«El Pueblo de la Oscuridad»: Robert E. Howard; relato y análisis.


«El Pueblo de la Oscuridad»: Robert E. Howard; relato y análisis.




El pueblo de la oscuridad (People of the Dark) es un relato de terror del escritor norteamericano Robert E. Howard (1906-1936), publicado originalmente en la edición de junio de 1932 de la revista Strange Tales of Mystery and Terror, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1963: El hombre oscuro y otros relatos (The Dark Man and Others).

El Pueblo de la Oscuridad es uno de los cuentos de Robert E. Howard menos conocidos, a pesar de formar parte de los Mitos de Cthulhu de H. P. Lovecraft y de introducir por primera vez a su personaje más celebrado: Conan.


«Llegué a la Cueva de Dagón para matar a Richard Brent.»


A partir de esta lacónica frase inicial, El Pueblo de la Oscuridad avanza con la intensidad habitual de Robert E. Howard. Es una de sus historias sobre la Gente Pequeña [Little People], inspirada en parte en el enfoque de Arthur Machen en La pirámide brillante (The Shining Pyramid), en parte en teorías antropológicas que iremos desarrollando a lo largo de este artículo, y que predominan en otros relatos de Robert E. Howard, como Los hijos de la noche (The Children of the Night); Gusanos de la tierra (Worms of the Earth) y Los moradores bajo la tumba (The Dwellers Under the Tomb), entre otros.

El Pueblo de la Oscuridad presenta por primera vez a Conan, aunque este «Conan de los Saqueadores» [Conan de los Reavers] parece formar parte de otra línea temporal que la de «Conan el Cimerio» [Conan the Cimemerian]. Además, este Conan es irlandés, no cimerio, y por lo tanto es miles de años más reciente que la versión más familiar del personaje. Sin embargo, hay algunas similitudes que parecen certificar que esta es una versión temprana del Conan que todos conocemos; por ejemplo, este Conan también jura por Crom, aquel indiferente dios de la montaña venerado por el cimerio, acaso inspirado en Crom Cruach, el Señor del Montículo, una deidad celta a la cual se le ofrecían sacrificios humanos [ver: ¡POR CROM! La teología de Conan el cimmerio]. En cualquier caso, Conan el Cimerio haría su debut unos meses DESPUÉS que Conan el Saqueador [1932], en El fénix de la espada (The Phoenix on the Sword), publicado en la edición de diciembre de Weird Tales.

La trama de El Pueblo de la Oscuridad se centra en un triángulo amoroso entre el narrador, John O'Brien, Richard Brent, y la mujer a la que ambos aman, Eleanor Bland. O'Brien planea asesinar a Brent por celos, y conspira para tenderle una emboscada en una caverna remota en la costa inglesa llamada Cueva de Dagón [Dagon's Cave], una vez conocida como la Caverna de los Hijos de la Noche. Se dice que esta cueva no fue formada por fuerzas naturales, sino que fue tallada por una sociedad atávica y oculta conocida como Gente Pequeña:


«Me preguntaba si esos antropólogos tenían razón en su teoría de una raza aborigen mongoloide, rechoncha, tan baja en la escala de la evolución que apenas era humana, pero que poseía una cultura propia, aunque repulsiva. Habían desaparecido ante las razas invasoras, según la teoría, formando la base de todas las leyendas arias sobre trolls, elfos, enanos y brujas. Viviendo en cuevas, estos aborígenes se habían retirado más y más hacia las cavernas de las colinas, desapareciendo Por completo, aunque el folclore imagina a sus descendientes todavía viviendo en los abismos perdidos muy por debajo de las colinas, repugnantes sobrevivientes de una edad pasada.»


O'Brien entra en la Cueva de Dagón para emboscar a su rival, a quien escuchó decir que planeaba explorar el lugar:


«La leyenda decía que esta caverna era uno de sus últimos bastiones contra los conquistadores celtas, e insinuaba túneles perdidos que conectaban la cueva con una red de corredores subterráneos que formaban un panal en las colinas.»


O'Brien resbala y se golpea la cabeza, pierde el conocimiento, pero recupera lo que parece ser el recuerdo de una vida pasada, cuando era Conan de los Saqueadores, un bárbaro irlandés de melena negra que pelea con un joven britano, Vertorix, para arrebatarle a su mujer, Tamera, encarnaciones anteriores de Richard Brent y Eleanor Bland.

Conan persigue a Tamera y Vertorix hasta la entrada de la Cueva de Dagón, y los dos hombres entablan una feroz lucha. Conan es extremadamente fuerte, pero Vertorix es ágil y consigue mantenerse alejado de los poderosos golpes del irlandés. La lucha prosigue en el interior de la cueva, pero es interrumpida por un repentino ataque de la Gente Pequeña, descrita con el habitual tamiz racial de Robert E. Howard.


«Era una especie de hombre, y su humanidad distorsionada era más horrible que su bestialidad. Erguido, no podía haber medido cinco pies. Su cuerpo era flacucho y deforme, su cabeza desproporcionadamente grande. El cabello lacio y serpentino caía sobre un rostro cuadrado e inhumano, con labios flácidos que se retorcían al mostrar sus colmillos amarillos, fosas nasales planas y abiertas y grandes ojos rasgados. Sabía que la criatura debía ser capaz de ver en la oscuridad tan bien como un gato. Siglos de merodear por oscuras cavernas le habían dado a su raza atributos terribles. Pero la característica más repelente era su piel: escamosa, amarilla y moteada, como la piel de una serpiente. Un taparrabos hecho de piel de reptil ceñía sus delgados lomos, y sus manos sujetaban una lanza corta con punta de piedra y un mazo de pedernal pulido de aspecto siniestro.»


Después de que Vertorix y Tamera se lanzan a su aparente muerte en el interior de la Cueva de Dagón, donde serán presa fácil de la Gente Pequeña, Conan los sigue y se planta ante estas criaturas subterráneas, luchando espalda con espalda con Vertorix en esos túneles claustrofóbicos. Entonces la conciencia de O'Brien regresa al presente y se da cuenta de que Richard Brent y Eleanor Bland se aman tan intensamente como sus encarnaciones anteriores, Vertorix y Tamera, y renuncia a sus celos homicidas. Sin embargo, termina pagando caro su deuda kármica [ver: Algo interfiere con nuestra experiencia del Tiempo]

El Pueblo de la Oscuridad es una historia vertiginosa que desarrolla todas las destrezas de Robert E. Howard. El uso de estas criaturas semi-humanas, involucionadas, viviendo durante siglos en los oscuros túneles de la Cueva de Dagón, recuerdan un poco a la progresiva deshumanización de la familia Martense en El Horror Oculto (The Lurking Fear) de Lovecraft [ver: La degeneración de la familia Martense]. Pero lo más interesante de El Pueblo de la Oscuridad es la forma en que Robert E. Howard emplea la idea de los recuerdos ancestrales, la memoria genética que despierta abruptamente en John O'Brien sobre su pasado gaélico como Conan. También hay que destacar que los protagonistas [O'Brien / Conan] no se quedan con la chica en ninguna de sus encarnaciones.

En apariencia, O'Brien accede a sus recuerdos ancestrales como Conan luego de resbalarse y golpearse en la cabeza en la Cueva de Dagón, pero creo que hay una sugerencia más sutil relacionada con sus celos homicidas, es decir, el mismo estado emocional que dominaba a Conan mientras perseguía a Vertorix y Tamera. Es cierto, el golpe en la cabeza en el mismo sitio donde se produjeron los hechos del pasado es el catalizador, pero creo que O'Brien logra acceder plenamente a su existencia pasada al sincronizar sus impulsos criminales con los de Conan.

Las emociones primarias del gaélico, y su eco en las intenciones homicidas de John O'Brien, son desarrolladas por Robert E. Howard sin ningún desagradable tamiz moral, lo cual es un alivio ante los prejuicios modernos. Conan quiere llevarse por la fuerza a una chica y O'Brien quiere matar a Richard Brent para obener la atención de Eleanor. Punto. También es refrescante que la Gente Pequeña vuelva a ser algo inquietante, en lugar de alegres enanitos con chalecos azules, vestuario que solo perdonamos a Tom Bombadil.

Aquí en El Espejo Gótico no nos interesa resolver el debate sobre la identidad de Conan, pero sí estableceremos algunos hechos. A primera vista, el Conan de El Pueblo de la Oscuridad parece haber sido un precursor de Conan el Cimerio, pero esta historia apareció en junio de 1932, y Robert E. Howard ya estaba trabajando en Conan el Cimerio desde febrero de 1932. Esto invierte los polos. Quiero decir, Robert E. Howard usó su concepción de Conan el Cimerio como base para Conan el Saqueador, no al revés. De hecho, tratándose de una historia sobre recuerdos genéticos, Conan el Saqueador bien podría ser una encarnación gaélica de Conan el Cimerio. El hecho de que ambos juren por Crom no es caprichoso.

Robert E. Howard imaginó a los cimerios como un pueblo precelta, de cabello negro y ojos azules o grises. Étnicamente, los cimerios a los que pertenece Conan son descendientes de los atlantes, aunque no recuerdan su ascendencia. En su ensayo apócrifo: La edad Hiborea (The Hyborian Age), Robert E. Howard describe cómo la gente de la Atlántida [de donde también proviene Kull] emigró al este después de que un gran cataclismo hundiera su isla. Estos atlantes llegaron a lo que actualmente es Irlanda y Escocia. Es decir que los cimerios [en la mitología de Howard] son los antepasados de los irlandeses y escoceses [los celtas gaélicos], y no los pictos; lo cual le da cierta lógica a la idea de que Conan de los Saqueadores, que se autoproclama gaélico, pueda ser una reencarnación de Conan el Cimerio. Por supuesto, Robert E. Howard también describe cómo los cimerios finalmente se movieron hacia el sudeste, cerca del Mar Negro, donde habitaban los cimerios históricos, pero esto no tiene ningún interés para nuestro caso.

El Pueblo de la Oscuridad incorpora una gran cantidad de temas: reencarnación, recuerdos de vidas pasadas, y un triánculo amoroso transgeneracional que desemboca en una retribución kármica. Robert E. Howard, como es frecuente en sus historias, comienza justo antes del clímax, y luego regresa al pasado para revelar una serie de eventos que resuenan con los del presente. No estoy seguro de utilizar la palabra «predestinación», pero lo cierto es que no solo los hechos en la vida de O'Brien lo llevan a la Cueva de Dagón, también los de su ancestro, haciendo que los recuerdos de su vida pasada parezcan destinados a repetirse. Al final, O'Brien tiene la oportunidad de romper este ciclo karmico y conducir a Eleanor y Brent a la salvación.

Esta noción de recuerdos transgeneracionales remite directamente a Jack London y sus historias: Antes de Adán (Before Adam) y La fortaleza de los fuertes (The Strength of the Strong), donde los personajes no solo experimentan sus vidas pasadas, sino que condicionan sus acciones presentes. También tenemos las influencias lovecraftianas. El hecho de que la acción transcurra en la Cueva de Dagón, situada en la costa del mar, no es azaroso. En la obra de Lovecraft, Dagón es un precursor de Cthulhu [ver: ¡Dagón es Cthulhu!]. Por otro lado, en el interior de la Cueva de Dagón hay un altar, sobre el cual la Gente Pequeña practica sus sacrificios. Conan se refiere a ella como la Piedra Negra, quizás el mismo altar que aparece en el relato: La Piedra Negra (The Black Stone), aunque en este caso se dice que la piedra tiene orígenes árabes.

Lovecraft compartía la misma teoría de Robert E. Howard sobre esta raza protohumana [¿neandertal?] como la base de folclore ario sobre «trolls, elfos, enanos», básicamente seres de aspecto humanoide, repulsivo, estatura infrahumana y hábitos subterráneos. Estos aborígenes de Gran Bretaña, presionados por grupos de humanos más avanzados, habrían abandonado sus antiguas tierras y se retiraron a los bosques y cavernas, desde donde lanzaban breves actos de guerrilla contra los invasores. De ahí, según esta teoría, habría nacido buena parte del folclore que rodea a la Gente Pequeña: personas que se «pierden» en la tierra de los elfos, que son atacadas y devoradas por trolls en los bosques, incluso niños llevados por las hadas [ver: Changelings]. De hecho, la mayoría de los poderes sobrenaturales atribuídos a la Gente Pequeña están relacionados con esta supuesta guerrilla llevada a cabo por los habitantes originales de las islas: muerte del ganado, destrucción de cultivos, desaparición de personas que se aventuraban en los bosques.

Estas ideas, al menos desde el lado de Lovecraft, están basadas en el libro de Margaret Murray: El culto de la brujería en Europa Occidental (The Witch-Cult in Western Europe), donde se especula que la «gente pequeña» es descendiente de los pueblos prehistóricos que habitaron las islas británicas antes de que los celtas descendieran del norte. Robert E. Howard evidentemente estaba familiarizado con esta idea de rastrear un origen antropológico para los elfos y hadas, y utilizó recurrentemente este motivo en sus historias.

Si Robert E. Howard creía o no en la reencarnación es un misterio, pero hay indicios de que creía en los recuerdos ancestrales, es decir, en la memoria de hechos protagonizados por nuestros ancestros. El gran amor de su vida, Novalyne Price, comentó una anécdota en su biografía que podría echar luz sobre este tema. Al parecer, Howard volvió a casa un día y le mencionó lo siguiente:


«Estaba en Brownwood y conocí a este hombre. Nos desagradamos en el momento en que nos vimos. Tal vez en algún tiempo me robó a mi mujer o el oso que maté.»


Este puede haber sido un comentario casual, sin una verdadera creencia en los recuerdos ancestrales que lo sustente, pero de todos modos es curioso que el mismo concepto se encuentre presente en El Pueblo de la Oscuridad.




El pueblo de la oscuridad.
People of the Dark, Robert E. Howard (1906-1936)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)

Fui a la Cueva de Dagón para matar a Richard Brent. Recorrí las oscuras avenidas formadas por los árboles altísimos, y mi estado de ánimo coincidía bien con la primitiva severidad de la escena.

El acceso a la Cueva de Dagón siempre está oscuro, porque las poderosas ramas y las espesas hojas ocultan el sol, y la tristeza de mi propia alma hacía que las sombras parecieran más ominosas y lúgubres de lo que era natural.

No muy lejos oí el lento chapoteo de las olas contra los altos acantilados, pero el mar estaba fuera de la vista, enmascarado por el denso bosque de robles. La penumbra absoluta de mi entorno se apoderó de mi alma sombría cuando pasé por debajo de las ramas antiguas, cuando salí a un claro angosto y vi la boca de la caverna ante mí. Hice una pausa, observando el exterior de la abertura y los oscuros alcances de los robles silenciosos.

¡El hombre que odiaba no había llegado antes que yo! Llegué a tiempo de llevar a cabo mi sombrío intento. Por un momento, mi resolución vaciló, luego, como una ola, me invadió la fragancia de Eleanor Bland, una visión de ondulado cabello dorado y profundos ojos grises, cambiantes y místicos como el mar. Apreté las manos hasta que los nudillos se pusieron blancos e instintivamente toqué el revólver cuyo peso se hundió en el bolsillo de mi abrigo.

Estaba seguro de que Richard Brent ya había conquistado a esta mujer, cuyo deseo hacía que mis horas de vigilia fueran un tormento y mi sueño una tortura. ¿A quién amaba? No creía que ella lo supiera. Que uno de nosotros desaparezca, pensé, y ella se volvería hacia el otro. Mi intención era simplificarle las cosas. Por casualidad escuché a mi rubio rival inglés comentar que tenía la intención de ir a la solitaria Cueva de Dagón en una ociosa excursión de exploración, solo.

No soy criminal por naturaleza. Nací y me crié en un país duro, y he vivido la mayor parte de mi vida en los extremos del mundo, donde un hombre toma lo que quiere, si puede, y la misericordia es una virtud poco conocida. Pero fue un tormento lo que me instó a quitarle la vida a Richard Brent. He vivido dura y violentamente, tal vez. Cuando el amor se apoderó de mí, también fue feroz y violento. Quizá no estaba del todo cuerdo con mi amor por Eleanor Bland y mi odio por Richard Brent. En cualquier otra circunstancia, me hubiera gustado llamarlo amigo: un joven hermoso, delgado, íntegro, de ojos claros y fuerte. Pero se interpuso en el camino de mi deseo y debía morir.

Entré en la penumbra de la caverna y me detuve. Nunca antes había visitado la Cueva de Dagón, pero una vaga sensación de familiaridad me inquietó mientras contemplaba el alto techo arqueado, las paredes de piedra y el suelo polvoriento. Me encogí de hombros, incapaz de ubicar el esquivo sentimiento; sin duda fue evocado por una similitud con las cavernas en el país montañoso del suroeste de los Estados Unidos, donde nací y pasé mi infancia.

Sin embargo, sabía que nunca había visto una cueva como esta, cuyo aspecto regular dio lugar a la leyenda de que no era una natural, sino que había sido excavada en la roca sólida hace mucho tiempo por las diminutas manos de la misteriosa Gente Pequeña, los seres prehistóricos de la leyenda británica. Todo el campo de los alrededores era un lugar predilecto para el folclore antiguo.

La gente del campo era predominantemente celta. Aquí los invasores sajones nunca habían prevalecido, y las leyendas se remontaban hacia un pasado más remoto que en cualquier otro lugar de Inglaterra, más allá de la llegada de los sajones, más allá de la llegada de los romanos, hasta aquellos días increíblemente antiguos en los que los británicos nativos luchaban contra invasores irlandeses de pelo negro.

La Gente Pequeña, por supuesto, tuvo su parte en la tradición. La leyenda decía que esta caverna era uno de sus últimos bastiones contra los celtas conquistadores, e insinuaba túneles perdidos, caídos o bloqueados que conectaban la cueva con una red de corredores subterráneos que surcaban las colinas. Con estas meditaciones desarrollándose ociosamente en mi mente, atravesé la cámara exterior de la caverna y entré en un túnel angosto que, sabía por descripciones anteriores, conectaba con una habitación más grande.

Estaba oscuro en el túnel, pero no demasiado para que pudiera distinguir los contornos vagos y medio desfigurados de misteriosos grabados en las paredes de piedra. Me aventuré a encender mi linterna eléctrica y examinarlos más de cerca. Incluso en su oscuridad me repelía su carácter anormal. Seguramente ningún hombre forjado en el molde humano, tal como lo conocemos, rayó esas grotescas obscenidades.

Pensé en la Gente Pequeña: me preguntaba si esos antropólogos tenían razón en su teoría de una raza aborigen mongoloide rechoncha, tan baja en la escala de evolución que apenas era humana, pero que poseía una cultura propia, distinta, aunque repulsiva. Habían desaparecido ante las razas invasoras, según la teoría, formando la base de todas las leyendas arias de trolls, elfos, enanos y brujas. Viviendo en cuevas desde el principio, estos aborígenes se habían retirado más y más hacia las cavernas de las colinas, desapareciendo por completo, aunque el folclore imagina a sus descendientes todavía viviendo en los abismos perdidos muy por debajo de las colinas, repugnantes sobrevivientes de una edad pasada.

Apagué la linterna y atravesé el túnel para salir a una especie de entrada que parecía demasiado simétrica para haber sido obra de la naturaleza. Estaba mirando dentro de una vasta caverna oscura, a un nivel algo más bajo que la cámara exterior, y de nuevo me estremecí con una extraña sensación de familiaridad. Un corto tramo de escalones conducía desde el túnel hasta el suelo de la caverna: diminutos escalones, demasiado pequeños para los pies humanos normales, tallados en la piedra sólida. Sus bordes estaban muy desgastados. Empecé el descenso, mi pie resbaló de repente. Instintivamente supe lo que venía, pero no pude contenerme. Caí de cabeza por los escalones y golpeé el suelo de piedra con un estrépito que borró mis sentidos...

***


Lentamente la conciencia volvió a mí, con un latido de cabeza y una sensación de desconcierto. Me llevé una mano a la cabeza y la encontré cubierta de sangre. Había recibido un golpe, o me había caído. Estaba absolutamente en blanco. Dónde estaba, quién era yo, no lo sabía. Miré a mi alrededor, parpadeando en la penumbra, y vi que estaba en una caverna amplia y polvorienta. Me detuve al pie de un corto tramo de escalones que conducían a una especie de túnel. Pasé mi mano aturdida por mi melena negra de corte cuadrado, y mis ojos vagaron sobre mis enormes extremidades desnudas y mi poderoso torso. Estaba vestido, noté distraídamente, con una especie de taparrabos, de cuyo cinturón colgaba una vaina vacía, y calzaba sandalias de cuero.

Entonces vi un objeto que yacía a mis pies; me agaché y lo tomé. Era una pesada espada de hierro, cuya ancha hoja estaba oscuramente manchada. Mis dedos encajaron instintivamente en la empuñadura con la familiaridad del uso prolongado. Entonces, de repente, recordé y me reí al pensar que una caída sobre mi cabeza me dejaría a mí, Conan de los saqueadores, tan completamente loco.

De a poco todo volvió a mí. Había sido una incursión contra los britanos, en cuyas costas nos abalanzábamos continuamente con antorchas y espadas, desde la isla llamada Eireann. Ese día, nosotros, los Gael de pelo negro, habíamos barrido repentinamente una aldea costera desde nuestros barcos largos y bajos, y en el huracán de la batalla que siguió, los britanos finalmente abandonaron la obstinada contienda y se retiraron, guerreros, mujeres y niños, a las profundas sombras de los bosques de robles, donde rara vez nos atrevíamos a seguirlos.

Pero los había seguido, porque había una chica a la que deseaba con una pasión ardiente, una criatura joven, esbelta, con cabello dorado y profundos ojos grises, cambiantes y místicos como el mar. Su nombre era Tamera, bien lo sabía, porque había comercio entre las razas además de guerra, y yo había estado en las aldeas de los britanos como un visitante pacífico en tiempos de rara tregua.

Vi su cuerpo blanco a medio vestir entre los árboles mientras corría con la rapidez de una cierva, y la seguí, jadeando con feroz impaciencia. Huyó bajo las sombras oscuras de los robles retorcidos, mientras, a lo lejos, detrás de nosotros, se apagaban los gritos de la matanza y el choque de las espadas. Luego corrimos en silencio, excepto por su rápido y laborioso jadeo. Estaba tan cerca de ella cuando salimos a un estrecho claro frente a una caverna de boca sombría, que atrapé sus cabellos dorados con una mano poderosa. Se hundió con un gemido desesperado, y aun así, un grito hizo eco de su grito y giré rápidamente para encarar a un joven britano, larguirucho, que saltó de entre los árboles con la luz de la desesperación en sus ojos.

—¡Vertorix! —gritó la chica, su voz se quebró en un sollozo, y una ira más feroz brotó en mí, porque sabía que el muchacho era su amante.

—¡Corre hacia el bosque, Tamera! —gritó él, y saltó hacia mí como una pantera, su hacha de bronce girando como una rueda centelleante alrededor de su cabeza. Y entonces resonó el estruendo de la contienda y el duro jadeo del combate.

El britano era tan alto como yo, pero era ágil donde yo era enorme. La ventaja de la pura fuerza muscular era mía, y pronto estuvo a la defensiva, esforzándose desesperadamente por parar mis fuertes golpes con su hacha. Golpeando su guardia como un herrero sobre un yunque, lo presioné implacablemente. Su pecho se agitaba, su respiración era jadeante, su sangre goteaba del cuero cabelludo, el pecho y el muslo donde mi hoja silbante había cortado la piel. Mientras redoblé mis brazadas y él se inclinó y se balanceó debajo de ellas como un árbol joven en una tormenta, escuché a la chica gritar:

—¡Vertorix! ¡Vertorix! ¡La cueva! ¡La cueva!

Vi su rostro palidecer con un miedo mayor que el inducido por mi espada cortante.

—¡Ahí no! —jadeó él—. ¡Mejor una muerte limpia! ¡En el nombre de Il-marenin, chica, corre hacia el bosque y sálvate!

—¡No te dejaré! —lloró ella—. ¡La cueva! ¡Es nuestra única oportunidad!

La vi pasar a nuestro lado como una voluta blanca y desaparecer en la caverna. Con un grito, el joven lanzó un salvaje y desesperado golpe que casi me partió el cráneo. Cuando me tambaleé, él se alejó, saltó a la caverna detrás de la chica y desapareció en la penumbra.

Con un grito enloquecido que invocó a todos mis sombríos dioses gaélicos, salté imprudentemente tras ellos, sin tener en cuenta si el britano acechaba junto a la entrada para descerebrarme mientras entraba corriendo. Pero una mirada rápida mostró que la cámara estaba vacía y una voluta blanca desaparecía una puerta oscura en la pared trasera.

Corrí a través de la caverna y me detuve repentinamente cuando un hacha salió de la penumbra y silbó peligrosamente cerca de mi cabeza de melena negra. Giré de repente. Ahora la ventaja estaba con Vertorix, que estaba de pie en la estrecha boca del corredor donde apenas podía acercarme sin exponerme al devastador golpe de su hacha.

Estaba a punto de echar espumarajos de furia y la visión de una forma blanca y esbelta entre las sombras profundas detrás del guerrero me llevó a un frenesí. Ataqué pero con cautela, empujando venenosamente a mi enemigo y retirándome de sus golpes. Deseaba sacarlo en una estocada amplia, evitarlo y atravesarlo antes de que pudiera recuperar el equilibrio. Al aire libre podría haberlo derribado con pura fuerza, pero aquí estaba en desventaja. Sin embargo, fui terco; si no podía llegar a él con un golpe final, ni él ni la chica podrían escapar de mí mientras lo mantuviera acorralado en el túnel.

Debe haber sido la comprensión de este hecho lo que motivó la acción de la chica, porque le dijo algo a Vertorix acerca de buscar un camino para salir, y aunque él gritó ferozmente, prohibiéndole que se aventurara en la oscuridad, ella se dio la vuelta y corrió hacia el túnel para desaparecer en la penumbra. Mi ira aumentó terriblemente y casi me partí la cabeza en mi afán por derribar a mi enemigo antes de que encontrara un medio para escapar.

Entonces la caverna resonó con un grito terrible y Vertorix gimió como un hombre muerto, con el rostro ceniciento en la penumbra. Dio media vuelta, como si se hubiera olvidado de mí y de mi espada, y corrió por el túnel como un loco, gritando el nombre de Tamera. De lejos, como de las entrañas de la tierra, me pareció oír su grito de respuesta, mezclado con un extraño clamor sibilante que me infundió un horror indescriptible pero instintivo. Luego se hizo el silencio, roto solo por los gritos frenéticos de Vertorix, que se adentraba más y más en la tierra.

Me recuperé, salté al túnel y corrí tras el britano con la misma imprudencia con la que él había corrido tras la chica. Aunque era un saqueador con las manos en la masa, cortar a mi rival por la espalda estaba menos en mi mente que descubrir qué cosa temible tenía a Tamera en sus garras.

Mientras corría noté que los lados del túnel estaban garabateados con dibujos monstruosos, y de repente me di cuenta de que debía ser la temible Caverna de los Hijos de la Noche, cuyas historias habían cruzado el Mar Angosto para resonar horriblemente en mis oídos gaélicos. Tamera debe haber tenido miedo de mí para adentrarse en una caverna evitada por su gente, donde se decía que acechaban los sobrevivientes de esa espantosa raza que habitaba la tierra antes de la llegada de los pictos y los britanos, recluidos ahora en las cavernas desconocidas de las colinas.

Delante de mí el túnel se abría a una amplia cámara, y vi la forma pálida de Vertorix brillar momentáneamente en la penumbra y desaparecer en lo que parecía ser la entrada de un corredor frente a la boca del túnel que acababa de atravesar. Instantáneamente sonó un grito corto y feroz y el estrépito de un golpe contundente, mezclado con los gritos histéricos de una mujer y una mezcla de silbidos de serpiente que me erizaron los cabellos. En ese instante salí disparado del túnel, corriendo a toda velocidad, y me di cuenta demasiado tarde de que el suelo de la caverna estaba varios pies por debajo del nivel del túnel. Mis pies no alcanzaron los diminutos escalones y me estrellé contra el suelo de piedra.

Mientras estaba de pie en la penumbra, frotándome la cabeza dolorida, todo esto volvió a mí, y miré con miedo a través de la vasta cámara hacia ese corredor oscuro y críptico en el que Tamera y su amante habían desaparecido, y sobre el cual el silencio yacía como un paño mortuorio. Empuñando mi espada crucé con cautela la gran caverna inmóvil y miré hacia el corredor. Mis ojos encontraron una oscuridad más densa. Entré, esforzándome por atravesar la penumbra, y cuando mi pie resbaló en una amplia mancha húmeda en el suelo de piedra, el olor acre y crudo de la sangre recién derramada llegó a mis fosas nasales. Alguien o algo había muerto allí, ya fuera el joven británico o su atacante desconocido.

Me quedé allí, indeciso, todos los miedos sobrenaturales que son la herencia del gael surgiendo en mi alma primitiva. Podía dar media vuelta y salir de esos malditos laberintos, a la clara luz del sol y bajar al limpio mar azul donde mis camaradas, sin duda, me esperaban con impaciencia después de derrotar a los britanos. ¿Por qué arriesgar mi vida entre estas espeluznantes madrigueras de ratas? Me devoraba la curiosidad por saber qué tipo de seres acechaban en la caverna, y quiénes eran llamados Hijos de la Noche, pero fue mi amor por la chica de cabello amarillo lo que me condujo por ese túnel oscuro, un amor a mi manera. Habría sido amable con ella si la hubiera llevado a mi isla.

Caminé suavemente por el corredor, con la espada lista. No tenía ni idea de qué tipo de criaturas eran los Hijos de la Noche, pero las historias de los britanos les habían dado una naturaleza claramente inhumana.

La oscuridad se cerró a mi alrededor a medida que avanzaba, hasta que me moví en la oscuridad total. Mi mano izquierda tanteó una entrada extrañamente tallada, y en ese instante algo silbó como una víbora a mi lado y cortó ferozmente mi muslo. Devolví el golpe salvajemente y sentí que algo cayó a mis pies y murió. No podía saber qué había matado en la oscuridad, pero debía ser al menos en parte humana porque el corte superficial en mi muslo había sido hecho con una especie de hoja, y no colmillos o garras. Sudé de horror, porque los dioses saben que la voz sibilante de la Cosa no se parecía a ninguna lengua humana que hubiera oído jamás.

En la oscuridad frente a mí escuché que el sonido se repetía, mezclado con horribles deslizamientos, como si se acercaran cantidades de criaturas reptilianas. Atravesé la entrada que había tanteado y me acerqué repitiendo mi caída de cabeza, porque en lugar de dar a otro corredor nivelado, la entrada daba a un tramo de pequeños escalones en los que me tambaleé salvajemente.

Recuperé el equilibrio y avancé con cautela, buscando apoyo a los lados. Parecía descender a las mismas entrañas de la tierra, pero no me atrevía a dar marcha atrás. De repente, muy por debajo de mí, vislumbré una luz tenue e inquietante. Continué, forzosamente, y llegué a un lugar donde el pozo se abría a otra gran cámara abovedada; y me encogí hacia atrás, horrorizado.

En el centro de la cámara se alzaba un sombrío altar negro; lo habían frotado por todas partes con una especie de fósforo, de modo que brillaba apagadamente, dando una semi-iluminación a la caverna sombría. Elevándose detrás de él, sobre un pedestal de cráneos humanos, yacía un objeto negro y críptico, tallado con misteriosos jeroglíficos. ¡La Piedra Negra! La antigua, antigua Piedra ante la cual, decían los britanos, los Hijos de la Noche se inclinaban en espantosa adoración, y cuyo origen se perdía en las negras nieblas de un pasado espantosamente distante. Alguna vez, dice la leyenda, estuvo en ese sombrío círculo de monolitos llamado Stonehenge, antes de que sus seguidores fueran expulsados por los arcos de los pictos.

Le dediqué una mirada pasajera y temblorosa. Dos figuras, atadas con correas de cuero sin curtir, yacían sobre el resplandeciente altar negro. Una era Tamera; la otra era Vertorix, manchado de sangre y despeinado. Su hacha de bronce, cubierta de sangre coagulada, yacía cerca del altar. Y ante la piedra resplandeciente se acuclillaba el Horror.

Aunque nunca había visto a uno de esos macabros aborígenes, supe lo que era y me estremecí. Era una especie de hombre, pero tan bajo en la etapa evolutiva que su humanidad distorsionada era más horrible que su bestialidad.

Erguido, no podía tener cinco pies de altura. Su cuerpo era escuálido y deforme, su cabeza desproporcionadamente grande. El cabello lacio y serpentino caía sobre un rostro cuadrado e inhumano con labios fofos y retorcidos que mostraban colmillos amarillos, fosas nasales planas y grandes ojos rasgados. Sabía que la criatura debía ser capaz de ver en la oscuridad tan bien como un gato. Siglos de merodear en las oscuras cavernas le habían dado a la raza atributos terribles e inhumanos. Pero lo más repelente era su piel: escamosa, amarilla y moteada, como la piel de una serpiente. Un taparrabos hecho de piel de serpiente ceñía sus delgados lomos, y sus manos con garras empuñaban una lanza corta con punta de piedra y un mazo de pedernal pulido de aspecto siniestro.

Se regodeaba tanto con sus cautivos que evidentemente no había oído mi sigiloso descenso. Mientras vacilaba en las sombras del pozo, muy por encima de mí escuché un susurro suave y siniestro que me heló la sangre. Los Hijos se arrastraban por el pozo detrás de mí, y yo estaba atrapado. Vi otras entradas abriéndose en la cámara, y actué, dándome cuenta de que una alianza con Vertorix era nuestra única esperanza. Aunque éramos enemigos, éramos hombres, moldeados por la misma forja, atrapados en la guarida de estas monstruosidades indescriptibles.

Cuando salí del pozo el horror junto al altar levantó la cabeza y me miró fijamente. Salté y él se derrumbó, sangrando, mientras mi espada pesada partía su corazón de reptil. Pero incluso mientras moría soltó un chillido abominable que resonó en lo alto del pozo. Con una prisa desesperada, corté las ataduras de Vertorix y lo arrastré para que se pusiera de pie. Y me volví hacia Tamera, quien no se apartó de mí, sino que me miró con ojos suplicantes y dilatados por el terror. Vertorix no perdió el tiempo con palabras, dándose cuenta de que el azar nos había convertido en aliados. Agarró su hacha mientras yo liberaba a la chica.

—No podemos subir por el pozo —explicó rápidamente—. Tendremos a toda la manada sobre nosotros. Atraparon a Tamera cuando buscaba una salida, y me dominaron en gran número cuando los seguí. Nos arrastraron hasta aquí y todos menos esa carroña se dispersaron, llevando la noticia del sacrificio a sus madrigueras. Sólo Il-marenin sabe cuántos de los míos, robados en la noche, han muerto en ese altar. Debemos arriesgarnos en uno de estos túneles, ¡todos conducen al infierno! ¡Sígueme!

Agarrando la mano de Tamera, corrió rápidamente hacia el túnel más cercano y yo lo seguí. Una mirada atrás, hacia la cámara, antes de que un giro en el pasillo la borrara de la vista, mostró una horda repugnante que salía del pozo. El túnel se inclinaba abruptamente hacia arriba y, de repente, frente a nosotros vimos una barra de luz gris. Pero al instante siguiente nuestros gritos de esperanza se transformaron en maldiciones de amarga decepción. Había luz del día, sí, entrando a la deriva a través de una hendidura en el techo abovedado, pero muy, muy por encima de nuestro alcance. Detrás de nosotros, la manada soltó la lengua exultante. Y me detuve.

—Sálvense ustedes mismos si pueden —gruñí—. Aquí defiendo mi posición. Ellos pueden ver en la oscuridad y yo no. Aquí al menos puedo verlos. ¡Vayan!

Pero Vertorix también se detuvo.

—De poco sirve que nos persigan como ratas hasta nuestra perdición. No hay escapatoria. Enfrentemos nuestro destino como hombres.

Tamera gritó, retorciéndose las manos, pero se aferró a su amante.

—Párate detrás de mí con la chica —gruñí—. Cuando caiga, rómpele los sesos con tu hacha para que no vuelvan a llevársela con vida. Luego vende tu propia vida tanto como puedas, porque no hay nadie que nos vengue.

Sus agudos ojos se encontraron con los míos.

—Adoramos a diferentes dioses, saqueador —dijo—, pero todos los dioses aman a los hombres valientes. Quizá nos volvamos a encontrar, más allá de la Oscuridad.

—¡Salve y adiós, britano! —gruñí, y nuestras manos derechas se agarraron como acero.

—¡Salve y adiós, Gael!

Y giré cuando una horrible horda subió por el túnel y estalló en la penumbra, una pesadilla voladora de pelo ondulado como serpientes, labios salpicados de espuma y ojos deslumbrantes. Emitiendo mi grito de guerra salté a su encuentro, mi pesada espada cantó y una cabeza giró sonriendo desde su hombro sobre una fuente arqueada de sangre. Cayeron sobre mí como una ola y la locura combativa de mi raza se apoderó de mí. Luché como lucha una bestia enloquecida y con cada golpe atravesé carne y hueso, y la sangre salpicó en una lluvia carmesí.

Luego, cuando se abalanzaron y yo caí bajo el peso de su número, un grito feroz cortó el estruendo y el hacha de Vertorix cantó sobre mí, salpicando sangre y sesos como agua. La presión se aflojó y me tambaleé, pisoteando los cuerpos que se retorcían bajo mis pies.

—¡Una escalera detrás de nosotros! —gritó el britano—. ¡En un ángulo de la pared! ¡Debe conducir a la luz del día! ¡Arriba, en nombre de Il-marenin!

Así que retrocedimos, luchando centímetro a centímetro. Las alimañas lucharon como demonios hambrientos de sangre, trepando sobre los cuerpos de los muertos para chillar y atacar. Los dos chorreábamos sangre a cada paso cuando llegamos a la boca del pozo en el que Tamera nos había precedido.

Gritando como verdaderos demonios, los Hijos surgieron para arrastrarnos hacia abajo. El pozo no era tan claro como lo había sido el corredor, y se oscureció a medida que subíamos, pero nuestros enemigos solo podían atacarnos desde el frente. ¡Por los dioses, los masacramos hasta que la escalera quedó llena de cadáveres destrozados y los Hijos echaron espuma como lobos rabiosos! Entonces, de repente, abandonaron la refriega y corrieron escaleras abajo.

—¿Qué presagia esto? —jadeó Vertorix, sacudiéndose el sudor sanguinolento de sus ojos.

—¡Sube por el pozo, rápido! —jadeé—. ¡Pretenden subir alguna otra escalera y venir hacia nosotros desde arriba!

Así que subimos corriendo esos malditos escalones, resbalando y tropezando, y mientras huíamos más allá de un túnel negro que se abría al pozo, más abajo escuchamos un aullido espantoso. Un instante después salimos a un corredor sinuoso, débilmente iluminado por una vaga luz gris que se filtraba desde arriba. Desde algún lugar de las entrañas de la tierra me pareció escuchar el trueno de un torrente de agua. Comenzamos a caminar por el pasillo y, mientras lo hacíamos, un gran peso se estrelló contra mis hombros, tirándome de cabeza. Un mazo golpeó una y otra vez mi cabeza, enviando apagados destellos rojos de agonía a través de mi cerebro. Con un tirón volcánico arrastré a mi atacante por debajo de mí y le desgarré la garganta con mis dedos desnudos. Y sus colmillos se encontraron con mi brazo en su mordisco mortal.

Tambaleándome, vi que Tamera y Vertorix se habían perdido de vista. Yo había estado un poco detrás de ellos, y habían seguido corriendo, sin saber nada del demonio que había saltado sobre mis hombros. Sin duda pensaron que todavía les pisaba los talones. Di una docena de pasos y luego me detuve. El corredor se bifurcaba y no sabía qué camino habían tomado mis compañeros. A ciegas, tomé el ramal de la izquierda y seguí tambaleándome en la penumbra. Estaba débil por el cansancio y la pérdida de sangre, mareado y enfermo por los golpes que había recibido. Sólo el pensamiento de Tamera me mantuvo obstinadamente en pie. Entonces escuché el sonido de un torrente invisible.

Que no estaba muy lejos era evidente por la tenue luz que se filtraba desde algún lugar arriba, y por un momento esperé encontrarme con otra escalera. Pero, cuando lo hice, me detuve en una negra desesperación; en lugar de arriba, conducía hacia abajo. En algún lugar lejano detrás de mí escuché débilmente los aullidos de la manada, y caí, sumergiéndome en la oscuridad total. Por fin llegué a un nivel y seguí a ciegas. Había renunciado a toda esperanza de escapar, y solo esperaba encontrar a Tamera, si ella y su amante no habían encontrado una forma de escapar, y morir con ella. El trueno del agua corriendo estaba ahora sobre mi cabeza, y el túnel estaba viscoso y húmedo. Gotas de humedad cayeron sobre mi cabeza y supe que estaba pasando bajo el río.

Luego volví a tropezar con escalones cortados en la piedra, y estos conducían hacia arriba. Trepé tan rápido como mis heridas endurecidas me lo permitieron, y había recibido suficiente castigo como para haber matado a un hombre común. Subí y subí, y de repente la luz del día irrumpió sobre mí a través de una hendidura en la roca sólida. Entré en el resplandor del sol. Estaba parado en una cornisa muy por encima de un río que corría a una velocidad asombrosa entre acantilados imponentes. El saliente en el que me encontraba estaba cerca de la cima del acantilado; la seguridad estaba al alcance de la mano. Pero vacilé, tal era mi amor por la chica de cabellos dorados que estaba listo para volver sobre mis pasos a través de esos túneles negros con la loca esperanza de encontrarla.

Al otro lado del río vi otra hendidura en la pared del acantilado, con una cornisa similar a la que yo pisaba, pero más larga. En la antigüedad, no lo dudo, alguna especie de puente primitivo conectaba los dos salientes, posiblemente antes de que se excavara el túnel bajo el lecho del río. Ahora, mientras observaba, dos figuras emergieron en esa otra repisa: una herida, manchada de polvo, cojeando, empuñando un hacha manchada de sangre; la otra, delgada, blanca y juvenil.

¡Vertorix y Tamera! Habían tomado el otro corredor en la bifurcación y evidentemente habían seguido las ventanas del túnel para salir como yo lo había hecho, excepto que yo tomé el desvío a la izquierda y pasé por debajo del río. Y ahora vi que estaban en una trampa. En ese lado, los acantilados se elevaban medio centenar de pies más que en mi lado del río, y una araña tan escarpada difícilmente podría haberlos escalado. Solo había dos formas de escapar de la cornisa: de regreso a través de los túneles infestados de demonios o directamente hacia el río que corría muy por debajo.

Vi a Vertorix mirar hacia los acantilados y luego hacia abajo, y sacudir la cabeza con desesperación. Tamera le rodeó el cuello con los brazos y, aunque no pude oír sus voces por el murmullo del río, los vi sonreír, y luego se fueron juntos al borde de la cornisa. De la hendidura salió un enjambre repugnante, como reptiles que se retorcían en la oscuridad, y se quedaron parpadeando a la luz del sol como las cosas nocturnas que eran. Agarré la empuñadura de mi espada en la agonía de mi impotencia hasta que la sangre goteó de debajo de mis uñas. ¿Por qué no me había seguido la manada en lugar de mis compañeros?

Los Hijos vacilaron cuando los dos britanos se enfrentaron a ellos, luego, con una carcajada, Vertorix arrojó su hacha al río caudaloso y, dándose la vuelta, atrapó a Tamera en un último abrazo. Juntos saltaron y, aún abrazados, se precipitaron hacia abajo, golpearon el agua espumosa que parecía saltar para encontrarse con ellos, y desaparecieron. El río salvaje avanzaba como un monstruo ciego e insensato, tronando a lo largo de los acantilados resonantes.

Por un momento me quedé congelado, luego, como un hombre en un sueño, me volví, tomé el borde del acantilado sobre mí y cansadamente me levanté y me puse de pie, escuchando el rugido del río muy por debajo.

Me tambaleé, aturdido, agarrándome la cabeza palpitante, en la que se había coagulado la sangre seca. Miré salvajemente a mi alrededor. ¡Había escalado los acantilados, no, por el trueno de Crom, todavía estaba en la caverna! Alcancé mi espada…

La niebla se desvaneció y miré a mi alrededor, mareado, orientándome en el espacio y el tiempo. Me paré al pie de los escalones por los que había caído. Yo, que había sido Conan el Saqueador, era John O'Brien.

¿Todo ese interludio grotesco fue un sueño? ¿Podría un simple sueño parecer tan vívido? Incluso en los sueños, a menudo sabemos que estamos soñando, pero Conan, el Saqueador, no tenía conocimiento de ninguna otra existencia. Más aún, recordaba su propia vida pasada como recuerda un hombre vivo, aunque en la mente despierta de John O'Brien, ese recuerdo se desvaneció en polvo y niebla. Pero las aventuras de Conan en la Caverna de los Hijos quedaron claramente grabadas en la mente de John O'Brien.

Miré a través de la cámara en penumbra hacia la entrada del túnel por el que Vertorix había seguido a la chica. Pero miré en vano, viendo sólo la pared desnuda de la caverna. Crucé la cámara, encendí mi linterna eléctrica (milagrosamente intacta después de mi caída) y tanteé a lo largo de la pared. Me sobresalté, como por una descarga eléctrica. Exactamente donde debería haber estado la entrada, mis dedos detectaron una diferencia en el material, una sección que era más áspera que el resto de la pared. Estaba convencido de que era de una mano de obra comparativamente moderna; el túnel había sido tapiado.

Empujé, ejerciendo todas mis fuerzas, y me pareció que la sección estaba a punto de ceder. Retrocedí y, respirando profundamente, lancé todo mi peso, respaldado por todo el poder de mis músculos. La pared quebradiza cedió con un estruendo demoledor y salí catapultado a través de una lluvia de piedras y mampostería. Me levanté, un grito agudo se me escapó. Me incorporé en un túnel, y esta vez no pude confundir la sensación de similitud. Allí, Vertorix se enfrentó por primera vez a los Hijos cuando se llevaron a Tamera a rastras, y allí, donde yo estaba, el suelo estaba inundado de sangre.

Caminé por el túnel como en trance. Pronto llegaría a la puerta de la izquierda; sí, allí estaba, el portal extrañamente tallado, en cuya boca había matado al ser invisible que se alzaba en la oscuridad. Me estremecí momentáneamente. ¿Sería posible que los restos de esa sucia raza aún acecharan en estas cavernas remotas?

Me volví hacia la entrada y mi luz brilló por un eje largo e inclinado, con pequeños escalones cortados en la piedra. Por estos había ido a tientas Conan el Saqueador y por ellos fui yo, John O'Brien, con los recuerdos de esa otra vida llenando mi cerebro de vagos fantasmas. No brillaba ninguna luz delante de mí, pero entré en la gran cámara oscura que había conocido de antaño, y me estremecí al ver el sombrío altar negro al brillo de mi linterna. Ahora ninguna figura atada se retorcía allí, ningún horror agazapado se regodeaba. Tampoco la pirámide de calaveras sostenía la Piedra Negra ante la cual razas desconocidas se habían inclinado antes de que Egipto naciera en el amanecer de los tiempos. Solo un montón de polvo esparcido yacía donde los cráneos habían sostenido la cosa infernal. No, eso no había sido un sueño: yo era John O'Brien, pero había sido Conan de los Saqueadores en otra vida.

Entré en el túnel por el que habíamos huido, proyectando un rayo de luz hacia adelante, y vi la luz gris descendiendo desde arriba, como en esa otra era perdida. Aquí el britano y yo, Conan, nos habíamos vuelto a raya. Aparté la vista de la antigua hendidura en lo alto del techo abovedado y busqué la escalera. Allí estaba, medio oculta por un ángulo en la pared.

Recordé cuán apresuradamente habíamos subido Vertorix y yo, con la horda silbando y echando espuma detrás de nosotros. Me encontré tenso por el miedo mientras me acercaba a la entrada oscura a través de la cual la manada había tratado de aislarnos. Había apagado la luz cuando llegué al pasillo tenuemente iluminado de abajo, y miré hacia el pozo de oscuridad que se abría en la escalera. Y, con un grito, retrocedí, casi perdiendo el equilibrio en los desgastados escalones. Sudando en la penumbra, encendí la luz y dirigí su haz hacia la críptica abertura, revólver en mano.

Sólo vi los lados desnudos y redondeados de un pequeño túnel en forma de pozo y me reí nerviosamente. Mi imaginación se estaba desbocando. Podría haber jurado que unos horribles ojos amarillos me miraban desde la oscuridad, y que algo que se arrastraba se había escapado por el túnel. Fui tonto al dejar que estas imaginaciones me perturbaran. Los Hijos hacía tiempo que habían desaparecido de estas cavernas; una raza sin nombre y abominable más cercana a la serpiente que al hombre, se habían desvanecido hacía siglos en el olvido del que se habían arrastrado en las eras oscuras del amanecer de la Tierra.

Salí del pozo al corredor sinuoso que, según recordaba de antaño, era más claro. Desde las sombras, una cosa al acecho había saltado sobre mi espalda mientras mis compañeros seguían corriendo. ¡Qué bruto de hombre había sido Conan para seguir adelante después de recibir heridas tan salvajes! Sí, en esa época todos los hombres eran de hierro.

Llegué al lugar donde el túnel se bifurcaba y, como antes, tomé el ramal de la izquierda y llegué al pozo. Bajé, escuchando el rugido del río, pero sin escucharlo. De nuevo la oscuridad se cernió sobre el pozo, así que me vi obligado a recurrir de nuevo a mi linterna eléctrica para no perder el equilibrio y precipitarme a mi muerte. Oh, yo, John O'Brien, no soy tan seguro como yo, Conan el Saqueador; ni tampoco tan poderoso y rápido como un tigre.

Pronto llegué al nivel inferior y sentí de nuevo la humedad que denotaba mi posición bajo el lecho del río, pero aún no podía escuchar el sonido del agua. Sabía que cualquiera que fuera el caudaloso río que se había precipitado rugiendo hacia el mar en aquellos tiempos antiguos, hoy no existía entre las colinas. Me detuve, encendiendo mi luz. Estaba en un gran túnel, no muy alto de techo, pero ancho. Otros túneles más pequeños se bifurcaban de él y me maravillé de la red que aparentemente formaba un panal.

No puedo describir el efecto lúgubre de esos pasillos oscuros, de techo bajo, muy por debajo de la tierra. Sobre todo colgaba una sensación de indescriptible antigüedad. ¿Por qué la Gente Pequeña había tallado estas misteriosas criptas, y en qué edad oscura? ¿Fueron estas cavernas su último refugio ante la humanidad, o sus castillos desde tiempos inmemoriales? Sacudí la cabeza con desconcierto. A pesar de la bestialidad de los Hijos, de alguna manera habían sido capaces de tallar estos túneles y cámaras que podrían obstaculizar a los ingenieros modernos. Incluso suponiendo que hubieran completado una tarea iniciada por la naturaleza, era un trabajo estupendo para una raza de enanos.

Entonces me di cuenta con un sobresalto de que estaba pasando más tiempo en estos sombríos túneles de lo que me importaba, y comencé a buscar los escalones por los que Conan había ascendido. Los encontré y, siguiéndolos, volví a respirar aliviado cuando el repentino resplandor de la luz del día llenó el pozo. Salí a la cornisa, ahora desgastada. Y vi el gran río, que había rugido como un monstruo cautivo entre las paredes escarpadas de su estrecho cañón. Había disminuido con el paso de los eones hasta ser un pequeño arroyo, muy por debajo de mí, goteando silenciosamente entre las piedras en su camino hacia el mar.

Sí, la superficie de la tierra cambia; los ríos crecen o se encogen, las montañas se agitan y se derrumban, los lagos se secan, los continentes se alteran; pero bajo la tierra, la obra de manos perdidas y misteriosas duerme sin ser tocada por el paso del tiempo. Pero, ¿qué hay de las manos que levantaron ese trabajo? ¿También ellas acechaban bajo las colinas?

No sé cuánto tiempo estuve allí, perdido en oscuras especulaciones, pero de repente, mirando hacia el otro saliente, derruido y desgastado, me encogí de nuevo en la entrada detrás de mí. Dos figuras salieron a la cornisa y me quedé sin aliento al ver que eran Richard Brent y Eleanor Bland. Recordé por qué había venido y mi mano instintivamente buscó el revólver en mi bolsillo. Ellos no me vieron, pero yo podía verlos, y también oírlos claramente, ya que ningún río tronaba entre las cornisas.

—Por Dios, Eleanor —decía Brent—, me alegro de que hayas decidido venir conmigo. ¿Quién hubiera imaginado que había algo en esos viejos cuentos sobre túneles ocultos? Me pregunto cómo llegó esa sección de la pared. ¿Se derrumbó? Me pareció oír un estruendo justo cuando entramos en la cueva exterior. ¿Crees que algún mendigo estaba en la caverna delante de nosotros y la forzó?

—No lo sé —respondió ella—. Recuerdo… oh, no lo sé. Casi parece como si hubiera estado aquí antes, o soñado que estuve. Me parece recordarme vagamente, como una pesadilla lejana, corriendo, corriendo, corriendo sin cesar a través de estos pasillos oscuros con horribles criaturas pisándome los talones...

—¿Estuve allí? —preguntó Brent en tono de broma.

—Sí, y John también —respondió ella—. Pero no eras Richard Brent, y John no era John O'Brien. No, y yo tampoco era Eleanor Bland. Oh, es tan oscuro y lejano que no puedo describirlo en absoluto. Es brumoso y horrible.

—Entiendo, un poco —dijo él inesperadamente—. Desde que llegamos al lugar donde se había derrumbado el muro y dejado al descubierto el viejo túnel, he tenido una sensación de familiaridad con el lugar. Había horror, peligro y batalla, y también amor.

Dio un paso más cerca del borde para mirar hacia abajo en el desfiladero, y Eleanor gritó, aguda y repentinamente, agarrándolo.

—¡No, Richard, no! ¡Abrázame, oh, abrázame fuerte!

Él la tomó en sus brazos.

—Eleanor, querida, ¿qué pasa?

—Nada —titubeó, pero se aferró más a él y vi que estaba temblando—. Solo una extraña sensación, un mareo rápido y un susto, como si estuviera cayendo desde una gran altura. No te acerques al borde, Dick, me asusta.

—No lo haré, querida —respondió él, acercándola y continuando con vacilación—: Eleanor, hay algo que he querido decirte desde hace mucho. No soy muy bueno con estas cosas, así que sólo lo diré: te amo, Eleanor; siempre lo he hecho. Lo sabes. Pero si no me amas, no te molestaré más. Solo dime qué sientes, porque no puedo soportarlo más. ¿Yo o el americano?

—Tú, Dick —respondió ella, escondiendo su rostro en su hombro—. Siempre has sido tú, aunque no lo sabía. Pienso mucho en John O'Brien. No sabía a cuál de ustedes realmente amaba. Y justo ahora, cuando pensé que por alguna razón nos estábamos cayendo de la cornisa, me di cuenta de que era a ti a quien amaba, que siempre te amé, a través de más vidas que esta. ¡Siempre!

Sus labios se encontraron y vi su cabeza dorada acunada en su hombro. Mis labios estaban secos, mi corazón frío, pero mi alma estaba en paz. Se pertenecían el uno al otro. Hace eones vivieron y amaron, y debido a ese amor sufrieron y murieron. Y yo, Conan, los había llevado a ese destino.

Los vi volverse hacia la hendidura, sus brazos uno alrededor del otro, luego escuché a Tamera, me refiero a Eleanor, chillar. Los vi a ambos retroceder. Y de la hendidura salió un horror retorciéndose, una cosa repugnante que destrozaba el cerebro y parpadeaba a la luz del sol. Sí, lo conocía desde antes: vestigio de una era olvidada, salió retorciéndose con su horrible forma de la oscuridad de la Tierra y del pasado perdido para reclamar lo suyo.

Vi lo que tres mil años pueden hacerle a una raza horrible y me estremecí. Instintivamente supe que era el único de su especie. Sólo Dios sabe cuántos siglos había vivido revolcándose en el lodo de sus húmedas guaridas subterráneas. Antes de que los Hijos desaparecieran, la raza debió haber perdido toda apariencia humana, viviendo la vida del reptil.

Esta cosa se parecía más a una serpiente gigante que a cualquier otra cosa, pero tenía piernas abortadas y brazos con garras ganchudas. Se arrastró sobre su vientre, retorciendo los labios moteados hasta los colmillos desnudos como agujas, que sentí que debían gotear con veneno. Siseó mientras levantaba su espantosa cabeza sobre un cuello horriblemente largo, mientras sus ojos amarillos y oblicuos brillaban con todo el horror que se genera en las negras guaridas bajo la tierra.

Sabía que esos ojos me habían resplandecido desde el túnel oscuro que se abría en la escalera. Por alguna razón, la criatura había huido de mí, posiblemente porque temía mi luz, y era lógico pensar que era el único que quedaba en las cavernas, de lo contrario, me habría atacado en la oscuridad. Si no fuera por él, los túneles podrían atravesarse con seguridad.

Ahora la cosa reptiliana se retorció hacia los humanos atrapados en la cornisa. Brent había empujado a Eleanor detrás de él y se puso de pie, con el rostro ceniciento, para protegerla. Y agradecí en silencio que yo, John O'Brien, pudiera pagar la deuda que yo, Conan el Saqueador, tenía con estos amantes.

El monstruo se encabritó y Brent, con frío coraje, saltó para enfrentarse a él con sus manos desnudas. Apuntando rápidamente, disparé una vez. El disparo resonó como el crujido entre los imponentes acantilados, y el Horror, con un horrible grito humano, se tambaleó salvajemente y se lanzó de cabeza, retorciéndose como una pitón herida, para rodar desde el saliente inclinado y caer sobre las rocas muy por debajo.

Robert E. Howard (1906-1936)

(Traducido al español por Sebastián Beringheli para El Espejo Gótico)




Relatos góticos. I Relatos de Robert E. Howard.


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El análisis, traducción al español y resumen del cuento de Robert E. Howard: El pueblo de la oscuridad (People of the Dark), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

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