«La pirámide brillante»: Arthur Machen; relato y análisis.
La pirámide brillante (The Shining Pyramid) —a veces publicado en español como: La piramide de fuego— es un relato de terror del escritor galés Arthur Machen (1863-1947), publicado como novela corta en 1895.
La pirámide brillante, sin dudas uno de los grandes relatos de Arthur Machen, nos transporta a las remotas colinas de Inglaterra, donde una chica ha desaparecido misteriosamente al tomar un atajo a través de las laderas. Poco después, se encuentran extraños símbolos en una casa cercana, como pequeños montículos o túmulos con forma de pirámide.
Vaughn, uno de los protagonistas del cuento, y responsable de encontrar aquellos símbolos, se comunica con su amigo Dyson, quien tiene una vasta experiencia en lo oculto, para ayudarlo a resolver el misterio. Todo parece indicar que en aquellas remotas colinas todavía sobrevive un mal ancestral, una entidad, quizás, que en épocas distantes fue alabada como una deidad.
Al igual que en Vinum Sabbati (Vinum Sabbati), El pueblo blanco (The White People), y Fuera de la Tierra (Out of the Earth), La pirámide brillante de Arthur Machen regresa sobre la leyenda de las hadas y los mitos celtas para dar forma a un horror cósmico que nos acecha desde sus reinos subterráneos.
La pirámide brillante.
The Shining Pyramid, Arthur Machen (1863-1947)
—¿Obsesionado, dice usted?
—Sí, obsesionado. Cuando nos conocimos, hace tres años, me habló usted de la región donde vivía, con sus antiguos bosques, sus agrestes y majestuosas colinas, y sus ásperas tierras. El cuadro que usted me describió quedó grabado en mi mente, y lo recuerdo siempre, de un modo especial cuando estoy sentado en mi escritorio y oigo el intenso rumor del tránsito de las calles de Londres. Pero, ¿cuándo ha llegado usted?
—La verdad, Dyron, es que he venido directamente desde la estación. He salido esta mañana temprano para tomar el tren de las 10,45.
—Bueno, me alegro mucho de que haya venido a verme. ¿Qué ha sido de su vida desde la última vez que nos vimos? Supongo que no existe ninguna Mrs. Vaughan...
—No —dijo Vaughan—, continúo siendo un eremita, como usted. No he hecho más que vagabundear de un lado para otro.
Vaughan había encendido su pipa y estaba sentado en el brazo del sillón, mirando a su alrededor con una mezcla de asombro y de intranquilidad. Dyson había hecho correr su silla cuando entró su visitante, y tenía un brazo apoyado en su escritorio, lleno de papeles y de libros en desorden.
—Y usted, ¿sigue ocupado en la antigua tarea? —inquirió Vaughan, señalando el montón de papeles y de abultadas carpetas.
—Sí, el sueño de la literatura es tan vano y tan absorbente como el de la alquimia. Bueno, supongo que se quedará algún tiempo en la ciudad. ¿Qué haremos esta noche?
—En realidad, me gustaría convencerle para que viniera a pasar unos días en el oeste. Estoy persuadido de que le sentarían estupendamente.
—Es usted muy amable, Vaughan, pero resulta difícil abandonar Londres en septiembre. Doré no podía haber dibujado nada más maravilloso y místico que la Oxford Street, tal como la vi hace un par de días, al atardecer; el reflejo del sol poniente, la calina azul, transformaban la calle en un sendero que conducía «a la ciudad espiritual».
—A pesar de todo, me gustaría que viniera. Disfrutaría usted paseando por nuestras colinas. Estoy asombrado: me pregunto cómo puede trabajar en medio de este ruido. Creo que gozaría de veras con la tranquilidad de mi viejo hogar entre los bosques.
Vaughan volvió a encender su pipa y miró ansiosamente a Dyson, para comprobar si sus palabras habían producido algún efecto, pero su amigo sacudió la cabeza, sonriendo, y en lo íntimo de su corazón hizo un voto de fidelidad a las calles ciudadanas.
—No puede usted tentarme —dijo.
—Bien, quizá tenga usted razón. Después de todo, tal vez estaba equivocado al hablar de la tranquilidad del campo. Allí, cuando se produce una tragedia, es como una piedra arrojada en una charca; los círculos que forma el agua se van ensanchando, y parece que no hayan de terminar nunca de agrandarse.
—¿Han tenido ustedes alguna tragedia allí?
—Bueno, no me atrevo a calificarla de tal. Pero, hace cosa de un mes, me preocupó mucho algo que ocurrió; puede o no puede haber sido una tragedia, en el sentido corriente de la palabra.
—¿Qué fue lo que sucedió?
—Verá, el hecho es que desapareció una muchacha de un modo bastante misterioso. Sus padres, que responden al nombre de Trevor, son unos granjeros acomodados, y su hija mayor, Annie, era una especie de belleza local; en realidad, era muy guapa. Una tarde, decidió ir a visitar a su tía, una viuda que cultiva sus propias tierras, y como las dos casas se encuentran solamente separadas por una distancia de cinco o seis millas, Annie les dijo a sus padres que iría por el atajo que pasa por las colinas. No llegó a casa de su tía, ni ha vuelto a ser vista. Se lo cuento a grandes rasgos, desde luego.
—¡Qué cosa más rara! Supongo que en las colinas no habrá minas abandonadas... ¿Cree usted que pudo caerse por algún precipicio?
—No. El camino que tenía que tomar no discurre junto a ningún barranco; no es más que un sendero abierto en plena colina, apartado, incluso, de cualquier camino secundario. Pueden recorrerse millas enteras sin encontrar un alma, pero es absolutamente seguro.
—¿Y qué dice la gente acerca de ello?
—¡Oh! Tonterías... No tiene usted idea de lo supersticiosa que es la gente del campo. Donde yo vivo, son más supersticiosos que los irlandeses, que ya es decir.
—Pero, ¿qué es lo que dicen?
—¡Oh! Suponen que la pobre muchacha «se marchó con las hadas». ¡Si el caso no fuera tan trágico, habría para echarse a reír!
Dyson pareció algo interesado.
—Sí —dijo—, la palabra «hadas» suena algo rara al oído en la época actual. Pero, ¿qué dice la policía? Supongo que no aceptará la hipótesis del cuento de hadas...
—No. Pero tengo la impresión de que anda completamente despistada. Lo que temo es que Annie Trevor tropezara con algunos facinerosos en su camino. Castletown, como ya sabe, es un importante puerto de mar, y algunos de los peores marinos extranjeros desertan de cuando en cuando de sus barcos y se dedican al bandolerismo. No hace muchos años, un marinero español llamado García asesinó a toda una familia por un botín que no valía seis peniques. Algunos de esos tipos apenas son humanos, y mucho me temo que la pobre muchacha haya tenido un final espantoso.
—¿Vieron merodear por allí a algún marinero extranjero?
—No. Y la gente del campo se fija inmediatamente en cualquiera que tenga un aspecto o vista de un modo «anormal». A pesar de todo, parece como si mi teoría fuese la única explicación posible.
—¿No hay ningún dato que pueda servir de punto de partida? —inquirió Dyson pensativamente—. ¿Un asunto amoroso, o algo por el estilo?
—¡Oh, no! Ni pensarlo. Estoy seguro de que si Annie estuviera viva, se lo hubiera hecho saber a su madre.
—Desde luego, desde luego. Pero existe la posibilidad de que esté viva, y no pueda comunicarse con sus amigos. Todo esto debe haberle producido muchas preocupaciones.
—En efecto. Aborrezco los misterios, especialmente los que pueden ser el velo del horror. Pero, francamente, Dyson, prefiero no recordarlo; no he venido aquí para hablarle de esto.
—Naturalmente —dijo Dyson, un poco sorprendido por la actitud de Vaughan—. Ha venido para conversar de temás más alegres.
—No, eso tampoco. Lo que acabo de contarle ocurrió hace cosa de un mes, pero en estos últimos días ha sucedido algo que me afecta de un modo más personal, y, para ser absolutamente sincero, he venido a verle con la idea de que podía ayudarme. ¿Recuerda el extraño caso de que me habló cuando nos vimos por última vez? Algo acerca de un fabricante de gafas...
—¡Oh, sí, lo recuerdo perfectamente! En aquella época estaba muy orgulloso de mi perspicacia; incluso ahora, la policía no tiene la menor idea del motivo de que fueran deseadas aquellas extrañas gafas amarillas. Pero, tiene usted un aspecto realmente preocupado, Vaughan. Espero que no será nada grave.
—No; creo que he estado exagerando, y quiero que usted me tranquilice. Pero lo que ha sucedido es muy raro.
—¿Y qué ha sucedido?
—Estoy convencido de que se reirá de mí, pero ésta es la historia. Como usted ya sabe, hay un camino, un derecho de paso, que cruza mis tierras y, para ser exacto, discurre junto al muro de la huerta. No es utilizado por muchas personas; algún leñador, de cuando en cuando, y cinco o seis chiquillos que van a la escuela del pueblo y pasan por allí dos veces al día. Hace unos días, decidí dar un paseo antes de desayunar, y me detuve a llenar mi pipa al lado mismo de las grandes puertas del muro de la huerta. El bosque se extiende hasta muy cerca del muro, y el camino de que le he hablado discurre a la sombra de los árboles. Soplaba un vientecillo fresco, y aproveché la protección de la pared para encender la pipa. Al hacerlo, incliné la mirada al suelo y vi una cosa que me llamó la atención. Debajo mismo del muro, sobre la corta hierba, había unas piedrecitas que formaban un dibujo; algo así...
Y Mr. Vaughan cogió un lápiz y un trozo de papel y trazó unas cuantas rayas.
—Como puede ver —continuó—, las piedrecitas eran doce, y estaban simétricamente espaciadas. Las piedras eran puntiagudas, y todas las puntas estaban dirigidas en la misma dirección.
—Sí —dijo Dyson, sin mucho interés—, no cabe duda de que los chiquillos que usted ha mencionado estuvieron jugando cuando regresaban de la escuela. Los niños son muy aficionados a entretenerse haciendo dibujos con piedras, flores, conchas, o cualquier otra cosa que encuentren.
—Eso fue lo que yo pensé; vi aquellas piedras que formaban una especie de dibujo, y me marché. Pero, a la mañana siguiente, volví a pasar por allí, y vi otra vez las piedrecitas, en el mismo lugar. El dibujo, sin embargo, era distinto: las piedras estaban dispuestas como los rayos de una rueda, uniéndose todas en un centro común, y este centro estaba formado por otro dibujo que parecía una copa; todo, desde luego, a base de piedrecitas.
—Sí, la cosa resulta curiosa —dijo Dyson—. Aunque lo más probable es que los responsables de esas fantasías en piedra sean los chiquillos que van a la escuela.
—Intrigado, decidí hacer una prueba. Los niños regresan de la escuela a las cinco y media de la tarde, y fui a aquel lugar a las seis: encontré el dibujo tal como lo había dejado por la mañana. Al día siguiente, repetí la visita a las siete menos cuarto de la mañana, y descubrí que el dibujo había cambiado. Ahora formaba una pirámide. Vi pasar a los chiquillos hora y media más tarde, y no se detuvieron para nada allí. Por la tarde les vi regresar, y tampoco se detuvieron. Y esta mañana, a las seis, el dibujo formaba una especie de media luna.
—De modo que la serie de dibujos es la siguiente: primero, líneas simétricas; luego, los radios y la copa; después la pirámide, y finalmente, esta mañana, la media luna. Ese es el orden, ¿no es cierto?
—Sí, en efecto. Pero, ¿sabe usted lo que me ha hecho sentirme intranquilo? Supongo que va a parecerle absurdo, pero no puedo evitar la idea de que alguien los utiliza para comunicarse con otros..., o para amenazarme.
—¿Amenazarle? ¿Acaso tiene usted enemigos?
—No. Pero tengo algunas piezas de plata, muy antiguas y valiosas.
—Entonces, ¿piensa usted en los ladrones? —inquirió Dyson, cuyo interés parecía haber aumentado considerablemente—. Conoce usted a todos sus vecinos. ¿Hay algún personaje sospechoso?
—Que yo sepa, no. Pero recuerde lo que he dicho de los marineros.
—¿Puede usted confiar en sus criados?
—Desde luego. La plata se encuentra en una habitación a prueba de ladrones; el único que sabe dónde está la llave es el mayordomo, un hombre que lleva muchos años al servicio de la familia. Por ese lado no hay problema. Sin embargo, todo el mundo sabe que tengo un montón de plata antigua, y la gente del campo es muy aficionada al comadreo, de modo que la información puede haber llegado a oídos de algún indeseable.
—Es probable, aunque confieso que la teoría de los ladrones me parece algo insatisfactoria. ¿Quién se comunica con quién? Me resisto a aceptar esa explicación. ¿Qué fue lo que le hizo relacionar la plata con aquellos dibujos?
—La figura de la copa —dijo Vaughan—. Da la casualidad de que poseo una ponchera muy grande y muy valiosa de la época de Carlos II. El cincelado es realmente exquisito, y la pieza vale un montón de dinero. El dibujo que le describí a usted, tenía la misma forma de mi ponchera.
—Una extraña coincidencia, desde luego. Pero, ¿y los otros dibujos? ¿Tiene usted algo en forma de pirámide?
—¡Ah! Eso es lo más raro de todo. La ponchera en cuestión, juntamente con un juego de cucharas antiguas, está guardada en un pequeño arcón de caoba, de forma piramidal.
—Confieso que todo esto me interesa muchísimo —dijo Dyson—. Continúe. ¿Qué me dice de los otros dibujos? El Ejército, como podríamos llamar al primero, y la Media Luna...
—No he podido relacionarlos con nada. Sin embargo, creo que admitirá usted que mi curiosidad y mi preocupación están justificadas. Me disgustaría mucho perder alguna de las piezas antiguas de plata; casi todas ellas han pertenecido a mi familia desde hace generaciones. Y no puedo quitarme de la cabeza la idea de que algunos facinerosos tratan de hacerme víctima de un robo, y se comunican unos con otros todas las noches por medio de esos dibujos.
—Sinceramente —dijo Dyson—, no sé qué decirle; estoy tan a oscuras como usted. Su teoría parece la única explicación posible, y, sin embargo, las dificultades que existen son enormes.
Se reclinó hacia atrás en su asiento, y los dos hombres se miraron, con el ceño fruncido, perplejos ante un problema tan raro.
—A propósito —dijo Dyson, después de una larga pausa—, ¿qué formación geológica tienen ustedes allí?
Mr. Vaughan levantó la mirada, muy sorprendido por la pregunta.
—Arenisca y caliza roja, creo —respondió—. Nos encontramos un poco más allá de las capas que contienen carbón mineral.
—Pero, ni en la arenisca ni en la caliza hay piedras, ¿verdad?
—No, nunca he visto piedras en los campos. Y confieso que el hecho me había llamado la atención.
—¡Lo que yo suponía! Es un detalle muy importante. A propósito, ¿qué tamaño tenían las piedras utilizadas en aquellos dibujos?
—Da la casualidad de que me he traído una; la cogí esta mañana.
—¿De la Media Luna?
—Exactamente. Aquí está.
Sacó de uno de sus bolsillos una piedra de forma alargada y terminada en punta, de unas tres pulgadas de longitud. El rostro de Dyson brilló de excitación al cogerla de manos de Vaughan.
—Desde luego —dijo, después de un breve silencio—, tiene usted unos vecinos muy raros. Me cuesta trabajo creer que puedan albergar algún propósito acerca de su ponchera. ¿Sabe usted que esto es una piedra cuneiforme antiquísima, y que además tiene forma única? He visto ejemplares que procedían de todas las partes del mundo, pero ninguno como éste, que posee unas características muy especiales.
Dejó su pipa sobre el escritorio y sacó un libro de uno de los cajones.
—Tenemos el tiempo justo para tomar el tren que sale a las 5,45 para Castletown —dijo.
Mr. Dyson aspiró profundamente el aire puro de las colinas y sintió todo el encanto del escenario que le rodeaba. Era por la mañana, temprano, y se encontraba en la terraza de la parte delantera de la casa. Los antepasados de Vaughan la habían construido en la falda de una alta colina, al amparo de un antiguo y tupido bosque que rodeaba el edificio por tres de sus puntos cardinales; por el cuarto, al sudoeste, el terreno descendía suavemente hasta hundirse en el valle, por cuyo fondo discurría un rumoroso riachuelo. En la terraza, perfectamente resguardada, no corría ni un soplo de viento, y los árboles permanecían inmóviles. Un solo rumor turbaba el silencio: el murmullo cantarín del agua al deslizarse entre las rocas. Debajo mismo de la casa, el riachuelo estaba cruzado por un puente de piedras grises, que se remontaba a la Edad Media, y más allá del puente se alzaban de nuevo las colinas, anchas y redondeadas como baluartes, cubiertas aquí y allá de oscuros bosques, aunque las alturas estaban desnudas de árboles. Dyson miró al norte y al sur, y sólo vio la pared de las colinas, y los antiguos bosques, y el riachuelo regateando entre ellos; todo gris y difuso con la niebla matinal, bajo el cielo plomizo. La voz de Mr. Vaughan rompió el silencio.
—Pensé que estaría usted demasiado cansado para levantarse tan temprano —dijo—.Veo que está admirando el paisaje. Es hermoso, ¿verdad? Aunque supongo que el viejo Meyrick Vaughan no pensó mucho en el escenario cuando edificó la casa. Un hogar antiguo y extraño, ¿no es cierto?
—Sí, pero encaja perfectamente con los alrededores; sus piedras son tan grises como las del puente y como las colinas.
—Temo haberle traído aquí para nada, Dyson —dijo Vaughan—. Esta mañana he estado allí, y no he visto rastro de ningún dibujo.
Echaron a andar a través del césped, hasta llegar a un sendero que pasaba por la parte posterior de la casa. Avanzaron por él, y súbitamente Vaughan se detuvo; estaban junto a la puerta del muro de la huerta.
—Mire, aquí era —dijo Vaughan, señalando el suelo—. La primera mañana que vi las piedras, estaba en el lugar en que usted se encuentra ahora.
—Ya. Aquella mañana fue el Ejército; luego la Taza, luego la Pirámide, y ayer la Media Luna. ¡Qué piedra más rara! —continuó Dyson, señalando un bloque de piedra caliza que sobresalía del suelo, debajo del mismo muro—. Parece una especie de columna enana, pero supongo que es natural.
—Sí, lo mismo creo yo. Imagino que la trajeron aquí para utilizarla en los cimientos de otro edificio más antiguo que el nuestro.
—Es muy probable.
Dyson miraba a su alrededor atentamente, tendiendo la vista desde el suelo al muro, y desde el muro al profundo bosque que casi colgaba sobre la huerta, oscureciendo el lugar incluso en plena mañana.
—Mire aquí —dijo Dyson, al cabo de un rato—. Desde luego, eso tiene que ser obra de los chiquillos. Mire...
Se había inclinado, y examinaba la roja superficie del muro, que había sido levantado con ladrillos blancos. Vaughan se acercó y miró fijamente el lugar señalado por el dedo de Dyson; apenas pudo distinguir una leve señal en la rojiza superficie.
—¿Qué es eso? —preguntó—. Apenas puedo distinguirlo.
—Mírelo más de cerca. ¿No le parece una tentativa de dibujar un ojo humano?
—¡Ah! Ahora lo veo. Mi vista no es muy aguda. Sí, han tratado de dibujar un ojo, como usted dice. Creí que a los chiquillos les enseñaban a dibujar en la escuela.
—Bueno, es un ojo bastante raro. Tiene una forma muy extraña; diríase que es el ojo de un chino.
Dyson contempló pensativamente la obra del artista en agraz, y, arrodillándose, examinó de nuevo el muro minuciosamente.
—Me gustaría mucho saber —dijo, finalmente— cómo es posible que un chiquillo de estos andurriales conozca la forma que tienen los ojos mongólicos. La mayoría de los niños tienen una impresión muy distinta dcl tema; dibujan un círculo, o algo parecido a un círculo, y ponen una manchita en el centro. No creo que ningún chiquillo imagine que el ojo está hecho realmente como ése. Quizá pueda derivar del rostro grabado en una lata de té... Pero no me parece probable.
—Pero, ¿por qué está tan seguro de que lo dibujó un chiquillo?
—Mire la altura. Esos ladrillos tienen unas dos pulgadas de espesor, aproximadamente; desde el suelo hasta el dibujo, hay veinte tongadas de ladrillos; esto nos da una altura de tres pies y medio. Ahora, imagine que va,a dibujar algo en ese muro. Exactamente; su lápiz, si tuviera uno, tocaría el muro al nivel aproximado de sus ojos, es decir, a una distancia de más de cinco pies del suelo. Por lo tanto, resulta fácil colegir que ese ojo fue dibujado por un niño de unos diez años.
—Sí, no se me había ocurrido. Desde luego, tiene que haberlo hecho uno de los chiquillos.
—Lo mismo creo yo. Sin embargo, como ya le he dicho, en esas dos lineas hay algo muy poco infantil, y el propio globo ocular tiene una forma casi ovalada. Tal y como yo lo veo, el dibujo tiene un aire antiguo y raro; y, en conjunto, resulta bastante desagradable. No puedo evitar la idea de que si pudiéramos ver toda una cara dibujada por la misma mano, no seria nada agradable. Pero, después de todo, esto es una tontería, que no nos hace avanzar en nuestras investigaciones. Es muy raro que la serie de dibujos a base de piedras haya tenido un final tan brusco.
Los dos hombres emprendieron el camino de regreso a la casa, y en el momento que entraban en el porche se abrió un claro en el cielo gris, y un rayo de sol bañó las grisáceas colinas delante de ellos. Durante todo el día, Dyson vagabundeó pensativamente por los campos y los bosques que rodeaban la casa. Estaba intrigado por las extrañas circunstancias que se proponía aclarar, y en un momento determinado sacó de su bolsillo la piedra cuneiforme y la examinó con profunda atención. Había algo en ella que la hacía completamente distinta de los ejemplares que había visto en museos y en colecciones particulares; la forma era de un tipo distinto, y alrededor del filo había una línea de puntitos, que tenía toda la apariencia de un adorno. ¿Quién, pensó Dyson, podía poseer tales cosas en un lugar tan apartado? ¿Y quién, poseyendo las piedras, podía haberles dado el fantástico uso de dibujar figuras incomprensibles bajo la tapia de la huerta de Vaughan?
Lo absurdo de todo el asunto le molestaba indescriptiblemente; y a medida que su mente rechazaba una teoría tras otra, se sentía fuertemente tentado de tomar el primer tren y regresar a la ciudad. Había visto la plata antigua que poseía Vaughan, y había examinado la ponchera, la gema de la colección, con suma atención; y lo que vio, y su conversación con el mayordomo, le convencieron de que un complot para robar la ponchera tenía muy pocos visos de verosimilitud. El arcón donde estaba guardada la ponchera, una pesada pieza de caoba, que databa evidentemente de principios de siglo, recordaba ciertamente una pirámide, y Dyson se sintió inclinado, en el primer momento, a realizar un trabajo de detective; pero, una reflexión más detenida le convenció de la imposibilidad de la hipótesis del robo. Tenía que encontrar algo más satisfactorio. Le preguntó a Vaughan si había gitanos por aquellos alrededores, y Vaughan le respondió que no habían visto uno desde hacía años. Esto le desanimó bastante, ya que sabía que los gitanos tienen la costumbre de dejar extraños jeroglíficos a su paso, y había depositado ciertas esperanzas en aquella idea, cuando se le ocurrió. Al oír la respuesta de Vaughan, que significaba la destrucción de su teoría, se reclinó hacia atrás en su asiento, con expresión de disgusto.
—Es raro —dijo Vaughan—, pero los gitanos no nos han producido nunca molestias. De vez en cuando, los campesinos encuentran restos de fogatas en la parte más agreste de las colinas, pero nadie parece saber quién las enciende.
—Serán obra de los gitanos.
—¿En aquellos lugares tan apartados? No lo creo. Los gitanos y los vagabundos de todas clases suelen andar por las carreteras y caminos próximos a los lugares habitados.
—Bueno, no sé qué decirle. Esta tarde he visto a los chiquillos cuando regresaban de la escuela, y, como usted dijo, no se han detenido para nada junto al muro. De modo que no tendremos más ojos en la tapia, por lo menos.
—Uno de estos días me dedicaré a espiarles y descubriré quién es el artista.
A la mañana siguiente, cuando Vaughan salió a dar su acostumbrado paseo, encontró a Dyson, que le estaba esperando junto a la puerta de la huerta, y al parecer en un estado de intensa excitación, ya que le hizo señas para que se acercara, gesticulando violentamente.
—¿Qué sucede? —preguntó Vaughan—. ¿Otra vez las piedras?
—No; pero mire ahí, mire la tapia. ¿Lo ve?
—¡Hay otro ojo!
—Exactamente. Dibujado a muy poca distancia del primero, casi al mismo nivel, aunque ligeramente más abajo.
—¿Quién diablos será el autor? No pueden haber sido los chiquillos; anoche no estaban ahí, y los niños no pasarán hasta dentro de una hora. ¿Qué significado puede tener?
—Creo que en el fondo de todo esto se encuentra el propio diablo —dijo Dyson—.Desde luego, resulta difícil no llegar a la conclusión de que esos infernales ojos almendrados han sido dibujados por la misma mano que trazó los dibujos con las piedras cuneiformes; y a dónde puede llevarnos esa conclusión, es más de lo que puedo decir. Por mi parte, he tenido que echarle un freno a mi imaginación, pues de lo contrario se hubiera desbocado.
Los dos hombres permanecieron callados unos instantes. Luego, Dyson continuó:
—Vaughan, ¿se ha fijado usted en que existe un detalle, un detalle muy curioso, en común entre las figuras hechas con piedras y los ojos dibujados en el muro?
—¿A qué se refiere? —preguntó Vaughan, sobre cuyo rostro había caído una sombra de indefinido temor.
—A esto: sabemos que los dibujos del Ejército, la Copa, la Pirámide y la Media Luna tienen que haber sido hechos durante la noche. Probablemente, eso significa que estaban destinados a ser vistos también durante la noche. Bueno, el mismo razonamiento es aplicable a esos ojos del muro.
—No acabo de comprenderle, Dyson.
—Verá, las últimas noches han sido muy oscuras, ya que el cielo ha estado cubierto de nubes. Además, los árboles del bosque proyectan una intensa sombra sobre el muro, incluso en las noches más claras.
—¿Y bien?
—Lo que me sorprende es esto: quienquiera que sea el autor, debe tener una vista particularmente aguda para poder dibujar a oscuras.
—He leído que algunas personas encerradas en calabozos oscuros durante muchos años, han adquirido la facultad de ver perfectamente en la oscuridad.
—Sí —dijo Dyson—. El abate Faria, de El conde de Montecristo, por ejemplo. Pero es un detalle muy curioso.
—¿Quién es el anciano que acaba de saludarle? —preguntó Dyson, cuando llegaban a la curva del sendero próxima a la casa.
—¡Oh! Es el viejo Trevor. Está muy decaído, el pobre.
—¿Quién es Trevor?
—¿No lo recuerda? Le conté la historia el día que fui a su casa..., acerca de una muchacha llamada Annie Trevor, que desapareció de un modo inexplicable hace cinco semanas. Ese anciano es su padre.
—Sí, sí, ahora lo recuerdo. A decir verdad, lo había olvidado por completo. ¿No se ha sabido nada de la muchacha?
—Absolutamente nada.
—Temo que no presté mucha atención a los detalles que usted me dio. ¿Qué camino seguía la muchacha?
—Un atajo que pasa por las colinas que hay encima de la casa. Se encuentra a unas dos millas de aquí.
—¿Está cerca de aquel caserío que vi ayer?
—¿Se refiere usted a Croesyceiliog? No, está más al norte.
Entraron en la casa, y Dyson se encerró en su habitación, debatiéndose aún en un mar de dudas, pero con la sombra de una sospecha creciendo en su interior, una sospecha vaga y fantástica, que se negaba a tomar una forma definida. Estaba sentado junto a la abierta ventana contemplando el valle, viendo como en un cuadro el intrincado regateo del riachuelo, el puente gris, y las enormes colinas que se erguían más allá; todo difuminado por una niebla blanquecina, que se levantaba del riachuelo. Empezó a oscurecer, y las enormes colinas parecieron más enormes y más vagas, y los oscuros bosques se hicieron más oscuros; y la sospecha que le había asaltado dejó de parecerle imposible. Pasó el resto de la velada sumido en una especie de ensueño, sin apenas oír lo que Vaughan decía; y cuando recogió su candelabro en el vestíbulo, se detuvo un momento antes de darle las buenas noches a su amigo.
—Necesito un buen descanso —dijo—. Mañana va a ser un día de trabajo para mí.
—¿Va a escribir algo, quizá?
—No. Voy a buscar la Ponchera.
—¿La Ponchera? Si se refiere usted a la mía, está segura en el arcón.
—No me refiero a ella. Puedo garantizarle que su plata no ha estado nunca amenazada. No, no voy a importunarle con suposiciones. Creo que no pasará mucho tiempo sin que tengamos algo más positivo que unas simples suposiciones. Buenas noches, Vaughan.
A la mañana siguiente, Dyson salió de la casa después de desayunar. Tomó el sendero que discurría junto al muro de la huerta, y observó que el número de ojos almendrados dibujados en la tapia ascendía ahora a ocho.
«Seis días más», se dijo a sí mismo. Pero, cuanto más pensaba en la teoría que había elaborado, más le hacía estremecer la posibilidad de que fuera cierta. Siguió andando a través de las densas sombras del bosque, hasta llegar al final de los árboles, y fue trepando cada vez más alto, manteniendo el rumbo norte y ateniéndose a las indicaciones que le había dado Vaughan. A medida que ascendía, le parecía elevarse más y más por encima del mundo de la vida humana y de las cosas acostumbradas; a su derecha, a lo lejos, una columna de humo azulado se erguía hacia el cielo; allí estaba la aldea donde los chiquillos iban a la escuela, y aquél era el único signo de vida, ya que el bosque ocultaba la antigua casa gris de Vaughan.
Cuando llegó a lo que parecía ser la cumbre de la colina, se dio cuenta por primera vez de la desolada soledad que le rodeaba por todas partes; allí sólo había cielo gris y grisácea colina, o colina gris y cielo grisáceo, una elevada y amplia llanura que parecía extenderse interminablemente, y la vaga silueta del azulado pico de una montaña, muy lejos y al norte. Al final llegó al sendero, y por su posición y por lo que le había dicho Vaughan, supo que era el camino que había tomado Annie Trevor, la muchacha desaparecida. Dyson avanzó por él, observando las grandes rocas de piedra caliza que surgían del suelo, de un aspecto tan repulsivo como un ídolo de los mares del Sur. Y de repente se detuvo, asombrado, a pesar de que había encontrado lo que estaba buscando. Casi sin transición, el terreno se hundía súbitamente en todas direcciones, y Dyson pudo ver una especie de hoyo circular, que podía haber sido perfectamente un anfiteatro romano. Dyson dio una vuelta completa alrededor del hoyo, observó la posición de las piedras que formaban las paredes y emprendió el camino de regreso.
Esto —se dijo a sí mismo— es más que curioso. He descubierto la Ponchera, pero, ¿dónde está la Pirámide?
—Mi querido Vaughan —le dijo a su amigo, cuando llegó a la casa—, puedo decirle que he encontrado la Ponchera, y esto es lo único que le diré, de momento. Tenemos seis días de absoluta inactividad ante nosotros; no puede hacerse nada.
—He estado dando la vuelta por la huerta —dijo Vaughan una mañana—, he contado esos infernales ojos y he visto que había catorce. Por el amor de Dios, Dyson, dígame el significado de todo esto.
—Lamento no estar en condiciones de hacerlo. Puedo haber supuesto esto o aquello, pero siempre me he atenido al principio de guardar mis suposiciones para mí mismo. Además, no vale la pena adelantar los acontecimientos: recordará que le dije que teníamos seis días de inactividad ante nosotros. Bien, el de hoy es el sexto día, y el final de la ociosidad. Propongo que esta noche nos demos un paseo.
—¡Un paseo! ¿Es ésa toda la actividad que piensa usted desarrollar?
—Bueno, puedo mostrarle algunas cosas muy curiosas. Para ser sincero, deseo que esta noche, a las nueve, venga conmigo a las colinas. Tal vez tengamos que pasar toda la noche fuera, de modo que será mejor que se tape bien y que lleve un poco de aquel brandy...
—¿Es una broma? —dijo Vaughan, que estaba desconcertado por la sucesión de extraños acontecimientos.
—No, no creo que tenga nada de broma. A menos que esté muy equivocado, encontraremos una solución muy seria del rompecabezas. Vendrá conmigo, ¿verdad?
—Muy bien. ¿Qué dirección piensa usted seguir?
—La del sendero de que usted me habló; el atajo que se supone tomó Annie Trevor.
Vaughan palideció al oír el nombre de la muchacha.
—No creí que siguiera usted esa pista —dijo—. Pensaba que se estaba usted ocupando del asunto de los dibujos en el suelo y en el muro de la huerta. En fin, le acompañaré.
Aquella noche, a las nueve menos cuarto, los dos hombres salieron de la casa y tomaron el sendero que cruzaba el bosque, hacia la cumbre de la colina. Era una noche muy oscura. El cielo estaba encapotado, y el valle lleno de niebla; parecían andar en un mundo de sombras y de tristeza, sin apenas hablar, temerosos de romper el agobiante silencio. Andaron y andaron, hata que, finalmente, Dyson cogió a su compañero por el brazo.
—Nos detendremos aquí —dijo—. Creo que no hay nada todavía.
—Conozco el lugar —dijo Vaughan, al cabo de unos instantes—. He venido a menudo durante el día. Los campesinos temen venir aquí, según creo; suponen que es un castillo encantado, o algo por el estilo. Pero, ¿qué diablos hemos venido a hacer aquí?
—Hable un poco más bajo —dijo Dyson—. No nos favorecería en nada que nos oyeran hablar.
—¡Que nos oyeran hablar! No hay un alma viviente en tres millas a la redonda.
—Posiblemente, no; en realidad, debería decir que desde luego que no. Pero puede haber un cuerpo algo más cerca.
—No comprendo absolutamente nada —dijo Vaughan, bajando el tono de su voz por complacer a Dyson—. Pero, ¿por qué hemos venido aquí?
—Ese hoyo que hay ante nosotros es la Ponchera. Creo que será mejor que no hablemos, ni siquiera en voz baja.
Se tendieron sobre la hierba. De cuando en cuando, Dyson levantaba ligeramente la cabeza para echar una ojeada y retrocedía inmediatamente, no atreviéndose a mirar durante mucho rato. Volvía a aplicar el oído al suelo para escuchar, y las horas fueron pasando, y la oscuridad pareció hacerse más intensa, y el único sonido audible era el débil suspiro del viento. La impaciencia de Vaughan iba en aumento a medida que transcurría el tiempo; empezaba a encontrar absurda aquella inútil espera.
—¿Cuánto tiempo va a durar esto? —le susurró a Dyson.
Y Dyson, que había estado conteniendo la respiración en la agonía de su vigilia, acercó su boca al oído de Vaughan y dijo, con pausas entre cada sílaba y en el tono de voz que el sacerdote emplea para pronunciar las terribles palabras:
—¿Quiere usted escuchar?
Vaughan pegó el oído al suelo, preguntándose qué era lo que tenía que oír. Al principio no oyó nada; luego, un leve ruido procedente de la Ponchera llegó hasta él, un ruido extraño, indescriptible, como si alguien apoyara la lengua contra el paladar y expeliera la respiración. Vaughan escuchó ávidamente, y de pronto el ruido se hizo más intenso, convirtiéndose en un estridente y horrible silbido, como si la tierra, debajo de él, hirviera de insoportable calor. Incapaz de soportar por más tiempo la tensión, Vaughan alzó la cabeza y miró en dirección a la Ponchera.
Al principio, se negó a dar crédito a sus ojos. La Ponchera hervía realmente como una caldera infernal. Pero hervía de formas vagas que se movían continuamente sin que se oyera el sonido de sus pasos, reuniéndose en grupos aquí y allí, y hablándose unas a otras con un horrible sonido sibilante, como el que emiten las serpientes. Vaughan no pudo apartar su rostro de allí, a pesar de que notó la presión de los dedos de Dyson advirtiéndole para que lo hiciera; por el contrario, aguzó la mirada y vio vagamente algo parecido a rostros y miembros humanos, aunque su corazón se estremeció con la seguridad de que ningún ser humano podía producir aquellos sibilantes y horribles sonidos.
Miró y miró, conteniendo una exclamación de terror, y al final las espantosas formas se reunieron más espesas alrededor de algún vago objeto situado en el centro de la cavidad, y los sonidos sibilantes crecieron en intensidad, y Vaughan vio a la incierta claridad los abominables miembros, vagos y, sin embargo, demasiado perceptibles, y creyó oír, muy débilmente, un lamento humano a través del rumor de una charla que no era de hombres. La horrible parodia continuó, mientras el sudor empapaba las sienes de Vaughan y sus manos quedaban heladas.
Luego, la espantosa masa se precipitó hacia los costados de la Ponchera, y por un instante Vaughan vio agitarse unos brazos humanos en el centro de la cavidad. Pero debajo de ellos brilló una chispa, ardió un fuego, y mientras la voz de una mujer profería un alarido de angustia y de terror, una gran Pirámide Brillante se elevó hacia el cielo, iluminando toda la montaña. En aquel instante, Vaughan vio lo que pululaba en la Ponchera; los seres que tenían forma de hombres, pero que eran como niños espantosamente deformes, los rostros de ojos almendrados ardiendo de diabólica concupiscencia, el fantasmal color amarillento de la masa de carne desnuda. Luego, como por arte de magia, el lugar quedó vacío, mientras el fuego rugía y crepitaba, y las llamas seguían iluminando la montaña.
—Ha visto usted la Pirámide —dijo Dyson a su oído—. La Pirámide Brillante.
—Entonces, ¿lo reconoce usted?
—Desde luego. Es un broche que Annie Trevor solía ponerse los domingos: recuerdo el dibujo. Pero, ¿dónde lo encontró usted? No irá a decirme que ha descubierto a la muchacha...?
—Mi querido Vaughan, me maravilla que no sospeche usted dónde encontré el broche. ¿No habrá olvidado ya la pasada noche?
—Dyson —dijo Vaughan, hablando muy seriamente—, le he estado dando vueltas en mi cerebro esta mañana, mientras usted estaba fuera. He pensado en lo que vi, aunque tal vez debería decir en lo que creí ver, y la única conclusión a que he podido llegar es que mis sentidos sufrieron una aberración. He vivido siempre honradamente, en el santo temor de Dios, y lo único que puedo creer es que fui víctima de una monstruosa alucinación. Usted sabe que regresamos a casa en silencio, que no pronunciamos una sola palabra acerca de lo que imaginé haber visto. ¿No cree que es preferible seguir manteniendo silencio? Esta mañana, cuando he salido a dar mi acostumbrado paseo, he experimentado la sensación de que la tierra estaba llena de paz, y al pasar junto al muro he visto que no había más dibujos, y he borrado los que quedaban. El misterio ha terminado, y podemos volver a vivir en paz. Creo que durante las últimas semanas mi mente estuvo envenenada; he estado al borde de la locura, pero ahora vuelvo a estar cuerdo.
Mr. Vaughan había hablado apresuradamente; cuando terminó, se inclinó hacia adelante y miró a Dyson con expresión suplicante.
—Mi querido Vaughan —dijo Dyson, tras una breve pausa—, ¿qué ganaríamos con eso? Es demasiado tarde para esconder la cabeza debajo del ala; hemos llegado demasiado lejos. Además, usted sabe perfectamente que no ha existido ninguna alucinación; ojalá fuera así. No, debo contarle a usted toda la historia, hasta donde la conozco.
—Muy bien —suspiró Vaughan—. Adelante.
—Si no le importa —dijo Dyson—, empezaremos por el final. He encontrado el broche que usted acaba de identificar en el lugar al que dimos el nombre de la Ponchera.
En el centro de aquella cavidad había un montón de cenizas, como si hubiese ardido una fogata; en realidad, las cenizas estaban aún calientes, y este broche se hallaba en el suelo, en el borde mismo del círculo que debieron formar las llamas. Supongo que se desprendería accidentalmente del vestido de la persona que lo llevaba. No, no me interrumpa; ahora podemos pasar al principio; retrocedamos al día en que vino usted a verme a Londres. Por lo que recuerdo, poco después de su llegada mencionó usted un desgraciado y misterioso accidente que se había producido aquí; una muchacha llamada Annie Trevor había ido a ver a una tía suya, y había desaparecido. Confieso sinceramente que lo que usted dijo apenas me interesó; existen demasiados motivos que pueden hacer conveniente para un hombre, y más especialmente para una mujer, desvanecerse del círculo de sus parientes y amigos. Si fuéramos a consultar a la policía, descubriríamos que en Londres se produce una desaparición misteriosa una semana sí y otra también, y los oficiales se encogerían de hombros y nos dirían que, de acuerdo con la ley de los promedios, no puede menos de suceder. De modo que no presté demasiada atención a su historia; además, existía otro motivo para mi falta de interés: su historia era inexplicable.
Usted sólo pudo sugerir la intervención de un marinero desertor, pero yo rechacé inmediatamente la explicación. Por muchos motivos, pero principalmente porque un criminal ocasional, un aficionado que comete un crimen brutal, siempre es descubierto, especialmente si escoge el campo como escenario de sus operaciones. Recordará usted el caso de aquel García que mencionó; se dirigió a una estación de ferrocarril el día después del asesinato, con los pantalones manchados de sangre y su mezquino botín en un hatillo.
De modo que al rechazar su única sugerencia, la historia se convertía, como ya he dicho, en inexplicable y, en consecuencia, carente de interés. Sí, es una conclusión perfectamente válida. ¿Ha perdido usted nunca el tiempo dándole vueltas en su cerebro a problemas que sabía que eran insolubles? ¿Se ha devanado usted los sesos con el antiguo rompecabezas de Aquiles y la tortuga? Desde luego que no, porque sabía que era perder el tiempo. Por eso, cuando me contó usted la historia de una muchacha campesina que había desaparecido, me limité a clasificar el caso como insoluble, y no pensé más en el asunto.
Estaba equivocado, ahora lo sé; pero, si lo recuerda, inmediatamente pasó usted a otro asunto que le interesaba más profundamente, porque era de tipo personal. No necesito repetirle lo extraño que me pareció su relato acerca de los dibujos a base de piedras cuneiformes; al principio, creí que se trataba de un simple juego de chiquillos; pero cuando me enseñó usted aquella piedra, sentí que se despertaba mi interés. Allí había algo que se salía de lo corriente, un motivo de verdadera curiosidad; y en cuanto llegué aquí empecé a trabajar para encontrar la solución, repitiéndome a mí mismo una y otra vez los dibujos que usted me había descrito. En primer lugar, el dibujo al que dimos el nombre de Ejército; una serie de piedras simétricamente alineadas, apuntando todas en la misma dirección. Luego las lineas, como los radios de una rueda, todos convergiendo hacia la figura de una Ponchera, luego el triángulo de una Pirámide, y finalmente la Media Luna. Confieso que agoté todas las conjeturas en mis esfuerzos para desvelar el misterio, y como usted comprenderá era un problema doble, o más bien triple. Ya que no tenía que limitarme a preguntarme a mí mismo: «¿Qué significan esas figuras?», sino también:
¿Quién puede ser el responsable de ellas? Además, quedaba el problema de saber quién podía poseer unas piedras tan valiosas, y, conociendo su valor, utilizarlas para lo que parecía un pasatiempo y dejarlas abandonadas. Esto último me condujo a suponer que la persona o personas en cuestión desconocían el valor de aquellas piedras cuneiformes, aunque la conclusión no me permitió avanzar más, ya que incluso un hombre culto puede ignorar lo que es una piedra cuneiforme. Luego se presentó la complicación del ojo en el muro, y, como usted recordará, llegamos a la conclusión de que su autor o autores eran los mismos que habían hecho los dibujos con las piedras. La posición de los ojos en el muro me hizo investigar si había algún enano por estos alrededores, pero descubrí que no había ninguno, y sabía que los chiquillos que pasan por allí camino de la escuela no tenían nada que ver con el asunto.
Sin embargo, estaba convencido de que la persona que dibujó los ojos no podía tener más de tres pies y medio de estatura, ya que, como le indiqué cuando lo encontramos, cualquiera que dibuje sobre una superficie perpendicular escoge instintivamente un lugar que quede al nivel de su rostro. Luego se presentó el problema de la forma de los ojos; aquel acusado carácter mongólico del cual un campesino inglés no podía tener noción, y, como remate, el hecho evidente de que el dibujante o dibujantes tenían que ser capaces de ver prácticamente en la oscuridad. Tal como usted observó, un hombre que ha estado encerrado durante muchos años en un oscuro calabozo puede adquirir aquella característica; pero, desde la época de Edmundo Dantés, ¿dónde podría encontrarse una cárcel así en Europa? Un marinero, que hubiera permanecido largo tiempo en una mazmorra china, parecía ser el individuo a localizar, y aunque ello parecía improbable, no era absolutamente imposible que un marinero, o, digamos, un hombre empleado en un barco, fuera un enano. Pero, ¿cómo explicar el hecho de que mi marinero estuviera en posesión de unas piedras cuneiformes prehistóricas?
Y, aceptada la posesión, ¿cuál era el significado y objeto de aquellos misteriosos dibujos a base de piedras primero, en el muro después? Desde el primer momento me di cuenta de que su teoría acerca de un proyectado robo era insostenible. Y confieso que lo que me puso sobre la verdadera pista fue una simple casualidad. Cuando nos cruzamos con el viejo Trevor, y usted mencionó su nombre y la desaparición de su hija, recordé la historia que había olvidado. Aquí, me dije a mí mismo, hay otro problema, falto de interés, es cierto, por sí mismo; pero, ¿y si estuviera relacionado con los enigmas que me atormentan? Me encerré en mi habitación, aparté de mi mente toda clase de prejuicios, y repasé todo lo sucedido partiendo de la base de que la desaparición de Annie Trevor estaba relacionada con los dibujos de piedras y los ojos del muro. Esta suposición no me condujo muy lejos, y estaba a punto de renunciar definitivamente al asunto, cuando se me ocurrió un posible significado de la Ponchera.
Como usted sabe, en Surrey existe una «Ponchera del Diablo», y me di cuenta de que el símbolo podía referirse a alguna característica de la región. Entonces decidí buscar la Ponchera cerca del camino que había recorrido la muchacha cuando desapareció, y ya sabe usted que la encontré. Traducí los dibujos de acuerdo con lo que sabía, y leí el primero, el Ejército, así: «Habrá una reunión o asamblea..., en la Ponchera... dentro de quince días (cuarto creciente de la luna)..., para ver la Pirámide o para construir la Pirámide». Los ojos, dibujados uno a uno, día por día, señalaban evidentemente las fechas a transcurrir, y yo sabía que no habría más que catorce. No me preocupé preguntándome cuál sería la naturaleza de la asamblea, ni quién iba a reunirse en el paraje más solitario y más temido de esas agrestes colinas. En Irlanda, en China o en el Oeste americano, la pregunta hubiera tenido una fácil respuesta: rebeldes, miembros de una sociedad secreta, «vigilantes»...
Pero en este tranquilo rincón de Inglaterra, habitado por gentes tranquilas, tales suposiciones no eran posibles. Pero yo sabía que tendría la oportunidad de presenciar aquella reunión, y no quise perder el tiempo en inútiles pesquisas. De pronto, recordé lo que la gente había comentado a raíz de la desaparición de Annie Trevor, diciendo que se la habían llevado «las hadas». Le aseguro, Vaughan, que soy un hombre tan cuerdo como usted, y que suelo controlar mi cerebro para que no se pierda en divagaciones ni en fantasías. Pero aquella alusión a las hadas me llevó a recordar a los «enanos» del bosque, una creencia que representa una tradición de los prehistóricos habitantes turanios de la región, que vivían en cuevas: y entonces me di cuenta de que estaba buscando a un ser de menos de cuatro pies de estatura, acostumbrado a vivir en la oscuridad, poseedor de instrumentos de piedra y familiarizado con los rasgos mongólicos.
Confieso que me avergonzaría hablarle de una cosa tan fantástica, tan increíble, si no fuera por lo que usted vio con sus propios ojos anoche, y diría que puedo dudar de la evidencia de mis sentidos, si no estuvieran corroborados por los de usted. Pero usted y yo no podemos mirarnos a la cara y pretender que fue una alucinación; cuando usted estaba tendido en la hierba, a mi lado, noté que se estremecía, y vi sus ojos a la luz de las llamas. Y por eso puedo decirle sin avergonzarme lo que había en mi mente anoche, cuando cruzamos el bosque, trepamos a la colina y nos ocultamos junto a la Ponchera.
Había una cosa, que hubiera tenido que ser la más evidente y que me intrigó hasta el último instante. Ya le he dicho a usted cómo leí el dibujo de Pirámide; la asamblea iba a ver una Pirámide, y el verdadero significado del símbolo se me escapó hasta el último momento. El antiguo derivado de ðõñ, fuego, me hubiera puesto sobre la pista, pero no se me ocurrió.
Creo que eso es todo lo que puedo decir. Usted sabe que estábamos completamente indefensos, aun en el caso de que hubiéramos previsto lo que iba a suceder. ¡Ah! ¿El lugar donde aparecieron los dibujos? Sí, es una pregunta muy curiosa. Pero esta casa, por lo que he podido observar, se encuentra en el centro exacto de las colinas; y, posiblemente, aquella extraña y antigua columna de piedra caliza que hay junto a su huerta era un lugar de reunión antes de que los celtas pusieran el pie en Inglaterra. Pero hay una cosa que debo añadir: no lamento nuestra incapacidad para rescatar a la muchacha. Usted vio la aparición de aquellos seres que pululaban en la Ponchera; puede estar seguro de que lo que había en medio de ellos no era ya apto para la tierra.
—De modo que... —empezó a decir Vaughan.
—De modo que ella se hundió en la Pirámide Brillante —dijo Dyson—, y ellos volvieron a hundirse en el mundo subterráneo, en sus hogares situados debajo de las colinas.
Arthur Machen (1863-1947)
Relatos góticos. I Relatos de Arthur Machen.
Más literatura gótica:
El análisis y resumen del cuento de Arthur Machen: La pirámide brillante (The Shining Pyramid), fueron realizados por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com
2 comentarios:
mi amiga me tiene hasta la coronilla con el libro llamada
terapia
de sebastian fitzek
alguna web donde al menos lo pueda leer online?
kiss!!!!!
¡Maravilloso relato!Gracias.
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