«Toma el Tren Z»: Allison V. Harding; relato y análisis


«Toma el Tren Z»: Allison V. Harding; relato y análisis.




Toma el Tren Z (Take the Z-Train) es un relato de terror de la escritora norteamericana Allison V. Harding (1919-2004), publicado originalmente en la edición de marzo de 1950 de la revista Weird Tales, y luego reeditado en la antología de 1982: Macabras historias sobre rieles (Macabre Railway Stories).

Toma el Tren Z, uno de los grandes cuentos de Allison V. Harding, relata la historia de Henry Abernathy, un oscuro oficinista que regresa a casa en el metro después de otro día sin sentido en el trabajo. En lugar de tomar el habitual tren A o B, Henry advierte que se ha subido al misterioso Tren Z, cuyos pasajeros parecen ser variaciones de él mismo en diferentes etapas de su vida (ver: En el Metro: el horror subterráneo de lo reprimido)

SPOILERS.

Toma el Tren Z es el relato de Allison V. Harding más enigmático y estimulante. Aquí conocemos a Henry Abernathy, un empleado promedio, inseguro, desilusionado con la vida, que toma el mismo tren a casa todas las noches, no sin antes considerar seriamente el suicidio. Sin embargo, este día en particular se sube por error al Tren Z, cuya ruta le es desconocida. Pronto advierte que el vagón en el que viaja está lleno de personas que conoció en el pasado [una mujer que lo rechazó, un jefe tiránico], también otras que quizás conocerá en el futuro, e incluso versiones anteriores de sí mismo. En cualquier caso, todos los pasajeros han hecho alguna contribución significativa al desencanto de Henry Abernathy con la vida, añadiendo un grano de arena a su actual existencia desesperada (ver: Lo Subterráneo en la ficción: descenso hacia un estado elemental del ser)

Henry nota que hay un cuerpo sobre las vías, y entonces sobreviene una visión, un recuerdo de su infancia: su madre presionándolo para descifrar una letra [naturalmente, la Z], y luego un carrusel. De este modo Henry Abernathy parece revivir un día mágico en la feria, girando en el carrusel, cuando el futuro lo esperaba con los brazos abiertos, un mundo que podría haber sido, pero que nunca fue. La única realidad para él es el Tren Z (ver: Lo Siniestro en la ficción: cuando lo familiar se vuelve extraño)

Toma el Tren Z de Allison V. Harding es un relato enigmático, simbólico y fundamentalmente personal; tal es así que el lector puede sentir [al menos yo he sentido eso] que se lo está dejando al margen de muchas cuestiones importantes que nunca son aclaradas, ni siquiera sugeridas. Pero, primero, analicemos los aspectos más evidentes de la historia. Más adelante entraremos en el misterio de la autora, Allison V. Harding, cuya identidad acaso tenga la respuesta para conocer qué significa el Tren Z y el extraño viaje de Henry Abernathy.

Hechos: Henry Abernathy sale de la oficina poco después de las cinco de la tarde. y camina hasta la estación del metro. Piensa en el suicidio, pero aparentemente esto es parte de su rutina. Siempre toma el tren A o B. Después de abordar descubre que se ha subido al Tren Z; un tren del que nunca ha oído hablar. A medida que el tren avanza, Henry nota que todos los pasajeros del vagón son personas de su vida pasada, incluido él mismo cuando era joven. La historia, si la despojamos de simbolismo, es una especie de pesadilla atmosférica y tecnófoba que desgarra la vida cuidadosamente mesurada y aburrida del protagonista (ver: Las nuevas tecnologías en la mecánica del Horror)

La verdadera identidad de Allison V. Harding es un misterio. Algunos suponen que podría ser el seudónimo de Jean Milligan, esposa de Lamont Buchanan, editor de arte de Weird Tales. Otros, más temerarios, argumentan que podría ser un seudónimo utilizado nada menos que por J.D. Salinger, autor de El guardián entre el centeno (The Catcher in the Rye); pero lo cierto es que no lo sabemos. Buena parte de esas suposiciones esconden una mirada bastante misógina: Allison V. Harding no era una mujer, ya que ninguna mujer escribiría sobre otra de la manera en que lo hace en algunas de sus historias, como El hombre húmedo (The Damp Man). Según esta hipótesis, solo un hombre, un hombre amargado y enojado, podría escribir sobre las mujeres con tamaña crueldad, mostrando incluso indicios de algún tipo de psicopatía (ver: El Machismo en el Horror)

Este argumento no parece demasiado convicente, sobre todo porque parte de una premisa falsa [ser mujer no te impide escribir con extrema crueldad sobre el comportamiento femicida de un hombre], pero de todos modos podría tener algo de verdad (ver: El cuerpo de la mujer en el Horror). Todos los relatos de Allison V. Harding publicados en Weird Tales coinciden con el trabajo de Buchanan en la revista, quien [siempre en el terreno hipotético] habría escondido su verdadera identidad [vaya uno a saber por qué] bajo dos capas: el seundónimo Allison V. Harding, y el nombre de soltera de su esposa, Jean Milligan. Independientemente de todo esto, que puede tener o no algún grado de veracidad, lo que nos importa aquí es que el misterio de la identidad de Allison V. Harding parece estar relacionado con Toma el Tren Z.

Toma el Tren Z posee un tono de desilusión, de amargura, de desesperación, que quizás no tenga que ver con un hombre que esconde su identidad detrás de una mujer, sino con una mujer que parece ser perfectamente conciente de este lado oculto de los hombres aparentemente exitosos. Después de todo, Henry Abernathy, quien ha considerado el suicidio como una salida elegante para su desesperación, eventualmente se dispone a comenzar de nuevo en su vida, por lo demás sombría, monótona y opresiva; pero hasta aquí nos permite llegar la autora. A partir de entonces, la historia se desarrolla en el más absoluto hermetismo.

Como en todos los cuentos de Allison V. Harding, el protagonista de Toma el Tren Z es un hombre. Se cuenta desde su punto de vista y con su singular voz interior. Es una historia de desesperación, hasta que de repente se nos revela un recuerdo o una visión de la infancia de Abernathy, una visión tan extraña y personal que resulta casi incomprensible para el lector. De algún modo, esta visión se siente como algo genuino, real, algo que tenía un profundo significado para la autora, pero que solo podía sugerir, no abordar directamente, quizás para proteger su identidad. Es muy posible, según mi lectura, que Toma el Tren Z sea la revisión de un trauma de la infancia, el cual Abernathy recién puede recordar completamente tras su muerte (ver: Algo interfiere con nuestra experiencia del Tiempo)

En este punto dejamos la puerta abierta a cualquier interpretación que el lector de El Espejo Gótico pueda aportar. Por algún motivo, es un relato que se me desliza entre los dedos. Ninguna interpretación, hasta ahora, me ha dejado satisfecho, de modo tal que solo menciono aquí la que me resulta más verosimil. Más allá de esto, Toma el Tren Z de Allison V. Harding es un relato brillante, aún cuando al final uno sienta que está presenciando una especie de recapitulación encriptada que excluye al lector. Si bien parece quedar claro que Abernathy ha muerto, y que el Tren Z le permite ir descubriendo algunos aspectos desconocidos de sí mismo, y de las personas que formaron parte de su vida, ese trauma alrededor de su madre, el carrusel, y la letra Z, son completamente opacos para mí.




Toma el Tren Z.
Take the Z-Train, Allison V. Harding (1919-2004)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)


El vidente había dicho —todas las cosas de cierta sabiduría y origen incierto van muy bien con los videntes— «Al final, los viejos miran hacia atrás para revivir el patrón de sus vidas. Pero los jóvenes, particularmente favorecidos por un destino que, de lo contrario, parece haberlos descuidado, miran hacia adelante y, durante este breve instante de eternidad, ven realmente lo que está delante antes de que se apague la luz.»

Eran las 17:05 cuando Henry Abernathy salió de la oficina. Siempre eran las 17:05 cuando Henry Abernathy salía de la oficina. Para entonces, se había ocupado del exceso de trabajo que de alguna manera siempre llegaba a su escritorio hacia el final de la jornada laboral y había guardado su abrigo en el casillero de empleados generales.

Hace más tiempo de lo que podía recordar, Henry había estado complacido con el título de Supervisor Asistente de Transporte. Era ayudante, de acuerdo, para todos en la oficina, supervisor de nada. ¡Eso era una risa en alguien con el pelo gris y los hombros encorvados!

Como de costumbre, Henry caminó tres cuadras directamente hacia el sur desde la oficina hasta la estación del metro, deteniéndose solo para comprar el periódico de la tarde en el puesto de la esquina. Todo fue como de costumbre. Pero se había estado diciendo todo el día que este era un día importante. Iba a romper con la vida anterior. Desde el principio, una frase había estado corriendo por su cabeza. Corría por canales muy gastados porque ya había tenido este pensamiento antes, lo sabía, aunque su autoría era oscura. El vidente había dicho…

La cita le fascinaba, no sabía por qué, nunca había sabido por qué.

Henry Abernathy había creído que podía romper con su rutina sin sentido, con los mismos rostros de siempre en la oficina, con las mismas tareas estúpidas, con el mismo miedo que lo azotaba con sus correas de inseguridad a su humilde posición. Pensar de esta manera lo llevó por las escaleras del metro, a través del molinete y al nivel inferior donde esperó su tren como lo había hecho, parecía, miles de veces antes.

De repente se vio sorprendido por esta caverna tenue e iluminada por un centelleo debajo del perímetro de la superficie de la tierra. La gente a su alrededor, las vigas de acero que impiden que el resto del mundo caiga sobre los rieles, las máquinas de goma de mascar, las balanzas de un centavo... todos estos objetos parecían desenfocarse en sus pensamientos internos.

Por instinto, observó el agujero negro a su izquierda al final de la plataforma. Observó más de cerca, cuando primero le llegó el ruido y luego el parpadeo de algo en el túnel. Miró hacia arriba, no sabía por qué, porque era un acto completamente irrelevante, al techo de la estación. Parecía, en la penumbra subterránea, tan lejano como la cima del universo.

Estaba cansado, supuso. La vida te hace eso, ¿no? A todos. Abernathy se preguntó si los que lo rodeaban eran tan miserables como él, o si su desdicha era algo no reconocido y encerrado en lo más profundo de su interior. Porque esta tumba subterránea era un lugar para la reflexión, aunque a la inversa, en su bullicio y repugnante urgencia, los humanos podían tomar vacaciones de sus conciencias, y empujar, retorcerse, apresurarse hacia estos topos mecanizados que los llevaban hacia y desde sus tareas, olvidar, y en el olvido ser complacientes.

Otras veces, cuando Henry Abernathy había esperado aquí así su tren A o B, había pensado que la gente debía envejecer más rápido en tal entorno extraño: la plataforma tan dura e inflexible, el aire húmedo, la lejanía de las cosas que importaban, como el cielo, el sol y el viento. Se preguntó si personas como él seguramente no envejecerían más rápidamente en una tumba subterránea como esta, donde ni la esperanza ni ninguna otra cosa podrían crecer o florecer.

La cosa de metal opaco se deslizó dentro de la estación. Su longitud de oruga se movía con protestas estridentes y ásperas, sus coches de luces chillonas llamaban. Las puertas se abrieron y Henry Abernathy caminó automáticamente hacia adelante, mirando como siempre —porque era un hombre meticuloso— el cuadrado de la ventana que mostraba la letra alfabética del tren. Sólo dos paraban en esta plataforma: el A, que era un expreso, y el B, un local. Ambos lo llevarían a casa.

Subió, con las puertas cerrándose detrás y el tren sacudiéndose, saltando a la vida de nuevo. Estaba sentado en los incómodos asientos de madera cuando lo que acababa de mirar automáticamente en el cuadro de identificación de la ventana exterior tomó forma en su mente, y con tanta fuerza que se levantó, se acercó a la ventana y miró el cartel al revés. Brillaba levemente contra el fondo negro en movimiento del túnel, porque ahora estaban fuera de la estación.

Decía claramente, por lo que no podía haber ningún error: Tren Z.

El metro se sacudió con su velocidad creciente, y Henry volvió a su asiento. Era de lo más peculiar. Nunca antes había circulado un tren que no fuese A o B por esta vía. Nunca había oído hablar de un Tren Z. ¡Ni siquiera sabía a dónde iba!

Se sentó con las manos entrelazadas en su regazo y sintió alivio. Tal vez este era el comienzo de su aventura.

El tren se tambaleó y aceleró, y mientras los momentos pasaban siniestramente, se dio cuenta de que el monstruo subterráneo huía sin cabeza y sin prestar atención, sin el respiro de esos ocasionales oasis iluminados en la espantosa noche del metro. ¡Seguramente ya habrían llegado a otra estación! Luego… espera un momento. ¡Ésta, entonces, era su aventura!

Ésta era la diferencia que, a pesar de sí mismo y de su propia debilidad para efectuar cualquier cambio, alteraría el rumbo para él. No más jefe, no más horas regulares...

El tren iba más rápido.

Fue una vida monótona, se dijo Henry Abernathy. Monótona y bastante terrible. Ahora podía confesarse a sí mismo algo que nunca haría bajo el sol, algo que lo abrumaba. Podía confesar que había pensado en matarse.

Le invadió una sensación de humedad. El aire del túnel estaba húmedo cuando silbó en una ventana abierta en el otro extremo del coche. Había un camino muy largo entre estaciones, y a esta velocidad, eso no estaba nada bien.

Buscó otras caras en busca de consuelo. De alguna manera, parecía haber tan pocos de ellos, con esos ojos desviados u ocultos detrás de bultos o papeles. Abernathy se aclaró la garganta para probar su voz.

—Perdón, pero ¿en qué tren estoy? —le dijo a la persona más cercana.

No era una pregunta tonta, a pesar de que estaba sentado casi enfrente de la ventana donde estaba colocada la placa de identificación, y esa placa decía claramente: Tren Z.

Se sentó más rígido contra el respaldo del asiento, la tensión se apoderó de él. Fue su imaginación la que le dijo que el tren se precipitaba ansiosamente en la oscuridad cada vez mayor del túnel, porque un tren no se precipita ansiosamente, ni siquiera un Tren Z. Una libertad poética, sin dudas, un producto de la imaginación.

Henry fijó sus ojos en la persona más cercana a él: un hombre muy joven con libros y suéter, obviamente recién llegado de la universidad, un joven ansioso. Con sueños, pensó Henry Abernathy con una especie de tristeza.

El joven no miraba nada en particular, y Abernathy pensó.

—Ah, pronto me mirará. Le llamaré la atención y diré, inclinándome hacia adelante para no tener que anunciarlo al resto del vagón: Joven, parece que me he equivocado de tren —una pequeña sonrisa por mi propia estupidez—. ¿Podría decirme adónde vamos?

El joven del suéter golpeó sus libros con las yemas de los dedos, golpeó el suelo con el pie, silbó entre dientes y miró por la ventana, o hacia arriba y hacia abajo del coche, de forma casual y rápida.

Abernathy se levantó para hablar con él directamente y luego lo pensó mejor. Pasó lo suficientemente cerca para ver que el joven estaba más limpio que la mayoría. Imaginó que así debió verse él al regresar de la universidad, años atrás, pero eso estaba lejos de aquí tanto en el tiempo como en el espacio.

Había una chica, una chica bonita, notó. Tenía ojos muy abiertos, un buen mentón, una boca agradable, bien vestida. Le preguntaría a ella… pero con otros hombres en el coche se vería... bueno, no se vería bien si un hombre como él se dirigía a una hermosa jovencita.

Había varios otros hombres, bien vestidos, semi-exitosos o mejor, con cadenas de reloj sobre sus barrigas, maletines, el tipo de hombres de negocios. Jefes.

Entonces, casi en la puerta que se abría entre los coches había otro hombre, más joven, con un esmoquin que no le quedaba bien, probablemente yendo a una fiesta. Era un esmoquin alquilado, pensó Henry Abernathy con cierta satisfacción. ¡Él sabía lo que era eso! Por qué, cuando tenía esa edad, una vez había alquilado un esmoquin y probablemente no le había quedado mejor que a este tipo.

Abernathy llegó a la puerta y se aferró al pomo de latón de color amarillo rojizo. Tenía la sensación reconfortante de toda la vida, de la realidad, con la pegajosidad de decenas de manos; la gente lo abre y lo cierra, camina hacia adelante, hacia atrás, tocándolo con las manos.

Entonces avanzó, sumando sus pasos a la velocidad del tren en esa dirección.

No estaba seguro si eran uno, dos o tres coches, ni tampoco de los demás pasajeros. Se tambaleó un poco ante el balanceo del metro. Anhelaba de repente deshacerse de esta cosa, esta escena, este lugar. Todas esas figuras, esas personas con las que se había sentado en el primer coche adquirieron una extraña familiaridad de pesadilla en su mente.

Fue el trabajo penoso, el exceso de trabajo y la desesperanza de su vida, lo que lo hacían pensar así. O quizás algo más.

—Algo que comí.

Eso fue lo que le hizo saber que el muchacho del suéter era Henry Abernathy, y quizás también lo era el hombre un poco mayor con el esmoquin alquilado. La niña era la que había dicho que no. Eso también fue hace mucho tiempo. Y esos hombres fuera de forma, regordetes y caros fumadores de puros, eran los jefes para los que había trabajado, y otros para los que no había llegado a trabajar; sujetos que le habían echado una mirada de superioridad, haciéndolo sentir inferior, indigno de su atención.

La plenitud del horror se apoderó de Henry Abernathy cuando llegó a la parte delantera del primer coche. Se apoyó en el compartimento del motorista y miró hacia el túnel que se precipitaba hacia ellos y a su alrededor.

El túnel se alejaba, se alejaba, siempre girando, al parecer, como si estuviera dando vueltas.

Henry se puso de pie y miró, fascinado. No pudo ir más lejos. No pudo regresar. Miró con curiosidad el cubículo del motorista. Ese lugar estaba oscuro, la sombra se dibujaba casi hasta la parte inferior de la ventana. Pero había un hombre allí con gorra, y una mano enguantada descansaba sobre el acelerador colocado al máximo, un hombre que se balanceaba con el movimiento del tren que conducía. Un motorista.

Los años volvieron a Henry como hojas que caen en secuencia, y supo que las personas que estaban detrás de él eran parte de él, de él mismo y de otros que había conocido.

¿Qué era entonces este tren? ¿Su vida de principio a fin, y su destino?

Se quedó hipnotizado por sus pensamientos, atraído por la oscura fascinación del túnel que tenía delante, las pequeñas luces amarillas que brillaban, marcando con su debilidad tanto el espacio como la velocidad. Fue una eternidad la que Henry Abernathy estuvo allí... o fue un segundo. Tampoco importaba.

Pero adelante, finalmente, vio algo. No era exactamente una estación, pero había una luz, una pequeña luz parpadeante al costado del túnel. El tren no parecía acercarse a la luz, sino flotar hacia ella.

Los chillidos y quejidos del metro a alta velocidad se apagaron, por lo que debieron reducir la velocidad. La luz se acercó. Había una señal, una señal muy grande. La había visto antes cuando viajaba en un tren abarrotado, en la hora pico, se detuvo en la oscuridad entre dos estaciones, tal vez indicando una escalera cercana que conducía a lo anterior. El letrero decía «Salida».

Pero… había más que eso. Al otro lado de las vías había algo. Observó con atención durante las horas en las que parecía que el tren tardaba en acercarse. No importaba qué vio primero, en qué orden percibió estas cosas: la señal, la cosa en las vías; la cosa en las vías, la señal.

Era un cuerpo sobre las vías, tendido boca arriba, como un saco de algo. El rostro estaba extrañamente luminoso en la oscuridad del túnel, y ese rostro era tan terriblemente familiar como los demás que estaban detrás de él en el tren. Tan familiar y claro como el letrero debajo de la luz amarilla. Simplemente decía: «Z».

Ahora estaban cerca. El cuerpo casi estaba debajo del monstruo de metal; el signo, la «Z», era cada vez más grande.

Y luego hubo un destello cegador: todo el brillo de todo el mundo, de todos los tiempos explotando en el túnel, a través de ese cuerpo familiar y el cartel; una luz que tocó acordes y notas en su mente. Eso era, música, fácil de escuchar mientras se reproducía y giraba.

Era el sonido del carrusel, el calíope, y mientras la pequeña serie de silbidos, tocados por teclas como un órgano, estallaban y ululaban, Henry Abernathy daba vueltas y vueltas en el mar de los recuerdos sobre el caballito alegremente pintado: un caballito que se alimentaba y se iluminaba con sus lágrimas de alegría y placer.

Este fue un día importante para Henry. Iba a romper con su vida anterior, y tal vez esa vida anterior comenzaba —o la única parte que contaba— en el piso de la casa con las paredes color crema que parecían tan altas a los siete años.

Tenía que deletrear algo. Madre insistió. Era una palabra, una palabra sin sentido, que no importa entre las miles de nuestro idioma. Era perversa y había una letra que no quiso agregar, pero mamá fue tan insistente.

—¡Piensa! —dijo ella—. ¡Piensa!

Y recordó el color cada vez más profundo de su rostro, lo recordó como recordaba ahora todas estas otras cosas, pasadas y futuras.

—¡Piensa! —repitió—. ¡Piensa!

Tenía que añadir una letra para corregir la palabra perfecta, para rellenarla, para que su mente adulta funcionara correctamente.

—¡Piensa! —dijo de nuevo—. ¡Es una carta inusual!

Conocía muy bien la carta. Solo tenía que empujarla en su lugar con el pie o la mano. Pero la rebelión lo detuvo.

Y luego mamá dijo sombríamente:

—¡Piensa, Henry! ¡Hazlo o no irás a la feria!

Y con eso, la rueda de la ruleta completó su giro final y se detuvo, marcando su elección, y él, petulantemente, y todavía sin querer, pero abrumado por el conocimiento de que perdería algo más grande, puso la letra en su lugar.

Y ella gritó victoriosa:

—¡Por supuesto! ¡Z! ¡Lo sabías todo el tiempo, Henry!

Fue más tarde, entonces, cuando visitó el carnaval casi explotando con su entusiasmo de niño pequeño. ¿Hubo tiempo suficiente para todas las cosas que había que hacer y ver, tocar y jugar? ¿Había suficiente de él para oler y comer todas las cosas que se podían oler y comer?

Y al final, lo mejor de todo, el carrusel, los caballitos que subían y bajaban, subían y bajaban, giraban y giraban, con la extraña, extraña y maravillosa música del calíope, viajó millas en su caballito verde y amarillo.

Madre se quedó fuera del mundo de carreras e hizo un gesto, como golpeando con el pie, como queriendo que se detuviera.

Fue entonces, en algún momento durante su enésimo paseo en el caballito verde y amarillo que se movía de un lado a otro, cuando su mente de siete años, que conocía bien los silbidos del órgano del carrusel, oyó algo más, algo que había venido de otro mundo. Un estruendo y una luz cegadora; algo precedido solo por un poco de humedad y la ira de Madre mientras estaba de pie, sin controlarlo más, ya completamente fuera de su mundo, bajo un paraguas levantado apresuradamente, pateando con el pie y llamándolo.

Henry fue atrapado entonces en ese instante por su amigo, quien lo acogió en este momento de alegría estallando como el cabeceo de una flor. Fue por ese momento que el vidente había hablado. Fue por ese momento que la «Z» fue recordada. Y fue ese momento el que le mostró cómo habría sido en tiempos aún no nacidos, ser olvidado para siempre en un tiempo que nunca será.

Allison V. Harding (1919-2004)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Allison V. Harding.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Allison V. Harding: Toma el Tren Z (Take the Z-Train), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

1 comentarios:

El Doctor dijo...

Magnífico relato. Me encantan los relatos de terror ubicados en el mundo ferroviario porque de niño me apasionaban los trenes con sus estaciones de paso. He entrado en tu post de "Macabre Railway Stories" y es una lástima de que no esté traducido. Menuda portada. Solo conocía el de Dickens, y ahora, gracias a ti "Toma el tren Z". Tengo una abuena colección sobre este tema. La editorial Valdemar publicó el magnífico "El demonio del movimiento y otros relatos de la zona oscura", de Stefan Grabinski, una colección de cuentos sobre trenes fantasmas o fantasmas en los trenes. Uno de mis relatos favoritos es "Tren al infierno" de Robert Block donde recibió el premio Hugo.

Un cordial saludo.



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