«El ferrocarril celestial»: Nathaniel Hawthorne; relato y análisis.
El ferrocarril celestial (The Celestial Railroad) es un relato fantástico del escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne (1804-1864), publicado originalmente en la edición de mayo de 1843 del periódico Democratic Review, y luego reeditado en la antología de 1846: Musgos de la vieja rectoría.
El ferrocarril celestial, uno de los más notables cuentos de Nathaniel Hawthorne, es una alegoría pero también una exquisita parodia del clásico de John Bunyan: El progreso del peregrino (The Pilgrim's Progress), donde los destinos prometidos y la felicidad que supone llegar al final del camino, o, como en este caso, a la última estación del recorrido, jamás se cumplen.
Es importante mencionar que El ferrocarril celestial es uno de los grandes relatos de trenes de la historia, y sobre todo que puede leerse y disfrutarse independientemente de los aspectos alegóricos del argumento.
El ferrocarril celestial.
The Celestial Railroad; Nathaniel Hawthorne (1804-1864)
No hace mucho tiempo, al traspasar la puerta de los sueños visité esa región de la tierra en la que está la famosa Ciudad de la Destrucción. Me interesó mucho enterarme de que, gracias al espíritu cívico de algunos de sus habitantes, recientemente se había trazado una línea de ferrocarril entre esta populosa y floreciente urbe y la Ciudad Celestial. Como tenía un poco de tiempo, decidí satisfacer mi curiosidad realizando un viaje hasta allí. Por ello una hermosa mañana, tras pagar la cuenta del hotel y ordenar al conserje que pusiera mi equipaje en la parte trasera de un coche, tomé asiento en el vehículo y partí para la estación de ferrocarril.
Mi buena fortuna me hizo disfrutar de la compañía de un caballero, un tal señor Smooth-it-away, que, aunque no había llegado a visitar la Ciudad Celestial, parecía conocer muy bien, sin embargo, sus leyes, costumbres, política y estadísticas, lo mismo que las de la Ciudad de la Destrucción, en la que había nacido. Como además era director de la empresa del ferrocarril, y uno de sus más importantes accionistas, podía darme toda la información que yo deseara con respecto a esa loable empresa.
Traqueteamos en el coche hasta salir de la ciudad, y a escasa distancia de ésta cruzamos un puente de construcción elegante, aunque me pareció demasiado ligero para sostener un peso considerable. A ambos lados había un extenso cenagal que no habría resultado más desagradable a la vista o el olfato de haberse vaciado allí la suciedad de todas las perreras de la tierra.
—Es el famoso Cenagal del Abatimiento —comentó el señor Smooth-itaway—.Una desgracia para toda la vecindad; y tanto mayor por cuanto que podría convertirse fácilmente en tierra firme.
—Había oído que se han hecho esfuerzos en ese sentido desde tiempo inmemorial —contesté yo—. El predicador Bunyan menciona que se han arrojado aquí en vano más de veinte mil carretas cargadas de sanas enseñanzas.
—¡Es muy probable! ¿Y qué podía esperarse de ese material tan insustancial? —preguntó el señor Smooth-it-away—. Fíjese en este adecuado puente. Conseguimos unos cimientos suficientes para él arrojando al cenagal algunas ediciones de libros de moralidad; volúmenes de filosofía francesa y racionalismo alemán; tratados, sermones y ensayos de clérigos modernos; extractos de Platón y Confucio y varias sagas hindúes, junto con algunos ingeniosos comentarios sobre los textos de las Escrituras; todo ello, mediante un proceso científico, se convirtió en una masa semejante al granito. El fangal entero podría llenarse con materias similares.
Sin embargo a mí me pareció que el puente vibraba y subía y bajaba de una manera formidable; y a pesar del testimonio del señor Smooth-it-away acerca de la solidez de sus cimientos, no me gustaría cruzarlo en un ómnibus atestado, sobre todo si cada uno de los pasajeros llevaba tanto equipaje como el caballero y yo mismo. Lo pasamos, no obstante, sin accidente, llegando muy pronto a la estación. Ese edificio, muy pulcro y espacioso, se levantaba sobre la sede del pequeño portillo que antiguamente, como recordarán todos los viejos peregrinos, estaba directamente encima del camino, y por su inadecuada estrechez representaba una gran obstrucción para el viajero de mente liberal y estómago expansivo.
El lector de John Bunyan se alegrará de saber que el amigable evangelista del cristiano, que acostumbraba a dar a cada peregrino un pergamino místico, preside ahora el despacho de billetes. Es cierto que algunas personas maliciosas niegan que este famoso personaje sea idéntico al Evangelista de la antigüedad, e incluso pretenden poder aportar pruebas coherentes de la impostura. Sin comprometerme en una disputa, observaré simplemente que, por lo que me dicta mi experiencia, las piezas cuadradas de cartón que se entregan ahora a los pasajeros resultan mucho más convenientes y útiles para el camino que el antiguo rollo de pergamino. Pero declino opinar acerca de si se aceptan con igual facilidad en la puerta de la Ciudad Celestial.
En la estación se hallaban ya un gran número de pasajeros esperando la partida del tren. Por el aspecto y el porte de estas personas era fácil juzgar que los sentimientos de la comunidad habían sufrido un cambio muy favorable en relación al peregrinaje celestial. Al corazón de Bunyan le habría agradado verlo. En lugar de un hombre solitario y andrajoso, con una enorme carga a la espalda, caminando despacio y penosamente mientras la ciudad entera le abucheaba, había aquí grupos formados por los principales nobles y las personas más respetables de la vecindad, que partían hacia la Ciudad Celestial tan alegremente como si el peregrinaje fuera simplemente un viaje de verano.
Entre los caballeros había personajes de merecida eminencia: magistrados, políticos y hombres ricos cuyo ejemplo religioso sería muy recomendable para sus hermanos menores. Me alegró descubrir también en la parte de las damas a algunas de esas flores de la sociedad de moda que pueden resultar un adorno bien adecuado para los círculos más elevados de la Ciudad Celestial. Había muchas conversaciones agradables acerca de las noticias del día, temas de negocios y política, o asuntos divertidos más ligeros; mientras que la religión aunque indudablemente era el objetivo principal en el corazón, quedaba por elegancia en un segundo plano. Incluso un ateo habría escuchado muy poco, o nada, que atacara a su sensibilidad.
No debo olvidar mencionar una gran conveniencia del nuevo método de peregrinaje. Nuestras enormes cargas, en lugar de llevarlas sobre nuestros hombros tal como se acostumbraba en la antigüedad, iban todas cómodamente depositadas en el coche de equipajes, y se me aseguró que serían entregadas a sus propietarios respectivos al final del viaje. Al benevolente lector le complacerá asimismo saber otra cosa. Debe recordarse que existía una antigua enemistad entre el Príncipe Belcebú y el guardador del portillo, y que los seguidores del primer y distinguido personaje acostumbraban a lanzar flechas mortales a los peregrinos honestos que llamaban a la puerta.
Para honor tanto del ilustre potentado antes mencionado como de los dignos y sabios directores del ferrocarril, esa disputa se había arreglado pacíficamente por el principio del compromiso mutuo. Los súbditos del príncipe son empleados ahora en gran número en la estación, ocupándose algunos del equipaje, otros de recoger el combustible, alimentar los motores u otras tareas afines; y puedo afirmar con conocimiento que en ningún otro ferrocarril se encontrarán personas más atentas a su tarea, más deseosas de acomodar o más agradables en general a los pasajeros. Todo buen corazón seguramente se sentirá jubiloso de que se haya encontrado un arreglo tan satisfactorio a una dificultad inmemorial.
—¿Dónde está el señor Greatheart? —pregunté—. Sin duda los directores habrán contratado a ese famoso y antiguo campeón para que sea el revisor principal del ferrocarril.
—Bueno, no —contestó el señor Smooth-it-away con una tos seca—. Se le ofreció el empleo de encargado de los frenos; pero si quiere que le diga la verdad, nuestro amigo Greatheart se ha vuelto absolutamente rígido y estrecho en su vejez. Tantas veces ha guiado a los peregrinos a pie por los caminos que considera un pecado viajar de cualquier otro modo. Además, el pobre viejo guarda una enemistad tan enérgica hacia el Príncipe Belcebú que siempre se está peleando o cruzando insultos con alguno de los súbditos del príncipe, haciendo que nos indispongamos de nuevo con ellos. Por eso en general no nos apenó que, en una rabieta, el honesto Greatheart se fuera a la Ciudad Celestial dejándonos en libertad de elegir un hombre más adecuado y acomodaticio. Allí viene el maquinista del tren. Probablemente le reconocerá enseguida.
En ese momento la máquina se colocaba delante de los coches, y debo confesar que se asemejaba mucho más a un demonio mecánico que nos conduciría a las regiones infernales que a un artilugio laudable para llevarnos a la Ciudad Celestial. En la parte superior se sentó un personaje casi envuelto en humo y llamas que, no se asuste el lector, parecían brotar de su boca y su estómago, tanto como del abdomen soldado de la máquina.
—¿Me engañan mis ojos? —pregunté—. ¿Qué demonios es eso? ¿Un ser vivo? ¡Si es así, es el hermano de la máquina sobre la que cabalga!
—¡Bah, bah, qué obtuso es usted! —contestó el señor Smooth-it-away con una risa cordial—. ¿Es que no conoce a Apolíon, el viejo enemigo de los cristianos, con los que libró tan fiera batalla en el Valle de la Humillación? Fue él quien hizo la máquina; y le hemos reconciliado con la costumbre de ir de peregrinaje, contratándole como maquinista jefe.
—¡Bravo, bravo! —exclamé con irreprimible entusiasmo—. Esto muestra la liberalidad de la época; esto prueba, más que cualquier otra cosa, que todos los prejuicios rancios están en el camino justo para ser eliminados. ¡Y cómo se regocija el cristiano al enterarse de esa feliz transformación de su antiguo antagonista! Me será muy placentero informar sobre él cuando lleguemos a la Ciudad Celestial.
Sentados cómodamente todos los pasajeros, empezamos a traquetear alegremente consiguiendo en diez minutos una distancia probablemente mayor de la que un cristiano recorría a pie penosamente en un día entero. Era de risa cuando miramos, por así decirlo, a la cola de un rayo, observar a dos polvorientos caminantes con el antiguo traje de peregrino, con la concha y el cayado, los rollos místicos de pergamino en las manos y la carga intolerable sobre la espalda. La obstinación con la que esos honestos hermanos persistían en gemir y dar traspiés por un camino difícil en lugar de aprovecharse de las mejoras modernas, provocó gran alegría entre nuestros hermanos más sabios.
Saludamos a los dos peregrinos con muchas agradables pullas y un estruendo de risas; y ellos nos miraron con semblantes tan tristes y absurdamente compasivos que nuestra alegría se hizo diez veces más estrepitosa. Apollon participó también cordialmente en la broma, y se esforzó por lanzar el humo y las llamas de la máquina, o de su propia respiración, hacia sus rostros, envolviéndoles en una atmósfera de vapor ardiente. Estas pequeñas bromas nos divertían enormemente, y sin duda dieron a los peregrinos la gratificación de que pudieran considerarse mártires.
A cierta distancia del ferrocarril el señor Smooth-it-away señaló hacia un edificio grande y antiguo que dijo era una taberna que antiguamente había sido un famoso lugar de reposo para peregrinos. En el libro del camino de Bunyan se menciona como la Casa del Intérprete.
—Hacía tiempo que tenía curiosidad por visitar esa casa —comenté yo.
—No es una de nuestras paradas, tal como advertirá —contestó mi compañero—.El tabernero se opuso violentamente al ferrocarril; y es normal que lo hiciera, pues la vía dejó a un lado su negocio privándole con seguridad de todos sus clientes famosos.
Pero el sendero sigue pasando junto a su puerta, y el anciano caballero recibe de vez en cuando la llamada de algún viajero simple al que entretiene con comidas tan anticuadas como él mismo. Antes de que nuestra conversación sobre ese tema llegara a una conclusión, pasamos junto al lugar en el que la carga del cristiano cayó de sus hombros ante la vista de la Cruz. Ello sirvió como tema para que el señor Smooth-it-away, el señor Live-forthe-world, el señor Hide-sin-in-the-heart, el señor Scaly-conscience y un grupo de caballeros procedentes de la ciudad de Shun-repentance, disertaran largamente sobre las inestimables ventajas resultantes de la seguridad de nuestro equipaje.
Yo mismo, y en realidad todos los pasajeros, nos mostramos totalmente unánimes con esa opinión acerca del asunto; pues nuestras cargas eran ricas en muchas cosas que se consideraban preciosas en todo el mundo; y especialmente cada uno de nosotros poseía una gran variedad de Hábitos favoritos, que confiábamos no estarían de moda ni siquiera en los círculos más elevados de la Ciudad Celestial. Habría sido un triste espectáculo ver toda esa serie de valiosos artículos cayendo en el sepulcro. Y así, conversando acerca de las circunstancias favorables de nuestra posición, en comparación con las de los peregrinos del pasado y los de mente estrecha del día de hoy, nos encontramos pronto al pie de la Colina de la Dificultad. A través del corazón mismo de esta montaña rocosa se había abierto un túnel de admirable arquitectura, con un elevado arco y una espaciosa doble vía; por tanto, a menos que la tierra y las rocas se desmoronaran, sería un monumento eterno a la habilidad y capacidad emprendedora del constructor.
Es una gran ventaja, aunque no resulte esencial, el que los materiales del corazón de la Colina de la Dificultad se hayan empleado para rellenar el Valle de la Humillación, evitando así la necesidad de descender a ese desagradable e insano agujero.
—Es una mejora ciertamente maravillosa —comenté yo—. Pero me habría alegrado tener la oportunidad de visitar el Palacio Hermoso, y ser presentado a las encantadores y jóvenes damas —la señorita Prudencia, la señorita Piedad y la señorita Caridad, y todas las demás—, que tienen la amabilidad de entretener allí a los peregrinos.
—¡Jóvenes damas! —exclamó el señor Smooth-it-away en cuanto la risa le dejó hablar—. ¡Y encantadoras! Vaya, mi querido amigo, son doncellas viejas todas y cada una de ellas: estiradas, almidonadas, secas y angulosas; y me atrevería a decir que ninguna de ellas ha cambiado tanto como la moda de sus vestidos desde la época del peregrinaje cristiano.
—Ah, bien, entonces podemos pasar muy bien de conocerlas —contesté muy reconfortado.
El respetable Apollon estaba soltando ahora vapor a una velocidad prodigiosa, deseoso quizás de liberarse de los recuerdos desagradables relacionados con la zona en la que había tenido el desastroso encuentro con el cristiano. Consultando el libro de viajes del señor Bunyan, comprendí que debíamos estar ahora a pocos kilómetros del Valle de la Sombra de la Muerte, a cuya triste región llegaríamos, a la velocidad que llevábamos, mucho antes de lo que parecía deseable. En realidad no esperaba nada mejor que encontrarme con el arroyo por un lado y el cenagal por el otro; pero al comunicar mis aprensiones al señor Smooth-it-away, me aseguró éste que las dificultades de ese paso, incluso en sus peores condiciones, se habían exagerado mucho, y que dado el actual estado de mejoras podía considerarme tan seguro como en cualquier otro ferrocarril de la cristiandad.
Mientras así hablábamos, el tren penetró en ese temible valle. Aunque me confieso culpable de algunas absurdas palpitaciones del corazón mientras recorríamos presurosamente la calzada allí construida, sería sin embargo injusto no mencionar encomiásticamente la audacia de su concepción original y el ingenio de quienes la ejecutaron. Asimismo era gratificante observar cuánto cuidado se había puesto en deshacer la oscuridad permanente compensando la falta de la alegre luz del sol, pues ni un solo rayo de ésta penetraba nunca entre aquellas terribles sombras. Para ello, el gas inflamable que sale en abundancia del suelo se recogía por medio de tuberías que comunicaban con una cuádruple fila de lámparas a lo largo del todo el conducto.
Por tanto, se había obtenido resplandor incluso de la maldición sulfurosa que hay permanentemente en el valle: aunque era un brillo dañino para los ojos, y que producía cierta confusión, tal como descubrí por los cambios que producía en el rostro de mis compañeros. A este respecto, y en comparación con la luz diurna natural, se da la misma diferencia que entre la verdad y la falsedad; pero si el lector ha recorrido alguna vez ese Valle Oscuro, habrá aprendido a agradecer cualquier luz que pudiera conseguir; y si no la lograba del cielo que hay arriba, era mejor obtenerla del condenado suelo que tenía debajo. Tan rojo era el brillo de esas lámparas que parecían construir paredes de fuego a ambos lados del camino, entre las cuales avanzábamos a la velocidad del rayo al tiempo que un trueno reverberante llenaba con sus ecos el valle. De haberse salido la máquina de la vía —una catástrofe, se susurraba, que no carecía de precedentes—, sin duda nos habría recibido el pozo sin fondo, si es que existía tal lugar.
Precisamente cuando algunas tonterías tenebrosas de esta naturaleza habían hecho estremecer mi corazón, escuché un grito tremendo que recorrió a toda velocidad el valle como si mil diablos hubieran reventado sus pulmones para lanzarlo, pero que simplemente resultó ser el silbido de la máquina al llegar a una parada.
El lugar en el que acabábamos de detenemos es el mismo que nuestro amiga Bunyan —un hombre sincero, pero infectado de muchas ideas fantásticas— había designado, en términos más claros de lo que a mí me gustaría repetir, como la boca de la región infernal. Debía tratarse sin embargo de un error, por cuanto que el señor Smooth-it-away, mientras permanecíamos en la caverna misteriosa y cubierta de humo, aprovechó la ocasión para demostrar que Tophet no tenía ni siquiera una existencia metafórica. Nos aseguró que ese lugar no es otro que el cráter de un volcán casi extinguido en el que los directores habían establecido forjas para la fabricación del hierro de las vías.
Por tanto se obtiene allí abundante suministro de combustible para el uso de las máquinas. Quienquiera que hubiera contemplado la tenebrosa oscuridad de la ancha boca de la caverna, por la que de vez en cuando brotaban enormes lenguas de llamas oscuras, y hubiera visto los monstruos , extraños y formados a medias, y hubiera tenido visiones de los rostros horrible mente grotescos que parecía formar el humo, y hubiera escuchado los murmullos terribles, y los gritos, y los susurros profundos y estremecedores de las explosiones, que a veces tomaban la forma de palabras casi articuladas, habría aceptado tan de buena gana como nosotros la consoladora explicación del señor Smooth-it-away. Además, los habitantes de la caverna eran personajes desagradables, oscuros, tiznados por el humo, generalmente deformes, con pies desfigurados, y un brillo rojizo oscuro en los ojos, como si sus corazones hubieran apresado el fuego y lo estuvieran lanzando por las ventanas superiores.
Me sorprendió, considerándolo una peculiaridad, el que los trabajadores de la forja y los que llevaban el combustible a la máquina cuando empezaron a respirar soltaran claramente humo por la boca y la nariz.
Entre los ociosos que deambulaban por el tren, casi todos dando bocanadas a cigarros que habían encendido en la llama del cráter, me sorprendió encontrar a varios que estaba yo seguro de que ya antes habían ido por ferrocarril a la Ciudad Celestial. Parecían oscuros, salvajes y cubiertos de humo, y se asemejaban singularmente a los habitantes nativos que, también ellos, tenían una desagradable inclinación a las pullas y muecas maliciosas, por cuya costumbre se les había quedado una contorsión del rostro.
Como había hablado ya con una de esas personas —un tipo indolente que no servía para nada y respondía al nombre de Take-it-easy—, le llamé y le pregunté que a qué se dedicaba allí.
—¿No partió usted hacia la Ciudad Celestial? —pregunté.
—Eso es un hecho —contestó el señor Take-it-easy lanzando descuidadamente una bocanada de humo a mis ojos—. Pero escuché unos relatos tan malos acerca del lugar que jamás me esforcé por subir la colina sobre la que se levanta la ciudad. Allí no hay negocios, no hay diversión, no hay nada que beber y no dejan fumar, y suena música de iglesia desde la mañana hasta la noche. No me quedaría en un lugar así ni aunque me ofrecieran gratis casa y comida.
—Pero mi buen señor Take-it-easy —dije yo—. ¿Por qué ha fijado aquí su residencia, de entre todos los lugares del mundo?
—Ah —respondió el gandul sonriendo—. Es un lugar muy caluroso, me he encontrado con muchísimos viejos amigos, y en general el lugar me conviene. Espero verle regresar pronto. Y le deseo un viaje agradable.
Mientras así me hablaba, sonó la campana de la máquina y partimos velozmente dejando algunos pasajeros y sin coger a ninguno nuevo. Traqueteando valle adelante, nos deslumbró como antes el fuerte resplandor de las lámparas de gas. Pero a veces, en la oscuridad del brillo intenso, unos rostros ceñudos que tenían el aspecto y la expresión de los pecados individuales, o las pasiones malignas, parecían traspasar el velo de luz, nos contemplaban y extendían una mano grande y oscura, como si pretendieran retrasar nuestro avance. Casi llegué a pensar que se trataba de mis propios pecados que me atraían hacia allí. En realidad se trataba sólo de caprichos de la imaginación, simples engaños de los que sinceramente debía avergonzarme; pero a lo largo de todo el Valle Oscuro fui atormentado, acosado y tristemente confundido por el mismo tipo de ensoñaciones. Los gases mefíticos de esa región intoxicaban el cerebro.
Sin embargo, cuando la luz del día natural empezó a luchar con el brillo de los faroles, esas imágenes vanas perdieron su viveza y acabaron por desaparecer con el primer rayo de sol que nos iluminó en cuanto salimos del Valle de la Sombra de la Muerte. Y cuando habían recorrido ya dos kilómetros casi habría podido jurar que todo aquel recorrido tenebroso no era más que un sueño.
Tal como dice John Bunyan, al final del valle hay una caverna en la que habitaban en su tiempo dos gigantes crueles, Pope y Pagan, quienes habían cubierto el suelo de su residencia con los huesos de los peregrinos masacrados. Ya no están allí esos viles y viejos trogloditas; pero en su cueva abandonada hay otro gigante terrible que se dedica a lanzarse sobre los viajeros honestos y engordarlos, para servirlos luego en su mesa, con abundantes comidas de humo, niebla, luz de luna, patatas crudas y serrín.
Es alemán de nacimiento, y recibe el nombre de Gigante Trascendentalista; pero en cuanto a su forma, rasgos, sustancia y naturaleza general, la principal peculiaridad de este bellaco enorme es que ni él mismo ha sabido describirse ni nadie ha conseguido hacerlo por él. Mientras cruzamos la boca de la caverna, pudimos vislumbrarlo velozmente y tenía un aspecto semejante a una figura mal proporcionada, aunque todavía se parecía mucho más a un montón de niebla y oscuridad. Nos gritó, pero con una fraseología tan extraña que no sabíamos lo que quería decir, ni siquiera si se sentía animado o asustado.
Al final del día el tren penetró estruendosamente en la antigua ciudad de Vanidad, donde la Feria de las Vanidades sigue siendo muy próspera y muestra un resumen de todo lo que hay de brillante, alegre y fascinante bajo el sol. Como me proponía quedarme allí un tiempo considerable, me gratificó saber que no existe ya la falta de armonía entre los habitantes de la ciudad y los peregrinos, que impulsaba a los primeros a medidas tan lamentablemente erróneas como la persecución de los cristianos y el martirio de los fieles.
Por el contrario, como el nuevo ferrocarril ha traído con él un importante comercio y una entrada constante de extranjeros, el señor de la Feria de las Vanidades es su primer patrón, y los capitalistas de la ciudad se encuentran entre los accionistas más importantes. Muchos pasajeros se detienen por motivos de placer o negocios en la feria, en lugar de seguir avanzando hacia la Ciudad Celestial. Y lo cierto es que son tales los encantos del lugar que la gente suele afirmar que es el verdadero y único cielo; resueltamente afirman que no hay otro, que los que buscan más allá no son más que soñadores, y que aunque el fabuloso brillo de la Ciudad Celestial estuviera un kilómetro más allá de las puertas de Vanidad, ni siquiera entonces serían tan estúpidos como para ir allí. Sin suscribir esos encomios quizás exagerados, puedo afirmar sinceramente que mi estancia en la ciudad fue muy agradable, y mi relación con sus habitantes me produjo gran diversión e instrucción.
Siendo por naturaleza de disposición seria, dirigí mi atención hacia las ventajas sólidas que se derivarían de residir allí, en lugar de a los placeres efervescentes que son el objetivo principal de muchos visitantes. El lector cristiano que no tenga ningún relato de la ciudad posterior a la época de Bunyan se sorprenderá de oír que casi todas las calles tienen su iglesia, y que en ningún lugar se respeta más a los reverendos clérigos que en la Feria de las Vanidades. Y bien que merecen tan honorable estima, pues las máximas de sabiduría y virtud que salen de sus labios proceden de una profunda fuente espiritual y tienden a un objetivo religioso tan elevado como el de los más sabios filósofos de la antigüedad.
Como justificación de esta gran alabanza sólo necesito mencionar los nombres del reverendo señor Shallow-deep, el reverendo señor Stumbleat-truth, ese hermoso personaje clerical que es el reverendo señor This-to-day, que espera traspasar pronto su público al reverendo señor That-tomorrow; junto con el reverendo señor Bewilderment, y reverendo señor Clog-the-spirit, y por último el más grande, el reverendo doctor Wind-of-doctrine. Los trabajos de estos teólogos eminentes son impulsados por los de innumerables conferenciantes que difunden una profundidad tan diversa en todos los temas de la ciencia humana o celestial que cualquier hombre puede conseguir una erudición total sin ni siquiera tomarse el trabajo de aprender a leer. De esta manera la literatura se vuelve etérea asumiendo como medio la voz humana; y el conocimiento, al depositar todas sus partículas más pesadas, salvo sin duda el oro, se exhala en un sonido que penetra después en los oídos siempre abiertos de la comunidad. Estos métodos ingeniosos forman una especie de maquinaria mediante al cual el pensamiento y el estudio pasan a cada persona sin que ésta oponga el más ligero inconveniente.
Existe otra especie de máquina para la manufactura sana de la moralidad individual. La sociedad obtiene estos resultados excelentes en todo tipo de propósitos virtuosos, para lo que un hombre simplemente tiene que conectarse con los demás arrojando por así decirlo su cuota de virtud a la cantidad común, y el presidente y los directores se ocuparán de que se aplique bien la suma total. Éstas y otras muchas mejoras maravillosas en la ética, la religión y la literatura las entendí claramente gracias al ingenio del señor Smooth-it-away, lo que me inspiró una gran admiración por la Feria de las Vanidades.
En una época de panfletos llenaría un volumen si me dedicara a registrar todas las observaciones que hice en esa gran capital del placer y los negocios humanos. Había una gama ilimitada de la sociedad —el poderoso, el sabio, el ingenioso y el famoso en todas las posiciones de la vida; príncipes, presidentes, poetas, generales, artistas, actores y filántropos—, todos los cuales ponían su propio mercado en la feria, y no consideraban que esos bienes que atraían su fantasía tuvieran un precio exorbitante.
Aunque uno no pensara en comprar o vender, era una buena idea pasear despacio por los bazares y observar los diversos movimientos que se producían.
Pensé que algunos de los compradores hacían tratos realmente estúpidos. Por ejemplo, un joven que había heredado una fortuna espléndida gastó una parte considerable de ésta en la compra de enfermedades, y empleó finalmente el resto de su dinero en un gran lote de arrepentimiento y un traje de andrajos. Una joven muy hermosa cambió un corazón tan claro como el cristal, que le parecía su posesión más valiosa, por otra joya del mismo tipo, pero tan gastada y con tan poco brillo que no parecía en absoluto valiosa. En una tienda había muchas grandes coronas de laurel y mirto que deseaban comprar con urgencia soldados, autores, estadistas y otras personas diversas; algunos pagaban esas guirnaldas insignificantes con su vida, otros con una laboriosa servidumbre de muchos años, y muchos sacrificaban lo que les era más valioso y sin embargo al final se quedaban sin la corona.
Había una especie de acción o vale, llamado Conciencia, del que existía una gran demanda y servía para comprar casi cualquier cosa. Ciertamente muy pocos bienes de alto precio podían obtenerse sin pagar una fuerte suma con esa moneda particular, y los negocios de un hombre raras veces resultaban muy lucrativos a menos que supiera con exactitud cuándo y cómo meter en el mercado su provisión de conciencia. Sin embargo, como esta acción era lo único que tenía un valor permanente, quien se separara de ella podía estar seguro de perder a la larga. Algunas de las especulaciones tenían un carácter cuestionable. Ocasionalmente, un miembro del Congreso restablecía su bolsa con la venta de sus electores; y se aseguraba que funcionarios públicos habían vendido con frecuencia el país a precios muy moderados. Eran miles los que vendían su felicidad por un capricho. Las cadenas de oro tenían gran demanda, y se compraban a costa casi de cualquier sacrificio.
Y en verdad los que de acuerdo con el viejo refrán deseaban vender cualquier cosa valiosa por una canción encontraban compradores en toda la Feria; y había innumerables platos de lentejas bien calientes para los que querían vender su derecho de primogenitura. Sin embargo había algunos artículos que no podían encontrarse en estado auténtico en la Feria de las Vanidades. Si un cliente deseaba renovar su porción de juventud, los tratantes le ofrecían unos dientes postizos y una peluca de color castaño rojizo; y si quería paz mental, le recomendaban opio o una botella de brandy.
Terrenos y mansiones doradas situados en la Ciudad Celestial se cambiaban a menudo, muy desventajosamente, por unos años de alquiler de pequeños e inadecuados apartamentos en la Feria de las Vanidades. El propio Príncipe Belcebú estaba muy interesado por este tipo de tráfico, y a veces condescendía a entrometerse en asuntos menores. En una ocasión tuve el placer de verle negociar el alma a un avaro, y tras muchas e ingeniosas escaramuzas por ambos lados su alteza consiguió obtenerla por el valor de seis peniques. Con una sonrisa, el príncipe comentó que había perdido en la transacción.
Día tras día, mientras caminaba por las calles de Vanidad, mis maneras y porte se fueron asemejando más y más a los de los habitantes. El lugar empezó a parecerme mi hogar; casi llegó a borrarse de mi mente la idea de proseguir mi viaje hacia la Ciudad Celestial. Sin embargo, me lo recordó el ver a la misma pareja de peregrinos simples de quienes tanto nos habíamos reído cuando Apollon lanzó humo y vapor a sus rostros al comienzo de nuestro viaje. Allí estaban ellos, en medio del denso bullicio de Vanidad; los tratantes les ofrecían su púrpura y sus más finas telas y joyas, los hombres de ingenio y humor se burlaban de ellos, un par de rollizas damas se los comían con los ojos, y el benevolente señor Smoothit-away les susurraba parte de su sabiduría, señalándoles un templo recién levantado; pero allí estaban esos hombres dignos y simples que hacían que todo pareciera salvaje y monstruoso simplemente porque con tenacidad se negaban a tomar parte en sus negocios o placeres.
Uno de ellos —su nombre era Stick-to-the-right- supongo que percibió en mi rostro una especie de simpatía, casi de admiración, que con gran sorpresa por mi parte no podía dejar de sentir por esta pragmática pareja. Ello le impulsó a dirigirse a mí.
—Señor, ¿se considera usted un peregrino? —preguntó con una voz triste, pero al mismo tiempo suave y amable.
—Así es, mi derecho a esa apelación es indudable —contesté—. Simplemente paso una temporada aquí, en la Feria de las Vanidades, pero me dirijo a la Ciudad Celestial en el nuevo ferrocarril.
—Ay, amigo, le aseguro, y le suplico que reciba la verdad que hay en mis palabras, que todo el asunto no es más que una burbuja. Podría viajar en él toda la vida, y vivir mil años, y nunca llegaría más allá de los límites de la Feria de las Vanidades. Sí, aunque creyera estar entrando por las puertas de la ciudad bendita, no sería otra cosa que un engaño miserable.
—El Señor de la Ciudad Celestial se ha negado y se negará siempre a conceder un acta de incorporación a este ferrocarril —empezó a decir el otro peregrino, cuyo nombre era señor Foot-it-to-heaven-. Y a menos que se obtenga ese acta, ningún pasajero tendrá nunca la esperanza de entrar en sus dominios. Y por ello todo hombre que compre un billete debe poner en sus cuentas que ha perdido el dinero, que es el valor de su propia alma.
—¡Bah, tonterías! —exclamó el señor Smooth-it-away cogiéndome del brazo y alejándome de ellos—. Esos hombres deberían ser acusados de calumnias. Si la ley siguiera siendo lo que fue en la Feria de las Vanidades, los veríamos gesticular a través de los barrotes de hierro de las ventanas de la prisión.
Ese incidente produjo una considerable impresión en mi mente, y con otras circunstancias contribuyó a indisponerme hacia una residencia permanente en la ciudad de Vanidad; aunque desde luego no era lo bastante simple como para abandonar mi plan original de deslizarme cómoda y fácilmente por el ferrocarril. Aun así, cada vez estaba más ansioso por irme. Había algo extraño que me turbaba. Entre las ocupaciones o diversiones de la Feria, nada había más común que el que una persona que podía estar en una fiesta, teatro o iglesia, o traficando en busca de riqueza y honores, o haciendo cualquier otra cosa, y por muy inoportuna que fuera la interrupción —desapareciera repentinamente como una burbuja de jabón y nunca lo volvieran a ver sus amigos—; y tan acostumbrados estaban éstos a esos pequeños accidentes que seguían con sus asuntos tan tranquilamente como si no hubiera pasado nada. Pero a mí me parecía de otro modo.
Finalmente, tras residir bastante tiempo en la Feria, reanudé mi viaje hacia la Ciudad Celestial, llevando todavía a mi lado al señor Smooth-it-away. A escasa distancia de los barrios residenciales de Vanidad, pasamos junto a la antigua mina de plata, que Demas fue el primero en descubrir y que ahora se trabaja con grandes beneficios, pues proporciona casi todas las monedas acuñadas en el mundo. Un poco más lejos estaba el lugar en el que la esposa de Lot se quedó para siempre con el semblante de una columna de sal. Desde entonces los viajeros curiosos se han ido llevando pequeños trozos. Si todos los pesares fueran castigados tan rigurosamente como lo fueron los de esta pobre dama, mi deseo de los placeres abandonados en la Feria de las Vanidades podría haber producido un cambio similar en mi sustancia corporal, dejándome como advertencia para peregrinos futuros.
El siguiente objeto notable era un edificio grande construido con piedra cubierta de musgo, pero con un estilo arquitectónico moderno y aéreo. La máquina se detuvo cerca de él emitiendo el habitual y tremendo grito.
—Éste era antiguamente el castillo del temido gigante Desesperación —comentó el señor Smooth-it-away—. Pero desde su muerte el señor Flimsy-faith lo ha reparado, y dirige allí una excelente casa de entretenimientos. Es una de nuestras paradas. —Parece unido de manera muy ligera —comenté yo observando los muros gruesos pero frágiles—. No envidio su morada al señor Flimsy-faith. Algún día se caerá sobre las cabezas de sus ocupantes.
—En todo caso nosotros escaparemos —comento el señor Smooth-it-away—, pues Apolíon está lanzando vapor otra vez.
El camino se sumergía ahora en una garganta de los Montes Delectables, y atravesaba el campo en el que en épocas anteriores vagaban los cielos tropezando con las tumbas. Una de esas lápidas antiguas había sido lanzada en mitad del camino por una persona maliciosa, haciendo que el tren diera un salto terrible. Arriba, en el lado escabroso de una montaña, vi una puerta de hierro oxidado, cubierta a medias por arbustos y plantas trepadoras, por cuyas grietas salía humo.
—¿Es ésa la puerta de la ladera que aseguran los pastores cristianos era un atajo al infierno? —pregunté.
—Ésa era una broma de los pastores —contestó sonriendo el señor Smoothit-away —. No es ni más ni menos que la puerta de una caverna que utilizan para preparar jamones ahumados.
Mi recuerdo del viaje se vuelve durante un trecho oscuro y confuso porque me sobrecogió una somnolencia singular debida al hecho de que estábamos pasando por un terreno encantado cuyo aire estimula la disposición al sueño. Desperté sin embargo en cuanto cruzamos las fronteras de la agradable tierra Beulah. Todos los pasajeros se frotaban los ojos, comparaban la horade sus relojes y se felicitaban unos a otros por la perspectiva de llegar tan a tiempo al final del viaje. Las dulces brisas de este clima feliz eran refrescantes en nuestra nariz; contemplábamos los chorros brillantes de las fuentes plateadas, teniendo por encima árboles de hermoso follaje y frutos deliciosos, que se habían propagado mediante injertos de los jardines celestiales.
En una ocasión, mientras avanzábamos como un huracán hubo un aleteo y vimos la brillante aparición de un ángel en el aire que velozmente acudía a realizar alguna misión celestial. La máquina anunció ahora la proximidad de la estación término con un último y horrible grito, en el cual parecía poder distinguirse todo tipo de lamentación y dolor, y la acerva fiereza de la cólera, mezclado todo con la risa salvaje de un diablo o un loco. A lo largo de todo el viaje, en cada parada, Apollon había ejercitado su ingenio lanzando los sonidos más abominables por el silbato de la máquina de vapor; pero en este esfuerzo final se superó a sí mismo y creó un estruendo infernal que, además de turbar a los pacíficos habitantes de Beulah, debió enviar sus discordancias incluso más allá de las puertas celestiales.
Mientras el horrible clamor seguía resonando en nuestros oídos, escuchamos una melodía jubilosa, como si mil instrumentos de música, con altura, profundidad y dulzura en sus tonos, al mismo tiempo tierna y triunfal, sonara al unísono para saludar a algún héroe ilustre que llegaba, que había combatido por el bien y obtenido una victoria gloriosa, e iba a dejar a un lado para siempre sus armas magulladas. Mirando para saber cuál sería el motivo de esa alegre armonía, al bajar del coche vi que una multitud de seres brillantes se había reunido al otro lado del río para dar la bienvenida a los dos peregrinos pobres, que emergían ahora de las profundidades. Eran los mismos a quienes Apollon y nosotros habíamos perseguido con mofas, pullas y vapor ardiente al comienzo del viaje; los mismos cuyo aspecto nada terrenal y palabras impresionantes habían agitado mi conciencia en medio de las ensoñaciones desbocadas de la Feria de las Vanidades.
—Es sorprendente lo bien que han llegado esos hombres —grité al señor Smoothit- away—. Me gustaría que estuviéramos seguros de ser recibidos igualmente.
—¡No tema, no tema! —respondió mi amigo—. Vamos, apresurémonos; la barca nos llevará directamente y en tres minutos estará al otro lado del río. Sin duda encontrará algún coche que le suba hasta las puertas de la ciudad.
Un barco de vapor, la última mejora en esta importante ruta, estaba a la orilla del río lanzando humo, piafando y emitiendo todo tipo de sonidos desagradables que indicaban que iba a partir de inmediato. Subí rápidamente a bordo con el resto de los pasajeros, la mayoría de los cuales estaban muy perturbados: algunos se desgañitaban preguntando por su equipaje; algunos se arrancaban los cabellos exclamando que el barco explotaría o se hundiría; otros estaban ya pálidos por el movimiento de la corriente; algunos contemplaban asustados el mal aspecto del timonel; y otros seguían adormilados por la influencia de la Tierra Encantada. Al mirar hacia la orilla, me sorprendió ver al señor Smooth-it-away agitando la mano en señal de despedida.
—¿No va a la Ciudad Celestial? —le pregunté.
—¡Oh, no! —respondió con una sonrisa extraña y esa misma desagradable contorsión del rostro que había observado en los habitantes del Valle Oscuro—. ¡Oh, no! He llegado hasta aquí sólo por lo agradable de su compañía. ¡Adiós! Volveremos a encontramos.
Y entonces mi excelente amigo el señor Smooth-it-away lanzó una carcajada en medio de la cual salió de su boca y nariz una corona de humo, mientras un centelleo de llamas horripilantes salía de cada uno de sus ojos demostrando, de manera indudable, que su corazón era una llama rojiza. ¡Qué demonio tan insolente! Negar la existencia de Tophet cuando sentía sus crueles torturas rabiando dentro de su pecho.
Corrí al lado del barco intentando arrojarme a la orilla; pero las ruedas, al empezar a girar, arrojaron sobre mí una espuma tan fría —tan mortalmente fría, con ese frío que no abandonará nunca esas aguas hasta que la Muerte se ahogue en su propio río—, que con un estremecimiento y un temblor del corazón desperté. ¡Gracias al cielo sólo había sido un sueño!
Nathaniel Hawthorne (1804-1864)
Relatos góticos. I Relatos de Nathaniel Hawthorne.
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El análisis y resumen del cuento de Nathaniel Hawthorne: El ferrocarril celestial (The Celestial Railroad), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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