«La hija de Rappaccini»: Nathaniel Hawthorne; relato y análisis


«La hija de Rappaccini»: Nathaniel Hawthorne; relato y análisis.




La hija de Rappaccini (Rappaccini's Daughter) es un relato de terror del escritor norteamericano Nathaniel Hawthorne (1804-1894), publicado originalmente en la edición de diciembre de 1844 de la revista The United States Magazine and Democratic Review, y luego reeditado en la antología de 1846: Musgos de la vieja rectoría (Mosses from an Old Manse).

La hija de Rappaccini, uno de los grandes cuentos de Nathaniel Hawthorne, relata la historia de un científico loco: Giacomo Rappaccini, quien logra cultivar un jardín de plantas venenosas y, en el proceso, consigue que su hija, Beatrice, se vuelva resistente al veneno. El problema, en todo caso, es que la propia Beatrice se torna venenosa para los demás.

Se ha dicho que La hija de Rappaccini está inspirado en los antiguos mitos de la India, donde hembras ponzoñosas son capaces de envenenar el corazón de los hombres. Más allá de eso, es justo clasificar al cuento de Nathaniel Hawthorne entre los más importantes relatos botánicos de terror de todos los tiempos.

Un dato interesante, antes de pasar a la historia: La hija de Rapaccini comienza haciendo referencia a las obras de un tal Monsieur Aubépine, el cual es el propio Nathaniel Hawthorne. De hecho, la palabra francesa aubépine, «espino», es una traducción literal del apellido Hawthorne.

En este sentido, las misteriosas obras de Aubépine son, desde luego, traducciones al francés de los títulos de los relatos de Nathaniel Hawthorne: Contes deux fois racontés es Cuentos dos veces contados; Le Voyage céleste à chemin de fer es El ferrocarril celestial; Le Nouveau Père Adam et la Nouvelle Mère Eve es Los nuevos Adán y Eva; Rodéric ou le Serpent à l'estomac es Egoismo, o la serpiente del pecho; y L'Artiste du beau es El artista de lo bello.




La hija de Rappaccini.
Rappaccini's Daughter; Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

No recordamos haber visto ningún ejemplar traducido de las obras de Monsieur Aubépine: un hecho del que no hay que sorprenderse, pues hasta su nombre es desconocido para muchos de sus compatriotas, lo mismo que para el estudioso de la literatura extranjera.

Como autor parece ocupar una desafortunada posición entre los trascendentalistas (que bajo un nombre u otro tienen su parte en la literatura actual del mundo) y el gran cuerpo de hombres de pluma y tinta que se dirigen a los intelectuales y a las simpatías de la multitud. Si no era demasiado refinado, en todo caso era demasiado remoto, demasiado sombrío e insustancial en sus modos de desarrollo para convenir al gusto de los últimos, y al mismo tiempo era demasiado popular para satisfacer los requisitos espirituales o metafísicos de los primeros, por lo que necesariamente tenía que encontrarse sin público, salvo aquí y allá un individuo o posiblemente una camarilla aislada.

Para hacerles justicia, digamos que sus escritos no carecen totalmente de fantasía y originalidad; podrían haberle merecido mayor fama de no ser por un inveterado amor a la alegoría que puede investir sus tramas y personajes con el aspecto de las escenas y gentes de las nubes, privando de calidez humana a sus concepciones. Sus ficciones son a veces históricas, a veces del día de hoy, y a veces, por lo que hemos podido descubrir, hacen poca o ninguna referencia al tiempo o el espacio.

En cualquier caso, en general se contenta con un ligerísimo bordado de maneras externas —la falsificación más débil posible de la vida real— y se esfuerza por crear interés mediante alguna peculiaridad menos obvia del tema. Ocasionalmente un aliento de la Naturaleza, una gota de lluvia de lo patético y lo tierno, o un brillo de humor se abren camino en medio de su imaginación fantástica y nos hacen sentir como si después de todo estuviéramos todavía dentro de los límites de nuestra tierra nativa.

Añadiremos sólo a esta breve noticia que las producciones de M. de l'Aubépine, si el lector acierta a tomarlas exactamente desde el punto de vista apropiado, pueden hacer pasar una hora de ocio tan divertidamente como las de un hombre más brillante; de no ser por ello, difícilmente dejarían de parecer excesivamente absurdas.

Nuestro autor es voluminoso: sigue escribiendo y publicando con una prolijidad infatigable y digna de alabanza, como si sus esfuerzos se vieran coronados por el éxito brillante que con tanta justicia acompaña a las obras de Eugene Sue. Su primera aparición fue una colección de historias en una larga serie de volúmenes titulada Contes deux fois racontés. Los títulos de algunas de sus obras más; recientes (citamos de memoria) son los siguientes: Le voyage céleste à chemin, de fer, tres tomos, 1838; Le nouveau père Adam y la nouvelle mère Eve, dos' tomos, 1839; Roderic; ou le serpent à l'estomac, dos tomos, 1840; Le culte du feu, un volumen en folio de investigación laboriosa de la religión y el ritual de los antiguos gabaros persas, publicado en 1841; La soirée du châteaux en Espagne, un tomo, ocho volúmenes, 1842; y La artiste du beau; ou le papillon mécanique, cinco tomos, en cuarto, 1843.

Nuestra búsqueda algo fatigosa de este notable catálogo de volúmenes ha dejado atrás cierta simpatía y afecto personales, aunque en absoluto admiración, hacia M. de l' Aubépine; y de buena gana haríamos lo poco que nos es posible para introducirle favorablemente al público americano. El siguiente relato es una traducción de su Beatrice; ou la belle empoisonneuse, recientemente publicado en la Revue antiaristocratique. Esta publicación, editada por el Conde de Bearhaven, durante algunos años ha dirigido la defensa de los principios liberales y derechos populares con una fidelidad y capacidad dignas de toda alabanza.

Hace mucho tiempo un hombre joven llamado Giovanni Guasconti vino de la región más meridional de Italia para proseguir sus estudios en la Universidad de Padua. Giovanni, que sólo tenía una escasa provisión de ducados de oro en su bolsa, se alojó en una cámara alta y oscura de un viejo edificio que no parecía indigno de haber sido la residencia de un noble de Padua, y que de hecho exhibía sobre su entrada el escudo de armas de una familia desaparecida hacía mucho tiempo. El joven extranjero, que no carecía de estudios sobre el gran poema de su país, recordó que uno de los antepasados de esa familia, quizás un ocupante de esa misma mansión, había sido descrito por Dante como participante en las agonías inmortales de su Inferno. Esos recuerdos y asociaciones, junto con la tendencia a la congoja natural en un joven que por primera vez salía de su esfera natal, hicieron que Giovanni suspirara profundamente al contemplar a su alrededor la estancia desolada y mal amueblada.

—¡Por la Santa Virgen, señor! —exclamó la anciana dama Lisabetta, quien ganada por la notable belleza del joven se esforzaba amablemente por dar a la cámara un aire habitable—. ¿Qué suspiro es ése que se ha escapado del corazón de un hombre joven? ¿Le parece triste esta antigua mansión? Entonces, por amor al cielo, saque la cabeza por la ventana y verá un sol tan brillante como el que dejó en Nápoles.

Guasconti hizo mecánicamente lo que le aconsejó la anciana, pero no pudo estar totalmente de acuerdo con ella en que el sol de Padua fuera tan alegre como el de la Italia meridional. Sin embargo, el caso era que daba sobre un jardín que había bajo la ventana y empleaba sus influencias favorecedoras sobre una variedad de plantas que parecían haber sido cultivadas con enorme cuidado.

—¿Pertenece a la casa este jardín? —preguntó Giovanni.

—Que el cielo lo impida, señor, a menos que fructificara en hierbas de cocina mejores que las que ahí crecen ahora —respondió la anciana Lisabetta—. No, ese jardín lo cultiva con sus propias manos el señor Giacomo Rappaccini, el famoso doctor, del que le aseguro han oído hablar de él hasta en Nápoles. Se dice que destila estas plantas en medicinas tan potentes como un encantamiento. Con frecuencia verá trabajando al señor doctor, y quizás también a la señorita, su hija, recogiendo las extrañas flores que crecen en el jardín.

La anciana había hecho ya todo lo que podía por el aspecto de la cámara; y encomendando al joven a la protección de los santos, se despidió. Giovanni no encontró mejor ocupación que la de contemplar el jardín que había bajo su ventana. Juzgó, por su apariencia, que era uno de esos jardines botánicos que existieron en Padua mucho antes que en cualquier otro lugar de Italia o del mundo.

Ahora bien, no era improbable que hubiera sido en otro tiempo el lugar placentero de una familia opulenta; pues en el centro estaban las ruinas de una fuente de mármol, esculpida con raro arte, pero tan tristemente destrozada que entre el caos de fragmentos restantes era imposible encontrar el diseño original. Sin embargo el agua seguía brotando y centelleando bajo los rayos del sol tan alegremente como siempre. Un ligero sonido de gorgoteo ascendía hasta la ventana del joven y le hacía sentir como si la fuente fuera un espíritu inmortal que cantara su canción incesantemente y sin preocuparse por las vicisitudes que la rodeaban, encarnándose un siglo en el mármol y esparciendo otro los adornos perecederos sobre el suelo.

En el estanque al que iban a dar las aguas crecían diversas plantas que parecían necesitar abundante humedad para nutrir sus gigantescas hojas, y en algunos casos flores magníficas y vistosas. En particular había un matorral que brotaba en un jarrón de mármol situado en mitad del estanque que daba abundantes flores moradas, cada una de las cuales tenía el brillo y la riqueza de una gema; y el conjunto mostraba tal esplendor que parecía suficiente para iluminar el jardín aunque no hubiera habido sol. Cada porción del suelo estaba poblada de plantas y hierbas que, aunque menos hermosas, seguían mostrando señales de un cuidado asiduo, como si todas tuvieran sus virtudes propias, conocidas por la mente científica que las criaba.

Algunas estaban colocadas en urnas, ricas por las tallas antiguas, y otras en macetas comunes; algunas reptaban serpenteantes por el suelo o se subían hacia lo alto, utilizando cualquier medio de ascenso que se les ofreciera. Una planta se había enroscado alrededor de una estatua de Vertumnus, que por ello había quedado totalmente oculta y envuelta en una pañería de follaje colgante, tan felizmente dispuesto que habría servido como estudio a un escultor.

Mientras Giovanni permanecía en la ventana escuchó un crujido tras una pantalla de hojas y con ello se dio cuenta de que había una persona trabajando en el jardín. Ésta se dio pronto a ver, mostrando que no era un trabajador común, sino un hombre alto, demacrado, cetrino y de aspecto enfermizo, vestido con la túnica negra de un estudioso. Había traspasado la edad media de la vida, tenía el cabello cano, una barba rala y gris y un rostro singularmente marcado por el intelecto y el cultivo, pero que nunca, ni siquiera en sus días más juveniles, debió expresar excesiva calidez del corazón.

Nada podía superar la intensidad con la que este jardinero científico examinaba cada mata que crecía en su camino: parecía como si estuviera contemplando su naturaleza más interior, haciendo observaciones respecto a su esencia creativa y descubriendo el motivo de que una hoja creciera de esta forma y otra de aquélla, y por qué aquellas flores diferían entre sí mismas en cuanto al tono y el perfume. Sin embargo, a pesar de esa comprensión profunda, no parecía existir intimidad entre él y aquellos seres vegetales. Por el contrario, evitaba tocar las plantas realmente, o inhalar directamente sus olores, con una precaución que impresionó desagradablemente a Giovanni; pues la conducta del hombre era la de aquél que camina entre influencias malignas, como animales salvajes, serpientes mortales o espíritus malvados, que si les concediera un solo momento de permiso descargarían sobre él alguna fatalidad terrible.

Provocaba en la imaginación del joven un miedo extraño ver ese aire de inseguridad en una persona que cultivaba un jardín, el más simple e inocente de los trabajos humanos, y que había sido al mismo tiempo la alegría y el trabajo de los padres de la raza que no habían caído. ¿Era entonces ese jardín el Edén del mundo presente? ¿Y este hombre, con esa percepción del daño de lo que sus propias manos hacían crecer, era él Adán?

El desconfiado jardinero, mientras apartaba las hojas muertas o podaba el crecimiento excesivo de los matorrales, protegía sus manos con un par de gruesos guantes. No eran éstos su única armadura. Cuando paseando por el jardín llegó junto a una planta magnífica que dejaba colgar sus gemas moradas al lado de la fuente de mármol, se colocó una especie de máscara sobre la boca y la nariz, como si aquella hermosura ocultara una malicia mortal; pero considerando aun así que su tarea era demasiado peligrosa, retrocedió, se quitó la máscara y con la voz fuerte, pero de una persona enferma y afectada de un mal interior, gritó:

—¡Beatrice! ¡Beatrice!

—Aquí estoy, padre mío, ¿qué deseas? —gritó una voz rica y juvenil desde la ventana de la casa de enfrente; una voz tan rica como el anochecer tropical, y que hizo que Giovanni, aunque no sabía por qué, pensara en los tonos profundos del morado o el carmesí, y en perfumes muy deleitosos—. ¿Estás en el jardín?

—Sí, Beatrice, y necesito tu ayuda —respondió el jardinero.

Enseguida salió por una puerta esculpida una joven ataviada con tanta riqueza del gusto como la más espléndida de las flores, hermosa como el día, y con una lozanía tan profunda y viva que un poco más de tono hubiera resultado excesivo. Parecía abundar en ella la vida, la salud y la energía; pero todos estos atributos estaban por así decirlo atados y comprimidos, y tensamente ceñidos en su abundancia, por su zona virginal.

Pero la imaginación de Giovanni debió entristecerse mientras contemplaba el jardín, pues la impresión que la hermosa desconocida causó en él fue como si hubiera allí otra flor, la hermana humana de las vegetales, tan hermosa como ellas, más hermosa que la más rica de ellas, pero que sólo podía tocársela con un guante, que no podía acercarse uno a ella sin una máscara. Cuando Beatrice recorrió el sendero del jardín resultó visible que tocaba e inhalaba el aroma de varias plantas que su padre había evitado diligentemente.

—Ven aquí, Beatrice —dijo este último—. Fíjate cuántas necesarias tareas exige nuestro principal tesoro. Pero como estoy tan agotado podría pagar con la vida el castigo de acercarme tanto como las circunstancias lo exigen. Temo por tanto que esta planta deba quedar exclusivamente a tu cargo.

—Y alegremente me encargaré de ello —respondió la joven de nuevo con su rico tono, tras lo cual se inclinó hacia la magnífica planta abriendo los brazos como si fuera a abrazarla—. Sí, hermana mía, esplendor mío, será tarea de Beatrice alimentarte y servirte; y tú la recompensarás con tus besos y tu aliento perfumado, que para ella es como el aliento de la vida.

Entonces, con toda la ternura de actitud que de manera tan notable había expresado en sus palabras, prodigó a la planta todas las atenciones que parecía necesitar; y Giovanni, desde su alta ventana, se frotó los ojos dudando casi de si era una joven que atendía a su flor favorita o una hermana que afectuosamente cumplía sus deberes con otra. La escena acabó pronto. Bien porque el doctor Rappaccini había terminado sus trabajos en el jardín, o porque su mirada vigilante había captado el rostro del desconocido, cogió del brazo a su hija y se retiraron.

Ya se estaba acercando la noche; oprimentes exhalaciones parecían brotar de las plantas y subir hasta la ventana abierta; y Giovanni, cerrando la reja, fue hasta su cama y soñó con una rica flor y una hermosa joven. Flor y doncella eran distintas, y sin embargo iguales, y cada una de las formas parecía cargada con un extraño peligro.

Pero hay una influencia en la luz de la mañana que tiende a rectificar cualquier error de la fantasía, o incluso del juicio, en el que hayamos incurrido durante la puesta de sol, entre las sombras de la noche, o con el brillo menos saludable de la luna. El primer movimiento de Giovanni al despertar del sueño fue abrir la ventana y contemplar el jardín que tan fértil de misterios había vuelto sus sueños. Se sintió sorprendido, y hasta un poco avergonzado, al descubrir que era algo real y factual bajo los primeros rayos del sol que doraban las gotas de rocío que colgaban de las hojas y las flores, y que aunque daba un brillo mayor a cada flor rara lo situaba todo dentro de los límites de la experiencia ordinaria.

El joven se regocijó de que en el corazón de la desértica ciudad hubiera tenido el privilegio de poder dominar aquella zona de vegetación encantadora y abundante. Se dijo a sí mismo que le serviría de lenguaje simbólico para mantenerse en comunión con la Naturaleza. Cierto que en esos momentos no podía ver ni al enfermizo y agotado doctor Giacomo Rappaccini ni a su brillante hija; por tanto Giovanni no podía determinar hasta qué punto la singularidad que atribuía a ambos se debía a las propias cualidades de éstos o al trabajo excesivo de su propia fantasía; pero se sentía inclinado a examinar todo el asunto desde una perspectiva más racional.

En el curso del día presentó sus respetos al señor Pietro Baglioni, profesor de medicina en la Universidad, médico de fama eminente, para quien Giovanni llevaba una carta de presentación. El profesor era un perpodríamos considerar joviales. Invitó a cenar al joven y se mostró muy agradable por la libertad y viveza de su conversación, sobre todo tras calentarse con uno o dos frascos de vino de la Toscana. Giovanni, comprendiendo que los hombres de ciencia que habitan la misma ciudad por necesidad deben mantenerse en términos de familiaridad, aprovechó una oportunidad para mencionar el nombre del doctor Rappaccini. Pero el profesor no respondió con tanta cordialidad como el joven había previsto.

—A un maestro en el arte divino de la medicina le correspondería conceder las debidas y merecidas alabanzas a un médico de tan eminente habilidad como Rappaccini —dijo el profesor Pietro Baglioni como respuesta a la pregunta de Giovanni —. Pero por otra parte respondería escasamente a mi conciencia si permitiera que un joven digno como usted, señor Giovanni, hijo de un antiguo amigo, recibiera ideas erróneas respecto a un hombre que en el futuro podría llegar a tener vuestra vida y muerte en sus manos. La verdad es que nuestro venerado doctor Rappaccini tiene tanta ciencia como cualquier miembro de la facultad —quizás con una sola excepción— en Padua o en toda Italia; pero existen ciertas objeciones graves a su carácter profesional.

—¿Y cuáles son ésas? —preguntó el joven.

—¿Es que mi amigo Giovanni tiene alguna enfermedad del cuerpo o el corazón, que tan inquisitivo se muestra acerca de los médicos? —preguntó el profesor con una sonrisa—. Pues en cuanto a Rappaccini, se dice de él —y yo, que conozco bien al hombre, puedo responder que es cierto— que se preocupa infinitamente más por la ciencia que por la humanidad. Sus pacientes sólo le interesan como sujetos de nuevos experimentos. Sacrificaría la vida humana, la suya entre todas las demás, o cualquiera que le fuera más querida, para añadir un solo grano de mostaza al gran montón de su conocimiento acumulado.

—Me temo entonces que es un hombre realmente horrible —observó Guasconti recordando mentalmente el aspecto frío y puramente intelectual de Rappaccini—. Y sin embargo, venerable profesor, ¿no es un espíritu noble? ¿Hay muchos hombres capaces de un amor tan espiritual por la ciencia?

—Que Dios no lo permita —respondió el profesor con cierto enojo—. Al menos si no adoptan visiones más sensatas del arte curativo que las de Rappaccini. Es su teoría que todas las virtudes medicinales están comprimidas dentro de esas sustancias que denominamos venenos vegetales. Las cultiva con sus propias manos, y se dice incluso que ha producido nuevas variedades de veneno más horriblemente nocivos que con los que la Naturaleza, sin la ayuda de esa ilustrada persona, habría asolado nunca al mundo. Es innegable que con esas peligrosas sustancias el señor doctor hace menos daño del que cabría esperar. Debe reconocerse que de vez en cuando ha efectuado, o ha parecido efectuar, una curación maravillosa; pero para que sepa mi opinión personal, señor Giovanni, debería recibir menor fama por esos casos de éxito —que probablemente han sido obra del azar—, y debería pedírsele estrictamente cuentas por sus fracasos, que deberían ser considerados justamente como obra suya.

El joven habría recibido con mayor tolerancia las opiniones de Baglioni de haber sabido que desde hacía tiempo existía un enfrentamiento profesional entre éste y el doctor Rappaccini, y que generalmente se pensaba que el último le llevaba ventaja. Si el lector se siente inclinado a juzgar por sí mismo, le remitimos a ciertos tratados de letra negra escritos por ambas partes y que se conservan en el departamento de medicina de la Universidad de Padua.

—No sé, mi sapientísimo profesor —replicó Giovanni tras meditar sobre lo que se había dicho acerca del interés exclusivo de Rappaccini por la ciencia—. No sé hasta qué punto ese médico puede amar su arte; pero seguramente hay algo que le es más querido. Tiene una hija.

—¡Vaya! —exclamó el profesor echándose a reír—. Así que ahora queda al descubierto el secreto de nuestro amigo Giovanni. Ha oído hablar usted de esa hija por laque están locos todos los hombres jóvenes de Padua, aunque ni media docena de ellos han tenido nunca el afortunado lance de ver su rostro. Poco sé de la señora Beatrice salvo que se cuenta que Rappaccini la ha instruido profundamente en su ciencia, y que joven y bella como la fama cuenta que es, está cualificada ya para ocupar la silla de un profesor. ¡Quizás su padre la destine a la mía! Otros rumores absurdos hay que no merecen que se hable de ellos ni se los escuche. Así que ahora, señor Giovanni, bébase su copa de lacrima.

Guasconti regresó a su alojamiento algo excitado por el vino que había bebido y que hacía que su cerebro se sumergiera en fantasías extrañas relacionadas con el doctor Rappaccini y la hermosa Beatrice. En el camino, acertando a pasar junto a una floristería, compró un ramo de flores frescas.

Tras subir a su estancia se sentó cerca de la ventana, pero en la zona de sombra que producía el muro, por lo que podía contemplar el jardín con poco riesgo de ser descubierto. Todo lo que había bajo su vista era soledad. Las extrañas plantas se solazaban al sol, y de vez en cuando asentían suavemente unas a otras, como reconociendo la simpatía y afinidad mutuas. En medio, junto a la fuente derruida, crecía el matorral magnífico en el que se arracimaban las gemas moradas; brillaban en el aire y volvían a relucir en las profundidades del estanque, que parecía así abundar en la radiación coloreada de los ricos reflejos que se sumergían en él.

Como hemos dicho, al principio el jardín estaba en soledad. Sin embargo, enseguida —tal como Giovanni había a medias esperado y a medias temido que sucediera— apareció una figura bajo la antigua puerta esculpida que descendió entre las filas de plantas inhalando sus diversos perfumes como si ella misma fuera uno de esos seres de la antigua fábula clásica que vivían de las dulces fragancias. Al contemplar de nuevo a Beatrice, el joven se sobresaltó incluso al darse cuenta de que la belleza de ésta excedía con mucho la que él recordaba. Tan brillante y vivo era su carácter que relucía en medio de la luz del sol, y como Giovanni susurró para sí mismo, iluminaba los intervalos más sombríos del sendero del jardín.

El rostro de la joven quedaba ahora más al descubierto que en la ocasión anterior, sorprendiendo a Giovanni su expresión de simplicidad y dulzura: cualidades que no habían entrado en la idea que se había hecho del carácter de la joven, y que hicieron que volviera a preguntarse qué tipo de mortal sería ella. No dejó tampoco de observar, o imaginar, una analogía entre la hermosa joven y el exuberante matorral que dejaba colgar sus flores, como gemas, sobre la fuente: un parecido que Beatrice parecía haberse permitido potenciar con un humor fantástico, tanto en la disposición de su vestido como en la selección de sus tonos.

Al acercarse al matorral abrió los brazos como movidos por un ardor apasionado y abarcó las ramas en un abrazo íntimo, tan íntimo que los rasgos de la joven quedaron ocultos por las hojas y sus bucles dorados se entremezclaron con las flores.

—Dame tu aliento, hermana mía —exclamó Beatrice—, pues con el aire común pierdo el conocimiento. Y dame esta flor tuya que separo con suaves dedos del tallo y coloco junto a mi corazón.

Al decir esas palabras, la hermosa hija de Rappaccini cogió una de las flores más ricas del matorral y fue a prendérsela en su pecho. Y entonces sucedió un incidente singular a no ser que los sentidos de Giovanni se hallaran confundidos por el vino que había ingerido. Un pequeño reptil de color anaranjado, de la especie del lagarto o el camaleón, acertó a deslizarse por el camino a los pies de Beatrice. A Giovanni le pareció —aunque dada la distancia desde la que estaba mirando difícilmente podía haber visto algo tan pequeño— que una gota o dos de humedad del tallo partido de la flor cayeron sobre la cabeza del lagarto.

Por un instante el reptil se contorsionó violentamente y luego quedó inmóvil bajo el sol. Beatrice observó el notable fenómeno y se santiguó, tristemente, pero sin sorpresa; no vaciló por ello en colocarse sobre el pecho la flor fatal.

Allí se sonrojó, brillando casi con el efecto resplandeciente de una piedra preciosa, añadiendo a su vestido y aspecto el encantamiento apropiado que ninguna otra cosa en el mundo le habría podido proporcionar. Giovanni, saliendo de la sombra de su ventana, se inclinó hacia adelante y retrocedió, murmuró y tembló.

—¿Estoy despierto? ¿Tengo mis sentidos? —dijo para sí mismo—. ¿Qué es a este ser? ¿Debo decir que es hermosa o inexpresablemente terrible?

Beatrice paseaba descuidadamente por el jardín, y se fue acercando cada vez más hacia la ventana de Giovanni, por lo que éste se vio obligado a sacar la cabeza de donde la ocultaba para gratificar la curiosidad intensa y dolorosa que ella le producía. En ese momento entró por encima del muro del jardín un hermoso insecto; posiblemente había vagado por la ciudad, y no había encontrado flores ni verdor entre las antiguas moradas de los hombres hasta que los potentes perfumes de los matorrales del doctor Rappaccini le atrajeron desde lejos.

Sin posarse en las flores, aquella luminosidad alada dio la impresión de ser atraída por Beatrice, por lo que se quedó en el aire aleteando por encima de su cabeza. Lo que sucedió entonces no pudo ser sino la consecuencia de que a Giovanni Guasconti le engañaban sus ojos. Pero en todo caso imaginó que mientras Beatrice miraba el insecto con placer infantil, éste se desvaneció y cayó a sus pies; sus alas brillantes se estremecieron; estaba muerto: sin ninguna causa que Giovanni pudiera discernir, a no ser que fuera la atmósfera del aliento de la joven.

Beatrice volvió a santiguarse y suspiró con fuerza mientras se inclinaba sobre el insecto muerto.

Un movimiento impulsivo de Giovanni atrajo la mirada de Beatrice hacia la ventana. Contempló en ella la hermosa cabeza del joven —más una cabeza griega que italiana, de rasgos hermosos y regulares, y de rizos de color oro brillante— que la miraba como un ser suspendido en mitad del aire. Sin darse cuenta apenas de lo que hacía, Giovanni le arrojó el ramo de flores que hasta entonces había tenido en la mano.

—Señora, son flores puras y saludables —dijo él—. Llévelas en nombre de Giovanni Guasconti.

—Gracias, señor —contestó Beatrice con su voz sonora, que parecía brotar como notas musicales, y con una alegre expresión mitad infantil y mitad femenina—. Acepto su regalo, y lo recompensaría con esta preciosa flor morada; pero si se la arrojo en el aire, no llegará hasta usted. Así que el señor Guasconti deberá contentarse con mi agradecimiento.

Levantó ella el ramo desde el suelo y entonces, como avergonzada interiormente por haberse apartado de la reserva propia de una doncella para responder al saludo de un desconocido, cruzó el jardín velozmente en dirección a su casa. Aunque fueron breves los momentos hasta que ella estuvo a punto de desaparecer por la puerta esculpida, le pareció a Giovanni que su hermoso ramo empezaba ya a marchitarse en las manos de Beatrice. Fue un pensamiento absurdo; a tan gran distancia no había ninguna posibilidad de distinguir entre una flor fresca y otra marchita.

Durante muchos días, desde aquel incidente, el joven evitó la ventana que daba al jardín del doctor Rappaccini, como si su vista hubiera podido ser atacada por algo feo y monstruoso de haberse atrevido a mirar. Se daba cuenta de que, en cierta medida, se había colocado bajo la influencia de un poder incomprensible por la comunicación que había abierto con Beatrice. De haber estado su corazón en un verdadero peligro lo más prudente hubiera sido abandonar enseguida sus alojamientos, e incluso Padua; en orden de prudencia lo siguiente habría sido acostumbrarse, lo más posible, a la visión familiar de Beatrice a la luz del día: ello la colocaría rígida y sistemáticamente dentro de los límites de la experiencia ordinaria.

Y lo menos prudente de todo, aun evitando verla, sería que Giovanni permaneciera tan cerca de aquel ser extraordinario que la proximidad, incluso la posibilidad de una relación, dieran una especie de sustancia y realidad a las ensoñaciones desbocadas que su imaginación liberada producía continuamente. Guasconti no tenía un corazón profundo; o en todo caso su profundidad no había sido sondeada todavía; pero tenía una fantasía rápida y un ardiente temperamento meridional que a cada instante se levantaba hasta alcanzar una altura elevada y enfebrecida. Poseyera o no Beatrice esos atributos terribles, el aliento fatal, la afinidad con esas flores tan hermosas y mortales que indicaba lo que Giovanni había presenciado, al menos había instilado en su sistema un veneno cruel y sutil.

No era amor, aunque la gran belleza de la joven le enloquecía; no era horror, aunque imaginara él que el espíritu de Beatrice estuviera imbuido de la misma esencia fatal que parecía invadir su cuerpo físico; sino que era un resultado salvaje al mismo tiempo del amor y el horror en él instalados, y que el uno quemaba y el otro estremecía. No sabía Giovanni qué era lo que debía temer; menos todavía sabía qué podía esperar; pero esperanza y temor libraban una lucha continua en su pecho, alternativamente venciendo el uno al otro para empezar de nuevo y renovar la contienda. ¡Benditas sean todas las emociones simples, sean éstas oscuras o brillantes! Es la mezcla misteriosa de ambas lo que produce el brillo que ilumina las regiones infernales.

A veces intentaba mitigar la fiebre de su espíritu dando un rápido paseo por las calles de Padua, o incluso más allá de sus puertas: acordaba sus pasos con las palpitaciones de su cerebro, por lo que el paseo podía acelerarse convirtiéndose en una carrera. Un día le detuvieron; le cogió del brazo un personaje corpulento que se había dado la vuelta al reconocer al joven y que se había quedado casi sin aliento al perseguirle.

—¡Señor Giovanni! ¡Un momento, mi joven amigo! —gritó—. ¿Es que se ha olvidado de mí? Podría ser si hubiera cambiado yo tanto como usted.

Era Baglioni, a quien Giovanni había evitado desde su primer encuentro, pues temía que la sagacidad del profesor escudriñara profundamente en sus secretos.

Esforzándose por recuperarse, se quedó mirando desde su mundo interior hacia el exterior, y habló como un hombre que lo hace desde un sueño.

—Sí, soy Giovanni Guasconti. Usted es el profesor Pietro Baglioni. ¡Por favor, déjeme pasar!

—Aún no, aún no, señor Giovanni Guasconti —contestó sonriendo el profesor, al tiempo que escrutaba con una mirada seria al joven—. ¿Cómo? ¿Yo que crecí al lado de su padre voy a dejar que el hijo pase junto a mí como un desconocido por estas calles de Padua? Un momento, señor Giovanni, pues tenemos que cambiar una o dos palabras antes de despedimos.

—Hágalo velozmente entonces, mi venerado profesor, velozmente —replicó Giovanni con impaciencia febril—. ¿No se da cuenta su señoría de que voy apresurado? Mientras hablaba apareció en la calle un hombre vestido de negro, inclinado y que se movía débilmente, como una persona con escasa salud.

Su rostro era de un color amarillento y enfermizo, pero estaba tan invadido por una expresión de comprensión activa y penetrante que un observador podría fácilmente no haber tenido en cuenta los simples atributos físicos para ver tan sólo esa energía maravillosa. Al pasar esa persona intercambió un saludo frío y distante con Baglioni, aunque fijó la mirada en Giovanni con una intensidad que pareció extraer de él todo lo que mereciera la pena ser notado. Había sin embargo una quietud peculiar en la mirada, como si tuviera un simple interés especulativo, no humano, por el joven.

—¡Es el doctor Rappaccini! —susurró el profesor cuando el otro hubo pasado—. ¿Habías visto su rostro antes?

—No que yo sepa —contestó Giovanni sobresaltándose con aquel nombre.

—¡Pues él le ha visto! ¡Tiene que haberle visto! —contestó presuroso Baglioni—.Con algún fin, este hombre de ciencia le está estudiando. ¡Conozco esa mirada! Es la misma que ilumina fríamente su rostro cuando se inclina sobre un pájaro, un ratón o una mariposa que ha matado con el perfume de una flor al realizar algún experimento; una mirada tan profunda como la propia Naturaleza, pero sin el amor cálido de ésta. ¡Señor Giovanni, apuesto mi vida en ello, es usted el sujeto de uno de los experimentos de Rappaccini!

—¿Es que quiere burlarse de mí? —preguntó apasionadamente Giovanni—. Ése sería un experimento funesto, señor profesor.

—¡Paciencia, paciencia! —contestó imperturbable el profesor—. Le diré, mi pobre Giovanni, que Rappaccini tiene un interés científico por usted. ¡Ha caído usted en sus temibles manos! Y la señora Beatrice, ¿qué papel representa en este misterio?

Pero Guasconti se despidió allí mismo, pues le resultaba intolerable la pertinacia de Baglioni, y se marchó antes de que el profesor pudiera volver a retenerle por el brazo. Éste se quedó mirando con intensidad al joven, y sacudió la cabeza.

—No puedo permitirlo —dijo Baglioni para sí mismo—. El joven es hijo de mi viejo amigo y no sufrirá ningún daño del que puedan protegerle los secretos de la ciencia médica. Además, qué insufrible la impertinencia de Rappaccini al quitarme al muchacho de mis propias manos, podría decirlo así, y utilizarlo para sus experimentos infernales. ¡Esa hija suya! Habrá que vigilarla. ¡A lo mejor, mi sapientísimo Rappaccini, puedo frustrar sus intenciones donde menos lo espera!

Giovanni había proseguido entretanto su paseo circular, que finalmente le llevó ante la puerta de su casa. Al cruzar el umbral se encontró con la anciana Lisabetta, que sonreía afectadamente, y evidentemente deseaba atraer la atención del joven; en vano, sin embargo, pues la ebullición de los sentimientos de éste se había convertido momentáneamente en una vacuidad fría y apagada. Volvió sus ojos directamente al rostro marchito que se arrugaba tratando de convertirse en una sonrisa. Pero no pareció contemplarlo. Por ello la anciana dejó de sujetarle el abrigo.

—¡Señor, señor! —le susurró todavía con una amplia sonrisa en el rostro, que no parecía distinto de una grotesca talla de madera oscurecida por los siglos—. ¡Escuche, señor! ¡Hay una entrada privada al jardín!

—¿Cómo dice? —exclamó Giovanni dándose la vuelta rápidamente, como si algo inanimado hubiera empezado a tener una vida febril—. ¿Una entrada privada al jardín del doctor Rappaccini?

—¡Calle, calle! ¡No tan alto! —susurró Lisabetta llevando una mano a la boca del joven—. Sí, al jardín del excelentísimo doctor, donde podrá ver todas sus hermosas plantas. Muchos jóvenes de Padua darían oro para ser admitidos entre esas flores.

Giovanni puso una moneda de oro en su mano.

—Muéstreme el camino —dijo.

Cruzó su mente la sospecha, provocada probablemente por la conversación con Baglioni, de que esa mediación de Lisabetta quizás estuviera relacionada con la intriga, fuera ésta de la naturaleza que fuera, en la que el profesor parecía suponer que el doctor Rappaccini le estaba comprometiendo. Pero aunque esa sospecha inquietara a Giovanni, no bastó para detenerle. En el momento en que se dio cuenta de la posibilidad de acercarse a Beatrice, le pareció que hacerlo era una necesidad absoluta de su existencia.

No importaba que fuera ella ángel o demonio; él estaba irrevocablemente dentro de la esfera de ella, y debía obedecer la ley que le impulsaba hacia adelante en círculos, cada vez menores, hacia un resultado que no intentaba presagiar. Y sin embargo, aunque sea extraño decirlo, dudó de pronto si ese intenso interés por su parte no sería engañoso; como si fuera realmente de una naturaleza tan profunda y positiva que justificara el que él mismo se arrojara hasta colocarle en una posición cuyas consecuencias no podía calcular; si no sería simplemente la fantasía de un cerebro joven, sólo ligeramente conectada con su corazón...


Sigue leyendo la segunda parte de: «La hija de Rappaccini», de Nathaniel Hawthorne.




El análisis y resumen del cuento de Nathaniel Hawthorne: La hija de Rappaccini (Rappaccini's Daughter), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

Angélica dijo...

Soy estudiante de idiomas y este relato ha sido uno de los mas complejos de comprender en inglés para mi pero indudablemente es un relato bastante interesante. gracias por compartir



Lo más visto esta semana en El Espejo Gótico:

Análisis de «La pequeña habitación» de Madeline Yale Wynne.
Poema de Emily Dickinson.
Relatos de Edith Nesbit.


Paranormal.
Poema de Charlotte Mew.
Relato de Walter de la Mare.