«El Fénix en la espada»: Robert E. Howard; relato y análisis.
El Fénix en la espada (The Phoenix on the Sword) es un relato fantástico del escritor norteamericano Robert E. Howard (1906-1936), publicado originalmente en la edición de diciembre de 1932 de la revista Weird Tales, y luego reeditado por Arkham House en la antología de 1946: Rostro de calavera y otros relatos (Skull-Face and Others).
El Fénix en la espada, uno de los grandes cuentos de Robert E. Howard, es la segunda entrega del ciclo de historias de Conan el Cimmerio [ver: Crom: la teología de Conan].
El Fénix en la espada comienza con un Conan ya maduro, intentando gobernar el turbulento reino de Aquilonia. La corona ha sido manchada con sangre, y nuestro héroe, más acostumbrado a cortar cabezas que a administrar un gobierno, se ve envuelto en una serie de intrigas y traiciones propias de las cortes medievales.
El Fénix en la espada.
The Phoenix of the Sword, Robert E. Howard (1906-1936)
Por encima de los sombríos chapiteles y de las relucientes torres se extendía la oscuridad y el silencio previo al amanecer. En una oscura callejuela, en un complicado laberinto de tortuosos caminos, cuatro figuras enmascaradas salieron apresuradamente por una puerta que ha abierto furtivamente una mano morena. Salieron a toda prisa a la noche cubiertos con sus capas y desapareciendo con sigilo como si hubieran sido fantasmas. Detrás de ellos, un rostro de expresión burlona se dejaba ver en la puerta entreabierta, y unos ojos diabólicos brillaban con malevolencia en la oscuridad.
—Entrad en la noche, criaturas de la oscuridad —dijo una voz burlona—. Oh, estúpidos, la muerte os persigue como un perro ciego, y ni siquiera lo sospecháis.
El que había pronunciado aquellas palabras cerró la puerta con cerrojo, y luego se dirigió hacia el pasillo, llevando una vela en la mano. Era un gigante sombrío; su piel oscura revelaba su origen estigio. Entró en una habitación interior, donde un hombre alto y enjuto, vestido con un traje de terciopelo, se arrellanaba como un gato enorme y holgazán en un sofá de seda, y bebía vino de una enorme copa de oro.
—Bien, Ascalante —dijo el estigio, al tiempo que dejaba en su sitio la vela—, tus rufianes han salido sigilosamente a la calle como ratas de sus ratoneras. Te vales de extrañas herramientas.
—¿Herramientas? —repuso Ascalante—. ¿Cómo? Eso es lo que ellos me consideran a mí. Durante meses, desde que los cuatro conspiradores me hicieron venir del desierto del sur, he vivido entre mis enemigos, ocultándome durante el día en esta oscura casa y acechando en siniestros pasadizos cada noche. Y he conseguido lo que los nobles rebeldes no pudieron lograr. A través de ellos y de otros agentes que jamás me han visto, he llenado el imperio de malestar y de sedición. En suma, trabajando en la sombra he preparado el terreno para la caída del rey que reina en la luz. Por Mitra, fui estadista antes de ser un proscrito.
—¿Y esos embaucadores que se creen tus maestros?
—Seguirán creyendo que les obedezco hasta que logremos nuestro objetivo. ¿Quiénes son ellos para igualar el talento de Ascalante? Volmana, el conde enano de Karaban. Gromel, el caudillo gigante de la Legión Negra. Dion, el obeso barón de Attlus. Rinaldo, el atolondrado juglar. Yo soy la fuerza que ha amalgamado el acero de cada uno de ellos, y les aplastaré cuando llegue el momento. Pero eso forma parte del futuro, y el rey, en cambio, morirá esta misma noche.
—Hace algunos días vi salir de la ciudad a los escuadrones imperiales —dijo el estigio.
—Cabalgaban hacia la frontera invadida por los pictos, que se han vuelto locos con el fuerte licor que les he dado. La enorme riqueza de Dion lo hizo posible. Y Volmana hizo posible que dispusiéramos del resto de las tropas imperiales que quedan en la ciudad. Por medio de sus nobles parientes de Nemedia, fue fácil convencer al rey Numa para que requiera la presencia del conde Trocero de Poitain, mariscal de Aquilonia. Y, debido a su rango, además de su propio ejército le acompañará una escolta imperial, y, Próspero, el hombre de confianza del rey Conan. Sólo queda la guardia personal del rey en la ciudad... además de la Legión Negra. A través de Gromel he corrompido a un oficial derrochador de esa guardia y le he sobornado para que aleje a sus hombres de la puerta del rey a medianoche. Entonces, con dieciséis granujas sanguinarios a mis órdenes, nos introduciremos en el palacio por un túnel secreto. Cuando hayamos conseguido nuestro objetivo, aunque el pueblo no se alce para aclamarnos, la Legión Negra de Gromel será suficiente para controlar la ciudad y la corona.
—¿Y Dion cree que le vais a dar la corona a él?
—Sí. El muy estúpido la reclama por unas gotas de sangre real que corren por sus venas. Conan comete un grave error al dejar vivos a hombres que presumen de descender de la antigua dinastía a la que él arrebató la corona de Aquilonia. Volmana desea volver a gozar de la protección de la corona como en el antiguo régimen, para poder devolver a su arruinada hacienda su antiguo esplendor. Gromel odia a Palantides, el capitán de los Dragones Negros, y ansia el mando de todo el ejército con la tenacidad de un bosonio. De todos ellos, el único que no tiene ambiciones personales es Rinaldo. Considera a Conan un bárbaro asesino y tosco que vino del norte para saquear una tierra civilizada. Idealiza al rey que Conan asesinó para conseguir la corona, recordando únicamente que aquél protegía de vez en cuando las artes, olvidando las vilezas de su reinado, y haciendo que la gente también olvide. Ya entonan públicamente el Lamento por el rey en el que Rinaldo alaba al infame difunto y describe a Conan como "un salvaje de negro corazón procedente del abismo". Conan no hace caso, pero la gente le maldice.
—¿Por qué odia a Conan?
—Los poetas siempre odian a los que ostentan el poder. Para ellos la perfección está siempre del otro lado de la última revuelta, o más allá de la siguiente. Huyen del presente con sueños acerca del pasado y del futuro. Rinaldo es una llama de idealismo que él cree que se eleva para destruir al tirano y liberar al pueblo. En cuanto a mí... bueno, hace unos meses no tenía más ambición que asaltar caravanas durante el resto de mi vida. Ahora, en cambio, los viejos sueños reviven. Conan morirá. Dion subirá al trono. Después, también él morirá. Uno a uno, todos los que se oponen a mí morirán por el fuego o el acero, o por medio de esos mortíferos vinos que tú preparas tan bien. ¡Ascalante, rey de Aquilonia! ¿No te parece que suena muy bien?
El estigio se encogió de hombros.
—Hubo un tiempo —dijo con amargura— en que también yo tenía mis ambiciones, a cuyo lado las vuestras parecen ridículas e infantiles. ¡Qué bajo he caído! Mis viejos amigos y rivales quedarían horrorizados si pudieran ver a Toth-Amon el del Anillo, sirviendo de esclavo a un proscrito, y proscribiéndose él mismo. ¡Envuelto en las mezquinas ambiciones de nobles y reyes!
—Tú confías en tu magia y en tus ridículas ceremonias —repuso Ascalante—. Yo confío en mi ingenio y en mi espada.
—El ingenio y la espada no sirven de nada contra los poderes de la Oscuridad —gruñó el estigio, de cuyos negros ojos se desprendían destellos amenazadores—. Si yo no hubiera perdido el Anillo, nuestra situación sería muy diferente.
—Sin embargo —contestó impaciente el proscrito—, llevas las marcas de mis latigazos en la espalda, y probablemente seguirás llevándolas.
—¡No estés tan seguro! —El diabólico rencor del estigio brilló por un instante en sus ojos iracundos—. Algún día, de algún modo, encontraré el Anillo otra vez, y entonces, por los colmillos de la serpiente Set que me las pagarás...
El aquilonio se levantó enojado y le golpeó brutalmente en la boca. Toth retrocedió; la sangre le mojaba los labios.
—Eres demasiado osado, perro —gruñó el proscrito—. Ten cuidado, aún soy tu amo y conozco tu terrible secreto. Delátame si te atreves. Grita por ahí que Ascalante está en la ciudad conspirando contra el rey.
—No lo haré —murmuró el estigio, limpiándose la sangre de los labios.
—No, no te atreverás —dijo Ascalante con siniestra sonrisa—. Porque si muero por tus malas artes o por traición, un sacerdote ermitaño que vive en el desierto del sur se enterará y romperá el sello del manuscrito que le entregué. Y cuando lo haya leído, mandará un mensaje a Estigia, y un viento se levantará desde el sur, a medianoche. ¿Y dónde te esconderás entonces Toth-Amon?
El esclavo se estremeció, y su oscuro rostro palideció.
—¡Basta! —Ascalante cambió el tono repentinamente—. Tengo trabajo para ti. No me fío de Dion. Le ordené que se fuera a su hacienda en el campo y que permaneciera allí hasta que el trabajo de esta noche estuviera terminado. El gordo estúpido jamás pudo disimular su nerviosismo ante el rey. Síguele, y si no le alcanzas en el camino ve hasta su hacienda y quédate con él hasta que mandemos llamarle. No le pierdas de vista. Está ofuscado por el miedo, y podría acabar desertando... puede incluso revelarle a Conan lo que se trama contra él, con la esperanza de salvar así el pellejo. ¡Vete!
El esclavo hizo una reverencia, ocultando el odio que sentía, y obedeció. Ascalante volvió a su vino. Sobre las brillantes torres se reflejaba un amanecer rojo como la sangre.
La habitación era amplia y vistosa, con ricos tapices sobre las paredes, mullidas alfombras sobre el suelo de marfil y un alto techo adornado con tallas de plata. Detrás de un escritorio de marfil incrustado en oro había un hombre de hombros anchos y piel bronceada, que no parecía estar en consonancia con aquel lujoso aposento. Pertenecía más bien al sol y a los vientos de la montaña. Hasta el más mínimo movimiento revelaba unos músculos de acero y una mente aguda, así como la coordinación propia del hombre nacido para el combate. No había nada pausado ni moderado en sus acciones. O estaba completamente quieto —inmóvil como una estatua de bronce— o en continuo movimiento, pero no con las sacudidas espasmódicas de unos nervios en tensión, sino con la rapidez de un felino que nublaba la vista de quien intentara seguir sus movimientos.
Sus ropas eran de telas caras pero sencillas. No llevaba anillos ni adornos, y se sujetaba la negra cabellera únicamente con una cinta de tela plateada. Dejó la pluma dorada con la que había estado garabateando algo sobre unas tablas cubiertas de cera, apoyó la barbilla en la mano y clavó sus ojos azules en el hombre que estaba de pie frente a él. Éste estaba ocupado en sus propios asuntos, arreglando los cordones de su armadura engastada en oro y silbando distraído. Un comportamiento bastante extraño si tenemos en cuenta que se hallaba delante de un rey.
—Próspero —dijo el hombre de la mesa—, estos asuntos de estado me agotan más que todas las batallas juntas.
—Es parte del juego, Conan —respondió el poitanio de ojos oscuros—. Eres rey y debes interpretar tu papel.
—Ojalá pudiera ir contigo a Nemedia —dijo Conan con envidia—. Parece que hace siglos que no monto a caballo... pero Publius dice que hay asuntos en la ciudad que requieren mi presencia. ¡Maldito sea! Cuando destroné a la antigua dinastía —siguió diciendo con la confianza que existía entre el poitanio y él—, todo fue muy fácil, aunque parecía muy duro entonces. Recordando ahora la época violenta que vino después, aquellos días de fatigas, intrigas, matanzas y tribulaciones no parecen más que un sueño. Y soñé hasta el final, Próspero. Cuando el rey Numedides yacía muerto a mis pies y arranqué la corona de su ensangrentada cabeza para ponerla sobre la mía, sentí que había logrado todos mis sueños. Me había preparado para conseguir la corona, no para mantenerla. En aquellos días lejanos lo único que quería era una espada afilada y un camino directo hacia mis enemigos. Ahora, ningún camino es recto y mi espada es inútil.
»Cuando derroqué a Numedides, entonces yo era el libertador... y ahora escupen a mis espaldas. Han erigido una estatua de ese canalla en el templo de Mitra y la gente se lamenta ante ella, aclamándola como a la efigie sagrada de un monarca sagrado al que un bárbaro sanguinario asesinó. Cuando, siendo mercenario, guiaba a sus ejércitos a la victoria, a Aquilonia no le preocupaba que fuera extranjero, pero ahora no me lo perdona. Ahora van al templo de Mitra para quemar incienso a la memoria de Numedides hombres que fueron mutilados y torturados por sus verdugos, hombres cuyos hijos murieron en sus mazmorras, y cuyas esposas e hijas fueron arrastradas a su harén. ¡Los muy olvidadizos y estúpidos!
—Rinaldo tiene la culpa —repuso Próspero, haciendo otra muesca en el cinturón del que pendía la vaina de su espada—. Canta canciones que vuelven locas a las gentes. Cuélgalo con su traje de bufón de la torre más alta de la ciudad. Déjalo que componga rimas para los buitres.
Conan negó con su cabeza de felino.
—No, Próspero. No está en mis manos. Un gran poeta es más grande que cualquier rey. Sus canciones son más poderosas que mi cetro; casi se me salía el corazón del pecho cuando cantaba para mí. Yo moriré y seré olvidado, pero las canciones de Rinaldo vivirán por siempre. No, Próspero —siguió diciendo el rey, mientras una sombra de duda oscurecía sus ojos—, hay algo oculto, alguna conspiración de la que no estamos enterados. Lo presiento, tal como en mi juventud presentía al tigre oculto entre la hierba. Un malestar latente recorre todo el reino. Soy como un cazador que se protege cerca de su pequeña hoguera en la selva y oye pasos sigilosos en la oscuridad y casi puede ver el brillo de unos ojos ardientes. ¡Si tan sólo pudiera enfrentarme con algo tangible, algo en lo que pudiera clavar la espada! Te lo he dicho, no es casualidad que los pictos hayan atacado las fronteras tan violentamente en estos últimos días, de modo que los bosonios se han visto obligados a pedir ayuda para rechazar su ataque. Debí haber ido allí con mis tropas.
—Publius temía una confabulación para atraparte y asesinarte al otro lado de la frontera —replicó Próspero, al tiempo que arreglaba la sedosa cubierta de la cota de malla y admiraba su esbelta figura en un espejo plateado—. Por eso te recomendó permanecer en la ciudad. Estos temores nacen de tus instintos bárbaros. ¡Deja que la gente critique! Los mercenarios están con nosotros, y los Dragones Negros y todos los rufianes de Poitain confían ciegamente en ti. El único peligro es que te asesinen, y eso es imposible con los hombres de la guardia imperial protegiéndote día y noche. ¿Qué estás haciendo?
—Un mapa —respondió Conan, ufano—. Los mapas de la corte señalan claramente los territorios del sur, del este y del oeste, pero en el norte son confusos e incompletos. Yo mismo estoy añadiendo las tierras del norte. Aquí está Cimmeria, donde yo nací. Y... Asgard y Vanaheim
Próspero echó un vistazo al mapa.
—Por Mitra, casi había creído que esos países eran una fantasía.
Conan rió a carcajadas, tocando sin querer las cicatrices de su rostro moreno.
—¡Pensarías de otro modo si hubieras pasado tu juventud en las fronteras del norte de Cimmeria! Asgard está situada al norte, y Vanaheim al noroeste de Cimmeria, y siempre hay guerras a lo largo de las fronteras.
—¿Cómo son esos hombres del norte? —preguntó Próspero.
—Altos y rubios, de ojos azules. Adoran al dios Ymir, el gigante de hielo, y cada tribu tiene su propio rey. Son rebeldes y salvajes. Combaten durante el día y beben cerveza y entonan canciones soeces por la noche.
—Entonces tú eres como ellos —se burló Próspero—. Te ríes a carcajadas, bebes bastante y cantas bellas canciones; aunque no conozco ningún otro cimmerio que beba nada que no sea agua o que ría o entone otra cosa que no sean cantos tristes.
—Puede que sea a causa de la tierra en la que viven —contestó el rey—. No existe una tierra más triste... de montañas, de bosques sombríos, cubierta por cielos casi siempre grises y fuertes vientos recorren sus lóbregos valles.
—No es de extrañar que sus hombres sean tristes —dijo Próspero encogiéndose de hombros, al tiempo que pensaba en las alegres y soleadas llanuras y en los azules y tranquilos ríos de Poitain, la provincia más meridional de Aquilonia.
—No tienen esperanza en esta vida ni en la otra —repuso Conan—. Sus dioses son Crom y su oscura estirpe, que reinan sobre un lugar tenebroso de tinieblas eternas que es el mundo de los muertos. ¡Mitra! Prefiero a los aesires.
—Bueno —sonrió Próspero—, los sombríos montes de Cimmeria están muy lejos de aquí. Y ahora debo irme. Beberé a tu salud una copa de vino blanco nemedio en la corte de Numa.
—Muy bien —gruñó el rey—, ¡pero besa a las bailarinas de Numa sólo en tu propio nombre, no vayas a crear complicaciones diplomáticas!
Su sonora carcajada se oyó fuera de la habitación.
El sol se ponía, y se fundía el verde brumoso de la floresta con un fugaz tono dorado. Sus débiles rayos se reflejaban en la gruesa cadena de oro que Dion de Attalus hacía girar sin cesar entre sus gruesos dedos, sentado en medio del vistoso conjunto de flores y árboles de su jardín. Movió su pesado cuerpo en el asiento de mármol y miró furtivamente en derredor, como buscando un enemigo al acecho. Estaba sentado dentro de un círculo de árboles de delgado tronco, cuyas ramas entrecruzadas proyectaban una espesa sombra sobre él. Muy cerca se oía una fuente, y otras, ocultas en varias partes del jardín, susurraban una melodía eterna.
Sólo acompañaba a Dion una oscura figura instalada en un banco de mármol, que observaba al barón con ojos sombríos. Dion prestaba poca atención a Toth-Amon. Sabía que era un esclavo en el que Ascalante confiaba, pero, al igual que muchos hombres ricos, ignoraba a los de menor rango social.
—No tienes por qué estar tan nervioso —dijo Toth—. El plan no puede fracasar.
—Ascalante puede cometer errores igual que cualquiera —contestó bruscamente Dion, estremeciéndose ante la sola idea del fracaso.
—Él no —repuso el estigio, riendo a carcajadas—, de otro modo yo no sería su esclavo, sino su amo.
—¿De qué hablas? —preguntó Dion malhumorado, poco atento a la conversación.
Toth-Amon se mordió los labios. A pesar del dominio que tenía de sí mismo, su odio, rabia y vergüenza reprimidas estaban a punto de estallar a la primera oportunidad. No había contado con que Dion no le viera como a un ser humano con cerebro e inteligencia, sino como a un simple esclavo, y, como tal, una criatura despreciable.
—Escúchame —dijo Toth—. Tú serás rey. Pero no conoces a Ascalante. No debes fiarte de él después de que Conan sea asesinado. Yo puedo ayudarte. Si me proteges cuando llegues al poder, te ayudaré. Escucha, señor. Fui un gran hechicero en el sur. Los hombres consideraban a Toth-Amon igual a Rammon. El rey Ctesphon de Estigia me hizo un gran honor rebajando a los otros brujos para elevarme a mí por encima de ellos. Me odiaban, pero me temían, pues yo controlaba a los seres de otro mundo, que acudían a mi llamada y obedecían mis órdenes. ¡Por Set, mis enemigos sabían que podían despertar a medianoche y sentir las garras de un horror insondable en la garganta! Practiqué magia negra y terrible con el Anillo de Set, que encontré en una oscura tumba bajo tierra, olvidada ya antes de que el primer hombre saliera arrastrándose del mar.
»Pero un ladrón me robó el Anillo, y mis poderes desaparecieron. Los brujos quisieron matarme, mas logré huir. Yo viajaba con una caravana por las tierras de Koth, disfrazado de pastor de camellos, cuando los salteadores de Ascalante nos atacaron. Asesinaron a todos los miembros de la caravana, excepto a mí mismo; me salvé al revelarle mi identidad a Ascalante, jurando servirle. ¡Ha sido una amarga esclavitud! Para tenerme en sus manos, escribió mi historia en un manuscrito sellado y se lo entregó a un eremita que vive en la frontera meridional de Koth. No puedo asesinarle mientras duerme, ni entregarle a sus enemigos, pues entonces el ermitaño abriría el manuscrito y lo leería... eso es lo que Ascalante le ordenó. Y luego haría correr el rumor en Estigia...
Toth se estremeció, y una palidez cenicienta tino su piel oscura.
—Los hombres de Aquilonia no me conocen —dijo—. Pero si mis enemigos de Estigia supieran mi paradero, medio mundo sería insuficiente para librarme de una muerte que haría estremecerse a una estatua de bronce. Solamente un rey con castillos y ejércitos de hombres armados podría protegerme. Y algún día encontraré el Anillo...
—¿Anillo? ¿Anillo?
Toth había subestimado el enorme egoísmo de aquel hombre. Dion ni siquiera había escuchado las palabras del esclavo, tan ensimismado como estaba en sus propios pensamientos, pero la última palabra le sacó de su distracción.
—¿Anillo? —repitió—. Eso me recuerda... mi anillo de la buena suerte. Se lo compré a un ladrón shemita que juró habérselo robado a un brujo del sur, y aseguró que me traería suerte. Le pagué lo suficiente, bien lo sabe Mitra. Por los dioses, ahora necesito suerte, pues con Volmana y Ascalante mezclándome en sus malditas intrigas... buscaré el anillo.
Toth dio un salto, la sangre le subió a la cabeza, mientras arrojaba llamas por los ojos con la furia pasmosa de un hombre que de pronto comprende la completa estupidez de un imbécil. Dion no le prestó atención. Levantando una tapa secreta en el asiento de mármol, rebuscó entre un montón de adornos de todas clases —amuletos bárbaros, trozos de hueso, bisuterías—, amuletos de la buena suerte que su naturaleza supersticiosa le había incitado a coleccionar.
—¡Ah, aquí está! —dijo triunfante mientras sacaba un extraño anillo.
Era de un metal parecido al cobre, y tenía la forma de una serpiente enroscada con la cola en la boca. Sus ojos eran unas piedras amarillas que brillaban siniestramente. Toth-Amon gritó como si lo hubiera golpeado, y Dion se volvió y miró boquiabierto su pálido rostro. Los ojos del esclavo ardían, tenía la boca completamente abierta, y las enormes y oscuras manos extendidas como garras.
—¡El Anillo! ¡Por Set! ¡El Anillo! —gritó—. Mi Anillo... el que me robaron...
El acero brilló en la mano del estigio, y con un movimiento de sus anchos y oscuros hombros clavó una daga en el grueso cuerpo del barón. El agudo quejido de Dion devino en gorgoteo, y su fofo cuerpo se desplomó como mantequilla disuelta. Estúpido hasta el final, murió aterrado, sin comprender por qué. Apartando el cadáver que yacía en el suelo, Toth aferró el anillo con las dos manos: de sus oscuros ojos se desprendía una aterradora avidez.
—¡Mi Anillo! —murmuró regocijado—. ¡Mi poder!
Ni siquiera el propio estigio supo cuánto tiempo había permanecido inclinado sobre el funesto objeto, inmóvil como una estatua, absorbiendo su aura maligna. Cuando despertó de su ensueño y alejó su mente de los negros abismos en los que había estado, la luna brillaba, proyectando largas sombras sobre el banco del jardín a cuyos pies se extendía la oscura forma del que había sido señor de Attalus.
—¡Ya se terminó, Ascalante, se acabó! —murmuró el estigio, y sus ojos enrojecieron como los de un vampiro en la oscuridad.
Cogió un puñado de sangre coagulada del charco en el que yacía su víctima y lo frotó contra los ojos de la serpiente de cobre, hasta que los destellos amarillos quedaron cubiertos por una máscara de color carmesí.—Cierra los ojos, serpiente mística —pronunció con espeluznante susurro—. ¡Cierra los ojos a la luz de la luna y ábrelos a los abismos más oscuros! ¿Qué ves, oh serpiente de Set? ¿A quién llamas en los abismos de la Noche? ¿De quién es la sombra que cae sobre la pálida luz? ¡Tráemelo, oh serpiente de Set!
Mientras acariciaba las escamas rítmicamente con la mano, trazando sobre el anillo un círculo que siempre volvía al punto de partida, su voz se atenuó aún más, y susurraba oscuros nombres y horripilantes conjuros olvidados en la faz de la tierra, pero no en los siniestros territorios de la oscura Estigia, donde formas monstruosas se agitan en la oscuridad de las tumbas. Una corriente de aire sopló a su alrededor, como el remolino que se produce en el agua cuando se sumerge una criatura. Un viento insondable y gélido —como si se hubiera abierto una puerta— le sopló en la cara. Toth sintió una presencia a sus espaldas, pero no se volvió para mirar. Mantuvo los ojos fijos en el mármol iluminado por la luna, sobre el que flotaba inmóvil una tenue sombra. Mientras continuaba susurrando sus conjuros, la sombra creció hasta convertirse en una forma clara y horripilante.
Parecía un mandril gigante, pero no un mandril de los que habitan en la tierra, ni siquiera en Estigia. Sin mirar, pero sacando de su cinto una sandalia de su amo —que siempre llevaba consigo con la débil esperanza de poder utilizarla cuando llegara el momento—, Toth la arrojó.
—¡Has de conocerle, esclavo del Anillo! —exclamó—. ¡Busca al que lo usó, y destrúyele! ¡Mírale a los ojos e incéndiale el alma antes de cortarle el cuello! ¡Mátale! Sí —agregó en una ciega explosión de ira—, a él y a todos los demás!
Recortada su figura contra el muro que iluminaba la luna, Toth vio que el monstruo inclinaba su deforme cabeza y lo olía como si hubiera sido un abominable sabueso. Entonces la siniestra cabeza se echó hacia atrás, la cosa se dio media vuelta y se fue como un viento entre los árboles. El estigio extendió los brazos con loco frenesí, y sus ojos y dientes brillaron a la luz de la luna. Un soldado que estaba de guardia fuera de las murallas gritó de horror al ver la enorme sombra negra con ojos ardientes que se alejaba de la muralla y pasaba a su lado como un huracán. Pero se alejó tan rápidamente que el atónito guerrero se quedó pensando si se habría tratado de un sueño o alucinación.
El rey Conan se encontraba solo en sus aposentos de cúpula dorada, durmiendo y soñando. A través de la bruma gris oyó una extraña llamada, débil y remota, y, aunque no la entendió, atravesó la bruma como un hombre que camina a través de las nubes. La voz se fue haciendo más nítida a medida que se acercaba, hasta que entendió lo que decía. Le estaba llamando a él a través de los abismos del Espacio o del Tiempo. Entonces la bruma se hizo menos densa, y vio que se encontraba en un enorme corredor oscuro que parecía hecho de sólida piedra negra. Estaba en penumbras, pero por alguna extraña razón, tal vez mágica, podía ver con claridad. El suelo, el techo y las paredes estaban pulidos y brillaban tenuemente, y en ellas habían sido talladas las figuras de héroes antiguos y de dioses casi olvidados.
Se estremeció al ver el contorno en sombras de los Ancianos Innominados, e intuyó que ningún pie mortal había pisado aquel corredor en siglos. Llegó hasta una amplia escalera tallada en la sólida roca, cuyos lados estaban adornados con símbolos esotéricos tan antiguos y terribles que al rey Conan se le erizó el cabello. Los peldaños estaban adornados con la figura tallada de Set, la Antigua Serpiente, de modo que a cada paso que daba apoyaba su pie en la cabeza de éste, tal como había ocurrido desde la antigüedad. El cimmerio se sentía desasosegado.
Pero la voz siguió llamándole, y finalmente, en una oscuridad impenetrable para sus ojos humanos, llegó hasta una extraña cripta y vio una figura de barba blanca sentada sobre una tumba. Conan se estremeció y aferró su espada, pero la figura le habló con voz sepulcral.
—Oh, humano, ¿me conoces?
—¡Por Crom que no! —juró el rey.
—Hombre —dijo el anciano—, soy Epemitreus.
—¡Pero Epemitreus el Sabio murió hace quince siglos! —balbució Conan.
—¡Escucha! —ordenó el otro—. Así como una piedra que se arroja a un lago envía ondas a la costa, los acontecimientos del Mundo Invisible han irrumpido como olas en mi sueño. Te he marcado, Conan de Cimmeria, y el sello de hechos fundamentales y trascendentes ha sido estampado sobre ti. Pero los demonios andan sueltos en la tierra, y tu espada no puede nada contra ellos.
—Hablas de forma enigmática —dijo Conan, inquieto—. Déjame ver a mi enemigo y le destrozaré el cráneo.
—Dirige tu furia bárbara contra tus enemigos de carne y hueso —repuso el anciano—. No es contra los hombres que he de protegerte. Hay mundos oscuros que el hombre desconoce, por los que andan monstruos informes; se trata de demonios que pueden ser atraídos desde los Vacíos Exteriores para que adopten una forma material y destrocen y devoren bajo las órdenes de magos malignos. Hay una serpiente en tu casa, oh rey, hay un reptil en tu reino, que ha venido de Estigia con la oscura sabiduría de las sombras en su alma lóbrega. Al igual que un hombre que sueña con una serpiente que se arrastra hacia él, he sentido la presencia maligna del acólito de Set. Está borracho de poder, y, cuando ataca a su enemigo, es capaz de destruir un reino. Te he llamado a fin de entregarte un arma para que luches contra él y contra su banda infernal.
—Pero ¿por qué? —preguntó Conan desconcertado—. Se dice que tú descansas en el negro corazón del Golamira, desde donde has enviado a tu fantasma de alas invisibles para ayudar a Aquilonia en épocas de necesidad, pero yo... soy un extranjero y un bárbaro.
—¡Paz! —repuso el otro, y su fantasmagórica voz resonó en la enorme caverna llena de sombras—. Tu destino y el de Aquilonia están unidos. Tremendos acontecimientos se están tejiendo en las entrañas del Destino, y un hechicero sediento de sangre no ha de interponerse ante el destino imperial.
»Hace siglos, Set rodeó el mundo como una serpiente pitón abraza a su presa. Toda mi vida, que duró lo que la vida de tres hombres corrientes, he luchado contra él. Le arrastré hasta las sombras del misterioso sur, pero en la oscura Estigia los hombres todavía veneran a quien nosotros consideramos el archidemonio. De la misma manera que he luchado contra Set, ahora peleo contra sus adoradores y acólitos. Dame tu espada.
Conan, asombrado, se la dio, y el anciano trazó en la hoja un extraño símbolo que brillaba como el fuego entre las sombras. Y al instante la cripta, la tumba y el anciano desaparecieron, y Conan, desconcertado, se levantó de un salto del lecho que se encontraba en la enorme habitación de cúpula dorada. Y cuando se levantó, todavía aturdido por el extraño sueño, se dio cuenta de que estaba sosteniendo la espada en la mano. Y se le erizó el cabello al notar que en la hoja había un símbolo grabado; se trataba de la silueta de un fénix.
Recordó que en la tumba vista en sueños le había parecido ver una figura similar, tallada en la piedra. Ahora se preguntaba si se trataría de una figura de piedra, y se estremeció al pensar lo extraño que era todo aquello. Entonces un sonido furtivo que oyó en el pasillo lo hizo volver en sí, y sin detenerse a averiguar de qué se trataba comenzó a ponerse la armadura. Volvía a ser el bárbaro receloso y alerta como un lobo acorralado.
En el silencio que reinaba en el corredor del palacio del rey, acechaban veinte siluetas furtivas. Sus sigilosos pies, descalzos o cubiertos con sandalias de suave cuero, no hacían ningún ruido sobre la gruesa alfombra que cubría el suelo de mármol. Las antorchas que había en la pared arrojaban destellos rojizos sobre las dagas, espadas y hachas de combate.
—¡Silencio! —susurró Ascalante—. ¡No respiréis tan pesadamente, quienquiera que sea el que lo esté haciendo! El oficial de la guardia nocturna ha dejado muy pocos centinelas en el palacio, y los ha emborrachado, pero de todos modos debemos andarnos con cautela. ¡Atrás! ¡Aquí vienen los guardias!
Se apiñaron detrás de unas columnas talladas, e inmediatamente diez gigantes con armadura negra pasaron a su lado. Miraron extrañados al oficial que se los llevaba de sus puestos. Éste estaba pálido en el momento en que los guardias pasaron junto al escondite de los conspiradores, y se secaba el sudor de la frente con mano temblorosa. Era joven, y no le resultaba fácil traicionar a un rey. Maldijo mentalmente sus extravagancias, que le habían endeudado con los prestamistas, convirtiéndolo en juguete de políticos intrigantes. Los guardias siguieron de largo y desaparecieron en el corredor.
—¡Muy bien! —dijo Ascalante sonriendo—. Conan está durmiendo sin protección. ¡De prisa! Si nos cogen mientras le matamos, estamos perdidos... pero nadie abrazará la causa de un rey muerto.
—¡Sí, daos prisa! —ordenó Rinaldo cuyos ojos azules centelleaban bajo el brillo de la espada—. ¡Mi sable está sediento de sangre! ¡Escucho el ruido de los buitres! ¡Adelante!
Avanzaron rápidamente por el corredor y se detuvieron ante una puerta dorada, que tenía grabado el símbolo del dragón real de Aquilonia.
—¡Gromel! —gritó Ascalante—. ¡Tira abajo esta puerta!
El gigante respiró hondo y se abalanzó sobre la puerta, que chirrió y se combó ante el impacto. El hombre dio un paso atrás y volvió a la carga. La puerta se hizo pedazos con ruido de goznes salidos y de madera destrozada, y cayó hacia adelante.
—¡Entrad! —bramó Ascalante, inflamado de odio.
—¡Adelante! —gritó Rinaldo—. ¡Muerte al tirano!
Al entrar, se detuvieron en seco. Conan estaba frente a ellos, despierto y al acecho, con la armadura puesta y su enorme espada en la mano, y no desnudo y dormido como ellos esperaban.
Durante un instante, la escena se congeló —los cuatro nobles rebeldes al lado de la puerta destrozada, y la horda de salvajes que les seguía— y todos se quedaron paralizados al ver al gigante de ojos fogosos de pie, con la espada en la mano, en el centro de la habitación iluminada por las velas. En aquel momento Ascalante vio sobre una pequeña mesa que había en el lecho real el cetro de plata y la pequeña corona dorada de Aquilonia, y sintió que enloquecía de deseo.
—¡Adelante, bribones! —gritó el proscrito—. ¡Somos veinte contra uno, y él no lleva casco!
Era cierto; no había tenido tiempo de ponerse el pesado casco ni las placas laterales de la coraza, ni de coger el enorme escudo de la pared. Pero aun así, Conan estaba mejor protegido que cualquiera de sus enemigos, salvo Volmana y Gromel, que llevaban armadura completa. El rey les miró, sin saber quiénes eran. No conocía a Ascalante, y Rinaldo llevaba la cara cubierta con la armadura. Pero no había tiempo para conjeturas. Dando gritos que se elevaban hasta el techo, los asesinos entraron en la habitación, con Gromel a la cabeza. Éste entró embistiendo como un toro, espada en mano para dar la primera estocada. Conan se acercó a él de un salto, blandiendo la espada con todas sus fuerzas. El enorme sable trazó un arco en el aire y golpeó el casco del bosonio. La hoja y el casco vibraron, y Gromel cayó al suelo, muerto. Conan dio un paso atrás, aferrando la empuñadura rota.
—¡Gromel! —exclamó al tiempo que escupía, con los ojos centelleando de asombro, cuando el casco hendido dejó ver la cabeza destrozada.
En ese momento, el resto del grupo se abalanzó sobre él. La punta de una daga le rozó las costillas a través de la armadura. El filo de una espada brilló delante de sus ojos. Apartó al hombre que empuñaba la daga con la mano izquierda, y le golpeó la sien con la empuñadura rota. Los sesos del hombre le salpicaron la cara.
—¡Cinco de vosotros, vigilad la puerta! —gritó Ascalante, que se debatía en medio de un remolino de acero, pues temía que Conan huyera.
Los bribones se quedaron inmóviles, mientras su jefe cogía a algunos de ellos y los empujaba hacia la puerta. En aquel preciso instante, Conan saltó en dirección a la pared y cogió un hacha que colgaba allí. Con la espalda contra la pared, se enfrentó a los hombres y saltó en medio del círculo formado por éstos. El cimmerio nunca peleaba a la defensiva; aun en la situación más desventajosa y desesperada, no permitía que el enemigo tomara la iniciativa. Cualquier otro hombre hubiera muerto en aquellas circunstancias y, a decir verdad, Conan no tenía muchas esperanzas de sobrevivir, pero deseaba con todas sus fuerzas infligir el mayor daño posible antes de que le mataran. Su espíritu de bárbaro estaba lleno del ardor de la batalla, y los cantos de guerra de los antiguos héroes resonaban en sus oídos.
Cuando saltó desde la pared, su hacha derribó, hizo que un enemigo cayera con el brazo cercenado, y de un terrible revés aplastó el cráneo de otros. Las espadas gemían vengativas a su alrededor, pero la muerte sólo le rozaba a una distancia de milímetros. El cimmerio se movía con cegadora velocidad. Parecía un tigre rodeado de simios, y al saltar, esquivar y atacar ofrecía un blanco en perpetuo movimiento al tiempo que su hacha tejía un manto de muerte a su alrededor.
Durante unos instantes, los asesinos le rodearon con fiereza, atacando, pero su mismo número era una desventaja, porque chocaban unos contra otros; luego retrocedieron. Los dos cadáveres que había en el suelo daban fe de la furia del rey, si bien Conan sangraba por varias heridas que tenía en el brazo, el cuello y las piernas.
—¡Bellacos! —gritó Rinaldo, quitándose el casco emplumado—. ¿Estáis acobardados? ¿Es que el déspota ha de seguir viviendo? ¡Acabad con él!
Y se lanzó hacia adelante, dando estocadas como un loco, pero Conan, al reconocerle, le quitó la espada de un hachazo, y le arrojó al suelo con un fuerte empujón. El rey recibió una estocada de Ascalante en el brazo izquierdo, pero éste a duras penas logró salvar la vida, amenazada por el hacha del cimmerio. Uno de los bribones se arrojó a los pies de Conan; después de luchar por un momento con lo que parecía una sólida torre de hierro, levantó la mirada y vio el hacha, pero fue tarde para eludirla. En el ínterin, uno de sus compañeros levantó la espada con ambas manos y atravesó la placa que cubría el hombro izquierdo del rey, hiriéndole. En un segundo, la coraza de Conan quedó cubierta de sangre. Volmana, incitando a los atacantes con su salvaje impaciencia, avanzó con una expresión asesina en el rostro e intentó hundir su arma en la cabeza, descubierta de Conan. El rey se agachó rápidamente y el sable le cortó un mechón de pelo negro. El cimmerio giró sobre sus talones y atacó. El hacha se clavó a través de la coraza de acero, y Volmana cayó al suelo con una herida en el costado.
—¡Volmana! —dijo Conan sin aliento—. Vete a conspirar al infierno...
Inmediatamente se aprestó a enfrentarse a Rinaldo, que atacaba con salvaje furia, armado tan sólo con una daga. Conan saltó hacia atrás, levantando el hacha.
—¡Rinaldo! —dijo con desesperación—. ¡Atrás! No quiero matarte...
—¡Muere, tirano! —gritó el enloquecido juglar, abalanzándose sobre el rey.
Conan demoró el golpe que estaba a punto de descargar hasta que ya fue tarde. Pero cuando sintió el acero en el costado, atacó con ciega desesperación. Rinaldo cayó al suelo con el cráneo destrozado, y Conan retrocedió hasta la pared, cubierto con la sangre que manaba de sus heridas.
—¡Ataca ahora, y mátale! —gritó Ascalante.
Conan apoyó la espalda contra la pared y levantó el hacha. Estaba de pie, como la imagen del primitivo indomable —las piernas separadas, la cabeza echada hacia adelante, una mano apoyada en la pared, la otra aferrando el hacha, con los enormes músculos en tensión, como cuerdas de hierro, y el rostro congelado en una furiosa mueca—, y los ojos le centelleaban a través de la nube de sangre que estaba velándolos. Los hombres titubearon... aunque fueran salvajes, criminales y disolutos, pertenecían a la llamada civilización, y frente a ellos estaba el bárbaro... el hombre que tenía el hábito de matar. Se acobardaron al verlo... el tigre moribundo aún podía darles muerte. Conan percibió su incertidumbre y sonrió con una mueca feroz.
—¿Quién ha de morir primero? —musitó con la boca herida y los labios cubiertos de sangre.
Ascalante saltó como un lobo con increíble rapidez y se agachó para eludir la muerte que se le acercaba siseando. Giró frenéticamente sobre sus talones para esquivarla y rodó por el suelo, mientras Conan se recuperaba del golpe fallido y atacaba de nuevo. Esta vez el hacha se hundió varias pulgadas en el suelo, cerca de las piernas de Ascalante. Otro forajido eligió aquel momento para atacar, seguido por sus compañeros. Trató de matar a Conan antes de que el cimmerio pudiera arrancar el hacha del suelo, pero calculó mal. El bárbaro cogió el hacha manchada de sangre y le asestó un golpe a su enemigo. Una caricatura de hombre de color carmesí fue arrojada hacia atrás entre las piernas de los atacantes.
Entonces, un grito terrible surgió de labios de los bribones que estaban en la puerta, pues habían visto una negra sombra deforme sobre la pared. Ascalante se dio media vuelta al oír el grito, y aullando y blasfemando como perros, salieron corriendo por el pasillo. Ascalante no miró en dirección a la puerta; sólo tenía ojos para el rey herido. Suponía que el ruido de la batalla habría despertado a la gente del palacio, y que los guardias leales estarían a punto de prenderle, aunque le resultaba extraño que sus bribones gritaran de aquella manera al huir. Conan no miró hacia la puerta, porque estaba contemplando al proscrito que tenía los ojos ardientes del lobo moribundo. Ni siquiera en aquel momento abandonó a Ascalante su cínica filosofía.
—Todo parece estar perdido, especialmente el honor —murmuró—. Sin embargo, el rey se está muriendo de pie... y...
No se sabe qué otros pensamientos le pasaron por la cabeza, porque en mitad de la frase se acercó a Conan, en el preciso instante en que el cimmerio se limpiaba con una mano la sangre que le cubría la cara. Pero en el momento en que atacó, hubo un extraño movimiento en el aire, y sintió una cosa terriblemente pesada entre los hombros. Cayó al suelo, y unos enormes colmillos se hundieron dolorosamente en su carne. Retorciéndose con desesperación, volvió la cabeza y vio el rostro de la Pesadilla y de la locura. Encima de él había una enorme cosa negra, que él sabía que no había nacido en un mundo humano. Tenía los negros colmillos de la cosa cerca de su garganta, y la mirada de sus ojos amarillos le quemó las extremidades como un viento mortífero quema la mies en el campo.
Su rostro abominable trascendía la mera animalidad. Podía tratarse del rostro de una momia antigua y maligna, animada con demoníaca vida. En aquellos rasgos repelentes, los ojos desorbitados del proscrito creían ver una especie de sombra en medio de la locura que le rodeaba, una cierta similitud terrible con el esclavo Toth-Amon. Entonces, la filosofía cínica y autosuficiente de Ascalante le abandonó, y murió con un grito aterrador antes de que los babeantes colmillos lo tocaran. Conan, limpiándose la sangre que le cubría la cara, miraba atónito. Al principio pensó que lo que había sobre el cuerpo retorcido de Ascalante era un enorme sabueso negro, pero luego se dio cuenta de que no se trataba de un perro sino de un mono.
Con un aullido que parecía el eco del grito de agonía de Ascalante, se alejó de la pared y se enfrentó a la cosa con un golpe de hacha en el que se había concentrado toda la fuerza desesperada de sus electrizados nervios. El arma que había arrojado brilló desde el cráneo que habría tenido que destrozar, y el rey fue arrojado a través de la habitación por el impacto del gigantesco cuerpo. Las mandíbulas babeantes se cerraron sobre el brazo con el que Conan se protegía la garganta, pero el monstruo no hizo ningún esfuerzo por matarle. Lanzó una mirada demoníaca por encima de su brazo destrozado y la clavó en los ojos de Conan, en los que comenzaban a reflejarse el horror que se expresaba en los ojos muertos de Ascalante. Conan sintió que el alma le ardía y comenzaba a salirse de su cuerpo para hundirse en los abismos amarillos del horror cósmico que brillaban con fantasmagórico resplandor en el caos informe que crecía a su alrededor. Aquellos ojos crecían y crecían, y Conan vislumbró en ellos la realidad de todos los horrores abismales y blasfemos que acechan en la oscuridad exterior del vacío informe, y de los negros abismos siderales. Abrió su boca manchada de sangre para gritar su odio y su repugnancia, pero de sus labios sólo le surgió un chasquido.
Pero el horror que había paralizado y destruido a Ascalante inflamó al cimmerio con una terrible furia similar a la locura. Con un impulso volcánico de todo su cuerpo, saltó hacia atrás, indiferente al dolor que sentía en el brazo destrozado, arrastrando al monstruo. Y su mano fue a dar con algo que su aturdido cerebro reconoció como la empuñadura de su espada rota. La aferró instintivamente y la empuñó con todas sus fuerzas, como si se hubiera tratado de una daga. La hoja rota se hundió profundamente, y el brazo de Conan quedó libre cuando la repelente boca se abrió en un último suspiro de agonía. El rey fue arrojado a un lado, y, apoyándose en una mano, vio las terribles convulsiones del monstruo, de cuyas heridas brotaba sangre espesa. Y mientras todavía le observaba, sus movimientos cesaron y se quedó tendido en el suelo, sacudiéndose con espasmos, al tiempo que miraba hacia arriba con sus ojos muertos. Conan parpadeó y se limpió la sangre de la cara. Le parecía que la cosa se derretía y se desintegraba, convirtiéndose en una masa viscosa e informe.
Entonces llegó a sus oídos una confusión de voces, y la habitación se llenó de gente del palacio —caballeros, nobles, damas, hombres de armas, consejeros— que balbucían, gritaban y chocaban unos con otros. Allí estaban los Dragones Negros, enloquecidos de ira, maldiciendo, con las manos en las empuñaduras y juramentos en los labios. No se veía al joven oficial de la guardia por ningún lado, a pesar de que le buscaron afanosamente.
—¡Gromel! ¡Volmana! ¡Rinaldo! —exclamaba Publius, el consejero jefe, metiendo sus manos regordetas entre los cadáveres—. ¡Negra traición! ¡Alguien ha de pagar por esto! Llamad a los guardias.
—¡La guardia está aquí, viejo estúpido! —dijo imperiosamente Palantides, el comandante de los Dragones Negros, olvidando el rango de Publius en aquel tenso momento—. Será mejor que dejes de chillar y nos ayudes a vendar las heridas del rey. Da la impresión de que va a morir desangrado.
—¡Sí, sí! —gritó Publius, que era un hombre de ideas más que de acción—. Debemos vendarle las heridas. ¡Manda a buscar a todos los médicos de la corte! ¡Oh, mi señor, qué vergüenza para la ciudad! ¿Estás completamente muerto?
—¡Cerdo! —dijo el rey desde el lecho en el que le habían colocado.
Le acercaron una copa a los labios manchados de sangre y bebió como un hombre medio muerto de sed.
—¡Bien! —dijo con un gruñido—. Matar reseca la garganta.
Los hombres consiguieron detener la hemorragia, y la vitalidad innata del bárbaro se puso de manifiesto una vez más.
—Curad primero las heridas del costado —dijo a los médicos de la corte—. Rinaldo me escribió una canción de muerte allí, y la pluma estaba muy afilada.
—Deberíamos haberle ahorcado hace tiempo —farfulló Publius—. No se puede esperar nada bueno de los poetas... ¿quién es éste? Tocó con nerviosismo el cadáver de Ascalante con el pie.—¡Por Mitra! —exclamó el comandante—. ¡Es Ascalante, el conde de Thune! ¿Qué diablos le trajo aquí desde el desierto?
—Pero ¿por qué tiene esa expresión en el rostro? —preguntó Publius con un susurro, alejándose, con los ojos desorbitados y erizado el cabello.
Los demás permanecieron en silencio mientras contemplaban al proscrito muerto.
—Si hubieras visto lo que él y yo vimos —gruñó el rey, incorporándose a pesar de las protestas de los médicos—, no te sorprenderías. Lo verás con tus propios ojos si miras...
Se interrumpió en mitad de la frase, boquiabierto, señalando con un dedo el vacío. En el lugar en el que había estado el monstruo muerto, no se veía más que el suelo de mármol.
—¡Por Crom! —juró—. ¡La cosa se ha hundido con la materia hedionda de la que surgió!
—El rey está delirando —susurró un noble. Conan le oyó y profirió un juramento bárbaro.
—¡Por Badb, por Morrigan, por Macha y por Nemain! —dijo furioso—. ¡Estoy cuerdo! Era como una mezcla de momia estigia y mandril. Entró por la puerta, y los bribones de Ascalante huyeron al verle. Mató a Ascalante, que estaba a punto de atravesarme con la espada. Entonces vino hacia mí y lo maté... no sé cómo, porque mi hacha rebotó como si se hubiera tratado de una roca. Pero creo que el Sabio Epemitreus tuvo algo que ver con esto...
—¡Escucha cómo pronuncia el nombre de Epemitreus, muerto hace mil quinientos años! —se decían unos a otros en voz baja.
—¡Por Ymir! —exclamó el rey con voz tronante—. ¡Esta noche hablé con Epemitreus! Me llamó en sueños, y yo avancé por un corredor de piedra negra en el que había tallas de antiguos dioses, en dirección a una escalera también de piedra, en cuyos peldaños había figuras de Set, hasta que llegué a una cripta en la que había una tumba con un fénix tallado...
—¡En nombre de Mitra, mi señor! ¡Calla! —dijo el sumo sacerdote de Mitra, con el rostro ceniciento.
Conan sacudió la cabeza como un león agita la melena, y habló como un gruñido de bestia salvaje.
—¿Acaso soy un esclavo, para callarme porque tú me lo ordenes?
—¡No, no, mi señor! —repuso el sumo sacerdote temblando, pero no de miedo, ante la cólera del rey—. No tenía intenciones de ofenderte. Luego se acercó a Conan y le dijo algo al oído.
—Mi señor, esta cuestión está más allá de la comprensión humana. Sólo un pequeño grupo de sacerdotes conoce el secreto del corredor de piedra negra que manos desconocidas esculpieron en el negro corazón del monte Golamira, o acerca de la tumba protegida por el fénix en la que fue enterrado Epemitreus hace mil quinientos años. Y desde entonces ningún ser humano ha entrado allí, porque los elegidos, después de colocar al Sabio en la cripta, cerraron la entrada del corredor de modo que nadie pudiera encontrarla, y hoy en día ni siquiera los sumos sacerdotes saben dónde está. El pequeño grupo de acólitos de Mitra conoce sólo de oídas, por boca de los sumos sacerdotes, el lugar del reposo eterno de Epemitreus en el negro corazón de Golamira, y guardan celosamente el secreto. Éste es uno de los Misterios en los que se basa el culto de Mitra.
—No sé por medio de qué artes mágicas Epemitreus me llevó hasta él —repuso Conan—. Pero yo he hablado con él, y me hizo una marca en la espada. No sé por qué esa señal resultó mortífera para los demonios, ni qué magia había en ella, pero aunque la espada se rompió al golpear el casco de Gromel, el fragmento que quedó fue lo bastante largo como para matar al monstruo.
—Déjame ver tu espada —susurró el sumo sacerdote con la garganta seca.
Conan le enseñó la espada rota, y el sumo sacerdote lanzó un grito y se puso de rodillas.
—¡Mitra nos proteja contra el poder de las tinieblas! —dijo jadeando—. ¡En la espada está grabado el emblema del fénix inmortal que se cierne eternamente sobre su tumba! ¡Es el signo secreto que sólo él puede hacer! ¡Rápido, una vela! ¡Mirad otra vez en el lugar donde el rey dice que murió el demonio!
Éste había yacido a la sombra de un biombo roto. Arrojaron el biombo a un lado y alumbraron el suelo con la luz de la vela. En la habitación reinaba un silencio estremecedor mientras buscaban la señal. Poco después algunos caían de rodillas al suelo invocando a Mitra, y otros huían gritando de la habitación. Allí en el suelo, en el lugar donde había muerto el monstruo, yacía una sombra tangible, una enorme mancha oscura que no se podía borrar; la cosa había dejado su contorno claramente marcado con su sangre, y aquel contorno no se parecía al de ningún ser conocido en el mundo. Estaba allí, terrible y siniestro, como la sombra de uno de los dioses mono que se agazapan en los sombríos altares de los oscuros templos de Estigia.
Robert E. Howard (1906-1936)
Relatos de Robert E. Howard. I Relatos góticos.
El análisis y resumen del cuento de Robert E. Howard: El Fénix en la espada (The Phoenix on the Sword) fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
1 comentarios:
Es un excelente relato, gracias por compartirlo
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