La hija de Rappaccini: segunda parte.

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La Hija de Rappaccini.
Segunda parte.


Se detuvo, vaciló, casi se dio la vuelta, pero después siguió avanzando. Su anciana guía le condujo a lo largo de varios oscuros pasillos y finalmente abrió una puerta por la que entró la vista y el sonido de las hojas crujientes, con la luz del sol descompuesta brillando entre ellas. Giovanni entró, y abriéndose paso entre la maraña de un matorral que dejaba caer los zarcillos encima de la entrada oculta, se situó bajo su ventana, al aire libre en el jardín del doctor Rappaccini.

¡Con cuánta frecuencia sucede que cuando lo imposible pasa y los sueños han condensado su sustancia neblinosa en realidades tangibles, nos descubrimos tranquilos, incluso con un frío control de nosotros mismos, en circunstancias que de haberlas anticipado habrían provocado un delirio de gozo o agonía! Al destino le gusta frustrarnos de ese modo. La pasión elegirá su propio momento para entrar presurosa en escena, y permanece perezosamente atrás cuando la adecuada reunión de acontecimientos parecería invocar su aparición. Así le sucedía entonces a Giovanni. Un día tras otro le había latido el pulso con sangre enfebrecida ante la idea improbable de una entrevista con Beatrice, y de estar con ella, cara a cara, en ese mismo jardín, solazándose ante la luz solar oriental de su belleza, y extrayendo de la mirada de ella el misterio que él consideraba era el enigma de su existencia. Pero ahora había en su pecho una ecuanimidad singular e inoportuna. Miró a su alrededor, en el jardín, para descubrir si estaban allí Beatrice o su padre, y al darse cuenta de que estaba solo comenzó a observar críticamente las plantas.

Le desagradó el aspecto de todas y cada una de ellas; su vistosidad parecía salvaje, apasionada, incluso innatural. Apenas sí había una planta que un paseante al cruzar un bosque no se habría sorprendido de encontrar creciendo por sí misma, como si desde la espesura le hubiera mirado un rostro sobrenatural. Varias de ellas habrían desagradado a un instinto delicado por su apariencia de artificiosidad, indicativa de que había habido tal mezcla, y por así decirlo adulterio, de diversas especies vegetales que el producto ya no era obra de Dios, sino el descendiente monstruoso de la fantasía depravada del hombre, que sólo brillaba con una burla maligna de la belleza.

Probablemente eran resultado del experimento, que en uno o dos casos había logrado combinar plantas que individualmente eran atractivas en un compuesto que poseía el carácter cuestionable y ominoso que distinguía a todo lo que crecía en el jardín. En resumen, Giovanni sólo reconoció dos o tres plantas de la colección, y éstas eran de un tipo que él sabía bien que era venenoso. Mientras se hallaba atareado en esa contemplación escuchó el crujido de una prenda de seda, y al darse la vuelta contempló a Beatrice, que salía por la puerta esculpida.

Giovanni no había meditado acerca de cuál debía ser su conducta; si debía excusarse por haberse entrometido en el jardín, o suponer que estaba allí al menos con el permiso del doctor Rappaccini o su hija, o por deseo de uno de ellos; pero la actitud de Beatrice le hizo tranquilizarse, aunque fortaleció sus dudas acerca de los medios por los que había sido admitido. Ella se acercó por el camino y se y encontró con él cerca de la fuente rota. Había sorpresa en su rostro, pero animada por una expresión simple y amable de placer.

—Es usted un aficionado a las flores, señor —dijo Beatrice con una sonrisa, aludiendo al ramo que le había lanzado desde la ventana—. No es sorprendente por tanto que la vista de la rara colección de mi padre le haya tentado a verla más de cerca.
Si estuviera él aquí podría contarle muchos hechos extraños e interesantes acerca de la naturaleza y los hábitos de estas plantas; pues ha empleado una vida entera en esos estudios, y este jardín es su mundo.
—Y usted, señora —comentó Giovanni—, si la fama es cierta... también usted tiene una gran habilidad en las virtudes indicadas por estas ricas flores y perfumes especiados. Si se dignara a ser mi maestra demostraría ser un alumno más aplicado que si me enseñara el propio señor Rappaccini.
—¿Esos ociosos rumores corren? —preguntó Beatrice con la música de una agradable risa—. ¿Dice la gente que soy habilidosa en la ciencia de las plantas de mi padre? ¡Qué gran broma! No, aunque he crecido entre esas flores no conozco de ellas más que sus colores y perfumes; y creo que a veces me liberaría de buena gana incluso de ese pequeño conocimiento. Hay muchas flores aquí, y las hay que, no siendo las menos brillantes, me desagradan y ofenden cuando las veo. Pero señor, le ruego que no crea en esas historias sobre mi ciencia. No crea nada de mí que no vea con sus propios ojos.
—¿Y debo creer todo lo que he visto con mis ojos? —preguntó Giovanni
enfáticamente mientras retrocedía al recordar antiguas escenas—. No, señora, exige muy poco de mí. Ordéneme que no crea otra cosa que lo que sale de sus labios.
Dio la impresión de que Beatrice le había entendido. Un rubor profundo cubrió sus mejillas, pero miró directamente a Giovanni a los ojos y respondió a la mirada de inquieta sospecha de éste con una altivez de reina.
—Entonces así se lo ordeno, señor —contestó ella—. Olvide todo lo que pueda haber imaginado respecto a mí. Aunque sea cierto para los sentidos exteriores, seguirá siendo falso en su esencia; pero las palabras que salen de los labios de Beatrice Rappaccini son ciertas desde la profundidad del corazón hacia afuera. Ésas, puede creerlas.

Un fervor brilló en todo su aspecto e iluminó la conciencia de Giovanni como la propia luz de la verdad. Mientras ella hablaba había una fragancia en la atmósfera que la rodeaba, rica y deliciosa aunque evanescente, pero que el joven, por una desgana indefinible, apenas se atrevía a introducir en sus pulmones. Podía ser el olor de las flores. ¿Podía ser que el aliento de Beatrice embalsamaba sus palabras con una riqueza extraña, como si las hubiera empapado en su corazón?

Un desfallecimiento pasó como una sombra sobre Giovanni y se alejó; le pareció mirar a través de los ojos de la hermosa joven hasta su alma transparente, y ya no hubo más dudas ni miedos.
Desapareció el matiz de cólera que había dado color a la actitud de Beatrice; se volvió alegre y dio la impresión de extraer un placer puro de su comunión con el joven, no diferente al que habría sentido la doncella de una isla solitaria al conversar con un viajero procedente del mundo civilizado. Era evidente que su experiencia de la vida se había confinado a los límites de ese jardín. Habló entonces de asuntos tan simples como la luz del día o las nubes del verano, le hizo preguntas acerca de la ciudad, o la distante casa de Giovanni, sus amigos, su madre y sus hermanas; preguntas que indicaban tal apartamiento y tal falta de familiaridad con los modos y las formas que Giovanni le respondió como si lo hiciera con un niño. El espíritu de ella se vertió ante él como un fresco arroyo que estuviera viendo por primera vez la luz del sol y preguntándose por los reflejos de la tierra y el cielo que se precipitaban en su fondo. Había también pensamientos de una fuente profunda, y fantasías de un brillo semejante al de las gemas, como si entre las burbujas de la fuente centellearan hacia arriba diamantes y rubíes. Con frecuencia cruzaba la mente del joven una sensación de maravilla de que estuviera caminando al lado de ese ser que tanto había afectado a su imaginación, al que había idealizado con esos tonos de terror, en el que había presenciado claramente tales manifestaciones de terribles atributos... se maravillaba de que estuviera conversando con Beatrice como un hermano, y de encontrarla tan humana y virginal.

Pero tales reflexiones eran sólo momentáneas; el efecto del carácter de ella era demasiado real como para no familiarizarse enseguida con él. Habían estado paseando por el jardín en esa libre relación, y tras muchas vueltas por sus avenidas llegaron hasta la fuente en ruinas junto a la que crecía la magnífica planta con su tesoro de flores relucientes. Se difundía desde ella una fragancia que Giovanni reconoció idéntica a la que había atribuido al aliento de Beatrice, aunque incomparablemente más poderosa. Giovanni vio que en cuanto los ojos de Beatrice se posaron en la planta se apretó el pecho con la mano, como si de pronto el corazón le latiera dolorosamente.

—Por primera vez en mi vida te había olvidado —murmuró Beatrice dirigiéndose a la planta.
—Señora, le recuerdo que una vez me prometió recompensarme con una de esas gemas vivas por el ramo que tuve la feliz audacia de lanzar a sus pies —dijo Giovanni—. Permítame arrancarla ahora como recuerdo de esta entrevista.

Dio un paso hacia la planta con la mano extendida, pero Beatrice se abalanzó hacia él lanzando un grito que traspasó el corazón del joven como si fuera una daga. Cogió la mano de Giovanni y la apartó con toda la fuerza de su esbelta figura. El contacto emocionó a Giovanni a través de todas sus fibras.

—¡No la toque! —exclamó ella con voz agónica—. ¡Por su vida, no lo haga, es funesta!
Entonces, escondiendo el rostro, huyó de él y desapareció bajo la puerta esculpida. Mientras Giovanni la seguía con los ojos contempló la figura demacrada y la inteligencia pálida del doctor Rappaccini, que había estado observando la escena, aunque Giovanni no sabía desde hacía cuánto, desde las sombras de la entrada. En cuanto Guasconti estuvo a solas en su cama, la imagen de Beatrice regresó a sus apasionadas meditaciones investida con toda la magia de la que se había ido rodeando desde la primera vez que la vio, e imbuida también ahora con la calidez tierna de su feminidad juvenil. Era humana, su naturaleza estaba dotada con todas las cualidades amables y femeninas; era la más digna de ser venerada; y seguramente, por su parte, era capaz de las alturas y el heroísmo del amor. Aquellas prendas que hasta ahora él había considerado como prueba de una temible peculiaridad en su sistema moral y físico, o bien habían sido olvidadas o, por el sutil engaño de la pasión transmitido a una corona dorada de encantamiento, volvían a Beatrice más admirable por cuanto que era más única. Todo lo que hubiera considerado feo, ahora era hermoso; y si se sentía incapaz de tal cambio, desaparecía y se ocultaba entre aquellas informes ideas que pueblan la región oscura más allá de la luz diurna de nuestra conciencia perfecta. Así pasó la noche, sin dormirse hasta que el amanecer había empezado a despertar las flores dormidas del jardín del doctor Rappaccini, donde sin duda condujeron a Giovanni sus sueños. Se elevó el sol a su debido tiempo y, lanzando sus rayos sobre los párpados del joven, le despertó con una sensación dolorosa. Cuando estuvo bien despierto se dio cuenta de un dolor ardiente y cosquilleante en su mano, la mano derecha, la misma mano que había tocado Beatrice con la suya cuando estuvo a punto de arrancar una de las flores. En el dorso de esa mano tenía ahora una huella morada, como la de cuatro pequeños dedos, y la semejanza de un pulgar delgado en la muñeca.

Ay, qué tenaz es el amor; o incluso ese astuto parecido al amor que florece en la imaginación, sin que tenga raíces profundas en el corazón; ¡qué tenazmente mantiene la fe hasta que llega el momento en que se ve condenada a desaparecer en la delgada niebla! Giovanni envolvió la mano con un pañuelo y se preguntó qué le habría picado, olvidándose pronto del dolor en medio de una ensoñación con Beatrice. Tras la primera entrevista, una segunda era el resultado inevitable de lo que llamamos destino. Una tercera; una cuarta; y una reunión con Beatrice en el jardín no era ya un incidente en la vida diaria de Giovanni, sino el único espacio en el que podía decir que estaba vivo; pues la anticipación y el recuerdo de esa horade éxtasis constituían el resto del tiempo. No otra cosa le sucedía a la hija de Rappaccini. Ella aguardaba la aparición del joven y corría a su lado con una confianza tan carente de reservas como si hubieran sido compañeros de juego desde la primera infancia... y como si siguieran siéndolo todavía. Si por una casualidad inusitada dejaba él de presentarse en el momento designado, ella se quedaba bajo la ventana y enviaba hacia arriba la rica dulzura de sus tonos, que flotaban alrededor de Giovanni en su cámara y reverberaban y formaban ecos en su corazón: «¡Giovanni, Giovanni! ¿Por qué te retrasas? ¡Baja!» Y él bajaba presurosamente a ese edén de flores venenosas.

Pero, a pesar de toda esa familiaridad íntima, seguía habiendo una reserva en la conducta de Beatrice, sostenida con tanta rigidez e invariabilidad que la idea de infringirla apenas si cruzaba por la imaginación de Giovanni. Por todos los signos apreciables, se amaban; habían visto en los ojos del otro ese amor que transmite el secreto sagrado desde las profundidades de un alma hasta las profundidades de la otra, como si fuera demasiado sagrado para ser siquiera susurrado; incluso habían hablado de amor en esos arranques de pasión, cuando sus espíritus se lanzaban en un aliento articulado como lenguas de una llama largo tiempo oculta; y sin embargo no lo habían sellado con los labios, no se habían cogido de las manos, no se habían hecho ni la más ligera de esas caricias que el amor reclama y santifica. Él no había tocado nunca ni uno solo de los bucles relucientes de sus cabellos; el vestido de Beatrice jamás le había rozado a él movido por la brisa, tan notable era la barrera física existente entre los dos.

En las raras ocasiones en las que Giovanni pareció intentar traspasar el límite, Beatrice se puso tan triste, tan severa, y expresó además una mirada de tan desolada separación, estremeciéndose, que no hizo falta pronunciar ninguna palabra para apartarle. En esos momentos él se sobrecogía por las horribles sospechas que surgían, como monstruos, de las cavernas de su corazón, y le miraban al rostro; su amor menguaba y se deshacía como la niebla de la mañana, sólo sus dudas tenían sustancia. Pero cuando volvía a brillar el rostro de Beatrice tras la sombra momentánea, se transformaba de inmediato de ese ser misterioso y cuestionable al que él había contemplado con tanto temor y horror, volvía a ser la joven hermosa y sin sofisticación a la que el espíritu de Giovanni creía conocer con una certeza que estaba más allá de todo otro conocimiento.

Había pasado mucho tiempo desde el último encuentro de Giovanni con Baglioni. Pero una mañana aquél se vio desagradablemente sorprendido por una visita del profesor, en quien apenas había pensado durante varias semanas, y a quien de buena gana habría seguido olvidando mucho más. Entregado como había estado a una excitación que todo lo invadía, no podía tolerar compañía salvo a condición de que mostrara una simpatía absoluta con sus sentimientos presentes. Y no cabía esperar dicha simpatía del profesor Baglioni. El visitante charló descuidadamente durante unos momentos acerca de los rumores de la ciudad y de la Universidad, y después abordó otro tema.

—Últimamente he estado leyendo a un viejo autor clásico —dijo el profesor—, y he encontrado una historia que me ha interesado extrañamente. Es posible que la recuerde. Es la de un príncipe indio que envió una hermosa mujer como regalo a Alejandro Magno. Era tan encantadora como el amanecer, y tan exuberante como la puesta de sol; pero lo que la distinguía especialmente era un rico perfume en su aliento: más rico que el de un jardín de rosas persas. Alejandro, como era natural en un conquistador juvenil, se enamoró de esa magnífica extranjera nada más verla; pero acertando a estar presente un médico sabio descubrió en ella un secreto terrible.

—¿Y cuál era? —preguntó Giovanni bajando la mirada para evitar la del profesor.
—Que esa encantadora mujer había sido alimentada con venenos desde su nacimiento —siguió contando enfáticamente Baglioni—, hasta que su naturaleza entera se vio tan imbuida por ellos que ella misma se había convertido en el veneno más mortal que existía. El veneno era el elemento de su vida. Con ese rico perfume de su aliento, marchitaba el aire mismo. El amor a la joven habría sido venenoso' abrazarla, mortal. ¿No es una historia maravillosa?
—Una fábula infantil —respondió Giovanni mirándole nervioso desde s silla—.Me maravilla que su excelencia encuentre tiempo para leer esas tonterías entre sus estudios más serios.
—A propósito —añadió el profesor mirando con inquietud hacia el joven—. ¿Qué fragancia singular hay en su apartamento? ¿Es el perfume de sus guantes?' Es débil, pero deliciosa; y sin embargo, en absoluto agradable. Temo que si la respirara mucho tiempo enfermaría. Es como el perfume de una flor, aunque no, veo flores en la cámara.
—No hay ninguna —contestó Giovanni, que había ido palideciendo conforme: hablaba el profesor—. Y tampoco creo que haya fragancia alguna salvo en la imaginación de su excelencia. Los olores, por ser una especie de elemento combinado de lo sensual y lo espiritual, pueden engañarnos de ese modo. El recuerdo de, un perfume, simplemente la idea de él, puede tomarse erróneamente por una realidad.
—Cierto, pero mi imaginación sobria no suele hacerme esos trucos —contestó Baglioni—. Y si fuera a fantasear yo con algún olor, sería el de alguna vil droga: de boticario, de la que probablemente estarían imbuidos mis dedos. Nuestro amigo Rappaccini, tal como he oído, tinta sus medicamentos con olores más ricos que los de Arabia. Asimismo, sin duda, la hermosa e ilustrada señora Beatrice debe administrar a sus pacientes dosis tan dulces como el aliento de una doncella. ¡Pero' desdichado aquél que las tome!

El rostro de Giovanni evidenciaba muchas emociones enfrentadas. El tono con el que el profesor aludía a la pura y encantadora hija de Rappaccini era una tortura para su alma; sin embargo, la insinuación de una opinión sobre el carácter de la joven opuesta a la que él tenía daba claridad instantánea a mil sospechas oscuras que ahora se reían de él como múltiples demonios. De modo que se esforzó duramente por acallarlas y responder a Baglioni con la fe absoluta de un verdadero amante.

—Señor profesor —le dijo—. Fue usted amigo de mi padre, y quizás sea también su propósito representar un papel amigable para con su hijo. No puedo sentir hacia usted nada que no sea respeto y deferencia; pero le ruego que observe, señor, que hay un tema sobre el que no debemos hablar. No conoce usted a la señora Beatrice. No puede calcular por tanto el error, me atrevo incluso a decir la blasfemia, que se le hace a su carácter con una palabra ligera o injuriosa.
—¡Giovanni! ¡Mi pobre Giovanni! —respondió el profesor con una tranquila expresión de piedad—. Conozco a esa pobre joven mucho mejor que usted. Oirá la verdad respecto al envenenador Rappaccini y su venenosa hija; sí, tan venenosa como bella. Escuche, pues aunque hiciera violencia a mis cabellos grises, ello no me haría callar. Esa vieja fábula de la mujer india se ha hecho verdad merced a una ciencia profunda y mortal de Rappaccini en la persona de la encantadora Beatrice.

Giovanni gimió y escondió el rostro.
—Su padre —siguió diciendo Baglioni—, no se vio reprimido por el afecto natural de ofrecer a su hija, de esa manera horrible, como víctima de su loco amor por la ciencia; pues hagámosle justicia, es un hombre de ciencia tan auténtico como el que destiló nunca su propio corazón en un alambique. ¿Cuál, entonces, será su destino? Más allá de toda duda ha sido seleccionado usted como el material de un experimento nuevo. Quizás el resultado sea la muerte; quizás un destino más horrible todavía.

Rappaccini, teniendo ante su vista lo que él llama el interés por la ciencia, no vacilará ante nada.
—Es un sueño —murmuró Giovanni para sí—. Seguramente es un sueño.
—Pero alégrese, hijo de mi amigo —siguió diciendo el profesor—. Todavía no es demasiado tarde para ser rescatado. Posiblemente incluso consigamos todavía colocar a esa desgraciada hija dentro de los límites de la naturaleza ordinaria, de la que la ha apartado la locura del padre. ¡Contemple este pequeño frasco plateado! Fue forjado por las manos del famoso Benvenuto Cellini, y es digno de ser un regalo de amor para la dama más hermosa de Italia. Pero su contenido es más valioso. Un pequeño sorbo de este antídoto volvería inofensivo el veneno más virulento de los Borgia. No dude de que será eficaz contra los de Rappaccini. Entregue el jarro, y el precioso líquido que contiene, a su Beatrice, y aguardemos esperanzados el resultado.

Baglioni puso sobre la mesa un pequeño frasco de plata exquisitamente forjado y se retiró, dejando que lo que había dicho produjera su efecto en la mente del joven.

«Todavía venceremos a Rappaccini», pensó, sonriendo para sí, mientras descendía las escaleras. «Pero confesemos la verdad acerca de él, es un hombre maravilloso: un hombre verdaderamente maravilloso. Un vil empírico, sin embargo, en su práctica, que por tanto no debe ser tolerado por quienes respetan las buenas y viejas normas de la profesión médica».

Tal como ya dijimos, a lo largo de toda su relación con Beatrice, Giovanni se había visto acosado ocasionalmente por oscuras conjeturas acerca del carácter de aquélla; sin embargo la había sentido tan plenamente como una criatura simple, natural, afectiva y sin culpa, que la imagen que le había presentado el profesor Baglioni le parecía tan increíble y extraña como si no estuviera de acuerdo con su propia idea original. Cierto que había recuerdos horribles relacionados con las primeras veces que vislumbró a la hermosa joven; no se podía olvidar totalmente del ramo que se marchitó en sus manos, ni del insecto que pereció en el aire soleado, sin que hubiera ninguna causa visible salvo la fragancia del aliento de Beatrice. Sin embargo esos incidentes se disolvían en la luz pura del carácter de la joven, no tenían ya la eficacia de los hechos, sino que eran reconocidos como fantasías equívocas aunque parecieran poder ser substanciadas por el testimonio de los sentidos. Hay algo más cierto y real que lo que podemos ver con los ojos y tocar con los dedos. En esa evidencia mejor había fundamentado Giovanni su confianza en Beatrice, aunque más por la necesaria fuerza de los elevados atributos de ésta que por una fe profunda y generosa por parte de Giovanni. Pero ahora el espíritu de éste era incapaz de mantenerse a la altura a la que lo había elevado el primer entusiasmo de la pasión; cayó humillado entre las dudas terrenales, y manchó así el blanco puro de la imagen de Beatrice. No es que renunciara a ella; sólo que desconfiaba.

Decidió planear alguna prueba decisiva que le dejara satisfecho, de una vez por todas, acerca de si había esas peculiaridades terribles en la naturaleza física de Beatrice que suponía no podían existir sin alguna correspondiente monstruosidad del alma. Al mirar desde lejos, sus ojos podían haberle engañado respecto al lagarto, el insecto y las flores; pero si a la distancia de unos pasos pod contemplar que se marchitaba repentinamente una flor fresca y saludable en 1 manos de Beatrice, ya no habría lugar a más investigaciones. Con esa idea apresuró a la floristería y compró un ramo en el que brillaban todavía como gotas de rocío de la mañana.

Era la hora habitual de su conversación diaria con Beatrice. Antes de bajar jardín Giovanni no dejó de contemplarse en el espejo, una vanidad que era de esperar en un joven guapo, pero que al producirse en ese momento enfebrecido inquietud, era señal de cierta superficialidad del sentimiento y falta de sinceridad del carácter. Se contempló, sin embargo, y se dijo a sí mismo que sus rasgos nun habían tenido tanta gracia, ni sus ojos tanta vivacidad, ni había habido en su mejillas un tono tan cálido de abundancia de vida.

«Al menos su veneno no se ha insinuado todavía en mi sistema», pensó. «Ni soy una flor que perezca con su contacto.»
Con ese pensamiento volvió la vista hacia el ramo, que no había soltado. Un estremecimiento de indefinible horror cruzó su cuerpo al darse cuenta de que esas flores frescas empezaban ya a inclinarse; tenían el aspecto de las flores que sólo, ayer habían sido frescas y atractivas. Giovanni quedó tan blanco como el mármol y permaneció en pie e inmóvil ante el espejo, mirando su propio reflejo como la semejanza de algo temible. Se acordó del comentario de Baglioni acerca de la: fragancia que parecía invadir la estancia. ¡Debía ser el veneno de su propio aliento!, Y entonces se estremeció, se estremeció de sí mismo. Recuperándose del estupor, empezó a observar con curiosidad una araña que se atareaba en tejer su red desde la cornisa de la estancia, cruzando y volviendo a cruzar el ingenioso sistema de líneas entretejidas, con el vigor y la actividad de una araña colgada desde un antiguo techo. Giovanni se inclinó hacia el insecto y lanzó sobre él un suspiro profundo y largo. La araña dejó su tarea inmediatamente; la red vibró con un temblor que se, originaba en el cuerpo del pequeño artesano. De nuevo Giovanni envió su aliento, más profundo y más largo, imbuido con un sentimiento venenoso que surgía de su corazón: no sabía si lo hacía por perversidad, o sólo por desesperación. La araña, movió convulsamente sus patas y colgó muerta junto a la ventana.

—¡Desventurado de mí! —murmuró Giovanni dirigiéndose a sí mismo—. ¿Tan venenoso me he vuelto que este insecto ha perecido por mi aliento?
En ese momento ascendió flotando desde el jardín una voz dulce.
—¡Giovanni, Giovanni! ¡Ya ha pasado la hora! ¿Qué te retrasa? ¡Baja!
—Sí —volvió a murmurar Giovanni—. ¡Ella es el único ser a quien mi aliento no matará! ¡Ojalá fuera así!

Bajó corriendo y un instante después estaba ante los brillantes y amorosos ojos de Beatrice. Un momento antes su cólera y desesperación habían sido tan poderosas; que habría deseado marchitarla a ella con una mirada; pero con la presencia real de la joven venían influencias que tenían una existencia demasiado real para desprenderse de ellas: recuerdos del poder delicado y benigno de su naturaleza femenina, que tantas veces le había envuelto en una religiosa calma; recuerdos de sagradas y apasionadas efusiones del corazón de Beatrice, cuando la fuente pura'' había sido abierta en sus profundidades y se había vuelto visible, en su transparencia, para los ojos de la mente de Giovanni; recuerdos que si Giovanni hubiera sabido cómo apreciar, habrían hecho que se tranquilizara pensando que aquel horrible misterio no era más que una ilusión terrenal, y que con independencia de cuál fuera la niebla maligna que parecía reunirse alrededor de ella, la auténtica Beatrice era un ángel celestial. Pero aunque era incapaz de mantener una fe tan elevada, todavía la presencia de ella no había perdido totalmente la magia. La rabia de Giovanni se mitigó, convirtiéndose en una apagada insensibilidad. Beatrice, con un sentido espiritual rápido, comprendió inmediatamente que había un vacío de negrura entre ellos, que ni ella ni él podían traspasar. Pasearon juntos, tristes y silenciosos, y llegaron así a la fuente de mármol y al estanque de agua, en medio del cual crecía la planta que daba las flores parecidas a gemas. Giovanni se asustó del placer apremiante, podríamos decir del apetito, con el que se dio cuenta de que estaba inhalando la fragancia de las flores.

—Beatrice —preguntó abruptamente—. ¿De dónde procede esta planta?
—La creó mi padre —contestó ella con simplicidad.
—¿La creó? ¿Cómo que la creó? —repitió Giovanni—. ¿Qué quieres decir, Beatrice?
—Es un hombre que tiene un conocimiento terrible de los secretos de la Naturaleza —contestó Beatrice—. Y en el momento que yo respiré por primera vez, esta planta brotó del suelo, la hija de su ciencia y de su intelecto, mientras yo era su hija terrenal. ¡No te acerques a ella! —añadió viendo con terror que Giovanni estaba cada vez más cerca de la planta—. Tiene cualidades que ni tú podrías soñar. Pero yo, mi queridísimo Giovanni, crecí y florecí con la planta, y me alimenté de su aroma. Era mi hermana y la amaba con afecto humano. ¡Pero ay! ¿No lo habías sospechado? Existe un destino terrible.

En ese momento Giovanni la miró con el ceño fruncido y tan oscuramente que ella se detuvo y tembló. Pero la fe que tenía en la ternura del joven la tranquilizó, y se sonrojó por haber dudado un solo instante.

—Hay un destino terrible —siguió diciendo Beatrice—. El efecto del amor fatal de mi padre por la ciencia, que me apartó del contacto con todos los de mi especie. ¡Hasta que el cielo te envió a ti, mi querido Giovanni, qué sola estaba tu pobre Beatrice!
—¿Era un destino grave? —preguntó Giovanni fijando en ella los ojos.
—Sólo últimamente me di cuenta de lo grave que era —contestó ella con ternura—. Ay, sí, pero mi corazón era torpe, y por tanto estaba tranquilo.
La rabia de Giovanni rompió desde su oscuridad como un relámpago sale de una nube oscura.
—¡Maldición! —gritó él con cólera y desprecio venenosos—. ¡Y como la soledad te resultaba fatigosa, me has separado también de toda la calidez de la vida, llevándome a tu región de horror inexpresable!
—¡Giovanni! —exclamó Beatrice apartando sus grandes ojos brillantes del rostro del joven. La fuerza de las palabras de éste no se había abierto camino en la mente de Beatrice; estaba simplemente sobrecogida.
—¡Sí, ser venenoso! —repitió Giovanni para sí mismo con pasión—. ¡Tú lo has hecho! ¡Tú me has condenado! ¡Tú has llenado mis venas de veneno! ¡Tú me has hecho tan odioso, tan horrible, tan repugnante y mortal como tú misma, una horrible monstruosidad del mundo! ¡Pero si nuestro aliento, por fortuna, es tan fatal Para nosotros como para los demás, unamos los labios en un beso de odio inexpresable y muramos!
—¿Qué me ha sucedido? —murmuró Beatrice con un gemido bajo que le salía del corazón—. ¡Santa Virgen, ten piedad de mí, de una pobre niña con el corazón roto!
—Tú, ¿rezas tú? —gritó Giovanni, todavía con el mismo malvado desprecio—. Tus oraciones incluso, al salir de tus labios, tiñen de muerte la atmósfera. ¡Sí, sí, recemos! ¡Vayamos a la iglesia y sumerjamos los dedos en el agua bendita que hay junto a la puerta! ¡Los que vengan detrás de nosotros perecerán como por una peste! ¡Hagamos el signo de la cruz en el aire! ¡Estaremos esparciendo maldiciones con la semejanza de los símbolos sagrados!
—Giovanni —dijo Beatrice tranquilamente, pues su pena superaba a la pasión—.¿Por qué te unes a mí de esa manera con esas palabras terribles? Yo, es cierto, soy ese ser horrible que tú dices. Pero tú... ¿qué puedes hacer tú, salvo estremecerte ante mi horrible desgracia, salir del jardín y mezclarte con los de tu raza, olvidándote de que alguna vez se arrastró por la tierra un monstruo como la pobre Beatrice?
—¿Pretendes ignorancia? —preguntó Giovanni mirándola ceñudo—. ¡Fíjate! Este poder me lo ha traspasado la hija pura de Rappaccini.
Había un enjambre de insectos de verano aleteando por el aire en busca de la comida que prometían las olorosas flores del jardín fatal. Daban vueltas alrededor de la cabeza de Giovanni, evidentemente atraídos hacia él por la misma influencia que por un instante les había conducido a la esfera de otras plantas. Lanzó un suspiro entre ellos y sonrió amargamente a Beatrice mientras por lo menos veinte de los insectos caían muertos al suelo.
—¡Entiendo, entiendo! —gritó Beatrice—. ¡Es la ciencia fatal de mi padre! No, no, Giovanni. ¡No fui yo! ¡Nunca, nunca! Yo sólo soñaba con amarte y estar contigo algún tiempo, dejando luego que te marcharas y quedándome sólo con tu imagen en el corazón; pues créeme, Giovanni, aunque mi cuerpo haya sido alimentado con veneno, mi espíritu es una criatura de Dios, y sólo desea amor como alimento diario. Pero mi padre... él nos ha unido en esta simpatía fatal. Sí. ¡Recházame, pisotéame, mátame! ¿Ay, qué es la muerte después de esas palabras que me has dicho? Pero no fui yo. Por nada del mundo te lo habría hecho yo.

La pasión de Giovanni se había agotado mientras salía de sus labios. Le invadió entonces un sentimiento triste, no carente de ternura, acerca de la relación íntima y peculiar que existía entre Beatrice y él. Por así decirlo, estaban en una soledad profunda que no se volvería menos solitaria por hallarse entre una vida humana densa. ¿Entonces este desierto de humanidad que les rodeaba no debería aunar todavía más a esa pareja aislada? Si eran crueles el uno con el otro, ¿quién podría ser amable con ellos? Además, pensaba Giovanni, ¿no había todavía una esperanza de que regresara a los límites de la naturaleza ordinaria llevando a Beatrice, la Beatrice redimida de la mano? ¡Ay, débil, egoísta e indigno espíritu que podía soñar con una unión terrenal, y con la mayor felicidad terrenal posible, después de que un amor tan profundo se haya visto amargamente contradicho, tal como había pasado con el amor de Beatrice por las infortunadas palabras de Giovanni! No, no; no podía existir tal esperanza. Ella debía cruzar pesadamente, con el corazón roto, las fronteras del Tiempo: ella debía bañar sus heridas en alguna fuente del paraíso, y olvidar su pena bajo la luz de la inmortalidad, y allí estaría todo bien.

Pero Giovanni no lo sabía.
—Querida Beatrice —dijo él acercándose mientras ella retrocedía, como hacía siempre ante el avance de él, aunque ahora con un impulso distinto—. Mi querida Beatrice, nuestro destino no es todavía tan desesperado. ¡Mira! Aquí hay una medicina potente, como me ha asegurado un médico sabio, y de eficacia casi divina. Está hecha con ingredientes que son lo más opuesto a aquellos con los que tu terrible padre ha producido esa calamidad en ti y en mí. Se ha destilado con hierbas benditas. ¿La bebemos juntos para vernos así purificados del mal?
—¡Dámela! —dijo Beatrice extendiendo la mano para recibir el pequeño frasco de plata que Giovanni sacó de su pecho, y con un énfasis peculiar añadió— la beberé; y tú aguardarás el resultado.

Se llevó a los labios el antídoto de Baglioni. En ese mismo instante apareció en la puerta la figura de Rappaccini, que se acercó lentamente a la fuente de mármol. Al estar más cerca, el pálido hombre de ciencia pareció contemplar con expresión triunfante al hermoso joven y la doncella, como lo haría un artista que ha pasado su vida en lograr un cuadro o un grupo de estatuas, y finalmente está satisfecho con el éxito. Se detuvo; su forma inclinada se alzó consciente de su poder; extendió las manos hacia ellos en la actitud de un padre que implora una bendición sobre sus hijos: pero eran las mismas manos que habían introducido veneno en la corriente de sus vidas. Giovanni tembló.

Beatrice se estremeció nerviosamente y presionó su corazón con la mano.
—Hija mía, ya no estarás sola en el mundo —dijo Rappaccini—. Arranca una de esas preciosas gemas de tu planta hermana y pídele a tu novio que se la lleve al pecho.
Ya no le hará daño. Mi ciencia, y la simpatía existente entre tú y él, se han introducido en su sistema, de manera que ahora se aparta de los hombres comunes, como tú, hija de mi orgullo y mi triunfo, lo haces de las mujeres ordinarias. ¡Pasad pues por este mundo queriéndoos el uno al otro y siendo terribles para todos los demás!
—Padre mío —dijo Beatrice débilmente, y manteniendo la mano en el corazón mientras hablaba—. ¿Por qué infligiste este destino miserable a tu hija?
—¿Miserable? —exclamó Rappaccini—. ¿Qué quieres decir, joven estúpida? ¿Te parece una desgracia estar dotada con dones maravillosos contra los que ningún poder ni fuerza podrá ejercer enemigo alguno, una desgracia ser capaz de acabar con el más poderoso con un aliento, un desgracia ser tan terrible como eres hermosa? ¿Habrías preferido entonces la condición de una mujer débil, expuesta a todo mal y capaz de ninguno?
—Habría preferido con mucho ser amada, y no temida —murmuró Beatrice dejándose caer al suelo—. Pero ahora no importa. Padre, me voy donde el mal que tú te has esforzado por combinar con mi ser pasará como un sueño, como la fragancia de estas flores venenosas, que ya no teñirán mi aliento entre las flores del edén. ¡Adiós, Giovanni! Tus palabras de odio son como plomo en mi corazón; pero también ellas pasarán conforme yo ascienda. Ay, ¿no había desde el principio más veneno en tu naturaleza que en la mía?

Tan radicalmente había actuado la parte terrenal de Beatrice sobre la habilidad de Rappaccini que, del mismo modo que la vida había sido un veneno, igual de potente como antídoto fue la muerte; y así, la pobre víctima del ingenio y la naturaleza rebajada del hombre, y de la fatalidad que asiste a todos los esfuerzos de la sabiduría pervertida, pereció allí, a los pies de su padre y de Giovanni. En ese preciso instante apareció en la ventana el profesor Pietro Baglioni y gritó con fuerza, en un tono de triunfo con el que se mezclaba el horror, al hombre de ciencia sobrecogido:

—¡Rappaccini! ¡Rappaccini! ¡Este es el resultado de tu experimento!

Nathaniel Hawthorne (1804-1864)


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