«El carruaje fantasma»: Amelia Edwards; relato y análisis.
El carruaje fantasma (The Phantom Coach) —a veces traducido al español como: La diligencia fantasma o El coche fantasma— es un relato de terror de la escritora inglesa Amelia Edwards (1831-1892), publicado originalmente en la edición de Navidad de 1864 de la revista All the Year Round, y luego reeditado en la antología de 1865: Señorita Carew (Miss Carew).
El carruaje fantasma, uno de los cuentos de Amelia Edwards más reconocidos, y posiblemente entre los mejores relatos victorianos de fantasmas, narra la historia de un joven extraviado en los nevados y sombríos páramos del norte de Inglaterra. Exhausto, casi al borde de la muerte, el joven encuentra de repente una cálida cabaña, y es recibido por un anciano erudito, quizás un alquimista, cuyas teorías sobre lo desconocido son casi tan escalofriantes como el clima en el exterior.
Cuando la tormenta amaina el joven vuelve a ponerse en camino; esta vez con la promesa del erudito de que encontrará un carruaje en su dirección. En efecto, el carruaje aparece, tronando por la carretera helada, pero lo que el protagonista descubre en su interior es tan horroroso, tan inimaginable, que lo hace desear los helados dedos de la noche invernal que ha dejado atrás.
El carruaje fantasma de Amelia Edwards es, sin dudas, un clásico del relato de fantasmas —y acaso también del relato de vampiros—, pero cuya lectura invita a realizar otras interpretaciones. Se sabe que esta autora, muy bien posicionada social y económicamente, no escribía para ganar dinero, y menos aún prestigio, sino para verter sus interesantes opiniones personales de manera solapada —en este caso, en el discurso del erudito—, dentro de un género que no despertaba grandes sospechas por ser considerado menor, como sin dudas lo era el relato de fantasmas del siglo XIX.
El carruaje fantasma.
The Phantom Coach, Amelia Edwards (1831-1892)
Los incidentes que voy a relatar creo que valen la pena porque son verdaderos. Me ocurrieron a mí y mi recuerdo es tan vívido como si hubiesen sucedido ayer. Sin embargo, han transcurrido veinte años desde aquella noche. Durante estos veinte años sólo le he contado la historia a otra persona. La cuento ahora con una repugnancia tal que se me hace difícil comenzar. Lo único que me atrevo a pedirle, al menos por ahora, es que se abstenga usted de imponerme sus conclusiones. No quiero explicaciones de ninguna clase. No deseo discutir. Mi opinión sobre este asunto es clara y, disponiendo del testimonio de mis propios sentimientos, prefiero guiarme por él.
Sucedió hace exactamente veinte años, a un día o dos antes del final de la temporada del urogallo . Había pasado el día en el campo con la escopeta y no había cazado una sola pieza. El viento soplaba del este y era el mes de diciembre. El lugar: un gran yermo desolado en el extremo septentrional de Inglaterra. Me había perdido. No era un sitio agradable para extraviarse, con los primeros copos deshilachados de la inminente nevada revoloteando sobre los brezos y la noche repentina cerrándose a mi alrededor.
Escruté ansiosamente la creciente oscuridad, donde el color morado del descampado se confundía con el de los montes bajos, a unas diez o doce millas de distancia. En ninguna dirección hallaron mis ojos el más leve rastro de humo, ni la menor parcela de terreno cultivado, ni una cerca, ni un sendero de ovejas. De modo que no quedaba más alternativa que seguir andando y confiar en que el azar me deparase algún refugio. Así que volví a cargar la escopeta al hombro y avancé cansadamente, pues llevaba caminando desde el alba y no había comido nada desde el desayuno.
Comenzó a caer la nieve con inquietante regularidad y el viento se calmó. El frío se intensificó y rápidamente se cerró la noche. En cuanto a mí, mis perspectivas se oscurecieron al ennegrecerse el cielo y se me oprimía el corazón al pensar en que mi esposa ya estaría tratando de verme llegar a través de la ventana de nuestro saloncito del albergue, y al pensar en todo el sufrimiento que le esperaba a lo largo de aquella penosa noche. Llevábamos casados cuatro meses y, después de haber pasado el otoño en las Tierras Altas de Escocia, nos habíamos instalado en una pequeña aldea situada al borde de los grandes páramos ingleses. Estábamos muy enamorados y, desde luego, éramos felices.
Aquella mañana, al separarnos, ella me había rogado que regresara antes del ocaso y yo se lo había prometido. ¡Hubiese dado todo por haber cumplido mi palabra! Incluso antes, agotado como estaba, tenía la sensación de que con una buena cena, una hora de descanso y la disposición de un guía, podría estar de regreso antes de la medianoche; siempre y cuando encontrara un guía y un refugio. Durante todo este tiempo, la nieve caía incesantemente y la noche se iba espesando. De vez en cuando me detenía y gritaba, pero mis llamados parecían ahondar el silencio. Después se apoderó de mí una vaga sensación de malestar y comencé a recordar historias de viajeros que había caminado y caminado bajo la nieve hasta que, fatigados, se vieron obligados a dejarse caer y morir mientras dormían.
¿Sería posible, me preguntaba, caminar durante toda la negra noche? ¿No llegaría un momento en el que me traicionarían las piernas y me abandonaría la determinación? Entonces yo también dormiría el sueño de la muerte. ¡La muerte! Me estremecí. ¡Qué cruel era morir en aquel momento, cuando la vida se me presentaba tan prometedora! ¡Qué cruel para mi esposa, cuyo corazón lleno de amor! Pero esa idea me resultaba impensable. Para disiparla, volví a gritar, aún más fuerte y durante más tiempo, y luego escuché lleno de ansiedad. ¿Algo respondió a mis gritos o era yo quien fantaseaba con una voz remota?
Repetí los gritos y de nuevo me respondió un eco. Luego brotó de la oscuridad un punto de luz vacilante, que desaparecía y aumentaba por momentos, más próxima y brillante. Corriendo hacia ella tan rápido como pude, me encontré con inmenso júbilo frente a un anciano con una linterna.
—¡Gracias a Dios! —fue la exclamación que salió involuntariamente de mis labios.
Frunciendo el entrecejo el viejo levantó la linterna y me miró.
—¿Por qué? —dijo de mal humor.
—Bueno... por usted. Comenzaba a pensar que me había extraviado en la nieve.
—La gente siempre se pierde en el páramo, pero ¿qué importa perderse si Dios está vigilando?
—Si Dios quiere que usted y yo nos perdamos juntos, perfecto —repliqué—; pero no me gustaría estar perdido sin usted. ¿A qué distancia estoy de Dwolding?
—A sus buenas veinte millas a vuelo de pájaro.
—¿Y de la aldea más cercana?
—La aldea más cercana es Wyke y está a doce millas hacia el otro lado.
—Entonces, ¿dónde vive usted?
—Por allí —dijo él, señalando con la linterna.
—Supongo que va hacia casa.
—Puede ser.
—Entonces me voy con usted.
El viejo negó con la cabeza y se rascó la nariz pensativamente con la mano que sostenía la linterna.
—Yo no le seré de utilidad —dijo—. Él no le dejará entrar; no le dejará.
—Ya lo veremos —respondí, animado—. ¿Quién es él?
—El amo. Usted no lo conoce —fue su lacónica respuesta.
—Bueno, usted me enseñará el camino y ya me ocuparé yo de que el amo me brinde albergue y cena por esta noche.
—¡No logrará convencerlo! —insistió el viejo.
Y sin dejar de negar con la cabeza echó a andar rengueando, como un duende, entre la nieve que caía. Enseguida apareció en medio de la oscuridad una gran mole, de donde salió corriendo un inmenso perro, ladrando salvajemente.
—¿Ésta es la casa? —pregunté.
—Ésta es la casa. ¡Calla, Bey! —Y el viejo buscó la llave en los bolsillos.
Me quedé cerca de él, decidido a no perder la oportunidad de entrar. A la luz de la linterna advertí que la puerta estaba remachada con clavos de hierro, como la puerta de una prisión. Poco después hizo girar la llave y me deslicé en la casa tras sus pasos. Una vez en el interior, miré a mi alrededor con curiosidad y vi que estaba en una gran estancia con vigas que, por lo que parecía, se utilizaba para distintas propósitos. En un extremo se apilaba el grano hasta el techo, como si fuese un granero. El otro estaba ocupado por sacos de harina, aperos de labranza, barriles y toda clase de artefactos de madera. De las vigas colgaban hileras de jamones, lonjas de tocino y manojos de hierbas secas, almacenado todo para el invierno. En el centro se alzaba un enorme objeto, cubierto con una sucia tela raída, que alcanzaba hasta la mitad de la altura del lugar.
Al levantar una esquina de la tela, para mi asombro, había un telescopio de considerable tamaño montado sobre una tosca plataforma móvil con cuatro ruedas pequeñas. El tubo, de madera pintada, estaba envuelto en flejes pésimamente ajustados; la lente, en la medida en que pude calcular su tamaño a la escasa luz, medía por lo menos quince pulgadas de diámetro. Mientras examinaba el instrumento, preguntándome si no sería obra de algún óptico autodidacta, se oyó el sonido agudo de una campanilla.
—Es para usted —dijo mi guía, con un tono malicioso—. Pasando este cuarto.
Me señalaba una puerta negra y baja que había al otro lado de la estancia. Fui hasta allí, di uno o dos golpes bastante fuertes y entré sin esperar respuesta. Un anciano gigantesco y canoso se levantó de una mesa llena de libros y papeles y me miró con expresión hosca.
—¿Quién es usted? ¿Cómo ha venido hasta aquí? ¿Qué quiere?
—Soy James Murray, abogado. He venido caminando por el páramo. Busco comida, bebida y un lugar donde pasar la noche.
Sus cejas se levantaron prodigiosamente.
—Mi casa no es una posada —dijo secamente—. Jacob, ¿cómo has osado admitir a este desconocido?
—Yo no lo admití —rezongó el viejo—. Me siguió por el páramo y entró por las suyas. Yo no puedo contra seis pies de altura.
—Dígame, señor, ¿con qué derecho ha entrado usted en mi casa?
—Con el mismo con el que me hubiese aferrado a su barco de estar ahogándome. Con el derecho de autoconservación.
—¿Autoconservación?
—Hay una pulgada de nieve sobre la tierra —expliqué concisamente—, y antes de que salga el sol tendrá la suficiente profundidad para enterrarme de pie.
Se dirigió hacia la ventana dando largas zancadas. Corrió una pesada cortina negra y miró al exterior.
—Es cierto —dijo—. Puede quedarse, si gusta, hasta la mañana. Jacob, sirve la cena.
Mientras hablaba hizo una seña para que tomase asiento, luego volvió a su sitio e inmediatamente se retomó los estudios que yo había interrumpido. Coloqué la escopeta en un rincón, acerqué una silla a la chimenea y examiné el cuarto. Aunque más pequeña y menos incongruente en su disposición que el vestíbulo, había en esta habitación muchas cosas que despertaron en mi curiosidad. El suelo no estaba alfombrado. Algunas paredes tenían extraños diagramas garabateados y otras estaban cubiertos de estantes atiborrados de instrumentos científicos, muchos de los cuales yo desconocía sus aplicaciones. A un lado del hogar había una biblioteca repleta de folios manchados; al otro, un pequeño órgano con una fantástica decoración de grabados policromos de santos y demonios medievales.
A través de la puerta entreabierta del armario más lejano distinguí una colección de muestras geológicas, preparaciones quirúrgicas, crisoles, tubos y frascos de productos químicos; en la repisa de la chimenea, entre cierto número de objetos pequeños, había una maqueta del sistema solar, una pila galvánica y un microscopio. Todas las sillas estaban llenas de cosas. En todos los rincones se apilaban libros. Incluso por el suelo había mapas esparcidos, moldes, papeles, dibujos y todos los artilugios científicos imaginables.
Yo lo repasaba todo con un asombro que crecía con cada nuevo objeto que veía. De hecho, nunca había visto un sitio tan extraño; pero lo que resultaba aún más extraño era hallarlo en una casa de campo perdida en medio de los páramos desiertos. Una y otra vez observaba a mi anfitrión y luego a su entorno, preguntándome quién y qué podría ser. Tenía la cabeza singularmente hermosa, más parecida a la cabeza de un poeta que de un filósofo: amplia en la frente, prominente sobre los ojos y adornada con una abundante melena desordenada y totalmente blanca. Compartía muchos de los rasgos abruptos de la cabeza de Beethoven. Las mismas arrugas profundas alrededor de la boca, los mismos surcos firmes en el entrecejo, la misma concentración tallada en el gesto.
Mientras todavía estaba observándolo se abrió la puerta y entró Jacob con la cena. Entonces el amo cerró el libro, se incorporó y con mayor cortesía de la manifestada hasta entonces me invitó a la mesa. Me hallé frente a un plato con jamón y huevos, una rebanada de pan moreno y una botella de admirable jerez.
—Sólo puedo ofrecerle un menú austero, señor —dijo mi anfitrión—. Espero que su apetito compense las deficiencias de nuestra despensa.
Ya había atacado las viandas con entusiasmo del cazador hambriento, afirmando que nunca había comido nada tan delicioso. Él hizo una fugaz reverencia y se dedicó a su propia cena, que consistió, primordialmente, en una jarra de leche y un cuenco de sopa. Comimos en silencio. Cuando terminamos Jacob retiró la bandeja. Entonces, volví a colocar mi silla ante el fuego. Con cierta sorpresa noté que mi anfitrión hizo lo mismo y, volviéndose inesperadamente hacia mí, dijo:
—Señor, he vivido aquí en retiro durante veintitrés años. En todo este tiempo no he visto ni una sola cara extraña ni he leído un solo periódico. Usted es el primer desconocido que traspasa mi umbral en más de cuatro años. ¿Tendría la amabilidad de decirme unas palabras sobre el mundo exterior del que tanto tiempo llevo aislado?
—Le ruego que me pregunte —dije—. Estoy a su entera disposición.
Inclinó la cabeza en señal de reconocimiento; se echó hacia adelante, con los codos apoyados sobre las rodillas y el mentón sujeto entre las palmas de las manos; miró fijamente al fuego y procedió a interrogarme.
Sus preguntas giraban sobre todo alrededor de cuestiones científicas, cuyos recientes descubrimientos, salvo los que se aplicaban a los usos de la vida cotidiana, me eran desconocidos casi por completo. No siendo una persona dedicada a la ciencias le respondí tan bien como me lo permitía mi escaso saber; pero el interrogatorio estaba lejos de resultarme fácil y sentí un gran alivio cuando, pasando de las preguntas a la conversación, comenzó a explayarse sobre sus propias conclusiones sobre los datos que yo me había esforzado penosamente en comunicarle.
Él habló y yo escuché embelesado. Habló hasta hacerme pensar que se había olvidado de mi presencia y se limitaba a reflexionar en voz alta. Hasta entonces nunca había oído nada semejante. Desde entonces no he vuelto a oír nada similar.
Estaba familiarizado con todos los sistemas de todas las filosofías, sutil en sus análisis, audaz en las generalizaciones, fue dando rienda a sus pensamientos en un discurso fluido, manteniendo siempre la cabeza adelantada en la misma actitud taciturna y los ojos clavados en el fuego, saltando de un tema a otro, de una especulación a otra, como un soñador inspirado. De las ciencias prácticas a la filosofía del entendimiento; de la electricidad de los cables a la electricidad de los nervios; de Watt a Mesmer, de Mesmer a Reichenbach, de Reichenbach a Swedenborg, Spinoza, Condillac, Descartes, Berkeley, Aristóleles, Platón, a los magos y místicos orientales, haciendo transiciones que, pese a confundir por su diversidad y amplitud, parecían sencillas y armoniosas en su labios, como cadencias musicales.
Con el tiempo he olvidado los nexos por los cuales saltó a esos territorios inciertos más allá incluso de la filosofía especulativa, y entró en aquello que ningún hombre conoce. Habló del alma y de sus aspiraciones; del espíritu y de sus poderes; de la segunda visión; de las profecías; de esos fenómenos que, bajo el nombre de fantasmas, espectros y apariciones, han sido negados por los escépticos y atestiguados por los crédulos a lo largo de todas las épocas.
—El mundo —dijo— se vuelve más escéptico respecto de todo lo que está más allá de su estrecho rango de acción; y nuestros hombres de ciencia fomentan esa fatal tendencia. Condenan como fábulas todo lo que se resiste a la experimentación. Rechazan como falso todo lo que no se puede comprobar en el laboratorio o en la mesa de disección. ¿Contra qué superstición se ha emprendido una guerra tan larga y tan obstinada como contra la creencia en los fantasmas?
»Sin embargo, ¿qué superstición ha persistido más tiempo y con mayor arraigo la fe de los hombres? Indíqueme algún hecho de la física, de la historia, de la arqueología, que cuente con tan extensos y diversos testimonios. Atestiguado por todos los pueblos, en todas las épocas y en todos los climas, por los más juiciosos sabios de la Antigüedad, por los más burdos salvajes de la actualidad, por los cristianos, los paganos, los panteístas y los materialistas, este fenómeno es considerado un cuento de hadas por los filósofos de nuestro siglo.
»Las pruebas circunstanciales pesan para ellos tanto como una pluma en la balanza. Las comparaciones entre causas y efectos, por valiosa que sea en las ciencias duras, se deja de lado como inválida e indigna de confianza. Las pruebas aportadas por testigos competentes, aun siendo concluyentes en un juicio por asesinato, no cuentan para nada. A quien vacila ante lo que tiene que decir se le condena por frívolo. Quien cree se lo juzga como un soñador o un loco.
Hablaba con amargura. Al finalizar se sumió durante algunos minutos en silencio. Luego separó la cabeza de las manos y, con la voz alterada, agregó:
—Yo, señor, he vacilado, he investigado, he creído y no he sentido vergüenza de afirmar mis convicciones ante el mundo. Yo también fui calificado de soñador, puesto en ridículo por mis contemporáneos y expulsado entre abucheos de la especialidad científica en que había trabajado honradamente durante los mejores años de mi vida. Desde entonces he vivido como un ermitaño y el mundo se ha olvidado de mí como yo me he olvidado del mundo. Ya conoce mi historia.
—Es una historia muy triste —murmuré sin saber muy bien qué decir.
—Es muy vulgar —dijo—. Sólo he padecido en nombre de la verdad, como muchos mejores y más sabios padecieron antes que yo.
Se puso en pie, como si deseara terminar la conversación, y se acercó a la ventana.
—Ya no nieva —observó, dejando que se cerrara la cortina y regresando junto al fuego.
—¡Ya no nieva! —exclamé, incorporándome—. Ay, si hubiese la menor posibilidad... pero no hay ninguna. Aunque me fuese posible orientarme en el páramo, tampoco sería capaz de recorrer veinte millas esta noche.
—¡Recorrer veinte millas esta noche! —repitió mi anfitrión—. ¿En qué está pensando?
—En mi esposa —respondí con impaciencia—. En mi joven esposa que no sabe que me he extraviado y que en este momento tendrá el alma deshecha de ansiedad y de terror.
—¿Dónde está ella?
—En Dwolding, a veinte millas de distancia.
—En Dwolding —repitió como un eco, pensativo—. Sí, es cierto, está a veinte millas de aquí; pero ¿tanto le importa ganar las próximas seis u ocho horas?
—Mucho, tanto que ahora mismo pagaría diez guineas por un guía y un caballo.
—Su deseo puede satisfacerse a un precio más razonable —dijo sonriendo—. El correo nocturno del norte, que cambia los caballos en Dwolding, pasa a unas cinco millas de aquí y estará en una encrujicada dentro de una hora y cuarto. Si Jacob pudiera acompañarle por el páramo hasta el antiguo camino de la diligencia, supongo que usted solo se bastaría para encontrar el cruce de la carretera nueva.
—Iría, con sumo gusto.
Volvió a sonreír, tiró de la campanilla, dio instrucciones al viejo criado y, tomando una botella de whisky y un vaso de vino del armario donde guardaba los productos químicos, añadió:
—Hay mucha nieve y será difícil andar por el páramo. ¿Qué le parece una copa de nuestra cosecha antes de ponerse en marcha?
Hubiese rechazado el lico pero no me atrevía a esa descortesía. Me cayó en la garganta como un fuego líquido que casi me cortó la respiración.
—Es fuerte —dijo—, pero excelente para combatir el frío. Ahora ya no tiene un instante que perder. ¡Buenas noches!
Le agradecí su hospitalidad y le habría estrechado la mano pero me dio la espalda antes de que termine de hablar. Un minuto después cruzamos el vestíbulo. Jacob había cerrado con llave la puerta de entrada y, una vez fuera, nos hallamos en el umbral del inmenso páramo blanco.
Aunque el invierno había menguado, el frío seguía siendo intenso. No brillaba ni una estrella en la negrura del firmamento. Ni un ruido, salvo el crujido de la nieve bajo nuestros pies, perturbaba el profundo silencio de la noche. Jabob, que no estaba muy contento con la comisión, arrastraba los pies delante de mí con aplomo taciturno, con la linterna en una mano y su sombra cayendo sobre los pies. Yo lo seguía, con la escopeta al hombro, tan poco propenso a conversar como él.
Mis pensamientos volvían sobre mi anfitrión. Aún me parecía escuchar voz. Su elocuencia aún cautivaba mi imaginación. Recuerdo hasta el día de hoy, con sorpresa, cómo mi cerebro retenía frases enteras, docenas de imágenes brillantes y extractos de espléndidos razonamientos, con las mismas palabras con las que él las había enunciado.
Meditando de este modo sobre lo que había oído y esforzándome por recordar algún que otro párrafo perdido, andaba a zancadas pegado a los talones de mi guía, absorto y sin prestar atención. Al cabo de pocos minutos, según me pareció, se detuvo de improviso y dijo:
—Ya está usted sobre el camino. Mantenga la valla de piedra a su derecha y no se perderá.
—¿Así que éste es el antiguo camino del carruaje?
-Sí.
—¿Y cuánto deberé caminar hasta encontrar el cruce?
—Unas tres millas.
—El camino es bastante bueno para los que van a pie —dijo—; pero resulta demasiado inclinado y estrecho para el tráfico del norte. Fíjese en donde el pretil se interrumpe, está muy cerca del poste indicador. Nunca lo han reparado desde el accidente.
—¿Accidente?
—El correo nocturno se despeñó de cabeza al valle, por lo menos unos cincuenta pies, justamente en el peor tramo de carretera.
—¡Qué horrible! ¿Cuántas vidas costó?
—Todas. Cuatro aparecieron muertos y otros dos murieron al día siguiente.
—¿Hace cuándo tiempo que ocurrió?
—Nueve años, exactamente.
—¿Cerca del poste indicador, dice usted? Lo tendré presente. Buenas noches.
—Buenas noches, señor, y gracias.
Jacob se echó al bolsillo la media corona, hizo un amago de tocarse el sombrero y emprendió el regreso por donde habíamos venido.
Estuve observando la luz de la linterna hasta casi su absoluta desaparición y luego di la vuelta para proseguir mi camino en soledad. No parecía presentar grandes dificultades. Pese a la negrura, la línea de la valla de piedra se destacaba con claridad contra el lívido brillo de la nieve. Pero ¡qué silencio! Únicamente se oían mis pasos. Me embargó la extraña y desagradable sensación de estar completamente solo. Apuré el paso, mientras silbaba un fragmento de tonada.
Mentalmente fui contando enormes cifras y calculando multiplicaciones. En resumen, hice todo lo que estaba a mi alcance por olvidar las especulaciones alarmantes que acababa de escuchar y, en cierta medida, logré mi propósito. El aire de la noche parecía ir tornándose cada vez más frío. Aunque caminaba a paso rápido no conseguía mantenerme caliente. Tenía los pies helados. Había perdido la sensibilidad en las manos y para mantenerlas ocupadas empuñé la escopeta. Incluso me costaba respirar, como si en lugar de ir recorriendo un camino del norte estuviese escalando las más altas cumbres de los Alpes.
Este último síntoma se volvió tan inquietante que me vi obligado a detenerme unos minutos y apoyarme contra la valla de piedra. Al hacerlo, volví la vista por casualidad hacia el camino recorrido y allí, para mi infinito alivio, vi un lejano punto luminoso, algo así como el resplandor de una linterna que se acercaba. Al principio pensé que Jacob había vuelto sobre sus pasos y me seguía; pero no había hecho sino vislumbrar este pensamiento cuando se hizo visible una segunda luz, sin duda paralela a la primera, que se acercaba a la misma velocidad. No tuve necesidad de pensarlo dos veces para entender que debían de ser los faroles de algún vehículo particular, aunque era extraño que circulara por una carretera reconocidamente peligrosa y en desuso.
No obstante, no cabía duda de este hecho, pues los faroles se volvían más grandes y luminosos a cada segundo, e incluso imaginé que ya distinguía la silueta oscura del coche entre ambos. Se acercaba más deprisa y casi sin hacer ruido, pues rodaba sobre varios centímetros de nieve. Pronto el vehículo se hizo visible detrás de los faroles. Resultaba llamativamente alto. Me pasó por la mente una fugaz sospecha: ¿sería posible que hubiese pasado de largo el cruce en medio de la oscuridad, sin haber reparado en el poste indicador, y que se tratase de la diligencia que buscaba?
No tuve necesidad de formularme la pregunta dos veces. Torciendo ya en la curva del camino, llegaron el guarda y el mayoral, con un pasajero en el pescante y cuatro caballos tordos bufando humos y envueltos todos en una leve neblina de luz, dentro de la cual resplandecían los faroles como un par de meteoritos ardientes. Me adelanté dando un salto, hice señas con el sombrero y grité. El correo siguió a toda velocidad y me sobrepasó. Por un instante, temí no haber sido visto ni oído.
Un instante después el cochero se irguió; el guarda, abrigado hasta las cejas con capas y bufandas, y al parecer profundamente dormido en medio del estrépito, no respondió a mi saludo ni hizo el menor esfuerzo por apearse; el pasajero que iba en el pescante ni siquiera volvió la cara. Yo mismo abrí la puerta y miré dentro. Sólo había tres pasajeros en el interior, de modo que subí, cerré la portezuela, ocupé el rincón vacío y me felicité por mi buena fortuna.
La atmósfera de la diligencia me pareció, si cabía, más gélida que la de la intemperie e impregnada de un hedor especialmente húmedo y desagradable. Repasé a mis compañeros de viaje. Los tres eran hombres y los tres guardaban absoluto silencio. No parecían estar dormidos, pero los tres se acurrucaban en las esquinas del vehículo, como absortos en privadas reflexiones. Intenté iniciar una conversación.
—Vaya frío que hace esta noche.
El hombre de enfrente alzó la cara y me miró sin responder.
—Parece ser que el invierno ha comenzado con fuerza —agregué.
Aunque su rincón estaba tan oscuro que no me permitía distinguir sus facciones, noté que me miraba. No obstante, no dijo ni una palabra. En otra ocasión cualquiera me habría sentido incómodo y tal vez lo hubiera manifestado, pero en aquellos momentos me encontraba demasiado débil. El frío gélido del aire nocturno se me había metido en los huesos y el extraño olor del interior de la diligencia me estaba provocando terribles náuseas. Me estremecí de pies a cabeza y, volviéndome hacia mi vecino de la izquierda, le pregunté si le molestaría que abriese la ventanilla.
No dijo nada ni se movió.
Repetí la pregunta en un tono más alto, pero con idéntico resultado. Entonces perdí la paciencia y solté el marco corredizo de la ventana. Al hacerlo, el tirante de cuero se partió, quedándoseme en la mano, y observé que el cristal estaba cubierto por una fina capa de moho, acumulado, se diría, en el curso de años. Interesado por el estado de la diligencia, la examiné con mayor atención y, a la luz incierta de los faroles, vi que estaba absolutamente en ruinas.
No sólo necesitaba reparaciones sino que se estaba pudriendo. Las ventanillas se rajaban al tocarlas. Los accesorios de cuero estaban podridos en las juntas de las molduras. El suelo casi se quebraba bajo mis pies. En pocas palabras, todo el vehículo estaba muy dañado por la humedad y pensé que sin duda había sido rescatado de algún depósito, donde llevaría años descomponiéndose, para hacerlo rodar un par de días más por las carreteras.
Me dirigí al tercer pasajero, al que aún no había hablado, y le hice un nuevo comentario circunstancial.
—Este carruaje —dije— se encuentra en un estado deplorable. Supongo que estarán reparando el vehículo en activo.
Movió lentamente la cabeza y me miró sin decir palabra. Mientras viva nunca olvidaré aquella mirada. Me heló el corazón; y me lo sigue helando ahora cuando la recuerdo. Le brillaban los ojos con un fulgor ardiente. Tenía el rostro blanco como el de un muerto. Los labios sin sangre estaban contraídos como en agonía y en medio le brillaban los dientes.
Las palabras que yo iba a pronunciar se deshilacharon en mis labios y un extraño horror se apoderó de mí. Para entonces me había habituado a la oscuridad de la diligencia y veía con aceptable claridad. Me volví hacia el pasajero de enfrente. Éste también me miraba con la misma alarmante palidez en el rostro y el mismo lustre pétreo en los ojos. Me pasé la mano por la frente. Me volví hacia el tercer pasajero, el que se sentaba a mi lado, y vi... ¡Santo cielo, cómo describir lo que vi!
No era un hombre vivo.
Ninguno de ellos estaba vivo como yo. Una luz lívida y fosforescente, la luz de los fuegos fatuos y la putrefacción, salía de sus horrorosas caras; de sus cabellos mojados por la humedad de las tumbas; de las ropas manchadas de tierra y cayéndose a jirones; de las manos, que eran como las de los cadáveres tiesos que llevan demasiado tiempo enterrados. Sólo los ojos, aquellos ojos terribles, tenían vida; ¡y todos aquellos ojos apuntaban hacia mí!
Traté en vano de abrir la puerta. De mis labios brotó un alarido de terror, un grito salvaje e incomprensible en demanda de ayuda y misericordia. En aquel singular instante, breve como un paisaje visto a la luz de un relámpago estival, distinguí el fantasmal poste indicador que alzaba su dedo de advertencia al borde del camino, el parapeto, los caballos que se despeñaban, el negro vacío. Entonces la diligencia cabeceó como un barco en las aguas del mar. Después hubo un fuerte golpe, una aplastante sensación de dolor, y luego la oscuridad.
Tuve la impresión de que habían pasado años cuando desperté y encontré a mi esposa contemplándome junto a la cama. Paso por alto la escena que siguió y, en media docena de palabras, le repetiré a usted la historia que ella me contó entre lágrimas de agradecimiento a la Providencia.
Había caído por un precipicio, cerca del cruce del viejo y el nuevo camino de la diligencia, y sólo me había salvado de una muerte segura gracias a que caí sobre un túmulo de nieve que se había acumulado a los pies de las rocas del fondo. Allí fui descubierto al amanecer por un par de pastores, que me trasladaron al refugio más cercano y buscaron un médico para que me atendiese. El médico me encontró en estado delirante con un brazo roto y una fractura grave de cráneo. Mis documentos le informaron mi nombre y dirección. Se requirió a mi esposa para que me sirviera de enfermera; y gracias a ser joven y de constitución fuerte, salí sano y salvo del trance. El lugar donde ocurrió mi caída, casi no es necesario que lo diga, fue exactamente el mismo en el que el correo del norte había sufrido un terrible accidente nueve años antes.
Nunca conté a mi esposa los terroríficos hechos que acabo de relatar. Al médico que me asistió sí se los conté; pero consideró que todo aquello correspondía a una mera pesadilla a causa de la fiebre que me abrasaba el cerebro. Lo hablamos una y otra vez, hasta convencernos de que éramos incapaces de hablar del asunto con calma, y entonces lo dejamos.
Otros podrán sacar las conclusiones que quieran, pero yo sé que hace veinte años fui el cuarto pasajero que iba en el interior de aquel carruaje fantasma.
Amelia Edwards (1831-1892)
Relatos góticos. I Relatos victorianos.
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El análisis y resumen del cuento de Amwelia B. Edwards: El carruaje fantasma (The Phantom Coach), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
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