Joseph Payne Brennan nos permite descubrir, desde la perspectiva del señor Oricto, a este misterioso Extraño en el andén, quien sigue al protagonista pero sin emplear la violencia, jugando psicológicamente con su presa. De hecho, y aunque el destino de la víctima parece sellado desde el primer momento, el Vampiro le ofrece muchas oportunidades para escapar; sin embargo, el señor Oricto no lo hace; como si de algún modo la presa ansiara finalmente los colmillos del depredador.

La caza de Joseph Payne Brennan examina de forma brillante una posible estrategia de caza de los vampiros, donde no hay movimientos apresurados, donde no hay agresión ni violencia realmente (al menos al comienzo), sino más bien la imposición de la presencia del Vampiro justo fuera del límite de la zona de confort de la presa; no lo suficientemente cerca como para generar pánico en ella, y no tan lejos como para pasar inadvertido. Por otro lado, el instinto del señor Oricto (el Miedo) es agudo como el de un conejo: sabe que hay una amenaza, pero al racionalizar el peligro lo descarta, facilitándole las cosas a su perseguidor (ver: ¿Cómo se siente el Sexto Sentido?).

De este modo, el Extraño debilita las defensas psicológicas del señor Oricto. Se acerca más y más: primero en el andén, luego en el tren, y después en un taxi. Juega con su presa, pero no creo que haya malicia aquí. Al igual que Pennywise en It, al Vampiro de Joseph Payne Brennan quizás le agrade echarle algo de sal a sus presas, darles un sabor más apetecible, a través del miedo.




La caza.
The Hunt, Joseph Payne Brennan (1918-1990)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


Cuando entró en la fría y poco iluminada sala de espera de la estación de ferrocarril de Newbridge, el señor Oricto decidió que esta era el lugar más desolado del mundo. Todo lo deprimía: las duras luces del techo, el frío suelo de piedra y los incómodos bancos ennegrecidos. Excepto por él mismo, la estación parecía estar desierta. Frunciendo el ceño, dejó su bolso en el suelo y se sentó. Su tren llegó tarde. Tendría que aprovechar la demora de una hora. Era una perspectiva sombría.

Pequeño de cuerpo, nervioso y de mediana edad, experimentó una inquietante sensación de aislamiento, de vulnerabilidad, mientras miraba alrededor de la gran habitación estéril. Por lo general, sus orejas bastante grandes y sus mejillas colgantes le daban una apariencia cómica, pero ahora parecía simplemente patético.

Era consciente de un inexplicable sentimiento de aprensión. No podía explicarlo. Newbridge era una ciudad razonablemente grande, debía haber gente moviéndose en el área de la estación. Pero ya era bastante tarde y...

De repente se congeló. Alguien parado en las sombras en el otro extremo de la sala de espera lo estaba mirando. Esta persona estaba apoyada contra la parte posterior de uno de los bancos, con los brazos en la cabeza, y parecía estar examinando al señor Oricto con curiosa intensidad.

El corazón del señor Oricto comenzó a latir entre sus frágiles costillas. Le devolvió la mirada con miedo, repelido pero fascinado.

Aunque sus ojos comenzaron a llorar, no pudo retirar su mirada. Mientras observaba, el objeto de su escrutinio involuntario se movió a lo largo del banco y se dirigió hacia la luz.

Por alguna razón, que no se atrevió a analizar, el señor Oricto entró en pánico. Para un observador casual, podría haber habido poco en la apariencia del otro para justificar tal reacción. El hombre estaba bien arreglado. Era incluso más pequeño que el señor Oricto. Una parte desinteresada habría concluido que no había nada notable en él. Incluso podría ser llamado anodino. Pero el señor Oricto lo encontró espantoso. Los ojos inquietos del extraño, su mirada, su delgadez, su actitud, eran alarmantes en sí mismos. Su interés rápido y concentrado en el señor Oricto era aterrador.

Sin pensar, sin esperar siquiera a sopesar el resultado de su acción, el señor Oricto agarró su bolso y se apresuró hacia la puerta de la plataforma. Casi, pero no del todo, corrió.

Apresurándose hasta el final de la plataforma, dejó su bolso y miró hacia atrás. No vio a nadie.

Su corazón gradualmente se desaceleró. Expulsó un suspiro largo y tembloroso. ¡Qué tímido y nervioso se había vuelto de repente! Realmente debía controlarse. Había perdido el sueño últimamente; sus nervios debían estar un poco deshilachados. El extraño probablemente había querido entablar una conversación, nada más.

Pero mientras razonaba consigo mismo, una parte secreta de él permaneció fría y asustada. No pudo obligarse a abandonar el otro extremo de la plataforma.

Unas gotas de lluvia golpearon su rostro. Mirando alrededor, vio que no había nadie en ninguna dirección. La estación bien podría haber estado ubicada en medio de un desierto. Mirando su reloj, se dio cuenta de que todavía tenía cuarenta minutos para esperar.

La lluvia caía más fuerte, golpeando contra las tablas de madera. Un tramo escaso del techo cubría esa porción de la plataforma adyacente a la sala de espera, pero terminaba a unos metros del lugar donde estaba el señor Oricto. A medida que aumentaba la lluvia, comenzó a avanzar lentamente hacia este techo. Estaba casi debajo de su borde protector cuando vio al extraño parado justo afuera de las puertas de la sala de espera. El señor Oricto no lo había visto salir; no había advertido siquiera que las puertas se abrían desde allí. Pero ahí estaba el sujeto, sin embargo.

El señor Oricto se detuvo al instante, afectado por un renovado temor. El delgado desconocido no hizo ningún movimiento hacia él, pero el señor Oricto estaba convencido de que el otro lo estaba analizando con astucia, incluso con hostilidad. A pesar de las capas de lluvia arrojadas por un viento creciente, se apresuró una vez más al otro extremo de la plataforma.

La lluvia caía en torrentes, empapando su ropa, corriendo por su cara. Estaba seguro de que el extraño, que estaba seco bajo el techo de la plataforma, estaba muy entretenido con su situación. En un momento le pareció escuchar una suave risa, pero tal vez fue solo el viento. Su desagradable compañero de plataforma en realidad no había hecho un solo movimiento o comentario, pero su mera presencia infundía terror en la médula del señor Oricto. Este miedo escalofriante no podía ser racionalizado. Era aparentemente tangible, una amenaza que llenaba la plataforma de la estación como un manto negro.

A intervalos, la lluvia disminuía. En estos breves instantes de respiro, el señor Oricto se sacudía el sombrero empapado, se secaba el agua de la cara y, en general, recuperaba algo de dignidad. En uno de estos intervalos, mientras se quitaba el pañuelo de la cara, se horrorizó al observar que el extraño había dejado su puesto cerca de las puertas de la sala de espera y había avanzado hasta la mitad de la plataforma.

Se quedó petrificado de miedo. El extraño avanzó poco a poco, moviendo sus pies muy lentamente. Su cabeza pequeña, empujada hacia adelante sobre un cuello bastante largo, apuntaba al señor Oricto como una flecha. Sus ojos sostenían los ojos del señor Oricto con una mirada inquebrantable.

El señor Oricto deseó salir corriendo, saltar de la plataforma y correr ciegamente por las vías del ferrocarril. Esa era una cosa en la que siempre había sido bueno: correr. Pero sus piernas bien pudieron haber sido de gelatina. Simplemente no respondían al pánico que se había apoderado de su voluntad.

Abrió la boca para gritar. Justo entonces hubo un repentino destello de luces, un rugido moderado, y su tren apareció a la vista en una curva. El extraño vaciló. Por un instante de pesadilla pareció estar a punto de lanzarse hacia adelante. Luego se enderezó, giró y caminó hacia la sala de espera.

Nunca en su vida el señor Oricto había estado tan contento de ver llegar al tren. Avanzó hacia el borde del andén, agradecido, inexpresablemente aliviado, bendiciendo al gigante de acero enviado en la noche para salvarlo. Mientras subía a bordo, lanzó una mirada rápida en ambas direcciones. Con inmenso alivio, vio que nadie más estaba subiendo.

El tren no se detuvo mucho en Newbridge. Era un expreso a Porthaven, y Newbridge era una parada sin importancia en el camino; la última parada, de hecho, antes de Porthaven. Cuando el señor Oricto colocó su bolso en el estante superior, el tren echó a correr por la noche lluviosa.

Se tumbó en su asiento, sintiéndose débil, helado y exhausto. Nunca antes había experimentado un miedo sin nombre, una aprensión tan aguda y abrumadora. No se atrevió a pensar qué podría haber sucedido si el tren no hubiera llegado cuando lo hizo.

El guarda atravesó el vagón vacío, tomó su boleto a Porthaven, le dirigió una mirada persistente y perpleja, y pasó al siguiente.

La relativa calidez del tren, y su vaivén constante, lo arrullaron. Se recostó con los ojos cerrados. Poco a poco su corazón dejó de latir excesivamente y comenzó a respirar normalmente de nuevo. La lluvia caía en cascada contra las ventanas del tren, difuminando las pocas luces que cortaban la oscuridad exterior.

El señor Oricto se despertó. Probablemente se habría pescado un buen resfriado, reflexionó. Bueno, había leído que uno debería beber mucha agua para un resfriado. Se levantó, tembloroso, y se paró en el pasillo, horrorizado por su debilidad. Caminando despacio hacia el expendedor de agua, llenó un vaso de papel. Después de beber tres vasos, se dio la vuelta para regresar a su asiento; pero se detuvo en seco. El delgado desconocido estaba descansando en un asiento en el medio del vagón. Su semblante tenía una expresión divertida, pero sus ojos se clavaron en los del señor Oricto como agujas de acero.

Por un segundo de pánico, el señor Oricto casi cedió a un impulso urgente: quería dar media vuelta y correr a través de los vagones delanteros hasta que hubiera puesto la mayor distancia posible entre él y su perseguidor. Algunas células no afectadas de su cerebro asustado le aseguraron que se vería ridículo. ¿Qué pensarían los otros pasajeros? Además, tendría que abandonar su bolso en el estante. Este contenía algunas de sus posesiones más preciadas. ¿Lo iba a dejar porque un extraño desagradable era lo suficientemente grosero como para seguir mirándolo fijamente?

De mala gana, abrumado por el pánico, regresó a su asiento. Parte de su cerebro todavía le gritaba que corriera, que huyera mientras había tiempo; pero una vez de vuelta en el asiento, no pudo moverse.

La lluvia caía sobre las ventanas. Las luces de colores producían ocasionalmente breves caleidoscopios, y luego la oscuridad sólida se cerraba nuevamente. El señor Oricto se sentó como paralizado. No se atrevió a girar la cabeza, pero podía sentir la mirada inquisitiva del otro en la nuca. Un escalofrío le recorrió la espalda.

¡Ojalá volviera el guarda!

Luchando contra una sensación de impotencia hipnótica que parecía estar filtrándose en cada fibra, trató de planificar con anticipación.

Cuando el tren se acercaba a Porthaven, rápidamente tomaría su bolso y correría hacia la puerta. Saltaría del tren tan pronto como entrara en la estación, tal vez incluso antes de que se detuviera. Entonces, correría. No tenía reparos al respecto ahora. Correría, furioso, sin vergüenza, a través de la estación, cruzando la calle y doblando la esquina donde debería esperar un taxi. Una vez dentro del taxi, estaría a salvo. Le ofrecería al conductor dinero extra para acelerar el viaje. Unos minutos más tarde estaría seguro en sus habitaciones.

Una vez ideado el plan, se sintió mejor. Entonces, una nueva idea lo golpeó y el miedo regresó. ¿El otro estaba leyendo sus pensamientos? ¿Todo lo que pasaba en su cabeza era evidente para él? ¿Acaso esos ojos perforaban su cráneo justo en el área secreta de sus procesos mentales? El señor Oricto sintió que sí. El miedo creciente lo acosaba, pero no podía pensar en ningún plan alternativo. Tendría que depender de su velocidad, de su flotabilidad en marcha. Había una buena posibilidad de que lo lograra.

Cuando el tren se acercó a Porthaven, se levantó y tomó el bolso del estante. Se quedó temblando mientras el expreso se disparaba hacia la estación. Sabía que los ojos del otro estaban fijos en él. Una ola de pánico, de aterradora debilidad, lo invadió. El poder de la voluntad solo lo condujo con piernas de goma hacia la puerta del tren. La estación se deslizó a la vista. Bajó los escalones de metal, y saltó. La inercia del tren en movimiento lo hizo trastabillar. Luchando por sostener su bolso y mantener el equilibrio, hizo un pequeño y grotesco movimiento.

Enderezándose, miró con miedo hacia la plataforma. El delgado desconocido ya había abandonado el tren. Estaba caminando rápidamente por el andén.

Si el señor Oricto, previamente, había albergado dudas sobre el interés del extraño en su propia persona, ahora se disiparon instantáneamente.

Saltó hacia las escaleras de la plataforma.

Bajando los escalones de a cuatro y cinco a la vez, llegó al final y giró por un largo túnel, débilmente iluminado, que conectaba la plataforma con la estación propiamente dicha. Un terror puro lo desgarró. Corriendo por el túnel, atravesó las últimas puertas hacia la estación. Parecía estar completamente desierta. Ni siquiera un barrendero tardío estaba a la vista. La mitad de las luces estaban apagadas. No podría haber refugio aquí.

Corriendo hacia las puertas de la calle, escuchó las puertas del túnel abrirse detrás de él.

Llegó a la calle, resbaladiza por la lluvia, y corrió hacia la esquina donde debería estar esperando un taxi. Al acercarse a la esquina, un gran temor se apoderó de él. ¿Y si no había ningún taxi? Estaba seguro de que daría vuelta a la esquina y no encontraría nada. Pero tenía que arriesgarse ahora, así que corrió salvajemente.

Al dar la vuelta a la esquina, vio el taxi. Gimiendo de alivio, se lanzó hacia él. Un giro de la manija de la puerta y estaba adentro.

El conductor parecía no haber notado que el señor Oricto había entrado en la cabina, de manera tal que este jadeó su destino:

—Bishop Street, 573. ¡Por favor, conductor, dese prisa!

El conductor levantó la vista hacia el espejo retrovisor. Había una reprimenda tácita en su mirada.

El señor Oricto estaba a punto de hacer su oferta de dinero cuando la puerta del lado opuesto del taxi se abrió de golpe. El extraño se deslizó hacia dentro, cerró la puerta de golpe y habló en voz baja al conductor. Este asintió y se volvió hacia el señor Oricto.

—¿Te importa compartir el viaje, amigo? Solo hay un taxi esta tarde. Y está lloviendo.

El señor Oricto estaba sentado sin palabras, rígido, con una sensación de miedo desnudo como un cuchillo clavado en su corazón. El conductor confundió su silencio con un consentimiento renuente. Murmurando para sí mismo, dejó el periódico que estaba ojeando y encendió el motor.

Mientras el taxi salpicaba las calles oscuras y desiertas, el señor Oricto se quedó mirando al frente. No se atrevió a mover los ojos ni una fracción de pulgada. Durante varias cuadras permaneció inmóvil, sintiendo los ojos del otro, inspeccionándolo, regodeándose, triunfante.

Finalmente volvió el pensamiento coherente. ¿Podría decirle al conductor que lo llevara a la estación de policía? Se sintió convencido de que, por alguna razón, el conductor no lo haría. ¿Qué pretexto podría dar? Y si, en efecto, el conductor lo llevaba a la policía, ¿qué podía decir? ¿Que lo estaban siguiendo? ¿Le creerían? Parecería absurdo. No podía probar nada. El extraño, estaba seguro, esquivaría suavemente cualquier situación de ese tipo. Él mismo se convertiría en objeto de sospecha. Incluso podrían considerarlo como un caso mental.

La desesperación lo venció. Pero a medida que los frentes de las tiendas oscuras y barridas por la lluvia entraban y salían de su rango de visión, un pensamiento se volvió más importante que todos los demás: no podía dejar que el extraño supiera dónde vivía.

Tomada esa decisión, supo que tendría que obligarse a actuar de inmediato. De lo contrario, perdería a poca fuerza que le quedaba.

Mientras buscaba su billetera, le dijo al conductor que se detuviera. Su voz salió tan débil que casi pasó una cuadra antes de que el conductor escuchara sus órdenes desesperadamente repetidas y se dirigiera hacia la acera.

La cara taciturna y acusadora del conductor se volvió hacia él inquisitivamente.

—Cambié de opinión —explicó el señor Oricto en un susurro. Le entregó al conductor una factura—. Quédese con el cambio.

Abrió la puerta y corrió. Ni una sola vez se había atrevido a mirar hacia el extraño.

La lluvia se había detenido. Una fuerte neblina se asentaba sobre las calles, levantando del asfalto una especie de vapor que oscurecía la visión. Mientras corría a través de la niebla, el señor Oricto recordó que había dejado su bolso en la cabina. Apenas le importaba ahora. Podría correr más rápido sin eso.

Había planeado entrar en un bar que todavía estuviese abierto, pero ahora vio con un nuevo latido de miedo que era mucho más tarde de lo que había estimado. Todos los establecimientos estaban cerrados. Las calles estaban completamente abandonadas.

Cuando finalmente redujo la velocidad para caminar, estaba jadeando. ¿Por qué?, se preguntó. Toda su vida había podido correr casi sin esfuerzo, sin…

Se detuvo para escuchar.

Detrás de él, en la niebla, escuchó el rápido golpe de unos pies que se acercaban. Estaban corriendo.

Saltó hacia adelante, corriendo más rápido que antes. El terror puro lo condujo. Sus piernas trabajaban como pistones. Pero ya estaba sin aliento. Ni siquiera el terror más absoluto podría suministrarle la energía necesaria. Sabía que su perseguidor estaba acercándose cada vez más.

Mientras corría hacia una intersección, decidió girar en ángulo recto. Tal vez, si el otro no veía esa maniobra...

Justo cuando intentó girar, lanzó una mirada frenética hacia atrás.

La cara del desconocido se deslizó a través de la niebla. Estaba corriendo suavemente, con la cabeza hacia adelante. Con una emoción de horror absoluto, el señor Oricto pensó en una comadreja que una vez había visto atravesar el bosque. Incluso cuando dobló la esquina, sintió que su maniobra había sido detectada. La visión de su seguidor, sin embargo, lo impulsó a una nueva explosión de velocidad.

El área en la que se había metido estaba más desierta y desolada que la anterior. Oscuros callejones llenos de basura se abrieron por todos lados. Almacenes y viviendas abandonadas, sin ventanas, se alineaban en la calle estrecha. La sangre del señor Oricto le latía en la cabeza. Se sintió mareado, débil. Sabía que colapsaría si seguía corriendo.

Había una última oportunidad desesperada. Sin atreverse a mirar a su alrededor, se lanzó a un callejón negro. A mitad de camino se estrelló contra una caja vacía, dentada con alambres sobresalientes. En lugar de levantarse, saltó sobre manos y rodillas y se escondió detrás de la caja.

Los pasos se acercaron, se detuvieron por un instante, y siguieron de largo.

El señor Oricto apenas comenzaba a tener esperanza cuando los pasos regresaron. Bajaron suavemente por el callejón hacia donde estaba la caja. El señor Oricto se encogió todo lo que pudo, impotente, contra la pared, mientras su corazón latía con fuerza y toda esperanza se desvanecía en él.

El extraño se inclinó sobre él, con la cabeza hacia adelante y hacia abajo, los ojos brillantes.

Incluso en medio de esa desesperación, había una pregunta que molestaba al señor Oricto. No podía ponerla en palabras adecuadas. Todo lo que logró fue un leve susurro:

—¿Por qué?

El extraño lo miró con algo parecido a una leve sorpresa.

—¿Por qué? —repitió el extraño—. ¿Por qué?

Levantó su pequeña cabeza calva y rio. Sus dientes brillaron.

—¿Por qué? —dijo de nuevo, bajando la cabeza—. ¿Porque eres un conejo y yo nací para cazar conejos?

El señor Oricto trató de gritar, pero solo salió una bocanada de terror. Un instante después los colmillos del extraño se dirigieron hacia su yugular.

Joseph Payne Brennan (1918-1990)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Joseph Payne Brennan.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Joseph Payne Brennan: La caza (The Hunt), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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